domingo, 22 de septiembre de 2013

CARMEN MAURA: LO QUE HA HECHO PARA MERECER EL DONOSTIA


 


   Carmen Maura es también uno de esos rostros que se hicieron familiares, cotidianos, necesarios, gracias a la televisión y muy especialmente a aquel espléndido programa escrito y dirigido por el añorado Fernando García Tola, Esta noche, en el que ella ejercía como maestra de ceremonias, dejando muy claras sus múltiples facetas, su enormidad de recursos, su facilidad para la comedia, convirtiéndose a veces en la gemela de sí misma, uno de los múltiples personajes que demostraban emisión tras emisión que la nena valía realmente mucho. Poco a poco, como uno iba creciendo, empezó a poder disfrutarla en el cine, especialmente en esa gloriosa unión profesional con Pedro Almodóvar, al que tanto debe y al que tanto entregó; Carmen será siempre un rostro, un icono, un referente para explicar qué fue la Movida, la transformación de la mujer española durante esos años, ha logrado entrar en la Historia, en la leyenda, por méritos propios, con el concurso de Colomo, Trueba, el manchego citado y alguno más. Y nos dejó sin aliento, cogiéndonos por sorpresa, con su cambio de registro en Extramuros (1985) –por mucho que se adore también a la gran Mercedes Sampietro, su premio como actriz en San Sebastián le venía un tanto grande, sobre todo al no obtenerlo junto a su compañera de reparto, verdadera columna vertebral del filme-, y nunca podremos olvidarla a las órdenes de Saura en una de sus mayores creaciones -¡Ay, Carmela! (1990)- o aportando verdad, sangre, pasión a un ejercicio excesivamente intelectual más preocupado por lo filosófico que por lo humano –Entre el cielo y la tierra (1992)- o desgarrándonos el alma, doliéndolos hasta límites sobrehumanos, en uno de los Camus más magistrales que puedan encontrarse –Sombras en una batalla (1993)- o moviéndose como pez en el agua en el gran guiñol orquestado por Álex de la Iglesia en la que, a la espera de ver en qué ha quedado su reencuentro con él y la estupenda Terele Pávez en Las brujas de Zugarramurdi (2013), pasa por ser su verdadero acierto, su única obra digna de encomio y recuerdo –La comunidad (2000)- o, sin duda, en los varios títulos que ella y Almodóvar han convertido en legendarios –poniendo el acento en alardes interpretativos de primer orden como La ley del deseo (1987), Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) y Volver (2006)-. Y aunque, como suele ocurrir, no siempre puede demostrar su enorme talento, jamás va a dejar de ser una de mis actrices favoritas y es por eso que ese Premio Donostia que va a adornar su casa se convierte en un galardón ansiado, merecidísimo y que sus estanterías estaban pidiendo a gritos y que uno lo aplaude con entusiasmo y adoración; para homenajearla, y algún ojo avizor habrá echado de menos esta película en la enumeración anterior, aquí tenéis el capítulo que, dentro de Madres de película, dedicamos a una de sus cumbres, a una de sus creaciones más imperecederas, más impactantes, más completas y perfectas: la Gloria de ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (1984):

   “Un acercamiento a la manera en que los cineastas han reflejado el rol maternal obliga a detenerse sin prisas en la obra de Pedro Almodóvar, uno de los creadores que más lo ha estudiado y que más ha hecho notoria la influencia de su progenitora casi en cada uno de los planos que ha rodado. Porque no conviene olvidar que Francisca Caballero, su madre, la de verdad, hizo apariciones al más puro estilo hichtcockiano en gran parte de los títulos filmados por su hijo, convirtiéndose en un personaje cercano, un ingrediente fundamental del llamado universo almodovariano (aunque éste se haya expandido con coqueteos huecos y pretenciosos, llenos de ínfulas autorales, tal vez sin asumir o creer que fue un autor desde la desopilante Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) o, muy especialmente, queriendo contentar y lograr el aplauso de aquellos que sólo ven el cine desde una perspectiva intelectual, cargada de dobles sentidos y análisis hermenéuticos), una presencia que motivaba la carcajada y la alegría por el mero hecho de estar, reencuentro que el público esperaba y recibía gozoso, seña de identidad del manchego; en la cinta que hemos elegido, la madre de Almodóvar –así será conocida para siempre- es una paisana de la abuela (Chus Lampreave) y habla con Gloria (Carmen Maura) en la consulta del dentista, además de ser compañera de viaje de la anciana y de su nieto mayor camino al pueblo que vio nacer a ambas. Por otro lado, el reconocido como retratista del alma femenina nunca ha olvidado la faceta maternal de sus personajes; antes bien, la ha explorado, analizado y convertido en el centro de sus motivaciones y comportamientos: la rivalidad materno-filial motivada por la necesidad de protagonismo y divismo de una mujer (una Marisa Paredes en absoluto estado de gracia) y los celos patológicos de una hija que se siente minusvalorada y permanentemente juzgada y vive esta relación como si de una competición se tratase (una Victoria Abril impresionante) en Tacones lejanos (1991); el desgarro, el lacerante dolor, la orfandad que se adueña de la mujer que pierde a un hijo (una Cecilia Roth escalofriante) en Todo sobre mi madre (1999); una madre que opta por convertirse en fantasma (una Carmen Maura inolvidable), en ángel de la guarda, capaz de llegar al crimen por amor y respeto a sus hijas (una Penélope Cruz de matrícula de honor y una Lola Dueñas deslumbrante) en Volver (2006); una madre trastornada por el adulterio de su marido que no duda en empuñar una pistola y utilizarla, despótica y cruel con su hijo al que considera una mera prolongación de su marido (una Julieta Serrano convertida, con toda justicia, en un icono) en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1987). Y aunque podríamos encontrar algunos ejemplos más si seguimos rastreando la filmografía de Almodóvar, conviene detenerse por el momento en la que es su primera madre protagonista, el personaje en torno al cual orbita el cuarto título de su producción, el que fija una manera particular de ver y entender el mundo, el mejor heredero del esperpento, el absurdo más cotidiano e identificable, una obra que se mantiene fresca más de veinte años después de su estreno: ¿Qué he hecho yo para merecer esto!! (con esta grafía se presenta el título en los créditos).

   El día a día de Gloria es un auténtico infierno: siempre fregando, limpiando, planchando, tanto en su casa como fuera de ella, intentando engordar el escaso presupuesto familiar que sale del taxi que conduce su marido, Antonio (Ángel de Andrés López), permanentemente insatisfecho con lo que le rodea, añorando lo que él proclama como un glorioso pasado en Alemania, convencido de que merece mejor suerte. El matrimonio comparte un pequeño piso de habitaciones estrechas con sus dos hijos, Toni (Juan Martínez), que mercadea con droga, y Miguel (Miguel Ángel Herranz), que se acuesta con todo hombre que se lo pida (y, asumiendo lo inevitable, Gloria le dirá que, al menos, le den de cenar después del sexo) y la madre de él, personaje que, de una forma u otra, variando alguna característica o incorporando nuevos matices, seguirá asomándose a cintas posteriores del director, interpretado siempre por Chus Lampreave (no es difícil encontrar las similitudes con el rol asumido en La flor de mi secreto (1995) ni con la maravillosa tía Paula de Volver que, con apenas unos minutos en pantalla, mereció un galardón en Cannes, compartido con sus cinco compañeras de reparto): anciana un tanto descentrada, desabrida si la ocasión o el interlocutor lo merecen, con un enorme corazón, con la ingenuidad intacta a pesar de lo vivido, espontánea e inesperada. El oído certero de Almodóvar para crear diálogos creíbles y reconocibles a pesar del disparate suele complementarse con unos actores (actrices, muy especialmente) con enorme facilidad en el decir que transforman un texto anodino o a priori poco lucido en digno de recuerdo: así, Chus Lampreave permanece indeleble en nuestra memoria porque el olor de los pies de su hijo es igual que el de su padre y le impide respirar, porque se come dos magdalenas cuando su nieto rechaza la que le ofrece, porque distingue entre escritores realistas y románticos sin titubear, porque las burbujas la ponen y guarda bajo llave un arsenal de botellas de agua de Vichy o porque le gustan los entierros y el dinero.

   Y, en medio de esta barahúnda, Carmen Maura (en un papel que, según se cuenta, estaba destinado a Esperanza Roy) puede demostrar su amplio abanico de registros, su enorme talento para la comedia (sobre todo porque ella no trabajó el personaje pensando en hacer reír e incluso se sobresaltó durante la proyección en el Festival de Berlín al escuchar las risas del público desde el primer minuto –fue Almodóvar el que la tranquilizó porque confirmó que había logrado su auténtico objetivo: conmover desde la carcajada, desde el guiño cómplice-), su capacidad para llegar hasta el límite (y superarlo) sin que se le note el esfuerzo, su agilidad para cambiar el tono incluso dentro de la misma frase. Un ama de casa aparentemente abnegada, con un hartazgo de años que ha ido sepultando como ha podido, que, en un momento dado, no puede más (sin vida sexual –y, para colmo, en la única cana al aire que se permite topa con un impotente-, sin cariño, sin apoyos) y estalla, dejando a su marido seco sobre el suelo de la cocina al golpearle con una pata de jamón que le servirá para preparar un caldito muy apetitoso mientras que la policía elucubra sobre cuál habrá sido el arma del crimen. Sin nada que le ate a una ciudad en la que siempre se ha sentido extraña, la abuela decide regresar a su pueblo y se lleva al nieto mayor, su cómplice, al que tapa todos sus trapicheos, el único que conoce sus secretos; y, aunque parece apenada por la soledad que se le viene encima y por la añoranza que ya empieza a sentir, Gloria despide a ambos con alivio, con ganas por dar un golpe de timón. Ése es el momento en que reaparece Miguel, al que entregó al dentista (Javier Gurruchaga) a cambio de una buena cantidad de dinero, en una “adopción” bastante extraña e insólita, especialmente por la naturalidad con la que la madre incita al crío a que acepte (sólo el talento de Pedro Almodóvar puede convertir esa escena en motivo para la algazara), y a Gloria le parece el único compañero de viaje posible hacia dónde sea, siempre que sea lejos de la sensación de impotencia y frustración en la que ha malvivido tanto tiempo”. (fin de la cita, pero no de lo que aún queremos gozar con ella. ¡Bravo, Carmen! ¡Brava, Maura!)

miércoles, 18 de septiembre de 2013

"MUD": PORQUE EL MUNDO LE HIZO ASÍ


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Mud DIRECCIÓN: Jeff Nichols GUIÓN: Jeff Nichols MÚSICA: David Wingo FOTOGRAFÍA: Adam Stone MONTAJE: Julie Monroe REPARTO: Matthew McConaughey, Tye Sheridan, Sam Shepard, Jacob Lofland, Reese Witherspoon, Sarah Paulson, Michael Shannon


   El eterno proceso de aprendizaje que supone vivir (esa tarea que se hace sin manual de instrucciones) siempre ha servido como inspiración para literatos y cineastas, centrándose especialmente en el paso de la niñez a la adolescencia y de ésta a la edad adulta, por constituir los procesos de transformación más marcados del ser humano, aunque cada quien los experimenta a una edad, en un momento concreto, propiciados por un suceso que marca su devenir, es una sensación (y una realidad) muy íntima y personal que, no obstante, puesta en común con la de otros suele tener concomitancias, lugares comunes, descubrimientos o epifanías, decepciones o logros semejantes. Desde nuestro Lázaro de Tormes hasta el Bel Ami de Maupassant, pasando por El guardián entre el centeno de Sallinger y los niños de El señor de las moscas de Golding, la enumeración de ejemplos podría llevarnos horas y lo mismo puede decirse si nos centramos exclusivamente en lo cinematográfico; en el caso que ahora nos ocupa, al margen de recurrir al inevitable y maravilloso referente de Mark Twain (sus prodigiosas criaturas, Tom Sawyer y Huckleberry Finn, son indisociables del verano, el río, el coqueteo con el delito, la querencia por ayudar al desposeído aunque cometa acciones ilegales), Mud nos lleva directamente a la evocación de los textos en que Stephen King fabula sobre su adolescencia o la de los personajes que inventa, y que está grabada a fuego en la memoria colectiva sobre todo gracias a la estimulante adaptación que llevó a cabo un Rob Reiner en plena forma en esa joyita titulada Cuenta conmigo (1986), apabullante en su sencillez, en su economía de recursos, en saber narrar como la contasen los chavales en primera persona.

   Ése, entre otros, es uno de los mayores problemas del filme que ahora nos ocupa: Jeff Nichols quiere dejar clara su autoría, su visión, su manera de entender el cine, y no consiente que la película se impregne de la ingenuidad, de los interrogantes, de las dudas, de los miedos, del afán de aventura del protagonista, cuyo punto de vista el que nos introduce en la historia para luego ser abandonado en muchas ocasiones, cuando hubiera sido más desasosegante y dramáticamente adecuado no ser testigos de ciertas escenas, quedarnos en la penumbra, en el desconcierto, en el desconocimiento, en la frontera entre lo imaginado o supuesto y lo constatable; eligiendo un tema, un escenario, una tradición como la que hemos señalado, Nichols hace una utilización perversa de la misma en el sentido de ponerse por encima, parecer que la menosprecia, cuando en realidad cae en todos los tópicos, pero intentando darles una pátina que lo distinga, no queriendo resultar convencional y deviniendo en lo superficial e incluso falso. No tiene que haber ningún complejo en seguir la senda marcada por un maestro como Robert Mulligan (todo lo contrario: hay mucho que aprender de él, aunque es muy complicado estar a su altura), la sensibilidad demostrada en dos cintas imprescindibles: la contundente y magistral Matar un ruiseñor (1962) –con un Gregory Peck legendario- y la bellísima Verano del 42 (1971), dos maneras prodigiosas de acercarse al sentir de un joven corazón en plenitud de latidos; obviamente, Mud tiene más puntos en común con la primera, esa lírica y realista adaptación de la impresionante novela de Harper Lee, nacida de sus recuerdos y que parece escrita por una niña, esa permanente mirada sobre el progenitor (ambos en el caso de la cinta de Nichols), esa curiosidad sin fin, ese acercarse a una persona que los demás rechazan o consideran peligrosa.

   Y aquí llegamos a otro de los errores más palmarios: el personaje que da nombre a la película, ese que debería resultar ambiguo pero irresistible, amenazante pero atractivo (al modo en que Stevenson dibujaba a John Silver en La isla del tesoro), resulta monocorde, plano, unidimensional, sin profundidad, sin recovecos (por mucho que se empeñe el autor en proporcionar datos que se acumulan y no dejar de ser de lo más vulgares y manidos), en gran parte debido al actor que lo encarna: Matthew McConaughey, al que de un tiempo a esta parte hay un empeño en convertir y reconocer como el gran intérprete que, título tras título, demuestra no ser. A pesar de haber dejado atrás cierta tendencia a la mueca y su propensión a lo desaforado (que reaparece a la mínima, como puede comprobarse en Magic Mike (2012) o El chico del periódico (2012), aunque parece que algo mejor canalizada que antaño), no deja de ser más que un físico y una pose chulesca, sin hondura, con escasa capacidad para expresar emociones, sin profundizar en las facetas, en los matices, en los diferentes tonos de un personaje que, para colmo, tiene carencias desde el guión, desde la manera en que está escrito, al igual que el resto, importándonos muy poco por qué o de quién se esconde, si cuenta la verdad a los chavales o qué le lleva a comportarse como lo hace. Tye Sheridan, quien carga sobre sus delgados hombros con el peso de la cinta, demuestra facultades y capacidades que merecen un mejor cometido (al menos puede abandonar el gesto de estupor e iluminación que Terence Mallick exigió a todos sus actores para El árbol de la vida (2011)), Sam Shepard poco puede hacer con los rudimentos que le entregan y Reese Witherspoon, quien transpira verdad en cada aparición, quien aporta unos ojos cansados, un caminar dolorido, un paso cansino, no tiene oportunidad de volver a dejar clara su excelencia, su grandeza, la demostrada en Election (1999), la que transformó un producto tan vacuo como Una rubia muy legal (2001) en algo digno de recuerdo, la que estuvo por encima de los errores de dirección en La feria de las vanidades (2004), la que a pesar de James Mangold lograba buenos momentos –y ganaba un Oscar no demasiado justo- en En la cuerda floja (2005), la que deseamos volver a disfrutar muy pronto.

   La mayor rémora de Mud es, como decíamos, su director y guionista, quien parece empeñado en reinventar cada género que acomete (ya aburrió a las plateas con su particular manera de entender las películas de catástrofes en Take Shelter (2011); en España no pudimos ver su ópera prima, Shotgun Stories (2007), promocionada como thriller), dejando a un lado lo que debería primar, lo que debería ser su material de trabajo, es decir, las emociones, lo humano, lo que toque el corazón, lo que conmueva, lo que haga a un espectador partícipe de lo que se está narrando (y, para remate, tiende a dirigir con mesura, recreándose, alargando las secuencias, necesitando algo más de dos horas para lo que, visto lo visto, puede contarse en menos –regresemos a Cuenta conmigo: apenas necesita 90 minutos y nos deja una huella indeleble). Y, en realidad, al final tropieza en las mismas piedras, muchas de las cuales siembra él mismo, haciendo malas elecciones y recurriendo a soluciones que se han quedado más antiguas que las películas de las que quiere distanciarse.

martes, 10 de septiembre de 2013

"ELYSIUM": DISTRITO CONOCIDO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Elysium DIRECCIÓN: Neill Blomkamp GUIÓN: Neill Blomkamp MÚSICA: Ryan Amon FOTOGRAFÍA: Trent Opaloch MONTAJE: Julian Clarke, Lee Smith REPARTO: Matt Damon, Jodie Foster, Sharlto Copley, Alice Braga, Diego Luna, William Fitchner, Wagner Moura


   Como se dice en tantas ocasiones y hemos recordado más de una vez, cuando se hace un análisis con perspectiva resulta mucho más complicado realizar una segunda obra que la primera, puesto que según la recepción que ésta haya tenido la otra nacerá con unos prejuicios, unas expectativas (tanto por parte del público como del autor), un peso, unas referencias con las que la ópera prima no tuvo que batallar; el realizador sudafricano Neill Blomkamp sólo era conocido en círculos restringidos y por un puñado de cortometrajes cuando Peter Jackson puso sus ojos en él y decidió apadrinarle en la aventura de un largometraje que, al estar bendecido por nuestro hombre en la Tierra Media, concitó el interés de muchos aficionados, sobre todo de esa legión fiel con que cuenta la ciencia ficción, la fantasía, las películas de acción y todo ello perfectamente mezclado, junto a una parábola política, social y moral y a buenas dosis de vitriolo y a unas ideas muy claras y firmes de lo que se quería contar y cómo, dio como fruto uno de los títulos más sorprendentes y dignos de aplauso que han podido gozarse en los últimos años: Distrito 9 (2009). La cinta, usando en la medida correcta y con sentido el estilo documental (ya podían aprender tantos que lo fingen, lo disparatan, en realidad no lo conocen ni saben imprimir su verdadero sello), encontrando su propia vía expresiva, tenía margen para la carcajada, la sonrisa cómplice, el horror, la vergüenza ante un comportamiento que por desgracia es el pan nuestro de cada día (la persecución del que consideramos diferente, el afán por exterminarlo –literalmente, no nos andemos con paños calientes-), la constatación de que el instinto de supervivencia se impone cuando nos sentimos amenazados y la racionalidad de la que presumimos se va por el desagüe a las primeras de cambio y sabía contar todo esto sin perder de vista la distracción, el espectáculo, la velocidad narrativa, la eliminación de cualquier digresión innecesaria o estrambote a destiempo, trabajando por acumulación. Con esta magnífica carta de presentación, se esperaba con mucha predisposición y ganas el siguiente trabajo de Blomkamp, sobre todo al conocer que seguía trabajando en la misma línea: Elysium se presentaba como una película de acción en un futuro con muchas similitudes con nuestro presente, otra fábula, otra reflexión sobre lo fácil que es olvidarse de los desfavorecidos, de los humildes, del grueso de la población, cuando uno alcanza un estatus superior, una vida regalada, lo pronto que personas con buenas intenciones, con convicciones, con empatía, olvidan todo ello, lo frágiles o inexistentes que son en tantos que las cacarean precisamente para llegar a la situación de privilegio que anhelan y creen merecer.

   El punto de partida es muy interesante y Blomkamp demuestra que su capacidad para crear ambientes, para dotar a lo fantástico de una verosimilitud que nos hace olvidar en ocasiones que la acción se sitúa en 2154, se mantiene intacta e incluso se enriquece al manejar un presupuesto más holgado, imprimiendo una visión particular al género, un “algo más” que tanto se echa de menos en el panorama de películas clónicas que padecemos; sin embargo, en ocasiones rinde demasiado tributo al estilo que le ha dado merecida fama y la segunda parte de Elysium no logra desprenderse de una sensación de déjà vu, de parecer por momentos está hecha con descartes de Distrito 9, de conformarse con las carreras, explosiones y demás (muy bien rodadas, todo hay que decirlo), de abandonar todo lo planteado en el primer tramo, de desperdiciar un buen material para quedarse en la superficie. Sin duda, el máximo error es prescindir demasiado pronto del rol que encarna Jodie Foster y todas las posibilidades tanto del personaje como de la actriz, a la que se ve como pez en el agua en las pocas secuencias en las que puede ofrecer todo su potencial, su madurez, su fuerza, su capacidad para resultar amenazante y temible con un fruncimiento de labios (ese que se echaba de menos en Un dios salvaje (2011), no totalmente exprimido por Polanski, el derrochado en La extraña que hay en ti (2007), la magnificencia demostrada en El silencio de los corderos (1991), su cumbre interpretativa), la antagonista perfecta y necesaria para Matt Damon, muy ajustado y nada exagerado en su composición, con poco a lo que aferrarse más allá de su presencia, sacando con tino y pericia todo lo que puede de mimbres débiles y demasiado tópicos (tal vez lo más flojo, a nivel escritura, sea precisamente el héroe, muy similar a tantos y con muy poca trastienda, con escasa entidad). El que fuese gratificante descubrimiento en Distrito 9, el camaleónico Sharlto Cooper, da rienda suelta a su capacidad de transformación, aunque topa con el mismo problema que Damon: un personaje en el que no puede verter toda su sabiduría actoral y que restringe en buena medida las posibilidades dramáticas de la película.

   Es posible que las expectativas despertadas por su ópera prima sean un lastre para Elysium, aunque si nos centramos exclusivamente en ella, su arranque, su planteamiento, la manera en que nos presenta un futuro apocalíptico, un oasis en el espacio, la amoralidad, frialdad y despotismo de la poderosa mujer a la que da vida Jodie Foster, las vías que abre, todo coadyuva a que no podamos despegar los ojos de la pantalla y, poco a poco, no es que el castillo de naipes se desmorone (Blomkamp sabe mantener nuestra atención y, por encima de todo, conoce su oficio, sabe narrar), pero no se mantienen sobre el tapete todos los que podrían dar el triunfo absoluto.  

viernes, 6 de septiembre de 2013

"UNA CASA EN CÓRCEGA": UN LUGAR EN EL (CULO DEL) MUNDO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Au cul du loup DIRECCIÓN: Pierre Duculot GUIÓN: Pierre Duculot FOTOGRAFÍA: Hichame Alaouié MONTAJE: Susana Rossberg, Virginie Messiaen REPARTO: Christelle Cornil, François Vincentelli, Marijke Pinoy, Jean-Jacques Rausin, Pierre Niesse, Roberto Dórazio

 

   Una y mil veces conviene recordar aquella obra maestra de Adolfo Aristarain que sirve para titular esta crítica, en primer lugar porque es una de las cintas más estimulantes, esplendorosas y honestas que uno puede encontrar y porque contiene alguna de las interpretaciones más escalofriantes (especialmente la de Cecilia Roth) que recuerda, y en segundo porque su aliento, su impulso, la verdadera historia que narra, lo que flota en su espíritu, lo que llevan los personajes como bandera, es ese anhelo (más o menos notorio, más o menos consciente, pero tan reconocible y humano) de lograr encontrar ese sitio que sentimos como nuestro, algo que no se circunscribe sólo a lo físico, al escenario, a lo tangible, sino que habla de esa sensación tan placentera (y tan difícil de hallar, tan inasible, tan escurridiza, tan frágil, tan en ocasiones guadianesca) de sentirnos bien, como pieza encajada en su sitio, de experimentar la plenitud, la satisfacción de haber encontrado la meta, incluso sin saber que era ésa, sólo reconociéndola al cruzarla, al instalarnos en ese punto (que la mayor parte de las veces es fundamentalmente anímico) que es el nuestro sin ningún género de dudas. Algo similar le sucede a la protagonista de Una casa en Córcega, y aunque sea el conocimiento de ésta lo que le da la clave, el auténtico pistoletazo de salida para encarar su vida, para coger las riendas, son todas las emociones que le despierta el lugar, es el diálogo consigo misma que propicia conocer las piedras que fueron confidentes de los sentimientos y vivencias de su abuela lo que le hace despertar y percatarse de que es ahora cuando puede, debe y quiere empezar a vivir de verdad.

   Lo que hubiera podido ser uno de esos ejercicios intelectuales e introspectivos que tan caros le son al cine francés resulta una agradable comedia con los tintes sombríos y melancólicos necesarios, con la ambivalencia que tiñe cualquier acontecimiento por nimio que resulte, reflejando lo rutinario y cansino de lo cotidiano sin recrearse en planos inacabables y estáticos, que Pierre Duculot sabe conducir con solvencia y buen tono para conseguir que el espectador se sienta partícipe de la aventura íntima y personal de su protagonista, la cual al contar con los rasgos y la contención de Christelle Cornil, logra resultar alguien a quien deseamos proteger, comprender y ayudar. Sin abusar de la comicidad, del absurdo, de su lado infantil ni de su condición de víctima, sin exacerbar todo lo que podría convertirla en alguien estrambótico, desquiciado y desquiciante, irritante, con una ingenuidad honesta y al mismo tiempo con un olfato muy sensible para detectar la veta más rica, la actriz plasma un enorme abanico de registros, tonos y emociones sin que en apariencia resulte notorio, es una auténtica maestra de lo sutil y su mirada es un océano en que tiene cabida la variación de ánimo más imperceptible, hecha realidad gracias a su talento.

   Sin evitar ni alejarse de ciertos lugares comunes o de situaciones convertidas en tópicos después de tantas historias similares, el guión narra la historia a base de escenas en ocasiones muy cortas, de sugerencias, de silencios, confiando el director (no en vano firma también el libreto) en los materiales que maneja, aplicando su experiencia como documentalista para convertir el paisaje en un personaje más, en una manera de hablar y definir a los humanos, en una influencia a la que no pueden ni quieren resistirse, en la explicación de sus actuaciones (esas que tantas veces somos incapaces de comprender –y nos referimos más a las propias que a las ajenas, aunque la frase sirve para ambas-), Córcega no es un mero escenario sino el núcleo de la trama, el personaje más interesante, el que da auténtica entidad y sentido a la cinta. Tras un arranque muy prometedor y divertido, una vez el tono se va ensombreciendo (en realidad, variando, potenciando otras facetas, reajustándose a las transformaciones interiores de la protagonista), la película llega a un punto en que parece detenerse, en que está a punto de convertirse en algo críptico al modo de Antonioni, pero llegará una inyección vital en forma de visita, la recuperación de la figura del padre como eje de la historia, todo un hallazgo por la sencillez con que se expone y el entrelineado que conlleva (pocas veces el roce de un dedo dijo tanto, no en muchas ocasiones un suspiro es capaz de contener tantos significados).

   Película vitalista, pero por encima de todo emotiva, sincera, auténtica, equilibrada y con una actriz que transmite bondad, humanidad y capacidad de comprensión, sin perder de vista su lado revolucionario, ese que le hará, sin gritos (al menos por su parte), sin deseos de fastidiar, sólo porque así lo siente, dar un vuelco necesario a su vida, dejar atrás las rémoras que le impedían ser ella misma, salirse del esquema al que los de su entorno la reducían, recoger las miguitas que fue sembrando su abuela, ser fiel a su espíritu y, de paso, encontrar un lugar en el que, al menos, sentir que vive por ella, no de acuerdo a lo que imponen otros, sin tener que dar explicaciones ni reprocharse su inacción. (P.D.: Y si alguien considera que el título de este escrito no es de muy bien gusto, aclaremos que la expresión coloquial que interrumpe la referencia a Adolfo Aristarain es la traducción literal y sin paños calientes del título original y habla del desprecio que sienten los demás por la actitud de la protagonista cuando recibe su herencia -¿Por qué preocuparse por una casa que está allí mismo (o sea, en el culo del mundo)? ¡Véndela y punto!-).