TÍTULO ORIGINAL: The Inmigrant DIRECCIÓN:
James Gray GUIÓN: James Gray, Ric Menello MÚSICA: Christopher Spelman
FOTOGRAFÍA: Darius Khondji MONTAJE: John Axelrad, Kayla Emter REPARTO: Marion
Cotillard, Joaquin Phoenix, Jeremy Renner, Dagmara Dominczyk, Jicky Schnee,
Yelena Solovey
Como
en tantas ocasiones hemos defendido, el espectador tiene todo el derecho del
mundo a elegir, a desarrollar filias y fobias, a dejarse llevar por los
prejuicios, a no escuchar a nadie (sí, se perderá muchas cosas, no comprenderá
otras, pero cada uno es libre de hacer lo que quiera con su dinero, de parecer
irracional por mucho que se nos lleven los demonios, aunque se tenga la casi
completa seguridad de que disfrutaría con aquello que se le recomienda); del
mismo modo, el crítico, el investigador, el analista, el que escribe sobre un
arte (el cine, en este caso), debe intentar hacer tabla rasa, juzgar en el
momento concreto, equilibrar sus apreciaciones para hablar de lo que es en sí
la obra pero sin obviar el conocimiento previo del/os artista/s frente a cuyo
trabajo se coloca, porque eso es lo que da peso y poso a sus opiniones, que se
desean contrastadas, cimentadas, pensadas, lo más ecuánimes posibles, aunque
debería ser requisito imprescindible un verdadero amor por aquello sobre lo que
se diserta, una pasión bien entendida y reconocida, una emoción particular que
no debe ocultarse para ser honestos con los que puedan tomar esas palabras como
referencia. Más allá de otras carencias fácilmente detectables y por desgracia
muy abundantes entre aquellos que se dedican a transmitir cultura (la mayoría
llegan de rebote, a dedo que es como se crea una redacción en tantas ocasiones
sin tener en cuenta la experiencia previa –si existe- o la especialización de
cada uno –ídem de ídem-, algunos piden ese destino porque se la considera,
erróneamente, la sección menos difícil -“la línea blanda de la información”
como ha sido nombrada, despectivamente, por tantos considerados periodistas por
ellos mismos-, esa por la que apenas se preocupan en los medios, sirviendo
cualquiera para cubrir el expediente –sus páginas, sus minutos, su lugar es
rápidamente invadido si alguna noticia considerada de interés general así lo
precisa-), una de las peores rémoras que arrastra este tipo de información es
el escaso cariño, la nula afición, el suplicio de Tántalo que supone para gran
parte de los que tienen encomendadas estas tareas, la desgana con que se
afronta, la desidia con que se fusilan dossiers, notas de prensa y/o agencia, textos
poco o nada contrastados que en muchas ocasiones están plagados de
incorrecciones o afirmaciones erróneas que terminan quedando en la memoria
colectiva (atribución de premios, libros escritos, galardones obtenidos, años
de entrega, nomenclaturas inexactas –pero lo más sangrante es que, cuando
alguien advierte del fallo, siempre hay quien esgrime un “¿qué más da?” con carcajada
impune y, al día siguiente, comete la misma falta porque no va a cambiar lo que
ya llevaba redactado por un quítame allá ese Oscar, por poner un ejemplo-).
Graduando las emociones según el tipo de género que se acometa, la pasión, el
gusto o disgusto, el porqué de ellos, las sensaciones provocadas deben ser
argumento fundamental a la hora de explicar a los demás lo que hemos percibido
frente a la obra de arte (para exponer con frialdad datos objetivos existen los
tratados, las enciclopedias, los libros con pretensiones –y logros- de
historiador), reconociendo con honestidad (es decir, siendo capaces de
encontrar una razón para esa actitud por muy irracionalmente que nos brote)
quién es nuestro favorito y a quién consideramos por debajo de la consideración
que a otros puede merecer.
En
ese intento por llegar con una actitud prístina y poco o nada contaminada, a la
hora de afrontar el visionado de El sueño
de Ellis el que esto escribe había dado un rápido vistazo al equipo
creativo de la misma y no retuvo en la memoria el nombre del director; puesto
que, como tantos filmes en la actualidad, carece de títulos de crédito, no fue
hasta el final de la proyección cuando se descubrió/recordó que era James Gray
el que estaba detrás de la cámara, lo que fue una reafirmación en los aspectos
que, a juicio de un servidor, habían lastrado la película, echando por tierra
las expectativas propiciadas por el primer tramo de la misma. Encumbrado por el
León de Plata obtenido en el Festival de Venecia de 1994 (obtenido ex aequo con
Carlo Mazzacurati por El toro (1994)
y Peter Jackson por Criaturas celestiales
(1994), quien se antoja un merecedor ganador en solitario, sin necesidad de
repartir honores, con una de las cintas más bellamente perturbadoras que puedan
rastrearse en cualquier época y cinematografía), aupado a lo más alto con
apenas veinticinco años y por su ópera prima, Little Odessa (1994), fue etiquetado como un prometedor renovador
del cine de acción/espionaje/thriller y fue ganando fama de director prestigioso
al ir espaciando sus entregas (tardó seis años en dirigir otro largo y luego
otro siete para el tercero), que siempre eran aplaudidas como inyección de
energía a un género al que se acusaba de repetitivo y adocenado cuando, en
realidad, La otra cara del crimen (2000)
y La noche es nuestra (2007) eran una
acumulación irritante de clichés, fórmulas gastadas, estereotipos que algunos
quisieron transformar en categoría y vender como estilo propio. Saltándose su
dinámica de trabajo, Gray sólo tardó un año en volver a la carga con Two lovers (2008), adaptación libre de
aquellas Noches blancas de
Dostoievski que Luchino Visconti transformó en auténtica obra maestra en 1957,
filme un tanto irregular y exageradamente encomiado que, sin embargo, poseía
momentos muy emocionantes y suponía un cambio de registro, otro tono en que el
cineasta sabía moverse con soltura, recurriendo de nuevo a lo que en manos de
otros se acusa de trasnochado, tramposo o demasiado obvio. El sueño de Ellis se presenta como su obra magna, ambiciosa,
queriendo ser heredera de los pioneros que inventaron el cine, aquellos
Griffith, Vidor, Bozarge o DeMille que contemplados hoy en día siguen
sorprendiendo, cautivando, resultando insuperables, siendo audaces,
permanentemente modernos, impresionantes, torrenciales, insuperables, captando
a la perfección la atmósfera, el modo de filmar, ofreciendo una primera parte
plena de aciertos y con hondura dramática, la misma que se va diluyendo dando
paso a un tono bufo e incluso chusco (el personaje de Jeremy Renner se presenta
y desarrolla más como una pantomima, como una parodia, casando poco con el tono
general, resultando ridículo por más que su interpretación sea comedida y
equilibrada) y a ciertas soluciones visuales demasiado fáciles que en ocasiones
deslucen la dirección artística, no aportan la verosimilitud que posee la
llegada del personaje principal a Ellis Island, su desembarco en la soñada
Nueva York, secuencias en las que es fácil evocar, para bien, a los maestros
citados antes.
Pero El sueño de Ellis se beneficia en todo
momento de contar en prácticamente cada plano con una de las actrices más
dotadas del momento, que acepta la comparación con nombres como Janet Gaynor o
Lilian Gish y sale más que airosa del envite, una intérprete que suele estar
muy por encima de las películas en que interviene, un nombre que ya tiene
aureola legendaria porque todos sus pasos se saldan con enormes éxitos
personales, con encarnaciones en las que se mimetiza, se transforma, se oculta,
en las que parece como si el personaje la poseyera, en las que puede resultar
complicado reconocer a la actriz y todo porque varía su manera de caminar, de
mirar, de pronunciar, de respirar, de ser: Marion Cotillard conmueve, enamora,
duele, importa, consigue un grado de empatía que nos pone de su lado desde el
primer momento, con la sabiduría y economía de recursos de sus enormes colegas
anteriormente citadas (y que deja en pañales a un Joaquin Phoenix que a ratos regresa
a sus enervantes muecas) es capaz de transmitir sólo con sus ojos páginas de
guión (en el que, por cierto, había 20 páginas en polaco que aprendió en apenas
dos meses para pronunciarlo con esa verdad que hace dudar si está doblada -¡Es
ella!-), de encogerse ante el tormento para quebrarnos el ánimo, de
sobreponerse por el amor a su hermana y hacer comprensible su atormentada alma,
su errático comportamiento, su aparente amoralidad, su extraño modo de
enfrentarse a los múltiples obstáculos que aparecen en su camino, en ocasiones
propiciados por sí misma. Con una actriz de semejante calibre, por mucho que el
edificio se tambalee (y lo ha demostrado en cintas de peor o nefasto acabado,
especialmente en su asunción del alma de Edith Piaf, ese espanto visual con una
estructura abstrusa sin orden ni concierto conocido como La vida en rosa (2007) en que ella demostró su versatilidad, su
facilidad para entrelazar tonos, su adecuación a cualquier cometido por
complejo que parezca), con Marion Cotillard como columna vertebral de la
historia, James Gray consigue una película plausible, por momentos deslumbrante,
a ratos vacía, pero siempre interesante porque una mujer, ella, quiere
recuperar a su hermana y huir de un pasado cruel que algunos quieren que sea su
presente, negándole el futuro.