domingo, 24 de abril de 2016

"LA TÍA TULA": HOMENAJE A MIGUEL PICAZO






   Si nos ponemos muy estrictos, hablando con trascendencia, dando cuenta de lo que ya se ha convertido en inmortal, de lo que ha de ser calificado con toda justicia como histórico, como título referencial e ineludible a la hora del estudio de un arte, a la hora de retratar una época, en el momento de cerrar el capítulo vital de un creador, Miguel Picazo sólo dirigió una película (en realidad, apenas cinco), pero La tía Tula justifica por sí sola todos los parabienes, la categoría de maestro, homenajes inacabables. Una ópera prima rodada a las 37 años que deja en pañales filmografías completas de otros que ocupan un lugar de privilegio en la memoria colectiva y, sobre todo, en los tratados de los sancionados como expertos, una excelencia sin adornos ni afectación que continúa resultando revolucionaria, explosiva, sorprendente, innovadora, un huracán que socava los cimientos de un Régimen sin que éste se dé cuenta, un grito que sigue sobrecogiendo y que aún debemos elevarse, una obra con múltiples virtudes que no pierden vigencia ni brillo y que se ponen en valor con cada revisión. Por eso, en el momento de despedirnos de Miguel Picazo, regresemos a La tía Tula, a ese filme que siempre hablará en presente, que mantendrá vivo al cineasta, que atrapa al espectador sin darle tregua, una absoluta joya que, ya en el primer listado que tantas variaciones sufrió durante la preparación y redacción del libro, Pablo Vilaboy y un servidor siempre tuvimos claro debía formar parte de lo que fue Madres de película, un análisis del modo en que la maternidad ha ocupado un lugar central en la historia del cine, un estudio que hubiese quedado cojo de haber dejado fuera a Tula, aquella que, desde las páginas de Miguel de Unamuno, Miguel Picazo convirtió en personaje inolvidable. Lo que sigue es una transcripción literal del capítulo que dedicamos a La tía Tula, la madre sustituta:


   “Al fin, Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su congoja al padre Álvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque esta mujer había rehuido siempre ser dirigida y menos por un hombre. Sus normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las había formado ella con lo que oía a su alrededor, y con lo que leía, pero las interpretaba a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana, explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la que admiraba. “Si te hicieses monja –solía decirle- llegarías a ser otra Santa Teresa… ¡Qué cosas se te ocurren, hija”…” Y otras veces: “Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo sé… no lo sé… porque no es posible que te lo inspire el ángel de tu guarda, pero eso me suena así como a… ¡qué sé yo!...” Y ella le contestaba riendo: “Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar”. Pero, ¿quién pone barreras al pensamiento?
   Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan; pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. “¿No es esto orgullo?”, se preguntaba”.
   Los párrafos anteriores, salidos de la pluma de Miguel de Unamuno, son el introito más adecuado para acercarnos a la figura cinematográfica de la tía Tula que, aunque se aleja mucho de la literaria en intenciones y destino, sí toma de su referente ese orgullo por ser la madre perfecta, la única posible, su empeño en usurpar el papel de su hermana sin que lo parezca, su manera de manipular y encauzar como a ella mejor le conviene los sentimientos de los demás, su predilección por mantener un continuo tira y afloja con sus pasiones para demostrarse y demostrar que es capaz de contenerlas, su coqueteo con las tentaciones para regodearse en su triunfo sin ser consciente (o siéndolo, pero obviando los resultados) de la devastación que provoca en ella y en los que la rodean, apareciendo ante sus vecinos como una mujer abnegada, entregada, pía, modelo de perfección. Al situar en la actualidad del momento del rodaje la historia que Unamuno publicó en 1921, Miguel Picazo pudo, con toda la sutileza necesaria para sortear los embates de la censura (que, ciega a todo lo que no resultase obvio, declaró la cinta “de especial interés”), radiografiar y criticar lo que era común en España, especialmente en ciudades pequeñas –aunque tampoco las grandes se libraban de esta lacra- y pueblos: el miedo permanente al qué dirán que cercenaba de raíz cualquier comportamiento que colisionase con la moral dominante, un estado confesional en el cual la religión actuaba como vara de medir, como elemento represivo, condicionando la cotidianidad y la privacidad de cada hogar, el papel secundario otorgado a la mujer, relegada a las tareas de casa y condenada a la soltería si no aceptaba los requiebros del primero que se fijase en ella. Tula (Aurora Bautista) prometió a su hermana en la cabecera de su lecho de muerte que atendería a su marido, Ramiro (Carlos Estrada), y sus dos hijos, Ramirín (Carlos S. Jiménez) y Tulita (Mari Loli Cobo) y así lo cumple acogiendo a los tres en su casa, volcándose desde el primer día para que los niños apenas noten la ausencia de su madre, haciéndose necesaria, dejándose querer, imponiendo su criterio, apareciendo ante los ojos de su cuñado como una santa que, además, es la única mujer cercana.
   Aunque Unamuno emparentaba a su heroína con don Quijote y Santa Teresa (en la novela lo espiritual, lo que señalan las Escrituras, la religiosidad de la mujer están presentes casi en cada página), la tía Tula de Miguel Picazo es mucho más terrenal, más carnal, más femenina, aunque su modo de entender la fe, lo que ella vive como un permanente sacrificio, defina sus comportamientos: es una mujer prisionera de lo que considera correcto, que encuentra sucios sus propios anhelos, aunque no los reconoce para reprochárselos a Ramiro (“Me molestas andando por la casa sin ponerte la chaqueta del pijama”), negándose a contraer matrimonio con él (“No me caso para no tener que aguantar a un hombre”, “¡Mi hermana!”, exclama ante una de las varias proposiciones que de él recibe), ignorando el honesto cariño que le ofrece un pretendiente (al que critica por seguirla a distancia y del que hacen burla sus amigas), acudiendo al padre Álvarez (José María Prada), sólo para reforzar sus pensamientos, otorgándose ella misma el perdón: tras un forcejeo bastante violento con Ramiro, que la besa y manosea hasta que ella logra escapar, el confesor piensa que la mejor solución es el matrimonio, para evitar habladurías y pecados, pero Tula se mantiene en sus trece y cuando el sacerdote le advierte que “no querer es soberbia”, ella replica que es “respeto de mí misma”. Si bien es cierto que todo lo hace por sus sobrinos (aunque mima mucho más a la niña que al niño), se percibe que, en realidad, nada sería igual de no poder exhibir esta entrega y de no tener que mantener a raya la atracción latente entre ella y Ramiro que otorga a toda la película un sentimiento de opresión, de ahogo, de pugna interior que enrarece y perturba la relación de los dos personajes, enriqueciendo el material original (en el que Unamuno deja claro que Ramiro se casó con Rosa, sólo porque Tula se lo impuso, ignorando la atracción que él sentía por ella).
   Aurora Bautista, alejada de sus habituales histrionismo y exhibición exagerada de su vena dramática –que no le impidieron demostrar su magisterio en cintas como Locura de amor (1948) o Pequeñeces (1950) y que demostraría una espléndida madurez en Extramuros (1985), de nuevo a las órdenes de Picazo, y Divinas palabras (1987)-, logra la mejor interpretación de su carrera por su forma de alternar sofocos, enfurruñamientos y lágrimas con miradas cargadas de intención (sus ojos clavados en la nuca de Ramiro cuentan el infierno cuyas llamas ella misma alienta), con desasosiegos inesperados (busca el encuentro con el cuerpo de su cuñado pero si él se acerca más de lo debido y la roza, ella corre a lavarse las manos para borrar la huella del pecado), con un amor desaforado y doloroso por sus sobrinos a los que reprende en demasía, mima sin contención y abraza excesivamente, trasladando sus contradicciones y bruscos cambios de humor a las criaturas; el mísero universo de una mujer como Tula queda perfectamente reflejado en la fiesta en la que despiden a una amiga del pueblo que se marcha a Venezuela tras contraer matrimonio por poderes: la inocente jovialidad de Laly Soldevila, la frescura de Margarita Calahorra y la lucidez etílica de Irene Gutiérrez Caba (su “nosotras no nos casamos” explica todo sin necesidad de decir nada más) resumen a la perfección lo que era moneda corriente en ese momento.
  Pero Ramiro deja embarazada a una joven pariente, Paquita (Enriqueta Carballeira), y tendrá que cumplir casándose con ella; cuando Tula sepa la noticia se avergonzará (“Con una niña…”), no querrá mirarle a los ojos y no asumirá sus culpas (“¡Qué me vas a querer! ¡Vete!”), aferrándose a los niños como su único tesoro (“No te los llevarás”), teniendo que dar su brazo a torcer porque, al fin y al cabo, ella es tan sólo la tía. Al despedir a la familia en la estación del tren, da instrucciones precisas de lo que Ramirín y Tulita deben comer durante el viaje, cuando Paquita va a besarla ella aparta la cara en un gesto espontáneo que demuestra a quién condena por lo sucedido; mientras los críos lloran desconsolados, Tula (que, en realidad, apenas los mira) exige a su cuñado que los lleve cada año el día de los Santos para que “los niños vengan a ver a su madre” (frase que más parece dedicada a ella que a su hermana) y, mientras el tren se aleja, queda en el andén, un tanto hiposa, como una cariátide, replegada en su orgullo, doliéndose lo justo, para terminar musitando “Ramiro”. Ésa es la tía Tula, demasiado perfecta para ser humana.

sábado, 16 de abril de 2016

"CAROL": EXQUISITEZ EMOCIONANTE





TÍTULO ORIGINAL: Carol DIRECCIÓN: Todd Haynes GUIÓN: Phyllis Nagy (basado en la novela homónina de Patricia Highsmith) MÚSICA: Carter Burwell FOTOGRAFÍA: Edward Lachman MONTAJE: Affonso Gonçalves REPARTO: Cate Blanchett, Rooney Mara, Sarah Paulson, Kyle Chandler, John Magaro, Jake Lacy

   Hay obras de arte con las que uno establece una conexión inmediata y que se percibe duradera, imprescindible e inquebrantable ya desde el primer momento, películas (puesto que eso es lo que nos convoca, concretemos) que nos inundan, nos invaden, se apoderan de nosotros desde la primera secuencia, que nos llegan muy adentro (sea por la razón que sea) desde los títulos de crédito, que nos atrapan y cautivan antes de haberse hecho realidad en un visionado completo, que se transforman en parte fundamental de nuestro bagaje como espectadores, que adquieren la categoría de favoritas sin discusión, que nos parecen “de toda la vida” (y lo son para siempre) aunque sólo haga minutos que terminó la proyección, en realidad es una sensación que se ha instalado en nosotros durante la misma y que no ha hecho sino materializarse y afianzarse según hemos consumido fotogramas (aunque ya no existan como tales -uno es antiguo y nostálgico por elección-). Puede ser que este éxtasis, esta revelación, esta realidad (acepta muchas definiciones, cada cual tendrá la suya, pero el que la ha experimentado la reconoce e identifica como similar a la propia por mucho que sea algo muy personal y profundo -y, si se quiere, intransferible, pero sí comparable, equiparable, melliza de la de otros-), puede ser que esta emoción haya estado precedida por las buenas expectativas provocadas por un proyecto, por unos creadores, por unos nombres a las que se rinde culto y se tributa respeto y admiración o que el factor sorpresa haya tenido mucho que ver con ese a modo de epifanía estremecedor e inapelable que nos transforma y enriquece (lamento que a alguien pueda sonarle cursi o exagerado o incluso estúpido, tal vez es que nunca se ha dejado conmover por el arte, tal vez ha adormecido su sensibilidad -quiero creer que todo el mundo la posee en mayor o menor grado, aunque haya quien se empeñe en demostrar lo contrario-), sea como sea, como bien dijo Lope de Vega, “el que lo probó, lo sabe”, y cada uno lleva grabado con tinta indeleble el momento en que aquello le sucedió con, por ejemplo, Matar un ruiseñor (1962), El color púrpura (1985), Cuando vuelvas a mi lado (1999) o Volver (2006).
   En el caso de Carol, las expectativas estaban en lo alto por muchas razones, pero precisamente ese detalle (nada baladí) iba haciendo que el miedo a la decepción se agrandase e incluso atenazase el ánimo en el momento de, por fin, ocupar una butaca frente a la pantalla para conocer el nuevo trabajo de Todd Haynes, nombre que por sí sólo ya justificaba que se esperase la película con tantos impaciencia y anhelo. El cineasta californiano se había revelado como el único relevo posible para nombres señeros e indiscutibles del melodrama (aunque lo suyo trasciende el género, ahora lo veremos, es cierto que no oculta ni disimula su predilección por el mismo, un terreno muy pantanoso del que pocos salen airosos -algo que incluso sucedía en la época clásica y esplendorosa del mismo-, bien porque tanto se empeñan en evitarlo que pierden pie desde el principio, bien por trivializarlo o exagerarlo reduciéndolo a sus elementos más artificiosos y esquemáticos), Haynes había sido considerado con toda justicia el heredero del grandioso Douglas Sirk gracias a ese título a contracorriente conocido como Lejos del cielo (2002), toda una gratísima sorpresa, un regalo para los sentidos (aunque con un guión que a ratos se desinflaba), una obra inesperada en el artífice de títulos tan alejados de esas estética y sensibilidad como Safe (1995) y Velvet Goldmine (1998) (aunque el hecho de debutar en la dirección de largometrajes inspirándose en el mundo de Jean Genet -Posion (1991)- era toda una declaración de intenciones en el sentido de hacer en cada momento lo que le apeteciese, motivase e interesara). Sin negar, como decíamos, su claro referente, homenajeándole con delectación y rendición, Haynes imprimía a sus imágenes una fuerza sutil y transgresora que transformaba lo que hubiera podido ser un meritorio ejercicio de mimetismo en una perfecta simbiosis entre el melodrama elegante, arrebatado y sin concesiones de Sirk y una manera de hacerlo cercano, absolutamente contemporáneo, sin manipular su esencia, respetando su tono, magnificando su exquisitez, calzándose como un guante la suntuosidad propia del maestro de origen alemán y añadiendo su propio sello sin perturbar lo formal, logrando una mixtura en la que resultaba imposible distinguir las partes, obrándose el milagro de que el conjunto, aun pudiendo pasar por un Sirk sin despertar sospechas entre los más entendidos y adoradores del mismo, tenía personalidad independiente precisamente por lo mucho que evocaba y se asemejaba al original del que se partía (no puede dejar de señalarse y aplaudir el aporte magistral que suponían la gloriosa interpretación de Julianne Moore, la primorosa dirección artística de Peter Rogness, la fastuosa fotografía de Edward Lachman y la envolvente partitura del imprescindible Elmer Bernstein en lo que fue su última composición para la gran pantalla, elementos sin los cuales la apuesta de Haynes no hubiese podido golpear ni entusiasmar del modo en lo que lo hizo). Con algunos de estos cómplices (por desgracia, Bernstein había fallecido, pero con la llegada de Carter Burwell al equipo la ausencia fue menos palpable) y, como viene demostrando en los últimos años, encontrando a la única intérprete posible para echar sobre sus hombros todo el peso dramático, para que su rostro guíe y despierte las diferentes emociones que el espectador va a ir experimentando, para que horade en los sentimientos de su personaje y lo encarne hasta la médula, sin fisuras, con una contención bien medida y nada esforzada que romperá los diques sólo cuando sea necesario (en este caso, hablamos de una Kate Winslet estremecedora, que arrasa e impacta, que obnubila y deja ojiplático), reuniendo estos y otros elementos, Todd Haynes regaló uno de los productos audiovisuales (da igual para qué consumo estuviese destinado, no importa el formato sino el resultado) más impresionantes y magistrales de los últimos años: Mildred Pierce (2011), adaptación de la novela de James M. Cain que en 1945 llevase a la gran pantalla Michael Curtiz y valiese un Oscar a una Joan Crawford que pocas veces alcanzó la brillantez aquí lograda.
   Por lo tanto, era una gratísima noticia que Haynes regresase con su nuevo proyecto a épocas pasadas, en concreto a los años 50 del siglo XX -los mismos que recreó en Lejos del cielo-, y más que lo hiciese adaptando a una de las escritoras más perturbadoras y emocionantes que la centuria anterior haya alumbrado, escogiendo su novela más personal, la que publicó bajo seudónimo, la que socavaba con más ahínco la hipocresía de la sociedad de la época, la que taladraba los cimientos de lo que algunos se empeñaban en proclamar e imponer como normas de comportamiento, la que sacaba a la luz los dramas ocultos bajo las fachadas de respetabilidad y comportamientos ajustados a lo que se consideraban buenas costumbres, la novela que narraba el auténtico despertar sexual de la autora, joven empleada en unos grandes almacenes que se enamora de una mujer casada prisionera de un matrimonio que debe mantener las apariencias y no dar escándalo. Carol (aunque publicada y aún hoy en día conocida como El precio de la sal, ese es el título que Highsmith escogió cuando aceptó firmarla con su nombre 37 años después de su aparición) es una novela rompedora al hablar de la homosexualidad sin tapujos, evitando al mismo tiempo que su posible rencor, su miedo, su rebeldía, alteren el ritmo pausado de la narración, consiguiendo su transgresión más profunda al huir del drama desgarrador, al defender y explicar cómo dos personas del mismo sexo pueden cimentar y disfrutar una relación sin que el desprecio, los insultos, la intolerancia de los otros les afecten, resultando más combativa y activista al eludir el enfrentamiento directo, la provocación más burda, los estereotipos reduccionistas que incluso hoy en día siguen lastrando muchas de las creaciones que abordan este asunto de una manera u otra, manejando, como es seña de identidad en la autora, la ambigüedad de comportamientos, los lugares más recónditos del alma, los múltiples significados que una frase anodina o una rutina pueden tener para los que la reciben u observan. La guionista Phyllis Nagy -quien sólo tenía en su haber, como escritora y directora, una olvidable y lastimosa película para televisión llamada Mrs. Harris (2005)- ha sabido respetar la opresión latente que vibra en cada página de Carol, dotándola de ese halo de misterio e inquietud que tan caro le es a la autora, variando la estructura original para acercarla al cine negro, contando la historia como un gran flashback, sembrando dudas a la vez que ofrece certezas, provocándonos preguntas que ya surgían durante la lectura pero abordándolas y tratándolas de manera diferente, respetando la cadencia de la prosa de Highsmith, adecuándose a la manera en que Todd Haynes pasea su cámara por rostros y lugares, siendo la columna vertebral perfecta para que el cineasta levante un nuevo edificio que es un portento de buen gusto, elegancia y magnificencia, en que los años 50 cobran vida con precisión y verosimilitud, donde cada color tiene un porqué, donde ningún elemento está de más, donde el preciosismo y la exquisitez están al servicio de lo que se narra, donde hay tiempo para admirarse con la apabullante dirección artística de Jesse Rosenthal (una novedad en el equipo técnico habitual, confiemos en que se convierta en asiduo), con la acariciante fotografía de Edward Lachman, con el preciso (y precioso) montaje de Affonso Gonçalves, con la soberbia partitura de Carter Burwell, pero sin que ningún elemento fagocite a los demás o provoque distracciones porque, de nuevo, Todd Haynes hace encajar cada pieza con suma facilidad, produciendo en el espectador un bienestar y una admiración que no dejan de crecer durante toda la proyección, trabajando las corrientes subterráneas, inquietando, conmoviendo, indignando, removiendo, provocando con honestidad, haciendo partícipe al espectador (y no imponiéndole y forzándole con brío impostado, exagerando un supuesto estilo, dejando al descubierto todo el artificio porque lo que importa es que se note lo que aquello ha costado).
   El colofón, el remate, las últimas palabras han de ser, necesariamente, para las intérpretes que actúan como vigas maestras, como muros de carga, las que, sin aspavientos ni morisquetas, sin grandilocuencias ni desafueros, dotan al filme de emociones, de pasiones, de humanidad, de verdad, de vida (sin olvidarnos de esa espléndida roba planos llamada Sarah Paulson, quien está pidiendo a gritos un protagonista que la merezca): poco hay que no se haya dicho sobre Cate Blanchett, actriz con aura y aureola propias (uno puede dar fe de ello al haber tenido el honor de compartir conversación durante unos minutos y percibir el halo que desprende) que sabe ajustárselas a cada personaje, transformándose sin necesidad de maquillajes exorbitantes o caracterizaciones estrambóticas, dejando pequeñas las palabras “elegante”, “exquisita”, “distinguida” y otros términos que puedan utilizarse (o que hayamos utilizado para encomiar a Haynes, puesto que estaban destinados a encontrarse en un producto de este tipo -ya habían trabajado juntos en aquella rareza conocida como I´m Not There (2007), en la que Blanchett salía todo lo airosa que podía de la extravagancia que la rodeaba-). Que Rooney Mara sea capaz de no quedar opacada ante semejante despliegue ya es mucho, pero es que además está tan maravillosa como su compañera en un rol endiablado y muy poco agradecido, puesto que todo debe suceder a su alrededor, incluso con ella en el epicentro, sin que aparentemente nada le afecte, su trabajo parece reducirse a unas cuantas miradas, a ocupar un lugar, a llenar un espacio, pero sin la sensibilidad que despliega, sin la fragilidad que ofrece, sin su sutil pero inapelable transformación anímica, la película no alcanzaría las cotas excelsas a las que llega. Todd Haynes confía en sus actrices, no hay duda, su materia prima más básica son esos rostros capaces de dibujar sentimientos con apenas un parpadeo, una sonrisa, un sonrojo, un enarcar de cejas, pero en ocasiones aleja su cámara para atraparlas en lo que las rodea, para que las sintamos empequeñecidas por todos los obstáculos que han de superar, a punto de ser aplastadas, para que el peso que soportan se materialice, para que aún comprendamos mejor sus silencios, sus incoherencias, sus titubeos, lo que no hace falta contar, lo que queda claramente explicado, tanto dolor, tanto amor cerceando, tanto corazón avasallado, tanta injusticia sufrida, tanto delito amparado por los biempensantes, por los alienados, por los que necesitan un guión escrito por otros para vulgarizar la vida (y controlar la de los demás).