martes, 30 de agosto de 2016

"LA LEYENDA DE TARZÁN": PARA GRITAR (Y NO DE ALEGRÍA)






TÍTULO ORIGINAL: The Legend of Tarzan DIRECCIÓN: David Yates GUIÓN: Adam Cozad, Craig Brewer (basado en las historias creadas por Edgar Rice Burroughs) MÚSICA: Rupert Gregson-Williams FOTOGRAFÍA: Henry Braham MONTAJE: Mark Day REPARTO: Alexander Skarsgard, Samuel L. Jackson, Margot Robbie, Christoph Waltz, Djimon Hounsou

   El arte está (o debe estarlo) en constante evolución, en permanente renovación, en movimiento, añadiendo, oxigenando, especulando, probando, recuperando, superando, pero no con el ánimo de negar, destruir, anular, arrinconar, arrasar lo pasado, sustituirlo, menospreciarlo, sino estableciendo un necesario diálogo con lo que, se quiera o no, se reconozca u obvie, está en los cimientos, en la base, en el impulso que lleva a un artista a buscar y encontrar su propio camino, más o menos lejano del anterior, contradiciéndolo, oponiéndose, socavando, pero sin borrarlo de un plumazo, las revoluciones culturales pasan a la historia y dejan sentir su influencia mucho tiempo después, no pierden vigencia ni auténtica modernidad, son tales revoluciones precisamente porque hablan directamente con sus antecedentes, con sus iguales aunque fuesen diferentes, porque miran cara a cara a los clásicos a los que puede que pretendan derrocar, pero ya sólo esa oposición (ese, si se quiere, anhelo freudiano que supone “matar al padre”, aunque sólo sea metafóricamente, en el sentido de volar libre o alejado de las imposiciones, cánones, obligaciones, dogmas inamovibles) deja patentes el magisterio, la escuela, las enseñanzas recibidas, el aprendizaje necesario, conocer las fuentes y respetarlas. Cada época tiene sus personajes, sus hitos, sus historias, sus obras, por mucho que hundan profundamente sus raíces en lo que se ha sancionado y consolidado como clásico, en lo que no ha sido olvidado ni ha quedado sepultado por el silencio, por la ignorancia, por ceguera de muchos, por inconstancia de otros, por diferentes circunstancias, o quizás sean estas creaciones contemporáneas las que saquen a la luz a artistas desconocidos para el gran público, gentes ignoradas que reclaman y consiguen la atención que no se les dispensó en su momento (aunque siempre sea preferible que se reediten, que se difundan, que recuperemos su obra y no, la mayoría de las veces, un triste remedo o plagio descarado oculto en el hecho de que muy pocos pueden advertirlo), pero, tengan el punto de partida que tengan, algunas de estas creaciones logran convertirse en categoría propia, se les identifica a las primeras de cambio, no sustituyen a nadie, se suman al listado.
   Aunque no es reciente, hay cada vez una tendencia más acusada a repetir las mismas películas, a actualizar (o no) lo que no lo necesita, es como si cada cierto tiempo alguien reescribiese Madame Bovary (hablamos de la novela, claro, olvidemos adaptaciones cinematográficas de tan escaso brío como la perpetrada por Sophie Barthes con el concurso de la inexpresiva Mia Wasikowska) o Don Quijote de la Mancha o Hamlet, proclamando que cada generación necesita el suyo propio, como si Flaubert, Cervantes o Shakespeare no fuesen hoy en día lecturas vibrantes, impactantes, como si sólo fuesen interesantes como objeto de estudio (si acaso), como una muestra arqueológica, como un vestigio de lo anterior; es como si, ciñéndonos al cine, hubiese que volver a rodar Lo que el viento se llevó (1939) (toquemos madera, no demos más malas ideas: está a punto de llegar un Ben-Hur para el siglo XXI -si William Wyler consiguió 11 Oscar con el remake de una cinta silente, ¿para qué meterse en camisas del mismo número de varas? Aunque para imitar sin querer reconocerlo o vendiendo como novedoso lo que constituye una mera copia, es más ético aprovecharse de un nombre que provoca tantas evocaciones en el público de cierta edad-, Los siete magníficos -de nuevo el remake de un remake- volverán a cabalgar en breve y han conseguido que Ethan Hawke se lleve a casa un Premio Donostia), o hacer lo propio con Eva al desnudo (1950), El gran dictador (1940) e incluso ¡Bienvenido, Mr. Marshall! (1952), que se piense (o constate) que el público más joven rechaza una cinta en blanco o negro o desprecia (ni siquiera conoce en la gran mayoría de los casos) aquellas rodadas, pongamos, hace quince años y de ahí para atrás, esa reflexión (y realidad) debería hacernos replantear el modo (o la ausencia del mismo) en que se transmite el arte de generaciones anteriores, por qué (con la inestimable colaboración de una serie televisiva de animación -aunque al personaje ya lo conocíamos, gracias precisamente a aquello a lo que ahora nos referimos-) fue posible que el Tarzán encarnado por Johnny Weismüller en la gran pantalla a partir de 1932 fuese el héroe de padres e hijos, alegrando muchas sobremesas y programas dobles en cines de barrio de aquellos cuarentañeros que hoy seguimos recuperando con emoción y gozo alguno de los títulos que el que fuese primero campeón olímpico protagonizó junto a Maureen O´Sullivan, si consideramos esas cintas como algo propio aunque nos llegasen como reposiciones, alguien debería recapacitar e intentar desentrañar por qué antes era tan sencillo el trasvase y ahora recibir esa herencia se considera imposible, optando por filmar de nuevo lo ya rodado “para acercarlo al público de hoy”. Si se dio un paso más en el tratamiento cinematográfico del personaje con Greystoke, la leyenda de Tarzán, el rey de los monos (1984) y tuvo bastante buena aceptación porque, al fin y al cabo, contaba la historia desde otra perspectiva, incorporando elementos ignorados o apenas esbozados en versiones anteriores, es rizar el rizo presentar ahora, treinta años después (al margen de que ha habido constantes resurrecciones, incluyendo la -muy aburrida- llevada a cabo por Disney), de nuevo al Tarzán aristócrata (si bien es cierto que la historia que se nos presenta, prácticamente con el mismo título que la protagonizada por Christopher Lambert, arranca después de que terminase la narrada por Hugh Hudson), pero para poder hablar de novedad, renovación, marcar diferencias, no ser considerada una mera copia, se opta por mezclar ingredientes, por recurrir a la imagen icónica que está en la memoria de los cinéfilos, por acercarse todo lo que puede (o pretenderlo) a las películas fundacionales, aunque más allá de lo meramente técnico (treinta años se notan), en realidad se sigue bastante más de lo que se quiere reconocer el esquema de la anterior (no en vano, aunque sea lejanamente, todos beben de la obra de Burroughs -los que menos los de los años 30, las cosas como son, por eso consiguieron ser imbatibles-).
   El máximo responsable (con Steve Kloves como cómplice reincidente y algunos otros más) de haber transformado los emocionantes y espléndidos libros de J. K. Rowling con Harry Potter como protagonista (aunque no conviene olvidar que la autora supervisó la saga cinematográfica, pero tal vez estaba más pendiente de los ceros de cada cheque que de vigilar y cuidar a sus criaturas) en una sucesión de efectos especiales sin alma, usados sin criterio, vaciando de contenido y sentido peripecias y personajes (algo notorio, no puede negarse, desde Harry Potter y la piedra filosofal (2001), infantilizando lo que estaba magníficamente escrito para ser interpretado en diferentes códigos, olvidando que, aunque las primeras tengan un cierre, las siete novelas están conectadas y no se puede escribir un guión como si no hubiese otras después, algunas aún sin publicar en aquel 2001 en que Chris Columbus trivializaba lo que en letra impresa era un divertimento sin límite), aquel David Yates incapaz de insuflar ritmo ni interés a casi diez horas de metraje repartidas en cuatro películas (y que, ¡oh, desgracia!, regresa al universo potteriano con Animales fantásticos y dónde encontrarlos, de próximo estreno, y de la que ya se anuncia una secuela que también filmará el buen señor), ese de quien venimos hablando es el mismo que deja a las claras sus clamorosas carencias a la hora de provocar tensión, épica, aliento aventurero, fracasa estrepitosamente tanto en las partes más tributarias de Hugh Hudson como, especialmente, en intentar revivir aquel espíritu si se quiere naif, elemental pero enormemente efectivo, de los filmes de Weismüller, esos que resulta ver sin una sonrisa permanente dibujada en el rostro. Cogiendo de aquí y de allá, igual imita (intenta, más bien) los logros de las nuevas películas del planeta de los simios (que han convencido, precisamente, a gran parte de los admiradores de la impresionante filmada por Franklin Schaffner en 1968), que explora la infancia de Tarzán (pero como si estuviese obligado a ello, sin fuelle ni emotividad), quiere ser una aventura intrascendente pero apasionante (si cree que es un oxímoron es porque no conocen el original) pero se mueve con torpeza y lentitud, haciendo pesar cada minuto como si fuesen horas. A todo ello coadyuvan bastante la inexpresividad de Alexander Skarsgard, poseedor de un físico espectacular al que aquí (y mira que es necesario) no se saca partido (y no se habla de belleza, sino del poderío, fortaleza, agilidad, despliegue que Tarzán debe hacer), una Margot Robbie que incorpora una Jane muy descafeinada, con poco encanto y ningún aprovechamiento cómico, un Christoph Waltz que, una vez más, se copia a sí mismo, rebajando en cada cinta las calidades desplegadas en Malditos bastardos (2009), pudiendo prever cada gesto e inflexión de voz, y un Samuel L. Jackson que, al igual que su compañero, repite hasta la saciedad, por mucho que parezca otra cosa, el rol que le lanzó a la fama en Pulp Fiction (1994), incluso el propio Tarantino así se lo ha exigido a ambos en alguna ocasión, especialmente al Waltz de Django desencadenado (2012), innecesario Oscar por hacer (y más exagerado, recurriendo sin recato a la brocha gorda) lo mismo que ya se había premiado. Si éste es el Tarzán que han de conocer (y hacer suyo) las nuevas generaciones, podríamos vaticinar que el personaje muere en este momento, difícil comprender el porqué de su permanencia, nadie podrá interesarse por sus orígenes ante cinta tan anodina y plúmbea, mal lo tienen si pensaban revitalizar la serie (y peor lo tenemos los espectadores si, a pesar de todo o porque la taquilla así lo sancione, se obstinan en seguir filmando más de lo mismo y con este reparto -aunque el que suscribe no es un gran seguidor de la serie Bond, nadie puede negar que, respetando ciertas convenciones propias, un determinado estilo, intentando sobre todo no defraudar ni indignar a los fans, han sabido ir evolucionando con el tiempo y manteniendo al personaje en buena forma comercial y artística-).

viernes, 19 de agosto de 2016

"HELLO, MY NAME IS DORIS": LA VETERANÍA ES UN GRADO (Y UN DELEITE)




TÍTULO ORIGINAL: Hello, My Name Is Doris DIRECCIÓN: Michael Showalter GUIÓN: Michael Showalter, Laura Terruso (basado en el corto Doris & The Intern de la segunda) MÚSICA: Brian H. Kim FOTOGRAFÍA: Brian Burgoyne MONTAJE: Robert Nassau REPARTO: Sally Field, Max Greenfield, Beth Behrs, Wendi McLendon-Covey, Stephen Root, Elizabeth Reaser, Tyne Daly

   La mayoría de los actores interrogados sobre la cuestión afirma que es complicado (cuando no prácticamente imposible) poder trazar una carrera al cien por cien, que primero hay que alcanzar una determinada posición para poder elegir proyectos, que en pocas ocasiones se tiene verdadera autonomía y capacidad plena de decisión, que, a pesar de todo, no siempre funciona el olfato a la hora de decantarse por una oferta u otra, que el resultado final depende de muchos factores que a uno se le escapan salvo que tenga auténtico poder (y, aun así, puede equivocarse en sus previsiones), que la experiencia no impide que se cometan errores, que la carrera se construye sobre la marcha sin ser totalmente consciente de ello (Fernando Fernán Gómez declaró que él se había limitado a aceptar aquello que le ofrecían). En uno de los discursos de agradecimiento peor recibidos de la historia (se limitó a ser espontánea, a no fingir su infinita alegría, a gozar el momento que, según sus propias palabras, no había sabido aprovechar o asimilar cinco años antes cuando ganó su primer Oscar), Sally Field, pletórica con su segunda estatuilla, al margen del se quiera o no histórico “me queréis”, reconoció que parte del shock se debía a que ella no había llevado “una carrera muy ortodoxa” y por eso no era consciente de que su trabajo pudiese ser tan bien valorado por la comunidad hollywoodiense. Galardonada en el Festival de Cannes por la misma interpretación que le granjeó su primer premio de la Academia -Norma Rae (1979)-, al margen de algún título imbuido de (merecido) prestigio como Ausencia de malicia (1981) y de un éxito como Los caraduras (1977) -y su secuela Vuelven los caraduras (1980)-, con un pasado televisivo que incluía la muy popular La novicia voladora (1967-1970) -The Flying Nun, usaremos el título que le pusieron en los países de habla hispana en que fue emitida- o Sybill (1977), mini serie en la que compartía créditos con Joanne Woodward y Brad Davis y por la que recibió un Emmy, Sally Field no parecía la candidata adecuada para convertirse en una actriz con dos Oscar obtenidos en apenas cinco años y por sus dos únicas nominaciones (marca sólo igualada posteriormente por Hilary Swank, al margen de que Field ya probó lo que es aplaudir a otra ganadora -cuando optó como secundaria por Lincoln (2012) y el triunfo fue para Anne Hathaway-), no deja de ser comprensible su desbordante emoción ante lo que debió vivir como toda una hazaña. Desde ese momento, su carrera siguió siendo igual de errática, como la de tantas actrices que entran en la cuarentena -ella los cumplió, precisamente, al año siguiente de arrasar con En un lugar del corazón (1984)-, esa edad peligrosa en la que escasean los personajes interesantes (salvo que te llames Meryl Streep, ya lo dijo Glenn Close), en un Hollywood que siempre ha sido ingrato con los veteranos que le han dado (y dan) esplendor, alternando éxitos cinematográficos -Magnolias de acero (1989), Forrest Gump (1994)-, con sonados fracasos -No sin mi hija (1991) por la que fue propuesta para un Razzie-, apariciones televisivas destacadas como invitada o protagonista -Urgencias (1994-2009) y Cinco hermanos (2006-2011), sus otros dos Emmy- y la que parece inevitable participación en alguna saga de superhéroes -heredando de Rosemary Harris el rol de la tía May en los filmes más recientes sobre Spiderman-.
   Y ahora llega uno de esos productos que justifican una carrera (por muy etéreo e irreal que pueda ser el concepto tal y como hemos visto), que se sustentan en el carisma, en la veteranía, en la capacidad de auto parodia, en la solvencia cómica que intérpretes de su talla y trayectoria adquieren con el paso del tiempo (algunos la han tenido desde siempre, otros la desarrollan con la experiencia, llegan a ese punto en que se pueden reír de todo, empezando por ellos mismos -ahí están las grandes damas británicas pasándoselo de miedo y haciendo gozar a las plateas-), ahora se ha estrenado en España uno de esos títulos que callan la boca a los agoreros que dicen que sólo interesan protagonistas jóvenes, que el público rechaza lo que considera caduco, que las películas con “gente mayor” no interesan, un filme que, sin pretensiones ni rimbombancia, simplemente con un espíritu jovial y de buen rollo, demuestra a los jerarcas de los estudios lo que se pierden menospreciando y desperdiciando a quien aún tiene mucho que ofrecer, tanto a los espectadores como a los bolsillos de sus chaquetas. ¿Hubiese sido Los padres de él (2004) fue el fenómeno que fue sin la incorporación al reparto de Dustin Hoffman y Barbra Streisand? ¿Por qué una serie como Grace y Frankie ha despertado tanta expectación de no ser por el reencuentro de Jane Fonda y Lily Tomlin (la lástima es que los guiones no estén a la altura)? ¿No fue Cocoon (1985) un taquillazo en todo el mundo? ¿No buscan siempre un nombre de prestigio que dé categoría a los repartos de cintas de acción? ¿Qué sería Hello, My Name Is Doris de no estar Sally Field al frente? Pues tal vez seguiría siendo una cinta muy simpática, pero difícilmente pasaría de eso (a no ser que la protagonizase alguien de su talla, es decir, la Diane Keaton de Cuando menos te lo esperas (2003) o por ahí), porque el modo en que la actriz se adueña del personaje es arrebatador, le imprime encanto, atractivo, empatía, ternura en las dosis adecuadas, añade una necesaria estridencia en algunos momentos, un sentido del ridículo a prueba de bombas (incluso cuando es consciente de que así puede resultar), es irresistible, se gana las simpatías del público, le pone de su lado, roza el patetismo sin despeñarse por él, provoca carcajadas y, sobre todo, muchas sonrisas (que son las que permanecen).
   Michael Showalter, director, actor y guionista más volcado en el medio televisivo, partiendo de un corto escrito y dirigido por Laura Terruso (que actúa como coguionista), pone el foco en lo fundamental, sabe que la película hunde sus cimientos en el carisma de la protagonista y en la química jocosa y por momentos esperpéntica que debe conseguir con su compañero de reparto, réplica perfecta es la que Sally Field encuentra en Max Greenfield, un estupendo intérprete que rompe el estereotipo, confiere carácter a un rol que por momentos puede parecer (y en parte debe ser) esquemático, mera excusa para el desarrollo del principal, un actor que pone su físico al servicio de la comedia, que se ajusta a la perfección con el tono a veces naif, otros ensoñador, siempre romántico con que Doris se enfrenta al mundo, el que ella transforma en real por muy disparatado e imposible que parezca al resto. Gustaría ver más en pantalla a la siempre estupenda Tyne Daly, aunque prolongar la presencia de los secundarios iría en contra de uno de los grandes méritos de esta película: su velocidad, su maquinaria perfectamente engrasada, su honestidad con el espectador, se plantea en los primeros minutos y no engaña ni se va por las ramas, regalando una Sally Field para regocijarse, para solazarse, para adorar, para respetar, para querer (como en su día la quisieron los miembros de la Academia).  

jueves, 18 de agosto de 2016

"LA MEMORIA DEL AGUA": EL DOLOR, HAMBRIENTO Y EGOÍSTA





DIRECCIÓN: Matías Bize GUIÓN: Matías Bize, Julio Rojas MÚSICA: Diego Fontecilla FOTOGRAFÍA: Arnaldo Rodríguez MONTAJE: Valeria Hernández REPARTO: Elena Anaya, Benjamín Vicuña, Néstor Cantillana, Sergio Hernández, Silvia Marty, Etienne Bobenrieth

   La muerte siempre llega a deshora, a traición, golpea por la espalda, conmociona y aturde por mucho que se la esperase, se las arregla para desbaratar cualquier planteamiento o composición de lugar, cambia sus ardides, no vale para nada la experiencia adquirida en trances similares, y si se anhela su llegada como liberación, como descanso para el que sufre, como inevitable que es, entonces se refrena, asoma sus fauces para no llega a dar el bocado completo, se divierte rumiando y prologando la agonía, es cruel, no tiene misericordia, nada puede hacerse para atenuar los zarpazos profundos en el corazón de los supervivientes. Si ponemos en duda que en alguna ocasión haya quien pueda estar “preparado para la muerte” (por acostumbrado, por ley de vida -como suele decirse-, porque ha dado avisos, por lo que sea), aún lo afirmaremos con mayor contundencia (y tragedia) si quien fallece es alguien de corta edad, alguien que en teoría debería hacerlo mucho después, cuando los mayores no pudieran ser testigos, un joven, un niño, un hijo. El duelo es un proceso que cada cual hace (y debe hacer) a su modo, no valen esquemas ni consejos ni escarmientos o aprendizajes en cabeza propia o ajena, cada pérdida nos coloca de nuevo en la parrilla de salida, cada dolor es diferente por mucho que se parezca a otros, por mucho que creamos reconocerlo, por muchas heridas que hayamos restañado antes, por muchas que sigan sangrando con mayor o menor profusión, el dolor es un enemigo muy poderoso que, además, sabe hacerse necesario, reconfortante, convertirse en la única opción, en lo único que resulta válido, el dolor es un parásito que se alimenta de sí mismo, que transforma cualquier lenitivo en traición, en olvido, en culpa, que compite contra el de los demás, que exige exhibicionismo, que desgarra aún más si no emite señales, que se echa en cara, se reprocha su aparente ausencia, el dolor es un veneno que sabe crear adicción y cuyo síndrome de abstinencia consume con voracidad, fagocita sin paliativos.
   La memoria del agua narra, precisamente, el enfrentamiento de dos dolores, un matrimonio se resquebraja literal y anímicamente ante la muerte de su hijo de pocos años, es un acierto de guión que irrumpamos abruptamente en ese vacío que ambos están intentando enfrentar, con cuyo peso y profundidad han de acostumbrarse a convivir, que haya que reconstruir el pasado a través de insinuaciones, palabras, miradas, gestos y, sobre todo, silencios, que no todo se concrete, que queden preguntas en el aire, puntos suspensivos, ambigüedades incómodas que nos remueven en la butaca, inconcreciones que, por otro lado, ayudan a que la losa que ambos protagonistas soportan y que no les deja salir a flote (metáfora que puede resultar cruel cuando el niño ha muerto ahogado, pero que se antoja pertinente porque los tres quedaron atrapados por el agua, cada uno de una manera) se haga aún más palpable, más sólida, se materialice ante nuestros ojos por los estragos que provoca, por la incapacidad de reacción de él, por los vaivenes emocionales de ella, por cómo se convierten en dos desconocidos (quizás no se conocían tanto, ¿terminamos de hacerlo alguna vez, empezando por nosotros mismos?), por cómo ella no quiere ni tan siquiera sonreír, no quiere continuar en un hogar que ya no puede ser tal porque si recuperan aunque sea parte de la felicidad, de la cotidianidad, porque si vuelven a ser una familia sería como desterrar la memoria del niño, negar su existencia, por cómo él calla, soporta, padece, se instala en la melancolía, en la lástima, en la autocompasión, en su condición de doble víctima. Elena Anaya es una buena elección para hacer creíble un personaje muy contradictorio que a ratos resulta antipático, insoportable, que provoca distancia por mucho que queramos ponernos en su piel (y el guión lo consigue con bastante pericia), de quien compartimos su angustia, el agujero que horada su pecho, pero que causa rechazo con su comportamiento un tanto veleidoso, buscando oxígeno mientras que se lo niega al que todavía es su marido, aturdida por el dolor pero empapada del mismo, del suyo, del único que le parece importante (lo que no es óbice para que el suscribe hubiese preferido una intérprete con menos tendencia a remarcar la intensidad de sus sentimientos, sin ojos tan abiertos o constante fruncimiento de labios y frente). Sin duda, la función se la lleva de calle Benjamín Vicuña gracias una interpretación muy minimalista, muy controlada sin que se note el esfuerzo, ofreciendo una apabullante naturalidad, sin recurrir al trazo grueso para crear empatía o despertar instintos de protección, también en ocasiones nos incomoda por su inanidad, por su falta de respuesta, por su falta de valor para exigir respuestas, por su excesiva bondad (ya se señaló que los guionistas saben jugar con lo ambiguo, con lo ambivalente, nos llevan por los vericuetos de nuestros propios corazones, por tantos comportamientos que no se saben explicar), pero imponiéndose con una mirada de infinito y permanente amor, a pesar de las brumas del dolor, a pesar de no comprender qué sucede (esa extrañeza que llamamos vivir), sonriendo con nostalgia, con pena, lacerándonos en mayor grado que si se desmoronase o descompusiese en pantalla.
   Matías Bize presenta siempre películas pequeñas, íntimas, sin alharacas, sin aparentes pretensiones, pero al final revienta las costuras y lo pretencioso hace acto de presencia, traiciona sus parámetros, su planteamiento, sus intenciones, se pone enfático y un tanto absurdo (porque no lo necesita). Sin llegar a los irritantes extremos de la sobrevalorada En la cama (2005) ni a lo pomposo de La vida de los peces (2010), filmes que terminaban distorsionándose, el primero por querer dar sentido a todo, por boicotear su intrascendencia y frescura, el segundo por subrayar cada frase, cada momento, cada secuencia, por cargar las tintas como si el espectador no fuese capaz de entender la sutileza, forzando las reacciones que se consideran idóneas, sin dar aire a la platea, en La memoria del agua (que, como ya se dijo, tiene un guión bastante bien afinado y poco dado a tremendismos ni dogmatismos artísticos) nos encontramos uno de esos escollos que parecen insalvables por el momento en el cineasta chileno: una banda sonora que remarca y explica lo que no es necesario, una música machacona por insistente y casi omnipresente, una fanfarria que rebaja el trabajo de los actores y el carácter elíptico del guión, brota de nuevo la necesidad imperiosa de imprimir intensidad a lo que ya tiene la precisa, porque diríase que el cineasta (que es también guionista junto a su habitual Julio Rojas) no está seguro de haber acertado con las imágenes o dudase de la capacidad del público, porque no logra contener la tentación de señalar dónde se debe llorar, dónde hay que emocionarse, no se permite que nada fluya. A pesar de estas rémoras, como la historia es muy poderosa, como sabe tocar determinadas fibras, como Benjamín Vicuña traspasa la pantalla para inundar nuestros corazones, La memoria del agua es de esas películas en las que uno sigue pensando tiempo después de haberlas visto (y sigue perturbando).