DIRECCIÓN: Daniel Guzmán GUIÓN: Daniel Guzmán
FOTOGRAFÍA: Josu Inchaustegui MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Miguel
Herrán, Antonio Bachiller, Felipe García Vélez, Antonia Guzmán, Luis Tosar,
María Miguel
“A
veces, para saber quiénes somos debemos enfrentarnos a nuestro pasado. Un viaje
duro, difícil y necesario que nos ayuda a conocernos y entender un poco mejor
el mundo que nos rodea. Una búsqueda personal en la que podemos comprender la
importancia del entorno familiar y social en el desarrollo de nuestra
personalidad.
>>Diferentes
circunstancias y acontecimientos moldean nuestro mapa interior pero hay una
etapa en nuestra vida que incide de forma determinante en el desarrollo
personal: la adolescencia.
>>(…)Compartir nuestras propias experiencias nos ayuda a
conocernos y entender un poco mejor el mundo que nos rodea. Ése es, para mí, el
sentido y la necesidad de contar esta historia”.
Son algunas
de las palabras utilizadas por Daniel Guzmán para presentar A cambio de nada, su prometedor y
esperanzador debut como director de largometrajes, aunque en realidad
deberíamos quedarnos tan sólo con el segundo adjetivo puesto que con el término
de esta aventura, con la película estrenada, con el merecido respaldo alcanzado
en el último Festival de Málaga (Biznaga de Oro y Premio de la Crítica –al
margen de galardones para el propio Guzmán como director y Antonio Bachiller
como actor secundario-), con el gozoso visionado en una sala de cine con
público que había pagado una entrada y rubricaba los avatares de los personajes
con emoción, carcajadas, implicación, complicidad y alguna que otra lagrimilla,
se culmina lo anticipado, vislumbrado, pronosticado y alabado en aquel
cortometraje, Sueños (2003), que
obtuvo un Goya hace ya doce años, un fantástico anticipo de lo que rubrica,
amplía, demuestra, consigue una ópera prima llena de ritmo, verdad, vitalidad,
un portento de sencillez y honestidad que equilibra tonos con mano firme para
adentrarse en ese complejo universo que es la adolescencia, ese conflicto vital
y personal, ese constante enfrentamiento con todos y con uno mismo, ese
incontenible torbellino de pasiones, esa montaña rusa de sensaciones, esa
enfermedad que se cura con el paso del tiempo a la que cada cual sobrevive como
puede y/o le dejan, ese estadio particular que a la larga nos iguala a unos con
otros a pesar de las características específicas de la de cada quien. Y, así,
partiendo de lo que conoce, sin sublimar ni mitificar, casi como si estuviese
transcribiendo el diario del chaval protagonista, sin tiempo para la reflexión
y sin aplicar la mirada actual y adulta del guionista (también Guzmán), se nos
presenta una historia con muchas capas, con diferentes sustratos, con aristas
que han sido limadas en aras de una digestión más cómoda, lo que no es óbice
para que el espectador perciba en ocasiones un sabor amargo, un malestar
profundo, una incomodidad incontenible por lo que la película sugiere, por lo
que deja al fondo pero se hace presente en silencios, miradas, en personajes
auténticos y reconocibles, en situaciones y realidades que nos atañen vengamos
de donde vengamos; podría acusarse a Guzmán de primar excesivamente la comedia,
de rehuir un tono crítico explícito, y es cierto que durante unos minutos,
cuando está a punto de afrontar el tramo final, tal vez abusa de lo
esperpéntico, parece que pierde el verismo que empapa sus imágenes, pero sabe
armonizar e integrar ese fragmento con el conjunto, lo justifica con el modo en
que la historia avanza, no pierde pie, todo lo contrario, ya que le sirve como
trampolín para concluir el filme en todo lo alto, convenciendo al público de su
propuesta, estrechando aún más los lazos de complicidad.
Darío
es un chaval que practica la huida hacia delante porque si se parase sufriría
los estragos de la separación de sus padres, un combate a cara de perro, una
continua catarata de reproches, insultos, acusaciones, gritos, una herida que
supura sin freno, un ring en el que todos los golpes los sufre él, botín que
ambos se disputan sin atender a sus necesidades, a su dolor, a su miedo, a su
impotencia, sin comprender que es más víctima por el comportamiento de sus
progenitores que por la ruptura en sí. Desde este planteamiento, Guzmán deja en
libertad a su protagonista, no le juzga, no le censura, tampoco le justifica pero
sí le compadece, y es por las esquinas
de la pantalla iluminada por una sonrisa franca, abierta, incontestable por
donde se va colando la amargura, la desazón, el desesperado SOS a una sociedad
que asiste impasible a su deterioro, especialmente al modo en que se cercenan
las posibilidades y expectativas de los más jóvenes, antes incluso de que éstas
encuentren terreno abonado -ese que cada vez es más escaso-, para conseguir
desarrollarse; pero lo más plausible de la cinta es que el posible mensaje que
uno puede captar o interpretar no se percibe en la escritura, en la
realización, en las interpretaciones, no hay ni un ápice de moralina ni
moraleja subrayada o inducida: Guzmán adopta en ocasiones un tono plenamente
documental en el modo en que captura la vida y la ofrece en pantalla y es cada
espectador el que va aportando de su cosecha asentimientos, carcajadas,
estupores, reconocimientos, encogimientos del alma.
Y, en
este sentido, los actores convocados/descubiertos engrandecen la historia al
despojarse de cualquier tic (algunos porque no los tienen –debutan en esta
cinta-, los profesionales porque demuestran su oficio confiriendo personalidad
y verosimilitud a su cometido por breve que sea), al trabajar sin máscaras,
insuflando vida a sus personajes, siendo el máximo acierto del director, quien
no duda en entregarles la película, en desaparecer para que sean ellos los que
impriman el tono a cada secuencia, el ritmo preciso, el mejor ejemplo del mimo,
el cariño, la entrega, la determinación con que Daniel Guzmán ha sacado a flote
su proyecto. Miguel Herrán irrumpe en la retina y el corazón del espectador
para quedarse (y ojalá el futuro le consienta/facilite demostrar que esto no ha
sido un golpe de azar); poseedor de un carisma arrollador e irresistible, no lo
cifra todo a su sonrisa y su físico, se impregna de Darío para ofrecer en
apenas segundos sus estigmas, sus cicatrices aún sangrantes, su vértigo, su
incomprensión, su necesidad de cariño: este debutante aguanta el primer plano
como si llevase toda la vida delante de la cámara y da mil y un matices con
apenas un movimiento de ojos, aunque su personaje no se consiente un desánimo y
prefiere actuar como Escarlata O´Hara para no hundirse (por eso, entre otras
cosas, vive inmerso en ese frenesí que no conoce reglas ni límites), Miguel
Herrán sabe ofrecer la lógica vulnerabilidad de Darío con alguna mirada
perdida, con un fruncimiento de labios, con la sutileza que intérpretes de
largo recorrido no son capaces de alcanzar. A su lado, Antonio Bachiller aporta
mucho más que lo pueda ser considerado apoyo o contraste cómico, precisamente
por las mismas facultades que su compañero, dotando de carácter a un personaje
que pudiera haberse quedado en lo arquetípico pero que, apoyado en el dibujo acabado
que Guzmán ha sabido plasmar en el guión, el joven actor consigue despojar de
lo ridículo, lo patético, lo obvio, lo esquemático, méritos que también hay que
reconocerle al director y guionista porque no consiente que la película se
desvíe por ninguna de esas pendientes; tal vez por eso, por no cargar las
tintas, por confiar en el espectador para que desentrañe la polisemia de un aporte que a primera vista es tan sólo cómico, su abuela (la de verdad, la de Daniel),
Antonia Guzmán, aparece menos de lo que cualquiera de nosotros querría porque
se gana un lugar en cada corazón por su gracejo, por su decir, por lo que su
personaje simboliza, la soledad a la que condenamos a los que se consideran
inservibles, la crueldad con la que arrinconamos y procuramos esconder a las
personas que nos tomaron de la mano para que diésemos nuestros primeros pasos,
las que siempre estaban ahí para recogernos, regazo y cobijo que ahora les
negamos, grito que la película no da pero sabe instalar en el ánimo del que la
contempla.
Ahora
viene lo más difícil: la segunda película, la que debe demostrar que Daniel
Guzmán es un cineasta y no el fruto de una carambola que, por mucho que se
quiera, por mucha preparación que exista, por muy ensayada que esté, en
realidad no deja de ser eso; en el arte jamás es fácil (ni inteligente) hacer
vaticinios, pero tras lo confirmado y admirado en A cambio de nada, las expectativas no pueden ser mejores y todo
hace augurar un brillante porvenir (una gozosa realidad) para el director
novel.