miércoles, 29 de mayo de 2013

"THE TRIP": SIN DIRECCIÓN NI RUMBO FIJO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Trip DIRECCIÓN: Michael Winterbottom GUIÓN: No consta MÚSICA: Steve Brown FOTOGRAFÍA: Ben Smithard MONTAJE: Mags Arnold, Paul Monaghan REPARTO: Steve Coogan, Rob Brydon, Paul Poppelwell, Margo Stilley, Clare Keelan


   Volvemos al eterno asunto de la versatilidad, cualidad deseada en aquellos artistas que admiramos, aunque no imprescindible, sobre todo cuando su búsqueda por parte del creador va denotando todo lo contrario, es decir, que no se posee y, además, subraya una manifiesta falta de personalidad, hecho significativo y diríase necesario a la hora de cautivar al público y lograr su aquiescencia y entrega. Por no repetir un discurso ya enarbolado en otras ocasiones, sólo diremos someramente que nadie exigió a Hitchcock que rodase un musical o un western (y, reconociendo su magisterio, su estilo, su manera de narrar, qué diferentes son entre sí Encadenados (1946), Psicosis (1960) o Pero… ¿quién mató a Harry? (1955)) o nadie esperó otra cosa de John Ford, más que algunas de las mejores películas de todos los tiempos, sin tener en cuenta a qué género se adscribían (y, por otro lado, sigue siendo el cineasta más premiado en la historia de los Oscar por cuatro títulos tan diversos como El delator (1935), Las uvas de la ira (1940), ¡Qué verde era mi valle! (1941) y El hombre tranquilo (1952)); por supuesto que es muy decepcionante caer en la cuenta de alguien se repite hasta la saciedad o vive de rentas pasadas o se convierte en un triste remedo de sí mismo o, por encima de todo, ha perdido la inspiración, la magia, la capacidad de fascinación, pero es aún peor cuando nos enfrentamos a un autor imprevisible, pero sólo en los primeros compases, en el inicio, en la sinopsis, en el primer movimiento, y todo lo que sigue es la misma sucesión de errores, de levedades, de engolamientos disfrazados de naturalismo de que adolece gran parte del resto de su obra.

   Michael Winterbottom es uno de esos cineastas que goza de un general beneplácito, sobre todo entre la crítica, por una filmografía a contracorriente, mezclando e innovando géneros, aportando una mirada personal a asuntos cotidianos y concretos y a los grandes temas universales, por rodar en cada momento lo que apetece y en la manera en que considera idónea sin tener en cuenta la taquilla o las voces opositoras; sobre el papel, sus ideas provocan ese apetecible cosquilleo que de niño se apoderaba de tu estómago ante los anuncios de los próximos estrenos y abren las ganas de ir a la sala de proyección, pero nuestras expectativas se han estrellado demasiadas veces contra una realización anodina, inconsistente, más pendiente de la forma que del contenido, más preocupada por sí misma y por forzar la reacción del público que por conseguirla de manera natural, cayendo sin recato en truculencias, desfases, provocaciones ramplonas, recursos trasnochados que aún funcionan en determinados ámbitos (lo cual, en realidad, parece señalar que atiende más de lo que se piensa al rédito que a veces produce un escándalo bien dirigido y amplificado por los que se escandalizan). Sus filmes suelen pecar de un aparataje excesivo, incluso aunque sean muy sencillas en el ámbito visual o escenográfico, aunque estén rodadas como si se tratase de una grabación casera o amateur, porque se percibe en cada plano ese empeño por resultar fresco, diferente, original, rompedor, agarrotando la narración y abigarrando las emociones, las implicaciones, los sucesos, barroquizando la secuencia venga o no a cuento, tocando muchos palos, introduciendo mil connotaciones, acumulando situaciones y personajes (y esto sirve igual para cintas como 24 Hour Party People (2002) o Wonderland (1999), en las que es evidente a primera vista, como para El perdón (2000), 9 Songs (2004) o Camino a Guantánamo (2006) –su premio de dirección en el Festival de Berlín, compartido con Mat Whitecross con quien firmaba la película-).  

   Con The Trip, Winterbottom quiere ofrecer una obra en proceso, es decir, la que va gestándose sobre la marcha a partir de una mínima idea: para ello recurre a dos viejos conocidos suyos (y del público británico), Steve Coogan y Rob Brydon, los mete en un coche y los envía a recorrer la campiña inglesa para que el primero elabore la crítica de algunos restaurantes de la zona. Los créditos del filme no identifican a nadie como guionista, dando a entender que los diálogos han surgido tal cual, espontáneamente, que la cámara se ha limitado a captar lo sucedido cuando se ha reunido a dos personalidades tan opuestas y estrambóticas (de hecho, The Trip se ha emitido en Gran Bretaña como miniserie de seis capítulos, los cuales suman un total de tres horas, es decir, con más de setenta minutos adicionales a la versión estrenada), a dos amigos que no parecen serlo tanto, dos cómicos que, aunque no niegan que interpretan unos caracteres muy someramente dibujados y definidos, prestan sus nombres a los mismos (e incluso su trayectoria, su fama, su vida real), en aras de la credibilidad de la propuesta. Pero la buena dirección, la forma de recrearse en los paisajes, la calidad de imagen, el cuidado montaje, la precisión en los encuadres (es decir, todo lo que, las cosas como son, demuestra el buen gusto y la ausencia de ciertos tics de Winterbottom), impiden que el espectador pueda creer que no hay ensayos previos, que las réplicas no están pensadas de antemano o que los actores no sabían a qué iban a enfrentarse o qué iba a pasar a continuación; en realidad, el conjunto se percibe forzado, envarado, sin respirar verdad, basado en las aparentes ocurrencias de los protagonistas, recurriendo a chistes muy personales y propios que sólo deben entender (y tal vez refrendar –mala cosa sería la contraria-) los seguidores de ambos, reincidiendo mil veces (en realidad, basando gran parte del metraje) en las mismas gracietas, en la incapacidad de Brydon para imitar a Michael Caine u otras celebridades, en bromas sexuales propias de niños de colegio (cuando tantas veces se alaba, y con razón, el humor británico, debería recordarse que éste llega desde Oscar Wilde o Chesterton hasta Los Roper (1976-1979) o Benny Hill, y que cada uno en su terreno y momento, bien jugado y empleado, resulta hilarante y refrescante, pero sacado del contexto adecuado, mal dosificado, deviene en zafiedad y se hace intragable).

   El aire de diversión entre amigotes que posee The Trip desde el comienzo, de manejar un código restringido sólo accesible a los conocedores de Coogan y Brydon, a los que poseen un mismo sentido del humor (o, mejor dicho, a los que creen poseerlo), distancia a la platea que, aunque en algunos momentos lanza una carcajada o sonríe ante una situación identificable, ante una broma, perplejidad, confusión o tontería trasladable a su propia experiencia, ve cómo pasan los minutos sin que la película llegue a ninguna parte, más allá de la lógica y previsible (tampoco uno exige ninguna sorpresa en ese aspecto, ya que resultaría totalmente inadecuada), sin haber sido más que rozada por lo que ha visto en pantalla, algo más de hora y media que podría reducirse a unos pocos minutos, una película sin auténtica vida, un regodeo para unos camaradas, ningún aporte para el espectador (pero como la cinta es de hace tres años, Winterbottom ya tiene otras cuatro estrenadas y, aunque sea con cuentagotas, seguro que terminan por llegar a España, tal vez para invalidar algunos de los argumentos de esta crítica y, por fin, traspasar su propia barrera, esa que a uno le provoca indiferencia y hastío).

sábado, 25 de mayo de 2013

"AYER NO TERMINA NUNCA": LA CRISIS (Y HASTA EUROVEGAS) SEGÚN COIXET


 
 
DIRECCIÓN: Isabel Coixet GUIÓN: Isabel coixet MÚSICA: Alfonso de Vilallonga FOTOGRAFÍA: Jordi Azategui MONTAJE: Jordi Azategui REPARTO: Javier Cámara, Candela Peña


   Hay creadores a los que se ve venir desde el principio, por mucho que se camuflen, por mucho que se hagan ellos mismos los sorprendidos, por mucho que hablen de la casualidad, la carambola, la coincidencia, por mucho que nieguen sus planes y parezcan dejarlo todo a los hados, a lo imprevisible, a lo espontáneo; y, del mismo modo, se ve muy claro a quién quieren imitar, parecerse, plagiar, por mucho que reivindiquen su voz propia, por mucho que vendan la moto y se enreden en disquisiciones que intentan hacer pasar por ocurrencias del momento, por inspiraciones reveladoras a las que no pudieron resistirse. Isabel Coixet dirigió un primer largometraje pretencioso, vacuo, grandilocuente (lo que no fue óbice para que figurase como candidata al Goya a la mejor dirección novel), Demasiado viejo para morir joven (1989), características similares a tantas óperas primas que el mundo se han dado (sin ir más lejos, nadie hubiera predicho por dónde iría –y las cimas que coronaría- la carrera de Gracia Querejeta después de una cinta tan plúmbea como Una estación de paso (1992), y ya nos estamos relamiendo ante el inminente estreno de su nuevo filme), aunque su carrera comercial fue tan efímera que muy pocos pudieron juzgarla y, de este modo, fue recibida como una revelación la película con la que, siete años después y desde EEUU, la directora volvió a la carga; Cosas que nunca te dije (1996) fue ovacionada, aclamada, premiada, señalada como la constatación de que una nueva voz aparecía en el panorama del cine patrio, cuando en realidad se limitaba a ser un remedo de la obra de Woody Allen, aderezado con todos los tics de las producciones independientes que quieren dejar clara su filiación en cada fotograma, con diálogos miméticos a los escuchados en Hal Hartley, Whit Stillman o Cameron Crowe, cinta a mayor gloria de una de las musas de esta corriente, la crispante y enervante Lily Taylor (y lo ha seguido siendo, a pesar de contar con buenos guiones en A dos metros bajo tierra (2002-2005), donde aprovechaban estas particularidades para definir su personaje con su mera aparición). El éxito de esta aventura estadounidense le permitió volver a rodar en España y, queriendo demostrar su variedad de registros y filmar algo a contracorriente y que no abunda por aquí, llegó A los que aman (1998), tal vez uno de los títulos más ampulosos, pedantes y aburridos que uno pueda echarse a la cara, demostración de que, en contra de lo que quería hacer creer, no conoce nada la manera de retratar y plasmar las emociones de la literatura clásica (cualquier diálogo de Balzac, Galdós o Dickens tiene frescura e incluso vigencia aunque reproduzca las costumbres de otra época), ejercicio de estilo acartonado, rimbombante y fatuo, una de las señas de identidad de la filmografía de Coixet, plagada de su inmenso ego, de su imperiosa necesidad de significarse en cada plano, de ignorar historias, actores y todo lo que pueda interferir en su permanente anhelo por epatar e impregnar cada segundo de su personalidad.

   A pesar de los indudables hallazgos de Mi vida sin mí (2003) y La vida secreta de las palabras (2005) –la narración que subyace y alienta las imágenes, el innegable talento de los actores, sobre todo esos impagables Tim Robbins y Sarah Polley de la segunda-, la cineasta desperdicia lo que podrían y deberían ser momentos emocionantes, dolorosos, deslumbrantes, en coqueteos con la luz, jueguecitos con el encuadre, subrayados innecesarios y sobrantes de su autoría (pero Sarah Polley se desquitaría con una obra maestra llamada Lejos de ella (2006), demostrando lo que debe ser una dirección al servicio de los actores y del material sensible convocado, de la fragilidad de los sentimientos, un prodigio de contención y equilibrio, un trabajo honesto con el espectador), que para colmo completa con sus declaraciones a la hora de presentar cada nuevo trabajo, jugando siempre la baza de “la sabia despistada”, aburriendo hasta la saciedad con su numerito de “mmmm, no sé qué decir”, “uffff”, “eeeeh”, muletillas que salpican un discursito que tiene muy estudiado y aprendido, que intenta destilar buen rollo, espontaneidad, simpatía y que deja claras su soberbia, su convicción de que es genial (“Y gracias a eso, sin darte cuenta, te sale una jodida obra maestra… Bueno, quita lo de jodida” y perlas similares constituyen sus declaraciones habituales).

   Y ahora (nos saltaremos algunos títulos, por no hacer esta crónica tan interminable como parecen sus películas), como si no existiese lo que ya es una trilogía a cargo de Richard Linklater con Ethan Hawke y Julie Delpy como protagonistas, como si Mankiewicz no hubiese rodado La huella (1972), como si Javier Aguirre no se la hubiera jugado con Vida/Perra (1982) ni Esperanza Roy –aunque fuera de la sección oficial- distinguida por el Festival de Venecia, como si Josefina Molina no hubiera hurgado en las heridas de Lola Herrera y Daniel Dicenta, abriéndolos en canal para conformar su Función de noche (1981), Isabel Coixet anuncia que se despoja de cualquier artificio para conjurar el dolor de unos amigos y que ofrece con valentía y descarnadamente su obra más radical, más honda, más visceral; el resultado es su cinta más artificiosa, más irritante, más coixetiana, un absoluto desperdicio, un canto lastimoso a lo que podría haber sido y no fue. Desde los primeros compases, Ayer no termina nunca parece (y resulta) la opinión de la directora sobre la situación actual de este país, un editorial sobre lo mal gestionada que está la crisis (esa, por cierto, que algunos no querían ver –ni mucho menos reconocer- y cuya existencia negaban), un exabrupto lleno de lugares comunes, de ocurrencias que a la guionista deben resultarle de lo más ingeniosas (ese macrocasino que se va a construir en el terreno que ahora ocupa un cementerio), de un izquierdismo plano y carente de argumentos, otra de las muchas imposturas de que adolece cualquier trabajo de Coixet; y algo de eso va a sobrevolar el diálogo de los dos únicos personajes del filme, permitiendo ciertas líneas de guión bochornosas, aunque en realidad lo son la mayoría puesto que caen en los tópicos más absurdos, en el sentimentalismo más básico (ese que se supone que la autora rechaza de plano y al que sin embargo recurre sin ambages cuando se le antoja), en frases que pueden escucharse en esos programas carroñeros que se alimentan de las vísceras emocionales de los que los protagonizan, en réplicas mecánicas y previsibles a las que Candela Peña imprime en ocasiones verismo y pasión, lágrimas sinceras que ahogan las palabras, mientras que Javier Cámara resulta muy estático y monocorde (él, que suponía un soplo de aire fresco en la alambicada Hable con ella (2002); él, que estaba por encima del amaneramiento forzado de gran parte del reparto en Los amantes pasajeros (2013) –nos ahorraremos esta vez los adjetivos-).

   Situados en un cercano futuro que no aporta nada, como no sea aún más distancia y escasa involucración en los espectadores, apostillando el discurso con lo que se supone que piensan los personajes (escenas prolijas en un paisaje pedregoso, pseudoapocalíptico, casi podríamos decir lunar), salpicando la acción con insertos redundantes e incluso risibles, lo que debería ser un combate dialéctico que nos perturbase, conmoviese, revolviera, acongojase, un asomarnos a la sima insondable de nuestros miedos, ausencias, reproches, resulta superficial, absurdo, fútil tanto en el fondo como en la forma, esa que tanto cuida Coixet, esa a la que da tanta relevancia, esa que aquí es desmañada ex profeso, la que queriendo resultar realista demuestra sus errores (¿Por qué esa continua zozobra, esa cámara en mano que no para quieta y deja fuera de foco a los actores en tantas ocasiones o se fija en su pecho, en otras partes del cuerpo, olvidando los rostros? ¿Por qué la continuidad lumínica es inexistente y tan pronto parece que va a anochecer como hay una claridad inusual para la tormenta que se está sufriendo?). Es una verdadera lástima que lo que debería ser un viaje hasta las profundidades del dolor resulte tan vano a causa de la incapacidad de Isabel Coixet para narrar verdaderas emociones.   

jueves, 23 de mayo de 2013

"COMBUSTIÓN": NI RÁPIDA NI FURIOSA


 
 
 
 
 
DIRECCIÓN: Daniel Calparsoro GUIÓN: Carlos Montero, Jaime Vaca MÚSICA: Lucas Vidal FOTOGRAFÍA: Daniel Aranyó MONTAJE: Antonio Frutos, David Pinillos REPARTO: Álex González, Alberto Ammann, Adriana Ugarte, María Castro, Marta Nieto, Luis Zahera, Christian Mulas


   Muchos creadores deberían recordar que lo más íntimo, lo más pequeño, lo aparentemente insignificante, lo local, bien contado y narrado se convierte en general, en trascendente, en reconocible; cuando se habla de sentimientos, de los tantas veces nombrados como “los universales del hombre”, da igual que la acción transcurra en el Londres dickensiano, durante la campaña napoleónica en Rusia, en una heroica ciudad llamada Vetusta o en la Francia contemporánea de Balzac (¿Se dan cuenta que siempre hemos de volver al XIX?). Despedíamos recientemente al gran Alfredo Landa y su imagen queda para la Historia cinematográfica sin distinción de nacionalidades, gracias fundamentalmente a su más que merecido premio de interpretación en Cannes por Los santos inocentes (1984), obra neta y plenamente española tanto en las imágenes de Mario Camus como en las palabras inspiradoras de Miguel Delibes y, sin embargo (o precisamente por ello), fácilmente comprensible en cualquier lugar al que llegue porque, al margen de denunciar y reflejar una situación muy concreta, muestra unos personajes que, cambiando los nombres, los cargos, los títulos, son comprensibles e identificables en las latitudes más lejanas. Al margen del eterno debate sobre la colonización cultural que lleva a cabo EEUU sobre todo a través de la industria del entretenimiento (demasiado arduo y complejo para resumirlo ahora –y no es, además, el objeto de este escrito-), no hace falta estar familiarizado con determinados códigos, tradiciones o realidades para comprender y disfrutar con las peripecias de Las chicas de oro (1985-1992) –que TVE emitió, al menos sus primeras temporadas, en horario infantil y nadie se rasgó las vestiduras- o con Lo que lo viento se llevó (1939) o cualquiera de las comedias familiares de Doris Day o los clásicos del cine negro, los cuales siempre nos han resultado más nuestros que el meritorio cine policiaco que se rodaba en España en los cincuenta (y que sabiendo –y queriendo- leer entre líneas, cuenta mucho sobre este país en ese momento). Pero los cineastas (y los que hacen televisión) suelen recurrir a la burda imitación cuando quieren apropiarse de un género, escribir su propio capítulo, darle su propio sello; estas pretensiones quedan muy bien en las entrevistas, pero uno se pregunta por qué a la hora de la verdad se limitan a seguir miméticamente lo que otros han desarrollado, situando su obra en tierra de nadie, puesto que atufa a subproducto hollywoodiense pero con escenarios y personajes autóctonos (o, lo que es peor, imitando los decorados del original, destilando irrealidad por los cuatro costados).

   Daniel Calparsoro siempre ha buscado distinguirse por la violencia explícita y desmadrada de sus imágenes, por un montaje en permanente tensión, por imprimir nervio desde la primera secuencia y no levantar el pie del acelerador y, aunque ha tocado temas muy cercanos (el terrorismo, la marginalidad, las misiones de paz del ejército español), su estética recuerda (por mucho que él quiera distanciarse) a la de las cintas de acción que saturan la cartelera semana tras semana, cayendo en los mismos defectos que gran parte de esos títulos que, en tantas ocasiones, consiguen taquillas millonarias: el ritmo se deja al albur de una acumulación de encuadres imposibles, de sobreabundancia de encuadres, estridencias, golpes, sin que pueda percibirse dónde está la mano del director, sin que haya una gradación de acontecimientos y emociones, forzando la máquina; el dibujo de personajes es prácticamente nulo, todo son lugares comunes, prototipos, estereotipos, que van soltando diálogos convencionales, mil veces escuchados, nada elaborados, sonrojantes en su trivialidad y banalización de los sentimientos que se supone quieren expresar. Así, aunque tengamos noticia de carreras ilegales en España, de bandas organizadas de ladrones que utilizan métodos muy sofisticados y refinados para dar sus golpes, Combustión resulta falsa desde su primera secuencia porque parece extraída de la franquicia The Fast and the Furious (ya que te pones a copiar, elige algo que merezca la pena), que por cierto acaba de estrenar en estos días su sexta entrega con mucha repercusión (y eso que cada vez más ha devenido en un producto sólo para seguidores incondicionales, recuperando personajes de otros episodios, mezclándolos, hablando para los iniciados y conocedores).

   Álex González es un actor con el físico necesario y adecuado para triunfar (no en vano, aunque sea en un rol secundario, va a seguir participando en la saga de los X-Men); cuando tantas veces hemos echado de menos galanes en el cine español ahora parece que al menos en ese terreno sí podemos medirnos con los de otros lugares, ya que ciertos nombres (Miguel Ángel Silvestre, Mario Casas, Hugo Silva) provocan similares o mayores mareas de fans y éxito de sus filmes, siempre que respondan a los cánones previstos, es decir, son un seguro para la taquilla mientras estén al frente de algo similar a Sin tetas no hay paraíso, El barco, Física o química y por ahí. Tanto esta cinta como Alacrán enamorado (2013), también de reciente estreno, demuestran que Álex González sabe lucir y aprovechar su cuerpo, jugar la baza de un erotismo burdo pero efectivo, imponer su presencia, ganarse todas las miradas, conquistar incluso a las piedras, aunque no es capaz de abandonar ese tono monocorde y plano que es común a esta generación de intérpretes (sus voces son casi intercambiables, aunque al menos Álex sabe vocalizar); tanto en la vacua película de Santiago A. Zannou (por mucho que alardee de lo contrario, rueda convencionalmente y sus historias se quedan en la superficie –algo de lo que ya adolecía la novela de Carlos Bardem en la que se basa Alacrán enamorado-, ni emociona ni traspasa) como en la de Calparsoro, González es usado para que la vista de sus admiradores se recree y se nota que el chaval es consciente y se entrega, pero no consigue abandonar cierto envaramiento y afectación; sin embargo, destaca frente a sus compañeros de reparto, una Adriana Ugarte tan desafortunada como de costumbre, sin sensualidad, sin picardía, átona y torpe (ella y Nilo Mur consiguieron que Salvador García Ruiz tuviese el mayor tropezón de su meritoria carrera con Castillos de cartón (2009), a la que sólo Biel Durán imprimía veracidad) y un Alberto Ammann que en esta ocasión vuelve a imitar a Ricardo Darín hasta la saciedad, hastiando con su pretencioso aire de castigador que arrastra un oscuro y triste pasado, resultando falso incluso cuando sólo mira, no resultando oponente creíble para Álex González. Sólo María Castro en un papel secundario aporta algo de naturalidad a un filme artificioso que jamás tiene fuelle, que desbarra desde el planteamiento y que no cala en el ánimo del espectador (al margen de olvidarse antes de su conclusión).  

martes, 21 de mayo de 2013

"TO THE WONDER": AQUELLOS LEJANOS DÍAS DEL CIELO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: To the Wonder DIRECCIÓN: Terrence Malick GUIÓN: Terrence Malick MÚSICA: Hanan Townshend FOTOGRAFÍA: Emmanuel Lubezki MONTAJE: A. J. Edwards, Keith Fraase, Shane Hazen, Christopher Roldan, Mark Yoshikawa REPARTO: Ben Affleck, Olga Kurylenko, Rachel McAdams, Javier Bardem, Tatiana Chiline, Romina Mondello


   Terrence Malick se convirtió en un director de culto más por sus veinte años de silencio que por la indiscutible calidad de sus dos primeras obras, desconocidas por muchos cuando el cineasta regresó a primera línea (nunca mejor dicho) con La delgada línea roja (1998); y, sin embargo, es en Malas tierras (1973) y, sobre todo, en Días del cielo (1978) donde encontramos las bases de sus obsesiones, de los asuntos que le preocupan, de sus inquietudes, de su búsqueda de la espiritualidad, de la necesidad por llegar hasta lo más hondo del ser humano, de su capacidad para la sugerencia, de su absoluto dominio de la elipsis, puesto que es mucho más importante y revelador lo que no se ve, lo que sólo se intuye, lo que el espectador supone, los hechos explicados mediante sus consecuencias. No es extraño que eligiese una de las novelas más psicológicas de James Jones, una más preocupada por el interior y los pensamientos de los soldados que por las batallas en las que toman parte, y que (sin justificarla ni compartirla) la escabechina perpetrada en el montaje final (el que se vio en los cines) coadyuve a que La delgada línea roja suponga una catarata de emociones sin freno ni solución de continuidad, sin tiempo ni capacidad para analizarlas y comprenderlas, tal y como nos asaltan en la vida real, puesto que el estilo de Malick es elusivo, inconcreto, fugaz, trabaja por acumulación, va llenando el ánimo del público de estímulos, de breves episodios, de elementos aparentemente inconexos que van conformando una historia con muchas aristas y que acepta diferentes interpretaciones; pero todo lo que decimos sólo es notorio en esa primera parte de su filmografía, en los tres títulos mencionados: Malas tierras, esa cinta que actúa como el reverso oscuro de Bonnie and Clyde (1967) –no porque la obra maestra de Arthur Penn lo precise, sino porque, tomando cada una su propio camino, pueden establecerse ciertos paralelismos que nos permiten pensarlas en un díptico asombroso y cautivador-, opresiva y casi asfixiante en escenarios abiertos, ominosa y perturbadora; Días del cielo, posiblemente una de las películas más bellas jamás filmada, creadora de una de las atmósferas más envolventes y sensuales que puedan recordarse, una obra de arte en cada fotograma gracias sobre todo a la labor de Néstor Almendros en uno de esos trabajos que coronan una carrera, cima e hito, imposible de calificar porque no existen palabras suficientes para cantar su excelencia; La delgada línea roja, rompiendo todos los moldes, bebiendo de varios géneros, creando el suyo propio, inclasificable y absorbente.

   Y el caso es que Malick decidió quedarse, no volver a su estado de hibernación, o al menos reducir el paréntesis entre una obra y la siguiente, y así sólo tardó siete años en entregar El nuevo mundo (2005) y otros seis en estrenar El árbol de la vida (2011); ahora ha acelerado el ritmo, puesto que To the Wonder apenas ha llegado un año después y en estos momentos tiene tres películas en fase de posproducción, en las que ha involucrado a actores como Brad Pitt, Antonio Banderas, Natalie Portman, Cate Blanchett, Emma Thompson, Ryan Gosling, Holly Hunter, Christian Bale, Michael Fassbender o Tom Sturridge. Sin embargo, su filmografía no se está viendo enriquecida por este frenesí, antes bien parece haber embarrancado sin remisión en un recital de escenas sin verdadero sentido, obvias en su minimalismo, redundantes en su pretenciosa profundidad, calcos de otras ya filmadas, algunas parecen sacadas de un documental de National Geographic, otras diríase que son descartes de cualquiera de sus rodajes anteriores (más que descartes, pruebas de luz, tomas en falso -si al menos tuviesen el aroma de Malas tierras, pero son vulgares imitaciones-), cifrándolo todo a la exageración lumínica, a la trascendencia fatua, al exceso del que tanto gusta Emmanuel Lubezki (y que ni de lejos consigue los resultados de Almendros, incluso cuando se nota que le está copiando) y que parece haber encontrado en Malick el cómplice adecuado: ambos inflaman la pantalla con una trascendencia que provoca rechazo, con un afán ecuménico ramplón e incluso trivial (nada que ver con el misticismo alucinógeno y extático, vinculante y transformador, admirable y poderoso, de Santa Teresa de Jesús), plagado de moralina y de una religiosidad restrictiva que culpabiliza por cualquier comportamiento que no se ajuste a sus normas, algo muy alejado del espíritu casi libertino que alentaba sus primeras obras, en las que se daba lo espiritual un enorme espacio para que cada cual encontrase su forma de vivirlo y expresarlo.

   En el caso que nos ocupa, todas estas rémoras son especialmente notorias en el personaje de Javier Bardem (al que, por cierto, no parecen dársele nada bien los sacerdotes, recuérdese aquel despropósito –tanto el conjunto, como su interpretación- llamado Los fantasmas de Goya (2006), en el que gangoseaba sin freno intentando imprimir a su rol adivine usted qué), que repite una letanía como si apretase un cilicio, expresando un tormento de manual, utilizando frases hechas que a fuerza de repetirse suenan huecas, remarcando aquello que no necesita ningún énfasis, repitiendo lo poco que uno tiene claro casi desde el principio; siendo una cinta menos fatua que El árbol de la vida, menos abstrusa y compleja, en realidad es tan simple, tan fácilmente reductible a dos frases, que termina por resultar ridícula, innecesaria, que no llega a irritar como su predecesora porque incluso provoca alguna que otra risa. Ben Affleck sólo está para pasearse, para no cambiar su gesto, Olga Kurylenko no intenta transmitir nada porque ni ella misma parece tener claras las motivaciones de su personaje y Rachel McAdams aparece para desaparecer, es decir, para que esa subtrama sea totalmente desperdiciada, al igual que la ocasión de volver a maravillarse con el talento que Terrence Malick ha demostrado con creces pero que parece haber enterrado para dedicarse a ilustrar estampitas.

martes, 14 de mayo de 2013

ALFREDO LANDA: EL INOCENTE (Y POCO SANTO) VECINO DEL QUINTO


 


   Como tantas veces hemos comentado, la televisión de nuestra infancia y adolescencia (aquella ante la que tanto progre de manual tuerce el hocico y llama “franquista” cuando los años oscuros –aquellos- ya iban quedando atrás –un servidor empieza a tener conciencia de lo aparece en la pequeña pantalla allá por 1975, precisamente-) convirtió a un buen puñado de actores en presencias constantes, en rostros reconocibles, en camaradas, en promesa y realidad de una tarde divertida, de un rato de ocio, de aprendizaje y conocimiento del noble arte de la interpretación, del mundo del espectáculo, sin necesidad de calificativos, sin mayor análisis que el de comparar si lo que emitieron anoche te había gustado más o menos que lo de la velada anterior (porque los hay que hablan como si hubiesen nacido viendo y comprendiendo a Dreyer o a Buñuel o, si se quiere además reivindicar una temprana militancia, a Eisenstein o Fritz Lang –autores, por otra parte, a los que apenas se podía tener acceso, eso sí, en los años 50 y 60 del siglo XX-). La noticia de la muerte de Alfredo Landa me sorprendió en Londres, ese oasis al que todo amante del teatro debe escapar de vez en cuanto para desintoxicarse, ciudad en la que hubiese sido venerado como le correspondía, puesto que allí profesan auténtico respeto por los actores sin hacer distingos entre los diferentes géneros y sin menospreciar a aquellos que triunfan en televisión o con una comicidad de trazo grueso o a través de productos para el gran público (claro que a la hora de rendir honores separan a Helen Mirren de Benny Hill, pero a la hora de sentirse orgullosos por sus cómicos –jamás utilizan esta palabra con tono peyorativo- los incluyen a todos –e incluso los más grandes han mezclado y mezclan sin cortapisas ni complejos montajes de Shakespeare con vodeviles o musicales, siendo como son auténticos camaleones-).

   Más de uno de esos que militan en algo que ni ellos son capaces de definir se ha indignado, indigna e indignará por la existencia de lo que se ha llamado “landismo”, “es una vergüenza para este país, deberíamos olvidarlo, borrarlo, eliminarlo”; ¡ay, queridos, que poco o nada habéis leído a Vázquez Montalbán, alguien que tenía muy claro en qué creía pero lo colocaba en segundo plano, era el sustrato de lo que escribía, y cuando era el argumento principal sabía explicarlo y dotarlo de cimientos sólidos! Como muy bien señalaba en Los mares del Sur (galardonada con el Premio Planeta en 1979), “el franquismo nos ha maleducado a todos”, señalando el daño más profundo y difícil de reparar de un régimen político tan opaco (no va con segundas –o igual sí, vete tú a saber-) y ramplón, tan pacato y cateto: por un lado, nos lanzamos a la libertad sin freno, a lo loco, desbarrando a las primeras de cambio, rompiendo las costuras de la opresión; por otro, menospreciando todo lo ocurrido en casi 40 años, incurriendo en el mismo defecto totalizador al decidir quién vale y quién no, a quién defendemos y a quién condenamos. Alfredo Landa y otros actores de aquel momento posibilitaron que ese ente que suele denominarse “el español medio”, es decir, el españolito de a pie, viese reflejados en la pantalla sus privaciones, sus sueños, su sexualidad reprimida, su analfabetismo emocional, y también su bondad, su ternura, su inocencia, sus luces y sombras, todo de una manera muy rudimentaria y tosca (la única capaz de sortear la censura), pero quedando para la Historia como el mejor documento de lo que fueron esos años, un material espléndido para que estudiosos de ahora y del mañana puedan comprender algo mejor lo que sucedía en España y por qué estos títulos rompían las taquillas (y si alguien afirma “es que no había otra cosa”, podríamos decirle que mirase alrededor para corroborar el triunfo absoluto de la saga Torrente o de determinadas series televisivas –por mucho que algunos se abochornen, lo escatológico, lo burdo, el humor basado en los defectos físicos, machista, homófobo, racista, siempre tendrá adeptos- y aprender de países como Francia que defienden con el mismo empeño las cintas de Eric Rohmer como Los visitantes (1993) o todas las parodias de baja estofa que protagonizó Jean Dujardin antes de ganar un Oscar con The Artist (2011)-).

   Sin duda, hemos tenido actores más versátiles y talentosos (José Luis López Vázquez, José Sacristán), con más vis cómica (José Sazatornil, Saza), con más gancho popular (Paco Martínez Soria), con más presencia (Manolo Morán), con más ternura (Pepe Isbert), con más trazas de showman (Andrés Pajares), con más comicidad expresa (Fernando Esteso), con más gracejo (Antonio Garisa), con más economía de recursos y contención (Manolo Gómez Bur, Juanjo Menéndez), pero a Alfredo Landa le cabe el honor de haber bautizado un subgénero y, sobre todo, de haber encarnado con suma facilidad la bonhomía, el candor, la ingenuidad de personas reconocibles porque todas podían ser, nunca mejor dicho, el vecino del quinto. Sólo él podía transformar en deliciosamente tontos, en queribles, en entrañables, roles como los de Atraco a las tres (1962), La niña de luto (1964) o Cateto a babor (1970), siendo el mejor alumno que José Luis Ozores (otro muy grande) pudo soñar; nadie como él para provocar carcajadas con sus avatares en No desearás al vecino del quinto (1970), Vente a Alemania, Pepe (1971), No desearás la mujer del vecino (1971) o París bien vale una moza (1972) –y los que acusan a este cine por su nula crítica a la realidad española, por un lado que apliquen la perspectiva, y por otro que recuerden con quién se jugaban los cuartos los artistas de ese momento (y piensen cuántas veces son ellos palmeros de lo que les conviene o absolutamente acríticos con los que les mantienen en su sitio)-.

   Y llegó el momento de la eclosión, de su madurez, de poder participar en otro tipo de filmes, de ampliar horizontes interpretativos: y así tapó muchas bocas con El crack (1981), cinta que a pesar de los típicos devaneos de José Luis Garci se mantiene como un buen ejemplo de policial negro a la española, en la que Landa es sólido como una roca, sin fisuras, sosteniendo el tono y el ritmo de la historia desde su rostro inexpresivo pero lleno de desolación, abandono y hastío, viviendo como por inercia, negando su amor porque trae consecuencias nefastas para las personas que lo reciben; y fue con toda justicia elevado a los altares en el Festival de Cannes por Los santos inocentes (1984) –en un premio compartido con su compañero Paco Rabal, aunque el jurado pensaba premiarle en solitario y se cuenta que Pilar Miró intervino para que el por otra parte inolvidable Azarías subiese con él al escenario-, una de las más grandes películas de cualquier época y nacionalidad, una obra de arte absoluta, en la que Alfredo Landa conmueve, conmociona, impacta, provoca lágrimas, duele, en la que sólo necesita mirar a Juan Diego desde el suelo y decir “lo siento, señorito”, para transmitir lo que las inmortales páginas de Miguel Delibes denunciaron: una interpretación sobrehumana, que agota el diccionario, que invalida cualquier adjetivo porque todo parece poco para hablar de esa cumbre, de ese hito, de ese Paco el Bajo que, se lea cuando se lea, dentro de mil siglos, siempre tendrá los rasgos de Alfredo Landa.

   Y siguieron los éxitos y los momentos para no olvidar: La vaquilla (1985) –su “que le den por el saco a la jodía vaquilla, yo me voy a comer” es antológico-, El bosque animado (1987), su primer y merecido Goya, estupenda cinta que encuentra en Landa el mejor epicentro posible, volvió a encarnar en televisión un rol que ya había interpretado en los 60 en la versión de Ninette y un señor de Murcia que se hizo en los 80 (y se sabe que Garci le quiso para que fuese el padre de la protagonista en aquella bobada con Elsa Pataky, pero no pudo participar en el rodaje por problemas de salud), también en la pequeña pantalla siguió gozando del favor del público con Tristeza de amor (1986) y Lleno, por favor (1993), sin poder ni deber olvidar que muy pocas veces ha habido un Sancho Panza más real, más cachazudo, más escudero, más cervantino como el que encarnó junto a Fernando Rey en El Quijote de Miguel de Cervantes (1991), dirigido por Manuel Gutiérrez Aragón. Por muchos menos méritos (o por ninguno, por prestigios huecos, connivencias, campañas de marketing), consideramos estrellas a flores de un día, a frutos de temporada, a nombres condenados al olvido porque no tienen peso específico ni dejan poso, ¿cómo negarle entonces la categoría a un señor al que debemos tantas horas de placer? ¡Don Alfredo, usted se ha ido a buscar suecas por praderas más verdes pero se queda en nuestros corazones!

martes, 7 de mayo de 2013

"TESIS SOBRE UN HOMICIDIO": CAE POR SU PROPIO PESO


 
 
 
DIRECCIÓN: Hernán Golfrid GUIÓN: Patricio Vega (basado en la novela homónima de Diego Paszkowski) MÚSICA: Sergio Moure FOTOGRAFÍA: Rolo Pulpeiro MONTAJE: Pablo Barbieri Carrera REPARTO: Ricardo Darín, Alberto Ammann, Calu Rivero, Arturo Puig, Fabián Arenillas, Mara Bestelli


   Uno de los géneros (o subgéneros, depende de la apreciación y catalogación de cada uno) que siempre ha gozado de buena salud es el judicial; da igual en qué época nos centremos o en qué aspectos pongamos el foco, el cine que se basa en un proceso o que hace girar parte de su trama en torno al mismo ha contado y cuenta con adeptos muy fieles, quienes, si se diese la ocasión, podrían asumir la acusación o defensa de un acusado (no todos los fiscales aparecen como personajes corruptos, oscuros o conculcadores de las leyes que se supone defienden y habrá quien guste de ellos), siempre que los juicios se celebrasen de la forma que las películas han convertido en clásica y que muchas de las argucias legales utilizadas y explicadas existiesen o pudiesen ser aplicadas tal y como lo hacen los guionistas. Aunque no resulta necesario llegar hasta la sala o que lo que allí suceda ocupe demasiado metraje (Terence Rattigan dejaba en off el caso que da título a su obra, la que David Mamet transformó en cinta perturbadora al respetar esa decisión y narrar El caso Winslow (1999) a través de las palabras de los involucrados en el mismo), trenzar un argumento a partir de una investigación que debe desembocar en la exposición de los hechos ante un jurado, en la presentación de pruebas, en las declaraciones de los testigos y demás procedimientos puede considerarse un sinónimo de respuesta del público (multitudinaria o no, depende de muchos factores, pero esa chispa de interés –“¿Otra de juicios?”- parece no perderse nunca).

   Un gran conocedor de los resortes de este tipo de historias (no en vano participó en dos de las franquicias de Ley y orden –sobre todo en Unidad de víctimas especiales, que aún se emite y ya suma quince temporadas-), Juan José Campanella, alcanzó las cimas más altas del éxito –superando lo logrado con la sobrevalorada El hijo de la novia (2001)- gracias a El secreto de sus ojos (2009), filme en torno a un crimen no resuelto, a una obsesión que sigue fustigando la mente de un oficial de juzgado involucrado en el mismo, a los despachos desde los que se imparte justicia (o se supone que deberían utilizarse para ello), a escenarios en los que se acumulan los expedientes esperando una sentencia; resultaba lógico que el cine argentino volviese a explotar esa veta, recurriendo de nuevo a uno de sus actores más populares y queridos en todo el mundo, especialmente gracias a la repercusión de los dos títulos mencionados: Ricardo Darín. En esta ocasión, el actor asume el rol de un profesor de Derecho que siente que uno de sus alumnos más brillantes le está poniendo a prueba cometiendo un crimen cuya víctima aparece frente a las ventanas del aula en que imparte un seminario; de nuevo, el juicio aparece al fondo, como mera posibilidad si las pruebas recolectadas sirvieran para armar una causa, pero el vórtice del argumento es la tesis (o las diferentes tesis) que debidamente presentadas ante las instituciones adecuadas podrían demostrar la culpabilidad de un acusado (ese es el trabajo que el profesor espera de sus alumnos al término de las clases: una tesis sobre un homicidio).

   El que fuese gran sorpresa y regocijo en aquella abracadabrante (y anticipadora) Nueve reinas (2000), sosteniendo con su gesto de estupor la velocidad burbujeante e hilaridad incontenible de tan meritoria cinta, desarrolló muy pronto (precisamente a partir de El hijo de la novia) una querencia por el hablar musitado, por los personajes atormentados (la mayoría de las veces más por sus propios demonios que por realidades), por el tono cansino, repitiendo lo que algunos dieron en llamar “estilo Darín” hasta la saciedad, imprimiendo a todos sus personajes una pátina por la que los unos resultaban prolongaciones de los otros hasta confundirse en una amalgama de roles intercambiables y repetitivos en la que sólo puede destacarse la escalofriante Kamchatka (2002) – el resto, El secreto de sus ojos incluida, es Ricardo Darín haciendo de lo que toca, no insufla auténtica vida a sus diferentes cometidos-. El filme que nos ocupa sirve para enfrentarle a un actor de la nueva hornada, imbuido de prestigio desde sus inicios, argentino de origen pero descubierto por el cine español, con trazas de galán, con premios a sus espaldas, con reconocimiento de la crítica, valorado por el público (aunque ninguna de sus películas como protagonista ha recaudado cantidades importantes, más allá de la que le lanzó): Alberto Ammann, el estrepitoso error de casting de Celda 211 (2009), por más premio Goya que lo avale –tiene su aquel que casi siempre que nos referimos a esta cinta sea para fijarnos en sus fallos, en sus carencias, en los desaciertos que sepultan sus virtudes, menos de las ovacionadas, las mismas que serían denostadas si se tratase de una producción hollywoodiense-, un intérprete sin fuerza, al que sólo su agraciado físico (aunque tampoco sea para tirar cohetes, hace tilín a muchos/as) otorga cierta fotogenia, alguien que en realidad parece estar imitando la mayoría de las veces (y ahí está por el momento –no parece que vaya a aguantar demasiado en cartel- Combustión (2013), de la que nos ocuparemos otro día, para demostrarlo) a su oponente aquí, es decir, al propio Darín. Tal vez consciente de ello (o lo ha sido el director o cualquiera involucrado en el rodaje), Ammann abandona su soniquete habitual e incluso camufla en ocasiones el acento argentino (al fin y al cabo su personaje no vive allí) y lo transforma en una voz opaca, seca, infatuada, que por momentos parece doblada, añadida en estudio, suena diferente y mucho menos natural que la del resto del reparto, restando misterio, inquietud, amenaza, sin ser capaz de sembrar en el público las dudas necesarias para que el guión funcione como debiera, para que por momentos todo pueda parecer fruto de la imaginación y de la manía persecutoria que se apodera del profesor al que da vida Ricardo Darín, encarnando a un sospechoso de libro, sin oler (algo que a uno no le resulta extraño) el modo de destilar sospechas que legaron a la posteridad señores de la categoría de Cary Grant o Joseph Cotten a las órdenes de Alfred Hitchcock.

   En oposición a ello, el trabajo de Ricardo Darín es algo más sobrio y menos forzado que de habitual, sirviendo con tino tanto la vulnerabilidad como la obsesión enfermiza de su personaje, su fortaleza y mente analítica como sus debilidades y abandonos, dejando para la dirección y el montaje el exceso de énfasis; no es raro que si Campanella triunfó con un estilo malamente televisivo, plagado de encuadres insólitos y subrayados torpes que diluían los matices y las sugerencias, las sutilezas e insinuaciones del modélico guión de El secreto de sus ojos (magníficamente desarrolladas y ofrecidas en la maravillosa interpretación de Soledad Villamil), Tesis sobre un homicidio (que se presenta a bombo y platillo como producida por los artífices de aquella) intente reproducir esa estética pero, al no pisar el freno cuando conviene carga excesivamente las tintas (sobre todo en el tramo final) y sepulta la resolución de la historia, sin duda mucho peor trenzada que la de su predecesora pero generadora de interés y concitadora de atención, aunque tendría mejores oportunidades y se luciría más si, de alguna manera y sin imitar, se hubiese colocado bajo los auspicios de mejores referentes (La herencia del viento (1960) e incluso El misterio Von Bulow (1990) por citar dos ejemplos muy diferentes, atendiendo a las dos líneas maestras que deberían mezclarse aquí: el enfrentamiento de personalidades y la preparación del proceso –aunque no vaya a llevarse a cabo y sólo sea una tesis-).