jueves, 20 de agosto de 2015

LINA MORGAN: TONTA DEL BOTE, DESCARRIADA Y CHICA DE REVISTA



  


  
Hubo cómicos que formaron parte de mi banda sonora desde muy temprana edad, nombres populares de los que en casa se hablaba como si fuesen de la familia, artistas que me llegaron como legado de los tíos (por fortuna, aún puedo compartir esa admiración con la tía Carmen –hoy, de hecho, nos hemos lamentado juntos por la pérdida que promueve este escrito-) y a los que conocí a través de sus voces, gracias a las cintas de casete que el tío Miguel iba incorporando a la colección: no faltaban las en ese momento inevitables e imprescindibles cosas de Pepe da Rosa (“Perdonadme que cante al final, pero el arte me empuja a la cosa”), que tantos ratos divertidos nos hicieron pasar antes de las sevillanas dedicadas a los cuatro detectives o de que Dallas se convirtiera en todo un fenómeno; también había chascarrillos y canciones de Tony Leblanc (recuerdo más de ese modo su Cristobalito Gazmoño que por verlo en televisión), monólogos hilarantes de Paco Martínez Soria (especialmente La venida del Mesias –pronunciado así y anunciado como “romance”), la copia (sí, las hacíamos sin recato y comprábamos las cintas vírgenes en las tiendas –hay mucho tonto suelto ahora con el asunto del pirateo, como si nunca hubiesen grabado música o programas de televisión, mezclando churras con merinas y sintiéndose superiores por el hecho de proclamar que todo lo hacen legalmente-) de un LP en que Mari Carmen cantaba y hablaba con sus muñecos o el disco original (éste llegó en ese formato, vaya usted a saber por qué) en que Cassen mezclaba chistes telefónicos entre médico y paciente con un par de cancioncillas, resumía la vida de una persona en unas cuantas frases hechas o parodiaba la serie Kung Fu; con el tiempo, no podía ser de otra manera, llegaron los chistes de Arévalo (que muy pronto me saturó y al que nunca soporté –ni siquiera en el Un, dos, tres-), pero siempre ocupó un lugar muy especial la que casi podría ser llamada LA cinta, con artículo determinado, porque era considerada como una propiedad muy valiosa, una cinta que el tío prestó a uno de sus sobrinos y éste terminó por desgastarla de tanto ponerla (pero se ocupó de proporcionarnos otro ejemplar –de hecho, creo que es uno de los pocos casetes que andan guardados en algún trastero-), y no era otra que aquella en que formaban histórico dúo cómico Lina Morgan y Juanito Navarro. Allí hacían de padre e hija (“A mamá, según dicen, tú le fuiste facilón”, “Fuiste tú la culpable [“¿Siiiii?” exclamaba ella] de que diera el tropezón”), de dos maletillas que se echaban a los caminos para buscar fortuna (el diálogo que menos me gustaba porque terminaba siendo muy melodramático y, sobre todo, porque hablaba de la muerte de un padre y a esa edad, la mía, unos cinco o seis años, no era un asunto, el de la muerte de mis mayores, que me hiciera demasiada gracia –tampoco después, ni ahora mismo, pero la madurez te hace, al menos, enfrentarte a ese miedo de otra manera-), cantaban La Maleva, Lina se presentaba a una entrevista de trabajo para decir que no contasen con ella para nada (tenía que hablar inglés, francés y alemán) o era una clienta en una cafetería que no comprendía que no había magdalenas y, por supuesto, eran el tonto y la tonta, esos a los que al final todo salía bien (y ella lo cantaba toda orgullosa: “Tonta soy, tonta soy, dicen que sí, pero yo no estoy mal me paice a mí. Si me dan a escoger, lo mejor es pa mí… ¡Ay qué ver, mecachis, que tonta nací!”).
   Como ya he contado en alguna otra ocasión, Lina siguió siendo para mí alguien a quien escuchar porque la tía Carmen compró su LP El primer cuplé y así conocí sus versiones de La Lola, La regadera o ¡Ay, Cipriano!, además de marcarse un tango (“una cosa alegra y graciosa”) como Mi caballo murió o hacer una creación muy de Music hall con el Mírame, la archipopular marchiña de la revista Yola y de presentar cada tema con un breve monólogo que todavía hoy puedo recitar prácticamente íntegro (“¡Hola! Sí, ya sé que empezar un disco hablando suena raro, pero soy Lina Morgan y como todos los días no grabo un disco, creo que debo presentárselo a ustedes”, “¡Pues anda que el Cipriano: cajista de imprenta y espía en los ratos libres!”, “Este cuplé de La regadera es de la Belle Époque… ¡de la Belle Époque de mi abuelo! Y tiene su miga, no crean, es muy picarón”). A esas alturas, Lina ya empezaba a descollar con sus revistas (Pura metalúrgica, Casta ella, Casto él), era un rostro habitual en especiales de televisión, emitían sus películas, pero yo seguía adorando a esa mujer por sus historietas con Juanito Navarro y, muy especialmente, por ese disco con el que aprendí que la Lola no dormía sola (o eso decían), que Facundo se marchaba al otro mundo sin decir a nadie nada, que a Sofía terminaba por tocarle el gordo de la lotería (pero no el premio, sino un lotero llamado Antero) o que había una pobre señora con un jardín en su casa la mar de rebonito pero que nunca encontraba quien se lo regase “y lo tengo muy sequito” (me hice mayor cuando, un buen día, comprendí la doble intención de lo que, hasta ese momento, me parecía una canción bonita, tierna y hasta bucólica –y lo que aprendí de cuplé gracias a la maestra Olga Ramos, tanto viéndola en televisión como aplaudiéndola en su mítico local de la calle de la Palma, y a mi amistad con su magnífica heredera, su hija Olga María). Y la leyenda de Lina Morgan (porque así hay que considerarla sin rubor ni medias tintas) empezó a agrandarse, sus espectáculos en el Teatro de La Latina cada vez se mantenían más tiempo en cartel, las colas empezaron a ser quilométricas, había gente que repetía y no una única vez, llegaban autocares desde cualquier lugar de España y, un buen día, aquello se convirtió en algo histórico en todos los sentidos, es decir, llegó ¡Vaya par de gemelas!.
   Al margen de que lo de esa obra era empezar y no acabar (pocas veces me ha repetido la tía Carmen tantos chistes, incluso el tío Miguel que era muy serio y aunque gustaba de ese humor lo exteriorizaba muy poco sonreía más pronunciadamente cuando se mencionaba esa revista), de repente, se sintió una conmoción en la fuerza porque se anunció que Lina había consentido en que TVE grabase una de las representaciones para que fuese emitida como plato fuerte, en plenas Navidades, dentro de un ciclo dedicado a la comedia teatral. Y estuvimos esperando impacientes, hablando en el colegio del tema, comentando lo que sabíamos por adultos que la hubiesen visto (como era mi caso), elucubrando, imaginando, hasta que por fin llegó el día y aquello fue el delirio, resulta imposible hacerse una idea si no se vivió: de un momento para el siguiente todo el mundo empezó a decir “cacho perra”, “¿un vestido muy bonito? Pues sería el negro”, a canturrear lo de “cariño, escucha, que vivo pachucha” y a imitar los gestos, muecas y demás repertorio que conformaban el personaje que fue, es y será Lina Morgan, una categoría propia e inimitable, una cómica de réplica rápida, sorprendida en más de una ocasión por sí misma, teniendo que parar un momento por no ser capaz de contener la risa, provocándola en sus compañeros en infinidad de ocasiones, una estupenda bailarina que, precisamente por su dominio del cuerpo, por su control del mismo, era capaz de dislocarse, caerse, arrastrarse, mover cada extremidad por sí sola, parecer una muñeca articulada, contorsionista inagotable, bailar estrepitosamente mal pero siguiendo un ritmo precisamente porque sabía bailar muy bien y tenía dotes para ello. Y llegó el día en que pude verla en directo, en La Latina, en su templo, en su teatro, porque, curiosamente, jamás fui con los tíos (siempre iban con los Cela, un matrimonio amigo o algo así, y respetaron ese compromiso en todo momento), pero Toñi, ésta sí que era una grandísima amiga, se enfadó cuando lo descubrió (“Pero, ¿nunca habéis llevado al chico a ver a Lina?”) y me regaló una entrada para ver El último tranvía (y no puedo evitar las lágrimas porque cumplí mi sueño gracias a ella en los primeros días de 1989 y antes de que terminase ese mismo año, concretamente en la madrugada del 21 a 22 de diciembre, Toñi murió repentinamente y la llamada con la noticia que nos asoló como un mazazo la recibí yo mientras veía el sorteo de Navidad). ¡Ah, Lina, qué maravilla! El público coreaba, aplaudía, participaba, intervenía, vivía el espectáculo como una fiesta, sorprendiéndose ante las morcillas que se descubrían como tales por las reacciones de los que estaban sobre las tablas; pero, sobre todo, fue un placer confirmar que todo lo que tenía de animal de escenario se quedaba corto cuando sólo lo habías visto por televisión: cómo sabía alargar la broma o ponerme punto y final antes de que resultase pesada, el dominio absoluto del pulso del patio de butacas, cómo se marcaba un tango por derecho después de tantos paródicos, cómo agradecía al público el cariño demostrado y el ánimo inyectado durante su convalecencia (había sido aquel tiempo del desprendimiento de retina), cómo se entregaba a la función, al público, cómo no daba nada por hecho, cómo provocaba las carcajadas como si fuesen las primeras, cómo se imponía y hechizaba. Sí, ha habido muchas películas, un buen puñado de especiales para televisión, algunas series que, confieso, nunca seguí (pero que aumentaron su popularidad -las que lo hicieron-), otras revistas, pero como su voz en esos tesoros que los tíos consiguieron, como aquella noche mágica en que por fin fuimos testigos de ¡Vaya par de gemelas!, como esa ocasión en que (junto a Toñi y su hija Virginia) tuve a Lina frente a mis ojos de espectador rendido y muerto de la risa y me empapé con su carisma no habrá ya oportunidad de igualarlas, pero la Morgan seguirá muy viva ahora y siempre.    

domingo, 16 de agosto de 2015

"MISIÓN: IMPOSIBLE - NACIÓN SECRETA": EN MUY BUENA FORMA







TÍTULO ORIGINAL: Mission: Impossible - Rogue Nation DIRECCIÓN: Christopher McQuarrie GUIÓN: Christopher McQuarrie, Drew Pearce (basado en la serie de televisión creada por Bruce Geller) MÚSICA: Joe Kraemer FOTOGRAFÍA: Robert Elswit MONTAJE: Eddie Hamilton REPARTO: Tom Cruise, Jeremy Renner, Simon Pegg, Rebecca Ferguson, Ving Rhames, Sean Harris

   Brian De Palma, un cineasta capaz del virtuosismo más abracadabrante puesto al servicio de la historia (convirtiéndolo en parte fundamental de lo que se cuenta, precisamente por el modo en que lo hace), un creador de enorme personalidad que sabe impregnarse de los clásicos y aportar su propia visión, dejar su huella aprovechando (y reconociendo) los logros de otros, un esteta que sabe combinar el preciosismo con el horror en simbiosis arrebatadora y definidora de estilo -ahí están, por ejemplo, obras imperecederas e inimitables como Carrie (1976), Fascinación (1976), Vestida para matar (1980) o Los intocables de Elliot Ness (1987)-, es también culpable de algunos de los pastiches más intragables y molestos de las últimas décadas, ejercicios de estilo alambicados en los que sólo se muestra interesado por demostrar su capacidad de metamorfosis, su indudable eclecticismo, su permanente reinvención, sin atender a lo que cuenta, mareando al espectador, saturándole de imágenes, distorsionando el discurso, forzando la maquinaria, crispando e irritando –y, así, desperdició el material original de James Ellroy en la decepcionante La dalia negra (2006), dislocó y descolocó el vitriolo que destilaba La hoguera de las vanidades (1990) convirtiéndola en una parodia de sí misma en lugar de respetar la ironía y rebaba de Tom Wolfe, se traicionó en el tramo final en lo que hasta esos últimos minutos (sonrojantes e inaceptables, estrambote indigno de lo que se estaba narrando, concesión a “los de arriba”, a los biempensantes, a los que se suponía que quería incomodar pero resultaba que no tanto) era una cinta vibrante titulada Redacted (2007), muy medida y sin dejarse llevar por la técnica, por el formato, por lo meramente visual-. Y en medio de esta filmografía un tanto errática, de repente, el de Nueva Jersey aceptó trasladar a la gran pantalla un éxito televisivo que empezó a emitirse tres décadas antes –en concreto, en 1966-, una de esas series con legiones de admiradores nostálgicos, una adaptación a los nuevos tiempos pero respetando el espíritu lúdico y poco aparatoso de una producción que se basaba en el ingenio, en los actores, en los enigmas, en las atmósferas; así, Misión: Imposible (1996) supuso una gratísima sorpresa, un soplo de aire fresco, una victoria sobre otros productos similares apuntalada en el carisma de un actor que siempre parece tenga que pedir perdón por poseerlo (y por ser un intérprete de enjundia y versatilidad, por mucho que haya quien se lo siga negando a estas alturas), un guión muy rápido que no se detenía más de lo debido en explicaciones prolijas que tanto entorpecen y lastran el género en pantalla (confiaba en las convenciones aceptadas, en el conocimiento previo del público de este tipo de aventuras) y un director que jugaba sus cartas con pericia y soltura para lograr algunas de las secuencias más escalofriantes jamás vividas, auténticos hitos que se han convertido en históricos, momentos en que hasta las moscas se detenían y los chavales dejaban su algarabía y regocijo para contener el aliento.
   Tom Cruise vio el filón (como tantas veces, es otra de sus cualidades –no siempre acierta, por supuesto, pero no deja pasar la oportunidad de proporcionar entretenimiento-) y ha ido regresando cada cierto tiempo a lo que ya es una saga cinematográfica, una franquicia que planta cara sin rubor a la del agente secreto más famoso del mundo (ese con el que ya veremos qué sucede cuando el nuevo título por estrenarse próximamente demuestre que, aunque Sam Mendes es un director exquisito y de buen gusto, sin el sustento de Judi Dench como M, sin lo que esta gran actriz aportaba y las carencias que su presencia cubría, el nuevo Bond que ha supuesto Daniel Craig –en lo que a interpretación con matices se refiere- no es más que el mismo personaje arquetípico al que dieron vida otros, sin toda esa trascendencia que algunos han querido ver en lo que sigue siendo una serie hueca y repetitiva); aunque llegar al quinto título supuso tener que soportar la pirotecnia sin sentido ni freno de John Woo (una de esas grandes promesas que nunca llegan a nada, artificioso y rocambolesco, saturando cada fotograma de explosiones, estridencias y fogonazos) y la clamorosa decepción que supuso el desembarco de J. J. Abrams (quien, por fortuna, parece haberse encarrillado y graduado con honores en las lides cinematográficas gracias a Super 8 (2011) y su incorporación a otra saga, la de Star Trek –y a la espera de saber qué ha hecho con la madre de todas las sagas, es decir, Star Wars, en la que tantas esperanzas se tienen depositadas-). Por fortuna, cuando todo hacía pensar que la deriva sería la misma, Brad Bird regresó por los fueros de la primera entrega con Misión imposible: Protocolo fantasma (2011), una película que no tenía ningún complejo en ser una de acción de las de siempre, dibujando una trama fácil de seguir y aprovechando los lugares comunes del género en su beneficio, consiguiendo una de las secuencias más vertiginosas (en el sentido más literal del término) que puedan recordarse, de nuevo un momento en que la sala abarrotada enmudecía y perdía la noción del tiempo, en que todo el mundo se agarraba a la butaca para no caer, un prodigio de tempo narrativo y sin recurrir a efectismos ni montaje precipitado, todo lo contrario, mostrando los rostros de los actores, el escenario, todo lo que dramáticamente aumentaba el interés y la empatía de los espectadores.
   Y tal vez queriendo dar la oportunidad definitiva a Christopher McQuarrie (guionista de la fallida Valkiria (2008), adaptador de una novela de Lee Child y director de la inane Jack Reacher (2012) y uno de los tres escritores de Al filo del mañana (2014), un libreto –inspirado en una novela previa- que partía de una buena idea pero que no tenía un buen desarrollo, perdiendo la novedad en los primeros minutos y llegando a agotar la paciencia del público), Tom Cruise se puso en sus manos para la quinta aventura de Ethan Hunt y el resultado, sin llegar a la cumbre alcanzada por De Palma, está a la altura de lo conseguido en su revitalizante antecesora, perdiendo si acaso un poco de fuelle en los últimos minutos, una persecución muy bien rodada pero tal vez un tanto innecesaria o alargada porque anteriormente ha habido dos clímax esplendorosos, dos momentos prodigiosos que dejan chiquito el tramo final, (en realidad, tanto De Palma como Bird colocaban la mejor secuencia, aquella por la que la película siempre será recordada, bastante antes del colofón): el primero, con la Ópera de Viena como escenario, un claro homenaje al maestro Hitchcock, un alarde de montaje preciso, controlando la tensión, dando tiempo a que lo veamos todo, anticipemos movimientos, busquemos vías de escape, nos mantengamos pegados a lo que sucede en pantalla; el segundo, casi en silencio, en un tanque de agua, contando con la complicidad del espectador, sucediendo lo que uno puede imaginar pero no en el momento en que se cree va a pasar, haciéndonos contener la respiración por varias razones, narrando a la vieja usanza, con brío y contención a partes iguales, sabiendo equilibrar, demostrando que el oscarizado guionista de Sospechosos habituales (1995) está en plena forma. Tom Cruise sabe reírse de sí mismo, hacer su propia parodia con sutileza, como guiño al espectador, dejando clara una vez más su maestría en las escenas de acción a las que (más allá de si las filma él o recurre a dobles) dota de verismo, de humanidad, trasciende lo esquemático y rutinario, crea un héroe que importa y preocupa; junto a él, una competente Rebecca Ferguson, un sólido Jeremy Renner, la necesaria participación de Ving Rhames y un Simon Pegg totalmente alejado de su tono burlesco y cansino, de su sempiterno aire payasesco, una agradable diferencia con respecto a cintas anteriores que el actor saca adelante con habilidad. Con las cosas así, sólo queda desear y esperar una sexta entrega, por mucho que se haya anunciado que aquí terminaría todo (a Cruise le queda sin duda cuerda para rato –aunque no nos importa en absoluto que deje el género de acción un tanto de lado para regalarnos alguna de esas interpretaciones dramáticas que siempre minusvalorarán en determinados lugares pero que tantos admiradores tienen-).  

martes, 11 de agosto de 2015

"INSIDE OUT": CUESTIÓN DE EMOCIONES









TÍTULO ORIGINAL: Inside Out DIRECCIÓN: Pete Docter (con Ronaldo del Carmen como codirector) GUIÓN: Meg LeFauve, Josh Cooley, Pete Docter MÚSICA: Michael Giacchino MONTAJE: Kevin Nolting REPARTO (VOCES): Amy Poehler, Phyllis Smith, Richard Kind, Bill Hader, Lewis Black, Mindy Kaling

   Querámoslo o no, vivimos en un mundo tremendamente polarizado en el que están muy mal vistos los puntos intermedios, los comentarios que buscan ser ecuánimes, que rehúyen los radicalismos, que responden a un análisis concreto y no a generalidades; si se es admirador de éste resulta incompatible serlo de aquel y hay que demostrar una pasión inagotable, un amor incondicional, cualquier mínima crítica o reconocimiento de la nueva obra de un artista no nos ha gustado tanto como la anterior es considerado crimen de alta traición por aquellos que se dejan atrapar por el fanatismo más desaforado e intolerante (del mismo modo, líbrenos quien deba hacerlo de señalar que, en esta ocasión, nos gusta lo que ha hecho alguien al que hasta ahora despreciábamos o cuya trayectoria nos parecía insustancial, insoportable, prescindible o nos resultaba ajena). En ese sentido, Pixar llegó para ser utilizada como ariete contra Disney, derribando de un plumazo lo que esta compañía ha supuesto (y aún supone le pese a quien le pese) en la historia de la animación en particular, en la del cine en general, para volver a hacer lecturas muy interesadas de películas inocentes (o que tal vez no lo son, pero pensando en los espectadores infantiles como seres sin personalidad, sin un gusto propio –o instinto, es lo mismo- que van desarrollando y que les hace participar de ciertos argumentos y rechazar otros en el primer minuto, como si todos los que fuimos público en nuestra tierna edad de esos productos –unas cuantas generaciones- pensásemos igual o no discrepásemos del tratamiento de algunos personajes y/o temas –de nuevo, la necesidad de no generalizar, de analizar las diferentes facetas de una obra artística-, como si no fuésemos ejemplo de que la supuesta influencia nociva no es tal, que se puede ser inmune al discurso moralista, a la ideología que se desprende del universo Disney, nada ajena, por cierto, a la de muchos cuentos de hadas, fábulas y leyendas que lo conforman, historias que pertenecen al imaginario colectivo sin que aquellos niños a los que dormían con las mismas razonen o dejen de hacerlo en la misma dirección), aupando inmediatamente a la recién llegada a unas alturas que sólo empezó a merecer cuando demostró que Toy Story (1995) no había sido una casualidad, fruto del azar (o del esfuerzo que nadie niega y que es digno de encomio), una única muestra de talento (porque podía haberse quedado en eso –ahora es buen momento para recordar que, tras dejar con la boca abierta a propios y extraños, tras convencer a los más escépticos, tras el triunfo personal y artístico que supuso Blancanieves y los siete enanitos (1937), las siguientes producciones de Disney, las que hoy son clásicos indiscutibles como Pinocho (1940) o Dumbo (1941), no tuvieron el éxito esperado tras su esplendorosa irrupción en el largometraje de animación, lo que no hacía augurar un futuro muy prometedor para el que muchos seguían considerando un visionario sin cerebro-).
   John Lasseter, antiguo trabajador de la Disney (y siempre con el apoyo de ésta, amparado en el nombre, colaborando, aprovechándose mutuamente), logró sacar adelante el primer largometraje de animación creado totalmente por ordenador, rompiendo las taquillas de todo el mundo y logrando la hazaña de que su guión fuese candidato al Oscar (pero no conviene olvidar que, poco antes, puesto que aún no existía la categoría que premiaba la animación –como siempre, tardaron demasiado en crearla-, La bella y la bestia (1991), filme que supuso un antes y un después, una joya que nació clásica, un logro impresionante, había sido seleccionada como una de las cinco mejores cintas del año por la Academia); y, al igual que en los títulos que se sucedieron, hay mucho de Disney en Pixar (por un lado es inevitable: es la referencia, lo primero que viene a la cabeza, su implantación en la cultura popular es indiscutible), no en vano el filme exalta la amistad, la necesaria colaboración con los demás para alcanzar un logro que solos resulta imposible, el conocimiento de aquel que tildamos y alejamos por “diferente”, mensajes muy bien estructurados y diseminados a lo largo de la película que, por encima de todo, de ahí su éxito, es enormemente divertida y sabe hablar a cada tipo de público en el código correcto. Pero hubo algunos que en seguida quisieron ir más allá, especialmente para colgarse medallas y ponerse galones, hablando de “animación inteligente”, “para adultos”, “sin moralina”, calificativos que en tantas ocasiones sólo buscan que aquel que los utiliza demuestra su perspicacia, su capacidad intelectual, su estatus superior a la hora de reconocer aquello que, como puede verse, gusta a los niños porque sabe utilizar un idioma que ellos manejan y comparten (es decir, lo que Disney había hecho en infinidad de ocasiones: ahí está Tambor animando a Bambi a que se salte las reglas, Pepito Grillo debuta como conciencia y, por lo tanto, tiene dudas, comete errores, no sabe cómo actuar, es humanamente imperfecto, Baloo es un hedonista, un auténtico bon vivant, O´Malley utiliza la astucia del superviviente y enamora a toda una aristogata por su sencillez y honestidad, son personajes que muestran lo que en casa nos decían que era correcto y también lo contrario y cómo a veces tomar este camino es lo idóneo para solucionar los problemas –ya, ya, que al final siempre alguien decía “¿ves?, siendo bueno todo sale bien”, pero tus personajes favoritos seguían siendo los rebeldes, los alocados, los cachondos e incluso los malos, de los que te reías pero con los que algunas veces te solidarizabas-). Lo peor fue cuando Pixar se hizo rea de las críticas que la prestigiaban como algo diferente (que nadie niega, por cierto, sus aportes, aciertos y virtudes) y enfermó de éxito creyendo que todo le estaba permitido, repitiéndose hasta la saciedad sin recato (de hecho, de los seis proyectos que ha anunciado para los próximos años cuatro son secuelas), olvidando la frescura que convirtió en una fiesta Toy Story 2 (1999) –una segunda parte que supera en diversión, hallazgos y resultados a la primera-, Monsturos, S. A. (2001) o esa maravilla titulada Buscando a Nemo (2003), todas alentadas por lo que algunos llamarían “la moralina Disney” pero sin que nadie se la achacase (porque, como en tantos títulos citados, queda sepultada, matizada, disuelta en lo que verdaderamente importa, es decir, el espectáculo), desperdiciando buenas ideas por una ambición desmedida en ser esa “otra cosa” que algunos esperaban (así, a pesar del indudable taquillazo, ver con niños Los increíbles (2004) terminaba siendo un suplicio porque la película se perdía en vericuetos que la alargaban innecesariamente y reducían el ritmo, casi frenando en seco), más atentos a los cantos de sirena de la crítica que a las carcajadas del público, desprendiendo un tufillo prepotente y pretencioso que, por fortuna, quedó atrás en esa rara avis que es WALL.E (2008), cinta que sabía ganarse al público de todas las edades sin hacer ningún tipo de concesión, un prodigio que no ha sido superado.
   Y en estas llega Inside Out, que ha sido recibida desde el principio con todos los honores, que ha provocado elogios encendidos, que se ha analizado por todos sus ángulos, a la que se han buscado mil interpretaciones cuando, adoleciendo como otros títulos de la factoría de tener un brillante punto de partida que se estira demasiado (aunque, por fortuna, no es como Up (2009), un portentoso corto sin palabras de diez inolvidables minutos al que le sobra el resto), es, con la excepción de la muy divertida Brave (2012), el filme con menos ínfulas que ha entregado Pixar desde hace unos cuantos años (sin incluir en la nómina a Monstruos University (2013), simpática precuela a la que los palmeros habituales apenas dedicaron atención porque se supone que este tipo de productos comerciales no son dignos del revolucionario –dicho sin acritud- estudio). A través de emociones fácilmente reconocibles que cobran vida como personajes muy simpáticos, que crean empatía desde el primer momento, la película narra con acierto y mucha gracia cómo hemos de aprender (aunque nunca terminamos de hacerlo) a convivir con nuestros diferentes estados de ánimo, a equilibrarlos, a recurrir a todos, y lo hace con una estructura clásica de aventura, de peripecia, de viaje iniciático, explorando los vericuetos de nuestro interior, dando motivo para la sonrisa cómplice e incluso el reconocimiento avergonzado, sin que uno encuentre segundas lecturas, sin duda las hay (y siempre son válidas si están bien argumentadas), porque lo que prima es la historia en sí, cómo la alegría y la tristeza han de compartir espacio necesariamente, cómo es fantástico que haya factores que nos diferencien, cómo nadie es raro o ha de ser marginado porque posee características diferentes a las de la mayoría, mensajes bonitos y entrañables que uno extrae sin que se le impongan, mientras pasa un buen rato viendo la película (como es fácil comprobar, las líneas anteriores servirían para describir brevemente más de un filme salido de la Disney y eso no tiene por qué causar sonrojo o resultar incómodo).