domingo, 27 de octubre de 2013

AMPARO SOLER LEAL: PATRIMONIO NACIONAL


 


   Por esas en ocasiones extrañas decisiones que toman los actores, por esas corazonadas que el tiempo se encarga de desmentir, por esos impulsos irreprimibles de cambiar, por esa desazón al no encontrarse a gusto, Amparo Soler Leal rechazó intervenir en La gran familia y… uno más (1965), continuación del enorme éxito La gran familia (1962) que había protagonizado junto a Alberto Closas, Pepe Isbert y José Luis López Vázquez, perdiéndose la oportunidad de seguir apareciendo en los títulos siguientes (un forzado cierre de lo que quedó como trilogía cinematográfica con La familia, bien, gracias (1979) y un estrambote en forma de película para televisión), aunque nadie jamás olvidará que ella era la madre de prole tan numerosa (con la que era una alegría reencontrarse casi todas las Navidades – o en los días previos, para ir abriendo boca-, puesto que la reemisión de la cinta de Fernando Palacios era cita ineludible). Según ella misma explicó, en un principio estaba previsto que repitiese rol, pero la primera secuencia quería presentarla con su nieto en brazos, como metáfora de que la gran familia se seguía expandiendo, y de repente, con poco más de 30 años cumplidos, le dio demasiado vértigo verse como abuela y abandonó el proyecto, aunque su rostro ya era muy popular, no sólo gracias a su papel de matriarca, sino a Usted puede ser un asesino (1961) de José María Forqué –donde, por cierto, ya había coincidido con Closas y López Vázquez-, a que muy poco después asumiría el personaje que Gracita Morales había convertido en exitoso en las tablas protagonizando con Concha Velasco –quien sí repetía en pantalla- Las que tienen que servir (1967) y a que su trayectoria teatral era impecable, habiendo sabido estar lo justo y necesario a la sombra de sus padres (Salvador Soler Marí y Milagros Leal, con los que compartiría escena cuando ya se había ganado con creces ese “la” –la Soler Leal- que sólo merecen las grandes), volando muy pronto en soledad por méritos propios, aprendiendo de los mejores, los que confiaron en sus recursos y posibilidades, los que espolearon y afianzaron su talento natural (Luis Escobar, Catalina Bárcenas, Adolfo Marsillach).

   Sintetizar la trayectoria de Amparo es prácticamente imposible porque hay mucho y bueno en lo que detenerse, que rememorar, que volver a paladear, que sentir bien cobijado en el corazón del espectador, y, por desgracia, hay infinidad de montajes que envidiar, que intentar imaginar, que suponer: leer las obras en que participó, quiénes fueron sus compañeros de escena, sus directores, nos habla de esa casta de cómicos que se hacían día a día, de esos inmensos intérpretes que son uno de nuestros mejores patrimonios, tan menospreciados y olvidados, tan poco conocidos por las nuevas generaciones, tan infravalorados en general (¡Cuántas veces habrá que escuchar esa sandez que afirma “en España no tenemos tradición teatral”! Que usted no tenga cultura, conocimientos, curiosidad, no implica que las cosas no hayan sucedido o que las personas no hayan existido). Y, al menos, pude ver en acción en dos ocasiones a la Soler Leal: la primera, merendándose a unos chavales llenos de tics, gritones, histéricos, desmedidos, intentando suplir carencias con aspavientos, en Salvajes de José Luis Alonso de Santos; la segunda, en la que fue su retirada de los escenarios, Al menos no es Navidad de Carles Arberola, una obra entrañable aunque necesitada de algo más de mala uva que ella y su compañera (la no menos maravillosa Asunción Balaguer) transformaban en algo especial, en un deleite, en una tarde satisfactoria en la que Pablo y yo confirmamos que los que se han criado entre cajas, los que sólo respiran cuando el aire se impregna del serrín de las tablas están hechos de otra pasta, puesto que Amparo tenía ya su salud bastante minada y aun así aparecía pletórica, dispuesta, sin consentirse un desfallecimiento, todo para que la obra tuviese el ritmo y el tono adecuados. Poco antes del estreno, Beatriz (Pécker, por supuesto) había entrevistado a ambas en el programa que entonces compartíamos y fue una conversación grata, divertida, dinámica, en la que temíamos que en algún momento apareciese el mal humor proverbial de la Soler Leal (lo uno no resta ni un ápice su enormidad como actriz) y, sin embargo, incluso para corregir un pequeño error de Bea (empeñada en que debutaban justo el día de descanso) tuvo el gracejo que tantas veces nos provocó carcajadas: “Entonces, desde el día 5 –por decir una fecha- os veremos…”, “¡Qué bien saber que el día 5 ahí estaréis” y tal y cual, hasta que la cuarta o quinta vez que Bea dijo ese número, Asunción interrumpió “perdona, pero es que justo ese día es el de libranza; debutamos el 6” y Amparo empezó a reírse “yo iba a decirlo, pero pensé que igual también nos tocaba actuar y no me atrevía…”

   Pero una cosa es hablar de algo que ha sido muy comentado (y sufrido: hay muchos colegas que pueden narrar topetazos antológicos con el ceño de Amparo –aunque las aguas volvieran a su cauce con prontitud-) y otra bien distinta airear intimidades (e incluso inventarlas, exagerarlas, publicitarlas) como alguno hizo, arremetiendo sin orden ni concierto contra todo el mundo (otro que, éste sí, tenía un humor de perros casi permanente), convirtiendo sus memorias en un continuo exabrupto que restaba importancia a sus logros y a los de sus compañeros (cuánto queda por aprender de un delicioso tomito llamado Sí, ya me acuerdo… en el que Marcello Mastroianni pasa revista a momentos de su vida –personal y profesional- con una elegancia exquisita). Aunque en realidad ese tipo de circunstancias, esas bravatas importan bien poco cuando uno vuelve a conjurar ese saber decir, esa maestría para cambiar de tono, esa versatilidad que le permitía alternar películas como El bosque del lobo (1970), El crimen de Cuenca (1980), Jo, papá (1975,) Bearn o la sala de las muñecas (1983), Las bicicletas son para el verano (1984) y muy especialmente Mi hija Hildegart (1977) con comedias más o menos afortunadas en las que siempre dejaba clara su categoría (en El divorcio que viene (1979) dice un “tomaré chipirones” –rubricado por el no menos antológico “yo también chipirones” de la estupenda Mimí Muñoz- que vale por toda la película). Y, por supuesto, sin olvidar su necesaria y absolutamente gloriosa participación en La escopeta nacional (1977), continuada en Patrimonio nacional (1981) y Nacional III (1982), ese a modo de princesa de Éboli que sabe decir “¡degenerado!” acentuando cada sílaba, masticando el rencor acumulado tanto tiempo, probando el dulce sabor de la venganza mientras pisotea los frasquitos que contienen pelos de ahí mismo, haciendo justicia y derrumbando años de machismo y misoginia, exprimiendo significados y matices sin que se note el esfuerzo (al revés de tanto actorzuelo –espécimen que no sólo se da en España, aunque abunde por estos lares- que sólo sabe demostrar una falsa intensidad para hacer aún más patentes sus carencias interpretativas). Amparo Soler Leal era capaz de crear comicidad desde la seriedad, véase cómo entona aquello de “Torre del Oro donde las sevillanas, ¡y olé!, juegan al corro” sin descomponer el gesto en Las que tienen que servir o su manera de regañar a López Vázquez cuando le pide un beso mientras ella conduce –“Venga, justo en la curva”- o porque perdió el tiempo comprando helados –“¡Hay que ver este hombre, siempre gastando!”-en Patrimonio nacional o su participación en Cómicos, un programa de TVE que nos ayudó a conocer, querer y admirar algo más a gentes de la profesión (Quique Camoiras, Irene Gutiérrez Caba, Esperanza Roy o Alberto Closas), una hora en la que recorrían su trayectoria y escenificaban diferentes momentos de su vida, y en el que pudimos ver a Amparo Soler Leal marcarse La canción del Rhin (aquello de “las alegres chicas de Berlín para soñar se van al Rhin”) como si no hubiese hecho otra cosa en su vida más que cantar cuplés.

   Y me gustaría poner el colofón con uno de esos momentos mágicos que el espectador atesora: la evocación de aquellas galas que buscaban recaudar fondos para La Casa del Actor (y en eso seguimos, y la querida Julia Trujillo –como tantos- se ha ido sin verla hecha realidad) y que se retransmitían por televisión, en las que tanto aprendíamos, tanto reíamos, tanto disfrutábamos, en las que podía participar igual Lina Morgan que Alfredo Kraus, Tony Isbert que Arévalo, Concha Márquez Piquer que las hermanas Hurtado, en las que Mari Carrillo (madre de las susodichas) podía estar absolutamente sensacional (algo nada novedoso, por otra parte) evolucionando entre los boys al ritmo del Mírame o en que Vicente Parra podía dar paso a Si las mujeres jugasen al mus como los hombres, pieza corta de Edgar Neville, que reunía para la ocasión a Conchita Montes, Amparo Rivelles, Concha Velasco y Amparo Soler Leal. ¡Si es que es para adorarlos! ¡Benditos cómicos!

sábado, 26 de octubre de 2013

MANOLO ESCOBAR: ¡EN QUÉ PAÍS VIVIMOS!


 


   Debo comenzar por donde tantas veces para glosar la figura de Manolo Escobar: desde que tengo uso de razón (en realidad, desde antes de yo nacer), fue el cantante favorito de la tía Carmen, compartiendo podio con Alberto Cortez (otro de los descubrimientos y admiraciones que a ella le debo); por eso conozco tantas canciones que no son de las que más han sonado o calado en el público, que no son las que más han perdurado o las que se evocan nada más escuchar su nombre, por eso soy más seguidor de ese Manolo Escobar que de aquel que interpreta éxitos mundiales que incluso se han transformado en himnos, por eso siempre he defendido su timbre, su dicción, su señorío, su elegancia: porque más allá de Mi carro, El Porompompero o Que viva España (canciones pegadizas, emblemáticas, inolvidables), mis primeros recuerdos se asocian a Espigas y amapolas (sigue siendo una de mis preferidas dentro de su inmenso repertorio, una tonada que interpreta con hondura, presencia, rotundidad, pero con su buen gusto característico, respirando, paladeando la letra, sin requiebros innecesarios o abigarramientos a deshora –y unos versos que me llamaron la atención aunque no los comprendiese del todo y que ahora rubrico: “Cariño, cariño mío, / no hagas caso de la gente, / que es más chiquitito el río, / que es más chiquitito el río / que el rumor de la corriente”), Platero, tú y yo (y así me enteré de que había un burro pequeño, peludo, suave, obra de un Premio Nobel, lectura obligatoria en el colegio –y que el “tú” de la canción era un añadido para personalizar el asunto: “En Andalucía hay muchos Plateros, / todos son poetas, todos son muy buenos, / y a ti, vida mía, te voy a regalar / un burro Platero para caminar. / Y siempre juntitos iremos los tres, / recorriendo el mundo con nuestro querer: / Platero y tú, Platero y yo. / ¡Qué hermosa es la vida si canta el amor! / Platero, tú y yo”), Arremángate (¡Qué picarón aquello de “arremángate, arremángate, niña, tu vestío. / Arremángate, arremángate al pasar el río. / Arremángate, arremángate, arremángate, / pero ten mucho cuidao que por debajo te van a ver”!) y así podría seguir enumerando no sé cuántas más que tarareaba con la tía (Horóscopo, El golfillo de mi barrio, Hasta luego, La ruleta), incluyendo sus villancicos (tanto su versión de Los peces en el río como los que conocí en su voz –Cornetín y tambor, Todo para el Niño-).

   Del mismo modo, pensar en uno de los teatros que más quiero de Madrid, el Calderón (sí, sí, ya sé que ahora se denomina de otra manera pero me hago mayor y mi memoria inmediata flaquea), es emocionarme al recordarme en una de sus butacas (tuvo que ser la primera vez que fui espectador en esa platea) junto a la tía, mi abuela (que también era una ferviente seguidora del artista de Almería), Toñi (una amiga íntima de la tía, una gran mujer que su fue demasiado pronto, guardándose el dolor, la miseria, la podredumbre que la droga siembra en una familia, ocultando la adicción de su hijo hasta que le estalló el cerebro, intentando que nadie pudiera condenar a su ojito derecho) y su hija Virginia (algo más pequeña que yo), dispuestos a aplaudir a Manolo Escobar en uno de aquellos espectáculos que alternaban al cabeza de cartel con números cómicos y otros artistas (no podría concretar el año, pero no más allá de 1976, 77 como mucho). Y también recuerdo sus películas, por supuesto, no faltaban en aquellos cines de sesión continua, combinadas con alguna de aventuras o de risa o de Terence Hill y Bud Spencer o vaya usted a saber, porque los emparejamientos eran de lo más insólitos (daba igual: lo veíamos todo, nos apetecía todo y era una oferta irresistible ver Convoy (1978) de Peckinpah junto a El alegre divorciado de Martínez Soria o combinar –eso ya fue en los 80- El currante (1983) de Andrés Pajares con Viaje alucinante (1966) de Richard Fleischer; con decir que el estreno de Chispita y sus gorilas (1982) –había gran expectación por ver en cine al Tito y El Piraña de la serie Verano azul- compartió cartelera con el Ivanhoe (1952) en que coincidieron los dos Taylor, Robert y Elizabeth –“no son hermanos”, me explicó la tía Carmen-, queda muy claro que no había ningún tipo de criterio a la hora de seleccionar las películas y eso que salimos ganando los espectadores del momento). Títulos como Pero… ¿en qué país vivimos? (1967), que se reponían año tras año y que siempre gozaban del favor del público (de hecho, han sido necesarios varios Torrentes, Lo imposible, Los otros y algunos más para desbancar a la citada y alguna más con Manolo Escobar al frente del reparto de la lista de películas españolas más taquilleras de la historia); como en otras ocasiones me he lamentado, envidio a Francia por su defensa de lo que consideran sin ningún tipo de rubor “glorias nacionales”, dando a cada quien su lugar, reconociendo el éxito, los méritos, el papel jugado, sin menospreciar ni tildar de populachero, alternando lo intelectual con lo más mundano, encumbrando a Louis de Funes, Christian Clavier, comedias paródicas, de brocha gorda, cualquiera que engorda las arcas del cine patrio.

   Aunque, del mismo modo que digo una cosa, debo reconocer que estoy gratamente sorprendido porque el reconocimiento a la obra, la entrega al trabajo, la figura de Manolo Escobar ha sido prácticamente unánime y por fortuna han quedado acalladas las cuatro voces que, llegados a este punto, han de hablar de lo rancio, lo trasnochado, lo reduccionista, lo leal a no sé quién, los que hacen una relectura interesada (y errónea), sin ser capaces de poner a remojar sus barbas al ver cómo ha habido tanto “moderno” que ha pasado a la historia (no por su trascendencia, sino por todo lo contrario: porque cuesta recordar su existencia) mientras que aquellos a los que ellos niegan el pan y la sal permanecen porque son tradición, cultura, herencia, vigencia, eternidad –es pedir peras al olmo rogarles que escuchen letras como las de Lola Puñales, Candelaria la del Puerto, Y, sin embargo, te quiero, antes de acusar al género de lo que no es-. Y, por eso, en una gala de los Goya en que Manolo Escobar estuvo como invitado, cuando alguno de mis colegas dijo “¿qué pinta éste aquí?”, salté como un resorte “tal vez viene a por el Goya de Honor, para el que ha hecho más méritos que muchos de los presentes”, el mismo que le negaron a Sara Montiel, a Aurora Bautista, a Alberto Closas, a tantos que en otros países no tendrían problemas para recoger todo tipo de galardones (aunque no lo comparta, aplaudo a Hollywood por otorgar uno de los Oscar honoríficos de la próxima edición a Steve Martin, recompensando así una trayectoria con varios taquillazos y a un personaje muy querido por aquellos lares).    

   Y tuve la ocasión de entrevistarle, en ese tiempo maravilloso en que Miguel Ángel Yáñez y un servidor conseguimos que Cita a las dos  devolviese a Radio Intercontinental algo de su brillo pasado (feo está que yo lo diga, pero la nómina de invitados habla por nosotros –sólo Álvaro Luis, con Caliente y frío, la igualaba o superaba, pero él invitaba a cenar y nuestro presupuesto no daba para tanto-); y Manolo llegaba con su CD Contemporáneo bajo el brazo, nos dijeron que sólo podía estar una media hora o así porque tenía otro compromiso, pero generoso como siempre fue, gran profesional, excelente compañero, admirador de todo el mundo (resulta complicado encontrar a alguien que pueda contar algo malo sobre él), se dejó envolver por la dinámica del programa, se divirtió con las ocurrencias de Miguel Ángel, se emocionó cuando le conté lo del teatro Calderón, se maravilló de lo mucho que sabíamos sobre él, agradeció el sincero cariño y profundo respeto que nos inspiraba, y cuando llegó el momento de irse, cuando le recordaron la siguiente cita, preguntó a sus acompañantes “¿con quién hemos quedado? ¿Con mi hermano, no? Y él está en mi casa, o sea, que le atienden, estará tan tranquilo, puede esperar sentado y así no se cansa” –todo esto, claro, a micrófono cerrado mientras sonaba uno de sus temas-; por lo tanto, se quedó todo el programa, incluso participó en un concurso que hacíamos y, al confesar la oyente agraciada que era su cumpleaños, Manolo no se lo pensó dos veces y le regaló un espléndido Cumpleaños feliz. Quise repetir la experiencia años después, pero ya estaba muy mermado de salud, no pudo venir al estudio, y la charla telefónica no tuvo el brío que seguía conservando en escena, el poderío que supo mantener hasta el último concierto. Por encima de todo, al margen de la banda sonora particular, de mi vinculación personal, recodaré su voz redonda, limpia, contundente, exquisita, su elegancia como artista y como persona y reivindicaré el lugar que merece, el que sin duda tiene en tantos corazones, el que le corresponde por derecho propio.     

viernes, 25 de octubre de 2013

"PIE DE PÁGINA": LAS PALABRAS JUSTAS


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Hearat Shulayim DIRECCIÓN: Joseph Cedar GUIÓN: Joseph Cedar MÚSICA: Amit Poznansky FOTOGRAFÍA: Yaron Scharf MONTAJE: Einat Glaser Zarhin REPARTO: Shlomo Bar Aba, Lior Ashkenazi, Aliza Rosen, Alma Zack, Mica Lewensohn, Nevo Kimchi


   Como tantas veces se dice y los hechos (y el arte) demuestran (se quiera lo que se quiera, guste o no, se vea o prefiera ignorarse), hay unos sentimientos universales que nos igualan, unos instintos que nos vienen de fábrica, unos anhelos, pulsiones, motivaciones similares aunque con el tiempo y la edad cada uno se deje seducir, explore, siga el camino que más conveniente crea o que sus circunstancias concretas le permitan (u obliguen); por supuesto, no puede perderse de vista que el lugar de nacimiento, la educación, la sociedad, la religión, la familia, todo influye, cambia, matiza, condiciona cómo es el desarrollo de cada quien, pero, volviendo al principio, hay un a modo de esquema reconocible que, de repente, se nos impone cuando nos enfrentamos (en el sentido de prestar atención) a personas que consideramos muy alejadas, en las antípodas de lo que somos, y que aunque lo estén no dejan de reproducir comportamientos reconocibles como propios. No es nada que no haya dejado claro el teatro griego –por irnos lo más atrás que se nos ocurre- o la Historia o cualquiera de los textos a los que consideramos clásicos, pero es algo fácilmente constatable en una película como Pie de página, ya que a pesar de estar muy inscrita en una tradición y de reflejar una manera muy específica de entender el mundo (tamizada por el estudio y respeto a lo que dice el Talmud, condicionada por las enseñanzas y obligaciones que de sus páginas se coligen), adquiere su verdadera trascendencia en cómo aborda el asunto de las relaciones paterno-filiales, encuadradas además en el ambiente universitario, intelectual, en quién tiene la potestad para decir lo que se dice, se hace, se piensa, se premia, a quién, cómo y cuándo se rinde culto y es en este terreno dónde consigue establecer una corriente de simpatía con el espectador.

   Cuando se estrenó Un tipo serio (2009), hubo una parte de la crítica que acusó a los Coen de utilizar un código demasiado restringido, de recurrir a chistes e ironías que no todo el mundo podía comprender, y lo más curioso es que, aunque así era, la historia era muy accesible, puesto que a través de las películas hemos ido adquiriendo un conocimiento (sin duda rudimentario, pero valioso y consistente) sobre la cultura judía, sobre sus especificidades, su cotidianeidad, sus normas, sus tradiciones; al igual que sucedía en aquella cinta, Pie de página demuestra una enorme facilidad para reírse de uno mismo sin necesidad de caer en lo irreverente (para algunos es la única posibilidad a la hora de abordar ciertos asuntos, lo que demuestra su escasa inteligencia, su ausencia de talento), en lo grotesco, sabiendo aplicar el mejor esperpento a lo que, en realidad, es más común de lo que pensamos o de lo que querríamos: la inestabilidad de las relaciones entre un padre y un hijo, la inevitable rivalidad, las comparaciones propias y ajenas entre ambos cuando los dos se dedican a lo mismo. Joseph Cedar deja clara su habilidad para trenzar una historia y hacerla avanzar con velocidad, al margen de despertar el interés del público, con una primera parte en la que las imágenes, el montaje, la estructura, sirven para narrar, no son (como en tantas ocasiones) un mero alarde para el lucimiento personal, introduciéndonos en ese ambiente repleto de libros, de palabras, de estudios, de referencias bibliográficas, de notas a pie de página, en la rutina de un hombre incapaz de romperla, de un anacoreta, un misántropo, un asocial, aislamiento que en parte ha provocado él con su carácter hosco y altivo, en parte han propiciado los demás, negándole el reconocimiento que merece (tal vez no tanto como él piensa, pero sin duda con más méritos que el de esos mismos que le menosprecian y condenan al ostracismo, entre otras cosas para que evitar que el talento de aquel deje a la vista la mediocridad de éstos). En este espinoso asunto de los premios oficiales, las distinciones académicas, los parabienes de la comunidad universitaria, es en el que más se puede extrapolar, ya que cualquiera que se haya visto involucrado en el mismo reconocerá la impunidad con que actúan los que se creen con el derecho divino (nunca mejor dicho que hablando de esta película) para juzgar, que se creen eternos, aunque, por desgracia, suelen permanecer demasiado tiempo –ya lo sería un solo día- en un puesto preeminente para el que no están preparados, ya que sólo se mueven por interés, envidias, lealtades efímeras, mezquindades, soberbia con la que quieren esconder su medianía –la cual acaba saliendo a la luz con más contundencia, si cabe- (cualquiera diría que estamos hablando de cierto poeta del tres al cuarto, huero y sin sustancia, con más ventosas que las patas de las arañas, cada día más arriba en el escalafón mientras el medio de comunicación en el que exhibe sus malas artes se hunde sin remisión).

   Shlomo Bar-Aba consigue desde su hieratismo, desde una economía de recursos que por momentos diríase en números rojos (en el sentido de inexpresividad), una amplia gama de sentimientos, reflejando las oquedades del alma de su personaje sin trucos baratos u obviedades, creando comicidad desde la seriedad, demostrando unas facultades admirables y una contención cargada de significados (toda una lección para aquellos que piensan que hacer reír es batir el récord de muecas por segundo); Lior Ashkenazi le secunda a la perfección, lidiando con un personaje que nos resulta antipático casi desde el principio (al igual que su antagonista, por otro lado: ese es otro de los aciertos del filme), apelando al espectador, que también es hijo, para que se pregunte en su butaca qué haría él en una situación análoga. Pie de página logra hacernos reír con temas que, en realidad, no son nada jocosos y es una de sus mayores virtudes; si bien es cierto que pierde un poco de vuelo en el tramo central, sabe recuperarlo para dejarnos con una sonrisa y varios interrogantes (de esos a los que uno sigue dando vueltas un tiempo después de la proyección).        

miércoles, 23 de octubre de 2013

VIDEOBLOG-"GRAVITY": UNA LÁGRIMA SALIÓ DE LA PANTALLA



TÍTULO ORIGINAL: Gravity DIRECCIÓN: Alfonso Cuarón GUIÓN: Alfonso Cuarón, Jonás Cuarón MÚSICA: Steve Price FOTOGRAFÍA: Emmanuele Lubezki MONTAJE: Alfonso Cuarón, Mark Sanger REPARTO: Sandra Bullock, George Clooney, Ed Harris (voz), Orto Ignatiusen (voz)





martes, 22 de octubre de 2013

VIDEOBLOG: "GLORIA": MUY LEJOS DE LO EXCELSO


DIRECCIÓN: Sebastián Lelio GUIÓN: Sebastián Lelio, Gonzalo Maza FOTOGRAFÍA: Benjamín Echazarreta MONTAJE: Sebastián Lelio, Soledad Salfate REPARTO: Paulina García, Sergio Hernández, Diego Fontecilla, Fabiola Zamora

miércoles, 16 de octubre de 2013

"LA ESPUMA DE LOS DÍAS": CUANDO LO OCURRENTE DEVIENE EN RUTINARIO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: L´écume des jours DIRECCIÓN: Michel Gondry GUIÓN: Michel Gondry, Luc Bossi (basado en la novela homónima de Boris Vian) MÚSICA: Etienne Charry FOTOGRAFÍA: Christophe Beaucarne MONTAJE: Charlotte Moreau REPARTO: Romain Duris, Audrey Tatou, Gad Elmaleh, Omar Sy, Aïssa Maïga, Charlotte Le Bon


   Boris Vian es uno de esos autores un tanto inabarcables que rompen el esquematismo de cualquier adjetivación o clasificación porque su obra es muy ecléctica, caleidoscópica, ambigua, polifónica, multidisciplinar, y su trascendencia depende mucho del receptor, de su ánimo, de su conocimiento, de sus inquietudes, de su momento, ya que acepta muchas interpretaciones, es de una riqueza tal que todavía hoy en día no es comprendido ni valorado como merece, quedándose la consideración que a veces recibe muy en la superficie, en lo más ostentoso, en la espuma (nunca mejor dicho), en lo más elemental, en etiquetas como “provocador”, “transgresor” (que le cuadran, pero si las llenamos de contenido y propician el análisis). Centrándonos en su prosa, podemos decir que es muy vivaz, torrencial, pródiga en imágenes y hallazgos, arrebatadoramente sugerente, certera, pasando con suma facilidad y sin quebrar la voz narrativa (antes al contrario, enriqueciéndola y expandiéndola) de lo extremadamente poético a lo brutalmente prosaico, de lo onírico a lo terrenal, de lo evocador a lo lapidario; es un escritor de recursos inagotables que nunca se refrena, que da rienda suelta a su imaginación, que provoca carcajadas estruendosas y puede llegar a congelarnos la sonrisa, que nos acaricia el alma y estruja el corazón según convenga a sus intenciones, que sublima lo esperpéntico, que da categoría al absurdo, que se fija en lo más secundario para crear un universo propio que, en lo más elemental, en los sentimientos, en los comportamientos, podemos reconocer como propio. Al igual que sucede con el realismo mágico, con esa perfecta unión entre lo tangible y lo espiritual que podemos encontrar en Juan Rulfo, García Márquez, Álvaro Cunqueiro o Toni Morrison, resulta muy complejo, una tarea titánica, traducir a imágenes un universo que invita a cada uno a soñar, a recrear, a incorporarse (así, por desgracia, debemos recordar muchos intentos fallidos en este sentido –tal vez el más clamoroso sea La casa de los espíritus (1993), a pesar de contar con unos poderosos Jeremy Irons y Glenn Close; Beloved (1998), con un Jonathan Demme desubicado y una Thandie Newton agotando todo su repertorio de muecas- y pocos aciertos –Alfonso Arau mejoró la novela de su esposa, Laura Esquivel, en Como agua para chocolate (1992)-).

   Parecía inevitable que alguien como Michel Gondry, con la veneración crítica y la aureola de artista total que le rodea, quisiera demostrar por enésima vez lo que se le antoja inagotable caudal de ideas, intentase ajustar las costuras a Vian para llevárselo a su terreno y que, por mucho que uno recuerde quién es el inspirador, el fabulador, el que diseñó, trenzó, desarrolló las ideas, el espectador no pueda olvidar que ha vuelto a caer en las redes (tupidas, abigarradas, fatuas) de un cineasta glorificado por encadenar ocurrencia tras ocurrencia hasta agotar la paciencia del más pintado (excepto de aquellos que le aplauden la gracia, la misma, una y otra vez). Tremendamente popular (entre los seguidores de la cantante y los empeñados en dotar al formato de algo que le es ajeno) por los videoclips que dirigió para Björk, Gondry alcanzó las cotas más altas del prestigio por ¡Olvídate de mí! (2004), filme irritante que no dejaba de ser otra de Jim Carrey (con todo lo que eso conlleva), actor que sirve para definir lo que el francés (y su compinche Charlie Kaufman, guionista que, por fortuna, apenas ha aparecido en nuestras pantallas después de ganar un Oscar por semejante engendro facilón y hueco) suele hacer con sus películas: una sucesión de muecas, de estridencias, de sinsentidos, un envoltorio a ratos lucido a ratos reiterativo (el visual, no el de Carrey), un inane castillo de naipes que se viene abajo a las primeras de cambio por mucha ampulosidad que se imprima a las imágenes y mucho contenido que se quiera añadir al guión. Tras rodar algunos de los títulos más ridículos de los últimos años (y que a otros les hubiesen condenado al ostracismo –Rebobine, por favor (2008) y The Green Hornet (2011)-), Gondry ha regresado a Francia para ampararse en Boris Vian e intentar justificar así todos sus desfases, su parafernalia, su descoque, sus idas y venidas, puesto que, se supone, están en el texto original.

   La baza de utilizar a Audrey Tatou como protagonista va más aún en su contra, puesto que el cinéfilo no deja de añorar Amelie (2001), en la que Jean-Pierre Jeunet supo extraer lo mejor de sí mismo y, al modo en que había hecho junto a Marc Caro en Delicatessen (1991), ofrecer una grandiosa sinfonía de colores, sonidos, hechos insólitos, sorpresas, conteniéndose cuando era necesario para no crear disonancias, armonizando el conjunto, atendiendo a la superficie y al fondo, sin olvidar el objetivo fundamental: contar una historia. Aquí, a pesar de que Boris Vian aporte su genio (con una obra que, por cierto, no tuvo éxito en vida del autor y que, en realidad, es más para leerla, para sentirla, que para contarla -es difícil resumirla en palabras: la propuesta queda en nada al intentar contar la trama, se trata de lanzarse a la lectura-), Gondry nos presenta una cotidianeidad llena de artilugios, bailes que estiran las piernas, ratones que se comportan como los de las películas de Disney, innumerables ocurrencias que se suceden las unas a las otras hasta provocar hastío porque resultan sólo eso: chispazos, ingenios que buscan provocar una efímera sorpresa ya que en seguida hay que atender a lo siguiente, deviniendo el conjunto en una rutina agotadora que despega al espectador de lo que sucede en la pantalla, a pesar de que Tatou despliega sus encantos (muy similares, es cierto, a los del personaje que le dio fama) y que Romain Duris se aplica por ofrecer una imagen desenfadada, fresca, simpática (es un actor que, en la mayoría de las ocasiones, está muy por encima de los filmes que interpreta); junto a ellos, Omar Sy dejando claro que, haga lo que haga, siempre va a ser como el rol que asumió en Intocable (2011) –y que le valió un César del que nunca se arrepentirán lo suficiente-. Es una auténtica lástima que el primer (y tal vez único) acercamiento que muchas personas hagan a la obra de Boris Vian sea a través de esta cinta sin garra, sin pasión, que confía todo a las gracietas de su director, a lo epatante por lo epatante, a lo que se ve como forzado, como metido con calzador, sólo se aplica en lo visual e incluso en ese terreno naufraga estrepitosamente al no saber dotar a cada secuencia de auténtica gracia, del artificio necesario para sorprender y alucinar (detalle que, por cierto, le viene como anillo al dedo al señor Vian).

 

jueves, 10 de octubre de 2013

"RUSH": TOMA EL DINERO (DE LA ENTRADA) Y CORRE (LEJOS)


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Rush DIRECCIÓN: Ron Howard GUIÓN: Peter Morgan MÚSICA: Hans Zimmer FOTOGRAFÍA: Anthony Dod Mantle MONTAJE: Daniel P. Hanley, Mike Hill REPARTO: Chris Hemsworth, Daniel Brühl, Olivia Wilde, Natalie Dormer, Alexandra Maria Lara, Pierfrancesco Favino

 

   Dentro de los asuntos recurrentes en los que se centra la meca del cine se encuentran aquellas historias de superación personal basadas en hechos reales que tienen a grandes deportistas (héroes venerados por los aficionados, santificados, glorificados) como protagonistas y, como en tantas ocasiones, enumerar ejemplos haría este texto demasiado prolijo, pero resulta imposible no evocar esa joyita titulada El orgullo de los yanquis (1942) con unos fabulosos Gary Cooper y Teresa Wright, cinta que, aunque tuvo sus antecedentes, podríamos decir es una de las canónicas a la hora de abordar un análisis (por somero que sea) de este subgénero. Ron Howard no es un neófito en estas lides, puesto que transformó a un meritorio Russell Crowe en el boxeador Jim Braddock en Cinderella Man (2005), uno de sus filmes menos aspaventosos, aunque el guión no supo extraer toda la mordiente de la historia original (lo que era especialmente notorio en lo mal desarrollado que estaba el personaje de Renée Zellwegger, aunque muchas de las carencias quedasen compensada por un impresionante Paul Giamatti); Howard, tras debutar con apenas cinco años en Rojo atardecer (1959) junto a Deborah Kerr y Yul Brynner, inició una carrera como actor que le tuvo bastantes años muy ocupado (en la pequeña pantalla), hasta que decidió tomarse en serio lo de dar el salto definitivo al otro lado de las cámaras (ya a finales de los años 60 había dirigido algunos cortometrajes) y fue así como conoció las verdaderas mieles del triunfo con taquillazos tan sonados como Un, dos, tres… splash (1984), Cocoon (1985) o  Willow (1988). Queriendo demostrar su supuesta versatilidad, comenzó a alternar proyectos de diferente calibre y temática, buscando ser reconocido como algo más que un artesano con oficio y gracia, bebiendo en las fuentes del Hollywood clásico, quedándose a años luz de sus referentes, como pudo comprobarse en Un horizonte muy lejano (1992), Detrás de la noticia (1994), Apolo 13 (1995) o la propia película que le hizo acreedor (aunque en realidad siga debiendo demostrar por qué) de un Oscar de la Academia: Una mente maravillosa (2001). Tal vez el contacto con la estatuilla dorada que a tantos grandes les ha sido negada y que han sujetado otros colosos con el mayor de los merecimientos provocó que Howard se viese a sí mismo como un autor, como un creador, por lo que (sin negarse a filmar productos claramente destinados al consumo masivo) fue involucrándose con mayor asiduidad en historias que le permitiesen desarrollar esas supuestas (de nuevo) facultades, esa madurez, su mejor expresión como cineasta (como en tantas ocasiones, acomplejado, vaya usted a saber por qué, por sus obras “menores”, las entretenidas, las simpáticas, las que no van de nada).

   Su encuentro con Peter Morgan (ese brillante dramaturgo que, por desgracia, sólo en La reina (2006) ha demostrado su destreza y excelsitud a la hora de escribir directamente para el cine) para el rodaje de El desafío – Frost contra Nixon (2008) –todos los aciertos son de la obra de teatro-, filme que fue un verdadero desperdicio dejar en manos de director tan nefasto (a pesar de su fuerza, de las poderosas interpretaciones, de la carpintería teatral que incorporó añadidos con suma pericia, es inevitable sentir un pellizco de nostalgia por cómo hubiese brillado ese material en manos de un Lumet), parece que dejó ganas de repetir la experiencia y, de ese modo, escritor y cineasta se han reunido para contar lo que sucedió durante la temporada de Fórmula 1 de 1976, esa que ha pasado a los anales de la historia, esa que no olvidan los aficionados, esa transmitida a las generaciones posteriores con tintes legendarios, esa en la que Niki Lauda y James Hunt se disputaban el título, esa en la que el primero estuvo a punto de perder la vida en el circuito alemán conocido como “el infierno verde” (Nürburgring), sufriendo quemaduras que le dejarían secuelas todavía hoy visibles. Lo único plausible en el libreto firmado por Morgan es cómo ha evitado los lugares comunes, lo más convencional y falsario, lo más plañidero, los defectos más tópicos e irritantes de este tipo de cintas, pero a costa de eliminar lo prescindible ha dejado la historia en el esqueleto, en lo superficial, sin imprimir brío a los personajes, sin narrar con tensión, dejándolo todo al albur de las carreras, el sonido de los motores, es decir, preocupándose tan sólo de que la carcasa quede lucida. No será la última vez en esta temporada en que habrá que recomendar a un director que intente aprender de la manera en que Alfonso Cuarón ha grabado su nombre con letras de oro en la privilegiada nómina de cineastas que crean escuela, que hacen avanzar el arte cinematográfico, que marcan un antes y un después, que regalan al espectador una experiencia inolvidable, que no se andan con zarandajas, que dirigen con escuadra y cartabón pero haciéndolo sencillo y agradable a la vista –hacemos referencia a Gravity (2013), por supuesto-; Ron Howard parece ir por otro camino, por mucho que él piense que hace lo correcto: todo es parafernalia, enrevesamiento, fuegos de artificio, porque se conocen simuladores, videojuegos, atracciones en las que se vive más intensamente y con mayor verismo la sensación de estar a bordo de un coche de Fórmula 1 participando en una carrera; los encuadres imposibles, el montaje acelerado pero abrupto y sin visibilidad, el abigarramiento del estilo (si es que lo tiene) de Howard no sirven para camuflar la desgana, la nula capacidad para sugerir, para emocionar, para electrizar.

   En un tratamiento tan plano de los dos corredores en los que se centra la historia, Chris Hemsworth sigue dejando claro su carisma, su idoneidad para determinados personajes (por mucho que se empeñen en negárselo o que le exijan unos recursos que no necesita, al menos en los roles que está interpretando) y es una lástima que no se explote más su vena sardónica, su tono paródico tan medido y controlado, su manera de aprovechar sus condiciones físicas para dotar de entidad y contenido a James Hunt; Daniel Brühl sigue haciendo gala de todos sus vicios, de su engolamiento, de su escaso peso interpretativo (es uno de los prestigios más inconsistentes de los últimos tiempos), confiando en el maquillaje para intentar transmitir alguna emoción, abusando hasta la saciedad del mismo gesto para demostrar cómo ha estudiado a Niki Lauda (su único acierto es la reproducción de la voz después del accidente, siempre mejor cuando oficia como narrador que cuando está en pantalla –otro, por cierto, de los errores más clamorosos del filme: abandonar lo que en las primeras secuencias podría pensarse va a ser la dinámica de la película, lo que a buen seguro le hubiese inyectado adrenalina y empuje, es decir, el hecho de que ambos corredores fuesen dando su versión de los acontecimientos-). Pero, bendecido por la industria, Ron Howard ya tiene nuevo proyecto en marcha (donde, por cierto, repite con Hemsworth y ha convocado a intérpretes tan sólidos como Ben Whishaw y Cillian Murphy) e incluso otro anunciado para después, mientras que hay tantos a los que se echa de menos pero se topan con mil obstáculos (entre ellos, la indiferencia del público) a la hora de, al menos, intentar sacar su trabajo adelante.   

viernes, 4 de octubre de 2013

"LA GRAN FAMILIA ESPAÑOLA": POR TODA LA ESCUADRA


 
 
 
DIRECCIÓN: Daniel Sánchez Arévalo GUIÓN: Daniel Sánchez Arévalo MÚSICA: Josh Rouse FOTOGRAFÍA: Juan Carlos Gómez MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Antonio de la Torre, Quim Gutiérrez, Verónica Echegui, Roberto Álamo, Miquel Fernández, Patrick Criado, Sandra Martín, Arantxa Marín


   Y llegó esta película para que los hombres de las cavernas, los que no se cansan de denostar, insultar, minusvalorar, atacar inmisericordemente el cine español (incluso alardeando de no verlo, pero dándole en cualquier línea de flotación que se les ocurra), los que sólo interpretan cualquier aspecto de la vida según lo conveniente que resulte a su labor catequizante, a sus intereses fanáticos, a su causa, hablen de que se rompe un tabú ideológico al aparecer la nacionalidad en el título (uno desconocía este detalle, será porque tampoco lo hacen el resto de cinematografías a no ser que sea necesario: ¿Esconde algo el hecho de que un filme no se llame La vida de los otros alemanes (porque si decimos La vida alemana de los otros podría pensarse que es la continuación de la obra maestra de Alejandro Amenábar)? ¿Debería reivindicarse lo mismo en el resto de países y, de este modo, reestrenar La vida italiana es bella (ironía pura, sorna a la enésima potencia con todo lo que tienen ahora mismo encima), Los visitantes franceses… ¡No nacieron ayer! (una realidad: llevan muchos años viniendo de turismo) o El lado bueno de las cosas estadounidenses (a ver si son capaces de verlo a pesar de lo que están viviendo)? Y, en todo caso, ¿por qué no reclamar ese alarde de patrioterismo a la inolvidable cinta de Fernando Palacios cuyo título ésta de ahora evoca? Pues mira tú por dónde, a pesar de nacer con un objetivo claro y conducida desde la oficialidad (hay que dar hijos al país, los que Dios mande serán bienvenidos –casi como ahora que el Gobierno recorta en todo pero prevé mantener los privilegios económicos de las familias numerosas casi hasta la jubilación de los beneficiarios-), La gran familia (1962) sólo se llamó así porque era lo lógico, y ahora, al margen del posible guiño y de no mover a equívocos (y tal vez por asuntos de propiedad), se trata de enmarcar la historia, de hacer referencia a lo que (de nuevo) aquellos del principio utilizaron como arma arrojadiza, manipularon e ideologizaron, cuando sólo era la expresión de una unión ficticia y momentánea, de una explosión de júbilo (podría decirse de aborregamiento) que en este país sólo consigue el fútbol: nadie se hizo preguntas, sencillamente sacó su alegría a pasear porque (lo nunca visto) la selección española de fútbol llegaba como favorita a la final de un Mundial y, encima, conseguía el triunfo.

   Es una lástima que Daniel Sánchez Arévalo tome el camino más fácil, el mismo que lleva transitando desde que su ópera prima, Azuloscurocasinegro (2006), le colocase en el disparadero, es decir, el de la comedia más trillada, torpe y plagada de tópicos; la cinta que le hizo merecedor del Goya a la mejor dirección novel basculaba entre diferentes tonos, no siempre con igual fortuna, pero hacía albergar ciertas esperanzas sobre el narrador oculto tras la cámara (aunque los parabienes que recibió resultasen un tanto exagerados), quien comprobando que las partes cómicas (con un Raúl Arévalo que jamás ha vuelto a resultar tan natural y vivaz) funcionaban muy bien, decidió centrarse en ese género con Gordos (2009) –muy irregular, con algunos aciertos y fallos de casting clamorosos, quedándose en la superficie de lo que prometía su sinopsis- y Primos (2011) –otro ejemplo de esas películas que se califican como “gamberras para adultos” y que, sobre todo si vienen desde Hollywood, gozan de gran predicamento entre los que se les ponen los pelos como escarpias ante cualquier comedia popular, simple, exitosa, en la que todo les resulta casposo, trasnochado, ofensivo, ordinario, grosero, hiriente, insultante y no sé cuántos epítetos más-. Y no hay nada nuevo en La gran familia española, nada sorprendente, nada inteligente, ni un ápice de ironía –se nota que no quiere ofender a los que sólo invaden las calles con banderas (que, por cierto, son de todos, nadie tiene la exclusiva de su uso) cuando unos señores que cobran millones por dar patadas a un balón (o por estar sentados en un banquillo) se limitan a hacer bien su trabajo-, hay una falta palmaria del esperpento del bueno (o sea, del verdadero –lo que así se llama es, en la mayoría de los casos, un despropósito caótico sin orden ni concierto, una patente de corso que se concede el director-guionista para intentar que comulguemos con ruedas de molino y todo valga-); y aunque alguien pueda esgrimir el argumento de que una comedia debe divertir y punto, servir como evasión (totalmente cierto), no conviene olvidar que lo mejor del género, lo que lo apuntala y da trascendencia, lo que lo convierte en realmente grande, es que, sin notarse, tenga en el sustrato una crítica, que desde la carcajada consiga la reflexión, que pasen los años y quede como referente, como reflejo de la sociedad del momento que retrata -y es algo fácilmente rastreable en títulos como la propia y original gran familia o la maravillosa Atraco a las tres (1962) o la gran comedia negra Los palomos (1964), eso por no recordar al maestro Berlanga, experto en sortear a esa señora que sólo se fija en lo obvio y que no entiende de sutilezas, es decir, la censura con joyas como Plácido (1961) o la incombustible ¡Bienvenido, Míster Marshall! (1953)-.

   Sabiendo enganchar con el público (eso no se puede dudar, comprobando la juerga en el patio de butacas y la respuesta de la taquilla), Sánchez Arévalo se limita a reunir unos cuantos personajes estereotipados y planos, cuya gracia se supone está más en los actores que los encarnan que en el guión, presencias habituales que aún dejan más a las claras lo inane de la propuesta al carecer de recursos cómicos que suplan las carencias de origen: Antonio de la Torre (al que el director supo extraer su mejor momento dramático en Azuloscurocasinegro, recompensado con un merecido Goya como actor secundario), aunque dejando a un lado sus histrionismo e infatuación habituales en los últimos tiempos, vuelve a querer dar intensidad a cada frase, a cada mirada, a cada momento, agotando al espectador; Quim Gutiérrez (descubrimiento de Sánchez Arévalo en su ópera prima y Goya al actor revelación un tanto precipitado) está muy por debajo de lo que ha demostrado en alguna ocasión, ya que su rol es en realidad una excusa, una presencia, y parece haber perdido el magnetismo que ha destilado en otros momentos; Roberto Álamo (uno de esos nombres con un prestigio desmesurado e inmerecido, sólo por formar parte de Animalario –sólo Alberto San Juan ha sabido quitarse de encima esa losa en la estupenda Horas de luz (2004)-) hace pensar que lo que pareció apuntar sobre las tablas fue un espejismo, ya que no hay más que recordar su espantoso Stanley Kowalski (ese Un tranvía llamado Deseo que supuso uno de los grandes errores de Mario Gas) o cómo repite hasta la saciedad tonos, gestos, composiciones (cierras los ojos, intercambias fotogramas y no sabes si le estás viendo en La piel que habito (2011)); Miquel Fernández, conocido como gritón desaforado en algún espectáculo musical de probado éxito –y en un fracaso como la reposición de Jesucristo Superstar-, deja claro que lo de la interpretación tampoco es lo suyo; Verónica Echegui, actriz que necesita una buena dirección para estar atinada, no tiene demasiadas dificultades para erigirse en lo más destacado, gracias a su naturalidad; Patrick Criado es un actor joven al que, al menos, se entiende perfectamente y, comparado con el resto de sus hermanos cinematográficos, sale airoso del encargo que recibe, puesto que es la verdadera columna vertebral del filme y consigue que sus secuencias con Sandra Martín y Arantxa Marín respiren cierta veracidad, a pesar de lo ridículo de las frases que deben pronunciar (aunque si revisamos la cartelera actual, la palma en cuanto a diálogos estúpidos y que serían censurados de pertenecer a otra película se la lleve Las brujas de Zugarramurdi (2013), a la que llegaremos en su momento).

   P.D.: Parece que esta vez me ha quedado una crítica muy en primera persona (no es que las demás no lo sean, pero los lectores habituales saben que intento no marcar demasiado mi presencia y huir del “yo” para camuflarme en el “uno”), pero hay momentos en que uno (o sea, yo) no puede aguantar ante tanta gazmoñería, bien sea para aplaudir o para defenestrar, bien para acusar a los demás sólo porque expresen su opinión a favor o en contra de algo, argumentando y exponiendo, no cacareando. Si Daniel Sánchez Arévalo sigue por este camino, que le aporta éxito y reconocimiento, serán muy de temer sus próximas entregas.