viernes, 25 de julio de 2014

"EL SUEÑO DE ELLIS": MARION COTILLARD, ACTRIZ DE PURA RAZA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Inmigrant DIRECCIÓN: James Gray GUIÓN: James Gray, Ric Menello MÚSICA: Christopher Spelman FOTOGRAFÍA: Darius Khondji MONTAJE: John Axelrad, Kayla Emter REPARTO: Marion Cotillard, Joaquin Phoenix, Jeremy Renner, Dagmara Dominczyk, Jicky Schnee, Yelena Solovey

   Como en tantas ocasiones hemos defendido, el espectador tiene todo el derecho del mundo a elegir, a desarrollar filias y fobias, a dejarse llevar por los prejuicios, a no escuchar a nadie (sí, se perderá muchas cosas, no comprenderá otras, pero cada uno es libre de hacer lo que quiera con su dinero, de parecer irracional por mucho que se nos lleven los demonios, aunque se tenga la casi completa seguridad de que disfrutaría con aquello que se le recomienda); del mismo modo, el crítico, el investigador, el analista, el que escribe sobre un arte (el cine, en este caso), debe intentar hacer tabla rasa, juzgar en el momento concreto, equilibrar sus apreciaciones para hablar de lo que es en sí la obra pero sin obviar el conocimiento previo del/os artista/s frente a cuyo trabajo se coloca, porque eso es lo que da peso y poso a sus opiniones, que se desean contrastadas, cimentadas, pensadas, lo más ecuánimes posibles, aunque debería ser requisito imprescindible un verdadero amor por aquello sobre lo que se diserta, una pasión bien entendida y reconocida, una emoción particular que no debe ocultarse para ser honestos con los que puedan tomar esas palabras como referencia. Más allá de otras carencias fácilmente detectables y por desgracia muy abundantes entre aquellos que se dedican a transmitir cultura (la mayoría llegan de rebote, a dedo que es como se crea una redacción en tantas ocasiones sin tener en cuenta la experiencia previa –si existe- o la especialización de cada uno –ídem de ídem-, algunos piden ese destino porque se la considera, erróneamente, la sección menos difícil -“la línea blanda de la información” como ha sido nombrada, despectivamente, por tantos considerados periodistas por ellos mismos-, esa por la que apenas se preocupan en los medios, sirviendo cualquiera para cubrir el expediente –sus páginas, sus minutos, su lugar es rápidamente invadido si alguna noticia considerada de interés general así lo precisa-), una de las peores rémoras que arrastra este tipo de información es el escaso cariño, la nula afición, el suplicio de Tántalo que supone para gran parte de los que tienen encomendadas estas tareas, la desgana con que se afronta, la desidia con que se fusilan dossiers, notas de prensa y/o agencia, textos poco o nada contrastados que en muchas ocasiones están plagados de incorrecciones o afirmaciones erróneas que terminan quedando en la memoria colectiva (atribución de premios, libros escritos, galardones obtenidos, años de entrega, nomenclaturas inexactas –pero lo más sangrante es que, cuando alguien advierte del fallo, siempre hay quien esgrime un “¿qué más da?” con carcajada impune y, al día siguiente, comete la misma falta porque no va a cambiar lo que ya llevaba redactado por un quítame allá ese Oscar, por poner un ejemplo-). Graduando las emociones según el tipo de género que se acometa, la pasión, el gusto o disgusto, el porqué de ellos, las sensaciones provocadas deben ser argumento fundamental a la hora de explicar a los demás lo que hemos percibido frente a la obra de arte (para exponer con frialdad datos objetivos existen los tratados, las enciclopedias, los libros con pretensiones –y logros- de historiador), reconociendo con honestidad (es decir, siendo capaces de encontrar una razón para esa actitud por muy irracionalmente que nos brote) quién es nuestro favorito y a quién consideramos por debajo de la consideración que a otros puede merecer.

   En ese intento por llegar con una actitud prístina y poco o nada contaminada, a la hora de afrontar el visionado de El sueño de Ellis el que esto escribe había dado un rápido vistazo al equipo creativo de la misma y no retuvo en la memoria el nombre del director; puesto que, como tantos filmes en la actualidad, carece de títulos de crédito, no fue hasta el final de la proyección cuando se descubrió/recordó que era James Gray el que estaba detrás de la cámara, lo que fue una reafirmación en los aspectos que, a juicio de un servidor, habían lastrado la película, echando por tierra las expectativas propiciadas por el primer tramo de la misma. Encumbrado por el León de Plata obtenido en el Festival de Venecia de 1994 (obtenido ex aequo con Carlo Mazzacurati por El toro (1994) y Peter Jackson por Criaturas celestiales (1994), quien se antoja un merecedor ganador en solitario, sin necesidad de repartir honores, con una de las cintas más bellamente perturbadoras que puedan rastrearse en cualquier época y cinematografía), aupado a lo más alto con apenas veinticinco años y por su ópera prima, Little Odessa (1994), fue etiquetado como un prometedor renovador del cine de acción/espionaje/thriller y fue ganando fama de director prestigioso al ir espaciando sus entregas (tardó seis años en dirigir otro largo y luego otro siete para el tercero), que siempre eran aplaudidas como inyección de energía a un género al que se acusaba de repetitivo y adocenado cuando, en realidad, La otra cara del crimen (2000) y La noche es nuestra (2007) eran una acumulación irritante de clichés, fórmulas gastadas, estereotipos que algunos quisieron transformar en categoría y vender como estilo propio. Saltándose su dinámica de trabajo, Gray sólo tardó un año en volver a la carga con Two lovers (2008), adaptación libre de aquellas Noches blancas de Dostoievski que Luchino Visconti transformó en auténtica obra maestra en 1957, filme un tanto irregular y exageradamente encomiado que, sin embargo, poseía momentos muy emocionantes y suponía un cambio de registro, otro tono en que el cineasta sabía moverse con soltura, recurriendo de nuevo a lo que en manos de otros se acusa de trasnochado, tramposo o demasiado obvio. El sueño de Ellis se presenta como su obra magna, ambiciosa, queriendo ser heredera de los pioneros que inventaron el cine, aquellos Griffith, Vidor, Bozarge o DeMille que contemplados hoy en día siguen sorprendiendo, cautivando, resultando insuperables, siendo audaces, permanentemente modernos, impresionantes, torrenciales, insuperables, captando a la perfección la atmósfera, el modo de filmar, ofreciendo una primera parte plena de aciertos y con hondura dramática, la misma que se va diluyendo dando paso a un tono bufo e incluso chusco (el personaje de Jeremy Renner se presenta y desarrolla más como una pantomima, como una parodia, casando poco con el tono general, resultando ridículo por más que su interpretación sea comedida y equilibrada) y a ciertas soluciones visuales demasiado fáciles que en ocasiones deslucen la dirección artística, no aportan la verosimilitud que posee la llegada del personaje principal a Ellis Island, su desembarco en la soñada Nueva York, secuencias en las que es fácil evocar, para bien, a los maestros citados antes.

   Pero El sueño de Ellis se beneficia en todo momento de contar en prácticamente cada plano con una de las actrices más dotadas del momento, que acepta la comparación con nombres como Janet Gaynor o Lilian Gish y sale más que airosa del envite, una intérprete que suele estar muy por encima de las películas en que interviene, un nombre que ya tiene aureola legendaria porque todos sus pasos se saldan con enormes éxitos personales, con encarnaciones en las que se mimetiza, se transforma, se oculta, en las que parece como si el personaje la poseyera, en las que puede resultar complicado reconocer a la actriz y todo porque varía su manera de caminar, de mirar, de pronunciar, de respirar, de ser: Marion Cotillard conmueve, enamora, duele, importa, consigue un grado de empatía que nos pone de su lado desde el primer momento, con la sabiduría y economía de recursos de sus enormes colegas anteriormente citadas (y que deja en pañales a un Joaquin Phoenix que a ratos regresa a sus enervantes muecas) es capaz de transmitir sólo con sus ojos páginas de guión (en el que, por cierto, había 20 páginas en polaco que aprendió en apenas dos meses para pronunciarlo con esa verdad que hace dudar si está doblada -¡Es ella!-), de encogerse ante el tormento para quebrarnos el ánimo, de sobreponerse por el amor a su hermana y hacer comprensible su atormentada alma, su errático comportamiento, su aparente amoralidad, su extraño modo de enfrentarse a los múltiples obstáculos que aparecen en su camino, en ocasiones propiciados por sí misma. Con una actriz de semejante calibre, por mucho que el edificio se tambalee (y lo ha demostrado en cintas de peor o nefasto acabado, especialmente en su asunción del alma de Edith Piaf, ese espanto visual con una estructura abstrusa sin orden ni concierto conocido como La vida en rosa (2007) en que ella demostró su versatilidad, su facilidad para entrelazar tonos, su adecuación a cualquier cometido por complejo que parezca), con Marion Cotillard como columna vertebral de la historia, James Gray consigue una película plausible, por momentos deslumbrante, a ratos vacía, pero siempre interesante porque una mujer, ella, quiere recuperar a su hermana y huir de un pasado cruel que algunos quieren que sea su presente, negándole el futuro.

jueves, 17 de julio de 2014

"X-MEN: DÍAS DEL FUTURO PASADO": LO MEJOR, EL PRESENTE








TÍTULO ORIGINAL: X-Men: Days of Future Past DIRECCIÓN: Bryan Singer GUIÓN: Simon Kinberg MÚSICA: John Ottman FOTOGRAFÍA: Newton Thomas Sigel MONTAJE: John Ottman, Michael Louis Hill REPARTO: Hugh Jackman, James McAvoy, Michael Fassbender, Jennifer Lawrence, Patrick Stewart, Ian McKellen, Peter Dinklage

   Bryan Singer inauguró lo que ahora ya es una saga con cinco filmes y una franquicia (la protagonizada en solitario por Lobezno que ya suma dos títulos) sorprendiendo a propios y extraños, puesto que él mismo reconoció que apenas sabía nada sobre estos superhéroes antes de vincularse al proyecto y consiguió aunar tantos a los fans más acérrimos como a los más suspicaces, contentando a éstos y ganando adeptos entre los que jamás habían leído un cómic e incluso entre los que no gustaban de ellos (algunos, y ahí se inscribe el que firma el presente artículo, admiradores hasta el final de la prístina Patrulla X –tal y como se hizo popular en España-, la protagonista de las primeras hazañas, los personajes que dieron pie a todo lo que vino después). X-Men (2000) supo recoger el espíritu de aquellas aventuras en las que primaba la acción, la diversión, la emoción, en las que se tocaban asuntos profundos y con tintes filosóficos, pero dejándolos en segundo plano o, cuando menos, no complicando la existencia al lector, primando la evasión sobre la reflexión, consiguiendo diferentes niveles de satisfacción al saber narrar para los chavales y para los adultos. Con los mismos mimbres, y dejando en mal lugar el dicho popular que afirma que segunda partes nunca fueron buenas (escollo que Coppola también salvó –aunque la original, El Padrino (1972), sea insuperable, pero supo hacer un filme, El Padrino II (1974), con entidad propia y sin rebajar el nivel alcanzado- y que en la serie de Toy Story llega a las cotas más altas –el segundo título, Toy Story 2 (1999), bate en hilaridad, ingenio, frescura y sorpresa al estupendo primero y deja por los suelos al sobrevalorado tercero, mera vuelta de tuerca de los hallazgos de sus predecesoras-), X-Men 2 (2003) reverdeció laureles, mejoró los logros de la primera parte, constituyó uno de los grandes títulos de acción de la década, sin dejar de lado el cuidado guión en el que se daban la mano con sencillez los asuntos más intrascendentes con las psicologías de los personajes y sus estigmas, lacras, depresiones, aquello a lo que debían enfrentarse cotidiana e íntimamente (enemigos más virulentos y poderosos al habitar en su interior que aquellos con los que luchaban para preservar su seguridad y salvar el mundo).
   Por todo eso, y tras una tercera parte que supo a poco en manos de Brett Ratner –X-Men. La decisión final (2006)-, en una pirueta de directores puesto que éste era en principio el destinado para el que fue nuevo filme de Singer, Superman Returns (2006)-filme, por cierto, vacuo y encallado en todos los errores evitados en las dos primeras entregas de X-Men-, cuando la saga empezaba a expandirse contando la juventud de algunos personajes y las andanzas de otro sin necesidad del resto del grupo, fue una estupenda noticia saber que el cineasta regresaba para hacerse cargo de la adaptación de una de las historias más emblemáticas de los mutantes, la que les pone en contacto con su propio pasado. Con algunos cambios lógicos por aquello de buscar el máximo número de espectadores, contentar a los seguidores cinematográficos que no conocen el original, buscar un reparto lo más atractivo posible, la trama cae sobre los hombros de Lobezno, personaje carismático al que Hugh Jackman transformó en legendario, aunque él no sea el protagonista en el cómic que sirve de base a la película. Pero parece haber quedado atrás todo lo que pueda ser tildado de meramente entretenido, el guión se contagia del complejo que tantos han padecido anteriormente cuando, en contra de lo que pueda pensarse, se han aproximado con respeto y mimo a las viñetas de Marvel y el tono ampuloso, discursivo, cargante, confuso y complejo se adueña de las imágenes, de los diálogos, nada fluye con la misma sencillez que antaño, apenas hay atisbos de lo que era marca de la casa; los guionistas parecen olvidar que estamos acostumbrados a las amenazas nucleares, al fin del mundo, a referencias a la Guerra Fría, a tomar una anécdota histórica y retorcerla según convenga a la trama, a las luchas internas de los superhéroes, que todo esto aparece en los tebeos (otra palabra tabú para algunos), pero fantásticamente aderezado, mezclado, escondido detrás de lo que primaba, de lo que realmente importaba, de lo que buscábamos con avidez: las luchas, las persecuciones, los entuertos por deshacer. Aunque Singer regala algunos momentos espléndidos en los que se percibe su buen gusto y su apabullante recreación de un universo de cómic (en toda la amplia, bendita, honrosa y talentosa expresión del mismo), el filme camina un tanto torpemente, sin parecer tener muy claro hacia dónde dirigirse, dejándolo todo sobre los hombros de un reparto de campanillas que tampoco puede lucirse demasiado al ser sepultado por el mero brochazo, la nula construcción de personalidades, el esquema reduccionista (que, por cierto, hace difícil seguir el desarrollo al que desconoce lo que sucedió antes); los que destacan (el espléndido Peter Dinklage, el magisterio de Ian McKellen, la sobriedad de Patrick Stewart, el camaleónico James McAvoy, la entrega en todo momento de Hugh Jackman) lo hacen por aportar extras que no aparecen en el libreto que están obligados a defender.
   En medio de este caos, como un oasis refrescante, aparece el momento en que rescatan al Magneto del pasado de su prisión en el mismísimo Pentágono: Singer se permite un par de alardes que otorgan una entidad legendaria a ese tramo desde el momento en que se está contemplando y, además, lo hace sin alambicar su estilo, mostrándolo todo, recreándose en la jugada, divirtiendo, provocando, admirando, sorprendiendo, entrando a la esencia del cómic, volviendo a ser el de siempre (y la incorporación de Evan Peters merece más desarrollo, más presencia). Si la última y prometedora secuencia, el regocijante colofón, es un indicio de por dónde podría continuar la saga (y ojalá decidan quedarse en ese momento, en ese tiempo, elegir esa opción), confiemos en que Singer regrese con las armas bien cargadas y con el mismo espíritu lúdico que propició que los X-Men se elevasen hasta lo más alto en el olimpo cinematográfico.

sábado, 5 de julio de 2014

"LAS DOS CARAS DE ENERO": LA AMBIGÜEDAD MORAL COMO FORMA DE VIDA







TÍTULO ORIGINAL: The Two Faces of January DIRECCIÓN: Hossein Amini GUIÓN: Hossein Amini (basado en la novela homónima de Patricia Highsmith) MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: Marcel Zyskind MONTAJE: Nicolas Chaudeurge, Jon Harris REPARTO: Viggo Mortensen, Kirsten Dunst, Oscar Isaac, Daisy Bevan, David Warshofsky

   Patricia Highsmith fue una escritora que rompió todos los moldes, que recuperó para el género policíaco la calidad, profundidad y cuidada elaboración que muchos le negaban, que huyó de cualquier etiqueta inventando las suyas propias, las que se han convertido en categoría, en referente, en manera de construir una historia, las que llevan asociado su apellido, reinventándose una y mil veces, sin caer en clichés, fórmulas, reiteraciones, poseedora de un estilo limpio, ameno, envolvente con el que trenzar atmósferas opresivas, ominosas, aterradoras, centrando su atención en esos detalles anodinos, intrascendentes, incluso estúpidos, en frases que se dicen inconscientemente, en actitudes inexplicables que sin embargo son cotidianas, en rutinas que sólo tienen sentido para el que las sigue, en el gesto menos intencionado, en todo lo que observado por otros puede constituir una señal de peligro, una alerta que pone en riesgo la normalidad, una tara que advierte, que provoca desconfianza, un movimiento que los de alrededor consideran extraño, en definitiva, cualquier mínima perturbación que puede ser indicativa de una amenaza cuyos estragos pueden ser letales, dibujando personas que, por mucha respetabilidad que destilen, siempre parecen dispuestos a cruzar al otro lado, a saltarse la frontera de lo moral para, en muchas ocasiones sin ser capaces de evitarlo, sin poseer los recursos para ello, sin ser conscientes de cómo va creciendo lo que era un mínimo copo de nieve hasta que el alud es imparable, dejarse arrastrar por el delito, por lo reprobable, siendo una maestra a la hora de crear tipos amorales, sin conciencia, imperturbables cuando asesinan, cuando perpetran la fechoría, gente aparentemente encantadora, educada, culta, sociable, una experta en profundizar hasta los rincones más ocultos de cualquiera de nosotros (por mucho que queramos negar su existencia).
   Una de sus características más definitorias y reseñables, la que la aupó a lo más alto desde su debut literario en 1950 –su ópera prima, la espléndida Extraños en un tren fue llevada al cine por el maestro Hitchcock sólo un año después, reconociendo una conexión entre ambos más allá de lo meramente formal o estilístico-, su sello más idiosincrásico es el de suministrar al lector más información de la que poseen los personajes, precisamente para hacerle navegar por la ambigüedad que puede impregnar, como antes señalábamos, el instante más pueril, para que nada resulta ni parezca claro, para asistir con angustia e incluso horror al modo en que todo se enmaraña y el inocente se ve incapaz de demostrar que lo es, arrastrado por una vorágine de malentendidos que desembocan en un callejón sin salida; esto se combina con el modo en que, a pinceladas rápidas pero certeras, a veces como de pasada pero posando el dato en el ánimo del lector, Highsmith va dejando caer pormenores sobre la psicología de sus creaciones, rasgos que, contemplados bajo el prisma de la sospecha (porque todo lo parece en sus páginas: nos ha enseñado a ponerlo en cuarentena, a sospechar de cualquiera incluso aunque parezca dejar claro que sus intenciones son nobles –eso sí, siempre con las cartas sobre la mesa y siendo muy honesta, sin insólitos golpes de timón, innecesarios porque el absurdo es, querámoslo o no, nuestra manera de vivir-), en un clima de creciente recelo, incapaces de frenar la escalada de suspicacia, malicia, violencia, parece que son evidencias irrebatibles, estigmas que devienen en comportamientos asociales, sociópatas, diversos grados de vileza. Hossein Amini, con el acierto demostrado en su meritoria y plausible adaptación de una de las magnas obras de Henry James en Las alas de la paloma (1997), olvida todo el envaramiento, pedantería y burda imitación que le valieron los parabienes más encendidos por su guión para la sobrevalorada Drive (2011) –en la que hasta el hieratismo de Ryan Gosling era una pura mueca- para ofrecer uno de los acercamientos más certeros y fieles al universo de la Highsmith (con el permiso del maestro antes citado a pesar de las imposiciones para rebajar un poco un tono, de Claude Chabrol quien, en realidad, la toma como punto de partida, como inspiración para centrarse en sus propias obsesiones y de Anthony Minghella quien, a pesar del error de casting que supone transformar a Ripley en Matt Damon, supo ponerse al servicio de la historia y no al revés como hicieron otros), recreando una atmósfera que, tras aparecer como idílica, lúdica, ideal para la vacación, para el flirteo, para la diversión, va haciéndose sofocante, implacable, fagocitando a los que la habitan, colocándolos contra las cuerdas, moviendo el suelo bajo sus pies, dejando caer las piezas del dominó con parsimonia y calma, dejando que los acontecimientos se vayan sucediendo sin querer evitarlos, imprimiendo una tensión emocional, sentimental, personal, humana, que es el mayor logro de la escritora, por lo que sus narraciones no pierden vigencia ni frescura, que es lo que Amini sabe reproducir, recrear, elaborar para que resulte imposible despegar los ojos de la pantalla.
   Viggo Mortensen consigue evitar durante parte del metraje esa aureola de gran actor tendente al esfuerzo, a la transformación física, a exhibir supuestos recursos, a alardear de ellos, a que se le vea el truco, componiendo con buen gusto y sin excesos el personaje más al límite, el estafador al que se descubre como tal en los primeros minutos, la espoleta que enciende todo lo demás, el delincuente al que su esposa apoya, secunda, cree, no hace preguntas, instalada en esa amoralidad que se rechaza socialmente pero en la que casi cualquiera está dispuesto a caer si hay un rédito económico y se sale impune del lance (base primordial de buena parte de la producción de Patricia Highsmith). Kirsten Dunst cumple con su cometido, el de ser gozne, eje, bisagra, tercer ángulo, aunque la función tiene claramente un dueño y señor, un intérprete que, paso a paso, sin alharacas pero con pie firme, va revelando en cada nuevo trabajo lo que ya era posible atisbar en Ágora (2009) y lo que confirmó sin ambages en la cansina y pagada de sí misma –demasiado habitual en los hermanos Coen esa fatuidad formal que lastra sus películas- A propósito de Llewyn Davis (2013): es un actor de gran solidez, capaz de mostrar el alma de sus roles con una mirada, un gesto, un movimiento, que aborda su cometido con enorme inteligencia, adecuándose a lo que es preciso, colocando su atractivo físico en segundo término sin necesidad de disfraces, caracterizaciones o demás cualidades exógenas a lo meramente interpretativo, potenciándolo cuando la ocasión –como ésta- lo requiere, jugando con lo equívoco, lo oscuro, imbuyéndose de lo que la escritora plasmó en sus páginas, haciéndole deseable como un futuro Ripley. El filme es una de esas experiencias que devuelven, reafirman, consolidan, recuerdan por qué nos gusta tanto ir al cine y es una muestra de cómo hacer una película al modo clásico sin que eso suponga restarle un ápice de brío, energía, presteza, velocidad (¡Cómo si no los hubiese en el Hollywood dorado!), sabiendo dosificar los ingredientes y sin quedarse en un vulgar remedo estático y sin vida; podríamos decir que hemos recuperado un guionista y ganado un director y, además, se ha hecho justicia con una escritora necesaria.