TÍTULO ORIGINAL: The Invisible Woman
DIRECCIÓN: Ralph Fiennes GUIÓN: Abi Morgan (basado en el libro homónimo de
Claire Tomalin) MÚSICA: Ilan Eshkeri FOTOGRAFÍA: Rob Hardy MONTAJE: Nicolas
Gaster REPARTO: Ralph Fiennes, Felicity Jones, Kristin Scott Thomas, Joanna Scanlan,
Ton Hollander, Tom Burke, John Kavanagh
Cada
espectador, lector, aficionado al arte que se acerca a la obra de un creador
del que no sabe nada o del que sólo conoce lo que contempla en ese momento
(pintura, novela, obra de teatro, interpretación, poesía), la música que
escucha y con la que se deleita, aquello que le ha dado fama o tal vez le dé
una permanencia de siglos si es que hablamos del presente, de alguien que irrumpe
en el panorama artístico en ese momento, cada uno de los que acceden a esa obra
se forja, inevitablemente, una imagen, una personalidad, una figura, concibe,
fabula, intuye, piensa cómo es el autor por lo que extrae de los sentimientos,
de las sensaciones, de lo que experimenta en ese momento. En múltiples
ocasiones es enriquecedor conocer algo sobre la peripecia vital del artista,
sobre las condiciones y condicionantes que dieron ese fruto porque es la manera
de comprender, apreciar, ser verdaderamente justos con el resultado, en otras
resulta innecesario porque la obra se explica por sí misma y es una ficción,
una fantasía, una historia a la que no aporta nada el día a día de su autor y
en algunas la realidad colisiona de frente con la imagen pública que la persona
presenta o con la que nos hemos figurado o con la que nos gustaría que tuviese
o con mil y una posibilidades exógenas al mero hecho artístico (y lo mismo
vale, incluso ampliado, para los actores, puesto que ahí se mezclan los
personajes que interpretan con sus actitudes en lo cotidiano, no somos capaces
de disociar lo uno de lo otro y, para bien o para mal, valoramos su trabajo por
lo que pensamos de ellos como personas, por lo que nos transmiten, por
cuestiones de piel un tanto inevitables pero ciertamente injustas –si al menos
se reconocen a la hora de emitir un dictamen, éste aparece como más ecuánime,
más honesto, de cara a los que atienden al mismo-). Y en todo este conflicto
entre si la obra nos gusta por sí misma o por quién es su autor, aparece la
dicotomía de si compartimos, estamos de acuerdo, nos parece bien el
comportamiento privado de la persona, sus preferencias políticas, su simpatía
natural o fingida, su asistencia a tal acto, en definitiva, todo lo que él hace
como ciudadano y que en muchas ocasiones no aparece reflejado en lo que crea,
no es óbice para que su obra tenga una entidad propia, una hondura, una
trascendencia, una emoción que podría pensarse incompatible con aquello que nos
atrae (o atrajo en un principio).
A
veces, los descubrimientos, estudios, investigaciones, aproximaciones a la
figura del autor que se oculta tras su producción se dirigen hacia la línea de
flotación, es decir, intentan rebajar, desmitificar, desnudar, desbaratar,
tirar por los suelos a aquel al que no es posible descabalgar de su bien ganada
fama, de su prestigio, al que no se puede despojar de su calidad (otra cosa es
el gusto de cada uno, por supuesto, pero queremos referirnos a esos
incontestables, a los que el tiempo sigue tratando con misericordia e incluso
engrandeciéndolos), y por mucho que aporten datos relevantes, interesantes, detalles
que nos los acercan como personas, que nos los hacen más reconocibles (y puede
ser que más simpáticos, más propios, más queribles), se percibe la intención
nociva, el dolo, las ganas de intoxicar o desacreditar (cuando no de difamar),
el empeño por desvanecer aureolas o derruir pedestales; pero a veces, más allá
de cuál sea la intención primigenia, el resultado de la investigación nos
muestra a un creador más humano, simple mortal, dotado de un talento inmenso en
la actividad que le confiere fama mundial y asegura la inmortalidad, sometido
como cualquiera a los vaivenes sentimentales, a las penalidades cotidianas, lo
que, por otro lado, provoca que leamos su obra con más detenimiento, con mayor
conocimiento, penetrando más en las psicologías, en las personalidades, en las
peripecias narradas, en la realidad reflejada. Éste es el caso de Charles
Dickens, quien ya en su momento provocó una perturbación honda y con notoria
onda expansiva al abandonar a su mujer y madre de sus diez hijos por una joven
actriz a la que jamás convirtió en su esposa ni ante la ley ni ante la
vigilante sociedad de la época, más teniendo en cuenta que el escritor era uno
de los personajes más famosos, queridos, venerados, respetados e involucrados
en las luchas sociales, en procurar paz, un mínimo indispensable para vivir, en
erradicar la pobreza (sobre todo la que se ceba en la infancia, en los más
desprotegidos, en los más débiles), un personaje conocido en todo el mundo, un
autor seguido con interés y delectación, famoso entre los más humildes, alabado
por los expertos, aplaudido por todos. El acercamiento que Ralph Fiennes hace a
este particular momento de la vida del autor de Oliver Twist es un prodigio de sensibilidad, elegancia, buen gusto,
humanidad, sin prejuzgar, sin condenar, exponiendo hechos, huyendo del
maniqueísmo, dando, permitiendo y consintiendo que todos los personajes se
expliquen, combinando luces y sombras con gran maestría, con un respeto y
admiración indudables por Dickens, los mismos que hace extensibles al resto de
protagonistas del drama, manteniendo una distancia que da al espectador la
última palabra, comprendiendo las circunstancias de cada uno, compadeciéndose
de los que salen heridos, demostrando unas cualidades como narrador que ya
había dejado muy patentes en su ópera prima, Coriolanus (2011), y que demuestran su versatilidad al transformar
la fuerza enérgica, desabrida y tajante de aquella en una pintura victoriana en
la que las pasiones se mantienen a buen recaudo porque la apariencia ha de ser
de formalidad, tranquilidad, nada debe desordenar lo apacible del momento, una
cinta medida, equilibrada, con un ritmo interno que envuelve, con una atmósfera
irresistible, una joya de muchos quilates.
Ralph
Fiennes aporta su grandeza actoral encarnando a Dickens con mesura, con tiento,
preso del arrebato que no logra ni quiere refrenar, alentado por la
condescendencia recubierta de moralidad, por el conformismo cómplice, por el
empuje y apoyo (aunque sin salirse de lo pautado, de las normas vigentes, pero
buscando lo que piensa es el único futuro posible para su vástago) de la madre
a la que aporta sus habituales elegancia, empaque y comedimiento la espléndida
Kristin Scott Thomas, recuperando a aquella pareja mítica que hizo posible esa
belleza titulada El paciente inglés (1996)
en la que tuvo participación fundamental Juliette Binoche, pero a la que ellos
dos, especialmente la intérprete inglesa, imprimieron un sello de magia
añadida, un fulgor emocionante, un resplandor hechizante. Felicity Jones, quien
salió airosa de encarnar a Cordelia en Retorno
a Brideshead (2008) –el problema no era el reparto, sino la imposibilidad
de resumir la magna obra de Evelyn Waugh y superar, ni tan siquiera alcanzar,
la impresionante adaptación televisiva, una de las cimas de cualquier tiempo y
lugar, protagonizada por Jeremy Irons y Anthony Andrews-, se gradúa con honores
al soportar sobre sus frágiles hombros (porque así han de ser y mostrarse) todo
el peso de la historia, enamorada de su ídolo antes de hacerlo del hombre,
marioneta en manos de sus mayores, obligada a superar pruebas muy duras que en
su inconsciencia o en su perversidad (Fiennes lo deja al arbitrio de cada uno)
le pone su amante en el camino y en cada momento se muestra idónea para el
cometido desempeñado, mostrando con sencillez sus miedos, sus ilusiones, su
resignación, sin excederse o exagerar, un nuevo ejemplo de esa naturalidad que
es marca de fábrica en los intérpretes británicos. Al mencionar la calidad que
siempre destilan todos los que aparecen en pantalla, los que tienen un cometido
importante o los que dicen una frase, no podemos olvidar a Joanna Scanlan,
quien interpreta a la madre de los diez hijos de Charles Dickens, esposa
abandonada que llevará su dolor con la mayor entereza posible, debiéndose a su
hogar, no queriendo manchar la reputación de su marido como padre, actriz que
sólo precisa de dos secuencias para estrujarnos el corazón, para reflejar la
crueldad del que la abandona sin precisar de grandilocuencias ni obviedades: el
momento en que debe llevar a su joven rival lo que el joyero de la familia ha
pensado es para ella y en realidad es para la amante porque así se lo ha
exigido el escritor es terrorífico, también para la que recibe ese regalo, y es
una escena que remueve, angustia, duele, especialmente por la dignidad y bondad
que destila la interpretación de la Scanlan; la otra ocasión en que esta
magnífica actriz (a la que dentro de poco podrán disfrutar los telespectadores
españolas, puesto que se anuncia la emisión de la maravillosa miniserie La muerte llega a Pemberley (2013)) se
graba a fuego en nuestras retinas y nuestros corazones es cuando el adulterio,
la deserción, el desamparo se hace público, las miserias de su matrimonio
tienen eco en la prensa y llora desconsolada entre los brazos de su hijo mayor,
aferrada al periódico que confirma lo inevitable, mientras uno de sus hijos
pequeños asoma tímidamente al oír los sollozos de su madre (y, con mano
maestra, con exquisitez y acierto, Fiennes pasa a otra secuencia sin que veamos
si el niño le da consuelo, lo que parece detener por un momento nuestros latidos).
The Invisible Woman es, sin duda, uno
de los títulos más hermosos y estimulantes que llevamos vistos en este año y
provoca que esperemos con gran impaciencia la nueva entrega de Ralph Fiennes
como director porque, tras lo conseguido con sólo dos cintas, los pronósticos
no pueden ser más favorables.
P.D.: Como complemento, como aporte, puede leerse lo que un servidor y Pablo Vilaboy escribimos hace poco reflexionando sobre el meollo de esta película: http://www.digital-magazine.org/de-secretos-y-misterios/)