TÍTULO ORIGINAL: The Woman in Black 2: Angel of Death DIRECCIÓN: Tom
Harper GUIÓN: Jon Croker (basado en una historia de Susan Hill) MÚSICA: Marco
Beltrami, Brandon Roberts, Marcus Trumpp FOTOGRAFÍA: Geroge Steel MONTAJE: Mark
Eckersley REPARTO: Phoebe Fox, Jeremy Irvine, Helen McCrory, Oaklee Pendergast,
Adrian Rawlins, Ned Dennehy
La imaginación es un arma muy poderosa (por eso hay tantos que la temen
e intentan acallarla, cercenarla, amordazarla), nunca es posible saber si le
queda munición, se recarga sin necesidad de esfuerzo, puede creerse atrofiada
por falta de uso, incluso inexistente, y un buen día sorprende a su poseedor
(aunque tal vez habría que decir poseído –y no es por jugar con la polisemia ni
nada por el estilo aprovechando la temática de la película que nos ocupa: es
tal su fuerza que arrebata al creador sin que éste sea capaz de explicar cómo
ni por qué llegó a ese destino-) y aún más a aquel que no se preocupaba por
ella, al que la ignoraba, al que la rechazaba, al que la desconocía; lo nacido
de su actividad, de su uso, de su ejercicio, de su libertad, puede parecer más
racional, más tangible, más vívido, más creíble que lo propiamente
experimentado, por mucho que sepamos que es tan sólo una quimera, una ficción,
una invención, llega a imponerse por encima de lo tangible, de lo vivido, de lo
que solemos llamar realidad o altera nuestra percepción sobre la misma, abre otras
posibilidades, nuevas vías de expresión y/o de interacción con lo que nos rodea
y con nosotros mismos, con nuestros miedos, nuestros anhelos, ese capital que
heredamos, llevamos impreso, enriquecemos, obviamos, eso que nos roe por dentro
y en ocasiones resumimos bajo la etiqueta de “los universales”. Como tantas
veces se afirma, el miedo es libre, cada cual lo siente a su manera, y por
mucho que uno pueda ser muy racional en lo cotidiano, por mucho que sea
consciente de que se atemoriza ante lo inexistente, ante lo fabulado, ante una
leyenda, ante una invención, como se dijo al principio, el poder de lo
convocado es tal que no queremos apagar la luz, abrir la puerta del armario,
poner un pie en el suelo, miles de convenciones que a lo largo del tiempo se
han ido instalando en el inconsciente colectivo (ese ente abstracto que perdura
y se engrandece cada día) y con las que cada uno convive a su modo, simas
terribles en las que horadaron autores como Poe, Maupassant, Baudelaire, Emily
Brönte, Wilkie Collins, Stevenson, Lovecraft, Henry James, Mary Shelley, Joseph
Conrad, cada uno con sus particularidades, cada uno combatiendo con (y en
ocasiones contra) su genio, todos ellos y muchos más se enfangaron, se
arrojaron sin decoro ni medida (pero con altísima calidad literaria) a lo
enigmático, a lo espantoso, a lo perverso, a lo inquietante, al modo en que
colisionan los sentidos cuando creen experimentar algo que la mente rechaza,
ignora, no se atreve a asimilar, no sabe cómo denominar, fueron capaces de
llegar más allá de cualquier límite humano, lo superaron con creces, se
mancharon las manos, miraron de frente los fantasmas (en cualquiera de las
acepciones posibles) que pueblan los delirios humanos.
Y más allá de tantas fantasías que aun sabiéndose tales se adueñan en
algún momento de nuestro raciocinio, el terror más arraigado es aquel que surge
en lo cotidiano, en nuestro ámbito más íntimo, en lo que creemos controlado,
esos momentos de angustia, de pánico, de horror, que se viven en la aparente
seguridad de nuestros hogares, con familiares, conocidos, vecinos, esos
momentos en que lo real y lo fantástico se aúnan, en que las fronteras se
diluyen, en que la atmósfera se torna asfixiante, ominosa, enrarecida, esos
incidentes que no se pueden concretar, que resultan complejos de verbalizar,
inexplicables en su totalidad (por inefables y por escaparse a cualquier
explicación que parezca lógica) pero cuyos efectos se sienten; ahí radica, por
ejemplo, el mayor éxito de las historias de Stephen King, de las que
permanecerán de entre su prolífica producción, esas que en algún momento o en
su totalidad hablan de psicologías, ponen pie en la tierra, no se enredan en
elucubraciones o recurren a realidades paralelas, mundos subterráneos o
extraterrestres, oprimen lo anímico, claustrofóbicas y amenazantes, terribles
por reconocibles (de hecho, el escritor comenzó a publicar y ser reconocido, y
rápidamente adaptado a la gran pantalla, en el momento de eclosión de un cine
que aún mantiene vigencia precisamente por eso, por la sugestión que sabe
convocar sin recurrir a truculencias ni efectos, no cabe duda que algunas de
las secuencias más terroríficas de El
exorcista (1973), La profecía (1976),
El resplandor (1978) o la propia La matanza de Texas (1974) suceden
cuando apenas se ve nada, cuando tan sólo se sugiere, cuando lo considerado
normal se distorsiona sin que su apariencia cambie, cuando el corazón del
espectador se dispara sin tener claro lo que sucede hasta que ya está pasando).
Y recuperar este estilo, estas historias sencillas (y si se quiere previsibles,
no se trata de la sorpresa final, del manido truco que provoca sobresalto),
estas atmósferas que vinculamos y reconocemos como propias del género gótico,
este terror que parece va supurando de las imágenes como un humor incontenible
pero que sólo se percibe cuando es tarde para limpiarlo, este ritmo pausado
pero continuo que va acumulando tensión hasta llegar a lo irrespirable, este
jugar en una nebulosa entre la razón y la alucinación, regresar a los orígenes
para en realidad reinventar el género fue el motor que propició uno de los
títulos más estimulantes y gratificantes de los últimos años, la resurrección
de un modo de tratar estos asuntos (la productora que auspició el proyecto fue
la Hammer, tal vez más popular por filmes más grotescos y gráficos que los reseñados,
pero todo un seguro a la hora de tomarse el terror en serio –con sus
excepciones, por supuesto-), una revisitación con personalidad propia, una
joyita como La mujer de negro (2012),
inspirada en la novela de Susan Hill que dio pie a una de las obras de teatro
más representadas de las últimas décadas en varias países (en España, por
ejemplo, constituyó todo un éxito para Emilio Gutiérrez Caba).
La repercusión de aquella cinta, con un Daniel Radcliffe quitándose de
encima con suma facilidad la sombra del Harry Potter fílmico, ese estereotipo
blando y sin sustancia en que convirtieron el personaje creado por J. K.
Rowling (y todos los demás de la saga), con un James Watkins tras la cámara
aportando firmeza y confiando en sus recursos, con una secuencia magistral en
la que sólo algunos sonidos, la iluminación, el escenario, el rostro del actor
principal (por bastante menos de lo que conseguía Radcliffe durante estos
minutos, los críticos han encumbrado a otros y la Academia ha entregado
premios) provocaban que se contuviese la respiración, la jugada salió mejor de
lo esperado y era lógico que se pensase en una secuela, en realidad en otra
historia que recoge el ambiente, el personaje que da nombre a la misma y al que
hay que seguir temiendo, el modo de hacer, pero puede verse con total
independencia de su antecesora, a la que no consigue ni acercarse en logros por
mucho que la creación de atmósfera esté muy lograda y el hecho de enmarcarla en
la Segunda Guerra Mundial ayude a que el edificio abandonado y medio en ruinas
en que transcurre casi toda la acción acentúa lo vil, lo funesto, lo que
amedrenta porque es fruto de semejantes, de otros seres humanos. Tom Harper
asume las tareas de dirección pero se muestra poco inspirado más allá de lo que
ofrecen per se las paredes, la oscuridad, el aislamiento, los ecos de la
guerra, confiándolo todo a cómo la ambientación y los personajes nos evocan
nuestros propios miedos, el pánico a la orfandad (que no tiene sólo que ver con
los padres), la angustia por sentirnos incomprendidos, la crueldad de los
otros, sentimientos que expresa con contundencia y acierto el niño Oaklee
Pendergast, quien encuentra una contendiente de altura en Helen McCrory (otra
de esas actrices británicas capaces de cambiar de registro, tono e intención
con una mínima inflexión de la voz y un gesto casi imperceptible), resultando
un tanto lamentable la escasa fuerza de Phoebe Fox en una interpretación muy
plana y facilona, arrinconando el propio guión a Jeremy Irvine en un cometido
casi secundario y plagado de tópicos, lastre que termina por hacerse demasiado
pesado tras un inicio prometedor. Aunque el resultado sea bastante
decepcionante, ojalá esta idea encuentre continuadores y La mujer de negro vea aumentada su familia, quedando este El ángel de la muerte como un intento
fallido aunque con algunos mimbres que piden un cesto mejor acabado.