miércoles, 30 de enero de 2013

"DJANGO DESENCADENADO": PRISIONERO DE SÍ MISMO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Django Unchained DIRECCIÓN: Quentin Tarantino GUIÓN: Quentin Tarantino MÚSICA: Elayna Boynton, Luis Enriquez Bacalov FOTOGRAFÍA: Robert Richardson MONTAJE: Fred Raskin REPARTO: Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio, Kerry Washington, Samuel L. Jackson


   Siempre resulta difícil definir el éxito y vaticinar su perdurabilidad, pero podríamos convenir en que uno de los rasgos más característicos y que parece garantizar la inmortalidad (al menos, la permanencia en el imaginario colectivo durante bastante tiempo) aparece en el momento en que el apellido del artista se transforma en adjetivo, en categoría, en cualidad que rastreamos en otros, en herencia, en singularidad que algunos anhelan imitar, en definitorio; podemos encontrar múltiples ejemplos en las diferentes ramas del arte (velazqueño, rubensiano, puccinesco, galdosiano), pero sólo con quedarnos en el mundo del cine abundan los autores que se han convertido en tales al ser explicado su estilo con su propio apellido: berlanguiano, buñuelesco, viscontiano, fordiano, hitchcockiano, almodovariano. Uno de los que más intentó imprimir su marchamo desde el inicio de su carrera fue Quentin Tarantino y lo cierto es que alcanzó muy pronto la meta, pues ya desde su segundo largometraje, el abracadabrante y espléndido Pulp Fiction (1994), se empezó a hablar de una manera tarantiniana de hacer cine, no sólo en lo visual sino también en el dibujo de los personajes, en la extraña simbiosis entre violencia y humor, en la construcción de los guiones. Lo curioso y relevante es que Tarantino jamás ha negado ni escondido, todo lo contrario, sus referentes, las fuentes en las que bebe, de dónde viene su inspiración, a qué o a quién quiere homenajear, incluso plagiar, con qué se mimetiza, reconociendo y gustando de todo el cine que ha visto, buceando en los géneros más populares, rescatando del olvido estilos, títulos, actores que en un momento dado llenaron las salas de un público enfervorecido y cómplice, el mismo que ahora le secunda y jalea aunque en muchos casos ni comprenda ni asuma ni conozca los códigos de los que él se apodera y reinventa, llegando a pensar que todo es fruto de la imaginación tarantiniana (¿Lo ven? Teníamos que llegar a este punto).

   Los fans que gustan de sentirse y definirse con el apellido de su director reciben sus trabajos con alharaca, con ruido, con adrenalina disparada, con todo lo que Tarantino derrocha y exige, pensándose en un estatus que no todo el mundo puede ni merece alcanzar, cuando en realidad suelen quedarse en lo más superficial, en lo obvio, haciendo una lectura ramplona de lo que el director de una cinta tan compacta y radiante como Jackie Brown (1997) pone en juego, carcajeándose con sonoridad hueca, ignorando la sutileza y riqueza de matices que se esconde detrás de la escritura tarantiniana, desconociendo el origen, callando ante guiños y chanzas que exigen un conocimiento previo. Los que hace cuatro días aguantaban las risas cuando se les hablaba de las excelencias (dentro del mínimo presupuesto que manejaban) de las películas de serie B (e inferiores) que nos han alegrado tantas tardes de televisión y de programas dobles en el cine, del verdadero y honesto derroche de imaginación, de la absoluta falta de pretensiones, del mero espectáculo y entretenimiento, aquellos que las  tildaban de antiguallas y epítetos aún más despectivos, los mismos que negaban el pan y la sal a artesanos con facilidad para la narración, los que tan sólo aplaudían títulos concretos de alguno de los impulsores de esa forma de hacer cine, unos y otros ahora parecen haberse transformados en adoradores y expertos en el spaghetti western, como antes lo fueron de determinados filmes bélicos o de artes marciales o de los inscritos en la corriente blaxpoitation, según lo señale la brújula evocadora de Tarantino (y, sin embargo, fueron bastantes los que ovacionaron a Robert Rodríguez por la parte que le tocaba en aquel experimento llamado Grindhouse y rebajaron la aportación de Tarantino, cuando, en realidad, el primero siguió demostrando su vano anhelo por ser autor con sello y universo propio mientras que el segundo hizo lo que tocaba, o sea, ir a lo más elemental, ser descacharrante sin ínfulas).

   Como ha hecho en sus obras anteriores, Tarantino busca su propio camino, su relectura de un género (o subgénero), siendo fiel a sí mismo, a lo que se espera de él, exacerbando aquellos elementos que ya estaban presentes en el original, aportando su propia imaginería visual, su rimbombancia, si bien es cierto que matizada y asimilada a lo que está contando, rememorando a Sergio Leone, Enzo Barboni, Sergio Corbucci o, ¿por qué no?, Eugenio Martín o Joaquín Luis Romero Marchent y ahí es donde él mismo se enreda en el tejido de Django desencadenado, demasiado tributaria de sus excesos, de su verborrea, de su gusto por el esperpento, por el manierismo, por el disparate, conformando una película cercana a las tres horas cuando debería ser un producto que poder consumir en poco tiempo (y que nadie, aunque pocos podrán hacerlo, traiga a colación El bueno, el feo y el malo (1966) o Hasta que llegó su hora (1968) porque el ritmo buscado por Sergio Leone no tiene nada que ver con el de otros títulos de esta corriente). Es cierto que no se pueden negar, y siempre es un alivio, la agilidad y rapidez con que Tarantino filma, lo enérgico de su estilo, pero, al igual que ya le sucediese en Malditos bastardos (2009), su anterior y exageradamente glorificada cinta, no logra desprenderse del regodeo propio, del trazo grueso, de subrayar lo que ya había subrayado antes, de abundar en lo innecesario, si bien es cierto que en aquella podía olfatearse un tufillo pretencioso y en ésta sólo encontramos el deseo de divertirse salvajemente, sin freno ni medida.

   En un rol que, en realidad, es la mera excusa en torno a la que gira lo verdaderamente importante, Jamie Foxx aporta a Django su fatuidad, su egolatría, su manera de caminar sin pisar, como flotando, rasgo que define su personaje ya en la primera secuencia, seña de identidad de este actor, convencido de su importancia y talento; es un placer y un lujo comprobar como Samuel L. Jackson (inolvidable para siempre gracias a Pulp Fiction) se lo merienda con clase, robando la atención del público en todas sus apariciones, despojándose de su potencia física y alterando el característico timbre de su voz. En la pugna que parece haberse establecido sobre quién merece los galardones por Django desencadenado, diremos que Leonardo DiCaprio está todo lo exagerado y grotesco que el director le exige, a ratos incontroladamente estomagante, absurdamente guiñolesco, pero que ni por esas la Academia le va a recompensar (por otro lado, si le ignoraron por su magnificencia en Revolutionary Road (2008) o su brillantez en Infiltrados (2006), mejor es que también le olviden por su participación aquí, que en Hollywood son muy de premiar las peores interpretaciones de grandes actores); por su parte, Christoph Waltz, el descubrimiento de Malditos bastardos, el protagonista junto a la estupenda Mélanie Laurent de las dos secuencias verdaderamente memorables del filme, actúa aquí con el piloto automático, repitiendo lo que fue tan celebrado y sorpresivo antes, resultando simpático, logrando empatía pero deviniendo en previsible en su creación en demasiados momentos y considerando que un segundo Oscar tan sólo constituiría una repetición del que en su día festejamos.

   Sería deseable que Tarantino se olvidase un poco de lo ya logrado para refrescarse y despertar a su cine de la autocomplacencia, de la mera ocurrencia, de los destellos de ingenio, recuperando su capacidad para entretener, para atrapar, para seguir ampliando el concepto, la realidad, el universo que podemos resumir en un único adjetivo: tarantiniano.          

lunes, 28 de enero de 2013

"LINCOLN": SIN POMPA, PERO FALTO DE CIRCUNSTANCIA


 
Lincoln con su esposa
 
TÍTULO ORIGINAL: Lincoln DIRECCIÓN: Steven Spielberg GUIÓN: Tony Kushner (basado en parte en el libro Team of Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln de Doris Kearns Goodwin) MÚSICA: John Williams FOTOGRAFÍA: Janusz Kaminski MONTAJE: Michael Kahn REPARTO: Daniel Day-Lewis, Sally Field, Tommy Lee Jones, David Strathairn, James Spader, Hal Holbrook, Joseph Gordon-Levitt


   Aunque los hay de todo tipo, en ocasiones totalmente hagiográficos, a veces muy edulcorados y suavizados (sobre todo en cierta época en la que los códigos vigentes –por no decir la censura- determinaban cómo debían contarse las historias), en otras atendiendo sólo a un episodio concreto de la vida del personaje central o hablando de su obras desde un único punto de vista, cualquier filme que pueda ser englobado bajo la etiqueta de biopic resulta sospechoso, suele ser recibido con escepticismo y reparo, atacado si es demasiado clásico (un mal que cada vez se agudiza más, especialmente en el mundo del arte –el de menospreciar lo que a ello asemeja, no el serlo-), censurado por todo lo dicho antes y por otras razones, metido en el mismo saco que otros con los que sólo tiene en común elegir a un personaje real como eje o centro de lo que narra; son claras las diferencias, por no irnos demasiado atrás en el tiempo, entre Capote (2005), El último rey de Escocia (2006), La dama de hierro (2011) o La Reina (2006), quedándonos con toda intención en títulos que reportaron el Oscar a sus protagonistas, por más que algunos se empeñen en establecer paralelismos (que sin duda hay, pero sin forzar o retorcer el argumento para encontrarlos) o similitudes que, en muchas ocasiones, poco o nada tienen que ver con lo estrictamente cinematográfico. Por otro lado, la recepción que reciben estas películas, incluso antes de su estreno y visión (actitud muy característica, olvidando que una cosa son las filias y las fobias que despiertan los artistas y otra los prejuicios que anidan en el ánimo de cada espectador), varía mucho según quién sea el biografiado (digámoslo así) y, por supuesto, quién lo interprete y quién dirija –así, por ejemplo, ante el estreno de Capote pudo oírse decir “a mí no me interesa nada lo que ese señor investiga”, en clara referencia a una obra maestra como A sangre fría, episodio de la vida del autor de Desayuno en Tiffany´s en que se centraba la estupenda cinta de Bennett Miller, hecho que provocó que alguien dijese “si no cuentan toda la vida de Truman Capote, ¿por qué su apellido es el título?”-. De alguna manera, todo lo explicado se dio cita cuando se supo que el próximo proyecto de Steven Spielberg iba a girar en torno a la figura de Abraham Lincoln, uno de los presidentes de EEUU más carismáticos y queridos, más respetados, más venerados, el libertador de los esclavos.

   Precisamente en este último aspecto se centra el modélico aunque no perfecto guión del estupendo dramaturgo Tony Kushner: en la tormenta política que se desató, en plena Guerra de Secesión, cuando Lincoln anunció su deseo de aprobar la decimotercera enmienda a la Constitución, aquella en la que quedaba abolida la esclavitud, sin duda su mayor logro, aquel por el que será recordado incluso por los que no conozcan ningún otro aspecto de su vida. Eso obliga a que la película se presente demasiado cerrada en sí misma, a evitar cualquier digresión que no abunde en la dirección marcada y, aunque consigue salvar el escollo de ser sólo comprendida por los que tienen un conocimiento previo de la época y los personajes, aunque logra mantener un ritmo creciente y sabe (es una de las señas de identidad spielberguianas) graduar la tensión y hacerla crecer incluso aunque conozcamos el desenlace, no puede evitar caer en un tono excesivamente discursivo, demasiado centrado en la política del momento y, aunque identificamos con relativa sencillez nombres y facciones, estancarse en lo complejo y abstruso de la votación cuya celebración es el epicentro del drama. Kushner dibuja con mano firme y en pocos trazos a los diferentes implicados (a lo que ayudan unos intérpretes entregados e impecables, reconocibles con un solo vistazo), pero la manera que tiene Spielberg de narrar esta historia va en detrimento de los aciertos del libreto y de la excelencia actoral convocada, no por errónea sino por demasiado focalizada en un único objetivo.

   Sin poder generalizar, como ya decíamos al comienzo de este escrito, sí puede rastrearse alguna característica que se repite en los biopics, sobre todo cuando se trata de cantar los éxitos, las glorias del homenajeado, como puede ser la de cierta ampulosidad, el abigarramiento del conjunto, una pomposidad perturbadora e incluso molesta a pesar de que nuestros pensamientos concuerden con los expresados; no hay más que recordar Patton (1970) o la estruendosa Bravehart (1995) e incluso (aunque lo fuese en otro modo) Gandhi (1982) y la excesivamente laureada Lawrence de Arabia (1962) -la filmografía del maestro David Lean contiene páginas mucho más memorables- para saber a qué nos referimos (por cierto, y no en balde de nuevo, todos son títulos que en su momento obtuvieron el Oscar a la mejor producción de su año). Steven Spielberg, con su elegancia y tino habitual, logra no caer en lo solemne, en lo grandilocuente, en lo afectado (ayudado, como tantas veces, por una partitura medida y nada obvia de John Williams, aunque un tanto alejada de sus mejores trabajos), poniendo su cámara lejos de los actores, evitando los primeros planos enfáticos, filmando con clase, pero entusiasmándose con el conjunto y resultando en ocasiones demasiado distante, excesivamente frío, algo estático. Esta carencia se nota especialmente en cómo rueda las secuencias en que aparece el personaje de la mujer del presidente, encomendado a la esplendorosa actriz Sally Field; tras una presentación que merece todos los aplausos, tras grabarnos en la retina a Mary Todd Lincoln con un sencillo movimiento de cámara, el director, como suele ocurrirle con los roles femeninos (y parece mentira después de lo conseguido en una de sus obras maestras, o sea, El color púrpura (1985)), parece olvidarla, hurtarle planos detallados, mostrarla junto a otros, de espaldas, en un rincón, dosificando con cicatería (más que la usada con el resto del reparto) el detenerse en su rostro y, aun así, la intérprete de Norma Rae (1979) y En un lugar del corazón (1984), galardonada por ambas con sendos premios de la Academia, roza la tercera estatuilla, en esta ocasión en la categoría de actriz secundaria, esa que parece tener ya escrito el nombre de Anne Hathaway: es prodigioso cómo Field opaca su voz característica, su soniquete cantarín que puede devenir con suma facilidad en grito histérico y/o crispado, llegando hasta el graznido si el rol asumido lo requiere, cómo rebaja tonos para transmitir el torbellino que le recorre el pecho, el dolor que sigue echado raíces en su alma, cómo se crece ante los que pretenden rebajarla o hacer lo propio con su marido, cómo aporta datos para los que conocen algo más a esta mujer, cómo despierta curiosidad para los que sólo sepan que es “la esposa de Lincoln”, sólo algunas de sus miradas durante las sesiones del Congreso valen por filmografías completas de otras actrices.

   Sin embargo, la forma en que Spielberg dibuja Lincoln sirve para que sea un deleite contemplar en pantalla a actores tan sólidos como David Strathairn, Hal Holbrook, James Spader, Jackie Earle Haley, John Hawkes o un espléndido Tommy Lee Jones que aprovecha cada segundo para convertirse en el centro de atención, en el amo de la función y, sin duda, coadyuva a que Daniel Day-Lewis entregue una de sus interpretaciones más gloriosas y completas: ha cambiado su modo de hablar, de moverse, incluso uno diría que de mirar, se mimetiza con la caracterización, se ha apoderado de su personaje (o viceversa) desterrando cualquier atisbo de engolamiento, sin caer en lo aparatoso, conteniendo, impactando, erigiéndose en el merecedor del que sería (al igual que Sally Field) su tercer Oscar, lo que marcaría un hito al obtener los tres como mejor actor (Walter Brennan fue siempre galardonado como secundario y Jack Nicholson sólo en dos ocasiones en la categoría principal). Puede que este reconocimiento no llegue a tener lugar ya que se trata de un actor británico y eso puede pesar en el ánimo de algunos votantes (por lo que, aún más que en su momento, enfurruña que lo premiasen por estar excesivo y muy pasado, al margen de imitar para mal todo lo bueno desplegado en Gangs of New York (2002), en aquel canto a la exageración llamado Pozos de ambición (2007)), aunque del mismo modo puede influir para que su nombre esté dentro del sobre el personaje al que encarna, aunque méritos tiene de sobra por sí mismo para lograrlo –todo, claro, porque la Academia ha ignorado al inmenso John Hawkes de Las sesiones (2012), al que también encontramos en esta cinta, y al más que inconmensurable Jean-Louis Trintignant de Amor (2012), pero no me repetiré-.

   Podríamos hablar de un Spielberg menor, acostumbrados como nos tiene a ofrecer tanto bueno en cada trabajo -aún están muy recientes la divertida y trepidante Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio (2011) y la maravillosa War Horse (2011)-, de un Spielberg que no ha dado en el centro de la diana, lo que no impide que el producto esté muy por encima de la media, cinta densa pero no incomprensible ni morosa, ejemplo de cómo evitar considerarse más importante que la historia narrada, manteniéndose, como el gran director que es, en la discreción del mero observador, sin énfasis ni fatuidades.

domingo, 27 de enero de 2013

"AMOR": NACIÓ DEL ALMA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Amour DIRECCIÓN: Michael Haneke GUIÓN: Michael Haneke FOTOGRAFÍA: Darius Khondji MONTAJE: Nadine Muse, Monika Willi REPARTO: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Alexandre Tharaud, William Shimell


   De repente, llega una película que te conmueve hasta las profundidades más abisales, aquellas a las que evitas asomarte, aquellas que te ocultas a ti mismo, una obra que te sacude, zarandea, incluso maltrata, una obra que permea más allá de lo más hondo, que te inunda la mente, el corazón, el alma, que te transforma, que te da la vuelta, que se apodera de tu ser y no te suelta, que traza una frontera en tus vivencias porque, desde que posas la vista en uno de sus fotogramas, medirás el tiempo en antes y después de haber experimentado Amor. Michael Haneke siempre exige mucho a sus espectadores pero, a cambio, regala momentos que nunca se podrán olvidar y que, a pesar del dolor que provoca, de los miedos que aviva, de la angustia que despierta, de cómo arrasa, de cómo roe, de cómo se ensaña, de cómo perturba, logran que deba ser considerado uno de los cineastas más extraordinarios y maravillosos que actualmente ejercen este oficio, por devolvernos prístina la experiencia de vivir en el ánimo, de sentir a flor de piel, todo lo que aparece en pantalla.

   Fue Funny Games (1997) el título que logró que el nombre de este director nacido en Munich empezase a ser repetido (y venerado) en casi todo el mundo: un extraño y ominoso thriller en el que es más aterrador lo que se presiente, lo que se intuye, la amenaza latente y persistente que se cierne sobre algunos personajes, la atmósfera que los enclaustra, la cínica sonrisita del protagonista, que lo que se muestra (película que este cronista confiesa haberle pillado descolocado y dejado muy frío pero que promete revisar pronto, ahora que ha asimilado los diferentes códigos que maneja Haneke –pero, eso sí, jamás se asomará al autoplagio perpetrado en 2007, a pesar de Naomi Watts y Tim Roth, sobre todo porque Michael Pitt jamás podrá despertar otra sensación que no sea la de fatiga, aburrimiento o desprecio-); fue La pianista (2001) la cinta que convenció a los escépticos (léase de nuevo la reacción sentida ante Funny Games), la bofetada que dejaba incapacitado en la butaca, el silencio que oprimía y pesaba al terminar la proyección, la más que prodigiosa interpretación de Isabelle Huppert (perfectamente secundada por Benoît Magimel y Annie Girardot), ese descenso a los infiernos escalofriante y electrizante, esa sima insondable que suponen los afectos mal gestionados o la incapacidad para expresar amor; fue La cinta blanca (2009) el filme que, desnudando la Historia, las interpretaciones posteriores, sin enredarse en discursos, sin afectaciones u obviedades, mejor ha sabido plasmar cómo los fascismos (cualquiera) van calando en el ánimo de las personas, cómo extienden su red, cómo encuentran o convierten en cómplices, en ejecutores de sus dictados, a seres anónimos, cómo nadie está libre (aunque así lo piense, aunque tenga valores muy cimentados) de justificarlos, comprenderlos, compartirlos si no los identifica a tiempo. Y, después de estos hitos, llega Amor para constituir la cima de las cimas, su obra más maestra entre estas excelencias, el nuevo rasero para hablar del talento de Michael Haneke.

   La Palma de Oro del pasado Festival de Cannes supuso el pistoletazo de salida para cantar las sublimidades de esta película, galardón que vino acompañado de cierta polémica ya que el reglamento del certamen recoge (esas normas ambivalentes y en muchas ocasiones no escritas que se sacan a relucir cuando conviene) que la cinta que se alce con el premio máximo no puede obtener ningún otro y, aunque se dijo que el presidente del jurado Nanni Moretti no quería dejar sin distinción a los dos protagonistas de Amor, al final quedó reconocida la excelsitud de la misma y se buscó otros actores a los que premiar (se da la circunstancia de que el cineasta italiano obtuvo la Palma de Oro con La habitación del hijo (2001), mientras que Isabelle Huppert y Benoît Magimel veían reconocida su labor en La pianista y Michael Haneke recibía el Gran Premio del Jurado). Al margen de estos dimes y diretes, propios de certámenes que, al fin y al cabo, son un mercado, un escaparate, una feria en que todo el mundo intenta llevarse una parte del pastel y vender su producto, resulta de toda justicia que Amor batiese a sus contendientes de esta forma, aunque no pueda evitarse el amargor de ver relegados a los inmensos, geniales, emocionantes, fabulosos Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, bazas fundamentales y necesarias para que este filme se eleve hasta lo más alto.   

   Resulta bochornoso cómo se está ninguneando y olvidando el nombre del protagonista de Amor a la hora de coronar las mejores interpretaciones del año, cuando sólo con dos actores de semejante calibre, entregados con total honestidad a lo que el guión exige, despojados de cualquier gestualidad, puede sustentarse este monumento fílmico. Esperando que al menos en su país se le haga justicia (es la quinta vez que aspira a un Cesar), el inolvidable intérprete de La escapada (1962), Z (1969), Vivamente el domingo (1983) o Tres colores: Rojo (1994) se desnuda como nunca antes en pantalla, doliéndonos hasta más allá de las lágrimas, rompiéndonos el corazón con su inamovible dignidad, destilando a pequeñas dosis su incomprensión, su pánico, su estupor ante una enfermedad que anula, que borra, que sepulta, que es imprevisible, transformando cualquier gesto en una declaración de amor, impactando en cualquiera de nuestras líneas de flotación con la precisión del arma más sofisticada, dando una bofetada cuyas secuelas sufre él y que todos recibimos en nuestra butaca, intentando quitar todos los velos que cubren y ahogan la personalidad, la persona, que fue la mujer que ama (el verbo siempre en presente), tragándose la compunción, sintiéndose inservible porque no puede salvarla. Junto a él, la con toda justicia glorificada Emmanuelle Riva (aunque muchos de los que la aplauden ignoraban su existencia, incluso la de su título más señero, Hiroshima, mon amour (1959)) en una de las transformaciones más tremendas nunca vistas, convirtiendo su rostro en una máscara, sin posibilidad de reflejar emociones ya que la enfermedad las devora, estremeciendo desde la nada, desde esos ojos en los que uno presiente a la mujer que fue pugnando por reaparecer, prisionera de la nada en que ha devenido, receptora de un amor inconmensurable, el mismo que ella entregaría si pudiese, el que flota en las trémulas notas de una canción infantil.

   Se dice (y es cierto) que hay que estar muy preparado antes de ver esta película, que aunque la admires desde el primer momento te lo pensarás mucho antes de repetirla, que se convierte en uno de tus clásicos pero que evitarás revisarla tantas veces como otros, y en parte uno también siente que eso va a pasarle, pero a pesar de ser tan descarnada, de anegarnos en la aflicción, de golpearnos, Amor despierta nuestra admiración por su sobriedad, por su contención, por su trazado con tiralíneas, por no complacerse a sí misma, por no evitarnos nada pero por lograrlo a través del propio espectador, por azuzarle, por agitarle, por mostrar la punta del iceberg y ser incentivo para que el corazón de cada uno se ponga a latir con más fuerza y porque, a la postre, lo que nos queda, por encima de lo terrible, de lo desolador, de lo inhumano, de lo inevitable, de lo inasumible, de lo frágil, es la tranquilidad, la paz, el cobijo, el alimento que supone encontrar una persona a la que querer, con la que compartir todo, con la que atenuar lo negativo, con la que vivir más allá de la muerte y eso, como dijo Lope de Vega, sólo lo sabe el que lo probó.

jueves, 24 de enero de 2013

"THE MASTER": SÓLO PARA ENTERADOS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Master DIRECCIÓN: Paul Thomas Anderson GUIÓN: Paul Thomas Anderson MÚSICA: Jonny Greenwood FOTOGRAFÍA: Mihai Malaimare MONTAJE: Leslie Jones, Peter McNulty REPARTO: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Laura Dern, Jesse Plemons, Ambyr Childers


   Saben los lectores habituales de este blog que, aunque hago unas críticas muy personales y propias, evito el empleo de la primera persona del singular, pero me permitirán que hoy haga una excepción, ya que debo comenzar por una experiencia personal que viene al pelo para sentar las bases de este escrito: hace pocos días, mediaba en una de esas discusiones propias de las redes sociales en las que empiezas hablando (o peleando, depende del tono) con un amigo y acabas haciéndolo con gente que no sabes quién es, pero que son contactos de tus contactos o de los de tu amigo e incluso contactos de los contactos de los tuyos, entrando en una espiral cada vez más enmarañada según quién puede ir leyendo los comentarios que se van escribiendo; el asunto era la crítica, una andanada en la que se insultaba a las personas que ejercen la misma (aunque luego se intentase matizar que sólo señalaba a los poco o nada profesionales), acusándolas de ponerse por encima de la obra juzgada y de algunas lindezas más (al margen de caer en la descalificación y de exigir siempre el beneplácito para cualquier manifestación artística “por el mero hecho de existir”). Ya se sabe que todas las generalizaciones son injustas, y conviene tener en cuenta que la persona cuyo comentario inició e incendió el debate está en pleno rodaje de un cortometraje (así se comprende mejor su motivación más honda), pero, dejando fuera muchas de las incoherencias que allí quedaron escritas, sí es cierto que (como en tantos aspectos de la profesión) hay que hacer un examen de conciencia para intentar paliar las muchas carencias que tiene la crítica cultural que aparece como tal en los medios de comunicación: en primer lugar, hay que distinguir entre personas que gustan de aquello sobre lo que escriben o cuentan y las verdaderamente expertas, las que tienen un amplio conocimiento sobre la materia tratada y continúan ampliando el mismo; en segundo lugar, no podemos olvidar que en muchas ocasiones el periodista (cruzando los dedos para que realmente lo sea) ha caído en esa sección como podría haberlo hecho en otra y, por lo tanto, se lo toma con un trabajo más, a veces con desgana, otras restándole importancia cuando, sin que la pasión llegue a cegar el entendimiento, hay que concederle la precisa (es un trabajo hacia los demás), confirmando los datos que se vierten; tampoco debe dejarse de lado la parte de verdad que había en el comentario primigenio que dio pie a este exordio, es decir, hay críticos que se erigen en jueces, que se consideran las únicas voces autorizadas, más inteligentes que el resto porque se camuflan en una prosa culterana, agotando el diccionario, manteniendo discursos abstrusos que marcan distancias, regodeándose en su supuesta clarividencia para apreciar las exquisiteces, encumbrando determinadas obras para creerse especiales.

   Y todo esto viene al caso porque The Master ha sido recibida con un entusiasmo irrefrenable por gran parte de la crítica especializada (no sólo en nuestro país), considerándola la mejor heredera de 2001: Una odisea del espacio (1968) por resultar muy críptica, difícilmente traducible a palabras por el grueso del público, compleja, abstracta, por superponer y al mismo tiempo ocultar diferentes niveles de lectura, en resumidas cuentas, por navegar en una ambigüedad que permite sacar las conclusiones que al oráculo le plazcan y mirar por encima del hombro a todo el que le contradiga o no comparta su opinión. La nueva película de Paul Thomas Anderson nació bendecida (nunca mejor dicho), puesto que hablamos de uno de los cineastas más alabados y prestigiados de las dos últimas décadas, aunque tampoco le faltan detractores y no todas sus obras han obtenido el reconocimiento unánime que suele serle habitual; conocedor del terreno que pisa, el director no dudó en mencionar la palabra “Cienciología” a la hora de presentar este trabajo e inmediatamente encontró los aliados adecuados, aquellos que se piensa los únicos capaces de desentrañar los múltiples significados que se esconden en las imágenes de The Master, aquellos que sintonizan a la perfección con el discurso que alienta el guión o, en realidad, con lo que interpretan e incorporan, hablando como si conociesen las motivaciones del artista y convirtiendo estas conclusiones en la única verdad posible, es decir, Anderson recurrió al viejo truco de pretender escándalo y/o polémica y, de esta forma, se garantizó la atención y el aplauso.

   Según se amplía su filmografía va dejando de ser una sorpresa, pero sigue resultando una decepción cómo un cineasta tan punzante, irónico, extravagante pero diáfano, con gusto para la composición y talento para hacer comprensible lo más insólito, abracadabrante pero honesto, ha devenido en un tramposo con ínfulas, que amaga pero no da, escondido detrás de un estilo elíptico, rimbombante pero hueco como el de Pozos de ambición (2007) o somero y desganado como el de la cinta que ahora nos ocupa, cómo alguien capaz de mantener el pulso narrativo durante más de dos horas y de hacer atractivo e interesante un asunto muy alejado de tus intereses (léase Boogie Nights (1997)) o de dar coherencia, unidad, tensión y hondura a un material que en las manos inadecuadas hubiese supuesto una ralladura desquiciada y desquiciante sin orden ni concierto (léase Magnolia (1999)) ha ido perdiendo fuelle y transformando sus obras en paquidermos que se mueven con lentitud, que apenas avanzan, que se quedan en la superficie o ni siquiera la rozan. En realidad, uno tiene muy claro lo que anida en el subsuelo de esta historia porque reconoce el escenario en que sucede, porque identifica personajes reales (en actitudes, comportamientos, ideas, gustos) y porque admiró las páginas de Elmer Gantry, novela publicada en 1927, uno de los títulos que le valieron el Nobel a Sinclair Lewis, texto que Richard Brooks transformaría en uno de sus filmes más electrizantes, El fuego y la palabra (1960), con unos Burt Lancaster y Jean Simmons brutales e inolvidables; pero la manera en que Paul Thomas Anderson la cuenta convierte The Master en una sucesión de secuencias que no engarzan entre sí, filmadas como a la carrera, sin sentido estético (y no se habla de belleza en sí misma, sino de un mínimo de cuidado en el encuadre), sin verdadera profundidad, sin contenido, sin entidad.

   Philip Seymour Hoffman es un viejo cómplice de Anderson, actor capaz de merendarse al resto del reparto tanto en un rol patético y humillante como el asumido en Boogie Nights como en un personaje hermético y doliente, escalofriante y doloroso, aquel enfermero que, casi desde el hieratismo, plantaba cara a los inmensos Tom Cruise, Julianne Moore y Jason Robards de Magnolia, logrando incluso grabarse en la memoria del espectador en apenas unos minutos en la curiosa aunque fallida Embriagado de amor (2002); cuando él está en escena parece que estamos viendo otra película: dosifica el histrionismo de su rol, pasando de lo volcánico a lo sencillo sin apenas transiciones, amedrenta con su voz, envuelve, conquista, repele, asusta, cautiva, divierte, repugna, en definitiva, regala una interpretación colosal, apabullante, imperecedera, que aún resalta más la afectación, la exageración, el barroquismo desaforado de Joaquin Phoenix, quien provoca fatiga sólo con su primera aparición, caminando encogido, con los brazos doblados hacia dentro, forzando el gesto, llegando a recordar en algunos momentos a uno de los hermanos Calatrava (y eso que no sólo ha demostrado en muchas ocasiones que sabe contenerse en papeles al límite –Gladiator (2000)-, sino que fue capaz de encarnar con emotividad a un personaje que no quiere dejarse atrapar por sus deseos y mantiene su tormento en el interior –Quills (2000)-). Es casi insultante pensar que ambos compartieron la Copa Volpi al mejor actor en el pasado Festival de Venecia o que alguien pueda equipararlos e igualarlos en el elogio cuando, al menos en esta película, están a años luz e incluso podría decirse que siempre, ya que se da la circunstancia de que, como no podía ser de otra manera, Philip Seymour Hoffman obtuvo su Oscar por Capote (2006) superando en la final al otro gran favorito, Joaquin Phoenix encarnando a Johnny Cash en la decepcionante En la cuerda floja (2006), sin duda una de sus mejores creaciones, pero muy inferior a la que ofrecía el que ahora es su compañero dando vida al despeñamiento personal y profesional de Truman Capote mientras daba aliento a una obra maestra como A sangre fría, que marca un antes y un después no sólo en el periodismo sino en la literatura –y a ver si, desde ahora, no vuelve a leerse en ningún lugar que Phoenix ha ganado un Oscar, a no ser que (los Cielos no lo quieran) se alce con el galardón dentro de un mes; debe ser que la nota de prensa que todos copian la escribió alguien que no contrasta, no confirma o directamente no sabe.

   Es una lástima cómo el enorme talento de Amy Adams, en un personaje que mejor escrito y bien desarrollado sería un auténtico bombón, queda desperdiciado, aunque ella encuentre la ocasión para transmitirnos con un par de miradas, con la manera de masticar algunas palabras, con algunos mohines, la compleja personalidad de una mujer que lleva escrita en la cara la fiereza, el fanatismo, el no arredrarse jamás del converso, auténtico sustento y aliento del maestro, verdadero motor de su esposo, infernal para sus opositores, en permanente labor proselitista, pero todo eso, que es lo verdaderamente importante, no despierta el interés de Paul Thomas Anderson, entretenido en escenas hueras, divertimentos propios, convencido de su trascendencia y genialidad.       

martes, 22 de enero de 2013

"LA NOCHE MÁS OSCURA": POR FIN, UNA DIRECTORA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Zero Dark Thirty DIRECCIÓN: Kathryn Bigelow GUIÓN: Mark Boal MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Greig Fraser MONTAJE: Dylan Tichenor, William Goldenberg REPARTO: Jessica Chastain, Jason Clarke, Joel Edgerton, Jennifer Ehle, Mark Strong


   Es curioso cómo el prestigio puede ganarse en ciertas ocasiones por motivos no exactamente relacionados o muy alejados de la esfera profesional de cada uno, del trabajo desarrollado, o cómo puede sustentarse en consecuencias que éste destila, pero que no hablan directamente de la calidad ni contenido del mismo. Kathryn Bigelow obtuvo casi desde los inicios de su carrera el aplauso casi unánime de público y crítica por dirigir películas que no casaban con el estereotipo que algunos tienen en la cabeza de las historias que interesan o necesitan a una mujer detrás de la cámara, típica frase publicitaria que muchos cacarean sin poseer un verdadero conocimiento (más bien, ninguno) sobre la trayectoria de otras féminas que antes o al mismo tiempo que ella también han asumido la labor de dirigir un filme; de hecho, en España tenemos un magnífico ejemplo de una señora que, además, abogaba por utilizar la palabra “director” como si fuese neutra, cambiando sólo el artículo que la precediese, para no crear diferenciaciones ni dar pie a ciertos discursos y que jamás rodó títulos que pudieran catalogarse como previsibles u obvios por este tipo de mentes reduccionistas: Pilar Miró. Así las cosas, cintas como Acero azul (1989) o Le llaman Bodhi (1991) fueron recibidas con excesivo entusiasmo por los mismos que, de no estar firmadas por quién lo estaban, las hubiesen despachado en dos frases sin prestarles mucha más atención; los parabienes y encomios alcanzaron su máxima expresión cuando la Bigelow presentó En tierra hostil (2008), historia centrada en una unidad de élite de artificieros en Irak, que se consideró su cima, la eclosión de su estilo (en realidad, movimientos espasmódicos y temblequeos que se supone inyectan adrenalina a las secuencias de acción o tensión), y que concluyó con su entrada en la particular historia de los Oscar como la primera mujer en hacerse con una estatuilla a la mejor dirección del año (¡Y Barbra Streisand, la que fue ignorada por Yentl (1983) y El príncipe de las mareas (1991), aceptó entregárselo!), precisamente en una edición en que hubiesen podido ser premiadas con mucho más merecimiento la Jane Campion de la bella Bright Star (2009) –de no haber mediado Steven Spielberg con La lista de Schindler (1993), sería el nombre que pronunciaríamos a la hora de enumerar este hito junto a esa obra maestra llamada El piano (1993)- o la Lone Scherfig de la estimulante An education (2009).

   Puesto que el cine bélico o de acción militar o como quiera denominarse le había procurado tantas mieles (mientras nadie recordaba que Liliana Cavani había dirigido La piel en 1981), no resultó extraño que el nuevo proyecto de Kathryn Bigelow tras el Oscar tuviese puntos en común con su antecesora más inmediata y que, buscando una publicidad extra, pretendiese narrar la caza del líder de Al Qaeda, el terrorista más buscado, el enemigo número uno de Estados Unidos (y de cualquier parte), Osama Bin Laden. Y para los que nos temíamos una repetición de En tierra hostil, es decir, una película plana, cansina, torpe, sin vida, sin emoción, sin personalidad, llegó La noche más oscura a taparnos la boca y provocar nuestra admiración, precisamente por olvidarse de todos sus vicios, sus manierismos, su falsa modestia, su tufillo petulante, su preponderancia de lo netamente extracinematográfico (aunque, en honor a la verdad, eso lo fomentaban, glosaban y añadían otras voces más que la propia directora) y por manejar con tino un material complicado que puede embarrancar en muchos escollos y que el modélico guión de Mark Boal evita con maestría; jamás se consiente un tono triunfalista, de alarde, de superpotencia, no busca crear polémica recurriendo a trucos baratos o maniqueísmos tramposos, no intenta esconder la ambivalencia de lo narrado, las zonas oscuras, mantiene un equilibrio plausible a pesar de su clara postura ideológica ya que, en contra de lo que muchos han aplaudido, el filme no oculta de lado de quién está, pero lo integra en la historia sin caer en el proselitismo o la propaganda. Esta toma de partido puede rastrearse sobre todo en la primera parte, cuando no oculta las torturas sufridas por prisioneros a manos de militares y agentes de la CIA pero apenas hace hincapié en ellas, las filma muy rápido y centrándose más en el cambio que experimenta el personaje principal ante la práctica de las mismas que en el dolor infligido a los que las sufren; sin necesidad de mostrar escenas que nos hagan apartar la visión, tal vez ahí hubiese sido necesario alguien como la Pilar Miró de El crimen de Cuenca (1980) –aunque en Hollywood este nombre pueda sonarles más exótico que el de algunos cineastas orientales-, para hacer hincapié en el debate que provocó la muerte de Bin Laden, es decir, volver a poner entre interrogaciones el lema que alentaba las páginas de El Príncipe de Maquiavelo: ¿El fin justifica los medios?.

   Pero esos matices no ensombrecen el estupendo espectáculo (dicho sin tono peyorativo, sólo desde la perspectiva de alguien que paga una entrada y se sienta en una butaca para dejarse llevar por el arte) que brinda La noche más oscura: una trama completamente inteligible a pesar de los cargos, nombres, posición en el escalafón, organizaciones, mil datos que se acumulan, capaz de sintetizar información sin resultar prolija o caer en el didactismo más enervante (al modo del peor Aaron Sorkin, o sea, el de La red social (2010)), sin perder el pulso narrativo durante sus dos horas y media, las cuales pasan en un soplo. Cuando uno pudiera pensar que en determinado momento (especialmente en el último tramo) Kathryn Bigelow va a caer en los errores tantas veces cometidos, la directora sabe contener su cámara, acompasar el ritmo, no recrearse en lo innecesario, no subrayar nada, antes bien, mantiene unas distancia y elegancia que posibilitan que el espectador confirme o se replantee su punto de vista sin que nadie le manipule, ejecutar sin lugar a dudas su trabajo más medido, más certero, el culmen de su carrera y que, a pesar de los pronósticos, como en tantas ocasiones, ha quedado fuera de las candidaturas a los Oscar, decisión que aún escuece más si pensamos que han sido seleccionados David O. Russell por El lado bueno de las cosas (2012) y Benh Zeitlin por Bestias del sur salvaje (2012), pero ya llegaremos a ambos títulos en su momento.

   Aunque es una película que se basa en los acontecimientos, en lo que sucede, en la planificación, en el desarrollo de la captura del terrorista, la columna vertebral de la misma recae sobre los hombros de la actriz más versátil que hayamos podido conocer en los últimos tiempos, alguien que en poco más de un año se ha convertido en un nombre imprescindible y que ya nos ha regalado un puñado de interpretaciones dignas de los elogios más encendidos: Jessica Chastain. Igual hace creíble haber sido la joven que con el paso del tiempo se convirtió en la enorme Helen Mirren en La deuda (2010), que se pone a la sombra de la inmensa Vanessa Redgrave dándole un soporte enérgico equiparable al que ella desarrolla en Coriolanus (2011), como recupera el aire y espíritu de la maravillosa Jessica Lange de Las cosas que nunca mueren (1994) –sin imitarla jamás- en esa joyita conocida como Criadas y señoras (2011) y que supuso su primera candidatura al Oscar. Ahora puede considerarse que es la encargada de salvar el honor de La noche más oscura el próximo 24 de febrero, si logra quitar de su camino a la que parece su única contrincante para alzarse con el premio de la Academia a la mejor actriz (cuando cualquiera de las otras tres nominadas le da cien vueltas, aunque sólo Emmanuelle Riva alcance –y supere- lo excelso), es decir, Jennifer Lawrence; el galardón premiaría una actuación sutil, matizada, que extrae oro de un rol antipático, ambiguo, incómodo, polémico, al que Jessica Chastain sabe humanizar, iluminar u oscurecer según convenga, imponiendo su presencia incluso cuando la cámara apenas se fija en ella, cuando se integra en el conjunto, rellenando con gestos y miradas el dibujo somero y a veces esquemático que aparece en guión, suministrando mucha información con sus diferentes reacciones, insuflando alma a esta mujer frágil y quebradiza que se va endureciendo y afilando sus aristas, sin necesidad de caer en lo mesiánico para transmitir su obsesión, su único pensamiento, su único objetivo: encontrar a Bin Laden.

viernes, 18 de enero de 2013

"MÁS ALLÁ DE LAS COLINAS": OVEJA DESCARRIADA





TÍTULO ORIGINAL: Dupa dealuri DIRECCIÓN: Cristian Mungiu GUIÓN: Cristian Mungiu (basado en las novelas de no ficción Spovedanie la Tanacu y Cartea Judecatorilor de Tatiana Niculescu Bran) FOTOGRAFÍA: Oleg Mutu MONTAJE: Mircea Olteanu REPARTO: Cosmina Stratan, Cristina Flutur, Valeriu Andriuta, Dana Tapalaga


   Siempre es mucho más difícil reponerse de un éxito que de un fracaso, sobre todo porque del segundo se aprende, se sacan conclusiones, experiencias que no se quieren repetir y se procura encauzar la deriva que no supimos evitar o prever (lo que tampoco garantiza que alcancemos nuestro objetivo en otra intentona porque ya se sabe que el ser humano tiene mucha tendencia a tropezar en el mismo lugar tantas veces como sea necesario); asumir un éxito es complicado, porque nunca está uno totalmente seguro de cómo lo ha conseguido, si existiese la fórmula que lo garantizase nadie se resistiría, llegado el momento, a aplicarla, porque lo que en el mundo del arte funciona y gusta un día sufre el desaire y abandono del público al siguiente, porque puede ser algo tan efímero como continuado en el tiempo, nunca puede preverse, y, en realidad, no depende tanto del talento como de la recepción que se dé a un trabajo que, por desgracia así lo demuestra la experiencia, la mayoría de las veces no supone la mejor muestra de la excelencia del artista. El cineasta rumano Cristian Mungiu captó la atención mundial con su obra 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), obteniendo la máxima distinción del Festival de Cannes (es decir, la Palma de Oro) en una competición plagada de nombres que suelen contar con el beneplácito de los jurados para, en ocasiones, premiarse a sí mismos por su perspicacia y entendimiento (concurrieron los últimos trabajos de Fatih Akin, Quentin Tarantino, Béla Tarr, Gus Van Sant, Kim Ki-Duk, David Fincher, Julian Schnabel, Emir Kusturica, Wong Kar Wei e incluso el No es país para viejos de los hermanos Coen); aquella cinta conseguía remover al espectador con planos muy abiertos, filmando con distancia, sin posicionarse, con una asepsia que en ciertos momentos incomodaba ante el peso del dolor, el miedo y la angustia que experimentaba la protagonista, involucrando e implicando con un estilo desnudo, despojado, minimalista, suprimiendo cualquier tipo de moralina o proselitismo, ayudado por unas intérpretes (especialmente Anamaria Marinca, que no fue premiada en el Festival por esas absurdas reglas en ocasiones no escritas que comentaremos un poco más adelante) a las que no les importaba resultar antipáticas e incluso odiosas a la platea al verse envueltas en las ambigüedades cotidianas (¡Qué esquemática e injusta resulta la persona que es capaz de reducir todo a blancos y negros, ignorando la amplia gama de grises!). Con estos antecedentes (y unas cuantas distinciones más que sería prolijo enumerar), es comprensible que los ojos de los cinéfilos estuviesen muy pendientes de la nueva entrega de Mungiu, quien, tras participar en el filme colectivo Historias de la edad de oro (2009) escrito por él en su totalidad, dio a conocer su nueva obra en solitario en el último Festival de Cannes, nobleza obliga.

   Más allá de las colinas deja claro casi desde el principio su parentesco con 4 meses, 3 semanas, 2 días: es, de nuevo, la historia de dos amigas y, como en aquella cinta, una está dispuesta a cualquier sacrificio, a cualquier martirio (y el uso de esta palabra no se hace en balde), con tal de ayudar a la otra. El estilo vuelve a ser lacónico, austero, complementándose perfectamente con el que se erige como prácticamente único escenario: un aislado convento ortodoxo, una pequeña comunidad religiosa patriarcal, endogámica y cerrada en sí misma, alejada de cualquier núcleo urbano, unas cuantas construcciones en las que las mujeres y el sacerdote que la conforman viven volcados en la oración y los trabajos que les permiten subsistir, lugar al que llega el elemento extraño, la posible nefasta influencia del exterior, la manzana tocada por la podredumbre, la que puede agujerear incluso los mimbres del cesto. Una de las monjas recibe la visita de la que es amiga suya desde que coincidieron de niñas en un orfanato, la cual pretende que no se separen más y que ambas emprendan un nuevo camino en Alemania; pero la fe que actualmente profesa la visitada, su creencia ciega en las bondades de quien dirige y rige la congregación, la impelen a comenzar una labor de catequización intentando que su antigua compañera pase a engrosar las filas de la orden tropezando desde el comienzo con la desconfianza del resto y con la enigmática personalidad de su amiga, personaje sombrío lleno de rencor y reproches.

   Con este material absolutamente explosivo, el cineasta se pierde en la morosidad de secuencias muy largas con planos casi fijos, sin saber manejar las corrientes subterráneas que mueven a los personajes, sin crear una atmósfera opresiva que exacerbe la claustrofobia más terrible que puede experimentarse, es decir, la que uno sufre cuando se enfrenta a sí mismo, cuando se cuestiona su realidad, cuando no logra comunicarse o comprender a aquellos a los que quiere; todo lo que Mungiu supo armonizar con maestría en su título anterior actúa aquí como lastre, como red en la que se enmarañan las implicaciones que los hechos narrados (inspirados en sucesos reales) podrían provocar si el director no llevase su frialdad y distanciamiento hasta límites que provocan una simplificación que termina por devenir en un maniqueísmo torpe y que, a buen seguro sin pretenderlo, supone (o así puede quedar en el ánimo del espectador) una toma de posición por parte de la película. No es que se exija mostrar lo que no es necesario y resultaría escabroso, pero alejar la cámara en determinados momentos o dejar fuera de foco gran parte de lo que sucede en la segunda parte, unido al tratamiento dado a los roles principales, hace que sea inevitable sentir desprecio por la visitante y, aunque con estupor e incomprensión, apoyar los anhelos de la comunidad religiosa por solucionar el problema, sea cual sea la forma elegida para ello, cuando lo lógico sería ir alternando nuestra visión y opinión según se desarrollan los acontecimientos (pensar lo que hubiese hecho con este material un maestro de lo ambiguo e incluso de lo hermético como Ingmar Bergman –y más tocando temas como la redención, la fe, el pecado, el demonio- o tener muy fresca en la retina la reposición de esa joya exquisita, intensa y preciosista en su sobriedad llamada El festín de Babette (1987) coadyuvan a que el descontento del que contempla aumente sin posibilidad de refrenarlo).

   Las dos protagonistas del filme, Cosmina Stratn y Cristina Flutur, compartieron el galardón a las mejores actrices del certamen en Cannes (la cinta, además, vio premiado su guión), en una de esas decisiones que sólo se dan en los Festivales, donde hay que contentar a muchos, repartir el pastel del prestigio, ponerse medallas de “nosotros le descubrimos”, atender a reglas que cambian según las tornas y conveniencias de cada edición, maniatar la decisión de un jurado con instrucciones que provocan que se hable de la decisión de Cannes (o de Venecia o de Berlín o de San Sebastián) y suela olvidarse (o ignorarse) quiénes fueron convocados para actuar como jueces y, especialmente, quién presidía el tribunal. Aunque tendremos tiempo de volver más prolijamente a este asunto cuando hablemos de Amor (2012), la obra maestra de Michael Haneke, podemos recordar que ésta obtuvo la Palma de Oro y que las normas dicen que la película que se encarama a lo más alto del palmarés no puede obtener otro reconocimiento y, por lo tanto, Emmanuelle Riva no pudo ser coronada, como hubiese sido lógico, y su lugar en el podio lo ocuparon las actrices de Más allá de las colinas (dejando fuera también a la escalofriante Marion Cotillard que ya glosamos al hablar sobre De óxido y hueso (2012)) –por esta misma razón, como antes avanzamos, no pudo ser premiada en su día Anamaria Marinca por 4 meses, 3 semanas, 2 días-. Confiemos en que la próxima vez que Cristian Mungiu se ponga detrás de la cámara olvide lo que le hizo famoso, lo que le hizo ganar un merecido aplauso, y filme sin pensar en nada más que en contar una historia y llevar al espectador por un viaje lleno de vericuetos, el de la naturaleza humana.

martes, 15 de enero de 2013

"LOS MISERABLES": ACARTONAMIENTO Y GRANDILOCUENCIA


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Les Misérables DIRECCIÓN: Tom Hooper GUIÓN: William Nicholson (basado en el musical homónimo de Claude-Michel Schönberg, Alain Boublil y Jean-Marc Natel, versión en inglés de Herbret Kretzmer, inspirado a su vez en la novela homónima de Víctor Hugo) MÚSICA: Claude-Michel Schönberg FOTOGRAFÍA: Danny Cohen MONTAJE: Chris Dickens, Melanie Ann Oliver REPARTO: Hugh Jackman, Russell Crowe, Anne Hathaway, Amanda Seyfried, Sacha Baron Cohen, Helena Bonham Carter, Eddie Redmayne


   Hoy entramos en el género más polémico, el que más enfrentamientos ocasiona, el que tiene los defensores más apasionados y los detractores más furibundos, aquel con el que no parecen posibles las medias tintas, aquel que, como el resto, se reduce en muchas ocasiones a tres o cuatro tópicos, a sus mimbres más finos, a su esquema más básico, sin reparar en que los hay de muy diferentes tipo y condición, sin reconocerle evolución ni matices: el musical. Al igual que muchos no reparan (o al menos no parecen hacerlo en sus comentarios) en que no todos los western se parecen y que no es lo mismo Río Bravo (1959) que La diligencia (1939) o que Winchester 73 (1950), aunque tengan elementos comunes, tiende a decirse (con bastante menosprecio) que “visto un musical vistos todos”, aplicando una tabla rasa injusta y reduccionista que iguala El rey y yo (1956) con Hairspray (2007) o Cantando bajo la lluvia (1952) con Cabaret (1972) y a las cuatro entre sí, olvidando también que hay cintas del género que nos ocupa(nos ceñimos al cine a la hora de buscar ejemplos) en las que las canciones, los números de baile, se intercalan con un texto mínimo que puede tener más o menos fortuna cómica, no tienen nada que ver con la acción y son, en realidad, lo importante, el reclamo para el público –de la deliciosa Sombrero de copa (1935)a la magistral Melodías de Broadway 1953 (1953)-, mientras que en otras la parte cantada (como dicen algunos) es fundamental para comprender la trama, no se trata de que “llega uno y a la mínima se pone a cantar”, sino de que las canciones son la vía de expresión de los sentimientos del personaje, aportan datos fundamentales para comprender y seguir la historia narrada.

   Buscando cimientos sólidos que ofreciesen cierta seguridad y supusieran una carta de presentación que pudiese resultar digna y poco populachera a los que despachan así el género (y sin embargo proclaman que la ópera, llena de libretos exacerbadamente melodramáticos que repiten hasta la saciedad sus convenciones, es considerada sublime y elitista, cuando se nutre de cuentos y leyendas, de la tradición más popular, cuando Verdi, Mozart o Puccini gozaron en su momento del aplauso más generalizado), no se sabe si por un cierto complejo o por marcar distancias apareció la idea de transformar en musical una de las novelas más grandes, apasionantes y complejas que haya dado la literatura en todos sus siglos: Los Miserables de Víctor Hugo, concebida como “obra total” en la que nada quedase fuera, en la que la peripecia de los muchos personajes que el autor pone en juego se va interrumpiendo (muy al modo del siglo XIX) para describir los escenarios, la política del momento (tan decisiva en el devenir de la trama y muy prolijamente reflejada), la batalla de Waterloo (rememorada en unas casi 100 páginas con todo lujo de detalles), permitiéndose el novelista todas las digresiones que considerase necesarias para expresar su visión del mundo, con reflexiones religiosas, filosóficas o de índole social. El resultado de esta traslación se convirtió en la obra musical que más tiempo lleva representándose en el West End londinense donde se estrenó en octubre de 1985 –Andrew Lloyd Webber estrenaría su El fantasma de la ópera un año después, aunque ésta ostenta el récord de ser el evento que más ganancias ha producido en el mundo del entretenimiento- y cuyo éxito y popularidad no hace sino aumentar día a día; la idea de adaptarla a la gran pantalla empezó a acariciarse tan sólo tres años después de su primera alzada de telón y el elegido para orquestarla era Alan Parker –si pensamos en la revolución que supuso Fama (1980), en cómo armonizó música e imágenes en The Wall (1982), en la energética The Commitments (1991) o en su magistral Evita (1996) dan ganas de llorar porque no haya sido posible-. Al final, tras tantos años de espera, Los Miserables ha llegado al cine y acaba de ser considerada la mejor película de comedia o musical por la prensa extranjera de Los Ángeles galardonada, por lo tanto, con el Globo de Oro en esa categoría y siendo el título más premiado de la noche.

   Una de las mayores preocupaciones de los autores del libreto fue hacer justicia a Víctor Hugo y en algunos casos tomaron frases literales del original francés que intentaron engarzar con la música y armonizar con desigual fortuna: en determinados momentos, la letra ahoga a los intérpretes, les llena la boca de palabras, la lengua se enreda, es demasiado abigarrada, lo que se traduce en un envaramiento bastante difícil de evitar, en una acumulación de situaciones (ya el prolijo y no siempre armónico prólogo deja claro cuál será el desarrollo posterior); aunque se lucha por la libertad, se cuenta una revolución, hay amores ocultos, otros que parecen condenados a no consumarse, odios, persecuciones, huidas, momentos cómicos, es decir, todos los ingredientes necesarios para un viaje de más de 1.000 páginas, en escena el musical suele resultar demasiado estático, muy forzado, pasando de una cosa a otra sin demasiadas explicaciones, reduciendo a la mínima expresión personajes muy complejos cuya tormenta y tortura interior es difícil sintetizar en una canción (aunque haya quien se lleve las manos a la cabeza ante un comentario similar porque les resulta sacrílego hablar así de una obra que de una forma u otra pertenece a Víctor Hugo –muchos son los mismos que hacen un mohín de desdén ante lo que, como poco, les parece una horterada aunque lo firme George Bernard Shaw y supusiera un merecido y ansiado Oscar para George Cukor, es decir, My Fair Lady (1964)-). Es, por ello, un lujo el reparto reunido para esta adaptación puesto que extraen mil matices de una partitura que no siempre ayuda a que eso sea posible (y para colmo por un director que no parece estar muy por la labor, aunque de eso hablaremos un poco más tarde): Hugh Jackman, un caballero para el que el género no tiene secretos (ojalá alguien se anime a que continúe en esta línea -¿Dónde está Barbra Streisand? ¿Por qué en lugar de convertirse en la comparsa de Seth Rogen –aunque se lo merendará a buen seguro- no dirige Sunset Boulevard con Jackman y Glenn Close?-), crea un Jean Valjean arrebatador, nada engolado, carismático y contundente, el único verdadero contrincante de Daniel Day-Lewis en la próxima entrega de los Oscar; Russell Crowe construye un Javert que logra romper el estatismo y la unidimensional que parece condenado en los diferentes montajes que hayan podido verse (y eso que un jovencísimo Miguel del Arco logró en Madrid en 1992 mucho más que intérpretes más experimentados); Amanda Seyfried queda un tanto arrinconada pero consigue imponerse con su espléndida voz y demostrar aún más el error de casting que supone Eddie Redmayne, el único empeñado en demostrar y lucir su voz, exagerando la(s) nota(s) en cuanto encuentra la ocasión.

   Anne Hathaway merece su propio párrafo, puesto que con apenas unos minutos en pantalla se está convirtiendo con toda justicia en una de las actrices más galardonadas, aunque eso vaya en detrimento de las que suelen ser sus competidoras, la que debería ser imbatible Helen Hunt de Las sesiones y la siempre estupenda Sally Field (ya analizaremos Lincoln con más detenimiento dentro de poco). Convertida en estrella tras Princesa por sorpresa (2001) con un repertorio inagotable de morisquetas que no conseguía eclipsar la categoría de la gran Julie Andrews -miren por dónde, ya que hablamos de musicales-, Hathaway parecía destinada –para suplicio de los espectadores- a repetirlas  hasta la saciedad, sobre todo tras resultar innecesaria –como tanto estrambote con el que engordaron el relato original- en Brokeback Mountain (2005) y ser anodina en El diablo viste de Prada (2006) –no hay excusa por mucho que Meryl Streep desplegase de nuevo su inagotable magisterio-, pero llegó una estimulante cinta como La joven Jane Austen (2007) para revelar que la joven actriz escondía mucho más de lo que pudiera pensarse y demostró que eso no era un espejismo en la fallida La boda de Rachel (2008), en la que estuvo por encima de un guión poco y mal desarrollado, de una dirección lastimosa y a la altura de una impactante Debra Winger. En Los Miserables asume uno de los bombones de la obra, puesto que tiene que interpretar una de las joyas de la corona, una canción que ha pasado al repertorio de grandes estrellas al margen de su inclusión en un musical, pero tiene en su contra que desaparece tras la primera media hora (en la novela de Víctor Hugo su historia ocupa al menos doscientas páginas); sin embargo, Anne Hathaway consigue grabarse con tinta indeleble en la retina, en el ánimo, en el corazón del espectador con su I Dreamed a Dream, rodado en un único plano: su rostro golpeado (no sólo literalmente) por una vida que le niega cualquier posibilidad de ser feliz, enmarcado por la nada, un tanto escorado hacia un lado de la pantalla, sus ojos arrasados por las lágrimas, su cuello que refleja los esfuerzos de esta mujer por obligarse a respirar, su forma de vivir y expresar la letra de la canción, sin ir de gran estrella, de diva, susurrándola a veces, tragando saliva otras, transforman esta secuencia en una de las más inolvidables que puedan verse actualmente en pantalla.

   Y todo ello, a pesar de lo pésimamente que la encuadra Tom Hooper, un director con un Oscar, un director de prestigio, un señor que parece vivir con el complejo de que le acusen de clásico, de esteta, y que exagera todo lo que puede, retuerce los encuadres, abigarra el estilo (y es marca de fábrica porque ya pudimos apreciarlo –y dolernos por ello- en la por otro lado interesante miniserie Elizabeth I (2005) donde, por fortuna, Helen Mirren, Jeremy Irons y Hugh Dancy deshacían el entuerto y en la que podría haber sido la cinta más encantadora del año si no se hubiese empeñado en afearla, es decir, El discurso del rey (2010), que de nuevo salvaban y con creces los actores –Colin Firth y Geoffrey Rush en absoluto estado en gracia-). En esta ocasión parece imbuido del espíritu de Víctor Hugo en el sentido de que quiere que todo resulte grandioso, espectacular, apabullante, y lo que consigue es fatigar al espectador, lograr que éste sea aún más consciente de los errores del libreto, no aligerar lo que ya resulta moroso en la partitura: no es capaz ni de lejos de aportar la frescura y liberación que Robert Wise imprimió a Sonrisas y lágrimas (1965), sacándola del encorsetamiento del escenario para convertir los escenarios naturales en parte fundamental de la historia; no sabe aprovechar lo que no importa que se vea y sepa como decorado al modo en que Robert Wise -¡De nuevo!- y Jerome Robbins articularon su West Side Story (1961); impide que la debutante cinematográfica Samantha Barks se luzca como merece en otra de las grandes canciones del musical –On my Own-; convierte a Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen –con lo que supo extraerle Tim Burton en Sweeney Todd (2007)- en personajes demasiado grotescos que no provocan las carcajadas y el alivio cómico que deben suponer e incluso cansan sus reapariciones; en definitiva, remueve e indigna que apenas se valorase (e incluso se atacase encarnizadamente) la medida, certera y prodigiosa dirección de Bill Condon en Dreamgirls (2006) o de Rob Marshal en Nine (2009) y sin embargo se esté aplaudiendo en muchos lugares este despropósito que ha llevado a cabo Hooper (debe ser que algunos, empeñados en salvar este musical en concreto como no lo hacen con otros títulos –pero, claro, no proceden de una obra de prestigio-, están dispuestos a abrir la mano).      

lunes, 14 de enero de 2013

GLOBOS DE ORO: COMO MUCHO, EN EL RECIBIDOR







      Durante mucho tiempo se ha mantenido (y aún se sigue afirmando en más de un foro de debate) que los Globos de Oro son la antesala de los Oscar, que marcan tendencia, la línea a seguir, que la Academia tiene muy en cuenta lo que opina la prensa extranjera afincada en Los Ángeles; si bien es cierto que en muchas ocasiones las listas de galardonados en unos y otros premios son intercambiables, el hecho de que algunas candidaturas diferencien géneros (las películas y los actores principales son premiados en drama y en comedia o musical -¡Cómo si fuese lo mismo!-) hace más fácil la coincidencia (son cuatro los elegidos) y por otro lado propicia la aparición de nominados y vencedores que ni siquiera llegan a la final del trofeo más codiciado (se diga lo que se diga) en el mundo del cine. Por otro lado, las implicaciones, querencias, filias y fobias de los votantes de los Globos tienen poco que ver con las de los convocados en los Oscar, aunque en ocasiones se parezcan puesto que aquellos dependen mucho de la relación que los grandes estudios mantengan con ellos a la hora de desarrollar su trabajo y, por eso, si analizamos su historia, nos encontramos con galardones mucho más conservadores, tópicos, obvios y repetitivos que los de la Academia (saben acariciar el lomo de aquel que les interesa, aunque quieran transmitir una imagen de independencia); y, por supuesto, siempre llegamos a un año en que todo el mundo consensua y una película, un director, un actor o actriz (o los cuatro a la vez) se convierte en lo único premiable, censurándose con saña cualquier otra posibilidad que no sea la de seguir aumentando las distinciones del bendecido de turno. La última edición de los Globos de Oro ha deparado muchas sorpresas y, sin embargo, no creo que haya hecho cambiar demasiado el curso de las apuestas de cara a los Oscar del próximo 24 de febrero, cuya partitura, por otro lado, algunos creen saber ya escrita y que en realidad se presenta llena de incógnitas y de variables, por mucho que algunas categorías parezcan muy claras y con escasa o nula probabilidad de cambiar, ahí sí, la letra ya pactada (no por ello menos merecida).

   Y, ahora, en pequeñas píldoras, algunas impresiones sobre lo vivido hace unas horas:

   -Tina Fey y Amy Poehler barrieron de un plumazo al cansino provocador Ricky Gervais, demostrando cómo ser cáusticas, satíricas, crueles y demoledoras, provocando auténticas carcajadas y ganándose al público sin alardear ni exhibir prepotencia, riéndose de sí mismas y de todo bicho viviente, con sentido del ritmo, del espectáculo y de la medida, sin saturar ni buscar protagonismos excesivos (todo lo contrario que Will Ferrell y Kristen Wiig, a los que bastaron dos o tres minutos en escena –que se hicieron eternos- para fatigar e irritar a gran parte de la audiencia; ¿por qué lo llaman comedia cuando quieren decir estupidez?).

   -Julianne Moore dejó claras una vez más su categoría y elegancia, alzándose con el premio en la categoría de televisión por su espléndida recreación de Sarah Palin (si Game Change se hubiese estrenado en cines, tanto ella como Ed Harris –también galardonado como secundario- obtendrían por fin un más que merecido Oscar). El único punto negro en este momento que uno aplaudió con fervor fue que, al considerar American Horror Story. Asylum como miniserie (aunque es su segunda temporada, el hecho de que cada una sea autoconclusiva así lo provoca), la inmensa Jessica Lange se quedó compuesta y sin Globo por su creación de la hermana Jude que, sin duda, ya ha pasado a engrosar con letras doradas la lista de interpretaciones a recordar.
   -Jodie Foster recogió el premio a toda su carrera, el Cecil B. de Mille, y al ver en un clip un recordatorio de gran parte de esta parece excesivo, aunque nadie pueda negarle dos o tres títulos memorables -Taxi Driver (1976) y El silencio de los corderos (1991)-. Su discurso de agardecimiento fue un tanto errático, a veces incluso contradictorio, sin abandonar del todo su sempiterno tono prepotente y distante, pero logró un momento cierta y sinceramente emocionante al mencionar a su madre.

   -Los miserables fue la cinta mejor considerada al obtener tres premios, desmesurado el que la corona entre los filmes de comedia o musical, pero recibido con alegría ya que supuso apear de su pedestal a El lado bueno de las cosas, título rodeado de una aureola que no merece y que va cosechando distinciones y parabienes por donde quiera que pasa. Congratula ver a Hugh Jackman como mejor actor por estar al margen de las trapisondas de Tom Hooper y, como el resto del reparto, emocionar desde la interpretación, más que desde el lucimiento vocal o la partitura; en este sentido, merece mención especial (y todo lo que está recibiendo) Anne Hathaway por hacernos vibrar en poco más de tres minutos y grabarse con tinta indeleble en la memoria del espectador a pesar de desaparecer de escena cuando aún quedan algo más de dos horas de metraje. No supera a la Helen Hunt de Las sesiones ni a la Sally Field de Lincoln, pero no su triunfo no puede calificarse de injusto, y tuvo la clase y el buen gusto de centrar buena parte de su discurso de agradecimientos en los muchos méritos artísticos de la segunda.

   -Daniel Day-Lewis se alzó, como era lo esperado, con el Globo de Oro como mejor actor en un drama por su cuidada y matizada asunción de un personaje icónico, Abraham Lincoln, huyendo del artificio y pomposidad que suele acompañar a este tipo de interpretaciones. Puesto que en los Oscar le han evitado el enfrentamiento con el John Hawkes de Las sesiones y el Jean-Louis Trintignant de Amor (ninguneado en la casi totalidad de galardones que se entregan, tal vez algún día podamos encontrar explicación), es, con permiso de Hugh Jackman, el único merecedor de la estatuilla.

   -Jennifer Lawrence, la actriz más sobrevalorada de los últimos tiempos, ganó de una sola tacada a intérpretes tan superlativas como Judi Dench, Maggie Smith (que, por lo menos, fue galardonada en el apartado de televisión por su insuperable Lady Violet en Downton Abbey), Meryl Streep y Emily Blunt por una de las composiciones más anodinas, absurdas y carentes de alma que jamás puedan contemplarse y fue coronada en el apartado de comedia. Aunque todo apunta a que pudiera repetir reconocimiento en febrero, esperemos que la camaleónica Jessica Chastain vuelva, como anoche, a salvar el honor de la estupenda La noche más oscura y junte a su Globo de Oro como mejor actriz de drama el Oscar y deje a la muchacha con el mismo gesto de estupor que siempre pasea (todo ello, claro, sin dejar de desear que todo el mundo se rinda a la evidencia y el nombre oculto en el sobre sea el de Emmanuelle Riva quien, directamente, juega en otra Liga).

   -Django desencadenado ganó contra pronóstico dos galardones: los de mejor guión (sorprendente que distingan un libreto tan sangriento, desaforado e incluso apologético, que busca la risa sin recato aunque muestre tantas barbaridades) y mejor actor secundario (que parecía destinado a Leonardo DiCaprio por la misma cinta –demasiado grotesco, aunque es lo que le pide Tarantino- y fue a las manos de Christoph Waltz, el cual repite gestos, tics y casi movimientos de su recordada y estupenda interpretación en Malditos bastardos (2009), a las órdenes del mismo director).

   -Argo dio la campanada al auparse a lo más alto como mejor película dramática y suponer para Ben Affleck el premio a la mejor dirección; sin batir las marcas alcanzadas por Kathryn Bigelow y Ang Lee, es un muy justo ganador por recuperar una manera clásica de narrar, por no tener pudor en ponerse a la sombra de grandes maestros, por evitar cualquier tentación autoral o de modernización a la que más de uno (léase Tom Hooper, que estaba sentado cerca) nos tiene acostumbrados. Es el triunfo de la constancia, del trabajo bien hecho, de una cinta que nos devuelve el sabor del cine que nunca pasa de moda.

   -Y Michael Haneke recogió (¡De manos de Stallone y Schwarzenegger –austriaco, recuérdenlo-¡) el Globo de Oro a la mejor película en lengua extranjera por Amor que, tal vez, quede como la mejor de la década e incluso del siglo. Sí, puede sonar exagerado, pero es tan impresionante, tan demoledora, tan impactante, tan obra maestra, que todo parece poco para encomiarla y reconocerla.