jueves, 28 de septiembre de 2017

"LA LLAMADA": CANTANDO EN LAS ESCALERAS AL CIELO






DIRECCIÓN: Javier Calvo, Javier Ambrossi GUIÓN: Javier Calvo, Javier Ambrossi (inspirado en su obra de teatro homónima) MÚSICA: Leiva FOTOGRAFÍA: Migue Amoedo MONTAJE: Marta Velasco REPARTO: Macarena García, Anna Castillo, Belén Cuesta, Gracia Olayo, Richard Collins-Moore

   La capacidad de sorpresa es algo que se tiene o no se tiene, da igual lo mucho que uno se estruje el cerebro para conseguirla (o tan sólo intentarlo), da igual que una determinada ocurrencia funcione en una ocasión, incluso da igual que lo que se ofrezca sea realmente novedoso si el público no lo recibe/percibe como un soplo de aire fresco, como algo inédito/insólito en un panorama, por desgracia, muy castigado por repeticiones, clichés, fórmulas gastadas y demás “homenajes” (subterfugio tras el que resguardarse cuando te pillan copiando -no diremos plagiando por no ofender a quien no lo merezca ni meter a todos en el mismo saco-); tal vez, como elemento fundamental para alcanzar esa meta, no deba perderse de vista la falta de pretensiones (y la de prejuicios), dejar fluir la imaginación y la creatividad sin querer demostrar nada, cifrándolo todo a lo que debería ser básico, es decir, la historia que se cuenta, el modo en que se hace, los personajes que la viven, presentársela al público sin parafernalia que tape carencias u opaque virtudes: por supuesto que el envoltorio (digámoslo así) es parte de la obra (teatral o cinematográfica), pero hay que armonizarlo con el contenido, eliminar lo superfluo, comprender que lo innecesariamente ostentoso (en forma y también en fondo), bien por vacío o porque se convierte en el asunto principal (como sucede con tanto proclamado “autor” como anda suelto -sea en la rama artística que sea-), no suele sumar sino lo contrario. Podríamos hablar también del deseo de gustar, ese que tantas veces lleva a los artistas a traicionarse a sí mismos, a no apartarse de las convenciones, a repetir y repetirse, a diseñar su público objetivo con escuadra y cartabón, anhelo comprensible (ya lo dijo Lorca, aunque pronunciada por García Márquez la frase se hizo histórica: “Escribo para que me quieran”) que puede cegar el discernimiento y la inventiva y que, al igual que el éxito, es escurridizo y no se atiene a fórmulas.
   En mayo de 2013 llegaba a la cartelera madrileña, tímida y modestamente, un musical de pequeño formato que, tras ocho funciones en el hall del Teatro Lara en las que se agotaron las localidades y por las que cosechó ovaciones cerradas y elogios encendidos entre la crítica especializada, pasó a la sala principal del local, donde aún se sigue representando en este momento. Sin duda, el cóctel formado por las canciones de Whitney Houston (columna vertebral de la función, musicalmente hablando) y otros temas muy populares (más algún aporte escrito ex profeso por Alberto Jiménez), el descubrimiento de su verdadera sexualidad que llevan a cabo dos personajes, el hecho que sirve para dar título al conjunto y las dosis adecuadas de irreverencia (en todos los sentidos, en seguida lo veremos) y transgresión convertían (convirtieron) a La llamada en una magnífica sorpresa puesto que, hubieses escuchado lo que hubieses escuchado, te hubiesen contado lo que te hubiesen contado, supieses lo que supieses (o creyeses saber), jamás habrá relato por muy entusiasta que sea que reproduzca lo que era vivir una de sus funciones, experimentar el inevitable y mágico subidón de adrenalina, dejarse inundar por la alegría en estado puro, arrebatarse con la atmósfera de buen rollo y emoción que contagiaba a toda la platea (y ahí quería uno llegar al señalar lo de saber gustar, puesto que cuando visité el Lara -ya en pleno delirio, cuando la función era un triunfo absoluto- en el patio de butacas había, literalmente, gente de todas las edades, desde chiquillos que daban palmas y coreaban los temas archiconocidos hasta señoras -especialmente, aunque también señores- de la generación de nuestras madres que seguían la representación con suma atención, hacían ostensible su cariño y apoyo a los personajes, aplaudían enfervorecidas puestas en pie al final -para ser justos, hay que señalar que un espectador, sólo uno, un caballero que recordaba bastante a aquel Martínez que Kim crease para El Jueves en traje, gesto y maneras se levantó airadamente, aunque en silencio, y abandonó la sala en un momento dado-). Y es que ver descender al Dios cantarín que sólo puede imaginarse y creerse (en todos los aspectos, de nuevo: verosímil y digno de veneración) con la espléndida presencia y garganta de Richard Collins-Moore desde las alturas del Lara es para postrarse de rodillas y seguirle sin titubeos, La llamada cautiva desde ese primer momento y ya no da tregua y lo más plausible y estimulante es que en su traslación a la gran pantalla no ha perdido ni un ápice de sus virtudes y consigue volver a sorprendernos, a emocionarnos, a hacernos cosquillas en el corazón, a contagiarnos ritmo, a allanarnos el camino, a reivindicarnos a nosotros mismos y a nuestras pasiones.
   Javier Calvo y Javier Ambrossi han asumido la adaptación de su exitosa obra (y la dirección de su primer largometraje) con la misma sencillez, la misma falta de pretensiones vacuas, sin ninguna afectación, plasmando fielmente el espíritu festivo de su creación, como si la contasen por primera vez, sin irse por las ramas ni perderse en experimentos, respetando lo que el público espera (y, hay que hacer hincapié en ello, consiguiendo reacciones prístinas, como si no se supiese qué viene a continuación -privilegio de las obras destinadas a perdurar y ésta lo es, no estamos descubriendo nada-), insuflándole nueva vida sin necesidad de manipulaciones o añadidos, colocándose detrás de la cámara con la misma actitud desprejuiciada con la que sacaron adelante lo que a más de uno tuvo que parecerle una locura (o un espanto o algo aún más fuerte que no reproduciremos aquí) cuando conocía la sinopsis, la idea central, el asunto (o asuntos) que desarrollaba, ensanchando la horma del género aunque La llamada sea un híbrido perfecto, un ejemplo modélico de lo que debe ser un auténtico musical, en el que tanta importancia narrativa tienen los diálogos como las canciones, dejando que la música llegue cuando es imprescindible, no sobrecargando el libreto sin ton ni son (nunca mejor dicho), ahí es donde la irreverencia se hace más presente y patente en contra de lo que tantos (sin comprobarlo o yéndose antes de la conclusión) temen y hasta denuncian, en el modo en que Ambrossi y Calvo, Calvo y Ambrossi, se pliegan a una estructura clásica pero le ajustan las costuras y rompen algún molde. La otra, la supuesta irreverencia religiosa, perdonen que hable en primera persona, no la veo por ningún sitio, se trata con un tacto exquisito el asunto de las apariciones, el de la creencia en una vida espiritual/celestial, el de la vocación religiosa, jamás se ridiculiza a ningún personaje, se hace chiste a veces, cuando conviene, pero más con ellos que de ellos en sí, por las situaciones que viven, por lo que les sucede, las cuatro mujeres que centran nuestro interés están escritas e interpretadas con cariño, respeto e inteligencia, sin excesos, sin caricaturas, con verdad.
   La película reúne al reparto original, al que estrenó la función, actrices que no han hecho sino crecer al mismo tiempo que lo hacía este fenómeno teatral, conformando un elenco de primeras figuras, de nombres destacados en cine, teatro y/o televisión, una absoluta envidia para cualquier cartel; tal vez sea Macarena García la que sale peor parada en la aventura cinematográfica, en el sentido de que la potencia y emoción que destila la historia de reconocimiento y amor que viven (la una hacia la otra -y viceversa-, pero trabajando al mismo compás y con la misma intención, formando un frente común sumamente poderoso) los personajes que habitan con brillantez y grandeza Anna Castillo y Belén Cuesta anula en parte a la protagonista, aunque la magia que anida en sus ojos y el modo insuperable en que expresa sus dudas, sus miedos, su incomprensión de lo que está experimentando le ayudan a recuperar gran parte de la fuerza y el magnetismo que derrochaba en directo (aunque aquí hace un trabajo muy meritorio y satisfactorio, lo que conseguía en el teatro es inalcanzable porque la pantalla, querámoslo o no, siempre marca una cierta distancia); Gracia Olayo aprovecha al máximo sus apariciones, vuelve a hacer una absoluta creación, controla su inagotable y desbordante vis cómica para adecuarla a su rol, logrando que cada frase sea antológica y sea rubricada con una sonora carcajada (y algún que otro aplauso, según el momento); junto a estas cuatro estrellas, al igual que en escena, Richard Collins-Moore, no podía ser de otra manera, demuestra una vez más que es Dios (sin más, sin necesidad de adjetivos). Por fortuna, como ya se señalaba antes, los autores y directores no caen en el clásico error de añadir gags, personajes, incorporar estrambotes que funcionen como lastres (María Isabel Díaz está a punto de serlo, lo cierto es que podría ser prescindible, pero no abusan de su presencia y el peligro se diluye muy rápido), utilizan con sabiduría los desopilantes cameos de Esty Quesada, popular como Soy Una Pringada, Llum Barrera y el impagable trío que quiere llevarse a las chicas del campamento de excursión (y lo hace), confían ciegamente (como debe ser) en el material original, ese que demuestra estar magníficamente engrasado y que apenas se resiente en su paso al cine (el único punto un poco oscuro -porque tampoco llega a ser totalmente negro- serían los números musicales -con la excepción de Todas las flores- que merecerían otro tipo de realización, un montaje menos precipitado, una planificación que permitiese aún más el lucimiento de los intérpretes). Y el máximo acierto es que, si uno no conoce el espectáculo original, puede que no comprenda cómo eso se contaba en el teatro y la mejor respuesta también la encontrarán en la cartelera porque, por si lo han olvidado, La llamada continúa representándose y pueden atenderla y dejarse sorprender una vez más.