jueves, 28 de noviembre de 2013

"CANÍBAL": MASTICANDO (Y NO DIGIRIENDO) EL SILENCIO


 
 
 
DIRECCIÓN: Manuel Martín Cuenca GUIÓN: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández (inspirado en la novela Caríbal de Humberto Arenal) FOTOGRAFÍA: Pau Esteve MONTAJE: Lucía Palicio REPARTO: Antonio de la Torre, Olimpia Melinte, María Alfonsa Rosso, Joaquín Núñez, Gregory Brossard

   El silencio es muy difícil de utilizar en el arte, pero acertando en la medida correcta, sabiendo dosificarlo, dejándolo aparecer en el lugar idóneo para seguir comunicando, encontrando su elocuencia, es uno de los recursos que, paradójicamente, más satisfacción y contenido proporcionan al espectador; los momentos más sobrecogedores que uno puede recordar en un teatro están asociados a esos instantes en que la acción parece detenerse, en los que hay palabras que resuenan, que pugnan por ser pronunciadas, pero son enmudecidas, impedidas, contenidas, refrenadas, censuradas, innecesarias. Del mismo modo, los silencios en el cine pueden servir para crear atmósfera, para transmitir soledad, desolación, imposibilidad de expresar sentimientos, mil y un matices que un cineasta con carácter, brío, delicadeza y sabiduría puede extraer, siempre que encuentre los intérpretes idóneos (monumentales, habría que añadir y destacar) para olvidar aspavientos, trucos fáciles, parafernalias, y aceptar el despojamiento de una de sus mejores armas (si no la mejor): la voz; Dirk Bogarde afirmaba que una interpretación dependía de ésta en un porcentaje casi cercano al 100% y, no obstante, no tuvo problema en prescindir de ella cuando un Joseph Losey en la cima de su creatividad –El sirviente (1963)- o un Luchino Visconti más estilizado, preciosista, profundo y sensorial que nunca –Muerte en Venecia (1971)- así se lo requirieron en lo que sin duda quedan como dos de las muestras más imperecederas y totales de su grandiosidad como actor. Michelangelo Antonioni ha pasado a la historia como el cineasta de la incomunicación, con larguísimos planos en los que los personajes se miran, se esquivan, se evitan, se tropiezan, pero no hablan; el cine oriental es pródigo y experto en el manejo de estos en apariencia tiempos muertos en los que la tensión del que contempla puede dispararse más allá de cualquier límite tolerable, ese fue uno de los mayores aportes a la narrativa del western que hizo el gran Sergio Leone y podríamos seguir enumerando ejemplos de cómo transformar el silencio en el mejor diálogo posible, en la descripción más acertada, en un elemento imprescindible para comprender lo narrado.

   Pero este recurso, como se decía antes, tiene que manejarse con cautela y, sobre todo, honestidad, veracidad, no para que el director en cuestión se escude en la etiqueta de lo “difícil”, lo “artístico”, lo “a contracorriente”, para remarcar que él no desea un espectador convencional y, por lo tanto, auparse en un elitismo que en todo caso deben concederle los que ven sus películas (si bien es cierto que goza del beneplácito de esa crítica, tantas veces denostada en estos escritos, que, al igual que el cineasta, se siente importante y por encima de los demás por el hecho de aplaudir y glosar lo que se anuncia y vende pretenciosamente como “minoritario” –cuando uno pensaba que cualquier artista quiere llegar al mayor número de personas posibles-); analizando la filmografía de Manuel Martín Cuenca se ve muy claro este esfuerzo por poseer una voz propia, un estilo muy personal, al margen de modas o tendencias, amparado e imbuido en la nebulosa de lo autoral, atrapado en un estilo hermético que se distancia con cierta soberbia del que no gusta, no participa, no entra en la dinámica planteada (cuando, paradójicamente, recurrir a esa cerrazón no debe implicar dejar fuera, sino crear la corriente de comunicación desde otros parámetros). Caníbal supone el culmen de lo ya esbozado o manejado en La flaqueza del bolchevique (2003), la muy irritante Malas temporadas (2005) o La mitad de Óscar (2010) y el caso es que, como ya sucedía en aquellas, el resultado podría ser otro muy diferente y gratificante si no se quedase en lo anecdótico, en lo superficial, si supiera inyectar la inquietud, el sobrecogimiento, el enrarecimiento necesario para que lo en apariencia trivial, cansino, cotidiano se tiña de esa excepcionalidad que sólo puede insuflar un artista.

   El máximo escollo que tiene esta película es, precisamente, todos los referentes que Martín Cuenca convoca, los auspicios bajo los que quiere colocarse, incluso negándolos (tal vez, como le sucede a mucho “experto”, desconociéndolos), es decir, El carnicero (1970) de Claude Chabrol, una obra madura, en la que el virtuosismo para conjugar tonos y hablar a diferentes niveles es sublime porque, como es clásico en el gran cineasta francés, el conjunto está presentado con enorme sutileza, sin que nada se perciba, trabajando por acumulación, sorprendiendo sin hacer trampas, subvirtiendo sin engolamientos o pies forzados. Tras una primera secuencia muy bien rodada y que nos atrapa, Caníbal se estanca en una normalidad que, en contra de lo que se anhela, no resulta ominosa, amenazante, ni siquiera logra lo que pudiera ser el efecto contrario, es decir, sentir lástima, preocupación, incluso apego por ese personaje gris, triste, imbuido en su rutina con la obsesión del que sabe que no hay nada más allá; no encontramos ese silencio sordo y perturbador que daba título a la espléndida El silencio de un hombre (1967) de Jean-Pierre Melville, sólo hay una atmósfera gélida que, por mucha carta de naturaleza que quiera dársele, no sabe impregnarse de las corrientes subterráneas que anidan y se establecen entre la pareja protagonista y que a uno no le hace plantear ni la mínima pregunta sobre por qué actúan así, qué sucedió en lo que se ha eludido mostrar o qué vendrá a continuación. Gran parte de los planos del filme se basa en el rostro de Antonio de la Torre, alejado de sus muecas habituales pero constreñido a un hieratismo del que no sabe sacar partido, una máscara muy forzada en la que no puede leerse nada y que no desasosiega como debiera (Luis Tosar, con el que trabajó Martín Cuenca en La flaqueza del bolchevique, es capaz de decirlo todo con los ojos; ¡cómo no evocar a Anthony Hopkins, y no por lo que algunos pensarían, sino por su lección excelsa en Lo que queda del día (1993)!; para comprobar cómo ser terrorífico desde la normalidad conviene revisar El bosque del lobo (1970) y volver a arrodillarse ante la magnificencia de José Luis López Vázquez). Concebida como película simbólica, abierta a diferentes interpretaciones, como provocación para que el espectador se posicione, Caníbal no sabe romper el cascarón de su propio código y se alarga innecesariamente para no llegar a ninguna parte (aunque, en realidad, ese parece ser su verdadero objetivo), por mucho manto de la Virgen que se coloque en el epicentro de la historia.  

viernes, 22 de noviembre de 2013

VÍDEOBLOG-"CAPITÁN PHILLIPS": HACIENDO AGUAS

TÍTULO ORIGINAL: Captain Phillips DIRECCIÓN: Peter Greengrass GUIÓN: Billy Ray (basado en el libro A Captain´s Duty: Somali Pirates, Navy SEALS and Dangerous Days at Sea de Richard Phillips y Stephan Talty) MÚSICA: Henry Jackman FOTOGRAFÍA: Barry Ackroyd MONTAJE: Christopher Rouse REPARTO: Tom Hanks, Barkhad Abdi, Barkhad Abdirahman, Faysal Ahmed, Michael Chernus


martes, 19 de noviembre de 2013

"PRISIONEROS": SIN ENCONTRAR LA SALIDA


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Prisoners DIRECCIÓN: Dennis Villeneuve GUIÓN: Aaron Guzikowski MÚSICA: Jóhann Jóhannsson FOTOGRAFÍA: Roger Deakins MONTAJE: Joel Cox, Gary Roach REPARTO: Hugh Jackman, Jake Gyllenhaal, Viola Davis, Maria Bello, Terrence Howard, Melissa Leo, Paul Dano


   Mientras se siga tratando a ciertos géneros con displicencia, como si fuesen menores, como si supusiera un desdoro cultivarlos (al modo en que críticos y lectores pedían en su día a Raymond Chandler que escribiese “algo serio” y no desperdiciase su talento en lo policiaco), como si no pudiera alcanzarse un prestigio merecido (“Mi nombre es John Ford y hago películas del Oeste”, se presentó el maestro) por dedicarse a lo que se considera ínfimo (por esos que se toman en serio a sí mismos, por esos que hablan de “compromiso” para justificar el aburrimiento que provocan), mientras haya artistas que se acomplejen porque no se les va a considerar como tales a las primeras de cambio, mientras echemos tierra sobre obras imperecederas (y es lo que hacen algunos al menospreciar ciertos títulos en bloque, por mucho que luego se pongan a enumerar excepciones), estaremos cercenando las posibilidades creativas de muchas personas con facultades, impediremos el lógico desarrollo de una faceta imprescindible (como lo son todas para conformar el todo deseable que ha de verse esplendoroso, heterogéneo, siempre en evolución) del lenguaje cinematográfico (en este caso, pero sirve para cualquiera de las ramas artísticas). Se examina especialmente con lupa el trasvase de nombres nimbados de prestigio cuando llegan a Hollywood desde Europa, aunque lo mismo puede afirmarse cuando llegan desde otro lugar, tal vez con una tradición y cultura menos diferente de lo que se quiere hacer ver, y pueden darse dos reacciones casi generalizadas: que todo sean denuestos, quejas, críticas aceradas, acusaciones de plegarse al vil metal o que no haya más que parabienes, loas, engrosamiento de su renombre, un realce máximo de sus virtudes, un endiosamiento sin límites.

   Tras conseguir la rendición absoluta de la crítica con su adaptación de una ya de por sí reputada obra teatral y plantarse en la final de los Oscar representando a su Canadá natal con esa cinta -Incendies (2010)-, Denis Villeneuve parece haber llegado a Hollywood dejando muy claro que no va a corromper su aureola, que va a seguir fiel al estilo que le ha hecho destacar y que no va a rodar películas que puedan ser tildadas de convencionales; y lo que podría haber sido una satisfacción para el aficionado al género, lo que podría haber seguido demostrando que tiene más entidad, subtexto, meandros, vericuetos, ingenio y dificultades de las que se le reconocen, se queda en una enorme decepción porque no se tiene nada claro qué contar y cómo, por el contrario sí se sabe qué no quiere ser y el esfuerzo por alejarse de ello lo arrincona en un callejón sin salida. Con una estupenda creación de atmósfera durante el primer tramo, con un planteamiento que hubiese permitido oscurecer a los personajes, llevar al espectador hasta el límite de su ética, inquietarlo, plantearle dudas íntimas, con un magnífico reparto, Prisioneros comienza a naufragar en el momento en que decide que no es un filme policiaco (al menos en el sentido más ortodoxo del término), que tampoco va a ser un drama al uso, confundiendo frialdad y distancia con ausencia de tono, con abandono de cualquier intento por insuflar brío a las imágenes, dejándolo todo al albur de las interpretaciones de cada uno, perdiendo por el camino las muchas oportunidades que tiene para haberse convertido en una experiencia inolvidable que se queda en agua de borrajas (excepto por su longitud, que agota al espectador y hace más notoria la progresiva pérdida de interés).

   Es meritorio el esfuerzo interpretativo de Hugh Jackman, quien no desfallece ni un momento en su afán por imprimir veracidad y nervio, por apelar directamente a la audiencia, por resultar impecable como ese padre angustiado capaz de cualquier cosa con tal de encontrar a su hija; es una verdadera lástima que los roles de Terrence Howard y Viola Davis (quien al menos tiene un momento de lucimiento, muy breve pero con la contundencia a la que esta maravillosa actriz nos tiene acostumbrados) queden tan desdibujados, en lugar de ser la némesis necesaria para que la historia nos llegase desde la emoción, aún lo es más que Maria Bello sea tan sólo una presencia, quede arrinconada, no interese ni al guionista ni al director, sea un clamoroso desperdicio tanto de actriz como de personaje. Jake Gyllenhaal tiene que lidiar con la peor parte y se muestra totalmente desubicado al encarnar al detective encargado de la investigación, puesto que no queda claro si debe resultar sospechoso, ridículo, turbador, o por qué se van dando esbozos de un tormentoso pasado totalmente innecesario que sólo ayuda a sembrar la confusión, ya que no se sabe a qué debemos atender y en qué medida; Melissa Leo compone con su proverbial adecuación y su brillantez habitual (aunque muy por debajo de lo que ella es capaz), mientras que Paul Dano sigue demostrando que es un actor muy limitado, que necesita del disfraz, de la mueca, de lo más básico y rudimentario para expresar algo (y, para colmo, no tiene demasiado a lo que agarrarse). Los interrogantes que la película plantea se diluyen en un estilo moroso, excesivamente calmado, especialmente porque no sabe mantener la desazón, la intranquilidad, el silencio que precede a la tormenta que se instala en la platea durante los primeros minutos, no es capaz de aprovechar la lucha interna que podría nacer en cada butaca (la que sobrevuela durante escasos minutos); el hecho de que no quiera complicarse con el dilema moral que debería vertebrar la historia y así humanizarla provoca que estemos durante gran parte de la proyección en una tierra de nadie en la que poco más puede hacer Hugh Jackman (de nuevo hay que reseñar su entrega, su construcción de una personalidad con los escasos mimbres que le han dado, cómo sabe imponer su presencia en pantalla, cómo utiliza sus recursos con sutileza e inteligencia); evocar lo que, con un material similar, hicieron Wyler, Zinnemann, grandes nombres a los que a veces sólo se reconoce su condición de “artesanos” (dicho con condescendencia y afectación), hace que uno se rebele ante tantos prejuicios y menosprecio por lo que debe ser entretenido sin que eso suponga ninguna merma en su calidad.

   Denis Villeneuve ya tiene rodada su próxima película, Enemy, una adaptación de El hombre duplicado, la novela de José Saramago, en la que de nuevo ha contado con Jake Gyllenhaal, confiemos en que estará mejor dirigido y podrá sacar todo su potencial, su variado y amplio arco interpretativo; aunque la prosa del Nobel portugués es muy complicada de trasladar a imágenes (mejor no recordar intentos pasados) y uno empieza a temblar ante lo que el engolamiento de alguien tan reconocido y alabado como autor, como creador, como voz propia, pueda hacer con ese material, aunque al menos se sentirá (esperemos) intelectualmente comprometido y como pez en el agua, sin necesidad de pervertir un género que no le precisa (ni el que se siente cómodo por mucho que haya querido camuflarlo, por muchas vueltas que haya dado para no llegar a ningún sitio).

sábado, 9 de noviembre de 2013

AMPARO RIVELLES: TODA UNA DAMA


 


   Acepto que voy predispuesto, es cierto, que no soy capaz de refrenar mi imaginación, mi cosquilleo, mi pasión y que cuando entro a un teatro (a lo que todavía es digno de ese nombre, no a ciertos lugares en los se ofrece una representación –que a veces tampoco merece tal distinción y otras es un trabajo dignísimo y merecedor de aplausos y parabienes-), cuando asomo la nariz al patio de butacas buscando la mía, me dejo llevar y siento un vendaval en mi interior, parece que escucho voces, que me comunico con los grandes actores que han pasado por allí, que los recuerdos propios y ajenos se me agolpan (siempre he espoleado en ese sentido mi sensibilidad, también en los lugares históricos, y no digo nada si la ocasión me permite estar entre cajas, pisar el escenario, conocer la trastienda teatral –y he tenido la fortuna de que mi profesión lo haya propiciado, auspiciado y fomentado-); este cúmulo de sensaciones tan gratas se multiplicaban por mil (bueno, en realidad debería decirlo en presente) cuando el coliseo visitado es el Alcázar (sí, ya lo sé, también tiene otro nombre, pero a mi edad resultaba complicado cambiar rutinas) y, más que nunca, lo he experimentado hace unas horas: entrar allí era hacerlo en el imperio de una de las actrices más enormes, dúctiles, elegantes, inteligentes, magistrales que verán los tiempos, su nombre en la marquesina era lo habitual, lo que el público esperaba, allí la ovacioné un montón de veces, allí la entrevisté, allí tuve la inmensa fortuna de poder tratarla, allí me envolvió con su sentido del humor, su bondad, su llaneza, su grandeza de alma, si digo teatro Alcázar, por fuerza tengo que decir Amparo Rivelles.

   Y no he podido menos que ir a su capilla ardiente, que reencontrarme con ella en su feudo por última vez, que sentir más que nunca cómo su espíritu jocoso, su pundonor en el trabajo, su inmensidad sobre las tablas va a seguir percibiéndose en el edificio de la calle Alcalá, cómo los ecos de esa voz clara, agua fresca en ocasiones, tormentosa cuando el personaje lo requería, de dicción exquisita y naturalidad pasmosa van a seguir resonando en cada rincón de ese lugar que ella iluminó con su presencia; y viendo algunas de las secuencias de sus películas que se proyectaban en las pantallas del vestíbulo, contemplando el cuadro colocado en un lateral del escenario (en el que se la veía en la plenitud de su belleza, aunque en realidad ha sido una hermosura hasta el final –al menos hasta aquel merecidísimo homenaje que le tributó el Instituto Cervantes en 2011-), cerca de su féretro, rodeado de coronas, familiares, gentes del mundillo, otros espectadores que también querían rendirle respeto, he hecho mi propia proyección de imágenes, mi propia selección de recuerdos, mi propio recorrido por la trayectoria de aquella que de ser Amparito pasó con toda justicia a ser considerada doña Amparo, aunque su mejor título, como suele ocurrir en el mundo del espectáculo, es haberse convertido en categoría propia y ser llamada LA Rivelles, sobran explicaciones (por cierto, permítanme uno de mis incisos: al cruzarme con Julia Gutiérrez Caba, Concha Velasco, Nuria Espert, al ver en los informativos de televisión a otras muchas de las que han pasado por allí, sin menospreciar a nadie –menudos señores, por cierto: Bódalo, Closas, López Vázquez, Marín, Casal, Sacristán, Rodero, Lemos,…-, he vuelto a confirmar lo afortunados y prolíficos que hemos sido en grandes actrices, en damas de la escena, en apellidos que lo dicen todo si les ponemos el artículo delante: Ponte, Paso, Mistral, Merlo, Soler Leal, Carrillo, Bautista, Montes, Riaza, Chico, Aparicio, Roy, Prendes, Redondo, Penella, Mariscal, una lista casi interminable y, por desgracia, sin remplazo posible).

   No soy capaz de poner fecha a mi primer recuerdo de Amparo Rivelles, pero sin duda es una presencia que se impone a mis ojos, una actriz que me llama la atención, una mujer a la que empiezo a adorar cuando TVE emite ese absoluto prodigio llamado Los gozos y las sombras (1982), esa serie perfecta se la mire por donde se la mire, ese descubrimiento en todos los sentidos (la narrativa de Torrente, Charo López –quien ya andaba en nuestro corazoncito por su Mauricia La Dura de otro serial inolvidable, Fortunata y Jacinta (1980)- confirmándose como gran dramática, Eusebio Poncela, Carlos Larrañaga –el hermano de la Rivelles en el que, sin duda, es su mejor trabajo-, Rosalía Dans). Ella era doña Mariana, un personaje que cualquiera diría se escribió tomándola como modelo, elegante hasta durmiendo, con una manera amplia de mirar y entender la vida, marcando las distancias justas por su rango y posición, acortándolas a las primeras de cambio, cuidando de los suyos, dando a todo el mundo entidad de persona, enemiga de los caciques; aún tengo muy vívida cómo me impresionó el capítulo en que muere (con la única secuencia en la que Carlos y ella coincidían… ¡Dios mío, qué momento, uno de los históricos de la ficción española!), el coraje que sentí por dejar de verla (aunque la serie, la trilogía original, mantiene el tono y su muerte es necesaria para que la historia se desarrolle como debe), lo mucho que me lamenté por su desaparición (de hecho, años después, guardé uno de los pétalos del primer ramo de rosas que me regaló en Pablo en la página de Donde da la vuelta el aire –sugerente título del segundo tomo de Los gozos y las sombras- en que doña Mariana se despide del lector). Y, desde ahí, sin solución de continuidad, aparece la emisión en TVE de El caso de la mujer asesinadita, un Mihura irrepetible (en el que coincidía con Ismael Merlo, otro que tal, padre de la que fue su cuñada, María Luisa –aunque ellas siempre se han considerado así, a pesar del divorcio entre ésta y Larrañaga-), o la presentación de aquel programa titulado La voz humana, precisamente con la obra homónima de Cocteau y con una Rivelles en plenitud de facultades (en realidad, no las perdió nunca: sólo las físicas), recreando lo que ya había ofrecido sobre las tablas, aferrada al teléfono, temblorosa, desquiciada, desesperada, anegada por el pavor ante la ausencia, vencida ante el silencio, descompuesta cuando alguien habla al otro lado, una lección de interpretación para licenciarse cum laude. Y gracias a ese espléndido ciclo que dirigió Fernando Méndez Leite, La noche del cine español –ya podían tomar nota y transformar en algo similar Cine de barrio-, pude tomar contacto con Amparo cuando se la llamaba en diminutivo, cuando era muy joven, tan bella como siempre, pero ya tenía ese empaque, ese señorío, ese saber estar y decir marca de la casa, y así me deleité con esa inolvidable Malvaloca (1942), ese éxito rotundo, esa estupenda cinta que sigue siendo El clavo (1944), su tronío en La duquesa de Benamejí (1949), su porte en La leona de Castilla (1951). Y años después se despojaría de su elegancia, de su distinción, para encarnar a una contundente doña Paula, la madre del Magistral, en la impecable adaptación de La Regenta (1995) que Méndez Leite dirigió para TVE, la última gran serie que este canal nos ha dado.

   Y, claro, llegó el momento de disfrutarla en teatro, aunque por esas cosas de la vida tardé bastante en poder hacerlo y así fue como me perdí Hay que deshacer la casa, montaje antológico que la reunió con otra que para qué, Lola Cardona, y que por esas burlas del destino tampoco pude ver en su pase por TVE (la película posterior, por mucho que la hizo merecedora del primer Goya a la mejor actriz, no hizo justicia al texto) o su La Celestina (dirigida nada menos que por Marsillach y con versión de Torrente Ballester), pero era muy difícil conseguir entradas y el bolsillo del estudiante no daba para todo. Pero sí la vi en Rosas de otoño junto a Alberto Closas, montaje elegante como pocos (el último que dirigió el colosal José Luis Alonso), o en la versión que firmó la que también fue su cuñada, Ana Diosdado, de El abanico de Lady Windermere (subtitulada …O la importancia de llamarse Wilde), donde dejaba en pañales a Carmen Conesa y se imponía a Margot Cottens y Maruchi Fresno (quienes, por otro lado, estaban deliciosas); y también me maravilló en Los árboles mueren de pie, obra de Alejandro Casona por la que siempre he tenido mucha querencia ya que supuso mi debut como actor (en un papelito muy breve, el del ladrón de ladrones) colaborando con el grupo amateur de teatro en el que participaba mi hermana (les hacía falta un crío y se dio la carambola de que la acompañé a uno de los primeros ensayos), puesto que el día que fui al teatro fue el último en que pudo actuar durante una semana o así, al padecer una fuerte gripe, cuyos síntomas ya eran perceptibles en su voz, pero que ella supo arrinconar para dar vida con toda la hondura que merece a la abuela protagonista. Y me regaló (y al resto del público, pero lo considero algo personal) una velada inolvidable con ese prodigio de espectáculo llamado Una noche con los clásicos en el que compartía calidad, reinado y capacidad para hipnotizar con María Jesús Valdés y Adolfo Marsillach: su forma de recitar a Santa Teresa provocó un rapto místico, su aparente facilidad para pasearse por el verso sin que se notase dejaba sin aliento (igual que la de sus compañeros), su ductilidad para alternar textos de amor con momentos de profundo dramatismo y con otros tremendamente cómicos no tiene parangón (el momento en que los tres se repartían el soneto A una nariz de Quevedo debería proyectarse en cualquier escuela de interpretación).

   Y, por supuesto, la entrevisté: para mi regocijo, varias veces; recuerdo una en su camerino del Alcázar, con Juanjo Seoane (ese gran productor que tanto la entendió, que tanto ama el teatro, que tantas páginas de oro ha firmado) tumbado en una chaise longue, después del ensayo general de lo de Wilde, sonriente, acogedora, humilde, preocupada porque, para que el encuadre fuese bueno y ella estuviese más cómoda frente al tocador (plano de estrella, no merecía menos), yo tenía que estar de rodillas sosteniendo el micrófono (pero se lo dejé claro: “¿dónde voy a estar mejor que arrodillado frente a ti?” y ella sonrió coqueta y arrobada). Pero, por encima de todo, tengo que referirme a lo que siempre consideraré uno de mis hitos como periodista, uno de esos momentos por los que vale la pena dedicarse a este oficio, una epifanía para un espectador tan entregado como un servidor: tras no sé cuántas nominaciones, Amparo obtuvo por fin el Premio Mayte por Los padres terribles de Jean Cocteau y, aunque en esa época trabajaba en una agencia especializada en temas de corazón, como la directora, Zoila, era de la vieja escuela y una gran aficionada al teatro, me sugirió que hiciéramos un reportaje en torno a esta noticia. Fue muy sencillo, como siempre, quedar con ella y la conversación entre los tres fue larga, divertida, apasionante: nos contó que lo de morirse en el escenario era una desconsideración para el público pero que mientras interesase (“porque muchas veces eso de decir “me retiro” esconde que te retiran, ya que la gente deja de ir a verte”) o su salud se lo permitiese (fueron sus problemas de movilidad los que le hicieron abandonar su último montaje, La duda, versión de El abuelo de Galdós, recogiendo el testigo, precisamente, Nati Mistral, con la que compartía cartel en Los padres terribles), ella iba a seguir dando guerra; dijo sin rubor que pensaba que le habían dado el Mayte “por pesada, ya eran muchas veces y han debido pensar “dáselo y que nos deje tranquilos”” y aunque lo acompañaba de una carcajada parecía decirlo totalmente en serio; confirmó que había elegido cuál de los dos papeles femeninos principales quería hacer (¡Menudo ojo! El de la tía Leo es un bombón), pero bajó la voz para asegurarnos que no quería molestar a nadie “pero es que me lo ofrecieron primero a mí y me dieron la posibilidad de escoger”; no tuvo dudas en decir que tal vez su personaje favorito era el de Hay que deshacer la casa “porque me permitió salir en zapatillas, borracha, despeinada, ¡una liberación!” y que se había quedado con ganas de interpretar a Margarita Gautier “pero con este cuerpo, con lo grandota que soy, ¿quién iba a creerse que moría de tuberculosis?” y ante nuestras quejas (“Eres capaz de todo”) respondió con un pícaro mohín “¡ya me gustaría, ya!” (fue en esta ocasión cuando viví el momentazo que Pablo recoge y dibuja con mano maestra en 24 horas de un periodista desesperado junto a Nati Mistral y que por eso no voy a repetir). El caso es que ese día no pudimos hacer las fotos que queríamos en el escenario (aunque sí vimos la función, nada menos que en “el palco del señor Seoane”, en el que al principio no sabíamos colocarnos bien –Zoila, el fotógrafo y yo- hasta que nos dimos cuenta de que todo el patio de butacas prefería mirarnos a contemplar el telón y nos sentamos lo mejor que supimos –o sea, fatal-, hacia el que Amparo hizo un asentimiento de agradecimiento en los saludos finales –y aplaudíamos de verdad, porque nos encantó-) y volvimos al día siguiente, momento en el que pude cumplir uno de mis sueños, posando con los cinco intérpretes de la función (los otros eran Vicente Parra, Juan Carlos Rubio y Ángeles Martín), con la mano de Nati sobre uno de mis hombros, sin caber en mí de gozo; como ya parecíamos parte de la compañía y Ángeles y yo hemos mantenido una amistad itinerante y guadianesca (ahora llevamos años sin comunicarnos, sólo los “me gusta” de Facebook) desde 1992, puesto que al día siguiente, sábado, iba a celebrar su cumpleaños en el intervalo entre las dos funciones del día nos invitó a que fuésemos a comer, beber y brindar. ¡No tengo palabras para describirlo! Lola Hisado, entonces gerente del Alcázar, cantó precioso, la Mistral se marcó un bolero que nos dejó sin aliento (y Amparo me dijo al oído “es cuando mejor cantan los que saben: cuando están entre amigos”), como luego pidió una guitarra (que no había) la Rivelles exclamó “¿también tocas la guitarra, Nati?” y buscó mi complicidad “con esta mujer no puedo, todo lo hace bien”, como se recordó lo magníficamente que cantó La regadera en La coquito (1977) nos dijo muy seria “yo ahora, como mucho, puedo hacer lo del chimpún que canta Marujita”… ¡y lo hizo! Cuando ya no podíamos más, y apenas quedaban unos minutos para la función de noche, Nati se empeñó en que deberían saltarse el libreto y hacer una versión operística: “Como yo empiezo en la cama, hago así unos gorgoritos, lalalala, y si alguien protesta le digo “Ah, ¿pero no tocaba esta noche La Boheme?”, luego tú entras, Amparo, con tu tono grave, marcando territorio, en soprano, después Vicente que dé a las frases un toque abaritonado y ya vamos pensando qué hacen los chicos”; era para ver a esa Mistral moviendo los brazos, dando órdenes, todos la miraban desconcertados pero tronchados (“Es que no para nunca”, decía Ángeles), y cogiendo del ganchete a Amparo ambas fueron caminando hacia el escenario, Vicente cerca para colocarse en su marca, y yo detrás como un perrillo, “venga, Amparo, lo hacemos”, “Nati, por favor, no me mires al empezar, no me hagas esto, que no puedo”, “mujer, tú puedes”, “Nati, que me da la risa”, el caso es que la Mistral fue hacia la cama en la que ya estaba cuando se alzaba el telón, Amparo se quedó entre cajas para hacer su aparición, yo era un testigo privilegiado en uno de los laterales, se dio la orden para comenzar, Nati empezó con sus lamentos (los que correspondía, nada de irse por Puccini), Amparo tomó aire, empujó la puerta y… ¡se hizo la magia!

   Siempre lamentaré que La brisa de la vida de David Hare nunca llegase a Madrid (hay quien cuenta que no quisieron hacerlo en La Latina –donde Amparo ya había representado Paseando a Miss Daisy y doy fe de que alguna señora público suyo fiel arrugó la nariz: “Hummmm, la Rivelles allí no pega nada”-), sea como sea fue una lástima que ningún empresario quisiera para su teatro este montaje del que Pablo (que lo vio en Coruña) siempre me ha hablado maravillas y que, además, la reunía con Nuria Espert. En fin, soñaré con él, lo imaginaré, lo recrearé con todo lo que Pablo me ha dicho, y no me será difícil pensar en cómo Amparo Rivelles hablaba, paseaba, estaba, sentía, vivía, habitaba un escenario. Grande, no; lo siguiente, tampoco: para definir a esta actriz, para calificar a esta mujer, hay que ampliar nuestro vocabulario. Doña Amparo, sé que nos seguiremos encontrando por los teatros, sé que la sentiré por allí, sé que la seguiré admirando, sé que no dejaré de quererla. ¡Gracias!    

viernes, 8 de noviembre de 2013

"LA HERIDA": SUPURACIÓN PERMANENTE





DIRECCIÓN: Fernando Franco GUIÓN: Fernando Franco, Enric Rufas MÚSICA: Ibon Rodríguez, Ibon Aguirre FOTOGRAFÍA: Santiago Racaj MONTAJE: David Pinillos REPARTO: Marian Álvarez, Manolo Solo, Luis Callejo, Rosana Pastor, Ramón Barea, Andrés Gertrúdix


   Hay películas que te maltratan, te sacuden, te hurgan, escarban en lo más íntimo, en lo más doloroso, te revuelven, te obligan a asomarte al abismo, incluso te empujan a él, pero no puedes dejar de admirarlas, de reconocer sus muchos méritos artísticos, su capacidad para narrar con sutileza, entre líneas, sin ahorrarnos nada pero sin regodearse, sin exagerar, con un naturalismo a lo Zola, descarnado, brutal por momentos, lacerante, sin paliativos pero confiando en la inteligencia del que mira, sabiendo que aunque su experiencia vital sea radicalmente diferente a la que se ve en pantalla el corazón que palpita, que se acelera, que puede llegar a quedarse paralizado, el de cada uno sentado en la platea reconoce las lágrimas, la angustia, las carencias, los afectos desordenados, la incapacidad para canalizarlos con mesura y/o conveniencia, los muros mentales que aprisionan, cohíben, reprimen, los que uno mismo alza y nadie se atreve, sabe, puede derribar. 2013, cinematográficamente hablando, comenzó por todo lo alto (en España se estrenó en enero) con esa obra maestra incontestable, con ese prodigio que Michael Haneke, con toda la intención del mundo, decidió titular Amor, con esa reflexión en torno a la condición humana que sólo necesita dos actores sólidos, inmensos, superlativos para hablar del ocaso de una vida, de la necesidad de tener, sentir, saber cerca a la persona elegida, de la imposibilidad de afrontar una rutina sin ella, de quiénes somos o dejamos de ser, de, podríamos decir, todo lo visible y lo invisible porque nada (al modo de lo que John Donne clamaba) le es ajeno, porque en las elipsis, silencios, situaciones en off de ese filme cabe un mundo completo; y, cerrando el círculo, 2013 inició su último trimestre con el estreno de La herida, película que establece muchas corrientes subterráneas con la de Haneke, sin ser un calco, sin hablar de lo mismo, aunque al manejar el mismo material sensible (es decir, el ser humano) y hacerlo con un lenguaje igualmente descarnado, sin paños calientes ni concesiones, incómodo, radical, más allá de cualquier límite pero sabiendo replegar velas, insinuar más que mostrar, sugerir sin esconderse, al basarse casi en un 100% en lo que una actriz (en este caso, sólo ella) es capaz de mostrar, en una interpretación que deja sin resuello, sin adjetivos, que conmueve, desasosiega, lastima, se nos coloca en la boca del estómago y nos deja sin respiración y a punto para la náusea, como por otro lado tiene el hechizo de las grandes obras, de las que uno disfruta a pesar de todo porque le cambian, le provocan, se le meten muy dentro, no es raro pensar en el cineasta austriaco viendo la película española.

   La ópera prima de Fernando Franco se basa en un rostro, el de Marian Álvarez, en su enorme capacidad para reflejar el tormento interior, la permanente olla en ebullición, la llaga que no deja de supurar, la continua contradicción, la peor enemiga de sí misma que es Ana, una mujer aparentemente contenta con su trabajo, con su vida volcada en el cuidado de los demás, en procurarles un bienestar y una calidad de vida que se niega a sí misma, que no sabe cómo reclamar, que ha cercenado sus posibilidades para comunicarse, una bomba de relojería que todos saben puede estallar en cualquier momento pero nadie quiere verlo o nadie quiere estar cerca para impedirlo. Es un acierto que el guión abra muchos interrogantes pero no pretenda responderlos, puesto que si la ciencia médica se muestra impotente para sanar, si ni siquiera encuentra un nombre idóneo para esta patología, si titubea en cuál puede ser su tratamiento, no es una película la que va a encontrar soluciones trivializando, minimizando, reduciendo el problema: el espectador rastrea, olfatea, se deja llevar e intenta rellenar los huecos desde su experiencia, desde el reconocimiento de las situaciones, desde el posicionamiento, desde su manera de ver y entender el mundo (en realidad, desde todo lo que no se comprende, desde la continua extrañeza que es vivir). Y, en ese sentido, uno querría zarandear a ese padre que vive en la inopia, en su burbuja, en su cómoda ignorancia, en su lejanía no sólo física sino anímica y sentimental, a ese novio que pone tierra de por medio por cobardía, por incapacidad, por falta de amor (porque cuando lo hace, o sea cuando ama, arrostra los peligros y aunque sea expulsado –porque él lo es, las cosas como son- no ceja en su lucha para salvar o rescatar a quien se quiere), a esa antigua compañera de estudios que deja claro que todos saben pero nadie dice nada, nadie presta ayuda, nadie da la voz de alarma, a esa madre anulada, que prefiere parecer un alma en pena a involucrarse, que no toma cartas en el asunto, errática, apesadumbrada, una nulidad que sirve a la protagonista como espejo en el que mirarse, un modelo nefasto. Y este universo claustrofóbico, opresivo, alienante, que provoca sudores, rebullir en la butaca, ganas de salir corriendo, es aprehendido con solvencia por Fernando Franco, sin tentaciones autorales, sin disquisiciones pretenciosas, filmando con la frialdad necesaria para que su cámara resulte un escalpelo, confiando ciegamente en Marian Álvarez, en ese rostro a ratos hierático, por momentos a punto de quebrarse ante la tensión insoportable a que se somete intentando no reventar, un látigo permanente que restalla provocando nuestro escalofrío, una interpretación con tantas capas que anonada, perturba y se apodera del espectador, el mismo que siente sus propios humores supurar y agradece que haya cineastas tan valientes y actrices tan tremendas, capaces de transformar en arte algo tan doloroso, de poner en imágenes, de lanzar hacia el público, un tormento real invisibilizado, ignorado, escondido debajo de demasiadas alfombras de cinismo y buena apariencia.  

sábado, 2 de noviembre de 2013

VIDEOBLOG-"INSIDIOUS: CAPÍTULO 2": AQUELLO DE LAS SEGUNDAS PARTES


TÍTULO ORIGINAL: Insidious: Chapter 2 DIRECCIÓN: James Wan GUIÓN: Leigh Whannell, James Wan MÚSICA: Joseph Bhisara FOTOGRAFÍA: John R. Leonetti MONTAJE: Kirk M. Morri REPARTO: Patrick Wilson, Rose Byrne, Ty Simpkins, Lin SHaye, Barbara Hershey