martes, 19 de julio de 2016

"INFIERNO AZUL": LA ÚLTIMA OLA






TÍTULO ORIGINAL: The Shallows DIRECCIÓN: Jaume Collet-Serra GUIÓN: Anthony Jaswinski MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Flavio Martínez Labiano MONTAJE: Joel Negron REPARTO: Blake Lively, Óscar Jaenada, Angelo Jose, Lozano Corzo, Jose Manuel, Trujillo Salas, Brett Cullen, Sedona Legge

   Solemos hablar de claustrofobia cuando nos encontramos en un lugar cerrado no demasiado amplio en el que aire se va enviciando progresivamente y el oxígeno empieza a escasear (o, al menos, así lo siente la persona que no consigue refrenar esa sensación de angustia) o cuando nos sentimos apretujados en una multitud o cuando tenemos dificultades para encontrar la salida, hablando en términos muy generales; gracias al cine sabemos que no conviene sentarse de espaldas a la puerta de un local porque no veremos el rostro de quién se acerca a nuestra mesa ni las intenciones que parece albergar o que es muy práctico (e incluso salva vidas) hacer un repaso de las posibles vías de escape (las de emergencia así señalizadas o cualquier resquicio por el que escabullirse si vienen mal dadas o, sencillamente, queremos desaparecer a la mayor velocidad posible) cuando llegamos a un escenario que desconocemos. Pero existen directores capaces de transformar en opresivo, en trampa mortal, en una especie de puño virtual que se va cerrando atrapándonos y cuyos efectos de tal acción se experimentan en cuerpo y mente por mucho que la mano que se cierne sea invisible: así, sin irnos más lejos, lo demostró el gran Carlos Saura en una de sus obras maestras, La caza (1966), encerrando a sus personajes a pleno sol, a campo abierto, en medio de una naturaleza hostil y agreste que se muestra implacable con el extraño, desarrollando una metáfora que reflejaba la crueldad de la dictadura (y que, por supuesto, la censura no supo ni atisbar) y el modo en que ésta enclaustraba a las personas dentro de sí mismas, tal vez la reclusión más rigurosa que imaginarse pueda; una de las secuencias más escalofriantes que quien escribe recordará por siempre (y que en cada revisión vuelve a causar estragos) es aquella en que el maestro Hitchcock, con precisión de orfebre, midiendo el tempo con metrónomo, va llenando de pájaros una estructura erigida para que jueguen los alumnos de la cercana escuela mientras Tippi Hedren fuma indolente e inconsciente de la amenaza: por mucho que parezca que hay espacio y posibilidad de escapar, el hecho de que las aves se encuentren en su hábitat, con todo a su favor (y de que sean niños las víctimas), provoca más sudores y nerviosismo, más espanto que el hecho de que la protagonista sea hecha prisionera en una habitación (momento espantoso, no cabe duda, pero ahí en parte actúa el propio miedo de los animales buscando también un hueco para regresar al aire libre). Resulta imposible no recordar aquella joya del suspense, esa magnífica muestra de lo que es la tensión bien graduada y controlada, el modo en que Steven Spielberg supo (como los grandes clásicos: él empezaba a serlo ya en ese momento) exacerbar el miedo plausible, el verosímil, el que hunde sus raíces en lo cotidiano, el que irrumpe incontenible cuando nos sentimos vulnerables, cuando el enemigo tiene unas mandíbulas poderosas y un instinto asesino que sólo se sacia con sangre (y durante un tiempo concreto). Pero una de las cualidades de Infierno azul que conviene destacar desde el principio es que no intenta copiar Tiburón (1975) en ningún momento, más allá de recurrir a un escualo gigantesco voraz para que el espectador se quede anclado en la butaca (o quiera salir corriendo).
   Jaume Collet-Serra es un cineasta español afincado en EEUU desde que comenzó sus estudios en el área en que, se quiera o no, posee un cierto prestigio. Tras un debut un tanto polémico puesto que Paris Hilton figuraba en el reparto, aquella La casa de cera (2005) que provocaba más risas y/o bostezos que sustos, y su paso por ¡Gool 2! Viviendo el sueño (2007), centró su trabajo en el terror y el thriller, primero con La huérfana (2009), un pastiche lleno de referencias que no acababa de encontrar su propio camino, y después formando tándem con Liam Neeson al que ha dirigido en Sin identidad (2011), Non-Stop (Sin escalas) (2014) y Una noche para sobrevivir (2015). Haciendo un paréntesis en esa colaboración (que tendrá continuidad en The Commuter, su próximo proyecto conjunto), Collet-Serra presenta la que es su película mejor acabada y centrada, una sólida cinta de acción (aunque, paradójicamente, no cambie de escenario) con la dosis adecuada de inquietud, de adrenalina, de miedo ante lo (des)conocido, consiguiendo con soltura y sabiduría la implicación emocional de la platea porque va al grano sin hacer concesiones ni pretender descubrir la pólvora, transformando un paraje idílico de difícil acceso pero del que no parece complicado marcharse en una ratonera a cielo abierto, convirtiendo los pocos metros que separan a la protagonista de la orilla de la playa (es decir, de su salvación) en una distancia maratoniana, en un obstáculo insalvable, en una condena que se antoja inevitable. Haciendo un dibujo rápido y con apenas unos trazos, los suficientes para poder comprender el modo en que razona y tener una vaga idea de los conocimientos que posee y puede utilizar en la lucha desigual y a contrarreloj que se ve obligada a afrontar, el guión se muestra muy solvente a la hora de hacer verosímil el personaje principal (y casi único, compartiendo honores con un tiburón que, al modo en que hiciera legendario Spielberg, intuimos y tememos al presentirlo más que vemos), su destreza a la hora de improvisar y evitar males mayores en las heridas que sufre cuando intenta escapar, bondades de la escritura de Anthony Jaswinski que se vendría debajo de no haber recaído el peso de la cinta sobre los hombros de una Blake Lively que despliega carisma, contundencia, una intérprete que preocupa al público, cuyo destino interesa y se comparte durante las horas angustiosas que el filme refleja con acierto y autenticidad al no recurrir a truculencias, a efectos de cámara, a virguerías visuales que vacíen de contenido (el imprescindible, ¿para qué más? ¿Por qué tienen que justificarse las películas que sólo buscan -¡Como si fuese poco!- entretener) la peripecia.
   Es posible que haya espectadores que, por el hecho de estar también dirigida por un español (Rodrigo Cortés) y porque transcurre -esa sí- en un único espacio cerrado (un ataúd), evoquen Buried (2010) durante la proyección de Infierno azul, tal vez sin saber que en la vida real ambas cintas poseen lazos muy estrechos, puesto que Blake Lively es la esposa de Ryan Reynolds, protagonista sin otro compañero en pantalla de aquella película. Y el caso es que, más allá de esta circunstancia que, si se quiere, es más propia de las notas de sociedad que de un análisis meramente cinematográfico, puede traerse a colación Buried como ejemplo del modo en que la grandilocuencia, la soberbia, la pretensión de estilo de un narrador anula las potencialidades de una obra, no provocando ni una respiración acelerada ni un espasmo de desazón en alguien que, como un servidor, siente ahogo en un ascensor cuando va demasiado lleno y su subida resulta lenta, mientras que Collet-Serra consigue que su amenaza sea real con los mínimos elementos, sin atosigar más de la cuenta, sin forzar, confiando en el material que maneja, dejando que la actitud implacable del depredador se adueñe de la pantalla y el cerco se vaya estrechando, poniendo el acento en el factor humano, o sea, en la actriz, en esa Blake Lively que demuestra sus múltiples cualidades (sólo es necesario ver su rostro para horrorizarse ante lo que está mirando, lo que sus ojos expresan y dejan patente sin necesidad de un momento sanguinolento que rompa el clímax por evidente -y como el cineasta nos deja imaginarlo, el pánico se dispara sin freno-), su altísima capacidad para generar empatía (tal vez afianzada, a otro nivel, gracias a su participación en la exitosa serie Gossip Girl (2007-2012), triunfo televisivo que la convirtió en estrella). Por encima de todo, Infierno azul es un espléndido entretenimiento que consigue algo que, por desgracia, escasea de un tiempo a esta parte: no se consulta el reloj durante su visionado (y es que, además, apenas dura 90 minutos y esa condensación ayuda a que la atmósfera sea a ratos aún más irrespirable).  

domingo, 17 de julio de 2016

"PREMONICIÓN": LO PREVISIBLE






TÍTULO ORIGINAL: Solace DIRECCIÓN: Afonso Poyart GUIÓN: Sean Bailey, Ted Griffin MÚSICA: BT FOTOGRAFÍA: Brendan Galvin MONTAJE: Lucas Gonzaga REPARTO: Anthony Hopkins, Jeffrey Dean Morgan, Abbie Cornish, Colin Farrell, Matt Gerald, Marley Shelton, Jose Pablo Cantillo

   Hace unos meses, Javier Cercas reflexionaba en un artículo sobre qué supone ser una mosca cojonera, partiendo de una frase del gran José Saramago en la que el premio Nobel afirmaba que todo intelectual que quiera preciarse de tal y merecer ese nombre debe procurar ser una mosca cojonera, es decir, no plegarse a lo que viene dictaminado por otros, emplear la dialéctica, el propio pensamiento, el conocimiento adquirido por la experiencia, no conformarse con lo primero que sabemos, mantenerse despierto y prevenido. Abundando en cómo responder a las cualidades que sancionaba como tales el maestro portugués, el autor de Soldados de Salamina decía en un momento de su escrito que la mosca cojonera debe “tener ideas, no ocurrencias”; aun comprendiendo el alcance y significado de las palabras de Cercas, no deja de resultar curioso que una de las acepciones que el DRAE recoge al definir “idea” sea, precisamente, “ocurrencia”, como si ambos vocablos fuesen sinónimos, y sin duda lo son en alguna ocasión, puesto que “idea” es polisémica o, cuando menos, admite diferentes matices, pero tanto en lo que Cercas expone (al menos, así quiere uno interpretarlo) como en lo que interesa al presente texto, nos quedaremos con lo que pone el acento en la “idea” como acicate, como aporte, como reflexión, como cimiento sobre el que construir, como “conocimiento puro, racional, debido a las naturales condiciones del ser humano” y reduciremos la “ocurrencia” a, tal y como señala el diccionario, la “idea inesperada, pensamiento, dicho agudo u original que ocurre a la imaginación”, algo que brota, que puede tener enjundia, miga, chispa, pero al poco tiempo pierde su fuelle, su ímpetu, su fuerza (si es que los tuvo: abundan en las redes sociales -y en la vida- frases inanes que los que las profieren -o plagian- pretenden dotar de trascendencia). Suele ocurrir que muchas narraciones parten de una ocurrencia ingeniosa, interesante u original (por mucho que pueda tener numerosos referentes), al menos en su planteamiento, en su formulación, una “idea” en el sentido de ”plan y disposición que se ordena en la imaginación para la formación de una obra”, pero su desarrollo da como resultado un relato decepcionante, torpe, rutinario, incoherente, muy lejano a lo que ese origen hizo prever. Sin irnos a otros géneros (aunque aún tenemos reciente el despropósito -y muy especialmente el aburrimiento sufrido- en que se convirtió, al menos cinematográficamente, la a priori curiosa idea de contar una de las historias de Jane Austen -Orgullo y prejuicio- con el aderezo de zombis a granel), es el policiaco (en su más amplia acepción) el terreno en que más tropezamos con buenos arranques, interesantes puntos de partida, interrogantes inquietantes que pocas páginas (o minutos de proyección) después embarrancan sin remedio en lo tópico, lo obvio, lo delirante, lo inverosímil (incluso aunque se tenga manga ancha a la hora de aceptar determinados códigos), desarrollos que muchas veces se limitan a dar vueltas a lo mismo o a emborronar la trama, a acumular detalles sin sentido, a intentar vender el trampantojo con más o menos pericia, en general con acabados romos, precipitados, forzados, incongruentes, tramposos, que no encajan o cifrándolo todo a una supuesta sorpresa (que a veces no resulta tal) que se viene abajo en cuanto el espectador recapacita e intenta seguir la lógica de los hechos narrados (o abusando de un final abierto, con puntos suspensivos, que no camufla lo fundamental: el autor no sabía por qué camino tirar y eligió el de en medio).
   Lo más positivo que puede decirse de Premonición (más allá de la obviedad y reiteración del título que le han endilgado en castellano -son varios los filmes que se han llamado así en su estreno en España y, curiosamente, el único que es homónimo en inglés (Premonition de 2007, protagonizado por Sandra Bullock) fue bautizado como Premonition – 7 días tal vez para no mover a equívocos-), cabe destacar que el filme que nos ocupa no engaña en su planteamiento: un policial más o menos clásico con tintes sobrenaturales, ya hemos visto unos cuantos (de los primeros sobre todo, también de los que recurren a lo que aparece más allá de nuestro entendimiento), pero se muestra honesto en no presentarse como revolucionario ni innovador. Pero sólo hacen falta unos cuantos minutos para percibir que Afonso Poyart, un director brasileño recién desembarcado en Hollywood aportando como única referencia su ópera prima 2 Coelhos (2012), no parece pensar lo mismo y quiere imprimir su sello, dejar su huella, es decir, copiar mal un estilo plagado de adrenalina, convocador de atmósferas ominosas, una constante inyección de tensión que en sus manos se convierte en planos abruptos, montaje hecho a hachazos, sobresaltando por lo efectista, por el modo abrupto en que irrumpen las imágenes, confundiendo velocidad con apresuramiento, vértigo con atropello, nerviosismo con atolondramiento, filmando un mal capítulo de una serie televisiva que no cuide demasiado su aspecto (hay episodios de cualquiera de las franquicias de CSI o Ley y orden mejor rodados, implacables en su ritmo, frenéticos al saber dosificar la caída de la siguiente pieza de dominó). Por otro lado, el pretendido misterio, las supuestas sorpresas, las revelaciones más inesperadas no son tales para cualquier conocedor del género -ya no digamos si ha visto en algún momento la estupenda Médium (2005-2011) con la que Patricia Arquette recuperó en televisión un perdido prestigio que le permitió alzarse con un Oscar por su aparición en Boyhood (2014)-, y ese es un lastre del que las historias bien armadas y narradas suelen desprenderse porque consiguen interesar por cómo se desarrollan, da igual que intuyamos o conozcamos de sobra el desenlace, pero como en esta ocasión el ritmo no existe puesto que se trata de que esta imagen aparezca superponiéndose a otra y que la sucesión de golpes, zumbidos y percusiones desaforadas a que han llamado banda sonora sobresalten por el alto volumen utilizado. Además, los títulos de crédito cuentan más de lo que deberían, puesto que al anunciar la presencia de cierto actor muy popular, quien más, quien menos, todo el mundo empieza a vislumbrar su cometido en la cinta según avanza el metraje, lo que ayuda a ir atando cabos antes de lo que sería deseable (tampoco es que haya demasiado que unir, pero si encima lo ponen tan fácil); podían aprender, ahí sí, de muchas series de televisión en la que los nombres de algunos actores no aparecen hasta los créditos de salida si así conviene para no reventar la sorpresa (se ha hecho, por ejemplo, en Falcon Crest y seriales similares o en Expediente X).
   Por lo tanto, todo queda en el carisma y oficio de los actores, aunque muy poco pueden hacer con esos roles prototípicos sin matices ni profundidad: es lastimoso ver al grandísimo actor Anthony Hopkins recurrir sin idoneidad ni acierto a la enésima repetición de algunas de las características con las que construyó el personaje que le hizo inmortal y merecedor de un Oscar como protagonista por apenas dieciséis inolvidables minutos en pantalla en aquella obra magna que para siempre será El silencio de los corderos (1991), comprobar cómo no parece quedar rastro del hieratismo que conmovía en Lo que queda del día o de la sensibilidad a flor de piel que destilaba en Tierras de penumbra (1993), cómo toma la senda más fácil para hacer caja tomando el nombre del doctor Lecter en vano; el poderío físico de Jeffrey Dean Morgan queda muy limitado y refrenado, mientras que Abbie Cornish apenas puede esbozar la delicadeza interpretativa de que hizo gala en la estupenda Bright Star (2009) y Colin Farrell, como suele ser habitual, repite tics, muecas e inflexiones de voz. Al querer ser tan diferente en su acabado, en su desarrollo, en su modo de ser contada, Premonición olvida su mejor baza: la de asentarse sobre bases firmes y probadas para ser una estimulante muestra de un género que, precisamente, sigue cautivando adeptos por manejar un código y unas convenciones fácilmente reconocibles, un género en el que la mayor transgresión está en contar lo de siempre pero sin que lo parezca, consiguiendo la complicidad del público, no sus bostezos o sus meneos de cabeza, no su decepción, no provocándole la sensación de haber sido estafado.

jueves, 14 de julio de 2016

"MI AMIGO EL GIGANTE": NO TENGO EDAD (¿O SÍ?)



TÍTULO ORIGINAL: The BFG DIRECCIÓN: Steven Spielberg GUIÓN: Melissa Mathison (basado en el libro The Big Friendly Giant de Roald Dahl) MÚSICA: John Williams FOTOGRAFÍA: Janusz Kaminsky MONTAJE: Michael Kahn REPARTO: Mark Rylance, Ruby Barnhill, Jemaine Clement, Bill Hader, Rebecca Hall, Penelope Wilton, Rafe Spall

   Dentro de ese hábito por querer tenerlo etiquetado absolutamente todo, creando categorías que se pretenden inamovibles y sin posibilidad de evolucionar o servir de abono para otras que supongan variaciones sobre lo estipulado, siempre han aparecido voces que intentan salvaguardar a la infancia, a los jóvenes, a los que están formándose (¡Como si uno dejase de aprender! ¡Que lo digan, por ejemplo, Goya o Solón de Atenas!), a los que consideran incapacitados (cuando no inferiores) para comprender un contenido que sólo debe ser disfrutado por adultos (aunque habría mucho que matizar sobre la idoneidad del término según a quien se aplique -el número de años vividos sólo es eso, no otorga un mayor conocimiento, una mayor capacidad de discernimiento, un juicio más sólido y ecuánime-). Por este motivo se intentan trazar fronteras firmes entre lo que es “infantil” y lo que es “para mayores” (en este caso, las comillas sirven para incorporar un cierto retintín, una cierta burla, un tono marcadamente peyorativo para indicar aquello que confunde términos -ya que existen, utilicémoslos con la mayor propiedad posible-, trivializando la seriedad y aplicación que un creador debe tener a la hora de producir algo dirigido específicamente a los niños o pensando que lo adulto se ciñe a la cuestión sexual); sin entrar en un debate que da para mucho y excede el objeto del presente escrito, es fácilmente comprensible que hay obras de arte que sólo pueden apreciarse y valorarse en su complejidad y totalidad gracias a la experiencia, los estudios, el bagaje, pero del mismo modo hay otras que, por aceptar diferentes lecturas, por no causar “daños irreparables en mentes inocentes” (esos que hay quien intenta exorcizar persignándose de manera compulsiva y elevando plegarias desesperadas a cualquiera que pueda impedirlo), porque la interpretación y percepción que de ellas se extraigan dependen de los códigos que cada espectador posea, pueden ser conocidas por receptores de edades muy diversas. ¿Por qué los Muppets -esos que en España llamamos durante mucho tiempo Los Teleñecos- no pierden fans, todo lo contrario, según estos van cumpliendo años? ¿Por qué los grandes clásicos de Disney son imbatibles? ¿Por qué el ogro Shrek o el pez Nemo -no digamos Asno y Dory- son personajes queridos por el público más variopinto? Precisamente porque han sabido aunar con enorme sencillez elementos de enganche con casi cualquier tipo de espectador, más allá de la fecha que aparezca en su DNI (eso, si tiene edad suficiente para tenerlo).
   Uno de los escritores que con más acierto y talento ha sabido hablar a los niños como a iguales, creando historias que, al mismo tiempo, divierten y entretienen a los mayores, respetando la estructura de los cuentos clásicos pero incorporando detalles que implican a los padres, tíos, abuelos, hermanos mayores (esos que, al releerlo con los pequeños, perciben los cambios que el texto experimenta, el modo en que asuntos que pasaron desapercibidos cobran significado o adquieren relevancia), es el escritor británico Roald Dahl, autor también de narraciones destinadas en concreto a los adultos, poseedor de una prosa diáfana y expresiva que, llegado el punto, sabe volverse tenebrosa y ambigua, combinando a la perfección los tonos para no perturbar más de lo debido, consiguiendo la complicidad del lector y dándole libertad para encarar la lectura del modo que desee. Steven Spielberg ha tenido que aguantar mucho tiempo que se le considerase un director para el público infantil, sigue habiendo muchos que le restan autoría, seriedad, capacidades (también hay algunos que, de repente, tras años de negarle el pan y la sal, cuando les ha convenido y por una película en concreto -la fría y bastante fallida El puente de los espías (2015), que al basarse en un guión de los hermanos Coen entra en una categoría diferente para los que viven de apariencias e imposturas-, han sido varios los que de repente sólo cantan excelencias sobre el cineasta, recuerdan sus múltiples obras maestras, a las que ahora consideran de ese modo como si no existiesen hemerotecas e historiales en las redes sociales que deberían servir para que ningún medio de comunicación que se considere mínimamente responsable de lo que publica contase con ellos), no importaba que Loca evasión (1974), Tiburón (1975), Encuentros en la tercera fase (1977) o El color púrpura (1985) fuesen, claramente, productos muy adultos, daba igual que En busca del arca perdida (1981) y sus secuelas o Parque Jurásico (1993) recaudasen millones en todo el mundo sin necesidad de tener que llevar un niño a la sala para justificar nuestra presencia en la misma, nadie parecía comprender que E. T. El extraterrestre (1982), el film culpable de la etiqueta por la que Spielberg tenía que pedir continuamente perdón (como si, por otro lado, fuese algo negativo dedicarse a los espectadores más jóvenes), la historia de Elliot y su amigo llegado de otro planeta provocaba entusiasmo, asombro, lágrimas y carcajadas en los chavales y en los padres, en cualquiera con sensibilidad para dejarse atrapar por una historia que abogaba por la diversidad, por el respeto, por la convivencia, por el entendimiento. Aunque ha tardado tiempo en suceder, era lógico que en algún momento los caminos de Dahl y Spielberg se cruzasen y que, además, la firma de Melissa Mathison rubricase la unión.
   En muchas ocasiones, el cineasta contó que su idea sobre la amistad entre un chaval y un extraterrestre se le venía se le venía abajo en cada intento hasta que Mathisson se involucró en el proyecto y supo armar un guión sencillo cuya mayor baza es la naturalidad y cuyo mejor ingrediente es la humanidad que destila sin necesidad de moralejas forzadas. Es indudable el paralelismo entre aquella cinta y el material original de Dahl (ambos, entre otras cosas, comparten la honestidad de no pretender descubrir nada, todo lo contrario), por eso Spielberg puso en manos de la guionista la traslación a imágenes del libro que en España se publicó como El gran gigante bonachón (ahora ya reeditado con el título de la película), trabajo que sería el último llevado a cabo por Mathisson antes de fallecer el pasado mes de noviembre. Aunque el éxito ha acompañado a adaptaciones previas (tanto en cine como en teatro), el universo de Roald Dahl es difícil de plasmar en su totalidad, suele quedar reducido a lo más básico e infantil en el peor sentido del término, pierde fuerza y frescura: si Danny DeVito lo hizo aparecer como una sucesión de chistes sin demasiada gracia en Matilda (1996), Tim Burton fracasó estrepitosamente en Charlie y la fábrica de chocolate (2005) puesto que logró un espectáculo colorido y atractivo, pero vacío y carente de emoción -sin su presupuesto ni posibilidades técnicas, Mel Stuart fue más fiel y conservó las esencias de Dahl en Un mundo de fantasía (1971), con un sorprendente Gene Wilder como Willy Wonka-, ambos títulos se han convertido en musicales en el West End londinense pero, a pesar del lógico éxito en un país en que el autor es lectura imprescindible, a pesar de la brillantez de determinados números, a pesar de -sobre todo Matilda-mantenerse en cartelera varias temporadas, no han traspasado la batería, no tienen canciones que vayan a quedar en la historia. Mathisson sortea con cierta facilidad los primeros escollos, nos mete en situación, narra con sencillez, sigue fielmente el modo de contar de Dahl, pero no consigue evitar que, llegado cierto punto, algunas secuencias se alarguen innecesariamente y el metraje parezca excesivo. Por fortuna, Spielberg pone toda la maquinaria en funcionamiento durante el tramo final para que el espectáculo esté servido y la cinta retome el vuelo, poniendo, como tantas veces, los efectos especiales al servicio de la historia, usándolos sin recato porque así se precisa pero sin abusos ni rimbombancias, apoyado en un libreto que, tal y como sucede en el original literario, no trata de adoctrinar ni de moralizar.
   Mark Rylance, el señor capaz de inyectar veracidad y hondura a la gelidez de los Coen (volvemos a El puente de los espías, su muy merecido Oscar como actor secundario en la última edición de los premios), el intérprete que, fuera del Reino Unido y de los amantes del teatro, apenas era conocido hasta que Spielberg puso sus ojos y confianza en él (aunque la miniserie de televisión Wolf Hall, en la que interpreta un espléndido Thomas Cromwell, ha compartido honores en el tiempo con la película citada), vuelve a dejar clara su categoría, su capacidad para emocionar desde la aparente imperturbabilidad (en realidad, apenas cambia el gesto: trabaja las corrientes subterráneas, lo muy sutil, va acumulando sin que se perciba hasta que los efectos se notan en el patio de butacas), olvidamos que estamos viendo el resultado de una interpretación procesada, matizada, capturada, completada a través de un ordenador (o de muchos), el prodigioso y puntilloso trabajo del equipo de efectos especiales (y de otros departamentos técnicos) permite, consiente y coadyuva a que el rostro de Mark Rylance no pierda humanidad, a que el gigante (y su mundo) parezca real, a que no nos extrañe su aparición, como le sucede a la niña protagonista, Sophie (una estupenda Ruby Barnhill), que no en vano es una grandísima lectora, como también lo era Matilda (es toda una declaración de intenciones, un reconocimiento al maestro, un ponerse bajo sus auspicios, que esté leyendo Nicholas Nickleby cuando el gigante se la lleva), de ahí que no se haga preguntas inútiles y se limite a querer comprender. Ver en pantalla a la siempre eficiente Penelope Wilton (en una simpática encarnación de Isabel II) siempre es gratificante y más cuando forma una curiosa y bien acoplada pareja con Rebecca Hall en algunos de esos momentos que Dahl incluye como guiño al público adulto aunque integrados de tal forma en el tono original que los niños los reciben con algarabía y sin desconectar. A pesar de ciertas arritmias ya señaladas, Spielberg demuestra una vez su solvencia como narrador, su maestría sin recurrir a extravagancias o reclamaciones fuera de lugar, él sabe que ciertas estructuras nunca van a sufrir los efectos del tiempo y la carcoma, no hace falta inventar nada, tan sólo ser fiel a lo que funciona sin volverse rutinario o repetitivo (y, a pesar de las semejanzas con E. T., al fin y al cabo esos son los asuntos que más le interesan, ahí está la voz de un autor, el cineasta no cae jamás en el error del mimetismo).