lunes, 27 de octubre de 2014

"EL HOMBRE MÁS BUSCADO": SIN NINGUNA DUDA, JOHN LE CARRÉ


 
 
TÍTULO ORIGINAL: A Most Wanted Man DIRECCIÓN: Anton Corbijn GUIÓN: Andrew Bovell (basado en la novela homónima de John le Carré) MÚSICA: Herbert Grönemeyer FOTOGRAFÍA: Benoît Delhomme MONTAJE: Claire Simpson REPARTO: Philip Seymour Hoffman, Rachel McAdams, Grigoriy Dobrygin, Willem Dafoe, Nina Hoss, Robin Wright

 

   Es la eterna dicotomía, la discusión que en realidad termina casi antes de empezar, puesto que es fácil entender que una obra literaria, por naturaleza, es muy diferente de una cinematográfica y, por lo tanto, necesariamente han de recorrer caminos distintos a la hora de desarrollarse y presentarse ante el lector/espectador; pero, por otro lado, es inevitable tender a la comparación cuando una película bebe, parte, toma impulso, se inspira en una novela, obra de teatro o cualquier otro texto previo, se coloca bajo los auspicios de un éxito editorial, del prestigio de un autor, busca a los lectores (normalmente numerosos, de ahí la elección) como potenciales espectadores. Y no se trata de reproducir todas las páginas, sino de captar el espíritu, de no traicionar la historia (a veces son los propios autores los que lo hacen sin recato, tal vez con el ojo puesto en un Oscar como fue el caso de John Irving con Las normas de la casa de la sidra (1999), como acaba de sucederle a Gilian Flynn al desmontar el ingenioso aunque endeble artefacto literario orquestado para Perdida, transformado en algo convencional, muy previsible y lleno de agujeros en el filme homónimo dirigido por David Fincher –del que hablaremos próximamente-), de aportar, de enriquecer, incluso de hacer algo propio, muy personal, pero manteniendo la base, la inspiración, que se reconozca el origen –aunque es tarea imposible la de contentar a todos, como sucede en cualquier aspecto de la vida, mucho más en este caso en que cada lector ha imaginado su propia adaptación, ha puesto rostro a los personajes, ha dirigido su película-; hay mil ejemplos de espléndidas adaptaciones en las que los cambios, los inevitables recortes, lo eliminado, todo se mide con tiento, con gusto, con inteligencia, con talento, llegando en ocasiones a superar al original (Clint Eastwood transformó en filme emocionante y arrebatador lo que era trivial, plañidero y tramposo en la novelita de Robert James Waller –Los puentes de Madison (1995)-; aunque fue acusada de medrosa y de camuflar lo que en la novela se mostraba abiertamente, en realidad Fannie Flagg dotó a su texto en pantalla de mayor verdad, de comicidad, de una atmósfera grata y envolvente, ayudada por un fantástico reparto que puso las intenciones necesarias, sutilezas fácilmente legibles, emociones que Jon Avnet supo convocar y dosificar con brío –Tomates verdes fritos (1991)-; ni se sabe cuántas alteraciones de guión sufrió antes y durante el rodaje, cuántos cambios en la sala de montaje, cuántos directores participaron, el caos que fue su pre, post y producción en sí, pero ningún lector de la impresionante novela de Margaret Mitchell se siente defraudado ante una de las películas más colosales, en todos los sentidos, que verán los tiempos –Lo que el viento se llevó (1939)-), podríamos asimismo enumerar un montón de licencias, heterodoxias o reinvenciones que ni ofenden ni horripilan al lector previo (la Miss Marple de Margaret Rutherford, cómo Curtis Hanson reescribió –con la ayuda de Brian Helgeland- lo que ya impactante en palabras de James Ellroy –L. A. Confidencial (1997)-), antes al contrario, le convierten en cómplice satisfecho.

   Las tramas que John le Carré desarrolla en sus novelas son por lo general muy complejas, muy extensas, con muchos personajes, con muchas localizaciones, con mucha información que sólo puede suministrarse con párrafos largos y prolijos, con meandros y ramificaciones que enriquecen, explicitan o diversifican la corriente principal, análisis políticos y sociales que dotan de entidad y de poso a la historia, sustrato imprescindible para captar sus intenciones, contexto y realidad que influyen, que condicionan, que obligan a determinados comportamientos de los personajes, normalmente enfrentados a dilemas morales, arrastrando traumas del pasado, cuentas pendientes, interrogantes, un mapa humano que el autor británico sabe presentar con brío, con solvencia, con astucia, con genialidad, pero que no resulta sencillo reducir al metraje más o menos convencional de un filme que pueda ser considerado “comercial” (aunque ni los que ponen esas etiquetas tengan realmente claro a qué se refiere con ella o cuando debe emplearse con tono peyorativo). El topo (2011) supuso una gratísima sorpresa, un auténtico regalo para los admiradores de le Carré, un deleite para los que gustan del género de espionaje, un disfrute para los amantes del cine por su esmerada y portentosa fotografía, por su magnífica y perfecta evocación de la atmósfera de los años 70 del siglo XX, por un guión milimetrado que ayudaba al no iniciado y no resultaba redundante o trivial para el conocedor de la época y/o del original, una adaptación memorable, sobre todo porque tenía que luchar contra el recuerdo (ya que no se animan a editarla en formato doméstico, no queda otra que vivir del mismo o buscar otras opciones –o hablar un inglés perfecto y comprarla en Reino Unido-) de la mítica serie Calderero, sastre, soldado, espía (1979) con un insuperable Alec Guiness como George Smiley (aunque Gary Oldman no se quedaba corto, sino todo lo contrario –incluso consiguió lo que parecía que nunca iban a concederle: una candidatura al Oscar-); El jardinero fiel (2005) se benefició de una historia más lineal y fácil de concretar (a pesar de sus aristas, de su denuncia), de una deslumbrante Rachel Weisz, de la inspiración de un Fernando Meirelles en plenitud de facultades, de un le Carré soberbio, convertido en clásico, ampliando su registro, escribiendo con el vigor de siempre y una madurez apabullante, en la que tal vez sea su última gran novela (aunque alguien de su trayectoria y solvencia siempre puede dar en la diana una vez más –o varias-), un título a la altura de El espía que surgió del frío, La casa Rusia, El sastre de Panamá y el conocido como “ciclo Smiley” (El topo, El honorable colegial y La gente de Smiley).

   El hombre más buscado conserva el aliento del mejor le Carré, un creador que todavía se reinventa, busca nuevas vías de expresión, incorpora rasgos de humor que, en realidad, son propios y tributarios de la edad, hay una ironía más patente, una burla y sorna menos sutiles, una causticidad expresa, la mirada nada complaciente de alguien que lleva años advirtiendo de las diferentes derivas que han llevado a la situación que da origen y centra la historia que narra; sin embargo, la adaptación que firma Andrew Bovell deja de lado esos aspectos para tomar tan sólo parte de la trama y rediseñarla, alterarla, incluso reescribirla, dejándose en el camino las mejores bazas, por un lado complicándose la vida un tanto innecesariamente (restando emoción, interés, incógnitas, humanidad), por otro simplificando excesivamente relaciones, condicionantes, intereses, difuminando personajes, desaprovechando otros, no teniendo muy claro hacia dónde quiere dirigirse o cuál es el tono que aspira a alcanzar. El reputado fotógrafo y director de videoclips Anton Corbijn, aunque menos pagado de sí mismo y de su aureola intelectual que en la abigarrada y cansina El americano (2010), una película de intriga y/o espionaje acomplejada de serlo y por ello discursiva, morosa, pretenciosa en su desnudez, en su frialdad, prisionera de su envoltorio artístico (como tal se vendía), vuelve a marcar distancias con el género escogido y conduce la cinta de modo errático, acertando en el hecho de que lo importante son los actores, es decir, las personas, pero descuidándolos, dejándolos al albur de lo que cada uno pueda lograr por sí mismo; en ese sentido, Willem Dafoe es un clamoroso error de casting (no es idóneo ni para el personaje tal y como se describe en la novela ni para el modo en que queda retratado en panatalla), Robin Wright poco puede hacer con ese estrambote escrito para la ocasión (en el original no existe, no al menos como se desarrolla ante nuestros ojos, y es una lástima porque hubiese estado soberbia –bueno, con un guión más atinado- encarnando a la compañera del rol encomendado a Philip Seymour Hoffman, cometido en el que intenta no naufragar Nina Hoss, uno de los más graves desperdicios que comete el adaptador), Rachel McAdams no parece tener claro qué tiene que hacer (ni al que haya leído la novela tampoco), Grigoriy Dobrygin resulta estereotipado, un tópico andante, absurdo por momentos (y es una de las mejores creaciones de le Carré) y Philip Seymour Hoffman puede dejar aquí y allá algunos destellos de su grandeza interpretativa, de su capacidad para mimetizarse con el personaje, por momentos duele, inquieta y sobrecoge, sin que eso sea suficiente para cubrir las carencias del libreto (y eso que pudiera decirse que le Carré tenía en mente al malogrado actor cuando escribía por el modo en que le da entidad, frases, movimientos, acota sus parlamentos, le imprime carácter –aunque se da el caso de que también hubiese podido encarnar al banquero al que da vida Dafoe con una mínima caracterización para aproximarse a la edad que se menciona en la novela-). No cabe duda: el hombre más buscado (y esperado) en pantalla es el propio le Carré (aunque, y no es destripar nada, el último plano de Seymour Hoffman resulta estremecedor porque, al ser él el que sale de foco, el que se aleja, parece que se está despidiendo del público premonitoriamente –por mucho que aún nos queden juegos del hambre por sufrir-).

 

sábado, 25 de octubre de 2014

"BOYHOOD (MOMENTOS DE UNA VIDA)": PASA EL TIEMPO, PERO... ¿PASA LA VIDA?







TÍTULO ORIGINAL: Boyhood DIRECCIÓN: Richard Linklater GUIÓN: Richard Linklater FOTOGRAFÍA: Lee Daniel, Shane F. Kelly MONTAJE: Sandra Adair REPARTO: Ellar Coltrane, Patricia Arquette, Elijah Smith, Lorelei Linklater, Ethan Hawke

   El filme El camino (1982), también conocido tan sólo como Yol –su título original-, gozó de un predicamento otorgado por la Palma de Oro de Cannes que compartió con Desaparecido (1982) de Costa-Gavras, galardón al que sumó en ese mismo festival el que por unanimidad le concedió la FIPRESCI y una mención especial del Jurado Ecuménico; al margen de ciertos e indudables méritos cinematográficos, el aplauso generalizado, las distinciones, el prestigio conseguido le vino más por avatares y circunstancias exógenas, por la figura y trayectoria de su director y guionista, Yilmaz Güney, por la persecución de que era objeto en su país, Turquía, por el hecho de estar encarcelado durante el rodaje y, como en ocasiones anteriores, delegar en su ayudante Serif Gören para que tradujese en imágenes el detallado guión que ambos estudiaban en cada visita de éste a la cárcel, llegando el cineasta (no en vano fue durante años uno de los actores turcos más populares) a escenificar algunas secuencias para que se llevasen a cabo según sus precisas instrucciones. Y el caso es que El camino se recomendaba y agasajaba, se proyectaba y explicaba como ejemplo de lucha, de oposición a la tiranía, se incidía más en la figura de su creador que en la propia historia narrada (si bien es cierto que poseía muchos aspectos autobiográficos), se alababa el trabajo conseguido (meritorio en sí mismo, mucho más plausible teniendo en cuenta las paupérrimas condiciones –no sólo económicas- en que se rodó, de eso tampoco cabe duda) destacando y primando, incidiendo las veces que se considerasen necesarias en el hecho de la estadía en prisión de Güney (olvidando, al menos en España, que Juan Antonio Bardem fue encarcelado justo cuando iniciaba el rodaje de Calle Mayor (1956), debido a las protestas estudiantiles en Madrid, y que fue puesto en libertad con la condición de que no hablase sobre nada que no fuese la película en cualquier entrevista que concediese y que estuvo muy vigilado por su clara, manifiesta e irrenunciable filiación con el comunismo –siempre se ha guardado para los de fuera un apoyo, un clamor, un pedestal que se niega a los propios-). Pero el tiempo, implacable como suele, ha pasado su factura y mientras El camino apenas conserva su aureola, mientras queda como una cinta interesante y valiente pero con bastantes carencias (narrativas, fílmicas, psicológicas, de comprensión si no es contextualizándola), Desaparecido ha ganado en solidez, en fuerza, en hondura, en desgarro, sustentada en una dirección que sabe combinar con maestría la sequedad con lo vibrante, en la emotiva participación de la gran Sissy Spacek, en una de las interpretaciones más colosales y estremecedoras que jamás se verán en una pantalla: la de Jack Lemmon (triunfador en ese mismo Festival de Cannes como mejor actor). Y es posible que ese tiempo, el que ahora se utiliza en su favor, sea a la larga (o a la corta) la mayor rémora, el peor lastre, el que provoque que Boyhood quede, tan sólo, como una rareza, como un alarde, como un divertimento (a pesar de los años empleados) de Richard Linklater.
   El cineasta texano se hizo popular nimbado por el reconocimiento que el Festival de Berlín le tributó al elegirle como mejor director por Antes del amanecer (1995), curiosa cinta que aún conserva su frescura, su espontaneidad, que provocó dos secuelas –Antes del atardecer (2004) y Antes del anochecer (2013), en las que progresivamente se han ido deteriorando esas virtudes, aunque la pareja formada por Ethan Hawke y Julie Delpy se ha asentado como tándem perfecto que saca lo mejor de ambos intérpretes-, que era el reflejo de una personalidad inquieta, ecléctica, imprevisible, pero que sabía practicar la contención, refrenar sus raptos de genialidad para entregarse a la historia y provocar agradables sorpresas –sólo su ingenio consiguió que el insufrible Jack Black resultase simpático y acertado en la muy interesante School of Rock (2003). Con Boyhood, Linklater ha vuelto a ser recompensado en Berlín con el mismo galardón obtenido hace casi veinte años, premiando más un esfuerzo titánico, un reto llevado a cabo, un compromiso cumplido que una película en sí misma: durante doce años (de 2002 a 2013), durante unos cuantos días (en total, han sido 39 los empleados a lo largo de este tiempo), el director se reunía con los mismos actores (con las incorporaciones o ausencias pertinentes según lo que se filmase) para rodar una parte de esta auténtica “película en progresión”, ya que su objetivo era captar el crecimiento de su protagonista, Mason (Ellar Coltrane), su evolución personal y la de su familia, ir fotografiando los cambios que el tiempo iba fraguando en los rostros, cuerpos y personalidades de sus actores. Nadie puede dejar de reconocer la entrega de Patricia Arquette (quien en ese periodo tuvo tiempo para, una vez perdidos su magia y carisma, su etiqueta de estrella por eclosionar, su participación en algunos filmes que se consideran de culto, refugiarse en la pequeña pantalla y obtener un rotundo éxito al frente de Médium (2005-2011), serie en la que demostró mantener intactas ciertas cualidades e incorporar otras nuevas, ampliando y matizando registros) o de Ethan Hawke (cómplice de Linklater en la trilogía antes citada y en otros cuantos títulos) o la confianza ciega que supone elegir a un actor cuando es tan sólo un niño (sin poder vislumbrar cómo crecerá, cómo evolucionará), pero se trata, fundamentalmente, de juzgar una obra a la que, pudiera ser (y de hecho sucede: no somos el ombligo del mundo y no todo el mundo se informa antes de comprar una entrada, puede que se deje llevar por su instinto o porque reconoce a un actor en el cartel o porque es el cine que le queda más cerca), habrá quien se enfrente si saber cómo se ha rodado, atribuyendo al maquillaje y al cambio de intérpretes (como tantas veces) lo que ha sido pacientemente elaborado y soportado por todos los implicados.
   En ese sentido, Boyhood parece recrearse en lo más anodino, perder el tiempo en conversaciones intrascendentes, en escenas que serían descartadas o ni se filmarían en cualquier otra cinta, en reflejar los momentos más huecos, menos apasionantes, despojando a otros de sus posibilidades, conformándose con narrar las rutinas, los silencios, sin conseguir sustentar sobre ellos una estructura firme, pareciendo que, en realidad, han ido rodando lo que ha surgido, lo que se ha podido, lo que ha sido factible en cada ocasión, sin responder a una idea global, a un guión que se supone diseñado, meditado, dejándose llevar del primer impulso, del capricho de una supuesta feliz idea, como si ya estuviese todo hecho con la iniciativa de rodar un ratito a lo largo de trece años. Pero, en realidad, los personajes no pasan de estereotipos, de meros trazos, de dibujos poco elaborados, de una acumulación de tópicos de los que Patricia Arquette intenta despegarse poniendo toda la carne en el asador, en los que Ethan Hawke naufraga estrepitosamente (como es habitual, por otra parte, en actor tan poco solvente, quien sólo en muy determinadas oportunidades ha sabido brillar o, al menos, no molestar ni perturbar demasiado el resultado final –El club de los poetas muertos (1989), Sinister (2012), la ya citada trilogía junto a Julie Delpy-), en los que Lorelei Linklater cumple con lo (poco) que le exigen y en los que Ellar Coltrane deja claro que se va convirtiendo en un actor muy limitado y poco creíble según crece ante nuestros ojos. Si la intención era dejar constancia de lo aburrida, cansina, repetitiva, absurda, tonta que es la vida no eran necesarias tantas alforjas: hay muchos ejemplos de películas que lo han captado con unos cuantos planos, sin necesitar tantos años de rodaje (ni siquiera meses), sin engolamientos ni aspiraciones creativas o autorales y, sin embargo, desarrollando un estilo, redefiniendo géneros, demostrando verdadera audacia y, por encima de todo, contando una historia.   

jueves, 16 de octubre de 2014

ANGELA LANSBURY: LA SEÑORA DE LA COLILLITA








   Será difícil olvidar el que por el momento (nos aferraremos a esta fórmula, confiando en que sea verdad y la economía –la doméstica, la propia- cambie de rumbo y/o los asuntos laborales sean, existan, es decir, se perciba alguna remuneración por desempeñar un oficio, por ejecutar ciertas tareas) ha sido nuestro último viaje a Londres: primero, porque lo vivimos con especial intensidad y emoción desde que lo planificamos, desperdiciando recursos para algunos, malgastando para otros, derrochando para aquellos, regalo personal entre los dos, sin empeñarnos ni pedírselo a nadie (para eso sirven los ahorros, mermados pero no esquilmados todavía), cumpliendo un sueño; segundo, porque vimos uno de los musicales que no podíamos dejar de ovacionar, porque lo de Miss Saigon en el Prince Edward Theatre superó cualquier expectativa, porque no lo dudamos dos veces cuando las actualmente muy codiciadas entradas se pusieron a la venta, porque era una reposición deseada y necesaria; tercero, porque volvimos a estar muy cerca (en esta ocasión, aún más) de nuestra idolatrada Julie Andrews, porque cantar Edelweiss junto a su prodigioso susurro fue una experiencia cercana a la levitación; cuarto, porque vimos en escena a una de las actrices más enormes que verán los tiempos, una de las más versátiles, de trayectoria irreprochable en teatro, cine y televisión, un nombre para adorar, una intérprete con aureola, mágica, sorprendente, carismática, impactante, hipnótica, es decir, Angela Lansbruy.
   Habrá quien arrugue el ceño, se sorprenda, incluso se alarme o lleve las manos a la cabeza por el hecho de dedicar este texto de pleitesía en un blog dedicado en exclusiva al mundo del cine, y, con su habitual cortedad de miras, con sus escalafones absurdos y segregacionistas, le concederán su lugar (ínfimo, casi escondido, sin grandeza ni brillo) entre los rostros televisivos que marcaron a una generación, insultando como de habitual a los múltiples admiradores de esa divertida joya conocida como Se ha escrito un crimen (en antena durante doce temporadas consecutivas, es decir, mucho más que una moda pasajera, un éxito continuado que consiente las reposiciones y revisitaciones), fans de cualquier edad, como siempre los tuvo la espléndida actriz londinense puesto que sus créditos cinematográficos incluyen Luz de gas (1944)-su debut ante las cámaras, demostrando que traía el magisterio en los genes), El retrato de Dorian Gray (1945), Los tres mosqueteros (1949), El largo y cálido verano (1958), Mamá nos complica la vida (1958), La bruja novata (1971), El espejo roto (1980) o que su fantástica voz dotó de humanidad y dotes canoras a la inolvidable Sra. Potts de La bella y la bestia (1991) con la que Disney regresó a lo más alto; es decir, la Lansbury (de nuevo ese artículo determinado que sólo merecen quienes se lo ganan a pulso, los que son reconocibles por su apellido) ha tocado todos los palos, todos los estilos, todos los géneros, incluso ha inventado algunos, ha variado tonos, los ha mezclado, los ha matizado, los ha recreado, los ha engrandecido, porque no conviene olvidar que sus hazañas sobre las tablas se saldan con cinco Tonys, cuatro de ellos como actriz de musical y el quinto como secundaria por la función que tuvimos oportunidad de contemplar en Londres: Un espíritu burlón de Noël Coward.
   En la feliz época en que Pablo y yo compartíamos micrófono en la radio, durante uno de esos veranos en que había tiempo para conversar, para recrearse en la suerte, para gozar con la música, con los contenidos, sin interrupciones ni monólogos, Angela Lansbury fue la protagonista de una de sus recordadas intervenciones (no lo digo yo, lo dicen los oyentes), recorriendo los cuatro musicales que la convirtieron en reina de Broadway: su impresionante Mame, la menos conocida e injustamente tratada Dear World, su magistral e insuperable Gypsy (¡Y eso que la estrenó la espectacular Ethel Merman!) y su vibrante Sweeney Todd, todas parte de nuestra banda sonora en casa y en el caso de esta última incluso con imágenes puesto que se grabó para ser emitida por televisión (aunque también en ese caso le fue negado el Emmy, único galardón de los considerados importantes que se le ha resistido a pesar de haber sido candidata en dieciocho ocasiones). Fue, sin duda, un rato delicioso en el que su portentosa voz, su manejo de los agudos, sus múltiples cualidades interpretativas quedaron al descubierto incluso para el más reticente o para el que piensa que sólo ha sido la señora Fletcher, icono por el que ya merecería ser venerada sin necesidad de nada más; Pablo fue narrando algunas anécdotas, momentos simpáticos, hitos de esta gran mujer de la que el tío Miguel hacía mofa (más por hacernos rabiar que por otra cosa) cuando la tía Carmen y yo estábamos en tensión con el capítulo dominical de Se ha escrito un crimen: “Nadie se ha dado cuenta de nada, todos son tontos, pero ahora llega ella, se fija en una colillita y dice quién es el asesino”. Sí, en realidad era así, es parte del juego, una convención que funciona si la que se reviste de ella es una actriz de un calibre difícil de cuantificar y, por eso, desde ese día, Pablo la rebautizó como “la señora de la colillita” y es como la llamamos cariñosamente.
   Verla en escena es abracadabrante, de no creerlo, de frotarse los ojos (además, estábamos en el centro de la fila cinco, casi con alargar la mano hubiésemos podido tocarla): con la inteligencia que sólo alguien así demuestra, sin tener que demostrar nada pero jugándosela en directo, implicándose, entregándose, Lansbury no imita a la no menos genial Margaret Rutherford para la que fue escrito el rol de Madame Arcati, la evoca/invoca (nunca mejor dicho) para bien, para que le dé alas, para homenajearla, mientras lleva el personaje por otro camino, imprimiéndole su sello, bailando, canturreando, jugando con su sonrisa coqueta y entrañable, disparatando, dejando sin aliento (en ese momento tenía 88 años, hoy cumple 89), provocando una de esas ovaciones cerradas, rendidas, con la platea puesta en pie, la misma que recibió su salida a escena con un aplauso cómplice y entusiasta, el que puede cortarse de raíz o quedar en agua de borrajas si no se recibe aquello que se espera; pero Angela Lansbury siempre da más, como si fuese la primera vez, reverdeciendo laureles, sin adocenarse, sin creer que ya lo ha conseguido todo, aumentando cada día su nómina de seguidores, logrando la inmortalidad con sus personajes, escribiendo una y mil veces páginas brillantes en el arte de la interpretación.   

martes, 14 de octubre de 2014

"JERSEY BOYS": EL RITMO PUEDE ESPERAR






TÍTULO ORIGINAL: Jersey Boys DIRECCIÓN: Clint Eastwood GUIÓN: Marshall Brickman, Rick Elice (basado en su musical homónimo) FOTOGRAFÍA: Tom Stern MONTAJE: Joel Cox, Gary Roach REPARTO: John Lloyd Young, Vincent Piazza, Erich Bergen, Michael Lomenda, Mike Doyle, Renné Marino, Christopher Walken

   En un momento dado, casi de un día para otro, Clint Eastwood se convirtió en un clásico (sin el tono peyorativo con que algunos han vuelto después esta denominación en su contra, atacándole o rebajando los calificativos elogiosos por seguir siendo fiel a sí mismo, por representar una manera de hacer cine que se mantiene en plena forma y que soporta los embates del paso del tiempo con mayor dignidad que la que durante una temporada –a veces, ni eso- es “la sensación del momento”); de ser un actor sólo valorado por un público fiel que le había conferido categoría indudable de icono (y que en su hieratismo, en su sobriedad, en su economía de recursos había encontrado un buen caldo de cultivo para ir potenciando sus cualidades distintivas, sin asumir cometidos que no le fuesen, sin pretender dar gato por liebre, magníficamente cincelado por Sergio Leone y, sobre todo, por Don Siegel), un director interesante al que se arrinconaba en la categoría de actores que se pasan al otro lado, con cierta displicencia, se atender a su ojo certero para dar en la diana, a unas inquietudes que iban más allá de lo meramente comercial, de la repetición de clichés o esquemas triunfadores, el artífice (a un lado u otro de la cámara) de títulos referenciales como Por un puñado de dólares (1964), La muerte tenía un precio (1965), Harry, el sucio (1971), El jinete pálido (1985) o de pequeñas (o grandes) joyas no valoradas lo suficiente como Escalofrío en la noche (1971) o El aventurero de medianoche (1982), Bird (1988) o Cazador blanco, corazón negro (1990), Eastwood consiguió el aplauso generalizado y entusiasta de muchos que le negaban el pan y la sal hasta dos días antes (ahí están las hemerotecas o la memoria de lectores, oyentes, amigos y conocidos de los que proferían determinadas críticas) con su espléndida Sin perdón (1992) –Oscar a la mejor dirección incluido-, que algunos quisieron interpretar en clave de arrepentimiento y disculpas por todo lo anterior, cuando en realidad era un sentido homenaje, un profundo agradecimiento, unas evolución y maduración impresionantes como intérprete y cineasta, inalcanzables de no haber existido su pasado cinematográfico. A partir de ahí, el californiano no ha dejado de sorprender, de romper moldes, de hacer lo que le ha venido en gana, aceptando incluso proyectos que no le iban, aunque en realidad su estilo es muy ecléctico y, pasado por su tamiz, cualquier género puede tener cabida en ese universo que pudiera intentar contenerse en el adjetivo “eastwoodiano”, sin tener muy claro qué significa, aunque sus múltiples seguidores saben a lo que nos referimos –o lo intentamos, cuando menos-; y así, volvió a ser meramente actor y de qué manera en la estupenda En la línea de fuego (1993) –hecho que no se repitió hasta la un tanto decepcionante Golpe de efecto (2012), en la que su presencia y la química establecida entre él, Amy Adams y Justin Timberlake era lo que otorgaba cierta consistencia al endeble guión-, a reinventar el romanticismo con la imprescindible Los puentes de Madison (1995) –dejando en pañales a la simple novelita que la inspiraba-, a darse una vuelta de tuerca a sí mismo con la impactante Medianoche en el jardín del bien y del mal (1997) o a avergonzar a la Warner (la compañía se negó a distribuir la cinta a nivel internacional y sólo aceptó el proyecto porque cumplió un plan de rodaje sencillo, rápido, con los medios justos y un presupuesto más que ajustado –pero derrochando talento y sostenido en el de los demás involucrados-) con esa obra maestra incontestable que es Million Dollar Baby (2004) –su segundo Oscar como director-; también podríamos hablar de filmes irregulares, inevitables en un ritmo de trabajo incansable, de fracasos estrepitosos, de películas indignas de su maestría, pero lo cierto es que el saldo es más que positivo en alguien que lleva casi 60 años en este negocio.
   Durante un tiempo, se anunció que el próximo proyecto de Eastwood sería una nueva versión del clásico Ha nacido una estrella con Beyoncé como protagonista, hecho que dio pie a un debate sobre su idoneidad como director de un musical; por un lado, parecía olvidarse que la historia original de William A. Wellman y Robert Carson (en cuya reescritura para la gran pantalla participó Dorothy Parker) había servido como base para un estupendo melodrama y que, cuando años después el maestro George Cukor la transformó en uno de sus trabajos más abracadabrantes, en esa maravilla en color con una Judy Garland insuperable, se respetó la estructura dramática, incluso se la explotó más, aunque se añadieron fastuosos números musicales que servían para explicar mejor los caracteres principales, las emociones sentidas, exprimiendo así la versatilidad y grandeza de la estrella principal (cuando, en la década de los setenta, Barbra Streisand volviese sobre el mismo asunto, al margen de componer una de las canciones más bellas jamás escuchadas, un instantáneo y merecido clásico –Evergreen, que le valió su segundo Oscar, en este caso como compositora-, al margen de cantar como sólo ella puede hacerlo y de elegir como compañero al también exitoso cantante Kris Kristofferson, no se descuidó el aspecto dramático, el choque de personalidades, la base de la historia, puesto que la reelaboración de la misma fue encomendada a dos intelectuales de la talla de Joan Didion y su marido, John Gregory Dunne, y al experimentado Frank Pierson); por otro, parecía ignorarse el modo en que Eastwood sabe integrar la banda sonora con las imágenes, componiendo parte de ella, interpretándola, un amplio conocimiento musical que fue su mejor baza en las ya mencionadas El aventurero de medianoche y Bird, título este último que es, posiblemente, una de las mejores traslaciones de lo que significa, supone, evoca, sustenta, provoca el jazz que se han visto en pantalla. Sin embargo, aquella idea quedó en la mesa de algún productor, fue desechada, olvidada, sepultada, pero la de vincular a Eastwood a un musical quedó flotando en el ambiente hasta que llegó la posibilidad de tomar el timón de Jersey Boys, la obra que narra el nacimiento y carrera del grupo The Four Seasons, los creadores de éxitos como Sherry, Big Girls Don´t Cry, Walk Like a Man o December, 1963 (Oh, What a Night), el cuarteto que se hizo muy popular en los 60 gracias en parte al falsete de Frankie Valli, un sonido propio y copiado hasta la saciedad, peculiaridad que les identifica con apenas tres notas, protagonistas de un espectáculo merecedor del Tony al mejor musical el año de su estreno en Broadway (2005), donde aún sigue en cartel al igual que en el West End londinense al que llegó en 2008.
   Sorprende que los firmantes del guión sean los mismos que escribieron el libreto original, puesto que las canciones han pasado a un segundo plano, apenas importan (tanto es así, que algún cerebrito de esos que abundan en las productoras/distribuidoras ha decidido que la copia en versión original subtitulada que se exhibe en España no traduzca el contenido de las mismas, como diciendo “¿qué más le da lo que digan?” –bueno, es la historia del grupo, deberíamos poder saber qué fue lo que conquistó al público, más allá de las melodías y de las voces empastadas y conjuntadas, ¿no?; aunque sea en un jukebox musical (reunión de éxitos, obra construida a partir de los mismos, intentando trenzarlos con mayor o menor pericia), las canciones no están metidas con calzador, tienen un porqué, cobran un sentido-), el ritmo contagioso e imposible de resistir que Jersey Boys posee en escena, su electrizante fuerza, su incontenible energía, su atractivo hechizante, su arrollador carisma queda en agua de borrajas, diluido, desdibujado, dando primacía a la parte dramática (magníficamente combinada y utilizada en el original, buen y acertado sustento para los diferentes números que se van sucediendo), espléndidamente filmada con la mesura y el comedimiento proverbiales de Eastwood, regalando algunas de sus mejores páginas, sustentándose en la soberbia dirección artística de Patrick M. Sullivan Jr. -cómplice del cineasta en la prodigiosa El intercambio (2008) y la un tanto incomprendida J. Edgar (2011)-, un nuevo homenaje a Sergio Leone, escenas con ecos del mejor Scorsese, que no pueden evitar resultar un tanto huecas, superficiales, quedándose en una excelente reconstrucción de la época sin alma ni mordiente. En los números musicales, Eastwood parece perdido, sin tener claro a qué debe atender, sin ocuparse de los intérpretes, sin contagiarse de la música, filmando de una manera plana muy alejada de sus anteriores experiencias en estas lides, como si estuviese incómodo y quisiera quitarse de encima lo antes posible la tarea, sin aprovechar las posibilidades de su elenco, encabezado por un a pesar de todo plausible John Lloyd Young, ganador del Tony al mejor actor cuando estrenó Jersey Boys en Broadway. Es una lástima que uno de los musicales más vibrantes que uno recuerda haber vivido quede tan deslucido y un tanto desolador que Clint Eastwood parezca haber perdido ese toque especial, esa particular sensibilidad para filmar la música.