lunes, 29 de septiembre de 2014

"EL CONGRESO": ¡AUTOR, AUTOR!


TÍTULO ORIGINAL: The Congress DIRECCIÓN: Ari Folman GUIÓN: Ari Folman (basado en la novela Congreso de futurología de Sanislaw Lem) MÚSICA: Max Richter FOTOGRAFÍA: Michal Englert MONTAJE: Nili Feller REPARTO: Robin Wright, Harvey Keitel, Jon Hamm (voz), Kodi Smit-McPhee, Danny Huston, Sami Gayle


   En ocasiones, se prima, se destaca, se aplaude, se pone excesivamente en valor, se convierte en categoría lo que es tan sólo una característica más por mucho que constituya lo específico, lo distintivo, el aporte fundamental de una obra artística; sin duda, fue sorprendente, rompedor, interesante, un logro a la vista de los resultados críticos, galardones y menciones, interés despertado en el público, que Ari Folman decidiese rodar un documental sobre lo sucedido en la Guerra del Líbano de 1982 en la que él combatió, sobre la matanza de los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, sobre el silencio interesado de muchos, sobre la connivencia de otros, sobre el desconocimiento más o menos cómplice de los demás, sobre las secuelas psicológicas sufridas por los soldados que participaron o los que desarrollaron mecanismos de defensa para inmunizarse contra el dolor y olvidar lo sucedido, para no castigarse por no haber podido evitarlo o por haber sido parte activa, fue toda una sorpresa que el cineasta decidiese narrar un asunto tan turbio y terrorífico a través de la animación (si bien la adaptación del cómic en que, a lo largo de cuatro tomos publicados entre 2000 y 2003, Marjane Satrapi contaba su vida en los últimos años del régimen del Sha de Persia, llevada a cabo por ella misma y por Vincent Paronnaud, había llegado a las pantallas de todo el mundo el año anterior –Persépolis (2007)-, provocando un revuelo y una recepción similares). Lo cierto es que Vals con Bashir (2008), filme al que nos referimos, posee una factura impecable que impacta y por momentos deja sin aliento, pero sus virtudes visuales, sus indudables aciertos, su energía y negritud no ocultan los vacíos, las tibiezas, el modo de no incidir en determinados aspectos en que en ocasiones tropieza el guión, dejando la auténtica y definitiva denuncia en las imágenes reales del genocidio que cierran la película, perdiendo contundencia, impregnando el conjunto de las alucinaciones/pesadillas/imágenes sin aparente coherencia ni significado que constituyen el punto de partida de lo que, a pesar de este lastre, es un título a tener en cuenta por poner sobre la mesa una tragedia que no debe ser olvidada.

   Después de quedar encumbrado como autor de referencia, nimbado de una aureola de reputación un tanto exagerada (al fin y al cabo, se sustenta en una sola película), intentando (en apariencia al menos, ya veremos a continuación cómo la sombra, la fama, el fantasma de Vals con Bashir sobrevuela, amenaza, termina por imponerse) demostrar su versatilidad y, sobre todo, el modo en que altera, modifica, se apodera de géneros, Folman ha buscado el concurso de un escritor que goza de prestigio, el polaco Stanislaw Lem, uno de los nombres más respetados en el campo de la ciencia ficción, uno de esos señores a los que se cita sin haber leído, popularizado sin perder ni un ápice de su exquisitez, de su halo intelectual, gracias a la adaptación cinematográfica de la considerada como su obra capital, Solaris, por la que Andrei Tarkovsky obtuvo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes y la rendición incondicional de muchos críticos que, en voz baja, reconocen no haberla visto, haberse aburrido, conocer tan sólo la versión reducida, cinta críptica, abstrusa, meditativa, morosa que, aun así, consigue inquietar, remover, irritar, hastiar, provoca sensaciones en el espectador, no como la revisión llevada a cabo por Steven Soderbergh en 2002 (30 años después del estreno de la primera) que, durando apenas 100 minutos (65 más la de Tarkovsky), produce bostezos incontenibles casi desde su inicio. Aunque no toda su literatura puede leerse con facilidad, y fuera del contexto en que nació es a veces complicado desentrañar su carácter metafórico, la crítica más o menos explícita, comprender a qué hace referencia, Lem posee una ironía, una burla descarada, un sentido del humor que viaja de lo sutil a lo grueso, una sátira que suelen dejar de lado aquellos que le adaptan o dicen inspirarse en él aunque, a la hora del resultado final, apenas quede rastro del original.

   Unos meses antes de que la película llegase a España, Alianza Editorial recuperó de su catálogo Congreso de futurología, reeditándolo del mismo modo que ha sucedido con otros de sus títulos más significativos, manteniendo accesible en su formato de bolsillo parte de la bibliografía del autor a lo largo de los años; es la segunda ocasión en que Lem utiliza como protagonista a Ijon Tichy (y volverá a hacerlo en otras dos), un viajero en el tiempo despistado, héroe a su pesar, en realidad nada heroico, siempre a contramano, dudando si está soñando, imaginando, teniendo alucinaciones o viviendo lo que experimenta y narra con estupor en primera persona, dotando al texto de un tono muy particular, a veces cáustico, por momentos incrédulo, pasando a lo más profundo u oscuro sin solución de continuidad, una escritura que se vuelve compleja, con ramificaciones hacia otras de sus obras, no siempre comprensible para el lector neófito, pero que mantiene el interés porque el protagonista se expone sin pudor y apela a lo más básico. Es un estilo difícil de traducir a imágenes, una historia para ser leída aunque haya páginas con diálogos muy vivos, aunque a Folman apenas le interese puesto que, tomando como base el meollo de la novela de una forma muy tenue y reinterpretándolo de acuerdo con sus necesidades, empieza planteando una fábula ciertamente interesante y punzante sobre la supervivencia del arte interpretativo, un curioso ejercicio que demuestra la valentía de la estupenda Robin Wright, intérprete que teniéndolo todo para ser estrella parece haberse quedado en un limbo (el que denuncia el filme), al igual que tantos (y, las cosas como son, especialmente tantas), en un cúmulo de malas elecciones o de proyectos que no cristalizaron con la calidad que prometían, reducida a veces a roles casi prescindibles, poco o mal aprovechadas (puede vérsela ahora mismo en El hombre más buscado, de la que hablaremos próximamente, por no remontarnos más atrás), siendo lo mejor de la película su modo de aceptar (con nombre y apellido) el papel de actriz en el ocaso, su mirada perdida, su dignidad herida pero no abatida, su cuerpo frágil presentando batalla a las adversidades, el dúo que conforma con un efectivo Harvey Keitel que da vida a su representante, soporte físico y emocional, desperdiciado en unas cuantas secuencias. Porque se percibe la urgencia del cineasta por concluir lo que se le antoja como prólogo prolijo (el guión es suyo, que hubiese acortado aunque, repetimos, es el segmento más apasionante) para llegar a la parte de animación (sí, aquí también la hay), la que más elementos toma prestados de Lem (eso no se puede negar), el momento en que Folman quiere dejar patente su sello autoral, imponiéndose al polaco, enredándose en ocurrencias visuales, complaciéndose en sí mismo, negando a los actores sus posibilidades al transformarlos en dibujos, caricaturas, muñecos, resultando más prolijo, incomprensible y agotador que el autor al que versiona, puesto que éste recurre al humor como vía de escape, como alivio, como oxígeno, mientras que el director israelí se aleja en la dirección contraria, tomándose demasiado en serio, infatuando su estilo, gustándose pero olvidando que la historia se la está contando a otros.

jueves, 25 de septiembre de 2014

"UNA MERIENDA EN GINEBRA": CHARLA DISTENDIDA Y CON SUSTANCIA


TÍTULO ORIGINAL: Un berenar a Ginebra DIRECCIÓN: Ventura Pons GUIÓN: Ventura Pons (basado en un capítulo de Los escenarios de la memoria de Josep Maria Castellet y en entrevistas y declaraciones de Mercè Rodoreda) MÚSICA: Albert Guinovart FOTOGRAFÍA: Sergi Gallardo MONTAJE: Marc Matons REPARTO: Vicky Peña, Joan Carreras, Cristina Plazas


   Desde su debut con ese soplo de aire fresco, ese documental revolucionario y transgresor sobre todo en sus naturalidad y sencillez, ese impagable testimonio que es Ocaña, retrato intermitente (1978), Ventura Pons ha sido un cineasta difícil de clasificar, ecléctico, versátil, sorprendente e innovador, precisamente porque ha huido de cualquier etiqueta y ha puesto sus tentaciones autorales al servicio de la historia que estaba contando en ese momento. Autor de algunas comedias disparatadas que no han perdido gracia porque, nacidas como bromas particulares, acertaron plenamente en el tono desenfadado, en reírse de sí mismas, en no buscar más que alguna carcajada cómplice que otra -¿Qué te juegas, Mari Pili? (1991), Rosita, please! (1993)-, su cine se fue enriqueciendo, barroquizando, estilizando, creando meandros con adaptaciones literarias –El porqué de las cosas (1994), Manjar de amor (2002)- y teatrales –Actrices (1997), Caricias (1998), Amigo/amado (1999), Barcelona (un mapa) (2007)-, al margen de ir salpicando su trayectoria con títulos muy personales, a los que imprime su sello, a los que otorga su pátina aunque partan de material ajeno –Amor idiota (2004), Forasteros (2008)-, respondiendo a sus inquietudes de cada momento, alternando géneros con tino, reinventándolos con honestidad –Anita no pierde el tren (2001), El gran Gato (2003), La vida abismal (2007), Año de Gracia (2011)-   y en gran parte de las ocasiones con indudable acierto, conformando una obra reconocible precisamente en su capacidad caleidoscópica, en el no poder intuir qué vendrá después.

   Una merienda en Ginebra se rodó para televisión pero, como en tantas ocasiones (y en los últimos tiempos con demasiada frecuencia por mucho que a algunos les dé urticaria y otros se empeñen en negar la mayor y reconocer los méritos), al tener detrás a un verdadero narrador audiovisual, a un cineasta en plenitud de facultades, a un creador que sólo atiende al producto, al resultado, que no minusvalora, que no se descuida, que no se relaja, que no rebaja la calidad, que intenta dar siempre lo mejor, la película resultante tiene cualidades cinematográficas, las que siempre posee la buena televisión. Es una historia de escenario prácticamente único (la casa de Mercé Rodoreda en Ginebra) y con sólo tres personajes que la cámara de Ventura Pons (y el estupendo guión que le da aliento) convierte en emocionante, apasionante, reveladora, interesante porque está pendiente de los detalles en apariencia nimios e imperceptibles que imprimen humanidad, sentimientos, que son guiños, confirmaciones, matizaciones, recordatorios para los que conozcan la figura, la vida y la obra de la espléndida escritora catalana, que constituyen revelaciones, descubrimientos, acicates, primeros pasos para el que, sin duda, va a quedar fascinado con la que para muchos es tan sólo la autora de La Plaza del Diamante, popular gracias a la adaptación de Francesc Betriu emitida por TVE a comienzos de los años 80 del pasado siglo (revitalizada en la actualidad por una de las propuestas más estimulantes de la cartelera en estos primeros compases de la temporada: llega a la sala pequeña del Teatro Español transformada en monólogo -lo que es en realidad la novela- para ser interpretado por Lolita, a la que tantos queríamos volver a ver sobre las tablas). Se nota el cariño, el respeto, la admiración por Rodoreda que Pons siente y no oculta (antes bien, potencia, resalta, comparte, deja muy patente, exhibe sin tapujos), sabiendo contar los aspectos necesarios para que resulte imperioso arrojarse a cualquiera de sus libros en cuanto termine el visionado, para recuperar los que anden por casa, para buscar otros; al contrario que la plúmbea y pagada de sí misma Violette (2013) –características habituales del intelectualoide y bendecido por una crítica similar Martin Provost-, que aunque no puede apagar las atractivas personalidades de Violette Leduc y Simone de Beauvoir les hace un flaco favor al hacerlas aparecer como escritoras inaccesibles, herméticas, minoritarias por su complejidad, la película de Ventura Pons sabe captar el tono distendido y aparentemente trivial, como casual y sin elaborar, que Rodoreda utiliza a veces en su obra consiguiendo páginas de la máxima altura literaria, sorprendentes en su sencillez, ricas y hondas en la verdad que exudan, aplastantes en su cuidada elaboración, en la trastienda que no se nota, que no se ve, que no tapa, pero que queda en el ánimo, en el placer, una construcción invisible y muy bien cimentada que impide levantar la vista del texto.

   Y lo mismo sucede con Una merienda en Ginebra, película que se ve sin sentir, con agrado, con interés, seducidos por lo que se cuenta y por cómo se cuenta, hechizados por el modo en que las palabras cobran vida gracias a los tres actores casi únicos; no sería justo olvidar a Cristina Plazas y Joan Carreras, precisos, certeros, ajustados a lo que se precisa de ellos, sin vanidades ni estridencias, sustento necesario, espectadores privilegiados de una interpretación, encarnación, asunción, recreación, cualquier palabra se queda corta para glosar lo que, una vez más, consigue la prodigiosa Vicky Peña, transmutándose en Mercè Rodoreda con maestría, con un temple a prueba de bombas, dejando la caracterización en un segundo plano, siendo la escritora, estallando en risas como ella, haciendo suyos los gestos de aquella, los movimientos de ojos, la forma de hablar, resultando querible, conmoviendo, preocupando, despertando inquietudes, haciendo más en hora y media por la lectura, por la literatura, por una figura que no debería ser tan desconocida o estar tan arrinconada, que cualquier programa que pueda venir de un ministerio. Si les pilla a mano Una merienda en Ginebra, sea en el formato que sea, en la ocasión más inesperada, no lo duden ni un minuto y no se arrepentirán (y después tengan a mano su biblioteca o una librería porque las necesitarán -tal vez a las dos-).