Hubo cómicos que formaron parte de mi banda
sonora desde muy temprana edad, nombres populares de los que en casa se hablaba
como si fuesen de la familia, artistas que me llegaron como legado de los tíos
(por fortuna, aún puedo compartir esa admiración con la tía Carmen –hoy, de
hecho, nos hemos lamentado juntos por la pérdida que promueve este escrito-) y
a los que conocí a través de sus voces, gracias a las cintas de casete que el
tío Miguel iba incorporando a la colección: no faltaban las en ese momento
inevitables e imprescindibles cosas de Pepe da Rosa (“Perdonadme que cante al
final, pero el arte me empuja a la cosa”), que tantos ratos divertidos nos
hicieron pasar antes de las sevillanas dedicadas a los cuatro detectives o de
que Dallas se convirtiera en todo un
fenómeno; también había chascarrillos y canciones de Tony Leblanc (recuerdo más
de ese modo su Cristobalito Gazmoño que por verlo en televisión), monólogos
hilarantes de Paco Martínez Soria (especialmente La venida del Mesias –pronunciado así y anunciado como “romance”),
la copia (sí, las hacíamos sin recato y comprábamos las cintas vírgenes en las
tiendas –hay mucho tonto suelto ahora con el asunto del pirateo, como si nunca
hubiesen grabado música o programas de televisión, mezclando churras con
merinas y sintiéndose superiores por el hecho de proclamar que todo lo hacen
legalmente-) de un LP en que Mari Carmen cantaba y hablaba con sus muñecos o el
disco original (éste llegó en ese formato, vaya usted a saber por qué) en que
Cassen mezclaba chistes telefónicos entre médico y paciente con un par de
cancioncillas, resumía la vida de una persona en unas cuantas frases hechas o
parodiaba la serie Kung Fu; con el
tiempo, no podía ser de otra manera, llegaron los chistes de Arévalo (que muy
pronto me saturó y al que nunca soporté –ni siquiera en el Un, dos, tres-), pero siempre ocupó un lugar muy especial la que
casi podría ser llamada LA cinta, con artículo determinado, porque era
considerada como una propiedad muy valiosa, una cinta que el tío prestó a uno
de sus sobrinos y éste terminó por desgastarla de tanto ponerla (pero se ocupó
de proporcionarnos otro ejemplar –de hecho, creo que es uno de los pocos
casetes que andan guardados en algún trastero-), y no era otra que aquella en
que formaban histórico dúo cómico Lina Morgan y Juanito Navarro. Allí hacían de
padre e hija (“A mamá, según dicen, tú le fuiste facilón”, “Fuiste tú la culpable
[“¿Siiiii?” exclamaba ella] de que diera el tropezón”), de dos maletillas que
se echaban a los caminos para buscar fortuna (el diálogo que menos me gustaba
porque terminaba siendo muy melodramático y, sobre todo, porque hablaba de la
muerte de un padre y a esa edad, la mía, unos cinco o seis años, no era un
asunto, el de la muerte de mis mayores, que me hiciera demasiada gracia –tampoco
después, ni ahora mismo, pero la madurez te hace, al menos, enfrentarte a ese
miedo de otra manera-), cantaban La
Maleva, Lina se presentaba a una entrevista de trabajo para decir que no
contasen con ella para nada (tenía que hablar inglés, francés y alemán) o era
una clienta en una cafetería que no comprendía que no había magdalenas y, por
supuesto, eran el tonto y la tonta, esos a los que al final todo salía bien (y
ella lo cantaba toda orgullosa: “Tonta soy, tonta soy, dicen que sí, pero yo no
estoy mal me paice a mí. Si me dan a
escoger, lo mejor es pa mí… ¡Ay qué
ver, mecachis, que tonta nací!”).
Como ya he contado en alguna otra ocasión,
Lina siguió siendo para mí alguien a quien escuchar porque la tía Carmen compró
su LP El primer cuplé y así conocí
sus versiones de La Lola, La regadera o
¡Ay, Cipriano!, además de marcarse un
tango (“una cosa alegra y graciosa”) como Mi
caballo murió o hacer una creación muy de Music hall con el Mírame, la archipopular marchiña de la
revista Yola y de presentar cada tema
con un breve monólogo que todavía hoy puedo recitar prácticamente íntegro (“¡Hola!
Sí, ya sé que empezar un disco hablando suena raro, pero soy Lina Morgan y como
todos los días no grabo un disco, creo que debo presentárselo a ustedes”, “¡Pues
anda que el Cipriano: cajista de imprenta y espía en los ratos libres!”, “Este
cuplé de La regadera es de la Belle
Époque… ¡de la Belle Époque de mi abuelo! Y tiene su miga, no crean, es muy
picarón”). A esas alturas, Lina ya empezaba a descollar con sus revistas (Pura metalúrgica, Casta ella, Casto él),
era un rostro habitual en especiales de televisión, emitían sus películas, pero
yo seguía adorando a esa mujer por sus historietas con Juanito Navarro y, muy
especialmente, por ese disco con el que aprendí que la Lola no dormía sola (o
eso decían), que Facundo se marchaba al otro mundo sin decir a nadie nada, que
a Sofía terminaba por tocarle el gordo de la lotería (pero no el premio, sino
un lotero llamado Antero) o que había una pobre señora con un jardín en su casa
la mar de rebonito pero que nunca encontraba quien se lo regase “y lo tengo muy
sequito” (me hice mayor cuando, un buen día, comprendí la doble intención de lo
que, hasta ese momento, me parecía una canción bonita, tierna y hasta bucólica –y
lo que aprendí de cuplé gracias a la maestra Olga Ramos, tanto viéndola en
televisión como aplaudiéndola en su mítico local de la calle de la Palma, y a
mi amistad con su magnífica heredera, su hija Olga María). Y la leyenda de Lina
Morgan (porque así hay que considerarla sin rubor ni medias tintas) empezó a
agrandarse, sus espectáculos en el Teatro de La Latina cada vez se mantenían
más tiempo en cartel, las colas empezaron a ser quilométricas, había gente que
repetía y no una única vez, llegaban autocares desde cualquier lugar de España
y, un buen día, aquello se convirtió en algo histórico en todos los sentidos,
es decir, llegó ¡Vaya par de gemelas!.
Al margen de que lo de esa obra era empezar
y no acabar (pocas veces me ha repetido la tía Carmen tantos chistes, incluso
el tío Miguel que era muy serio y aunque gustaba de ese humor lo exteriorizaba
muy poco sonreía más pronunciadamente cuando se mencionaba esa revista), de
repente, se sintió una conmoción en la fuerza porque se anunció que Lina había
consentido en que TVE grabase una de las representaciones para que fuese
emitida como plato fuerte, en plenas Navidades, dentro de un ciclo dedicado a
la comedia teatral. Y estuvimos esperando impacientes, hablando en el colegio
del tema, comentando lo que sabíamos por adultos que la hubiesen visto (como
era mi caso), elucubrando, imaginando, hasta que por fin llegó el día y aquello
fue el delirio, resulta imposible hacerse una idea si no se vivió: de un
momento para el siguiente todo el mundo empezó a decir “cacho perra”, “¿un
vestido muy bonito? Pues sería el negro”, a canturrear lo de “cariño, escucha,
que vivo pachucha” y a imitar los gestos, muecas y demás repertorio que
conformaban el personaje que fue, es y será Lina Morgan, una categoría propia e
inimitable, una cómica de réplica rápida, sorprendida en más de una ocasión por
sí misma, teniendo que parar un momento por no ser capaz de contener la risa,
provocándola en sus compañeros en infinidad de ocasiones, una estupenda
bailarina que, precisamente por su dominio del cuerpo, por su control del
mismo, era capaz de dislocarse, caerse, arrastrarse, mover cada extremidad por
sí sola, parecer una muñeca articulada, contorsionista inagotable, bailar
estrepitosamente mal pero siguiendo un ritmo precisamente porque sabía bailar
muy bien y tenía dotes para ello. Y llegó el día en que pude verla en directo,
en La Latina, en su templo, en su teatro, porque, curiosamente, jamás fui con
los tíos (siempre iban con los Cela, un matrimonio amigo o algo así, y
respetaron ese compromiso en todo momento), pero Toñi, ésta sí que era una
grandísima amiga, se enfadó cuando lo descubrió (“Pero, ¿nunca habéis llevado
al chico a ver a Lina?”) y me regaló una entrada para ver El último tranvía (y no puedo evitar las lágrimas porque cumplí mi
sueño gracias a ella en los primeros días de 1989 y antes de que terminase ese
mismo año, concretamente en la madrugada del 21 a 22 de diciembre, Toñi murió
repentinamente y la llamada con la noticia que nos asoló como un mazazo la
recibí yo mientras veía el sorteo de Navidad). ¡Ah, Lina, qué maravilla! El
público coreaba, aplaudía, participaba, intervenía, vivía el espectáculo como
una fiesta, sorprendiéndose ante las morcillas que se descubrían como tales por
las reacciones de los que estaban sobre las tablas; pero, sobre todo, fue un
placer confirmar que todo lo que tenía de animal de escenario se quedaba corto cuando
sólo lo habías visto por televisión: cómo sabía alargar la broma o ponerme
punto y final antes de que resultase pesada, el dominio absoluto del pulso del
patio de butacas, cómo se marcaba un tango por derecho después de tantos
paródicos, cómo agradecía al público el cariño demostrado y el ánimo inyectado
durante su convalecencia (había sido aquel tiempo del desprendimiento de
retina), cómo se entregaba a la función, al público, cómo no daba nada por
hecho, cómo provocaba las carcajadas como si fuesen las primeras, cómo se
imponía y hechizaba. Sí, ha habido muchas películas, un buen puñado de especiales para televisión, algunas series que, confieso, nunca seguí (pero que aumentaron su popularidad -las que lo hicieron-), otras
revistas, pero como su voz en esos tesoros que los tíos consiguieron, como
aquella noche mágica en que por fin fuimos testigos de ¡Vaya par de gemelas!, como esa ocasión en que (junto a Toñi y su
hija Virginia) tuve a Lina frente a mis ojos de espectador rendido y muerto de
la risa y me empapé con su carisma no habrá ya oportunidad de igualarlas, pero la Morgan seguirá muy viva
ahora y siempre.