TÍTULO ORIGINAL: Saving Mr. Banks DIRECCIÓN:
John Lee Hancock GUIÓN: Kelly Marcel, Sue Smith MÚSICA: Thomas Newman
FOTOGRAFÍA: John Schwartzman MONTAJE: Mark Livolsi REPARTO: Emma Thompson, Tom
Hanks, Bradley Whitford, B. J. Novak, Jason Schwartzman, Annie Rose Buckley,
Colin Farrell
El
problema de utilizar un personaje muy popular, presentar una nueva versión o actualización,
colocar una obra bajo el paraguas de ese nombre reconocible al primer vistazo y
que cuenta con legiones de admiradores en todo el mundo es una empresa casi
titánica porque puede volverse muy pronto en contra del que puede ser
considerado como un osado o un mero parásito que busca el éxito fácil amparado
en el talento de otros (y, por desgracia, la mayoría de las ocasiones en que
esto se lleva a cabo el saldo es bastante negativo). Walt Disney quiso trasladar
a la gran pantalla las aventuras de una peculiar institutriz británica llamada
Mary Poppins desde que escuchó a su hija proferir carcajadas muy sonoras
mientras las leía (es más, le prometió que así lo haría) pero no contaba con la
rotunda negativa de su creadora, Pamela L. Travers (conocida como P. L.
Travers) para quien Disney (ya en los lejanos años 30 del siglo XX) era un
manipulador que tergiversaba las historias para agradar al público infantil, un
embaucador que con dibujitos y canciones hacía creíble un idílico y falsario mundo
color de rosa; durante casi treinta años, el magnate cinematográfico no cejó en
su empeño (no quería decepcionar a su hija) hasta que, acuciada por graves
problemas económicos, la escritora no tuvo más remedio que vender su alma al
diablo (así lo sentía) y ceder sus derechos sobre su creación, aunque intentó
con todas sus fuerzas hacer valer su criterio y puso todos los palos que se le
ocurrieron a las ruedas del proyecto (por mucho que precisara el dinero, no
estaba dispuesta a doblegarse sin presentar batalla –y, de ser posible,
ganarla-). Sobre este lance tan peculiar que cristalizó en la que fuese
película más taquillera de 1964, uno de los títulos imprescindibles del
imaginario colectivo, la asunción al olimpo de las grandes de la espléndida
actriz y cantante Julie Andrews (a la que Jack Warner menospreció para que
fuese en celuloide la Eliza Doolittle a la que había convertido en legendaria
sobre los escenarios –ese mismo año se estrenó My Fair Lady, triunfadora en los Oscar (obtuvo ocho estatuillas, frente
a las cinco del filme de Disney), aunque el de mejor actriz fue para la inglesa
por encarnar a Mary Poppins y dotar de sensibilidad y emoción a la estupenda
partitura compuesta por los hermanos Sherman-), sobre la gestación de una de
las cintas más cautivadoras y sencillamente bonitas (en toda la extensión de la
palabra, sin prejuicios ni complejos) de la historia del cine versa Al encuentro de Mr. Banks, una de las
sorpresas más estimulantes de este inicio del año (y que pone el listón muy
alto a posibles competidoras).
Gracias al acierto de Alianza Editorial, que ha recuperado en edición de
bolsillo muy cómoda y resistente el primer volumen (el titulado sólo con el
nombre del personaje), resulta muy sencillo para el lector español acercarse a
la Mary Poppins que imaginó P. L. Travers y poder conocer de primera mano cómo
era esta institutriz que llegaba a casa de los Banks traída por el viento del
este (en una llegada menos espectacular que la ofrecida por Robert Stevenson en
la pantalla) y se marchaba cuando cambiaba de dirección (y como Alianza ha
recuperado las ilustraciones originales de Mary Shepard para la primera edición
en 1934 podemos comprobar que, en contra de lo que parecía pensar la autora, el
equipo creativo de Disney tuvo muy en cuenta lo que allí aparecía reflejado).
Si bien es cierto que se dulcificó en algo el carácter de la Poppins (en el
original responde mucho más al estereotipo –aunque parece que no demasiado
exagerado- que tenemos en la memoria gracias a la ficción –y lo que no lo es-
llegada desde las islas británicas, sazonada con ciertas particularidades que
la hacen única: mujer adusta, un tanto amargada, que refunfuña constantemente y
vive más pendiente de su aspecto físico que del cuidado de los niños, que
convive con animales parlantes o se introduce en una pintura hecha en una
baldosa de la acera sin descomponer el gesto y sin permitirse un atisbo de
dulzura), deberíamos recordar (y reconocer) la manera en que Julie Andrews se
muestra altiva, habla con suficiencia, puede fulminar con una mirada para
alabar aún más su creación, su asunción del personaje, el modo en que enriquece
el original (al fin y al cabo, los niños la adoran y lamentan su marcha),
gracias a un inteligente y cuidado guión que da unidad a lo que en el original
son episodios sin más continuidad que los protagonistas y dota de entidad a lo
que a veces son poco menos que bosquejos (los señores Banks, sin ir más lejos,
apenas tienen presencia –sobre todo, él-). Se diga lo que se diga, Disney, como
en tantas ocasiones, supo encontrar una veta que explotar con la que
entregarnos un filme entretenidísimo que uno ve con deleite sin tener en cuenta
el pretendido lavado de cerebro sobre el que tantos alertan cuando quieren
ponerse intelectuales, diversión a raudales con momentos inolvidables y unas
canciones que forman parte de los clásicos de la música ligera con todo
merecimiento (y que sólo se pueden cantar si se poseen las cuerdas vocales de
alguien como Julie Andrews, esas que desgraciadamente cercenó un carnicero
revestido de su aureola de cirujano). Cabría, en este punto, rogarle a Alianza
que publicase el resto de volúmenes con historias de Mary Poppins para poder
conocer cómo evolucionó, qué más sucedió, cuándo regresó y por qué (y aunque es
inevitable poner los rostros e imágenes conocidos gracias al cine, la narración
de la Travers es tan gozosa que al poco tiempo vas incorporando matices y
apreciaciones del texto y tu propia imaginación).
John
Lee Hancock llamó la atención –después de ese estrepitoso fracaso provocado con
el innecesario remake de El Álamo (2004)-
con una inteligente y bien llevada película que provocó el cierre de muchas
bocas ante lo que ya era imparable y obvio: el enorme talento dramático de
Sandra Bullock, ya demostrado en títulos como Crash (2005) o Historia de un
crimen (2006), pero poco reconocido hasta que su portentosa interpretación
en Un sueño posible (2009) le hizo
ganar un más que merecido Oscar y olvidarse de tanta comedieta en la que
exhibir todo un repertorio de muecas y mohines insufribles (aunque, la taquilla
es la taquilla, ha seguido eligiendo algún que otro producto de esta índole).
Hancock dejó claro que sabía respetar los mimbres clásicos de un género tan
complejo como el melodrama, equilibrando los tonos para que la narración no se
saliese del cauce correcto, sin duda un gran artesano (ese epíteto que tantos
emplean despectivamente, sea para hablar de otras épocas como de la actual) que
se ponía al servicio de la historia para que lo interesasen fueran los
personajes. En Al encuentro de Mr. Banks,
Hancock deja clara su evolución como director, de nuevo sin que se note su
presencia, pero moviendo con sutileza y precisión los hilos para que las
imágenes huelan al mejor cine clásico familiar, al que no pasa de moda, y
consigue evocar a Disney sin hacer una mera copia, imprimiendo un vigor propio,
destilando buen hacer y fácil complicidad con el público, ayudado por un
prodigioso guión de Kerry Marcel y Sue Smith que sabe combinar la comedia con
la intimidad de los personajes, salpicar de guiños cinematográficos sin que el
desconocimiento de lo que éstos significan impida comprender lo que se cuenta,
una de esas direcciones artísticas que en realidad son un prodigio de sencillez
(y por eso tan perfectas) y una partitura de Thomas Newman que, simplemente,
alcanza la perfección al mezclarse con las melodías compuestas por los Sherman
para Mary Poppins, imprescindibles
para entrar en su universo fílmico, indisociables de los fotogramas, tomando el
mejor impulso desde aquellos pentagramas para recrearlos y ampliar sus
horizontes, un trabajo de enrome altura que, una vez más (y van doce,
incluyendo sus increíbles partituras para Camino
a la perdición (2002) y WALL.E (2008)),
la Academia de Hollywood ha optado por ignorar.
Aunque
puestos a hablar de olvidos, y al margen del menosprecio casi generalizado con
que se ha castigado a la película (y eso que más de uno la ha acusado de estar
diseñada para arramblar con todos los Oscar -¡ay, esas voces críticas que no
aciertan jamás!-), hemos de detenernos en el modo en que la insigne institución
(los que votan) han ninguneado a la maravillosa Emma Thompson, quien llevaba
demasiados años desperdiciando su talento hasta que ha encontrado un personaje
que la merece y en el que demostrar su inmenso y últimamente olvidado talento. Ella
hubiese sido la compañera ideal de Cate Blanchett, Sandra Bullock, Judi Dench y
Meryl Streep en una terna para dejar sin aliento (por desgracia, la versátil
Amy Adams no podía estar a la altura con el cometido que se le encomendaba en La gran estafa americana (2013), al
margen de estar infinitamente mejor en Her
(2013) –pero ya hablaremos sobre ello otro día-) por el modo en que da vida
(es lo que hace, no hay otro modo para definirlo –y el sonido de alguna de las
grabaciones originales entre P. L. Travers y el equipo de Disney así permite
confirmarlo-) a esta mujer que no está dispuesta a agachar la cerviz por mucho
que no le quede otra, que no se muestra complaciente ni agradecida ni
participativa, que quiere ganar el pulso y no duda en humillar a los Sherman, a
las secretarias, a cualquiera del equipo, al propio Walt Disney; pero, con la
proverbial inteligencia demostrada en Regreso
a Howards End (1992), Lo que queda
del día (1993) o Sentido y
sensibilidad (1995) –también como escritora-, la Thompson sabe limar las
aristas a su personaje sin ablandarlo, construyendo una perfecta evolución que
la humaniza y hace comprensible, transformando en un permanente gag todo lo que
son sus exigencias, sus caprichos, sus modos dictatoriales, haciendo una
coherente transición desde su encastillamiento inicial hasta el momento en que
se deja arrebatar por la pegadiza música que sueñan los compositores y
regresando a su irracionalidad cuando considera que ha cedido demasiado. Junto
a ella, Tom Hanks, otro olvidado, compone un Walt Disney muy creíble (que tal
vez para muchos sea demasiado noble, demasiado positivo, ya se sabe la
urticaria que brota en todos los que no encuentran al malvado de brocha gorda
que esperan e incluso aunque tenga tintes sombríos o terroríficos nunca les
parece suficiente y detectan lo hagiográfico en lo que simplemente es verismo –basado
en documentos, testimonios e incluso el trabajo de reputados historiadores-; en
este caso, convendría señalar que estamos ante el momento concreto de la
gestación de Mary Poppins, no es una
biografía o una ópera de Philip Glass), es el soporte idóneo para que Emma Thompson
pueda desplegar su amplio abanico de matices, acepta encantado quedar en la
sombra sin recurrir a su clásico repertorio de muecas y ñoñerías, recreando a
Disney desde la humildad y la sencillez, sin maquillajes estridentes ni
disfraces que oculten o suplan las emociones.
La
estructura está muy medida, sabiendo combinar el pasado con el presente para
que conozcamos mejor el universo familiar del que se nutrió Travers, pero sin
forzar la máquina, sin abusar de los paralelismos y proporcionando motivos para
el regocijo al que es fan de todo lo relacionado con Mary Poppins. Sin duda, los vientos son favorables porque abre las
ganas de leer las narraciones, volver a disfrutar con el clásico de Stevenson,
canturrear las canciones y ovacionar los grandes talentos que se han combinado
para que Al encuentro de Mr. Banks haya
sido posible.