DIRECCIÓN: Pablo Larraín GUIÓN:
Pedro Peirano (basado en la obra de teatro El
plebiscito de Antonio Skármeta) MÚSICA: Carlos Cabezas FOTOGRAFÍA: Sergio
Armstrong MONTAJE: Andrea Chignoli REPARTO: Gael García Bernal, Alfredo Castro,
Luis Gnecco, Antonia Zegers
En Europa (1991), la cinta que
le otorgó un merecido y general prestigio (hasta que decidió olvidarse de los
espectadores y hacer películas sólo para su regodeo y el de sus fieles más acérrimos),
Lars von Trier trazaba el cruel y fatídico destino de su protagonista a partir
de unas frases del Apocalipsis: “Dios jamás perdonará al que no cree, al
indeciso, al que nunca toma partido por nada; le condenará a errar para
siempre, nunca encontrará el perdón. Porque tú estás tibio, ni frío ni
caliente, te escupiré de mi boca”. Si bien es cierto que se nos obliga en
demasiadas ocasiones a posicionarnos a favor o en contra de algo o alguien,
invadiendo nuestra intimidad, no consintiendo las posturas intermedias o
conciliadoras por muy bien cimentadas que estén, hay ocasiones en que uno no
puede ni debe mantenerse imperturbable, en que conviene mojarse –sobre todo
para no parecer que nos da igual lo que sucede o no consentir que nuestro
silencio pueda ser utilizado para apoyar a una de las partes en liza o para no ser
cómplice de determinados desmanes que “no son asunto mío”-, en que hay dejar
muy claro de qué lado se está, quién merece nuestra simpatía o nuestra
reprobación. No parece posible encastillarse en la impasibilidad cuando los
ciudadanos de un país son llamados a las urnas en un plebiscito que puede
provocar el abandono del sillón presidencial de aquel que detenta el poder como
dictador y ha llegado al mismo con el uso de las armas, torturando y asesinando
cualquier voz disidente, avasallando el más mínimo obstáculo, propiciando la
muerte (da igual de quién fuese el dedo que apretó el fatídico gatillo) del
presidente elegido democráticamente; incluso para defenderle y rendirle
pleitesía, claro, pero entre el “sí” (que siga) y el “no” (que se vaya) no
caben matices en este caso concreto.
El 5 de octubre de 1988 es una fecha histórica en Chile, puesto que es
la de la celebración de un referéndum que supuso el principio del fin de la
dictadura pinochetista; el pueblo fue convocado para decidir si el general
seguiría en el poder hasta 1997 y el resultado, favorable al “no” (55,99%
frente al 44,01% obtenido por el “sí”), produjo la convocatoria de elecciones
democráticas al año siguiente. Convencidas de que su apisonadora seguiría siendo
efectiva, las altas instancias del país decidieron ser condescendientes con la
oposición y otorgarle quince minutos diarios en televisión para que explicase
su postura y recabase votos entre la audiencia y la aventura para sacar
adelante ese programa es lo que narra la película que hoy nos ocupa. No, desde el punto de vista de lo que
contábamos en el párrafo introductorio, deja muy clara desde el principio su
postura, no oculta su filiación, se pone claramente del lado de los
consiguieron apear a Pinochet de su cargo; resultaría censurable, e incluso
perverso, por parte de sus creadores volver a contar la versión oficial, la que
tenía a su alcance todas las vías para imponerse, para lavar cerebros, para engañar,
para hurtar datos o, aún peor, querer mantener un equilibrio imposible y nada
enriquecedor, repartiendo cuotas y tiempos como si esto fuese un documental
observado por una ley electoral: se nos cuenta lo que apenas conocíamos, cómo
se gestó el “sí” liberador que despejó el panorama y otorgó a Chile un nuevo
comienzo.
Resulta apasionante para un conocedor de los medios, para un trabajador
de los mismos, entrar en la trastienda de esos programas, en cómo se
pergeñaron, en cómo supieron capitalizar los escasos medios a su alcance, en
cómo el ingenio, el entusiasmo, las ganas, la pericia, la imaginación, la
osadía, se conjugaron para que esos quince minutos opacasen las veintitrés
horas y cuarenta y cinco minutos restantes en que seguía rigiendo el
pensamiento único impuesto desde el gobierno. Al modo en que, a pesar de la
maestría interpretativa de Michael Sheen y Frank Langella (aunque éste se
mostrase tan soberbio en la entrega de los Oscar de ese año), El desafío. Frost contra Nixon (2008)
hacía babear a uno cuando desgranaba la gestación de las entrevistas,
interesando casi más que el duelo televisivo centro de la trama, el filme de
Pablo Larraín consigue sus mejores momentos cuando se centra en la preparación
y emisión de los espacios a favor del “no”, topándose asimismo con su mayor
lastre. Porque ya que hablamos de posicionamientos, de olvido de la tibieza,
del silencio de los mansos, el guión de Pedro Peirano sólo nos deja atisbar las
diferencias ideológicas y de criterio de los veinte partidos y movimientos que
abogaban por la respuesta negativa y que se vieron obligados a compartir los
únicos quince minutos que el poder estaba dispuesto a concederles; de hecho, sí
se muestra cómo, precisamente esa inestable convivencia, ese tener que
renunciar a parte de su ideario para compartir eslóganes, hizo pensar a los
gerifaltes (y frotarse las manos) que no debían esforzarse en sus programas y
se mostraron muy confiados, previendo que los unos se comerían a los otros con
tal de prevalecer sobre los demás. Y es una lástima que no quede bien reflejado
el proceso de entendimiento, de acercamiento, de aunar posturas, de cómo algunos escépticos fueron convenciéndose de que un cambio era posible (pero para ello tenían que ponerse manos a la obra) porque
enriquecería considerablemente el contenido de la película.
Y aunque el reflejo del medio televisivo sea
muy interesante y se convierta en el núcleo de la historia, en lo que da
entidad propia a No, es una lástima
que Larraín haga tantos arabescos para parecer parte de las imágenes del
momento, tantos desencuadres, cambios de textura, abigarrando la cinta e
incomodando al espectador; podríamos recordar la impresionante fotografía de
Hoyte Van Hoytema para El topo (2011)
para comprender cómo es posible reproducir la estética de una época, la manera
de filmar, evocar los materiales que se usaban entonces para rodar, sin
necesidad de atentar contra las pupilas del que mira, sin enrocarse en “parecer
reales” porque eso se logra, precisamente, sin que el público capte el
esfuerzo, los ensayos, el trabajo previo, resultando verosímiles sin tener que
clonar el escenario original. En este mismo sentido, las secuencias que hablan
sobre la vida íntima de alguno de los personajes, aunque despiertan empatía y
proporcionan apuntes sociales, añaden poco a lo verdaderamente interesante y
revelador, es decir, cómo la misma dictadura alimentó el antivirus que fue
ganando terreno y devorando las células envenenadas hasta lograr el triunfo de
su opción, lo que no es óbice para que Gael García Bernal haga una de sus interpretaciones más sólidas, muy alejada de sus ya clásicos mohines.