domingo, 22 de mayo de 2016

"LA PUNTA DEL ICEBERG": LO QUE SE QUERRÍA OCULTAR






DIRECCIÓN: David Cánovas GUIÓN: José Amaro Carrillo, David Cánovas, Alberto García Martín (basado en la obra de teatro homónima de Antonio Tabares) MÚSICA: Antonio Hernández Ruiz FOTOGRAFÍA: Juan Carlos Gómez MONTAJE: Leire Alonso REPARTO: Maribel Verdú, Carmelo Gómez, Fernando Cayo, Bárbara Goenaga, Álex García, Ginés García Millán, Carlo D´Ursi, Juan Fernández

   El thriller, lo policiaco, cualquiera de las posibles etiquetas bajo las que queramos englobar un género muy rico que, por resumir lo más escuetamente posible, puede denominarse como “de misterio”, lo noir (utilizado en su acepción más amplia) siempre ha tenido un elemento social, de denuncia, de dar cuenta de lo que está pasando, de fijarse en las miserias que sufren muchos por los desmanes de unos cuantos, de radiografiar ambientes, formas de vida, de rebuscar debajo de las alfombras. En muchas ocasiones, los autores han optado por recurrir a esa fórmula, a ese envoltorio, a lo que en apariencia puede verse como un mero entretenimiento (despejar la tradicional incógnita “¿quién es el asesino?”) para hacer más digerible lo que están narrando o para esquivar los embates de los censores que no captan las sutilezas ni entienden de dobles lecturas; pero el caso es que Marlowe o Maigret no eran sólo sabuesos en el sentido más literal del término, sino que escudriñaban en los márgenes, en los barrios marginales, en las covachas de los marginados, radiografiaban la realidad que algunos no querían que saliese a la luz, eran investigadores que no dudaban en mancharse los zapatos, en ensuciarse el alma al dar de bruces con la supervivencia más extrema, la que puede llevar a cualquiera a la locura, al crimen, a la destrucción propia y ajena. Y ese aspecto que, no lo olvidemos, está en los orígenes, es medular, es la desolación de la Depresión, Horace McCoy o John Dos Passos también escriben novela negra aunque sus textos no respondan al canon más riguroso y esquemático, esa implicación, ese carácter si se quiere periodístico, de crónica, se va agudizando según avanzamos en el tiempo y nos topamos con autores de la talla de Manuel Vázquez Montalbán, Anne Holt, Alicia Giménez Bartlett, Henning Mankell, Petros Márkaris, Francisco González Ledesma, Don Winslow, Ruth Rendell o Patricia Highsmith (nombres que sirven como muestra de las múltiples tonalidades de negro que puede adquirir una narración). No es, por lo tanto, insólito que se revista de thriller lo que pretende y quiere ser otra cosa pero adopta esa forma para captar mejor la atención del receptor, para funcionar como las cajas chinas, para ir desvelándose progresivamente, para inquietar aún más porque se hace reconocible un escenario en el que los demás mienten, engañan, se aprovechan de su posición, conspiran en contra de uno, niegan evidencias, delinquen y pisotean.
   Inspirada en hechos reales que, en sí mismos, deberían provocar algún escalofrío y muchas reflexiones, La punta del iceberg fue la obra de teatro premiada con el Premio Tirso de Molina 2011 en la que Antonio Tabares diseccionaba la deshumanización reinante en las empresas (suele señalarse a las grandes, pero ninguna está exenta de estos -malos- comportamientos), siguiendo el esquema de una clásica investigación en que el encargado de la misma va interrogando a los afectados, a los testigos, a los posibles sospechosos, buscando respuestas, deshaciendo enigmas. En su trasvase a la gran pantalla (un empeño personal del productor y actor Carlo D´Ursi que no cejó en el mismo hasta que Gerardo Herrero se cruzó en su camino y le dio el espaldarazo que un proyecto de este calibre necesitaba), el debutante en la dirección de largometrajes David Cánovas ha respetado (participa en el guión junto a José Amaro Carrillo y Alberto García Martín) por respetar esta columna vertebral y, así, podríamos decir que la película es una sucesión de cuadros en que un personaje se va enfrentando a todos los demás: Sofía Cuevas (Maribel Verdú) es la encargada de averiguar las causas de tres suicidios que en un corto espacio de tiempo han ocurrido en una de las sedes de la multinacional a la que pertenece. Los hay que en cuanto hay pocos o muchos personajes reunidos en una habitación y la cámara no sale de ese ámbito afirman que ese filme es igual que una obra de teatro, desconociendo que lo de la unidad de acción, lugar y tiempo es algo que se ha roto desde siempre, ahí tenemos la multiplicidad de escenario y la velocidad con que se pasa de uno a otro en los dramas de Shakespeare o en tantos títulos de nuestro Siglo de Oro; se tiende con demasiada ligereza a considerar “teatral” (dicho con un tono muy peyorativo) todo aquello que pueda parecer sin acción aparente, estático, basado en la palabra, sin tener en cuenta las intenciones o deseos del cineasta, lo que éste quiere expresar, la economía de recursos, lo innecesario de un supuesto nervio que fatiga por impostado: ahí están La soga (1948), La huella (1972), ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966) o Un tranvía llamado Deseo (1951) como grandes ejemplos de cómo utilizar lo teatral para oprimir, para perturbar, para asfixiar, para electrizar, vienen a la memoria títulos como El ángel exterminador (1962) -aunque no provenga de las tablas-, Buenas noches, madre (1986) o El coleccionista (1965) -inspirada en este caso en una perturbadora novela de John Fowles-, a los que reclamar multiplicidad de escenarios, oxígeno, idas y venidas sería dinamitar, tergiversar, manipular los originales (algo que, por desgracia, abunda demasiado): ¡Claro que La gata sobre el tejado de zinc (1958) o Doce hombres sin piedad (1957) son teatrales: maravillosamente teatrales, sólo así adquieren toda su entidad! En ese sentido, La punta del iceberg acierta al dejar claros sus orígenes, al no convertirse en un ejercicio estomagante y absurdo que deforme la narración y diluya lo que quiere contar, aunque haya momentos en que un hieratismo demasiado forzado o no bien integrado provoque interferencias en el tono general, una asepsia imperturbable muy medida por el director, una austeridad e incluso sequedad formal que contribuye a que sean los personajes y lo que va asomando bajo los silencios o los balbuceos los que dialoguen con el espectador y cuenten la verdadera historia (que está clara bastante pronto, en realidad se trata de eso para ganarse a las primeras de cambio las simpatías del espectador).
   El mayor lastre que puede achacarse al libreto es cómo deja al aire su carpintería, su andamiaje, cómo pueden preverse algunas situaciones y muchos comportamientos, porque es de esos casos en que al autor le importa más lo que quiere decir que el vehículo en sí para hacernos llegar su tesis, pero el hecho de que tantos nos veamos o podamos ver reflejados en lo que está contando, que cambiando cargos, empresas y nombres (y, por fortuna, prescindir de los suicidios) podamos narrar algo similar (en primera persona en muchos casos) y que se haya reunido un grupo de actores compacto sin notas discordantes, adecuándose cada uno a las características de su rol (más de uno sólo esbozado por unos pocos trazos gruesos a los que los intérpretes consiguen dotar de humanidad), los rostros, tonos de voz o miradas imprimen veracidad a un desarrollo por momentos monótono (o monocorde, si suena menos negativo). Maribel Verdú queda un tanto atrapada en ese corsé andante que es Sofía Cuevas, pero en cuanto tiene oportunidad deja clara su categoría actoral con una mera inflexión o una vibración diferente en el timbre de su vez; Bárbara Goenaga consigue sacar a flote el que, posiblemente, sea el personaje más desdibujado, más arquetípico; Fernando Cayo demuestra una vez más su enorme efectividad, su fiereza controlada para no caer jamás en lo ridículo, su genialidad para trascender con unas cuantas frases; Carlo D´Ursi compone sin afectación un personaje grotesco pero dolorosamente real: el mando intermedio, el que se cree jefe aunque a la hora de la verdad es desautorizado por aquel al que limpia la chaqueta, un meapilas al que sólo le falta escribir versos para ser aún más huero; Álex García saca lo mejor de sí mismo, recupera las facultades que sorprendieron y cautivaron a quien esto escribe cuando interpretó Dani y Roberta sobre las tablas, sus dos secuencias (sobre todo la segunda) son admirables, remueven, provocan el mismo sudor del personaje; punto y aparte merece Carmelo Gómez, quien arrasa la pantalla, se impone sin necesidad de numeritos o rimbombancias, sabiendo cómo decir, dónde respirar, cuándo ironizar, dando una lección de interpretación. Película un tanto imperfecta (se agradece que no haya diatribas visuales ni excesos, aunque eso suponga cierta morosidad en algunos tramos) que deja un regusto amargo (porque en el fondo sabemos lo que hay: hemos visto el iceberg completo, continúa ahí) y se erige como buen ejemplo de un cine (y teatro) social al que no podemos (ni debemos) dar la espalda.

lunes, 2 de mayo de 2016

"PRIMAVERA EN NORMANDÍA": MODELOS NARRATIVOS






TÍTULO ORIGINAL: Gemma Bovery DIRECCIÓN: Anne Fontaine GUIÓN: Pascal Bonitzer, Anne Fontaine (basado en la novela gráfica homónima de Posy Simmonds) MÚSICA: Bruno Coulais FOTOGRAFÍA: Christophe Beaucarne REPARTO: Fabrice Luchini, Gemma Arterton, Jason Flemyng, Isabelle Candelier, Niels Schneider, Mel Raido

   Puesto que, como tantas veces, hablaremos tanto o más de literatura que de cine, es lícito comenzar refiriéndonos al título que han endilgado en España a esta producción francesa, reflejo de la que se tiene en algunos despachos sobre el público, síntoma de la incultura (y del poco amor que hay por su contraria) que rige los destinos de aquello que debería ayudar a desterrarla. ¿Han pensado (aunque el uso de este verbo suponga conceder demasiado a los que demuestran no hacer uso del mismo) los encargados de tomar la decisión que lo de Gemma Bovery era demasiado para el vulgo? ¿Han creído que todos somos de su condición y que no pillaríamos el chiste, la referencia, la fuente de la que se bebe o, algo aún peor, han temido que remontarse a una novela de un tal Gustave Flaubert provocaría que los espectadores rehuyesen la película? Por un lado, en este mundo en que copiamos y pegamos frases, fotos, reflexiones porque nos resultan “bonitas”, en que amplificamos una inexactitud, un error, una mentira en tiempo récord, en que repetimos lo que alguien dijo antes (sin criterio, sin filtro, sin analizar, sin saber si es correcto), en que se habla mucho sobre lo que no se lee, no se ve, no se conoce (e incluso se alardea de ello, aunque los hay que con ese cacareo intentan fingir que sí lo han hecho -pero hay gente a la que se pilla en la impostura con apenas dos palabras-), ¿qué más da que casi nadie conozca a la Madame Bovary original?; por otro, hay muchas adaptaciones cinematográficas (una ciertamente popular, la que dirigió el maestro Minnelli con una inadecuada Jennifer Jones, versión con muchas licencias que mantiene intactas ciertas esencias y que es buena muestra del talante y brío de su director), en España no hace demasiado que pudo vérsela en el teatro en un montaje que tuvo cierta repercusión y una gira larga (con Ana Torrent en la piel de la inmortal creación de Flaubert), ¿de verdad buscaron otra opción porque sólo tres o cuatro (si es que fueron tan generosos) iban a captar de un vistazo lo que el autor ha pretendido con ese título que altera en un par de letras el nombre original? Y, ya puestos, quedándonos sólo en la historia, en lo que se narra, en lo que se ve en pantalla, ¿no se dieron cuenta de que las circunstancias se explican perfectamente, sin dar nada por sabido pero sin tomar a la audiencia por imbécil? No hace falta haber leído Madame Bovary, haberse maravillado con su prosa, haberse dejado arrastrar por ese torbellino de pasiones, haberse sentido cómplice de la pluma acerada de un autor que, como tantos de sus contemporáneos, plasmaba aquello que le era propio, lo que tenía muy cerca, lo que vivía o había vivido, puede uno llegar ante esta película sin haber leído ni media línea de la novela que se evoca y convoca (algo, por cierto, realmente insólito en su país de origen e incluso en España donde la espléndida traducción de Carmen Martín Gaite fue muy vendida) y comprender a la perfección lo que se cuenta, puesto que los guiños que se hacen no resultan herméticos, no responden a un código restringido, habrá quien capte las ironías o haga una doble lectura con suma facilidad, quien incluso anticipe alguno de los giros de la trama o vea venir el chiste antes de que se produzca, pero aquel para el que todo sea inédito no se perderá en el subtexto porque, como tal, no existe, lo esencial queda bien explicado.
   Primavera en Normandía, el título de marras, hace prever uno de esos filmes por los que tanto apego tienen en Francia y que suelen hacer las delicias de esa crítica elitista que reniega de cualquier producto que no puedan sancionar como “intelectual”, un canto bucólico y contemplativo a las satisfacciones de vivir lejos de la ciudad, un compendio de planos estáticos en los que recrear la vista, una sucesión de rutinas, tal vez diálogos cansinos e interminables un tempo lento e incluso inexistente (para algunos plasmar lo cotidiano, lo intrascendente, lo aburrido pasa por hacer lo propio con la audiencia, es decir, todo lo contrario a lo que consiguió Flaubert socavando los cimientos de una sociedad que sólo vivía para la apariencia y recibía cualquier mínima perturbación en la pretendida paz moral en que se imbuía con delectación, en las restricciones impuestas como buenas costumbres, en la repetición infatigable de trivialidades que llamaban vida, cualquier posible atisbo de salirse de la norma como una provocación en toda regla, como una revolución que había que sofocar antes de que incendiase los corazones de tantas víctimas aplastadas por el yugo de la corrección); por fortuna, Gemma Bovery es una comedia muy agradable con una perfecta dosificación de tonos para no despeñarse jamás por lo obvio y/o lo grotesco, que sabe captar la atmósfera que, de una manera u otra, se respiraba en las páginas de Flaubert y que nos es tan reconocible gracias a cineastas como Chabrol (y a otros muchos que nos han provocado más de un bostezo), haciéndonos muy cercano ese pequeño mundo que en realidad es tan ajeno porque retrata con acierto a los personajes y les rodea de un escenario que, con la dosis correcta de idealización, coadyuva a comprender los vaivenes de sus conductas. Sólo hace falta saber que estamos en Ruan, en la Alta Normandía, en el lugar de nacimiento de Gustave Flaubert, que utilizó los paisajes que le rodeaban como escenario (caracterizándolo como si de otro personaje se tratase, confiriéndole personalidad e influjo) para una novela titulada Madame Bovary, que el protagonista masculino de la película es un auténtico letraherido que gusta de respirar el mismo aire que el escritor y sus criaturas (incluso ha dejado su trabajo en el mundo editorial para deleitarse sin freno ni agobios con su pasión: las palabras, la literatura; ha abandonado el tráfago de la gran ciudad para refugiarse en un lugar en que poder dedicar todo el tiempo del mundo a regodearse en sus placeres -su labor como panadero colma sus ansias creadoras y es una ocupación en gran parte mecánica que no interfiere en el tiempo, mucho, que le deja libre-), es un romántico con causa que tiembla al pensar que pisa los parajes que habitaron Emma y su creador, que se empeña en encontrar huellas de ambos a toda costa, que no duda en adaptar su vida con tal de que se parezca a la recogida en las páginas de los libros, que no puede menos que sentirse elegido cuando descubre que su nueva vecina se llama casi como la heroína a la que rinde culto, apenas dos letras la separan de Emma Bovary.
   Anne Fontaine, cineasta que debe su (supuesto) prestigio a una cinta que a este cronista se le pierde en las brumas de la mala memoria (lo que significa que tampoco es que le dejase una impresión demasiado positiva que evocar) -Limpieza en seco (1999)- y a otra con aureola escandalosa que no era para tanto aunque se dejaba ver -Nathalie X (2003)-, había filmado en los últimos años una descafeinada biografía sobre la juventud de aquella que conocerán los siglos como Coco Chanel -Coco, de la rebeldía a la leyenda de Chanel (2009)- con una Audrey Tatou desaprovechada y desacertada a partes iguales y había perpetrado todo un atentado a la obra de Doris Lessing al utilizarla como punto de partida para un filme que debería quedar como máximo ejemplo de falta de sutileza, de inexistencia de elegancia, de ignorancia acerca de lo que resulta sensual, de tosquedad sin límites que, para colmo, contagiaba y asfixiaba a dos maravillosas intérpretes como Naomi Watts y Robin Wright -Dos madres perfectas (2013)-; por fortuna, en la cinta que nos ocupa sabe mantenerse en el lugar adecuado, sin remarcar cada secuencia, sin dejarse llevar por innecesarios alardes, sin querer reclamar su autoría a toda costa, paseando su cámara con sencillez por unos parajes que consiguen un efecto relajante sobre el espectador (incluso sobre un urbanita convencido como es el que suscribe), manejando con acierto una atmósfera intrascendente que incendian las obsesiones del rol encomendado al brillante actor Fabrice Luchini, uno de esos intérpretes que manejan con infinita soltura los resortes de la comedia al no buscar la bufonada ni lo grotesco (recuérdense En la casa (2012), Potiche (2010) o Las chicas de la sexta planta (2010), eso por no irnos más lejos y por no salirnos del género que nos ocupa, puesto que es un maestro en pasar de uno a otro con apenas una mirada), encarnando aquí a un personaje que resulta entrañable y querible a costa de comportarse ridículamente y caer en el más puro patetismo (del que en realidad es consciente, eso multiplica la comicidad y la empatía) al forzar las situaciones con tal de que reproduzcan aquello que escribiese Flaubert, una especie de trasunto de don Quijote, aunque en este caso su colapso mental provenga de hechos reales y no exclusivamente de los espejismos que provoca un cerebro seco por la compulsiva y única lectura de novelas de caballería. Gemma Arterton (tal vez la inglesa más francesa que encontrarse pueda) cumple a la perfección con su cometido de ser una mujer sublimada por la mirada de un hombre mientras que ella tan sólo se limita a hacer su vida (aunque, sin saberlo, avive los impulsos de su vecino al no ser consciente de que está reproduciendo las costumbres de aquella Bovary, amante incluido). Jason Flemyng, Isabelle Candelier y Niels Schneider contribuyen a que la película respire naturalidad y veracidad y a que, de rebote, aumenten las ganas por regresar a las páginas que inspiraron a Posy Simmonds (autora de Gemma Bovery) la novela ilustrada que ha servido para este emocionado homenaje a una obra inmortal, es decir, (re)leer Madame Bovary (tarea que, ni una ni otra, han acometido los que han pensado que es más atractivo y menos complicado titular el filme Primaver en Normandía).