viernes, 10 de marzo de 2017

"PSICONAUTAS, LOS NIÑOS OLVIDADOS": LA ANIMACIÓN, TERRITORIO ADULTO







DIRECCIÓN: Pedro Rivero, Alberto Vázquez GUIÓN: Pedro Rivero, Alberto Vázquez (basado en el cómic homónimo del segundo) MÚSICA: Aránzazu Calleja DIRECCIÓN ARTÍSTICA: Alberto Vázquez MONTAJE: Iván Miñambres REPARTO (VOCES): Andrea Alzuri, Eva Ojanguren, Josu Cubero, Félix Arcarazo, Maribel Legarreta, Juan Carlos Loriz, Pedro Rivero

   Cuentan que Walt Disney tuvo claro que lo que muchos llamaban “la última tontería de Disney” (tanto por lo que parecía un proyecto destinado al fracaso como porque las pérdidas se pronosticaban millonarias y, tal vez, hiciesen imposible su continuidad en el mundo del cine) iba a ser un éxito cuando escuchó las lágrimas de personas adultas en una de las primeras proyecciones de Blancanieves y los siete enanitos (1937); visionario y genial como pocos (por mucho que se lleve demasiados años queriendo quitarle méritos artísticos), desde el principio comprendió que tenía que contentar a público de todas las edades, que los niños eran espectadores fieles que arrastraban a sus padres a las salas, pero que si estos se aburrían se lo pensarían dos veces antes de comprar una entrada y acudir tan encantados (o más) que los pequeños (e incluso sin pequeños). Y, así, por ejemplo, nació ese capricho llamado Fantasía (1940), esa mágica combinación de animación y música clásica, ese deleite, ese hito, esa joya a la que costó mucho tiempo encontrar el lugar merecido en la consideración del público (y de los llamados expertos), fue una adelantada a su tiempo (como la propia Blancanieves, como algunos títulos que llegarían después), no pudo ablandar la rigidez de ciertos esquemas mentales que, por desgracia, siguen muy vigentes en la actualidad y condicionan sobremanera (a través del prejuicio y el estereotipo), más o menos inconscientemente, el modo en que se recibe cualquier “película de dibujos”, dicho con soniquete, que se relega a una categoría menor porque se piensa dirigida en exclusiva a los chavales (aunque desde hace ya un tiempo, coincidiendo con la aparición de Pixar, se da también el fenómeno contrario: el de elevar algunas cintas más allá de sus pretensiones y contenido o poniendo en valor el hecho de que no son infantiles, es decir, son abstrusas, aburridas y carentes de encanto -con honrosísimas excepciones de las que, tal vez, hablemos a continuación-).
   Hay quien parece olvidar la larga tradición de una animación que ha sabido mezclar diferentes códigos para comunicarse a la perfección con todo tipo de espectadores, del mismo modo que diríase que resultar meramente divertido, jocoso, intrascendente en el sentido de relajar y entretener sin más (como si eso fuese sencillo de conseguir), es un crimen de lesa majestad; por fortuna, más allá de lo que algunos intentan decretar (entre la crítica y entre el público que quiere presentarse como elitista y exigente, por encima de lo generalista, de lo que consideran convencional cuando no elemental, fácil, repetitivo u otros términos directamente insultantes), ahí permanecen y lo seguirán haciendo Betty Boop, Carlitos y Snoopy, los Picapiedra, el Coyote y Silvestre sufriendo torturas, desmembrándose, quedando aplastados (y su único anhelo es merendarse al Correcaminos o Piolín -y hay quien querría que esto sucediese, sobre todo en el segundo caso-), Cruella de Vil (como representante de malvados fascinantes salidos de la factoría Disney, esa tan denostada por vender un mundo color de rosa edulcorado y envuelto en algodones -aunque en sus programas para televisión un mágico mundo de colores, no le neguemos al menos toda la paleta de tonos pastel-), Shrek, WALL.E y tantos otros que reverdecen laureles con cada nueva generación de espectadores y que gustan por igual a los de seis que a los de setenta años (y eso por no meternos en los vericuetos del tebeo español, en tantas ocasiones trivializado e infantilizado en el peor sentido a la hora de adaptarlo a la gran pantalla). Y hay quien ha celebrado como novedoso el catálogo de chistes obvios reunidos en La fiesta de las salchichas (2016), volviendo a hablar de “comedia gamberra adulta”, oxímoron que no tiene ningún sentido porque si se es gamberro se es precisamente para todo lo contrario, práctica habitual de un subgénero que se remonta muy atrás y lo único que ha hecho es subir la edad de sus protagonistas, celebrando que se haga animación que los niños no pueden (o deben, que cada cual decida) ver cuando en televisión han hecho historia Los Simpson, South Park o Padre de familia, eso por no recordar (o sí) aquellos que llamábamos Teleñecos, o sea, los Muppets (sí, eran marionetas, pero se emitían en horario infantil y tenían unos dobles sentidos, una retranca, unos guiños, unas parodias, unos invitados que eran muy del agrado de los mayores -de ahí su éxito-); del mismo modo, no se llega a comprender a qué se refieren algunos cuando califican como novedosa una película (la susodicha) que llega después de, por ejemplo, Persépolis (2007) o Vals con Bashir (2008), cuando no hace mucho se ha estrenado en España La tortuga roja (2016) -y también la celebraban como distinta-, cuando podríamos remontarnos a El Gato Fritz (1972), eso por ir mencionar sólo algunos títulos y nombres.
   Y así llegamos a Psiconautas, los niños olvidados, una película de animación para adultos que ha tardado diez años en poder llevarse a cabo, tal vez por haber sido pensada por dos españoles en España (decimos esta frase un tanto de Perogrullo para recordar que son unos cuantos los españoles que trabajan en animación para los grandes estudios estadounidenses), título muy bien recibido y recompensado en diferentes certámenes de todo el mundo, con nominación incluida a los Premios del Cine Europeo (compitiendo, por cierto, con la ya mencionada La tortuga roja y La vida de Calabacín (2016), candidatas ambas al Oscar -galardón al que, por cierto, podría concurrir Psiconautas el próximo año, una vez se estrene en EEUU), flamante Goya en la última (y aún reciente) edición, a pesar de todo distribuida minoritariamente porque a los exhibidores les resulta difícil encajar un film de este tipo (y parece que al público aún más, aunque en parte estamos en una pescadilla que se muerde la cola: pocos espectadores puede cosechar una cinta que se proyecta en pocos lugares y de la que se programan pocas sesiones). Cuando Pedro Rivero conoció el cómic de Alberto Vázquez en 2006, año de su publicación, contactó inmediatamente con él para adaptarlo a la gran pantalla, pero como se dieron cuenta de que su empeño era un tanto suicida, optaron por elegir a uno de sus personajes para que protagonizase un corto, Birdboy (2011), galardonado con el Goya y preseleccionado para el Oscar, lo que les motivó para continuar peleando por sacar adelante el proyecto que los reunió. Psiconautas parece ingenua en un primer vistazo, si se quiere un tanto elemental (Alberto Vázquez recuerda que la creó cuando era joven, que por eso le interesaban los temas que trata -y que mantienen vigencia, al fin y al cabo se habla de la adolescencia, de sus inquietudes, de cómo no se sienten comprendidos, de cómo buscan su lugar en el mundo, de cómo rechazan a sus padres, de cómo no se entienden con ellos, de sus carencias, de sus vacíos, de cómo se enfrentan entre ellos, de las drogas que les prometen una vida mejor, de sus amores, de un apocalipsis que, de una forma u otra, siempre hay que afrontar, aún más cuando se está en ese territorio difuso, en esa tierra de nadie en que no se quiere ser niño pero los adultos te siguen tratando como tal-), pero haber conservado ese carácter primigenio, ese no haber hecho ni dejado evolucionar ni el continente ni el contenido, haber respetado cómo fue concebida y no haber sucumbido a la tentación de perderse por vericuetos a los que ahora tanto se tiende, es decir, primar lo meramente técnico, pretender que cada título haga evolucionar el mundo de la animación, constituya una revolución (parece que seguir la tradición, abundar en ella, afianzarla, reconocer los referentes y homenajear a los maestros está mal visto -sólo por esa falta de novedad se arrinconan muchos títulos que merecerían mayor atención-), ese carácter de obra primaria (aunque llegue tras otros trabajos, incluido Decorado, cortometraje con el que Alberto Vázquez levantó un segundo Goya en la misma noche -al más puro estilo Emma Suárez-) hace que Psiconautas llegue muy directamente al corazón del espectador, que a ratos se sobrecoge (especialmente en la secuencia de la araña), se asusta, se inquieta, se perturba, pero no puede evitar sentir empatía con esos personajes que, simplemente, quieren algo tan difícil (pero deseable) como ser felices, consiguiendo transmitir mucho con unos cuantos trazos, con pequeños detalles, con verdad y corazón. Ojalá Psiconautas cree escuela y, al margen de lo que puedan hacer Pedro Rivero y Alberto Vázquez juntos o por separado, haya otros valientes, otros artistas que continúen por la misma senda.

jueves, 9 de marzo de 2017

"LOVING": BARCO QUIETO, MORADA INTERIOR






TÍTULO ORIGINAL: Loving DIRECCIÓN: Jeff Nichols GUIÓN: Jeff Nichols MÚSICA: David Wingo FOTOGRAFÍA: Adam Stone MONTAJE: Julie Monroe REPARTO: Ruth Negga, Joel Edgerton, Marton Csokas, Nick Kroll, Jon Bass, Bill Camp, David Jensen, Alano Miller, Sharon Blackwood

   Todo es absolutamente relativo, incluso lo que nos resulta más cierto e inamovible, aspecto que se acentúa todavía más cuando nos referimos a sensaciones y opiniones propias, por muy contrastadas y sustentadas que estén, por mucho que sean fruto de reflexiones y/o experiencias en ocasiones repetidas (para, de ese modo, poder extraer algo a lo que llamar conclusiones), realidad un tanto inapelable (aunque siempre hay excepciones, por supuesto, de ahí que no convenga olvidar la primera frase escrita) cuando nos adentramos en el terreno artístico, puesto que por más filias y fobias que desarrollemos, por más querencias y rechazos que sintamos hacia este movimiento o aquella tendencia, por más que admiremos o denostemos a un cantante, pintor, dramaturgo o arquitecto puede llegar en un momento dado (o toparnos con ella si hablamos de alguien a quien conocer a través de enciclopedias o museos) la obra que nos obligue a replantear nuestro criterio, a variar ciertas premisas, a cambiar la perspectiva, al menos en ese momento concreto; por mucho que se sea incondicional, o todo lo contrario, un creador nos gusta o deja de gustar por la suma de sus creaciones y, así, encontramos borrones en la trayectoria de alguien a quien seguir considerando magistral, del mismo modo que alguien consigue cautivarnos cuando hasta el momento sólo nos había provocado bostezos, indiferencia o algo peor (aunque, ya puestos, nada tan negativo como resbalar por el ánimo del espectador y no provocar ninguna reacción). El prestigio del guionista y director Jeff Nichols alcanzó su cota máxima y expansión definitiva a partir de Mud (2012), el tercer largometraje de los cinco que hasta el momento ha estrenado, título que también sirvió como lanzadera definitiva para que la carrera de Matthew McConaughey remontase el vuelo, alcanzando una consideración superior a la conseguida a finales de los 90 del pasado siglo cuando hubo quien se atrevió a coronarle como “el nuevo Paul Newman” (es cierto que físicamente le recordaba) por filmes como Tiempo de matar (1996), Amistad (1997) o Los Newton Boys (1998) (aunque sigue basando sus interpretaciones en tics que repite hasta la saciedad, en caracterizaciones similares con transformaciones físicas más o menos extremas, una de las cuales le llevó a ganar un Oscar -Dallas Buyers Club (2013)-, encadenar las cintas citadas, otras como Magic Mike (2012) o Interstellar (2014), y la que ya es mítica primera temporada de la serie True Detective (2014), le ha servido para adquirir un estatus que se antoja desmesurado y frágil).
   Mud no pasaba de ser un irritante ejercicio de estilo que, imitando en todo momento a cineastas a los que en muchas ocasiones se menosprecia al emplear el término “artesano” con tono peyorativo o cuando menos minusvalorando el oficio, acierto y calidad de aquel que se pone al servicio de la obra, construyendo estilo a base de desaparecer, de evitar cualquier tentación de subrayar su presencia detrás de la cámara, dejando fluir la narración, dirigiendo con tiento y mimo, fusilando a autores de la talla de Robert Mulligan, Mud, como decimos, se regodeaba en su aparente sencillez, subrayando cada momento, buscando la trascendencia a toda costa, pagada de sí misma, destilando pretenciosidad en cada secuencia, recreándose en un falso feísmo, sublimando cada plano al pretender huir de lo que se supone el cineasta considera preciosismo vacuo (sí, claro, digamos que lo es si no eres capaz de dotarle de sentido y contenido), vicio que puede rastrearse, aunque de manera diferente, en Take Shelter (2011), filme apocalíptico (muy laureado y aplaudido) que intenta jugar con las elipsis, con lo que se intuye, con lo que se presiente, con lo que no se concreta, con lo que se imagina, con lo que se insinúa, para diferenciarse de las películas de género más clásicas y, si se quiere, convencionales, clichés particulares que Nichols ha repetido (si bien es cierto que sacando mejor partido de ellos) en Midnight Special, presentada en el Festival de Berlín de 2016, apenas tres meses antes de que en Cannes (certamen que contó en su momento con Mud con candidata a la Palma de Oro) tuviese lugar el estreno mundial de Loving (2016), la cinta en que todo lo que antes resultaban rémoras, defectos, errores o grandilocuencias, ahora se presentan como virtudes, decisiones adecuadas, tono preciso, contención apabullante, un directo al estómago y al corazón construido con sobriedad y un manejo impresionante del tempo, desterrando cualquier manierismo.
   Loving sólo puede ser narrada a ritmo lento, con abundantes silencios, sin estridencias, con la misma calma tensa en que viven sus protagonistas, héroes a su pesar, activistas sin pretenderlo, personas que sólo desean que les dejen vivir en paz su amor, ese que es considerado ilegal en el estado de Virginia en 1958, gentes que sólo quieren formar un matrimonio, algo prohibido porque el hombre es de raza blanca y la mujer de raza negra; Loving rehúye cualquier tremendismo (y podría emplearlo sin faltar a la verdad ni exagerar), deja fuera de foco el sin duda arduo camino recorrido (sólo hay dos o tres pinceladas, las justas, el pasado queda explicado sin necesidad de mostrarlo), permite que intuyamos (y conozcamos y nos conmueva) la tragedia vivida en las palabras no pronunciadas, en las miradas tristes, en las lágrimas que asoman, en los hombros caídos, en la desolación que sobrevuela, en la aceptación resignada, en el dolor latente y constante, del mismo modo se hace presente ese amor por encima de barreras legales, de segregación autorizada y consentida, de racismo enquistado en las asumidas como costumbres y tradiciones, de un mundo (nunca mejor dicho) de blancos y negros regido por el absolutismo, la intolerancia, el maniqueísmo más atroz, la supremacía que, auspiciada desde los códigos, se ejerce con mano dura para garantizar su continuidad. El que habitualmente se ha definido como estilo moroso y exasperante en su lentitud (es su seña de identidad para ser diferenciado del resto, da igual el género en que se inscriba la película), el anhelo de Nichols por remarcar su autoría en cada plano desaparece para mimetizarse a la perfección con la pareja protagonista, para apuntalar su tantas veces pretencioso e inexistente estilo en la manera en que el matrimonio Loving afronta y enfrenta la vida, con el simple deseo de seguir juntos, de disfrutar de su familia, haciendo girar la rueda sin ser en realidad conscientes, deslizándose sin querer llamar la atención (ese es el peligro y bien lo han pagado), resistiendo pasivamente pero sin comprometer su dignidad, su pasión, su deseo, su amor.
   Lo que Joel Edgerton y Ruth Negga, Ruth Negga y Joel Edgerton, consiguen es un absoluto prodigio, dos interpretaciones que encajan en una sola pieza, como si llevasen toda la vida juntos, comunicándose a través del roce de las manos, entendiéndose con una mirada, emocionando hasta las lágrimas por su modo de expresar amor con los mínimos gestos. Ruth Negga deja sin aliento por esas miradas en las que caben poemas, novelas, ensayos, por cómo se levanta del lecho en el que acaba de dar a luz para afrontar junto a su marido una nueva detención (todo porque han querido que su hijo nazca junto a su familia en un estado en que su matrimonio no es aceptado y el solo hecho de estar en la misma casa es delito), por su miedo a pesar de todo controlado cuando se queda en una celda y mira hacia todas partes y hacia ninguna, dejándose acunar por los latidos de su corazón, segura de que su marido vendrá a buscarla; Joel Edgerton asume su caracterización con enorme naturalidad, la integra en la interpretación, la hace tan propia que diríase que siempre le hemos conocido así, es conmovedor cómo su cuerpo parece incompleto cuando su esposa no está al lado, cómo sus brazos buscan constantemente los de ella, cómo se obliga (y le han obligado) a no expresar ningún sentimiento, cómo camina encogido, cómo se reprocha el pesar causado, cómo se considera culpable porque así se lo han hecho creer. Que sólo Ruth Negga fuese candidata al Oscar (dejando fuera de la competición a su compañero) ya es una muestra de la ceguera de los académicos, el agravio es aún mayor cuando se piensa que la película no compitió en ninguna otra categoría, cuando debería haberse llevado varios galardones, aunque el del cariño y respeto del público se lo gana con creces.