TÍTULO ORIGINAL: The Congress
DIRECCIÓN: Ari Folman GUIÓN: Ari Folman (basado en la novela Congreso de futurología de Sanislaw Lem)
MÚSICA: Max Richter FOTOGRAFÍA: Michal Englert MONTAJE: Nili Feller REPARTO:
Robin Wright, Harvey Keitel, Jon Hamm (voz), Kodi Smit-McPhee, Danny Huston,
Sami Gayle
En ocasiones, se prima, se destaca, se aplaude, se pone excesivamente en
valor, se convierte en categoría lo que es tan sólo una característica más por
mucho que constituya lo específico, lo distintivo, el aporte fundamental de una
obra artística; sin duda, fue sorprendente, rompedor, interesante, un logro a
la vista de los resultados críticos, galardones y menciones, interés despertado
en el público, que Ari Folman decidiese rodar un documental sobre lo sucedido
en la Guerra del Líbano de 1982 en la que él combatió, sobre la matanza de los
campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, sobre el silencio
interesado de muchos, sobre la connivencia de otros, sobre el desconocimiento
más o menos cómplice de los demás, sobre las secuelas psicológicas sufridas por
los soldados que participaron o los que desarrollaron mecanismos de defensa
para inmunizarse contra el dolor y olvidar lo sucedido, para no castigarse por
no haber podido evitarlo o por haber sido parte activa, fue toda una sorpresa
que el cineasta decidiese narrar un asunto tan turbio y terrorífico a través de
la animación (si bien la adaptación del cómic en que, a lo largo de cuatro
tomos publicados entre 2000 y 2003, Marjane Satrapi contaba su vida en los
últimos años del régimen del Sha de Persia, llevada a cabo por ella misma y por
Vincent Paronnaud, había llegado a las pantallas de todo el mundo el año
anterior –Persépolis (2007)-,
provocando un revuelo y una recepción similares). Lo cierto es que Vals con Bashir (2008), filme al que nos
referimos, posee una factura impecable que impacta y por momentos deja sin
aliento, pero sus virtudes visuales, sus indudables aciertos, su energía y
negritud no ocultan los vacíos, las tibiezas, el modo de no incidir en
determinados aspectos en que en ocasiones tropieza el guión, dejando la
auténtica y definitiva denuncia en las imágenes reales del genocidio que
cierran la película, perdiendo contundencia, impregnando el conjunto de las
alucinaciones/pesadillas/imágenes sin aparente coherencia ni significado que
constituyen el punto de partida de lo que, a pesar de este lastre, es un título
a tener en cuenta por poner sobre la mesa una tragedia que no debe ser
olvidada.
Después de quedar encumbrado como autor de referencia, nimbado de una
aureola de reputación un tanto exagerada (al fin y al cabo, se sustenta en una
sola película), intentando (en apariencia al menos, ya veremos a continuación
cómo la sombra, la fama, el fantasma de Vals
con Bashir sobrevuela, amenaza, termina por imponerse) demostrar su
versatilidad y, sobre todo, el modo en que altera, modifica, se apodera de
géneros, Folman ha buscado el concurso de un escritor que goza de prestigio, el
polaco Stanislaw Lem, uno de los nombres más respetados en el campo de la
ciencia ficción, uno de esos señores a los que se cita sin haber leído, popularizado
sin perder ni un ápice de su exquisitez, de su halo intelectual, gracias a la
adaptación cinematográfica de la considerada como su obra capital, Solaris, por la que Andrei Tarkovsky
obtuvo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes y la rendición
incondicional de muchos críticos que, en voz baja, reconocen no haberla visto,
haberse aburrido, conocer tan sólo la versión reducida, cinta críptica, abstrusa,
meditativa, morosa que, aun así, consigue inquietar, remover, irritar, hastiar,
provoca sensaciones en el espectador, no como la revisión llevada a cabo por
Steven Soderbergh en 2002 (30 años después del estreno de la primera) que,
durando apenas 100 minutos (65 más la de Tarkovsky), produce bostezos
incontenibles casi desde su inicio. Aunque no toda su literatura puede leerse
con facilidad, y fuera del contexto en que nació es a veces complicado desentrañar
su carácter metafórico, la crítica más o menos explícita, comprender a qué hace
referencia, Lem posee una ironía, una burla descarada, un sentido del humor que
viaja de lo sutil a lo grueso, una sátira que suelen dejar de lado aquellos que
le adaptan o dicen inspirarse en él aunque, a la hora del resultado final, apenas
quede rastro del original.
Unos meses antes de que la película llegase a España, Alianza Editorial
recuperó de su catálogo Congreso de
futurología, reeditándolo del mismo modo que ha sucedido con otros de sus
títulos más significativos, manteniendo accesible en su formato de bolsillo parte
de la bibliografía del autor a lo largo de los años; es la segunda ocasión en
que Lem utiliza como protagonista a Ijon Tichy (y volverá a hacerlo en otras
dos), un viajero en el tiempo despistado, héroe a su pesar, en realidad nada
heroico, siempre a contramano, dudando si está soñando, imaginando, teniendo
alucinaciones o viviendo lo que experimenta y narra con estupor en primera
persona, dotando al texto de un tono muy particular, a veces cáustico, por
momentos incrédulo, pasando a lo más profundo u oscuro sin solución de
continuidad, una escritura que se vuelve compleja, con ramificaciones hacia
otras de sus obras, no siempre comprensible para el lector neófito, pero que
mantiene el interés porque el protagonista se expone sin pudor y apela a lo más
básico. Es un estilo difícil de traducir a imágenes, una historia para ser
leída aunque haya páginas con diálogos muy vivos, aunque a Folman apenas le
interese puesto que, tomando como base el meollo de la novela de una forma muy
tenue y reinterpretándolo de acuerdo con sus necesidades, empieza planteando
una fábula ciertamente interesante y punzante sobre la supervivencia del arte
interpretativo, un curioso ejercicio que demuestra la valentía de la estupenda
Robin Wright, intérprete que teniéndolo todo para ser estrella parece haberse
quedado en un limbo (el que denuncia el filme), al igual que tantos (y, las
cosas como son, especialmente tantas), en un cúmulo de malas elecciones o de
proyectos que no cristalizaron con la calidad que prometían, reducida a veces a
roles casi prescindibles, poco o mal aprovechadas (puede vérsela ahora mismo en
El hombre más buscado, de la que
hablaremos próximamente, por no remontarnos más atrás), siendo lo mejor de la
película su modo de aceptar (con nombre y apellido) el papel de actriz en el
ocaso, su mirada perdida, su dignidad herida pero no abatida, su cuerpo frágil
presentando batalla a las adversidades, el dúo que conforma con un efectivo
Harvey Keitel que da vida a su representante, soporte físico y emocional,
desperdiciado en unas cuantas secuencias. Porque se percibe la urgencia del
cineasta por concluir lo que se le antoja como prólogo prolijo (el guión es
suyo, que hubiese acortado aunque, repetimos, es el segmento más apasionante)
para llegar a la parte de animación (sí, aquí también la hay), la que más
elementos toma prestados de Lem (eso no se puede negar), el momento en que
Folman quiere dejar patente su sello autoral, imponiéndose al polaco,
enredándose en ocurrencias visuales, complaciéndose en sí mismo, negando a los actores sus posibilidades al transformarlos en dibujos, caricaturas, muñecos, resultando más
prolijo, incomprensible y agotador que el autor al que versiona, puesto que
éste recurre al humor como vía de escape, como alivio, como oxígeno, mientras
que el director israelí se aleja en la dirección contraria, tomándose demasiado
en serio, infatuando su estilo, gustándose pero olvidando que la historia se la
está contando a otros.