jueves, 28 de febrero de 2013

"NO": HACEN FALTA MATICES

 
 
 
DIRECCIÓN: Pablo Larraín GUIÓN: Pedro Peirano (basado en la obra de teatro El plebiscito de Antonio Skármeta) MÚSICA: Carlos Cabezas FOTOGRAFÍA: Sergio Armstrong MONTAJE: Andrea Chignoli REPARTO: Gael García Bernal, Alfredo Castro, Luis Gnecco, Antonia Zegers
   En Europa (1991), la cinta que le otorgó un merecido y general prestigio (hasta que decidió olvidarse de los espectadores y hacer películas sólo para su regodeo y el de sus fieles más acérrimos), Lars von Trier trazaba el cruel y fatídico destino de su protagonista a partir de unas frases del Apocalipsis: “Dios jamás perdonará al que no cree, al indeciso, al que nunca toma partido por nada; le condenará a errar para siempre, nunca encontrará el perdón. Porque tú estás tibio, ni frío ni caliente, te escupiré de mi boca”. Si bien es cierto que se nos obliga en demasiadas ocasiones a posicionarnos a favor o en contra de algo o alguien, invadiendo nuestra intimidad, no consintiendo las posturas intermedias o conciliadoras por muy bien cimentadas que estén, hay ocasiones en que uno no puede ni debe mantenerse imperturbable, en que conviene mojarse –sobre todo para no parecer que nos da igual lo que sucede o no consentir que nuestro silencio pueda ser utilizado para apoyar a una de las partes en liza o para no ser cómplice de determinados desmanes que “no son asunto mío”-, en que hay dejar muy claro de qué lado se está, quién merece nuestra simpatía o nuestra reprobación. No parece posible encastillarse en la impasibilidad cuando los ciudadanos de un país son llamados a las urnas en un plebiscito que puede provocar el abandono del sillón presidencial de aquel que detenta el poder como dictador y ha llegado al mismo con el uso de las armas, torturando y asesinando cualquier voz disidente, avasallando el más mínimo obstáculo, propiciando la muerte (da igual de quién fuese el dedo que apretó el fatídico gatillo) del presidente elegido democráticamente; incluso para defenderle y rendirle pleitesía, claro, pero entre el “sí” (que siga) y el “no” (que se vaya) no caben matices en este caso concreto.
   El 5 de octubre de 1988 es una fecha histórica en Chile, puesto que es la de la celebración de un referéndum que supuso el principio del fin de la dictadura pinochetista; el pueblo fue convocado para decidir si el general seguiría en el poder hasta 1997 y el resultado, favorable al “no” (55,99% frente al 44,01% obtenido por el “sí”), produjo la convocatoria de elecciones democráticas al año siguiente. Convencidas de que su apisonadora seguiría siendo efectiva, las altas instancias del país decidieron ser condescendientes con la oposición y otorgarle quince minutos diarios en televisión para que explicase su postura y recabase votos entre la audiencia y la aventura para sacar adelante ese programa es lo que narra la película que hoy nos ocupa. No, desde el punto de vista de lo que contábamos en el párrafo introductorio, deja muy clara desde el principio su postura, no oculta su filiación, se pone claramente del lado de los consiguieron apear a Pinochet de su cargo; resultaría censurable, e incluso perverso, por parte de sus creadores volver a contar la versión oficial, la que tenía a su alcance todas las vías para imponerse, para lavar cerebros, para engañar, para hurtar datos o, aún peor, querer mantener un equilibrio imposible y nada enriquecedor, repartiendo cuotas y tiempos como si esto fuese un documental observado por una ley electoral: se nos cuenta lo que apenas conocíamos, cómo se gestó el “sí” liberador que despejó el panorama y otorgó a Chile un nuevo comienzo.
   Resulta apasionante para un conocedor de los medios, para un trabajador de los mismos, entrar en la trastienda de esos programas, en cómo se pergeñaron, en cómo supieron capitalizar los escasos medios a su alcance, en cómo el ingenio, el entusiasmo, las ganas, la pericia, la imaginación, la osadía, se conjugaron para que esos quince minutos opacasen las veintitrés horas y cuarenta y cinco minutos restantes en que seguía rigiendo el pensamiento único impuesto desde el gobierno. Al modo en que, a pesar de la maestría interpretativa de Michael Sheen y Frank Langella (aunque éste se mostrase tan soberbio en la entrega de los Oscar de ese año), El desafío. Frost contra Nixon (2008) hacía babear a uno cuando desgranaba la gestación de las entrevistas, interesando casi más que el duelo televisivo centro de la trama, el filme de Pablo Larraín consigue sus mejores momentos cuando se centra en la preparación y emisión de los espacios a favor del “no”, topándose asimismo con su mayor lastre. Porque ya que hablamos de posicionamientos, de olvido de la tibieza, del silencio de los mansos, el guión de Pedro Peirano sólo nos deja atisbar las diferencias ideológicas y de criterio de los veinte partidos y movimientos que abogaban por la respuesta negativa y que se vieron obligados a compartir los únicos quince minutos que el poder estaba dispuesto a concederles; de hecho, sí se muestra cómo, precisamente esa inestable convivencia, ese tener que renunciar a parte de su ideario para compartir eslóganes, hizo pensar a los gerifaltes (y frotarse las manos) que no debían esforzarse en sus programas y se mostraron muy confiados, previendo que los unos se comerían a los otros con tal de prevalecer sobre los demás. Y es una lástima que no quede bien reflejado el proceso de entendimiento, de acercamiento, de aunar posturas, de cómo algunos escépticos fueron convenciéndose de que un cambio era posible (pero para ello tenían que ponerse manos a la obra) porque enriquecería considerablemente el contenido de la película.
   Y aunque el reflejo del medio televisivo sea muy interesante y se convierta en el núcleo de la historia, en lo que da entidad propia a No, es una lástima que Larraín haga tantos arabescos para parecer parte de las imágenes del momento, tantos desencuadres, cambios de textura, abigarrando la cinta e incomodando al espectador; podríamos recordar la impresionante fotografía de Hoyte Van Hoytema para El topo (2011) para comprender cómo es posible reproducir la estética de una época, la manera de filmar, evocar los materiales que se usaban entonces para rodar, sin necesidad de atentar contra las pupilas del que mira, sin enrocarse en “parecer reales” porque eso se logra, precisamente, sin que el público capte el esfuerzo, los ensayos, el trabajo previo, resultando verosímiles sin tener que clonar el escenario original. En este mismo sentido, las secuencias que hablan sobre la vida íntima de alguno de los personajes, aunque despiertan empatía y proporcionan apuntes sociales, añaden poco a lo verdaderamente interesante y revelador, es decir, cómo la misma dictadura alimentó el antivirus que fue ganando terreno y devorando las células envenenadas hasta lograr el triunfo de su opción, lo que no es óbice para que Gael García Bernal haga una de sus interpretaciones más sólidas, muy alejada de sus ya clásicos mohines.

lunes, 25 de febrero de 2013

LOS OSCAR 2012: ¡QUE EMPIECE EL ESPECTÁCULO!


 
 
 
Hay muchas maneras de entender el concepto “espectáculo”, pero, guste más o menos, lo cierto es que, a la hora de imaginar un formato televisivo de varias horas, con diferentes actuaciones, con entrega de premios incorporada (o girando en torno a la misma), siempre pensamos en el musical para aligerar la carga, para que el programa no sea una mera sucesión de sketchs o de parlamentos, para que haya oportunidad de diversión, de lucimiento, de -valga la redundancia- espectacularidad; únicamente alguien de la brillantez de Rosa María Sardá pudo articular una (sí, lo hizo en tres ocasiones, pero sólo en ésta que citamos fue de la siguiente manera) gala de los Goya con la velocidad de un vodevil, con un humor muy patrio, sin necesidad de reproducir esquemas en los que otros se mueven como pez en el agua, gracias a un guión asombroso, delirante, a varios días de ensayos y a la complicidad de gran parte del cine español, sin caer en el sempiterno error de querer remedar lo que no se sabe hacer o, aún peor, lo que se hace descuidadamente y con condescendencia (entonces, ¿por qué lo haces? ¡Inventa algo particular!). Bien sea por la influencia del Un, dos, tres de Ibáñez Serrador o porque la mayoría de los programas infantiles recurren a ello (al menos, así era en los que nos hacían más placenteras las tardes después del colegio o los sábados por la mañana), los que andamos echando un pulso a los cuarenta (y alguno más) no concebimos que pueda llamarse show, gala de entrega o cualquier denominación que pueda acuñarse a algo en lo que no hay números musicales o éstos no importan o son ramplones; uno está muy acostumbrado a que le llamen antiguo, trasnochado, casposo y epítetos semejantes (y aún más insultantes) por su querencia hacia este género en el que, en contra de lo que sus detractores afirman, tiene cabida cualquier emoción y no todo son plumas, lentejuelas y un falso mundo color de rosa y, sin embargo, qué mágico resulta que durante unos minutos olvides los dolores, las decepciones, las tristezas, los malentendidos, para transportarte y elevarte como sólo la música puede lograr. El niño que casi nació amando el cine siempre anheló ver una ceremonia de los Oscar, conformándose durante mucho tiempo con los resúmenes en los que aparecía gente a la que adorar, cantando, bailando, interpretando, haciendo acrobacias, piruetas, manteniendo muy viva la llama del mundo del espectáculo; cuando fue posible ver en España la gala completa, llegaron los tiempos de la renovación, de los complejos, del empecinamiento en lograr rejuvenecer la audiencia y esas noches se convirtieron en pastiches difícilmente digeribles con esporádicos momentos de brillantez a cargo de maestros de ceremonias como Whoopi Goldberg, Billy Cristal o Ellen DeGeneres, en muchas ocasiones coartados o encorsetados por el pensamiento único reinante. Aunque se quedó lejos de lo demostrado como conductor de los Tony, Hugh Jackman fue el que más se acercó al tipo de espectáculo que uno imagina cuando se pone delante del televisor en una noche como la de ayer; y, entonces, llegó Seth MacFarlane.

   O, siendo justos, habría que decir que hubo un regreso a los orígenes y que le tocó a él lidiar con el mismo, aunque oyéndole cantar con un estilo crooner tan depurado (siendo capaz de seguir el paso de la enorme Kristin Chenoweth) y viéndole llevar el smoking con tanta soltura y naturalidad tendremos que pensar que ha sido el máximo artífice de que la 85 edición de los Oscar haya resultado tan esplendorosa, tan potente, tan memorable. Aunque hubiera sido todo un regalo que John Travolta se marcase unos pasitos (que hubiese elegido él si prefería hacerlo como Tony Manero, Danny Zuko, Vincent Vega o Edna, la madre de Hairspray (2007)), lo que vino a continuación fue casi inenarrable: sólo la maquinaria de Hollywood puede reunir en un mismo escenario la sensualidad de la gran Catherine Zeta-Jones de Chicago (2002), con el torrente vocal y el dramatismo de Jennifer Hudson en Dreamgirls (2006) y con todo el elenco –todos los protagonistas, no faltó ninguno- de Los Miserables (2012) para tirar la casa por la ventana, para resarcirnos de tantos años austeros y sin garra, para levantarnos de nuestra butaca. Y ya que era candidata (y fue ganadora, como no podía ser de otra manera por esa composición que se hermana con el pasado, que no reniega de sus orígenes y que se muestra orgullosa de formar parte de la saga a la que pertenece), Adele subió al escenario, tal vez un tanto nerviosa, demasiado preocupada por el resultado, no entregándose al cien por cien, un tanto fría y desvaída; aunque a la que jugó una malísima pasada su mítico pánico escénico fue a la esperada Barbra Streisand: que su voz ya no es la que era lo saben los múltiples admiradores que conserva (no hay más que conocer sus últimas grabaciones), pero el temblor con el que comenzó The Way We Were fue desmesurado y decepcionante, lo que no fue óbice para que remontase y, sin poder llegar a las notas de antaño, acabase el tema con buen gusto y estilo. Pero le fue imposible borrar el recuerdo que había dejado Dame Shirley Bassey, quien, con su histórico Goldfinger (que, ya que estamos, no está de más señalar que ni siquiera fue candidato al Oscar), volvió a dejar muy claro cómo mandar en escena, cómo erigirse en diosa, cómo adaptar tonos al paso del tiempo, cómo la potencia de su voz permanece intacta, cómo lograr que, de una ceremonia de más de tres horas, tu actuación sea lo más ovacionado y destacado.

   Seth MacFarlane supo dosificar sus apariciones, riéndose de sí mismo y de todos los demás, divirtiéndose y divirtiendo, aunque sea inevitable que algunas voces se quejen de la idoneidad o buen gusto de determinados chistes; si se supone que le llamaron precisamente por su irreverencia, por su vitriolo, por su incorrección, ¿qué esperaban que hiciese? Alternó perfectamente su parte más salvaje con la elegancia clásica de su apariencia y demostró su agilidad y cintura de showman cuando replicó al patio de butacas por la manera en que reaccionó ante uno de sus comentarios, no mostrándose jamás como alguien engreído, encantado de haberse conocido, convencido de su chispa e ingenio (y seguro que todos recordamos a más de uno al que le cuadra la anterior descripción).

   Amor (2012) es, posiblemente, una de las cintas más brutales de la historia, impresionante e inolvidable, necesaria y lección magistral de cómo se hace cine, pero ni en el más dulce de nuestros sueños aparecía obteniendo el premio gordo de la noche (del mismo modo, ni en la pesadilla más horripilante perdía la corona de mejor película de habla no inglesa), aunque dice mucho en favor de la Academia que, al igual que el año pasado no tuvo reparos en considerar que el título que destacaba por encima de los demás era de origen francés –The Artist (2011)-, en esta ocasión haya seleccionado Amor en categorías tan importantes como las de dirección, guión y actriz protagonista, al margen, por supuesto, de nominarla para el Oscar que se entrega en último lugar. Argo (2012) es una meritoria triunfadora, ya que hace justicia a su director –olvidado, como unos cuantos, a la hora de los votos- y reivindica un cine que entretiene e informa, que cautiva y enseña, una forma de rodar que nunca debería morir (aunque en su momento de máximo esplendor, la década de los 70, tenía que conformarse con premios de interpretación o de guión); no es superior a algunas de sus competidoras, pero no resulta uno de esos premios de los que Hollywood deba arrepentirse.

   Eso puede que suceda con la actriz protagonista, Jennifer Lawrence, encumbrada demasiado pronto (aunque parece difícil que la bajen de ese pedestal, puesto que sigue vinculada a dos franquicias de éxito), sin que haya demostrado nada más allá de un gesto adusto y de una mirada sin alma, quien protagonizó el momento hilarante de la noche al caerse cuando subía al escenario (puede que, por un lado, no diese crédito –aunque aires de diva hueca apunta e incluso ha demostrado- y, por otro, que la debilidad hiciese presa en ella, ya que durante la alfombra roja dijo ante cualquier micrófono que le acercaban que estaba hambrienta). Todo lo contrario a la otra actriz galardonada de la noche, nunca mejor dicho el premio más cantado, Anne Hathaway por sus sobrecogedores tres minutos y medio en Los Miserables, la cual ha ido demostrando paso a paso y película a película su cada vez mayor calidad y versatilidad interpretativa (de su vestido que hablen los que saben del asunto). Daniel Day-Lewis hace historia al conseguir su tercera estatuilla como actor principal y, al no competir con dos de las actuaciones más poderosas de la temporada (la de John Hawkes en Las sesiones (2012) y de la de Jean-Louis Trintignant en Amor), sólo Hugh Jackman podía hacerle sombra y es difícil que eso pase con el talento que derrocha el irlandés en Lincoln (2012). Completa el cuarteto de intérpretes premiados Cristoph Waltz, quien, con Django desencadenado (2012), logra su segundo Oscar por hacer lo mismo que hizo cuando ganó el primero –Malditos bastardos (2009)-, más afectado y rutinario, más caricaturesco e incluso autoparódico (y Quentin Tarantino también es ganador por segunda vez, de nuevo en la categoría de guión –ya lo fue por Pulp Fiction (1994)-, quizás porque la Academia se resiste a premiarle como director, reconocimiento excesivo para un libreto autocomplaciente, con hallazgos pero con excesivas digresiones).

   Ang Lee fue considerado el mejor director por su maravillosa La vida de Pi (2012), la cinta con más Oscar de la noche, cuatro en total, destacando la fotografía de Claudio Miranda y la banda sonora de Mychael Danna, ambas un prodigio, poseedoras de una excelencia que coadyuva a que la película también lo sea. Sólo el taiwanés o Michael Haneke eran merecedores de este galardón, pero elegir al primero es premiar a un autor inclasificable, sin miedo a nada, poseedor de una plasticidad envolvente y prodigiosa, sin límites ni engolamiento (y, además, su primer Oscar por Brokeback Mountain (2005), aun destacando su pericia y sabiduría, sabía a poco comparando con el resto de su filmografía).

   ¡Y Michelle Obama abriendo un sobre (el de mejor película, of course)! ¡Para que luego digamos de los politiqueos de los Goya! Aunque, todo hay que decirlo, su discurso fue breve y contenido, yendo al grano (pero, vamos, ¡vaya numerito!). De todos modos, ante lo que se vio en escena, su aparición queda como anecdótica porque, se ponga como se ponga quien se ponga, ella no es Dame Shirley Bassey.      

martes, 19 de febrero de 2013

"HITCHCOCK": EL ALMA DE SIR ALFRED


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Hitchcock DIRECCIÓN: Sacha Gervasi GUIÓN: John J. McLaughlin (basado en el libro Alfred Hitchcock and the making of Psycho de Stephen Rebello) MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Jeff Cronenweth MONTAJE: Pamela Martin REPARTO: Anthony Hopkins, Helen Mirren, Toni Collette, Scarlett Johansson, Danny Huston, Jessica Biel, James D´Arcy


   “Alma Reville tenía buen ojo, sabía cómo había que estructurar una historia y plasmarla visualmente. Había trabajado como montadora y no vacilaba a la hora de manifestar sus opiniones a Hitchcock. Menuda y de cabellos castaño rojizos, al principio daba una impresión de dulce timides; pero la verdadera Alma Reville era una mujer sumamente inteligente, segura de sí misma y de una férrea determinación, muy diferente del inseguro Hitchcock, que siempre estaba muy pendiente de su aspecto, y era muy consciente de sus gustos y sus humildes orígenes cockney. Alma nunca dejó de actuar con valentía cuando hubo que tomar alguna decisión, tanto en el trabajo como en su vida privada”. De este modo presenta Donald Spoto a la mujer que compartió la vida del mago del suspense hasta el final, la que se mantuvo a su lado contra viento y marea desde mediados de los años 20 hasta el fallecimiento del director en 1980; así aparece retratada en las primeras páginas de Las damas de Hitchcock, una visión de la vida y la obra (inseparables la mayoría de las veces) del creador de obras imperecederas como Encadenados (1946) o Con la muerte en los talones (1959) a través de las mujeres que (nunca mejor dicho, es lo que Spoto refleja sin paños calientes) pasaron por sus manos a lo largo de sus cincuenta años de carrera. Y ella es el personaje central de este divertimento, de este gran guiñol que, sin duda, hubiese agradado al propio Hitchcock, sobre todo en la medida en que parece haber molestado a esos empeñados en guardar el frasco de las esencias, cómplices de actos indignos e incluso delictivos que, por otro lado, no deben restar ni un ápice del reconocimiento artístico que el cineasta merece, esos que quieren mantener al ídolo en un pedestal sacrosanto y no aceptan la más mínima crítica ni mucho menos que se cuente la historia desde todos los puntos de vista posibles porque sólo consideran el suyo como verdadero.

   Hitchcock no quiere ser un biopic al uso, tan sólo se centra en un episodio capital de su carrera -la creación de Psicosis (1960), su título de mayor éxito comercial- y aunque necesita contar cómo transcurrió aquella filmación (lo que sirve para explicar y comprender comportamientos, motivaciones, sucesos) no se pierde en erudiciones, en una cinefilia elitista o compleja, sino que, al modo de la reciente Mi semana con Marilyn (2011), sabe integrar lo estrictamente cinematográfico en la historia, sin llegar al encanto de ésta, para ahondar en lo que le interesa, es decir, la relación más materno-filial que sexual, de dependencia y necesidad pero sin duda de complicidad y entendimiento que mantuvieron los Hitchcock (así lo certifican los múltiples testimonios, incluido el de su única hija, Pat, y el del propio Sir Alfred, recogidos por Donald Spoto y otros biógrafos durante años de investigación). Pero, por encima de todo, Sacha Gervasi quiere homenajear al maestro y rodar una cinta que tenga su espíritu, que huela a Hitchcock, que le evoque sin imitarle ni parodiarle (aunque sea inevitable filmar alguna de sus secuencias más legendarias, claro), una recreación de lo que pudo ser el rodaje de Psicosis y cómo afectó a la vida del matrimonio tomando para ello toda la parafernalia, lo grotesco, lo caricaturesco, su propia conversión en personaje icónico haciendo continua gala de un ambiguo pero exitoso sentido del humor, cómo el propio Hitchcock quiso pasar a la posteridad a través de sus intervenciones (míticas, imprescindibles, geniales) en sus series para televisión; ese es el que aparece en esta película y, a pesar de explotar todos estos elementos, es tratado con un enorme respeto y mimo ya que, en realidad, apenas toca el asunto más espinoso, es decir, su trato, su mal trato –aunque sería pertinente escribirlo como una sola palabra-, a la mayoría de las actrices con las que trabajó (en parte porque su instinto más mórbido y cruel, aletargado o reducido a su incontinencia verbal, se despertaría y sería irrefrenable a raíz de la aparición en escena de Tippi Hedren y a ese momento no llega el presente filme).

   Anthony Hopkins sale airoso del reto de encarnar a alguien muy popular, muy peculiar, muy reconocible incluso para los que sólo ven cine de vez en cuando, integrándose con el maquillaje (muy denostado, pero pertinente y logrado), desapareciendo bajo la máscara, reproduciendo sus gestos más característicos, su manera de andar, sus ojillos pícaros y al mismo tiempo temerosos, su particular combinación de vulnerabilidad y presencia imponente, su propia infantilización, su aparente frivolidad, sus permanentes ganas de jugar, todo lo que encontramos presente en su filmografía y todo lo que él quiso mostrarnos a través de ambas pantallas (la grande y la pequeña). Y, sobre todo, lo más plausible es que Hopkins comprende que él no es la estrella, que no es el amo, que su trabajo ha de estar supeditado, vinculado, matizado por el de la verdadera protagonista de la cinta, una Helen Mirren que, de nuevo, vuelve a demostrar su grandeza, su inteligencia, su osadía, su entrega, su versatilidad, sus múltiples registros, su inagotable carisma, convirtiendo su Alma Reville Hitchcock en otra de sus creaciones, en otra de sus cimas, rol que sumar a los de Excalibur (1981), La locura del rey Jorge (1994),En el nombre del hijo (1996) o La Reina (2006). Es un absoluto deleite contemplarla, bien durante sus escarceos amorosos, bien dosificando el vitriolo que sale por su boca, bien tomando las riendas cuando Psicosis puede quedar en manos de la Universal (muy atinadas las referencias al cine que quiere hacerse desde los despachos –que, por desgracia, es el que en muchas ocasiones llega a estrenarse-), regalando continuas lecciones de interpretación, jugando con su voz, encontrando nuevos tonos, sorprendiendo y asombrando (pero los Oscar han optado por actrices jóvenes que, se supone, algún día nos darán alguna alegría, pero no es el caso presente, sobre todo en lo que a Jennifer Lawrence se refiere).

   Es también un pequeño regalo reencontrar a una actriz tan camaleónica como Toni Collette que, como ya hiciese en Las horas (2002), deja claro que una sola frase puede ser suficiente cuando el intérprete tiene calidad, aunque su participación en esta película tiene más extensión (y eso que salimos ganando). En la difícil tarea de reproducir el Hollywood de ese momento, Scarlett Johansson no se acerca ni de lejos a la fascinación que provocaba Janet Leigh (aunque evita sus clásicos y cansinos mohines, lo que ya es que mucho), mientras que James D´Arcy parece un hermano gemelo de Anthony Perkins y Jessica Biel encarna con acierto y contundencia a Vera Miles, cuya verdadera relación con Hitchcock apenas aparece dibujada aunque, repetimos, algunos acusen a Sacha Gervasi de quedarse en el lado oscuro estereotipado y explotado por los detractores del director, de convertir lo anecdótico en categoría e incluso de dar pábulo a rumores (cuando, en ese sentido, la película se queda muy corta).

   No obstante, como para gustos se hicieron los colores y cada cual cuenta la feria como le va en ella, podríamos cerrar esta crónica sobre una cinta simpática y ligera que se digiere bien (y que tiene más trasfondo del que parece para iniciados –centrándose en el breve periodo que narra, por supuesto-) tal y como la abrimos, es decir, con las palabras de Donald Spoto sobre la intervención de Alma en los rodajes de Hitchcock: “Pat Hitchcock reivindicó el papel de su madre, especialmente en el libro que autorizó, Alma Hitchcock: The Woman Behind the Man, que en su cuarta parte está dedicado a las recetas culinarias de su madre. Por ejemplo, en él escribió: “Mi padre tomó siempre las decisiones importantes con Alma, como su colaboradora más próxima”. Y que “la participación de Alma era constante”. Son comentarios que demuestran sin duda el cariño de una hija, pero no confirman si inferencia de que Alfred Hitchcock no hubiera tenido éxito sin la constante y permanente colaboración de Alma Reville. Semejante idea puede dar pie a un conmovedor enfoque revisionista para halagar a una esposa infravalorada, pero no resiste un análisis en profundidad. Que el pensamiento y la voz de Alma eran respetados –y casi siempre tenidos en cuenta- por su marido es algo que está fuera de toda discusión, y resulta más que razonable suponer que los dos hablaban del trabajo en la intimidad del hogar. Pero ir más allá, sugerir que sin ella no tendríamos las obras maestras de su marido, parece una tesis inadmisible”. Ya sabemos que la historia del cine se forja desde las leyendas, desde la ficción, desde situaciones que jamás se dieron pero que han quedado en el imaginario colectivo, incluso narradas por los supuestos protagonistas; Gervasi no quiere ser riguroso y sí cómplice de los amantes del cine, de los verdaderos fans, divertirse y divertirlos, y es lo que consigue cuando Alma (Helen) se pone detrás de la cámara para rodar una secuencia que, está documentado, Hitchcock no pudo rodar por enfermedad. ¡Esa es la magia del cine: hace creíble lo inaudito! (y dura poco más de hora y media en esta temporada plagada de cintas eternas).      

lunes, 18 de febrero de 2013

LOS GOYA 2012: SOBRAN SOBRES, FALTA LO DEMÁS


  
 
 
   Ya lo dijo el gran poeta Antonio Machado, “todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar” y, de ese modo, un año más han llegado los Goya, los han entregado y a esperar la próxima edición; de la misma manera, cita ineludible, ahora toca comentar la ceremonia y así continuamos pasando por la vida (aunque algunos sucesos se conviertan en inolvidables para los afectados, los que los sufrieron, a los que se los contaron, que este asunto de la trascendencia nunca se sabe por dónde va a salir). Hoy, fundamentalmente, hablaremos de cine, de galardones, de formatos televisivos, de maestros de ceremonias, de actores, aunque sea inevitable tocar otros asuntos que, digan lo que digan, deben quedar fuera de noches como la de ayer, pero como el asunto está viciado de origen (de ahí la presencia del ministro de Cultura de turno en todas las galas –o casi todas, no sé, pero incluso han llegado a estar el Príncipe o el mismísimo Presidente del Gobierno en alguna ocasión, eso sin olvidar que los Reyes presidieron el bautizo de los premios hace 27 años-), parece que es inevitable mezclar churras con merinas.

   Empezando precisamente por el asunto político, para así quitárnoslo pronto de encima, y yendo de paso hacia el guión de la ceremonia, qué previsibles resultaron las referencias de Eva Hache a la actualidad social, qué huecos y obvios los aplausos cómplices, qué simples los chistes pretendidamente punzantes, qué desafortunado en tono José Corbacho queriendo ocupar el foco, qué prepotente el sempiterno gesto de Wert, qué incómodo se le veía en la butaca, qué torpe TVE hurtando su rostro en los momentos en que hubiese sido revelador comprobar su reacción ante lo que sucedía en el escenario, qué melifluos e innecesarios los comentarios de Carlos del Amor (con inexactitudes y eludiendo la realidad cuando no era de su gusto), qué extraño resulta que haya quien se ponga la pegatina sobre el esmoquin, las lentejuelas, las joyas, el diseño exclusivo (¿No recuerdan aquello que siempre se ha dicho sobre la mujer del César? Y no hablamos de confundir progresismo, revolución, oposición, con falta de higiene, fealdad o ropa desgastada –que en ocasiones lucen los que sólo la convierten en un disfraz, no por verdadera necesidad-, sino de coherencia al estilo de Jessica Lange que, ya puestos, declina su participación en los Oscar porque está en contra de la guerra). En este sentido, reverencia ante el espléndido discurso de Candela Peña (por cierto, se remontó tres años atrás, ¿eh?, ¿lo pensaron ciertos corifeos mientras la jaleaban?), la buena armazón del de Maribel Verdú y lo profundo y hondo (en todos los sentidos) del de J. A. Bayona, ganando por honestidad, sinceridad y cimientos al resto del paisanaje que por allí apareció.

   Eva Hache dejó claro por segundo año consecutivo que no tiene el más mínimo carisma al menos para una gala de este tipo, que no es una show-woman capaz de sostener un espectáculo tedioso en sí mismo si no hay al frente alguien capaz de imprimirle energía, buen rollo, diversión, versatilidad; confió su supuesta comicidad a sus ojos disparados, supuestamente cargados de intenciones, subrayado irritante a unas gracietas torpes, aunque por fortuna desapareció durante un buen rato para ser sustituida por Ernesto Sevilla, otro de esos llamados cómicos aureolados por el prestigio y la etiqueta de “humor inteligente”, aún más torpe que ella sobre el escenario, sin gracia ni garra, dando paso casi entre tartamudeos a las “reivindicaciones” de Blanca Suárez, Fernando Tejero o Carlos Areces, quien tuvo la única línea hilarante de ese larguísimo y plúmbeo gag –o eso se supone que era-, aunque seguro que dicha por otro actor hubiese provocado una carcajada interminable -¡Qué miedo da pensarle y verle en lo nuevo de Almodóvar!-. Y para colmo se empeña en cantar y bailar al más puro estilo “fiesta de fin de curso” –hemos vuelto a la Hache, por si alguien se ha despistado- junto a unos cuantos que, como en el caso de Miguel Ángel Muñoz, ni siquiera se preocupan de dar bien alguna nota, estropeándole el momento, su gran momento, el tantas veces anhelado, de Concha Velasco con su Goya de Honor entre los brazos.   

   ¿Y qué decir de Adriana Ugarte y Carlos Santos –aunque, las cosas como son, fue ella la que leyó los nombres equivocados- al entregar el premio a la mejor canción? Que, a pesar de las explicaciones (abstrusas y un tanto estúpidas) de la Academia, el momento pasará a la posteridad como una metedura de pata descomunal y evitable si las galas se ensayasen, si la dinámica se explicase con propiedad (sobre todo a los que van a pisar el escenario), si uno tuviese claro que debe abrir un sobre y leer lo que pone dentro; por otro lado, si la cosa no era para tanto (que se lo digan a los que se sintieron ganadores durante unos segundos), ¿por qué no salió alguien –la propia Eva Hache que para eso está, González Macho que algo más que discursos justificativos debe hacer- a dejar claro lo que quedó como un medio tongo, montaje o similar? Y, de remate, la chanza de Adriana Ugarte (una actriz sin gracia ni sentido del humor), bochornosa y estrambótica como admirablemente señaló con su gesto Maribel Verdú (a la que deberían hacer un monumento los realizadores –cinco, por cierto, en TVE para meter la pata todo el rato- ya que es el mejor referente como público, asustándose, admirándose, emocionándose, riéndose, apoyando desde su asiento, comentarista estrella con sus gestos y expresiones).

   Ninguna de las cintas candidatas quedará en mi memoria como algo digno de recuerdo (en todo caso, sólo Grupo 7 (2012) y por causas muy negativas), pero en la pugna entre Blancanieves (2012) y Lo imposible (2012) me quedo con la segunda, sobre todo en lo que a dirección se refiere, decepcionándome Pablo Berger en varios tramos por su aparente impericia con las muchas virtudes demostradas en su ópera prima –Torremolinos 73 (2003)-; por eso, aunque siempre hay quien lo considera una incoherencia, aplaudo, puesto que tocaba encumbrar Blancanieves, que J. A. Bayona fuese el galardonado con el premio a la mejor dirección (aunque mi favorito fuese Fernando Trueba, cuya El artista y la modelo (2012) hubiese debido arañar algún premio técnico), ya que el de mejor película se supone que distingue la totalidad, el conjunto, y puede (y de hecho sucede) que el título premiado en esa categoría no sea el que posea la dirección más completa o meritoria o plausible –si argumentamos siempre eso, que la película encumbrada debe llevar implícito el premio para su director, entre otras cosas, estamos invalidando la inmensa mayoría de los palmareses de los festivales de cine que el mundo son-.

   Maribel Verdú logra por fin un Goya que la merece –que sólo lo tuviese por Siete mesas de billar francés (2007) no reflejaba su verdadera entidad como intérprete- y reconoce su madrastra como la auténtica columna vertebral de Blancanieves, empalideciendo todo lo que la rodea, especialmente a Macarena García, encumbrada como actriz revelación tal y como era predecible desde su reconocimiento en el Festival de San Sebastián, quien al menos tuvo el pundonor de recordar y compartir mieles con la que hubiese debido llevarse el Goya a casa si extrañas decisiones no se lo hubiesen impedido por cuestiones de edad (esa manía de ir retocando los reglamentos cuando no nos convienen), es decir, a Sofía Oria, contra cuyo recuerdo poco puede hacer en la segunda parte de la película, aunque, viendo la posterior trayectoria de gran parte de los premiados en esta categoría, esperaremos futuros trabajos de Macarena García para situar el galardón donde merece. Lo mismo puede decirse de Joaquín Núñez, favorecido junto a Julián Villagrán (éste como actor secundario, el otro como revelación) por la corriente de simpatía despertada por Grupo 7, por esa forma de premiar de los actores españoles a los que consideran suyos, parte de la familia, pertenecientes a la tribu, galardonados ambos por roles arquetípicos, llenos de tópicos y brocha gorda, y especialmente el segundo por repetir hasta la saciedad tonos, voz, composición, gestos y decires.

   Candela Peña ganó contra pronóstico (todo hacía pensar que sería premiada la veteranía de Ángela Molina, poco ayudada por Pablo Berger para que su rol quede en la memoria más allá de una secuencia toscamente rodada) por aportar la única veracidad que contiene la hueca Una pistola en cada mano (2012) y el enorme José Sacristán fue premiado por un filme que han visto cuatro, la ampulosa y enervante El muerto y ser feliz (2012), otro de esos ejemplos (y también vale el nombre de Concha Velasco para ello, aunque su trayectoria –mal representada, ya que estamos, en el vídeo de presentación- justifica el galardón recibido con creces) de nombres olvidados a los que de repente se vuelve la cabeza y se homenajea por el título más olvidable de su carrera (para no entretenernos más, sólo recordar que hubiese podido ser reconocido en la primera entrega de los Goya por El viaje a ninguna parte (1986), si lo hubieran nominado, claro).

   Está muy bien eso de querer reconocer a las películas de animación en otras categorías, al margen de la creada específicamente para estos trabajos, pero elegir precisamente Las aventuras de Tadeo Jones (2012) para ello –olvidando, por cierto, que ya el año pasado Arrugas (2011) fue, con todo merecimiento, distinguida en el apartado de guión adaptado- sólo habla de lo redundantes que se ponen los académicos al glorificar una cinta simpática, muy meritoria –sobre todo de cara los resultados económicos-, pero que responde a los cánones de lo que, cuando llega desde fuera, provoca urticaria, menosprecio e incluso insultos y, de paso, hacemos una pedorreta a Paco León, no vaya a ser que se lo crea. Aunque la jugada quedó completada por el Goya a Intocable (2011) como mejor película europea, digna de todos esos exabruptos que dedicamos a productos hechos en Hollywood sólo por ese motivo, y eligieron el momento dedicado a la película iberoamericana para saltarse el guión aparentemente escrito que apuntaba hacia Infancia clandestina (2011) como la que iba a llevarse el gato al agua y aupar a Juan de los Muertos (2011) hasta lo más alto y propiciar uno de los momentos más surrealistas e hilarantes de la noche cuando un primo bastardo de Prince (o el artista antes conocido como tal), luciendo taconazo y funda para las gafas con pedrería, preso de espasmos de alegría e incredulidad, subió al escenario sin dejar de saltar y convulsionándose ante el busto del pintor de Fuendetodos; por cierto, ¿para qué tanto sobre y tarjetones con el nombre de los hipotéticos receptores del premio y luego nadie nos presenta a los que se apelotonan en torno al mismo? En fin, perdón por el chiste fácil, pero, como suele suceder todos los años (¿Dónde estás, Rosa María Sardá?), se esté más o menos de acuerdo con el palmarés, lo que sobra es la gala.      

miércoles, 13 de febrero de 2013

"LA BANDA PICASSO": BUENOS TRAZOS PARA UN MERO ESBOZO


 
 
 
DIRECCIÓN: Fernando Colomo GUIÓN: Fernando Colomo MÚSICA: Juan Bardem FOTOGRAFÍA: José Luis Alcaine MONTAJE: María Lara, Antonio Lara REPARTO: Ignacio Mateos, Pierre Bénézit, Jordi Vilches, Lionel Abelanski, Raphäelle Agogué, Louise Monot, Alexis Michalik, Stanley Weber


   Tiene su enjundia comparar cómo nos vemos nosotros mismos y lo que piensan los demás sobre lo que hacemos o cómo nos etiquetan o cómo nos consideran; cuando menos, resulta ejercicio enriquecedor escrutar las opiniones que nuestros hechos y obras merecen, contrastándolas con las intenciones que llevábamos cuando nos pusimos a la tarea o con la falta de las mismas. Cuando Fernando Colomo quiso repetir la experiencia de dirigir, después de su debut con Tigres de papel (1977), se marcó como objetivo primordial huir de cualquier encasillamiento posible y rodar una historia muy diferente y alejada de aquella con la que había inaugurado, sin él saberlo ni quererlo, lo que dio en llamarse “nueva comedia madrileña”, etiqueta que cimentó sus bases precisamente gracias al segundo título del cineasta, ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (1978); lo que más sorprende es que, comprendiendo que la coyuntura política y social del país, las ganas por desparramar, por celebrar, por expresarse sin miedo a cortapisas, multas, encarcelamientos, represalias, favorecían que fuesen tan bien recibidas y celebradas películas que suponían un auténtico vendaval, todo un revulsivo en la manera de contar, en los asuntos tratados, en el lenguaje empleado (tanto en el estrictamente cinematográfico como en el de los personajes), revisando hoy la filmografía de Colomo de aquellos años de tanteo, de ensayos, de ir definiéndose (igual que sucede con las de Trueba y Martínez Lázaro, en menor medida con el primer Almodóvar), aunque hay un toque divertido, irónico, de sátira, de no tomarse muy en serio (especialmente a ellos mismos) que impregna cada fotograma, lo que al espectador más huella le deja es lo dramático, lo profundo, lo terrible, incluso lo doloroso. De hecho, a pesar de lo escrito y alabado, de lo consensuado y convertido en género, Fernando Colomo no ha frecuentado la comedia pura y dura tanto como se piensa, siempre le han movido más otros temas, otras preocupaciones, aunque las haya recubierto de esa pátina que facilita el acercamiento y que pone el dedo en la llaga con más intencionalidad y acierto que la obra que se pretende mordaz y con altura intelectual; en este sentido, tal vez su filme más acabado y que mejor soporta el paso del tiempo sea La vida alegre (1987), compendio de las mejores virtudes de un autor más inclasificable de lo que algunos piensan y de lo que él mismo afirma.

   Con el tiempo, Colomo se ha ido aficionando a bucear en la Historia (con mayúscula) para encontrar historias (sin ella) en apariencia minúsculas o triviales pero con un trasfondo revelador, que dicen mucho más de lo que aparentan, y de esa forma nacieron dos de sus cintas más redondas, más compactas, como Los años bárbaros (1998) y Al sur de Granada (2003), inspiradas en hechos reales. La banda Picasso, aunque utiliza personajes y sucesos que pueden rastrearse no ya en enciclopedias sino en periódicos de la época que se reproduce, se presenta ante nuestros ojos como película de ficción porque los herederos del pintor malagueño así lo han demandado (utilizada la palabra con todos los matices posibles, puesto que Paloma Picasso es fiel –y excesiva- guardiana del legado paterno); podríamos decir que, aunque transcurre en un tiempo cercano pero anterior al utilizado como escenario por Woody Allen, es el Midnight in Paris (2011) de Colomo, un recuerdo de esa época en que el arte rompía todas sus costuras y se reinventaba día a día gracias al impulso de unas mentes privilegiadas que sólo pensaban en crear, en dar vía de expresión a sus inquietudes, a sus demonios, a sus tormentos, a sus anhelos. Y si aquella fallaba en su ampulosidad, en sus chistes para iniciados, en un Allen más preocupado por agradar que por divertir, ésta viene a hacer aguas precisamente en lo contrario: aunque escoge mimbres fuertes y los trenza con pericia (un Picasso aún por eclosionar, rodeado por Apollinaire, Manolo Hugué, Max Jacob, Braque, Marie Laurencin, compartiendo calles, cafés, espacio vital con Gertrude y Leo Stein o con Matisse, todo ello mientras La Gioconda desaparece del Louvre), se queda en lo más anecdótico, en lo trivial, en realidad parece como si lo que presenta como núcleo fuese uno de los MacGuffins de Hitchcock, puesto que lo deja al fondo para ilustrar (con buena mano, estupenda ambientación y meritoria dirección artística que merecía ser candidata a un Goya) algunos episodios de lo que pudo ser la vida cotidiana de todos estos artistas en el París de comienzos del siglo XX.

   Sin duda, La banda Picasso se ve con complacencia, con agrado, con espíritu jocoso, pero uno no deja de preguntarse hacia dónde vamos y, una vez se abandona la sala de proyección, se empieza a olvidar con suma facilidad, apenas un par de secuencias quedan en la memoria, siendo ingrediente fundamental tanto del agradable sabor de boca del momento como de los efectos posteriores, lo idóneo del reparto, el tino a la hora de elaborar el casting, lo adecuado de cada uno de los intérpretes, mereciendo todos los plácemes el descubrimiento de Ignacio Mateos. Aunque Colomo vuelve a demostrar su mano maestra para manejar repartos colares, para conseguir que un grupo de personas aparezca ante nuestros ojos como si fuesen en realidad camaradas de toda la vida, como cómplices, para que nos creamos los vasos comunicantes que los unen, destaca por méritos propios este paisano de Picasso, este malagueño que dota a su rol de ese aire soberbio, misógino y enfervorecido que siempre asociamos al autor de Las señoritas de Avignon, aportándole vivacidad, carácter explosivo, rasgos de humanidad, mayor interés por su obra que por los galardones o remuneraciones que pueda obtener, constituyendo el mejor relevo posible para lo conseguido (y no superado por mucho Anthony Hopkins que queramos poner en la balanza) por otro malagueño en El joven Picasso (1993), es decir, Tony Zenet cuando no se había volcado en el mundo de la música. A destacar, especialmente, la transformación física, imperceptible para el que no tenga en mente del rostro del hasta este momento poco conocido actor, más debida a cómo asume e incorpora el personaje que al plausible trabajo de caracterización y maquillaje.

   Y aunque, repetimos, la proyección resulta agradable, simpática, ligera (en el sentido de no estar pendiente del reloj), es al final esa ligereza, esa excesiva liviandad, lo que acaba pesando en nuestro ánimo; tal vez Colomo hubiese necesitado ayuda en la escritura del guión, o directamente habérselo encomendado a otra u otras personas, o haber puesto en el foco en algún detalle concreto, ya que en ocasiones parece que estamos viendo una película de episodios, aunque sea con los mismos protagonistas, aunque sean detectables y notorios los nexos de unión entre unas anécdotas y otras. O, por encima de todo, tal vez hubiese debido perfilar mucho mejor los tonos empleados a la hora de narrar de la historia, porque por momentos parece que contiene la comicidad, que no quiere llegar hasta ciertos límites, y si es agradecer que no caiga en lo chusco, en lo torpe, en lo elemental, a veces tiende a encorsetar excesivamente el material que maneja, dejando al espectador a medias, con la sonrisa sin definir, sin que la carcajada que ronda pueda estallar como merece, sin que La banda Picasso sea la buena película que hubiese podido (y debido, viniendo de quien viene) ser.    

domingo, 10 de febrero de 2013

"EL VUELO": SIN RUMBO FIJO





TÍTULO ORIGINAL: Flight DIRECCIÓN: Robert Zemeckis GUIÓN: John Gatins MÚSICA: Alan Silvestri FOTOGRAFÍA: Don Burgess MONTAJE: Jeremiah O´Driscoll REPARTO: Denzel Washington, Don Cheadle, Kelly Reilly, John Goodman, Bruce Greenwood, Melissa Leo


   Suele decirse que un escándalo viene muy bien como publicidad añadida (o incluso como sustituta de la misma), puesto que coloca una obra en el punto de mira y una parte importante del público se interesa por ella precisamente por la polvareda levantada, cuando le hubiesen regalado su indiferencia en caso contrario; lo peor que puede suceder con una situación de este tipo es que, para bien o para mal, se hable sólo de lo exógeno, de lo que no es atribuible en sí misma a la creación artística, de lo que añade, prima o interpreta el que la contempla y se ignoren sus verdaderos valores, sus calidades y cualidades o sólo se les preste atención pasadas por el tamiz de lo que le ha convertido en centro de atención. Pero, aunque en ocasiones paguen un peaje muy alto por ello e incluso en ciertas épocas (no tan lejanas u olvidadas) hayan sido prohibidas, mutiladas, edulcoradas o quemadas, nos gusta creer que, cuando hay algo verdaderamente digno de elogio, los escandalizados pasan y las obras permanecen -y esto sirve lo mismo para Madame Bovary que para Yerma, para La dolce vita (1960) que para Grupo salvaje (1969)-; y, por otro lado, no conviene olvidar que hay quien molesta, perturba, mete el dedo en la llaga con total alevosía pero primando el vehículo utilizado para ello, es decir, preocupándose de la historia, de su acabado, de lo que produce (e incluso no buscando esa polémica en absoluto: siempre hay personas dispuestas a darse por aludidas o a sentirse atacadas –es la única manera que tienen de obtener los quince minutos de gloria que Andy Warhol concedió a cualquiera-) y, según el tiempo corre a su favor, la obra es juzgada por sí misma y no por el runrún del momento, por lo efímero de una conmoción hueca, permaneciendo en la memoria y el disfrute de los que vivieron su puesta de largo y de los que llegaron después (otras, para su desgracia, devienen en antiguallas, documento de tiempos pasados, presas de la coyuntura en que vieron la luz). Pero en todo este asunto del arte como necesario revulsivo, permanentemente revolucionario (lo que no implica tener que romper en todo momento las formas, los cánones, o, cuando menos, no quedarse sólo en eso, en algo que termina resultando una mera cuestión estética sin contenido ni trascendencia –aunque en el siglo XXI sea muy sencillo convertirse en tendencia de éxito-), sin duda lo más falsario, lo que pervierte la auténtica y deseable función del hecho artístico, es aquel personaje (nimbado de prestigio o de la consideración de creador en alguna de las disciplinas que conforman ese universo en continua expansión que solemos sintetizar y reducir a la palabra “arte”) que, recurriendo a obviedades, a clichés, tomando de aquí y de allí, sólo con el ánimo de lograr un pingüe beneficio, sigue un esquema que debería estar periclitado pero aún funciona para provocar la airada respuesta de los de siempre que, en realidad, acallarían estas voces si no entrasen al trapo con suma facilidad, cómplices a su pesar de naderías como El código Da Vinci, novela de fácil consumo, efectiva y olvidable, memorable a nuestro pesar.

   El vuelo, la nueva película de Robert Zemeckis, se anuncia como “la más provocativa del año” y se percibe desde el comienzo que es un producto diseñado para no dejar indiferente al espectador, para llevarlo hasta el límite, para apelar directamente a su conciencia, a su ética, a su moral, uno de esos títulos que pueden inscribirse bajo el paraguas de la pregunta “¿qué haría usted si…?”, y además llega a nuestro país en un momento muy convulso en lo que a lo aéreo se refiere y abunda (o debería hacerlo) en el casi permanente malestar y enfrentamiento que vive el usuario desde aquella deserción en masa de los controladores al comenzar diciembre de 2010; pero, como enseña la sabiduría popular, las buenas intenciones sirven para empedrar el camino hacia el infierno y cuando la única palpable es de la resultar escandaloso sí o sí, sin medida, sin planificación, cuando nadie lleva las riendas con mano firme, cuando nadie se pone a los mandos con osadía y preparación (precisamente de una situación como esa nace el nudo de la historia antes de enmarañarse), puede preverse una entrada en barrena como la de este filme que, para colmo, necesita más de dos horas para su desarrollo, lo cual redunda en el agotamiento del público. Tras unos primeros minutos de auténtico espectáculo, adrenalínicos, que no dan tregua, que abren muchas posibilidades y siembran muchas dudas, Zemeckis comienza a dar tumbos, ayudado por un guión que mezcla tonos e historias sin acierto y sin garra y por un protagonista que, alejado por fortuna de sus peores tics y de su aureola estelar, parece que no se atreve a ser el villano que promete, el cambio de rol ya asumido en Training Day (2001) que le propició un triunfo desmedido y un aplauso exagerado, al margen de un Oscar como actor protagonista que venía reclamando desde tiempo atrás –y no por sus méritos artísticos sino por su raza-, estatuilla que le entregó su amiga Julia Roberts entre algazara y griterío histérico.

   En ciertos momentos es como si la propia película se avergonzase de lo que plantea o no se atreviese a llegar hasta las últimas consecuencias, pero no sólo en lo relativo a la casta que forman los pilotos, sino a los comportamientos directamente mafiosos de las compañías aéreas tanto hacia los viajeros como hacia sus propios trabajadores; no sabe jugar (o no quiere, lo que aún es peor) con la ambigüedad de la situación planteada: el personaje de Denzel Washington ha tenido un comportamiento heroico, todo el mundo parece dispuesto a reconocerlo y premiarlo, pero resulta que pilotaba bajo los efectos del alcohol y las drogas, por lo que debe rendir cuentas ante la justicia puesto que hubo varios muertos como resultado de la arriesgada maniobra con la que consiguió aterrizar el avión y salvar a la mayoría del pasaje. Pero en lugar de hacer pivotar la historia sobre ese juicio, de convertir a cada espectador en miembro del jurado, el guionista prefiere perder el tiempo en torno a la posible redención del rol principal, añadiendo el consabido y trillado asunto amoroso, desperdiciando posibilidades y personajes, dejando en nada a actores del calibre de Don Cheadle, Bruce Greenwood, Melissa Leo (que a pesar de todo saca mucho partido, como es habitual, a sus minutos en pantalla) o John Goodman (que sólo necesita un par de secuencias para adueñarse del filme).

   Convertido en un director que ofrecía espectáculo y diversión sin complejos y sin andarse por las ramas gracias a títulos como Tras el corazón verde (1984) o Regreso al futuro (1985), Robert Zemeckis empezó a experimentar con la muy entretenida y lograda ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) para con el tiempo primar la técnica sobre la emoción y dirigir películas aparatosas y aburridas como Polar Express (2004) y Beowulf (2007); entremedias ganó un Oscar que le viene enorme por una blandenguería de proporciones cósmicas llamada Forrest Gump (1994) en la que sólo la enorme Sally Field transmitía verdad y ofreció nuevas muestras de su acartonamiento y pérdida de frescura en Náufrago (2000) y Lo que la verdad esconde (2000). Aquí, como señalábamos, hace albergar muchas esperanzas con el espectacular prólogo, todo un alarde de ritmo y energía, manejando el factor sorpresa con tino, alternando con oficio el montaje paralelo para integrar la segunda historia, pero una vez el avión toca suelo es como si el filme también lo hiciese, como si el peso de las pretensiones tirase de él, como si no fuese capaz de prescindir de todos los lastres que lo transforman en un producto algo peor que convencional, en una película sin vigor, sin gancho, sin enjundia, amagando pero no dando, sin dirección clara, sin que puedan comprenderse los vaivenes, los porqués, cuál es la posición del guionista, del propio director, con momentos delirantes por ridículos, en definitiva, por no saber remontar y mantener el vuelo.  

viernes, 8 de febrero de 2013

EL DUENDE: UNA HISTORIA QUE CUENTA


  
   Ustedes llegan aquí no sé por qué vericuetos, por qué enlaces, por qué azares, buscando un texto que glosa las excelencias de El Duende y eso era lo que podía leerse hasta hoy, 10 de julio de 2014, en que fiel a mis esencias, leal con quien lo merece, sin intereses creados de por medio, sin tener que plegarme ni venderme a nadie, sin poner mi dignidad en almoneda, cambio el tono, las palabras, el panegírico y lo torno en filípica porque, por desgracia, es lo que merece el mundo del periodismo (cada hay menos oasis en ese desierto que todos, entonemos el mea culpa y sálvese alguno si puede, hemos ayudado a despojar, despoblar, arrasando como si ni hubiese un mañana) y, en concreto, esta publicación que, tras ser referente, osada, curiosa, personal, voz clamando en el desierto, continente de sabiduría, ha terminado, como tantas, condicionada por los anunciantes, amordazada por sí misma, no queriendo molestar como forma de supervivencia, rebajando el nivel tan por debajo del mínimo que resulta imposible reconocer en sus páginas lo que antaño fuese faro, brújula, destino ineludible para que el quisiera seguir investigando, aprendiendo, conociendo, ampliando su universo cultural. Ahora, por desgracia, nada importa más allá de lo comercial (sí, ya sé que esto es un negocio pero a nuestro oficio no debería notársele tanto porque deja de ser periodismo para llamarse clientelismo e incluso en lo más aparentemente inocente aparece alguien implicado, nombrado, no aplaudido lo suficiente, dado por aludido -o dejado de citar, lo que en ocasiones es peor para el ego del que se cree con derecho a todo, siempre que hablemos de pleitesía, rendición incondicional, impunidad, halago desmesurado e inmerecido, porque paga, porque tiene la sarten por el mango, porque sólo oye cantos de sirena-, alguien que exige, reclama, dicta, censura, impone unos contenidos sobre otros); ahora, todo se va en páginas de moda, perfumes, bebidas, productos caros que hablan de lo exquisito, de lo exclusivo, de lo dirigido a una elite, publicidad y textos llamados periodísticos -que en realidad contienen más eslóganes por metro cuadrado que cualquier bloque de anuncios con los que se interrumpe una y mil veces la programación televisiva y radiofónica, excepto en RTVE, aunque la calidad de sus contenidos también se despeñe sin solución-, palabras llenas de encomio, adjetivos superlativos que poco menos vienen a decir que no eres nadie si no te vistes así, no comes esto, no visitas aquello, no vives en una casa de estas características (vamos, lo que durante tanto tiempo El País llamó "con encanto" -y mucho dinero en el bolsillo, queridos progres de salón-).
   Y El Duende ha quedado para eso, para ser una guía comercial que ignora a los que hacen malabares para llegar a fin de mes, a los que buscan la manera más sencilla y barata de oxigenar la grisura rampante que en forma de mediocridad (la humana, la moral, la de cada uno, la peor, la más corrosiva, la más terrorífica, la más abundante) invade cualquier aspecto de lo cotidiano; o para hablar sobre artistas que, al menos a algunos redactores, les vienen muy grandes porque en sus parcos comentarios se percibe la ignorancia, el desconocimiento, el recurrir a frases hechas y/o huecas, a textos de otros, a dossieres (a veces plagados de inexactitudes), sin un mínimo de cirterio, de lucidez, de ánimo verdaderamente democrático, imponiendo a unos, silenciando a otros. Por eso, aunque ni siquiera son capaces de decirlo, mejor se callan, desaparecen, encogen los hombros (en realidad, es el único gesto que saben hacer: todo les supera), después de utilizarte, de pedirte participación en algún proyecto (siempre gratis, claro) -y aunque, lo uno no quita lo otro, agradezca que cuenten con uno para hablar sobre periodismo cinematográfico, teniendo claro que se lo puse fácil, no tuvieron que buscar a otros, a los que tal vez no conocen o les ignoran porque es lo que merecen-, un año después siguen sin publicar una entrevista con Pablo pero, claro, ya sabéis que 24 horas de un periodista desesperado es un libro que molesta, escuece, perturba, se persigue, se silencia -alguno si pudiera actuaría como el cura y el barbero con la biblioteca de Alonso Quijano-, precisamente porque cuenta la verdad sin tapujos, porque hace autocrítica, porque saca los colores (y eso que se queda corto) y la mejor prueba de su verosimilitud, de su punzante prosa, de su acierto en la diana, es cómo motiva desdenes, renuncias, aspavientos de aquellos a los que defiende, a los que da voz, los mismos que, precisamente, deberían tomarlo como punto de partida para cambiar las cosas, pero prefieren que sigan igual mientras tengan un pesebre en el que pastar. Y, bueno, que tampoco me molesto más porque prefiero seguir escribiendo sobre cosas que me importan, interesan, enriquecen, sin humillarme, sin amordazarme con un sueldo. ¡Ahí os den y buen camino llevéis!  

jueves, 7 de febrero de 2013

"BESTIAS DEL SUR SALVAJE": VIDAS DESENFOCADAS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Beasts of the Southern Wild DIRECCIÓN: Benh Zeitlin GUIÓN: Lucy Alibar, Benh Zeitlin (basado en la obra de teatro Juicy and Delicious, original de la primera) MÚSICA: Dan Romer, Benh Zeitlin FOTOGRAFÍA: Ben Richardson MONTAJE: Crockett Doob, Affonso Gonçalves REPARTO: Quvenzhané Wallis, Dwight Henry, Levy Easterly, Lowell Landes, Pamela Harper


   Como comentábamos no hace demasiado al hablar sobre El lado bueno de las cosas (2012), Hollywood parece arrepentirse en algunos momentos de ser lo que es (como si, a pesar de todo, no fuese una suma de individualidades –aunque, en realidad, los versos sueltos nunca han sido demasiado bien vistos: priman los números por encima de la creatividad y el concepto de industria que se aplica por allí tiende a la uniformidad y coarta la libertad de cada uno-) y vuelve sus ojos hacia pequeñas producciones, en muchas ocasiones salidas de los grandes estudios y con nombres destacados a ambos lados de la cámara (sobre todo frente a ella), pero en otras se trata de óperas primas o de trabajos sacados adelante muy artesanalmente, con mucho esfuerzo, gracias al concurso de personas que creen el proyecto, a veces estrellas que buscan “redimirse” con un producto de calidad, en otras “curritos” de muchos años que encuentran su oportunidad para labrarse un prestigio y un futuro; suelen resultar especialmente bendecidos a la hora de los reconocimientos los protagonistas de estas películas, especialmente si son populares, premiando más la entrega y el desprendimiento (es decir, la rebaja de su caché) que la calidad de su interpretación –recuérdese a la exagerada y espantosamente caracterizada Charlize Theron en Monster (2003)-, sirviendo en otros casos como plataforma de lanzamiento -así obtuvo el certificado de gran actriz Jennifer Lawrence por Winter´s Bone (2010) o empezó a ser reconocida Melissa Leo tras participar en Frozen River (2008); de esta forma llamó la atención Hilary Swank, quien pasó de ser la Karate Kid femenina a merecer los elogios más encendidos gracias a su estremecedora y apabullante transformación en Boys Don´t Cry (1999). Pero, y no es algo nuevo –no hay más que recordar que la triunfadora de los Oscar en 1955 fue Marty, producción nacida para televisión a la que sólo una carambola llevó a la gran pantalla o cómo Carros de fuego (1981) batió a Rojos (1981)-, también puede suceder que la oleada de entusiasmo lleve a una cinta pequeña hasta lo más alto, a ser la sorpresa en las candidaturas de los Oscar (tras arrasar en el Festival de Cannes, aunque fuera de la sección oficial) y lograr de una tacada ser seleccionada para competir por los máximos galardones, que es lo que ha sucedido este año con Bestias del Sur salvaje.

   La película narra una historia que se supone transcurre en uno de los lugares que sufrió los estragos del huracán Katrina (hay ecos, reminiscencias, metáforas, evocaciones, pero no realidades), ya que inventa una ubicación geográfica (La Isla de Charles Doucet, conocida por sus habitantes como “La Tina”) aunque es clara la inspiración en las poblaciones bayous que los meandros del Mississippi forman en Louisiana. A través de los ojos y los pensamientos de una niña de seis años se cuenta la lucha de unos cuantos vecinos por sobrevivir en medio de una naturaleza absolutamente hostil y en unas condiciones peores que pésimas, peleando por cada bocanada de aire, sufriendo los continuos embates de la meteorología y de las autoridades, viviendo en el filo de la navaja, en peligro de extinción, condenados al ostracismo, a la marginalidad, y a pesar de todo llamando y sintiendo como hogar unas chapas, unas maderas, unas telas, todo raído y roído, rodeados de podredumbre, de detritos, enarbolando eso que se ha dado en llamar “la ética del perdedor”, no consintiendo que su orgullo y dignidad se tambaleen; en realidad, el guión busca la complicidad del espectador mediante todos los trucos que provocarían arcadas y espanto en cualquier película que fuese tildada y menospreciada como “convencional” por la crítica, recurriendo a una niña como receptora principal de los efectos de las tragedias que le rodean, en las que vive inmersa (tanto las familiares, las propiamente suyas, como las naturales, las que sufren todos) y sacando a flote (nunca mejor dicho) a sus personajes contra viento y marea, no dejándose doblegar, al más puro estilo de cualquier filme “de superación personal”, no aproximándose ni de lejos (y de una forma u otra cuenta algo similar) a la contundencia y veracidad desplegadas por Agustín Díaz Yanes en Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto (1995).

   El debutante Benh Zeitlin ocupa una de las plazas con opción al Oscar a la mejor dirección del año que en teoría pertenecía a Kathryn Bigelow, Ben Affleck, Tom Hooper o Paul Thomas Anderson, aunque sólo los dos primeros pueden reclamarla con auténtico merecimiento. Queriendo dar a la narración un toque de realismo mágico, ser un reflejo de lo que piensa, imagina y siente una criatura de seis años, se supone que huyendo de lo tremebundo, pretendiendo esbozarlo y dejarlo en el ánimo del que contempla, no recurriendo a los clichés de lo trágico, el director se pierde en arabescos, en imágenes que podrían resultar muy potentes pero que apelotona y mezcla con agitación, sin centrar su cámara en nada en concreto, desenfocando casi permanentemente rostros, paisajes, animales, habitáculos, optando por el desencuadre como recurso continuo para evitar que le acusen de preciosista y, sin embargo, queriendo transmitir imágenes poéticas, metafóricas, soñadas, trasladar las palabras de la narradora a la pantalla pero pendiente tan sólo de epatar, de dejar su sello, su huella, su rúbrica, su carácter de autor total, puesto que ha desempeñado diferentes oficios en el mundo del cine a pesar de su corta edad (montador, fotógrafo, compositor) y, de hecho, aquí firma el guión junto a la autora de la obra teatral en la que se inspira y también la banda sonora, insólitamente apeada de las nominaciones al Oscar cuando es el tipo de partitura (no queda otra que denominarla de ese modo) que suele encandilar a los académicos, los cuales se pirran por todo lo que les suene folclórico o sea minimalista, pasan de un extremo a otro sin despeinarse, depende del momento.

   Otra de las hazañas logradas por Bestias del Sur salvaje es la de tener como protagonista a la actriz más joven nominada al Oscar (justo el año en que Emmanuelle Riva bate el récord en el otro extremo): con sólo nueve años (que aún eran menos cuando rodó la película), Quvenzhané Wallis lleva sobre sus pequeños hombros el peso de la cinta y sale muy airosa del reto, especialmente a la hora de narrar, de la voz en off, ese escollo en que tropiezan actores de largo recorrido, contando con enorme naturalidad, como si cantase El patio de mi casa, aunque lo que se ve en pantalla apenas case con su tono. Claramente superior a Jennifer Lawrence, su nominación no deja de tener un regusto amargo porque viene dada más por su edad y por hacer historia (algo de lo que gusta mucho la Academia) y porque se han quedado fuera nombres como los de Helen Mirren, Laura Linney, Viola Davis o Maggie Gyllenhaal, aunque es el auténtico soplo de aire fresco, el verdadero aliento que imprime algo de vida a un filme que consigue el efecto contrario a lo que busca, que aleja al espectador, que tampoco le cautiva por lo lírico, por lo bucólico, que queda anegado por el feísmo, aunque en realidad ni a eso llega porque su desenfoque parece crear una corriente nueva que impide fijar la mirada en nada concreto.   

miércoles, 6 de febrero de 2013

"EL CUARTETO": PIEZA DE CÁMARA


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Quartet DIRECCIÓN: Dustin Hoffman GUIÓN: Ronald Harwood (basado en su obra de teatro homónima) MÚSICA: Dario Marianelli FOTOGRAFÍA: John de Borman MONTAJE: Barney Pilling REPARTO: Maggie Smith, Tom Courtenay, Billy Connolly, Pauline Collins, Michael Gambon, Dame Gwyneth Jones, Sheridan Smith, Andrew Sachs


   Han sido muchos los actores que, en un momento dado, han querido experimentar las sensaciones al otro lado de la cámara, algunos combinando casi desde los inicios de su carrera (y sin casi) las dos actividades (Orson Welles, Woody Allen), otros como prueba o por sacarse una espinita, sólo como aventura (aunque el nombre que viene a la cabeza, Charles Laughton, tal vez no quiso repetir desolado ante el menosprecio sufrido por su obra maestra –la única- La noche del cazador (1955)) o como labor esporádica (Tom Hanks), algunos para llevar mejor las riendas de su carrera o potenciar su lucimiento (Barbra Streisand, Laurence Olivier, Warren Beatty –sobre todo lo segundo, incluso cuando sólo actúa como productor y dirige otro-), los hay que buscan imbuirse de prestigio -más o menos inflado- (Kevin Costner, Mel Gibson, Jodie Foster), para otros es una evolución natural y terminan arrinconando su carrera actoral o colocándola en segundo término (Clint Eastwood) y los hay que sienten esa inquietud y no se quedan con las ganas, pero miden muy bien sus pasos (George Clooney) y, además, separan con acierto unas labores de las otras (el modelo perfecto es Robert Redford, especialmente con aquella deslumbrante ópera prima –Gente corriente (1980)-, uno de esos títulos que aumenta sus valores según pasa el tiempo); ya veremos los siguientes pasos de Ben Affleck, quien, por el momento, sigue recogiendo las mieles muy merecidas por su trabajo en Argo (2012), reconocimiento del Sindicato de Directores incluido, aunque haya sido apeado de la carrera por el Oscar (y es hiriente comprobar cómo dos de los nominados –David O. Russell y Benh Zeitlin- no merecen tal honor, mientras que Steven Spielberg llega a la final por una de sus direcciones más decepcionantes a pesar de algunos logros). Y en éstas, a los 75 años, el veterano intérprete Dustin Hoffman decide debutar como director y lo hace confiando en lo que más y mejor conoce: las personas, es decir, los actores.

   Sorprende gratamente que sepa mantenerse en la sombra, llevando la batuta con mimo y cuidado, sin pretender llamar la atención, confiando en la afinación de los instrumentos, delegando en la legendaria escuela británica para que el concierto (perdón, la película –uno no puede evitar dejarse llevar por la melodía que emana de la pantalla y se pierde en metáforas-) transcurra con placidez, casi susurrado, a sotto voce, con la apabullante sencillez y naturalidad que despliegan todos los intérpretes, derrochando y propiciando empatía, encanto, carisma, despertando cariño, emoción, ternura, sin énfasis, sin trampas, con entrega, honestidad, amabilidad y buen gusto. Porque si hubiese que buscar una sola palabra para definir El cuarteto, esa sería sin duda elegancia: en la manera de abordar la vejez, incluso la decrepitud, cómo las fuerzas se van perdiendo, el vigor no puede ser el mismo, las facultades se ven mermadas, pero nadie –empezando por uno mismo- puede ni debe hacernos sentir inservibles, muebles que deben esperar su turno en el desguace, y no necesita discursos facilones o irreales, sandeces y/o conformismos muy al estilo de El lado bueno de las cosas (2012), evocando historias de monjes y Ferraris, dioses y Harleys o las fábulas de esos autores llenos de palabrería ñoña y vana, previsible y simplona, muy poco o nada analítica, la prosa placebo de Albert Espinosa, Jorge Bucay, Alejandro Jodorowsky o Paulo Coelho, todo un acierto el texto de Ronald Harwood, sin meandros ni recovecos, sin tremendismos ni patetismos, sin chanzas ni groserías, directo y pleno; elegancia en la puesta en escena, sobria, precisa, sin tentaciones artísticas ni extravagancias autorales, sin complejos, dejando que las imágenes sean acunadas por la música, tanto por la medida partitura de Dario Marianelli como por las composiciones de Verdi, Beethoven o Gilbert y Sullivan que alegran nuestros oídos durante la proyección (el mejor y más brillante ejemplo de la simbiosis lograda entre imágenes y banda sonora podemos hallarlo en los rutilantes títulos de crédito); y, como ya decíamos, elegancia en cómo Hoffman pone y cede el foco a lo verdaderamente importante, al mayor capital de la película, a las estrellas que nunca van de tales, al cuartero y sus acompañantes.

   Alguien que siempre ha tendido si no a la sobreactuación sí al abigarramiento, a que se le note el esfuerzo, la en ocasiones excesiva preparación para abordar un rol que deviene en cierto mecanicismo, los muchos ensayos –desde Cowboy de medianoche (1969) a su segundo Oscar por Rain Man (1988), numerito incluido a la hora de recibirlo-, que tiende a barroquizar sus interpretaciones –regalando otras simplemente sensaciones, de Lenny (1974) a Tootsie (1982), por citar sólo dos-, sabe detenerse a admirar, apreciar y valorar –y poner en conjunto- las aparentes “no actuaciones” de algunos de los nombres más prestigiosos de la escena y la pantalla, actores que son siempre el personaje, que nunca desafinan ni desentonan, que con un mínimo gesto transmiten emociones, rodeando a su cuarteto de divos (en el mejor sentido del término y sin ningún toque peyorativo) de personas que han echado los dientes sobre las tablas (con mención especial de Andrew Sachs, Michael Gambon y Dame Gwyneth Jones), logrando esa verdad que tantas veces queda fuera del celuloide. Pero cada uno de ellos merece su propio párrafo.

   Maggie Smith nació regia, señorial, actriz de peso, intérprete inconmensurable; vayamos al momento que vayamos de su trayectoria siempre nos tropezaremos con su solvencia, su clase, su magisterio, su capacidad para engullirse todo y anular a los demás desde la contención, la distinción, la gracia. Da igual que nos fijemos en ella en Otelo (1965), en Una habitación con vistas (1985) o en Gosford Park (2001), todo por no citar una de sus cumbres, su primer Oscar, Los mejores años de Miss Brodie (1969), no importa que haga drama, comedia o combine diferentes tonos: siempre es prodigiosa, esplendorosa, adorable. No contenta con la continua lección que supone su Lady Violet en la no menos maravillosa serie Downton Abbey (2010-2012) -¡Ya se está cocinando la cuarta temporada!-, Maggie Smith se muestra en El cuarteto pletórica, bellísima, combinando fragilidad, miedo, pudor, la coraza con la que intenta salvaguardarse y no resultar herida, con un aire de prima donna ególatra y altiva que, al modo de la inolvidable Anne Bancroft de Paso decisivo (1977), no necesita cantar (o hacer playback) para resultar creíble, basta con su forma de tomar aire para entonar un Cumpleaños feliz para que nos la creamos triunfando en cualquier liceo del mundo.

   Tom Courtenay demuestra su madurez, su oficio, su experiencia, resultando sutil, casi etéreo, queriendo ser prescindible aunque no puede evitar que su corazón mande y perdone más de lo que le gustaría, siendo un cordero que no engaña a nadie a pesar de la piel de lobo con la que se recubre un tanto ostentosamente. El que fuese único intérprete candidato al Oscar por Doctor Zhivago (1965), prodigioso en La soledad del corredor de fondo (1963) o parte integrante del espléndido clan de Last Orders (2001) demuestra que aún le queda cuerda para rato.

   Billy Connolly sale airoso y con la nota más alta del reto de ser el personaje estrambótico, ordinario, ampuloso en gestos, como sólo puede hacerlo un actor de amplio recorrido y con tanta sabiduría acumulada, capaz de medirse con la enorme Judi Dench de Su majestad Mrs. Brown (1997) y salir incólume de la (aparente) osadía.

   Pauline Collins, una actriz que dosifica sus apariciones en pantalla, que no se prodiga todo lo que debiese y merece, a la que tuvimos la fortuna de gozar hace unos años en una de las más brillantes adaptaciones que se han hecho de alguna de las obras de Dickens, la miniserie Casa desolada (2005), que nos supo a poco en Conocerás al hombre de tus sueños (2010) cuando Woody Allen parece el más adecuado para hacerle un traje a medida, que resultó tan frustrante como todo lo demás en la tristemente fallida Albert Nobbs (2011), la para siempre genial Shirley Valentine de la cinta homónima que tantas alegrías depara –y en la memoria de los que tuvieron la fortuna de disfrutarla en teatro-, la por derecho propio mítica Sarah de la igualmente memorable Arriba y abajo (1971-1975), ofrece aquí una interpretación absolutamente magistral, casi milagrosa, alejada de cualquier estereotipo, sin caer en lo chusco ni en lo lacrimógeno, equilibrando siempre los tonos extremos y opuestos de su personaje. Verla perdida en la nebulosa de sus recuerdos, sin ser consciente de lo que le rodea, de lo que sucede en ese momento, y cómo Maggie Smith, sin apearse de su superioridad, sin pretender redimirse, pero volcándose en su compañera, le tiende una mano, el brazo, le da su apoyo y la sujeta a la realidad supone un viaje emocional y emocionante para cualquier espectador.

   El cuarteto es de uno de esos títulos que debería tener telón final para que la platea pudiese tributarle la ovación merecida, sonora, larga, recompensa inevitable ante el despliegue de talento, aplausos que acompañarían la música de Verdi y las fotos que rememoran la primera actuación de cada componente del elenco, el mejor homenaje a una generación gloriosa que, por fortuna, de vez en cuando puede seguir asomando la cabeza y ganando adeptos.