lunes, 30 de junio de 2014

"THE INVISIBLE WOMAN": POR SU OBRA LE CONOCERÉIS


TÍTULO ORIGINAL: The Invisible Woman DIRECCIÓN: Ralph Fiennes GUIÓN: Abi Morgan (basado en el libro homónimo de Claire Tomalin) MÚSICA: Ilan Eshkeri FOTOGRAFÍA: Rob Hardy MONTAJE: Nicolas Gaster REPARTO: Ralph Fiennes, Felicity Jones, Kristin Scott Thomas, Joanna Scanlan, Ton Hollander, Tom Burke, John Kavanagh
 

   Cada espectador, lector, aficionado al arte que se acerca a la obra de un creador del que no sabe nada o del que sólo conoce lo que contempla en ese momento (pintura, novela, obra de teatro, interpretación, poesía), la música que escucha y con la que se deleita, aquello que le ha dado fama o tal vez le dé una permanencia de siglos si es que hablamos del presente, de alguien que irrumpe en el panorama artístico en ese momento, cada uno de los que acceden a esa obra se forja, inevitablemente, una imagen, una personalidad, una figura, concibe, fabula, intuye, piensa cómo es el autor por lo que extrae de los sentimientos, de las sensaciones, de lo que experimenta en ese momento. En múltiples ocasiones es enriquecedor conocer algo sobre la peripecia vital del artista, sobre las condiciones y condicionantes que dieron ese fruto porque es la manera de comprender, apreciar, ser verdaderamente justos con el resultado, en otras resulta innecesario porque la obra se explica por sí misma y es una ficción, una fantasía, una historia a la que no aporta nada el día a día de su autor y en algunas la realidad colisiona de frente con la imagen pública que la persona presenta o con la que nos hemos figurado o con la que nos gustaría que tuviese o con mil y una posibilidades exógenas al mero hecho artístico (y lo mismo vale, incluso ampliado, para los actores, puesto que ahí se mezclan los personajes que interpretan con sus actitudes en lo cotidiano, no somos capaces de disociar lo uno de lo otro y, para bien o para mal, valoramos su trabajo por lo que pensamos de ellos como personas, por lo que nos transmiten, por cuestiones de piel un tanto inevitables pero ciertamente injustas –si al menos se reconocen a la hora de emitir un dictamen, éste aparece como más ecuánime, más honesto, de cara a los que atienden al mismo-). Y en todo este conflicto entre si la obra nos gusta por sí misma o por quién es su autor, aparece la dicotomía de si compartimos, estamos de acuerdo, nos parece bien el comportamiento privado de la persona, sus preferencias políticas, su simpatía natural o fingida, su asistencia a tal acto, en definitiva, todo lo que él hace como ciudadano y que en muchas ocasiones no aparece reflejado en lo que crea, no es óbice para que su obra tenga una entidad propia, una hondura, una trascendencia, una emoción que podría pensarse incompatible con aquello que nos atrae (o atrajo en un principio).

   A veces, los descubrimientos, estudios, investigaciones, aproximaciones a la figura del autor que se oculta tras su producción se dirigen hacia la línea de flotación, es decir, intentan rebajar, desmitificar, desnudar, desbaratar, tirar por los suelos a aquel al que no es posible descabalgar de su bien ganada fama, de su prestigio, al que no se puede despojar de su calidad (otra cosa es el gusto de cada uno, por supuesto, pero queremos referirnos a esos incontestables, a los que el tiempo sigue tratando con misericordia e incluso engrandeciéndolos), y por mucho que aporten datos relevantes, interesantes, detalles que nos los acercan como personas, que nos los hacen más reconocibles (y puede ser que más simpáticos, más propios, más queribles), se percibe la intención nociva, el dolo, las ganas de intoxicar o desacreditar (cuando no de difamar), el empeño por desvanecer aureolas o derruir pedestales; pero a veces, más allá de cuál sea la intención primigenia, el resultado de la investigación nos muestra a un creador más humano, simple mortal, dotado de un talento inmenso en la actividad que le confiere fama mundial y asegura la inmortalidad, sometido como cualquiera a los vaivenes sentimentales, a las penalidades cotidianas, lo que, por otro lado, provoca que leamos su obra con más detenimiento, con mayor conocimiento, penetrando más en las psicologías, en las personalidades, en las peripecias narradas, en la realidad reflejada. Éste es el caso de Charles Dickens, quien ya en su momento provocó una perturbación honda y con notoria onda expansiva al abandonar a su mujer y madre de sus diez hijos por una joven actriz a la que jamás convirtió en su esposa ni ante la ley ni ante la vigilante sociedad de la época, más teniendo en cuenta que el escritor era uno de los personajes más famosos, queridos, venerados, respetados e involucrados en las luchas sociales, en procurar paz, un mínimo indispensable para vivir, en erradicar la pobreza (sobre todo la que se ceba en la infancia, en los más desprotegidos, en los más débiles), un personaje conocido en todo el mundo, un autor seguido con interés y delectación, famoso entre los más humildes, alabado por los expertos, aplaudido por todos. El acercamiento que Ralph Fiennes hace a este particular momento de la vida del autor de Oliver Twist es un prodigio de sensibilidad, elegancia, buen gusto, humanidad, sin prejuzgar, sin condenar, exponiendo hechos, huyendo del maniqueísmo, dando, permitiendo y consintiendo que todos los personajes se expliquen, combinando luces y sombras con gran maestría, con un respeto y admiración indudables por Dickens, los mismos que hace extensibles al resto de protagonistas del drama, manteniendo una distancia que da al espectador la última palabra, comprendiendo las circunstancias de cada uno, compadeciéndose de los que salen heridos, demostrando unas cualidades como narrador que ya había dejado muy patentes en su ópera prima, Coriolanus (2011), y que demuestran su versatilidad al transformar la fuerza enérgica, desabrida y tajante de aquella en una pintura victoriana en la que las pasiones se mantienen a buen recaudo porque la apariencia ha de ser de formalidad, tranquilidad, nada debe desordenar lo apacible del momento, una cinta medida, equilibrada, con un ritmo interno que envuelve, con una atmósfera irresistible, una joya de muchos quilates.

   Ralph Fiennes aporta su grandeza actoral encarnando a Dickens con mesura, con tiento, preso del arrebato que no logra ni quiere refrenar, alentado por la condescendencia recubierta de moralidad, por el conformismo cómplice, por el empuje y apoyo (aunque sin salirse de lo pautado, de las normas vigentes, pero buscando lo que piensa es el único futuro posible para su vástago) de la madre a la que aporta sus habituales elegancia, empaque y comedimiento la espléndida Kristin Scott Thomas, recuperando a aquella pareja mítica que hizo posible esa belleza titulada El paciente inglés (1996) en la que tuvo participación fundamental Juliette Binoche, pero a la que ellos dos, especialmente la intérprete inglesa, imprimieron un sello de magia añadida, un fulgor emocionante, un resplandor hechizante. Felicity Jones, quien salió airosa de encarnar a Cordelia en Retorno a Brideshead (2008) –el problema no era el reparto, sino la imposibilidad de resumir la magna obra de Evelyn Waugh y superar, ni tan siquiera alcanzar, la impresionante adaptación televisiva, una de las cimas de cualquier tiempo y lugar, protagonizada por Jeremy Irons y Anthony Andrews-, se gradúa con honores al soportar sobre sus frágiles hombros (porque así han de ser y mostrarse) todo el peso de la historia, enamorada de su ídolo antes de hacerlo del hombre, marioneta en manos de sus mayores, obligada a superar pruebas muy duras que en su inconsciencia o en su perversidad (Fiennes lo deja al arbitrio de cada uno) le pone su amante en el camino y en cada momento se muestra idónea para el cometido desempeñado, mostrando con sencillez sus miedos, sus ilusiones, su resignación, sin excederse o exagerar, un nuevo ejemplo de esa naturalidad que es marca de fábrica en los intérpretes británicos. Al mencionar la calidad que siempre destilan todos los que aparecen en pantalla, los que tienen un cometido importante o los que dicen una frase, no podemos olvidar a Joanna Scanlan, quien interpreta a la madre de los diez hijos de Charles Dickens, esposa abandonada que llevará su dolor con la mayor entereza posible, debiéndose a su hogar, no queriendo manchar la reputación de su marido como padre, actriz que sólo precisa de dos secuencias para estrujarnos el corazón, para reflejar la crueldad del que la abandona sin precisar de grandilocuencias ni obviedades: el momento en que debe llevar a su joven rival lo que el joyero de la familia ha pensado es para ella y en realidad es para la amante porque así se lo ha exigido el escritor es terrorífico, también para la que recibe ese regalo, y es una escena que remueve, angustia, duele, especialmente por la dignidad y bondad que destila la interpretación de la Scanlan; la otra ocasión en que esta magnífica actriz (a la que dentro de poco podrán disfrutar los telespectadores españolas, puesto que se anuncia la emisión de la maravillosa miniserie La muerte llega a Pemberley (2013)) se graba a fuego en nuestras retinas y nuestros corazones es cuando el adulterio, la deserción, el desamparo se hace público, las miserias de su matrimonio tienen eco en la prensa y llora desconsolada entre los brazos de su hijo mayor, aferrada al periódico que confirma lo inevitable, mientras uno de sus hijos pequeños asoma tímidamente al oír los sollozos de su madre (y, con mano maestra, con exquisitez y acierto, Fiennes pasa a otra secuencia sin que veamos si el niño le da consuelo, lo que parece detener por un momento nuestros latidos). The Invisible Woman es, sin duda, uno de los títulos más hermosos y estimulantes que llevamos vistos en este año y provoca que esperemos con gran impaciencia la nueva entrega de Ralph Fiennes como director porque, tras lo conseguido con sólo dos cintas, los pronósticos no pueden ser más favorables.
P.D.: Como complemento, como aporte, puede leerse lo que un servidor y Pablo Vilaboy escribimos hace poco reflexionando sobre el meollo de esta película: http://www.digital-magazine.org/de-secretos-y-misterios/)

jueves, 19 de junio de 2014

"GRACE DE MÓNACO": GÉLIDA Y ENVARADA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Grace of Monaco DIRECCIÓN: Olivier Dahan GUIÓN: Arash Amel MÚSICA: Christopher Gunning FOTOGRAFÍA: Eric Gautier MONTAJE: Olivier Gajan REPARTO: Nicole Kidman, Tim Roth, Frank Langella, Parker Posey, Geraldine Somerville, Nicholas Farrell, Robert Lindsay, Paz Vega


   Desde que aquel interminable culebrón mexicano convirtiese en aforismo popular lo de “los ricos también lloran” (aunque ya seguíamos con avidez los avatares de los Ewing, los Carrington y los Gioberti, pero ahí eran más importantes las perversiones, las perfidias, las triquiñuelas de sus protagonistas con tal de no perder sus posesiones y, en realidad, nos alegraba ver sufrir al personaje bueno que, la mayoría de las veces, resultaba ciertamente tonto, mientras que el malvado –y muy especialmente las malvadas- poseía un carisma y atractivo innegables), se invoca la frase del título como sustituta de aquella otra que afirma “el dinero no da la felicidad”, actuando un poco al modo de la zorra de la fábula con las uvas, porque si bien es cierto que el rey Midas sirve como escarmiento en cabeza ajena (y nos lo inculcan desde niños) y que cualquiera con dos dedos de frente sabe/comprende/ha experimentado que los momentos de efervescencia son sólo eso (y conviene aprovecharlos porque, por definición, son efímeros) y que la mera posesión de cuantiosos caudales no los garantiza, no lo es menos que, tal y como está el panorama (tal y como ha estado siempre), es muy lícito soñar con tener las necesidades básicas cubiertas y un remanente para ir concediéndose caprichos y vivir con cierta tranquilidad/estabilidad económica y que, con este tipo de sentencias o de ejemplos que buscamos en el día a día, intentamos conformarnos con aquello de “para estar así de mal, casi mejor con lo poco o nada que tengo” (inoculación perversa donde las haya en el imaginario común propiciada por los que no piensan repartir/renunciar/rechazar privilegios). El caso es que desde tiempos inmemoriales, no hay más que analizar los cuentos de hadas (invoquémoslos, puesto que es el terreno en el que vamos a movernos) o confirmar las ventas de la revista ¡Hola!, se tiende a querer ver sufrir, depuesto, arruinado al poderoso (esa alegría que siempre provoca el fracaso del otro, esa tendencia casi natural y patológica a la envidia, ese anhelo iconoclasta por derribar que, por desgracia, suele concretarse y hacerse patente contra personas que se ganan su puesto gracias a su esfuerzo y entrega), pero hay auténtico fervor por conocer los palacios, las villas, los chalets, las casas de ensueño que poseen (y su armario, tocador, parque automovilístico, yates y demás posesiones) e incluso el periodismo que luce bandera de progresía, democracia e igualdad dedica muchas páginas (bien pagadas en la mayoría de los casos) a estilo, decoración, moda, belleza, lugares con encanto que sólo pueden permitirse los bolsillos más holgados y repletos y, precisamente por todo ello convenientemente mezclado y aderezado, no es extraño que la mayor permanencia de Grace Kelly como mito cinematográfico se deba en realidad al que fue su destino cuando decidió abandonar Hollywood en el momento en que se encontraba en la cresta de la ola (había ganado un Oscar, gozaba del favor de un director como Alfred Hitchcock, tenía estatus de estrella con apenas siete películas y todo en poco más de dos años), es decir, su reconversión en Princesa de Mónaco, su vida posterior, esa en la que era llamada Gracia Patricia, ejemplo vivo de cómo el cuento de hadas puede hacerse realidad.

   Hace unos años, el Victoria and Albert Museum londinense presentaba una de sus sorprendentes y divertidas exposiciones en torno a diferentes iconos de moda, una de esas muestras que permiten acercarse algo mejor a mitos como The Supremes, a personalidades del mundo del espectáculo cuyo estilismo ha roto moldes y traspasado fronteras, que han marcado una época e incluso han dado nombre a una manera de vestir; a pesar de que la exhibición convocaba bajo los auspicios de la estrella (“Grace Kelly”), lo cierto es que de su época en Hollywood había unos cuantos modelos, no demasiados, y la mayor extensión la ocupaban los trajes, sombreros, bolsos y demás complementos con los que ha pasado a la posteridad como ejemplo de virtudes angelicales, de mujer entregada a su obligación, de esposa y madre abnegada que lo dejó todo por su familia y su título. Precisamente la película que hoy nos ocupa comienza con la vista de Alfred Hitchcock (un acertado Roger Ashton-Griffiths) a Mónaco para intentar convencer a la ahora Princesa de que regrese a la gran pantalla para protagonizar la que en España conocemos como Marnie, la ladrona (1964) y con ese punto de partida, tomándolo como epicentro, va desgranando los diferentes acontecimientos que motivaron su renuncia definitiva a los focos y cómo se ganó a propios y extraños dando entidad propia a Mónaco, otorgándole brillo, presencia en los medios como destino ideal, estrellas, preocupación por los necesitados, propiciándole el mejor lavado de cara que podía soñarse y consiguiendo ser valorada y respetada, mejor considerada que el mismo Rainiero, erigiéndose como el auténtico baluarte por el que el pequeño principado conservó sus privilegios, su autonomía, haciéndolo atractivo y cita ineludible. Con estos mimbres, un guionista con la ironía y fineza de Peter Morgan hubiera podido sacar auténtico oro, es decir, otra La reina (2006), siempre que su libreto hubiese caído en manos de un director como Stephen Frears, dispuesto a llegar a las últimas consecuencias, equilibrando perfectamente los diferentes tonos, dosificando el vitriolo pero sin refrenarlo, ejemplificando a la perfección el viejo adagio italiano se non è vero, è ben trovato, puesto que su modo de tratar a los personajes, su manera de insertar momentos vistos a través de la televisión, su perfecto conocimiento y estudio de la realidad provocó que, a la hora de contar los acontecimientos que se reflejaban en el filme, a veces se recurra a sus imágenes, llenas de verosimilitud. Olivier Dahan, por fortuna dejando atrás la pirotecnia y anhelo artístico con que lastró y condenó La vida en rosa (2007), un abstruso engendro en que nada tenía sentido más allá de la prodigiosa interpretación de Marion Cotillard, vuelve a dar muestras de su incapacidad para inyectar vigor, tensión, interés, emoción, garra a una historia que, de por sí, las tiene y por arrobas, más preocupado en esta ocasión por los colores, las telas, los sillones, el envoltorio, los vestidos, todo lo que define el momento, lo que explica en parte a los personajes, escenario que tiene su importancia pero sin conseguir eliminar el velo de artificiosidad, de falsedad, de mera reproducción en que se queda el conjunto (por no hablar del momento sonrojante en que Grace conduce alocada, perdida, dolida por las carreteras en las que tendría lugar el fatal accidente que provocaría su muerte, y en lugar de, como sería deseable e incluso pertinente, evocar Atrapa a un ladrón (1955), la cámara da extraños virajes, como si fuese el destino implacable que ya está agazapado, uno de los muchos momentos en que la brocha gorda que maneja el cineasta se hace más patente).

   Aunque nunca ha sido una de las actrices favoritas del que suscribe, Nicole Kidman es una intérprete con más recursos y valía que aquella a la que interpreta (con un Oscar por La angustia de vivir (1954) que le sigue viniendo enorme –y todo sin recordar que era candidata y a priori segura ganadora la gran Judy Garland por su monumental Ha nacido una estrella (1954)-, tuvo la fortuna de que Hitchcock le diese tres grandes películas en las que ofrecer la imagen que la hizo inmortal en la pantalla –aunque virtudes interpretativas sólo demostró en Atrapa a un ladrón, en las otras es, como en el resto de su filmografía, un aditamento de color y belleza, para quien guste de una mujer de ese tipo-); sin parecerse a ella, sin pretenderlo, Kidman logra evocar a Grace Kelly en gestos, miradas, tonos de voz, imprimiendo veracidad y seriedad a un guión que no funciona ni como comedia, esperpento o disparate (podría haber sido una opción, pero tampoco se la plantean y se quedan en tierra de nadie), consiguiendo algunos momentos de verdadera emoción, de gran actriz, aunque encuentra poca o ninguna respuesta en todo lo que le rodea (y eso que, al menos, el filme es más entretenido y menos fatuo que ese estrepitoso fracaso llamado Diana (2013), aburrida y plúmbea como pocas cintas que ahora podamos recordar). Precisamente por esa desubicación, por esa falta de concreción, Tim Roth resulta a ratos demasiado paródico, una caricatura mal escrita que sólo en ocasiones le permite demostrar su categoría actoral, Frank Langella da la impresión de estar en otra película, Parker Posey abandona su envaramiento habitual pero su participación queda en absurda porque le toca bregar con la parte peor narrada, con un mero esquema mal trenzado que naufraga en el maniqueísmo más básico y torpe (una lástima desperdiciar de ese modo las intrigas palaciegas a las que se enfrentó Grace), Geraldine Somerville intenta salir airosa del trance de aparecer en los momentos que, sin pretenderlo, más carcajadas provocan, André Penvern compone un meritorio Charles de Gaulle aunque reducido a la mínima expresión, se desperdicia clamorosamente a Derek Jacobi y las posibilidades que su personaje plantea y, sí, también sale Paz Vega (corramos un tupido velo).

lunes, 16 de junio de 2014

"CRÓNICAS DIPLOMÁTICAS": EL ARTE DE HACER POLÍTICA




TÍTULO ORIGINAL: Quai d´Orsay DIRECCIÓN: Bertrand Tavernier GUIÓN: Christophe Blain, Abel Lanzac MÚSICA: Philippe Sarde FOTOGRAFÍA: Jerôme Alméras MONTAJE: Guy Lecorne REPARTO: Thierry Lhermitte, Raphäel Personnaz, Niels Arestrup, Bruno Raffaelli, Julie Gayet, Anaïs Demouster

   El arte, como el periodismo, debería estar siempre muy atento a lo que hace el poder para rebatirlo, cuestionarlo, vigilarlo, amonestarlo, lo que no implica fomentar un permanente estado de crispación, de negatividad, de enfrentamiento, sino potenciar, motivar, promover la dialéctica, el necesario e inacabable debate, no darlo todo por sabido, no depender de amiguismos, prebendas, pesebres, fanatismos, tender a la ecuanimidad, a la libertad, como reclamaba el clásico (o sea, Quevedo), “¿No ha de haber un espíritu valiente? / ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? / ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?”, que por mucho que cada cual tenga su ideología, sus preferencias, sus referentes, sus intereses, los árboles no impidan ver el bosque y no terminemos en la crítica descarnada sin base ni sentido, sólo como polo opuesto, como frente dispuesto al ataque inmisericorde sea cual sea la situación concreta, o en la excesiva complacencia, en el palmoteo en la espalda, en la defensa numantina sólo porque sentimos a unos como “nuestros” y como “los otros” a todos los demás, en la irracionalidad de un extremo o de otro, en abonar el lamentable y actual estado de las cosas para que todo siga igual sin que se haya intentado cambiarlo primero. Mientras que, por desgracia, parece que el periodismo ha perdido la partida, las ganas, el empuje, su esencia, su honor, su ética, incluso su nombre al caer en manos de expertos en el halago que sólo ven pajas en ojos ajenos, mendaces que reinventan la Historia a su antojo, cínicos que cuentan los hechos a su modo, a conveniencia de aquellos a los que rinden pleitesía, de los que extienden cheques, de los que aseguran un puesto de trabajo mientras el paniaguado no se desmande y sea la voz de su amo que éste desea, ultraortodoxos a sueldo de templo y cuchillo, embusteros patológicos capaces de negar evidencias, imágenes, palabras propias sin alterar un músculo, vendidos al mejor postor, al sol que más caliente en cada momento, chaqueteros profesionales a fuerza de resultar hueros, estómagos muy agradecidos que se pasan por el arco del triunfo cualquier deontología excepto la que les marca su dependencia (siempre encuentran justificaciones, manteniendo la actitud que denuestan en los demás si son de diferente signo), la cual en ocasiones tratan de negar enfangando aún más el panorama (al menos, hay por ahí algún honesto que, en este sentido, no tiene reparo en confesar su filiación, su amistad, sus privilegios), mientras la realidad periodística es tan lamentable (y no se salva ni un solo medio, editorializando en cada palabra, posicionándose sin medida, apuntalando a los suyos y poniendo en almoneda el prestigio ganado, la confianza recibida por parte de los lectores/oyentes/espectadores, sangría permanente de profesionales que no quieren seguir estas reglas del juego, inquisición activa contra cualquiera que se atreva a alzar la voz que no quiere ser oída, castigo para el que osa seguir reclamando y practicando el ejercicio democrático de enarbolar su propia libertad de expresión), cada vez más invadida por intrusos, comisarios políticos, dedazos y demás interferencias, cabe esperar que los artistas, los intelectuales, los creadores se mantengan al margen y permanezcan como la única conciencia lúcida y verdaderamente crítica, sin subvenciones ni pasteleos, sin incondicionalidades abstrusas y obscenas, sin decir digo donde ayer decían Diego, sin ser veletas al albur de la dirección de los vientos, sin caer en los mismos errores denunciados más arriba. Son muy pocos los nombres que se salvan, que se convierten en auténticos referentes por su honestidad, su preocupación, su labor, su entrega, su virulencia contra las injusticias, su conducta ejemplar, sus palabras meditadas, llenas de contenido, guía más allá de consignas, soflamas, argumentos inanes que sólo sirven para quedar bien (o pretenderlo, “ese mismo bolero lo escuché tantas veces”), son pocos los que hablan desde su obra, manteniendo su voz, mostrando sus simpatías pero sin someter su creatividad, sin adoptar un tono sectario o excluyente, usándolas como motor para narrar, para crear, para innovar, para hacer avanzar el mundo, pero, por fortuna, todavía quedan algunos a los que recurrir, a los que inquirir, de los que esperar un aporte que va más allá del aspaviento, de la inquina, de hacer perder sentido y contenido a las palabras a fuerza de repetir los mismos eslóganes, esos que, con sencillez, naturalidad e integridad, enriquecen el mundo al no dejar de preguntarse qué puede mejorarse.
   Y tras la diatriba (hay días que uno se harta, sobre todo cuando se duda de la capacidad de alguien a quien admira, sólo porque no deja patente su activismo al modo rutinario y redundante en que algunos lo comprenden), llega el momento de centrarse en la figura de un cineasta que, con aciertos y desaciertos (lógicos en una carrera que acaba de cumplir cuarenta años –dirigió su primer largometraje en 1974-), ha buscado en cada momento el género, el estilo, la forma de expresión adecuada para narrar una historia y, desde ella, con suma elegancia, con una exquisitez que no está reñida con su modo de escarbar en las heridas, en sacar los colores a quien corresponda, sin alharacas ni grandilocuencias, con una distancia que aún le implica más y que resulta mucho más lapidaria, más cruel, más impresionante por sutil, por imperceptible, por cómo teje las imágenes para que atrapen, asfixien, revuelvan, provoquen, golpeen, con aparente facilidad, con apariencia leve, sabe crear la atmósfera necesaria, hablando al espectador sin intelectualizaciones ni obligarle a llevar una lección aprendida de casa, defendiendo en todo momento los derechos y libertades básicos y elementales, esos que son casi permanentemente vulnerados desde las altas instancias que, en teoría, están ahí para ser garantes de las mismas. Bertrand Tavernier siempre ha dado voz a los desfavorecidos, a los expulsados, a los empobrecidos, a las víctimas, a los utilizados, a los alienados, a los oprimidos, da igual que se centre en lo que sucede en una guardería de una pequeña ciudad francesa a finales del siglo XX –la estremecedora e implacable Hoy empieza todo (1999)-, en el frente de los Balcanes durante los estertores de la I Guerra Mundial –la tajante y desmitificadora Capitán Conan (1996)-, en el París de la década de los 50 del siglo XX que agasaja a los intérpretes de jazz por su talento sin atender al color de su piel –la necesariamente crepuscular, dolorosa y demoledora Alrededor de la medianoche (1986)- o en esa misma ciudad unas décadas después para reproducir un terrible hecho real que extrajo de los periódicos –la asfixiante La carnaza (1995)-. En el caso que ahora nos ocupa, en su por el momento último título, Tavernier lanza su dedo acusador directamente hacia el Ministerio de Asuntos Exteriores francés, tomado como metáfora y símbolo de lo que es habitual e incluso sabido en la política de los considerados países del primer mundo, esos que deciden sobre el destino de los demás, esos que se mantienen imperturbables por muchos escándalos que se destapan, por muchas leyes que se vulneren, por muchos derechos que se denieguen, esos que fingen estupor, indignación, dolor durante diez minutos y, cuando se apagan los flashes de los fotógrafos, cuando las cámaras de televisión no están, vuelven a las andadas con total impunidad.
   Lo más inteligente de la apuesta es huir de lo obvio, de lo excesivo, de la lógica indignación, para orquestar el filme a ritmo de vodevil, territorio muy propicio para la comedia al modo francés, especialmente teniendo como escenario principal el Quai d´Orsay, ese inmenso palacio lleno de habitaciones, escaleras, recovecos, despachos, puertas, laberinto en que perderse, lo que favorece la sorpresa, lo inesperado, el encuentro no deseado; pero en manos de Tavernier un vodevil no cae en el burdo, en lo grueso, en lo ridículo, sino que potencia la velocidad de réplicas, acelera el tono sin perder el control, coreografiando los movimientos, las muecas, lo estrambótico, rozando lo caricaturesco, coqueteando con el esperpento pero sin despeñarse por lo manido, por el chiste fácil, por lo evidente. Es un inmenso placer asistir, una vez más, a la lección de gran comediante que ofrece Thierry Lhermitte, a su control, a cómo no transforma al ministro en un monigote, en alguien guiñolesco, sino que le dota de entidad, de verismo, reproduce a la perfección ese tipo tan abundante de persona fatua que dicta (supone él) lecciones permanentes a los que le rodean, asesores, secretarios, expertos, directores de departamento, aquellos que subsanan sus errores, corrigen sus derivas, contienen su permanente tendencia a adoptar la posición más incómoda, menos favorecedora, más incendiaria, menos conveniente; junto a él, Raphäel Personnaz, con sobriedad y arrobas de encanto personal, contrapunto perfecto de cualquiera de los estupendos actores que le rodean, compone un personaje que, a pesar de sus reticencias, de su inteligencia, de su preparación, no puede evitar verse abducido intentando paliar los desmanes de su superior, pensando que eso es lo correcto (una de las muchas cargas de profundidad de un guión que deja clara la perspicacia de sus autores y que fue galardonado en el Festival de San Sebastián: ¿Sostenemos a este inútil para que el país no salga perjudicado o le dejamos con el culo al aire para que quede clara su estupidez? –porque ni siquiera es malvado o conscientemente ignominioso, lo que aún lo hace más peligroso-); Niels Arestrup, quien obtuvo el Cesar al mejor actor secundario, imprime categoría, excelencia y grandeza interpretativa a cada una de sus apariciones, diciendo más con sus hombros, con su voz fatigada, con sus ojos perdidos, con su andar cansino, que con las certeras palabras escritas para su rol (“Pasamos más tiempo explicando lo que hacemos que trabajando”).
   Ver a esos considerados intelectuales que sólo buscan un Goncourt, una mención, un vdiploma, un título, un mérito que no merecen y que les permitiría vivir de las rentas (esos falsos prestigios que tanto se regalan y que llegan a resultar inexpugnables), verlos arrastrarse, considerarse imprescindibles, babeando, riendo las gracietas, aplaudiendo supuestas ocurrencias, es una venganza que Tavernier sirve en plato frío (y que a buen seguro habrá hecho torcer el hocico a más de uno en el país vecino y debiera hacerlo en cualquiera en que sea proyectada); escuchar sentencias como “estamos transformando la democracia en un simulacro y nosotros nos morimos de hambre” remueve, atenaza los intestinos, pone alerta (o debería); asistir a cómo un discurso se estructura al modo de una de las aventuras de Tintin (uno de los pocos momentos en que Tavernier subraya la acción con la cámara para dejar clara su intención) o a las maratonianas jornadas de trabajo en las que dar cauce a los caprichos del ministro, en las que llegar a conclusiones que sirvan para concretar sus indicaciones contradictorias, ver a estas personas aceptar como inevitable el mando de un inútil y que uno no abandone la sonrisa en ningún momento habla de la sabiduría de un cineasta ecléctico que a veces con más puntería, con mejor tino, pero siempre con destreza, no pierde de vista su implicación con la sociedad y no deja de buscar nuevas dianas hacia las que dirigir sus dardos.

lunes, 2 de junio de 2014

"VIVA LA LIBERTAD": FARSA TOMADA EN SERIO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Viva la libertà DIRECCIÓN: Roberto Andò GUIÓN: Roberto Andò, Angelo Pasquini (basado en la novela homónima del primero) MÚSICA: Goffredo Gibellini FOTOGRAFÍA: Maurizio Calvesi MONTAJE: Clelio Benevento REPARTO: Toni Servillo, Valerio Mastandrea, Valeria Bruni Tedeschi, Michela Cescon, Gianrico Tedeschi, Eric Nguyen


   La sátira política, para resultarlo, para escarbar en la herida, para molestar, debe ser necesariamente inmisericorde, inconveniente, incorrecta, no amagar sin dar, pero también precisa de buenas dosis de equilibrio para no despeñarse por la pendiente de lo grosero, lo chusco, lo innecesario, lo grotesco, lo obvio, evitando también lo excesivamente local, lo muy concreto, lo que sólo es conocido por unos pocos o, en caso contrario, no logra trascender, ser comprensible, extrapolable a otras latitudes (eso no implica que nace en cierto lugar y en un momento concreto y que es ahí donde encuentra su caldo de cultivo, su inspiración, su realidad, su cauce correcto y pertinente, su censura al poder –Quevedo se lo dijo muy clarito al Conde Duque de Olivares, pero sus versos, por desgracia, nunca perderán vigencia y el destinatario ha ido cambiando a lo largo de los siglos-). Italia ha sido siempre muy proclive a la comedia protagonizada por políticos, la astracanada, lo bufo, lo tremendo, lo esperpéntico ha aparecido primero en los periódicos, en los medios de comunicación, la ficción se queda corta ante la capacidad de sus dirigentes para ejecutar casi sin solución de continuidad saltos mortales (con red, o al menos lo procuran) que dejan chiquitos los precedentes en el tiempo; por otro lado, su cine más popular, a veces ciertamente ínfimo, basado en el chiste facilón, en la mueca, en el coqueteo con lo pornográfico, siempre ha recurrido (es su esencia) a lo elemental, a lo reconocible, a los lugares comunes, a las chanzas de barra de bar, a la humillación más descarnada, a un todo vale que sólo en su contención, dosificado con inteligencia ha conseguido obras mayores que, al final, son las que verdaderamente socavan los cimientos (frágiles por definición aunque suelan olvidar tal circunstancia los que se ven sobre el pedestal o refugiados en la ley que los ampara por el cargo –que no servicio público, visto lo visto- que ocupan –lo de desempeñar viene grande a más de dos-), las que recuerdan que los ciudadanos están vigilantes y conviene escucharles, que los artistas, los intelectuales, los profesionales en cualquier actividad, los que pelean cada día para llegar a fin de mes están atentos y no pueden atenuar sus sentimientos con complacencias (por mucho que se hagan bien las cosas, no se debe bajar la guardia, no hay que relajarse) –de los paniaguados, de los que rinden pleitesía, de los sacan tajada por ser cómodos y acomodarse, hablaremos otro día-.

   Y el caso es que, en medio de la enésima turbulencia, al borde del caos (situación que es el pan suyo de cada día), ocupando una vez más el foco de atención por su sempiterna estabilidad, por su abracadabrante sucesión de gobiernos, llega desde Italia (da igual que esté rodada en 2013, podría decirse que es de ayer mismo) una película plena de ironía, disección implacable, una frenética y plausible impertinencia que se regodea en meter el dedo en múltiples llagas, en dar palos a diestra y siniestra (permítase el cambio para hacer más significativo el guiño, para resaltar la etimología de las palabras), en abochornar a unos y otros, da igual el apellido, la nomenclatura, la ideología de los personajes, las líneas que sigan los partidos: son intercambiables porque lo que importa, en lo que se incide, aquello en lo que Roberto Andò quiere poner el acento es en la farsa que algunos (los que la consienten, propician, diseñan o ejecutan) llaman política y lo hace con un tono muy medido, sorprendentemente pausado, sin abusar de lo humorístico, refrenando lo burlesco, rozando lo caricaturesco (y sólo en lo que es necesario para que la historia eche a andar), conformando un filme que satisface por lo en serio que se toma su labor de zapa, su deconstrucción de los núcleos duros en los que se deciden los destinos de las naciones, una cinta que apabulla por su ácida inteligencia y su mordiente sin paliativos.

   Sin duda, el máximo acierto de Viva la libertad es recaer sobre los hombros de uno de los intérpretes más solventes y portentosos que estén en activo, poseedor de unos recursos ilimitados para conmover, divertir, sorprender, desde lo hierático, desde un gesto casi inmutable, variando casi imperceptiblemente tonos, actitudes, intenciones, sin exagerar jamás, adecuándose a las necesidades de su rol, cómico o trágico cuando conviene sin llegar a los extremos, manteniéndose en un término medio al que otorga la entidad necesaria: Toni Servillo empezó a estar en boca del público internacional (el italiano ya le conocía por su amplia y espléndida faceta teatral –como hace poco se ha podido comprobar en Madrid-) gracias al modo en que se transmutó en Giulio Andreotti en Il divo (2008), cinta desaforada de un cineasta –Paolo Sorrentinio- enfermo de autoría, filme excesivo y grandilocuente al que sólo su protagonista aportaba cordura, gravedad, contención, sin contagiarse del innecesario subrayado, de la caricatura excesiva con que la cámara impregnaba cada secuencia, del abuso de un sarcasmo reducido a su mínima expresión, destinado a los que ya iban con su opinión forjada desde casa, esos que sólo buscan el refrendo de sus opiniones, película de código restringido que dejaba fuera a los que no estuvieran en su onda (o no conocieran hasta lo desconocido acerca del personaje central). Tras haber llegado a lo más alto gracias a La gran belleza (2013), uno de los títulos de mayor consideración crítica de los últimos tiempos, beneficiándose sin duda de su presencia, de su mirada, de su prodigiosa interpretación para haber constituido el éxito que ha sido, cualquier trabajo de Toni Servillo despierta interés y, por el momento, jamás decepciona y responde a las expectativas: en esta ocasión encarna a dos hermanos gemelos y es un prodigio cómo los hace diferentes, cómo varía su manera de moverse, la forma de hablar, cómo sirve con suma facilidad el viejo truco de sustitución de uno por otro, cómo lo innova, le da nuevos bríos, acumula capas sin que eso se traduzca en algo torpe o demasiado grotesco, sobrecarga que haga perder la verosimilitud. Su capacidad de sorprender al espectador no tiene límites y eso coadyuva a que el guión se desarrolle sin esfuerzo, con fluidez, centrado en los recovecos del alma del hombre hastiado que decide huir y en la lúcida locura del extravagante, quien aprovecha el ser imprescindible para cambiar todo lo que no le gusta; una farsa que da mucho en que pensar sin imponer su criterio, sin caer en lo críptico, sin nada más que ingenio, control, mesura y perfecta mezcla de ingredientes (y que resulta envidiable porque, sin Azcona, Berlanga o Pilar Miró vivos, uno encuentra muy difícil que en España pudiera afrontarse de igual manera la realidad política).