sábado, 29 de diciembre de 2012

"LAS SESIONES": SENSIBILIDAD Y BUEN GUSTO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Sessions DIRECCIÓN: Ben Lewin GUIÓN: Ben Lewin MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Geoffrey Simpson MONTAJE: Lisa Bromwell REPARTO: John Hawkes, Helen Hunt, William H. Macy, Moon Bloodgood, Adam Arkin


   Hay películas que resultan muy difíciles de clasificar porque invalidan todos los cánones, superan cualquier calificativo, rompen las costuras de los géneros sancionados como tales, se constituyen ellas mismas en categoría, en vara de medir, obligan a buscar nuevos adjetivos y, lo mejor de todo, es que lo hacen con una sencillez apabullante, como si llegar a ese prodigio de concisión y equilibrio fuese patrimonio de cualquiera, apareciendo ante nuestros ojos como una epifanía, como un regalo colmado de deleite, de sinceridad, de alegría y optimismo, abandonando desde su concepción la más mínima tentación o posibilidad de embarrancar en lo trillado, en un buenismo simplón y autocomplaciente como el de las obras de Jorge Bucay y demás gurús, en un tono aleccionador o de sermón, en querer buscar una moraleja. Y, sin embargo, Las sesiones nos deja mucho en lo que seguir pensando tiempo después de haber abandonado la sala, pero lo hace al modo de Pulgarcito, sembrando el camino de migas de pan que cada uno puede recoger como más le plazca, refrenando cualquier atisbo de tremendismo, de impudicia, obviando los lagrimales del público, yendo directo hacia el corazón (aunque se puede dar el hecho de que más de un espectador llore de emoción, de risa, de éxtasis).

   Es la segunda vez que el cine se fija en la historia del periodista y poeta Mark O´Brien: la primera fue a través del cortometraje documental Breathing Lessons: The Life and Work of Mark O´Brien (1996), que se alzó con el Oscar en su categoría y que, como señala el título (“lecciones de respiración”), se centraba en cómo organiza una vida tan activa (se graduó en la Universidad, creó una editorial, produjo su obra) alguien que necesita un pulmón de acero para respirar y que sólo tiene unas horas al día de autonomía, teniendo además en cuenta que no puede valerse por sí solo debido a la polio que sufrió cuando tenía seis años y que fue la que le condenó a estar postrado el resto de su vida. En esta ocasión, el escritor y director Ben Lewin (que también sufrió la polio cuando era niño, por fortuna con secuelas menos graves) se centra en uno de los artículos periodísticos publicados por O´Brien, en concreto en el que narraba su experiencia con una terapeuta sexual cuando, a los 38 años, decidió perder su virginidad; como es fácil comprender, este material es absoluta dinamita que puede estallar en el momento más inadecuado, escapando sus mortíferos resultados por las muchas brechas que pueden abrirse. Y ahí es dónde hemos de volver a lo ya señalado: la sensibilidad, el cuidado, la exquisitez, el buen humor con que se narra la cinta consigue evitar cualquier complicación, porque no ahorra nada, no trivializa, no camufla, no frivoliza, pero encuentra el tono adecuado, muy natural, equilibrado, confiando en la inteligencia del espectador, dando una lección de buen gusto como no se recuerda desde hace años.

   Como su título indica, la película se centra en las sesiones que O´Brien contrata para que una terapeuta sexual especializada en discapacitados le ayude a tomar conciencia y control sobre su cuerpo y pueda disfrutar practicando sexo; sin caer en discursos, en arrebatos, en aldabonazos de conciencia, sin erigirse en nada, Ben Lewin nos impresiona, nos emociona, nos convierte a su causa (aunque no es lo que pretende), sobre todo cuando confirmamos que las voces de siempre, aquellas que quieren imponer su manera de entender la moral, aquellas que siempre están evangelizando, que deciden qué es correcto y qué no, aquellas que se sienten superiores regalando caridad, tratando a los que miran como si fuesen menos con conmiseración preñada de afectación, se levantan y abandonan la proyección para la prensa porque no pueden tolerar que alguien como Mark O´Brien (me niego a reproducir los epítetos que le dedican) quiera disfrutar con el sexo y que nosotros tengamos que encontrar lógico tal anhelo y alegrarnos de su consecución. Y, nunca mejor dicho, el director se niega cualquier obscenidad, lo que no sólo debe entenderse en el plano sexual, especialmente lo decimos por cómo suelen tratar los asuntos relacionados con las enfermedades ciertos cineastas que logran el aplauso generalizado (para no remontarnos muy atrás, baste recordar que, si Haneke no lo remedia, la Academia podría refrendar con el premio a la mejor película de habla no inglesa la imparable carrera comercial de Intocable (2011), ese fenómeno de masas que, por encima de todo lo demás, es un filme muy aburrido); un pene erecto puede ser el eje (perdón por la figura, se ve que he aprendido poco de la escritura de Lewin) sobre el que pivote una parte importante del metraje sin necesidad de nada más que unos buenos diálogos (los adecuados, los precisos, medidos y mimados) y unos actores en absoluto estado de gracia.

   Es muy gratificante recuperar a una actriz de los quilates de Helen Hunt en un cometido de semejante calibre: su franca sonrisa, la naturalidad con la que se va adentrando en los miedos de Mark y la manera en que resuelve los problemas, van poco a poco deviniendo en un cambio de actitud que, aunque mínimamente exteriorizado, es notorio para su marido; sólo pueden tener lugar un máximo de seis sesiones para evitar la creación de cualquier otro vínculo entre terapeuta y paciente, pero la inteligencia y ganas por gozar del segundo hacen que todo vaya mucho más rápido y, sin embargo, pudiera decirse que en pantalla apenas sucede nada, sencillamente se van acumulando las sensaciones, los deseos, las frustraciones, los logros, las sonrisas y Helen Hunt expresa todas sin aspavientos, controlando los gestos, midiendo la voz, llenando de contenido cada mirada, logrando una de las secuencias más emotivas y brutales vistas en mucho tiempo y para ello sólo necesita meterse en su coche y que le recuerden que no ha cogido el cheque con el que le pagan cada sesión. Si en Mejor… imposible (1997) superó con creces cualquier expectativa (era popular por una comedia televisiva, heredaba el papel de Holly Hunter, se enfrentaba a un Jack Nicholson nacido para ese personaje, tenía que decir las frases de uno de los grandes guiones de James L. Brooks), gracias a esta cinta logra, por fin, revalidar aquel éxito y confirmar que el título como grande que algunos le otorgábamos no le venía ídem.  

   Otro de los múltiples aciertos del guión de Lewis es no convertirlo en un recital del actor protagonista (ese tipo de interpretaciones tan esforzadas y forzadas que, sin embargo, se traducen muchas veces en galardones otorgados por el gremio de actores); antes al contrario, podría decirse que el escritor se lo pone muy difícil a John Hawkes, puesto que no le entrega ninguna escena de lucimiento, en el sentido más peyorativo del término (incluso la maravillosa –tan denostada por las mismas voces que citábamos antes- Mar adentro (2004) se guardaba algún resquicio para que Javier Bardem –el impresionante Javier Bardem de esa película- dejase claro el porqué de su prestigio -¡Qué lejos queda esto con su ridícula composición como malo de la saga Bond tan fresca en la memoria!-). Es en esa aparente inanidad, en ese despojamiento de artificio, en esa entrega completa, donde John Hawkes va conformando una actuación superlativa, manejando la voz prodigiosamente, sabiendo intercalar el sentido del humor cuando conviene, no escondiendo su vulnerabilidad cuando hacerlo resultaría un error, exhibiendo un carisma impensable en alguien asociado a dos de los títulos más exasperantes de los últimos años, esos convencidos de su importancia, bendecidos por la crítica, descubridores de nuevos talentos: Winter´s Bone (2010) –aunque le valiese varios laureles, nominación al Oscar incluida- y Martha Marcy May Marlene (2011). A la espera de ver lo que hace Daniel Day Lewis (quien obtuvo su primer Oscar por Mi pie izquierdo (1989), establezcan ustedes los paralelismos que quieran) en el Lincoln de Spielberg, la tan esperada por tantas razones, cinta en la que también participa Hawkes, este actor encabeza nuestras preferencias para auparse con el premio de la Academia, sobre todo para hacernos olvidar tantos galardones inadecuados y gratuitos (el Dustin Hoffman de Rain Man (1988), el Cliff Robertson de Charly (1968)) y para confirmar que, con su encarnación de Mark O´Brien, John Hawkes se ha convertido en un actor de leyenda.

   Ben Lewis dirige con acierto y buen tino, sabe acompasarse al perfecto guión que le alienta, y entrega Las sesiones a los intérpretes: los primeros planos, los planos medios, muestran lo necesario, es decir, los rostros, las miradas (decisivas en una manera de narrar llena de elipsis en la que hay tanto sugerido), las rutinas; acompañan en esta aventura a John Hawkes y Helen Hunt un solvente y divertido William H. Macy y una estupenda Moon Bloodgood que, al igual que el resto del reparto, saben emocionar desde la contención, desde la economía de recursos, desde la verdad que respira cada fotograma de esta imprescindible película.

viernes, 28 de diciembre de 2012

"EL HOBBIT: UN VIAJE INESPERADO": POR BUEN CAMINO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Hobbit: An unexpected journey DIRECCIÓN: Peter Jackson GUIÓN: Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson, Guillermo del Toro (basado en la novela El hobbit de J. R. R. Tolkien) MÚSICA: Howard Shore FOTOGRAFÍA: Andrew Lesnie MONTAJE: Jabez Olssen REPARTO: Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage, Ken Stott, Cate Blanchett, Hugo Weaving, Andy Serkis, Christopher Lee
 
   Hoy toca eso tan complicado de hablar de lo que debe considerarse “una obra en proceso”, puesto que es tan sólo la primera parte de lo que ha sido anunciada y confirmada como una trilogía que, en realidad, se concibe como una sola historia; pero, como ya demostrase en su anterior incursión en el universo tolkeniano, aunque Peter Jackson es consciente de que el público llega con la lección sabida, no pierde de vista que puede haber espectadores que se incorporen en cualquier capítulo o que no vean los siguientes e intenta que cada parte se explique como una película independiente, logrando ser conciso, sin detenerse demasiado en lo que ya pasó y dejando en el aire los interrogantes necesarios para que el interés no decaiga, sabiendo dosificar los “continuará” con mano firme. Aunque en este caso, que sin duda es un absoluto regalo y deleite para los millones que aplaudieron las tres maravillosas cintas que conforman ese monumento cinematográfico agrupado bajo el título común de El Señor de los Anillos –tal y como lo concibió su autor, al modo en que también presentase Gonzalo Torrente Ballester Los gozos y las sombras: un paraguas bajo el que cobijar tres volúmenes con denominación propia-, Jackson se va a los orígenes de la historia que narró y, aunque se permite mil y un guiños y muchos aportes para los seguidores de la que ahora habrá que llamar “la primera trilogía” (al modo de La guerra de las galaxias, aunque en ese caso la calidad de la filmada entre 1977 y 1983 supere con creces a la posterior), no tiene porqué explicar mucho más, ya que los sucesos que tantos conocen son posteriores a los aquí reseñados.

   El hobbit nació como cuento privado, sólo para los hijos de Tolkien, como parte del ingente trabajo que estaba desarrollando en la creación de su mundo literario, cuya obra cumbre debía ser El Silmarillion, en realidad un conjunto de historias en las que el autor nacido en Sudáfrica trabajó toda su vida, asumiendo la complejidad y dificultad de comprensión para el no iniciado, siendo rechazadas en varias ocasiones a pesar del éxito de sus otros libros precisamente por este carácter críptico, y que sólo vieron la luz tras su muerte en edición de su hijo Christopher; he ahí la primera, clara y notoria diferencia entre esta nueva entrega y las anteriores: su carácter más lúdico, más infantil si se quiere señalar así, menos trascendente, menos filosófico, menos hondo, más tradicional, más aventurero, con menos pretensiones (aunque el propio Tolkien renegó de algunos añadidos a los que se vio obligado por los editores para que el texto pudiese ser comprendido por lectores muy jóvenes). Y, sin embargo, sabiendo cuál es el grueso de la audiencia que va a congregar (es decir, público que ya se extasió  con La Comunidad del Anillo (2001), Las dos torres (2002) y El retorno del rey (2003) y que, por lo tanto, ha cumplido una década más de vida desde el principio), incorpora, recupera, integra personajes ya conocidos que no aparecen en las páginas del texto original para que estas nuevas cintas se integren perfectamente en el corpus narrativo de la Tierra Media que está llevando a cabo, equilibrando a la perfección los aspectos más joviales y podemos decir intrascendentes (lo que no significa infantilizar al héroe y sus avatares como sí han hecho hasta la saciedad y la irritación para los fieles de J. K. Rowling con Harry Potter en su traslación a la gran pantalla) con la carga de profundidad que supone la mitología que Tolkien desarrolla en sus escritos.

   No tenía nada que demostrar en lo que a concepción de espectáculo, coreografía de los movimientos de cámara, facilidad para convertir un universo mágico e imaginario en algo real y tangible (ahí está esa obra maestra, a medias desconocida, a medias olvidada, titulada Criaturas celestiales (1994) para dejarlo claro), manejo perfecto de la grandiosidad y lo épico sin apabullar ni perderse en vericuetos que intentan camuflar carencias u ocultar desatinos (todo, absolutamente todo, se ve a la perfección, perfectamente enfocado y encuadrado), alternancia de diferentes tonos para dar a cada secuencia el carácter necesario, pero es un auténtico gozo rencontrarse con el mejor Jackson, sin pretensiones ni adocenamientos, un espléndido narrador de historias, alejado de ciertas tentaciones que convirtieron su King Kong (2005) en una cinta desigual, soltando el lastre que suponía un material tan obsceno como el del éxito editorial conocido en España como Desde el cielo de Alice Sebold y con el que era imposible –incluso para él- que The Lovely Bones (2009) llegase a buen puerto; tras muchos titubeos, miedos y renuncias (por fortuna, Guillermo del Toro fue descartado como director), el neozelandés ha asumido que sólo con él a los mandos esta nueva aventura tolkeniana puede funcionar.

   Y la dirección artística, la fotografía, el montaje, el vestuario, el maquillaje, todo vuelve a conseguir que los personajes de El hobbit y El Señor de los Anillos cobren vida en tantos escenarios naturales imposibles en ocasiones de distinguir de los creados por ordenador o de los nacidos como decorados; lo mismo sucede con los seres digitalizados aunque provengan de movimientos de actores (¿Para cuándo, al menos, una nominación al Oscar para Andy Serkis, Gollum por y para siempre?), difíciles de señalar porque parecen seres vivos. Mención especial merece, una y mil veces, la banda sonora, la impresionante creación de Howard Shore, capaz de la mayor magnificencia, de remarcar lo más grandioso, lo heroico, sin impostaciones ni falsas épicas, acunando cuando corresponde las secuencias más íntimas, alternando momentos de gloria con los oníricos, siendo siempre la mejor expresión de los sentimientos de los protagonistas, suponiendo el mejor (el único) acompañamiento a cada escena. Y aunque esos tolkenianos de nuevo cuño, esos ortodoxos a ultranza que se consideran los guardianes de las esencias de la Tierra Media (debe ser cierto que el Anillo Único transforma personalidades) vuelvan a rasgarse las vestiduras porque la línea 20 de la página 93 no aparece reflejada tal cual o la 17 de la 108 ha sido ignorada (y cuántas lecciones de narración cinematográfica dio Jackson con sus variaciones sobre El Señor de los Anillos), es un lujo que aparezcan Galadriel, Saruman o Elrond (o sea, Cate Blanchett, Christopher Lee y Hugo Weaving) porque la historia se enriquece y amplía siendo muy fiel a lo que Tolkien quiso contar (igualmente admirables son las traiciones que Coppola y el propio Puzo cometieron en El Padrino (1972) y así tuvimos otras dos películas excelentes más o la señorita Marple encarnada por la gran Margaret Rutherford que hasta la propia Agatha Christie encomió, aunque no se parece en nada a la de sus novelas).

   Y ya que hablamos de heterodoxias que saben beber en las fuentes originales, párrafo propio merece Morgan Freeman, al que tantos hemos descubierto en la serie Sherlock (2010-2012), esa interesante vuelta de tuerca de la inmortal creación de Conan Doyle en la que él ha sido el mejor doctor Watson (ese personaje tantas veces malinterpretado y mal interpretado) que podemos recordar, con permiso del inmenso James Mason de Asesinato por decreto (1979). Su Bilbo Bolsón hace historia por su perfecta adecuación al original, por su enorme carisma, por su versatilidad, por sus ojillos asustadizos e inquisitivos, por su sonrisa a ratos congelada a ratos franca y pícara, en definitiva, por ser un hobbit, por hacernos creer que podríamos encontrárnoslo a la vuelta de cualquier esquina. No negaremos que, a pesar de las ganas de regresar a la Tierra Media y de la querencia por los textos de Tolkien, sentimos cierto sudor frío cuando supimos de la idea de hacer una trilogía con tan escaso material (una novela tan breve), pero viendo lo que ha dado de sí esta entrega no podemos sino felicitarnos: primero, porque sólo es posible la aventura si Jackson nos lleva de la mano; segundo, porque engrandece el original e incluso lima ciertas rémoras del mismo (descripciones prolijas de batallas que el director sabe transformar en pura acción); tercero, porque se abre ante nosotros la posibilidad de tener una “segunda trilogía” que admirar y, además, sin complejos ni reparos: aquella desde la grandeza, ésta desde la diversión. ¡El viaje ha comenzado y aún nos quedan dos etapas! (eso es lo peor: tener que esperar hasta 2014 para completar el recorrido).        

jueves, 27 de diciembre de 2012

"DE ÓXIDO Y HUESO": MÁS BIEN, PLOMO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: De rouille et d´os DIRECCIÓN: Jacques Audiard GUIÓN: Jacques Audiard, Thomas Bidegain, Craig Davidson MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Stéphane Fontaine MONTAJE: Juliette Welfling REPARTO: Marion Cotillard, Matthias Schoenaerts, Armand Verdure, Céline Sallette


   Puesto que es inevitable desarrollar filias y fobias, tener prejuicios o predisposiciones por lo leído, oído, comentado, por quién actúa, por quién dirige, por quién produce, en muchas ocasiones sería deseable poder llegar a la obra, como suele decirse, en un estado virginal, sin saber nada o, al menos, los mínimos datos (no es lo mismo saber que tal o cual actor está rodando de nuevo a conocer la trama de la historia, el nombre del director, los compañeros de reparto e incluso anécdotas personales ocurridas en torno al proyecto); así podríamos tener más constancia de que nuestra opinión es verdaderamente esa y no la confluencia de algunas variables de las que, más de una vez, ni siquiera somos conscientes. Ya que ahora es tan habitual que las películas sólo tengan títulos de crédito al final, podríamos asistir a una proyección casi a ciegas, siempre que pidiésemos el concurso de taquilleros, acomodadores, amigos y/o familiares que nos llevarían hasta nuestra butaca con una venda en los ojos para no ver ningún cartel, ninguna publicidad (aunque, bien pensado, habría que pedir al resto del público que se abstuviera de hacer cualquier comentario que pudiese desvelarnos cuál es el filme que vamos a ver, lo que complicaría bastante el experimento); sea como sea, hice esta reflexión viendo De óxido y hueso, puesto que nadie podría pensar que el primer tramo es obra del niño mimado del cine francés, del autor así nombrado con suspiro admirativo y rendición incondicional por parte de los que (como ya hemos señalado en otras ocasiones) se sienten pertenecientes a una elite inalcanzable y minoritaria por alardear de su pretencioso buen gusto, aquellos dispuestos a aplaudir lo que no entienden o a regalarse los oídos con abstrusas interpretaciones, mirando por encima del hombro y con notorio desprecio al que se atreve a discrepar o, sencillamente, a argumentar el porqué de su disensión.

   Imbuido de prestigio desde su segunda cinta, Un héroe muy discreto (1996), y no sólo en su país de origen (ha ganado premios en otros lugares, los más recientes los obtenidos en el último Festival de Valladolid –mejor dirección y mejor guión-, precisamente por De óxido y hueso), Jacques Audiard ha ido conformando una filmografía con historias que profundizan en el alma humana, viajes a la desolación, al desamor, al desencuentro con uno mismo y con los demás, a la desubicación, al dolor, a la angustia de vivir, pero queriendo desmarcarse de lo que han hecho otros, ansiando no parecerse a nadie, evitando lo que suele considerarse agostado, superado, antiguo, abusando de las elipsis, de lo críptico, de lo metafórico, dejando que sean los críticos los que le escriban la película, como sucedió especialmente con Un profeta (2009), título que le encumbró definitivamente como uno de esos nombres bendecidos por los que otorgan certificados de autor digno de ser tenido en cuenta y con carta blanca para hacer lo que desee. Precisamente por todo ello, como decíamos antes, sorprenden los primeros compases de esta nueva entrega de su arte, ya que, al margen de cierta pátina y textura que quieren dejar claro su carácter de obra personal, al margen de modas, un tanto outsider, la cámara se centra en los personajes, no se deja llevar por extraños arabescos, por desenfoques, por desencuadres supuestamente definitorios de estilo, parece seguir los acontecimientos con calma y sin hacerse presente; pero muy pronto tiene que demostrar que él no es un director más, que no está narrado una historia convencional, y empieza a desbarrar, cayendo en el efectismo más patético, en el más absurdo, alejando al espectador de lo que debería conmoverle, impresionarle, asustarle, perdiéndose en vericuetos visuales que molestan e incomodan, pero no por los sentimientos plasmados, sino por la manera de ignorar el material humano que conforma el particular universo de un filme que debería clavarnos en la butaca y no hacernos rebullir deseando que llegue el desenlace y se enciendan las luces.

   Esto no es óbice para que, magníficamente apoyada por Matthias Schoenaerts, un actor cuyo poderío físico es una baza que sabe jugar con inteligencia y mesura, interpretando desde la contención y manejando el volumen que ocupa con soltura y sobriedad, la espléndida Marion Cotillard ofrezca una de sus interpretaciones más totales, más abracadabrantes, más tremendas; tras ser galardonada con un Oscar muy meritorio gracias a su encarnación de la inmensa cantante Edith Piaf, colocándose por encima de una dirección errabunda y feísta y de una caracterización muy desafortunada (aunque, al igual que el Jamie Foxx de Ray (2004), hacía playback) en La vida en rosa (Edith Piaf) (2007), la actriz parisina entró por derecho propio en el olimpo de grandes intérpretes venidas de tierras galas y no ha hecho sino aferrar con manos aún más firmes ese cetro: demostró que podía cantar (y nada mal, por cierto) en la menospreciada Nine (2009), salir lo más airosa posible de ese esperpento sólo para iniciados llamado Origen (2010) o merendarse a un ajustado y conjuntado reparto en Pequeñas mentiras sin importancia (2010) desde la sencillez y su mirada cargada de vida y emociones. En De óxido y hueso logra una transformación tan total, enfangada en su rencor, en su tragedia, que en determinadas secuencias parece que sea otra mujer, y eso lo consigue sólo por el gesto, por el cuerpo, por sus ojos, por la manera en que escupe las palabras; incorpora con gran naturalidad la minusvalía de su personaje (absolutamente plausible cómo se logra ese efecto), haciendo olvidar que es Marion Cotillard, logrando una simbiosis perfecta con su rol.

   Pero es una lástima que Audiard sólo esté preocupado de brillar él, de demostrar su pericia y creatividad detrás de la cámara, interfiriendo en lo que los actores están viviendo, llegando demasiado tarde el momento en que intenta cambiar el rumbo y, además, despeñándose por el sentimentalismo más sonrojante y obvio, y ni siquiera recurriendo a trucos facilones consigue provocar una auténtica lágrima, un escalofrío que sí ha conseguido desencadenarnos Marion Cotillard con un grito, con un ahogo, con una carcajada, con un mohín, con un mandoble, con el bagaje de una actriz deslumbrante que, confiemos, encontrará mejores vehículos en los que seguir dejando clara su categoría.     

domingo, 23 de diciembre de 2012

"OPERACIÓN E": ¿EN NOMBRE DE QUIÉN?


 
 
DIRECCIÓN: Miguel Courtois Paternina GUIÓN: Antonio Onetti MÚSICA: Thierry Westermeyer FOTOGRAFÍA: Josu Incháustegui MONTAJE: Jean-Paul Husson REPARTO: Luis Tosar, Martina García


   Cada día abundan más los discursos extremistas, vengan del lado que vengan, especialmente los relacionados con la política y la economía (tantas veces juntas y otras mezcladas sin posibilidad de separarlas), son muchos los que aprovechan cualquier tribuna a su alcance para proferir diatribas que pueden resumirse en la frase “o conmigo o contra mí”, soflamas reduccionistas que sólo ven la realidad de un modo, prismas que se presentan como inamovibles, estáticos, que no aceptan matices ni variaciones, que olvidan la amplia gama de grises que hay entre el blanco y el negro; son, por otro lado y en muchas ocasiones, formulaciones que siguen los dictados de Maquiavelo (aunque nunca escribió la famosa frase) y que dan por bueno cualquier medio mientras que propicie la consecución del fin anhelado, aplicando con toda obscenidad e inconsciencia (por no utilizar otros adjetivos más reveladores y precisos) el adjetivo “colateral”, como algo necesario, inevitable e, incluso, deseable (si no aportas algo a la causa, es que no crees en ella). Las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) apenas han abandonado las primeras páginas de los periódicos desde su creación en 1964 (no hay más que teclear sus siglas hoy mismo para encontrar noticias de hace unos minutos sobre una posible negociación entre ellas y el actual gobierno de Juan Manuel Santos), no en vano son la guerrilla más antigua y numerosa de América Latina, heroica para algunos, terrorista para otros y receptora de diferentes calificativos y clasificaciones para el resto, según la posición que adopten o cómo les afecten las acciones llevadas a cabo en su lucha de, según ellos declaran, inspiración e ideología marxista-leninista.

   Operación E parte de uno de los episodios que más conmocionaron a la comunidad internacional, puesto que en el epicentro del mismo se situó la seguridad y supervivencia de un niño nacido en la selva, hijo de la secuestrada Clara Rojas, hecha prisionera junto a Ingrid Betancourt en 2002. O, en realidad, cabría decir que esos anhelos para salvaguardar la integridad de la criatura sólo los experimentaba una persona, puesto que las FARC lo abandonaron a su suerte hasta que se les hizo imprescindible como moneda de cambio y, del mismo modo, el Gobierno le prestó especial atención sin perder de vista los réditos políticos que podía extraer. Sin embargo, el que peleó con uñas y dientes por arrancar al bebé que le fue entregado en custodia de una casi segura muerte, el que puso en peligro a su familia de cinco hijos sin importarle nada más que ese “peladito” que le dejaron para ver si su suegro, curandero indígena, podía hacer algo por él, el que se la jugó hasta el final y recibió como pago por su entrega un encarcelamiento de cuatro años, siendo liberado este mismo 2012 al no encontrarse pruebas para acusarle de secuestro (¡Esas paradojas que camuflan o maquillan tantas injusticias!), fue un humilde campesino sojuzgado por las FARC, en permanente huida (“primero hubo que escapar de los milicos, luego llegó la guerrilla”, no se cansa de repetir), que jamás se preocupó de filiaciones, causas, luchas, sino de sobrevivir y cuidar de los suyos: José Crisanto Gómez Tovar, el verdadero héroe, especialmente porque no se siente así, tan sólo quiere ser una buena persona.

   El mayor acierto de Miguel Courtois (parece haber aprendido la lección después de la un tanto errática El Lobo (2004) y, sobre todo, del estrepitoso fracaso –comercial y artístico- llamado GAL (2006)) es ceñir su historia a la peripecia personal de José Crisanto y su familia, dando los datos precisos, pero dejando las implicaciones políticas en un muy segundo plano, acertando plenamente en el enfoque, logrando la empatía del espectador (quien, al menos se da por hecho, conoce la identidad de ese niño y lo que su existencia –y su posible muerte- supone), no enredándose en alegatos ni reprobaciones (un fantástico equilibrio el que sabe mantener en su escritura Antonio Onetti), prescindiendo de maniqueísmos, sobre todo porque los enemigos del protagonista están a ambos lados; la cinta no esconde en qué lado se posiciona, pero no necesita subrayarlo ni arengar a la audiencia. Sin embargo, como ya le ocurriese en los títulos anteriormente citados, el cineasta vuelve a embarrancar en su torpeza a la hora de filmar escenas de acción y, muy especialmente, a la hora de pretender insuflar tensión y nervio a lo rodado, como si no confiase en el ritmo marcado por el guión ni los actores elegidos para darle vida (aunque pase por sus horas más bajas, aunque se pierda en un tono discursivo impensable en otra época, aún tiene en cartel El capital (2012) –aunque lo mejor es que recuperase Desaparecido (1982), Z (1969) o La caja de música (1989)- para aprender cómo un maestro en estas lides como Costa-Gavras sabe graduar).

   Pero no cabe duda que la película sería muy distinta, podría pasar por el ánimo del público como una más o una de tantas, de no estar permanentemente en escena Luis Tosar en una de sus interpretaciones más dignas de elogio, en una total inmersión en el rol asumido, en una desaparición plena para transformarse en un campesino colombiano: consigue hablar con suma naturalidad, incorporando el acento sin engolamiento, aflautando la voz, ocultando su dureza habitual sin aparente esfuerzo (ese a modo de permanente ronquera con la que supo atemorizarnos en Te doy mis ojos (2003), la misma que supo quebrar y transformar en vulnerable en Los lunes al sol (2002)); tras actuar con el piloto automático en la excesivamente ovacionada Mientras duermes (2011), participar en algún filme que no le merecía como la fatua También la lluvia (2010) o llevarse casi todos los premios posibles por una creación a ratos esperpéntica, robándole la voz al Jordi Mollà de La buena estrella (1997), adueñándose de la pantalla porque todo lo que le rodeaba era claramente inferior (especialmente su antagonista, el sorprendentemente encumbrado Alberto Ammann), destacando por encima de la a ratos rutinaria dirección de Daniel Monzón en Celda 211 (2009), es un placer confirmar que Luis Tosar sigue conservando mucho bueno que ofrecer y que es mucho más versátil de lo que reconocen algunos de sus admiradores, que sólo parecen disfrutar cuando repite tics y cadencias. Su incomprensión ante el comportamiento de médicos, trabajadores sociales, políticos y guerrilleros, su vulnerabilidad ante silencios, puertas que se cierran, teléfonos que se cuelgan, pistolas en la sien, duelen, impactan y hacen reflexionar (o deberían, sobre todo a aquellos que presumen de su activismo y enarbolan banderas de pretendidos progresismos, utilizando un lenguaje militarista para no llamar a las cosas por su nombre y disculpar los cadáveres -literalmente- dejados en el camino).

viernes, 21 de diciembre de 2012

"LA VIDA DE PI": TODAS LAS RELIGIONES VERDADERAS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Life of Pi AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Ang Lee GUIÓN: David Magee (basado en la novela homónima de Yann Martel) MÚSICA: Mychael Danna FOTOGRAFÍA: Claudio Miranda MONTAJE: Tim Squyres REPARTO: Suraj Sharma, Irrfan Khan, Ayush Tandon, Gautam Belur, Rafe Spall, Gerard Depardieu


   Ya en alguna ocasión hemos hablado de la versatilidad como característica deseable en un creador, aunque no necesaria para ser valorado por su talento; podríamos recordar brevemente que si uno no la posee es mucho mejor no empeñarse en demostrarla, no fingirla, no impostarla, porque los resultados de esa pretensión son o pueden llegar a ser manchas casi imborrables en una brillante trayectoria. De todos modos, el caso de Ang Lee es ciertamente particular: claro que podemos calificarle como versátil, extremadamente versátil, no hay más que rastrear los doce largometrajes que hasta el momento conforman su filmografía, incluso podríamos considerarle mimético (luego abundaremos un poco en esta idea), pero, sin negarle méritos por ese lado, sin duda hemos de concluir que es bastante fácil reconocerle detrás de la cámara por su forma de narrar, por aportar su sello y personalidad a cualquier proyecto que acomete (de hecho, ha reconocido que sólo se implica en aquello que puede sentir y hacer suyo, que sólo ha aceptado encargos cuando ha tenido clara esa posibilidad), por los temas que trata y por su manera de desarrollarlos: es un director muy ecléctico, sorprendente, innovador desde la sencillez, el buen gusto, el deseo por contar historias. Antes de abordar La vida de Pi con más detalle, explicaremos brevemente por qué le hemos calificado como mimético, y no como demérito: si alguien viese secuencias de Sentido y sensibilidad (1995) sin conocer el nombre del cineasta al que se deben, a buen seguro empezaría a nombrar directores británicos como posibles autores; si ocurriese lo mismo con Tigre y dragón (200), haría lo propio con los nombres más populares del cine de artes marciales, más o menos poéticamente filmado; si eso pasase con La tormenta de hielo (1997), se recorrería la nómina de aquellos que fueron un revulsivo para EEUU por los filmes que dirigieron en los años setenta; las mejores secuencias de Brokeback Mountain (2005), las verdaderamente perdurables, las nacidas desde la pluma de Annie Proulx, las que importan, pudieran pensarse rodadas en los años maduros de los maestros del género (aunque la película no sea un western, tiene ese aliento, esa atmósfera, esa evocación, es una de las intencionalidades de la autora); si se viesen algunos momentos de Hulk (2003), precisamente no saber que se deben a Ang Lee podría ayudar a entender la cinta como lo que es, un mero divertimento (aunque uno de sus trabajos más olvidables), sin exigirle un trasfondo filosófico que abigarra la traslación cinematográfica de los cómics y que es, por otro lado, lo que más lastra el conjunto –esas contradicciones típicas del mundo de arte: no gustas a los de un lado, pero tampoco convences a los del otro-. Y, de este modo, el colorido, el preciosismo, la forma en que se integra lo espiritual no sólo desde una perspectiva religiosa, el tono de la narración que, se percibe desde el comienzo, camina hacia una enseñanza, todo en esta película puede hacer pensar que se debe a un director indio e hindú (aunque el DRAE los reconoce como sinónimos, usamos los dos para no perder de vista las raíces místicas que aporta el segundo y que tan patentes resultan en la historia); pero, una vez más, es Ang Lee dando una pirueta y, a pesar de ello, siendo muy fiel a sí mismo.

   La vida de Pi admite y propicia muchas lecturas, puesto que se ofrecen diferentes posibilidades de interpretar lo que sucede a bordo de la barca en que transcurre gran parte de su metraje y, como es habitual en el cineasta taiwanés, no se juzga a los personajes, no se mediatizan las reacciones del público, sencillamente se exponen unos hechos (o unas invenciones) para que cada cual se quede con lo que más le satisfaga, respondiendo a la eterna pregunta de cómo se reaccionaría ante determinadas vicisitudes, hasta dónde llegaríamos impulsados por nuestro espíritu de supervivencia; no en vano hemos usado la palabra “espíritu”, recordando que el diccionario sanciona como primera acepción de la misma la definición “ser inmaterial y dotado de razón”, es decir, algo sin connotaciones religiosas o, si pudiera tenerlas, al igual que la película que nos ocupa, dejadas en un prudente y delicado segundo plano, en el territorio de lo íntimo, de lo que a cada uno le ayuda en cada momento, sin imposiciones, restricciones o falsas formulaciones de salvación.

   Si siempre hay que destacar cómo Ang Lee funde a sus personajes con el ambiente que les rodea, con el espacio, con la naturaleza, cómo ésta le sirve para describir y definir (especialmente notorio en Sentido y sensibilidad y Brokeback Mountain –Jake Gyllenhaal y las rocas, he ahí lo que importa y permanece-), en esta ocasión, lo que podríamos llamar el envoltorio (sin ninguna intención peyorativa), lo que contiene la historia, tiene tanto peso como lo narrado; en primer lugar, porque la fotografía de Claudio Miranda, al margen de ser sensacional, maravillosa y cualquier adjetivo similar que sirva para cantar sus excelencias, constituye el marco perfecto para una evocación en la que no sabemos cuánto hay de soñado, de exagerado, de recreado (el protagonista llega a decir en un momento “no sabía distinguir lo real de lo imaginado”), pero como ya las primeras escenas (esos impagables títulos de crédito, esa piscina francesa en la que uno querría sumergirse para vivir en un deseable nirvana) han dejado claro el carácter de experiencia real teñida de fábula nada se resiente y el espectador acepta el envite, ayudado por la envolvente partitura de Mychael Danna y el cuidado montaje de Tim Squyres; en segundo lugar, por una de las mejores utilizaciones de la técnica 3D que pueden disfrutarse, por cómo el empleo de la profundidad de campo ayuda a romper las fronteras del reducido espacio en que transcurre la acción y abre horizontes, busca soluciones, proporciona impulso, sin necesidad de grandilocuencias ni discursos abstrusos: la belleza de las imágenes conquista, sin esconder las dudas, los miedos, las imprecaciones a quién correspondan lógicas en situaciones que escapan a nuestro control. Y no podemos olvidar la entidad que sabe dar a los animales (especialmente al tigre) que comparten protagonismo y significación con el rol principal, con qué soltura evita lo sensiblero, cómo logra insertar momentos de humor que resultan lógicos y regocijantes.

   Al igual que sucediese recientemente con Un dios salvaje (2011) de Roman Polanski, el storyboard de La vida de Pi debería ser objeto de estudio por cómo un cineasta es capaz de sacar el máximo partido a un espacio reducido y (en este caso, lo de la otra película es muy diferente) huye de un pretencioso ejercicio de estilo para, con honestidad, con limpieza, sin cargar las tintas, sin dejar nada al azar, construye una cinta que puede vivirse como una de aventuras (que lo es), como una de aprendizaje (que también y no sólo para el adolescente a la deriva en una barca), como una de reflexión (da para mucho, incluso más de lo que aquí hemos contado pero no se trata de desvelarlo todo), como, en definitiva, uno de esos regalos que no abundan en el cine de estos tiempos, película que pueden ver espectadores de todas las edades y a todos satisfará (excepto, claro, a aquellos que van siempre con la alarma puesta para alarmarse ante lo que consideran proselitismo de los otros, olvidando cuantas veces aplauden el de los suyos –pero a ese no lo llaman así, aunque esté tan cerca de los métodos de evangelización que denuncian-).

martes, 18 de diciembre de 2012

"GOLPE DE EFECTO": ¡DALE MÁS FUERTE, CLINT!


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Trouble with the Curve AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Robert Lorenz GUIÓN: Randy Brown MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Tom Stern MONTAJE: Joel Cox, Gary Roach REPARTO: Clint Eastwood, Amy Adams, Justin Timberlake, John Goodman, Matthew Lillard, Bob Gunton


   Cuando se analiza una película en la que interviene, sea en la forma que sea, alguien que es considerado legendario resulta inevitable poner en común este último trabajo con toda su filmografía anterior, e incluso especular sobre la posterior; aunque en ocasiones esto puede provocar que seamos injustos a la hora de nuestra valoración (sobre todo para denostar algo, pero también para encomiarlo excesivamente), parece complicado (casi un ejercicio imposible) obviar el pasado y hablar de cualquier filme como si fuese único, especialmente cuando el nuevo estreno supone el regreso como actor de alguien que anunció que jamás volvería a combinar esa faceta con la de director y esa persona es uno de los valores más firmes e interesantes (tropiezos incluidos) del Hollywood actual, inquieto, activo y sorprendente, heredero del mejor clasicismo, capaz de reinventarse sin que note la pirueta, una verdadera autoridad cuyo nombre provoca la admiración de fans de distintas épocas y cuyo número sigue creciendo, alguien que se ha ganado el prestigio a base de tesón y haciendo las mínimas concesiones: Clint Eastwood. Los que siempre hemos tenido querencia por este actor enjuto, hierático, inexpresivo, más una presencia que un verdadero intérprete en las cintas que le dieron fama (pero ese era el cometido que Sergio Leone le encomendaba y resulta insustituible en Por un puñado de dólares (1964) o La muerte tenía un precio (1965)), sentimos cierta desolación cuando, en un principio, anunció que se retiraba de delante de las cámaras con Gran Torino (2008), sobre todo porque, a pesar de ser lo mejor de una película excesivamente aplaudida, no dejaba de suponer un remedo a ratos cómico a ratos patético (e inesperado) de su popular Harry Callahan y dejaba un cierto regusto amargo, lejos de sus prodigiosas, medidas y sinceras interpretaciones a las que nos venía acostumbrando en los últimos tiempos, mereciendo lugar de honor la de Los puentes de Madison (1995) y, por encima de todas, la ofrecida en Million Dollar Baby (2004), la que hubiese debido coronarse con el Oscar (justamente compartido con sus compañeros premiados, la inolvidable Hilary Swank y el estupendo Morgan Freeman) si, a la hora de entregar galardones, el gremio actoral no se dejase deslumbrar (¡Parece mentira!) por esfuerzos que saltan a la vista, por engolamientos y pérdida de naturalidad y sencillez, en definitiva, por encumbrar a Jamie Foxx y su meritoria encarnación del mítico Ray Charles (veremos si Tarantino demuestra que merece los encendidos elogios que su nombre provoca).

   Pero, como decíamos, o alguien tradujo o interpretó erróneamente, o el propio interesado matizó su respuesta, el caso es que Clint Eastwood sólo pensaba alejarse por un tiempo de la actuación, el necesario para seguir volcado en su carrera como director (iniciada en 1971 con la muy interesante Escalofrío en la noche, aunque algunos parezca que sólo valoran determinados títulos más recientes, o sea, de Sin perdón (1992) en adelante), esperando que, como no sucedía desde que Wolfgang Petersen (acertando plenamente -¡Lástima de carrera posterior!-) le pusiera al frente de En la línea de fuego (1993), otro director le ofreciese un rol que le interesara; al final, como en tantas ocasiones, la respuesta estaba muy cerca ya que la oportunidad de volver a colocarse en el lado hacia el que apuntan los objetivos se la ha dado uno de sus colaboradores más fieles desde 1995, el debutante Robert Lorenz, quien aceptó el envite de poner en imágenes un guión del también novel Randy Brown en la que no cuesta imaginarse a Eastwood detrás de las cámaras. De hecho, uno de los aspectos más destacables de su dirección es cómo sabe captar la invisibilidad de Clint cuando está detrás de la cámara, su apuesta por la historia y los actores, pero para su desgracia no tiene el acierto natural (ni el oficio ni el talento) del cineasta de El jinete pálido (1985) o Bird (1988) para el encuadre, aún tiene mucho camino que aprender para destilar encanto sin resultar previsible o simple (puede revisar un par de ejemplos cercanos como Criadas y señoras (2011) o Mi semana con Marilyn (2011)); por otro lado, en algunos momentos Eastwood se limita a repetir los gruñidos y fruncimientos de labios que tanto entusiasmo provocaron en Gran Torino, pero sigue siendo un regalo cómo construye sus personajes desde el aparente inmovilismo pero llenando de contenido sus miradas (tan importantes aquí), transmitiendo desde la contención, trabajando con el cuerpo, sin artificios ni trucos fáciles, emocionando desde la sencillez.

   Sin duda, Golpe de efecto hubiese podido dar más de sí con algo más de brío, sobre todo aprovechando mejor el fantástico dúo que Eastwood conforma con Amy Adams, una de las actrices más versátiles y espontáneas que pueden disfrutarse en una pantalla, capaz de dotar de verismo un rol tan imposible como el de Encantada (2007) o de estar a la altura de Meryl Streep, Philip Seymour Hoffman (con el que vuelve a coincidir en The Master (2012), uno de los estrenos que más anhelo) y Viola Davis en La duda (2008); su presencia ilumina la pantalla, sabe mezclar emociones sin resultar predecible ni tropezar con los muchos lugares comunes de que le siembran el camino, combina a la perfección unas dotes de comedianta parejas a las de la gran Judy Holliday con una hondura dramática que conmueve con sólo el poder de sus ojos. Completando el trío protagonista, un muy adecuado Justin Timberlake que despliega más carisma del que se le querrá reconocer, aunque tantos se rindiesen a su despliegue de morisquetas en su participación en una de las secuencias más irritantes de la en sí misma exasperante La red social (2010).

   Y aunque podría decirse que la mayoría de los personajes de la cinta responden a estereotipos, lo cierto es que en la vida diaria los reproducimos mucho más de lo que pensamos o nos gustaría; así, si en lugar de sobre un club de béisbol, estuviésemos hablando sobre una emisora de radio de ámbito nacional podríamos encontrar un directivo tan grimoso, fatuo, que se burla cruelmente de los que debería tomar como ejemplo, como el encarnado por Matthew Lillard (que provoca todas estas sensaciones por sí mismo, no hay más que evocar en lo que convirtió al simpático Shaggy en ese atentado al buen gusto llamado Scooby Doo (2002)) o a una estrellita que se considera por encima del bien y del mal, falócrata, despótico y con gusto por la humillación de los que considera y trata como inferiores, con escasos talentos y muchos defectos, como la que pretende descubrir Matthew Lillard (y es que gente huera y liliputiense de mente la hay en todos los sitios). A pesar de todo, Golpe de efecto se deja ver, aunque anhelando que Eastwood se desdiga de nuevo y vuela a dirigirse como sabe o, al menos, que regrese pronto detrás de las cámaras (aún tenemos fresco el placer de la visión de J. Edgar (2011), tan denostada por aquellos que sólo quieren ver la parte de la Historia que a ellos les conviene).       

viernes, 14 de diciembre de 2012

"CÉSAR DEBE MORIR": LA EXPERIENCIA ES UN GRADO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Cesare deve morire AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Paolo y Vittorio Taviani GUIÓN: Paolo y Vittorio Taviani (basado en la obra Julio César de William Shakespeare) MÚSICA: Giuliano Taviani, Carmelo Travia FOTOGRAFÍA: Simone Zampagni MONTAJE: Roberto Perpignani REPARTO: Cosimo Rega, Salvatore Striano, Giovanni Arcuri, Antonio Frasca, Juan Dario Bonetti, Vincenzo Gallo

   Pueden enumerarse muchos ejemplos de artistas que han revelado una gran parte o todas sus cualidades (incluso las más excepcionales) en sus primeros trabajos; del mismo modo, podríamos elaborar una lista con los que se agotaron en ellos e incluso en su ópera prima y nunca volvieron a brillar del mismo modo y los hay que han merecido la inmortalidad sólo por una obra. Pero, sin duda (y sin menospreciar o minusvalorar a nadie: es un a modo de generalización bastante cercana a la realidad), los autores más interesantes, los que más gustan, de los que más disfrutamos, son aquellos que van creciendo, mejorando, los que saben madurar y evolucionar, los que van depurando su estilo, enriqueciéndolo, matizándolo, los que no se duermen en los laureles ni viven de méritos pretéritos, esos que siguen trabajando con las mismas ganas y el mismo ímpetu aunque la experiencia les otorgue calma. Por desgracia, en el mundo del cine se tiende a jubilar demasiado pronto a los directores, las compañías de seguros y grandes productoras cierran el paso a creadores a los que consideran en peligro de muerte o al menos con una salud delicada, temiendo que la filmación no pueda llevarse a término, olvidando que esa que tantas veces se invoca como ley de vida no se cumple en el orden considerado lógico y que pueden ser Ernst Lubitsch o Ricardo Franco (el primero falleció con 55 años, el segundo con 48) los que no logren concluir un rodaje. Por fortuna, luchando contra viento y marea, empeñándose (literalmente), apoyados por otros artistas, refugiándose en la televisión, burlándose de la muerte, ganándole el pulso hasta el último “¡corten!”, nombres como Akira Kurosawa, Ingmar Bergman o John Huston siguieron trabajando casi hasta el último aliento, mientras las fuerzas se lo consintieron (caso excepcional es el de Manoel de Oliveira que acaba de cumplir 104 años y sigue en activo).

   Y es de este modo, sin tener nada que demostrar, con la paciencia y tranquilidad que confiere una carrera plagada de reconocimientos, alejados de tentaciones estilísticas que distorsionen el resultado, con la sabiduría que otorgan su veteranía y conocimiento del oficio, cuando podía pensarse que su tiempo había quedado atrás, cuando sus títulos apenas se revisan o se consideran periclitados, Paolo y Vittorio Taviani demuestran seguir en plena forma, saber aprovechar la vitalidad de sus 81 y 83 años respectivamente, y se descuelgan con una de las propuestas más estimulantes del momento, obteniendo con toda justicia el máximo galardón del último Festival de Berlín. Volviendo a las paradojas de las que hablábamos en el párrafo anterior, César debe morir entronca directamente con Vania en la calle 42 (1994), esa obra mirífica que cerró abruptamente la filmografía del genial Louis Malle (murió con 63 años, sólo uno después del estreno, cuando tanto le quedaba por hacer): en ambas lo que importa es el texto (de Shakespeare aquí, de Chejov allá), lo que los actores ensayan, el espectador pone todo lo demás o ni siquiera eso, porque no se necesita la escenografía, el vestuario, la iluminación, el maquillaje para arrebatarse y dejarse envolver por las palabras que, de ese modo, llegan sin estorbos, sin aditamentos, sin filtro, como aldabonazos que provocan seísmos, maremotos emocionales imparables pero deseables; es cierto que, a diferencia del cineasta francés, los italianos manejan un subtexto, hay mucho insinuado, se consienten y espolean diferentes lecturas, pero todo narrado desde la austeridad, desde el minimalismo, economizando datos, obviando hermetismos hermenéuticos propios de autores engolados, filmando con limpieza e incluso prudencia, casi con timidez, como meros testigos de la experiencia teatral de la que se da testimonio.

   Asistimos a los diferentes ensayos que van dando forma a un Julio César muy particular: el interpretado por los reclusos de la cárcel romana de Rebibbia, algunos condenados a cadena perpetua; lo que hubiese podido resultar un ejercicio de estilo, lo que podría haber devenido en un filme complejo, sólo para conocedores o entendidos, queda resuelto en manos de los Taviani con planos largos, muy abiertos, que buscan los rostros de los actores cuando es necesario, integrando perfectamente los versos de Shakespeare con las diferentes localizaciones, logrando que olvidemos que estamos en una cárcel, pero posibilitando que incorporemos reflexiones al hilo de lo que dicen esas personas que en ocasiones han cometido los mismos delitos (o peores) que los personajes que encarnan, recordando que esas rejas son reales pero que ellos las traspasan gracias a la interpretación. Sólo sabremos tres o cuatro datos sobre cada uno de ellos, algunos cuando termine la película, decisión muy inteligente por parte de los directores puesto que deja en el ánimo del espectador (pero muy al fondo) la verdadera historia de cada uno (al menos el resultado), pero sin entorpecer la vigencia, las implicaciones, el contenido de lo que se dice, permitiendo que cada quien establezca los paralelismos que desee y desentrañe las posibles metáforas a su modo (alguien, por cierto, debería reflexionar sobre la coincidencia en las carteleras de Reality y César debe morir, ambas con grandes interpretaciones a cargo de actores que cumplen condena, pero no seré yo el que lo haga). Tal vez se muestre innecesario mostrar un fragmento de la función tal y como se ofrece al público (o, al menos, volver a ello en una segunda ocasión), pero el conjunto tiene tanta potencia, es tan electrizante y rápido (todo un ejemplo de cómo aligerar un clásico sin trivializarlo o adulterarlo), huele tanto a amor por la palabra, por la imagen, por el arte, cuentan tanto los rostros, los gestos, los silencios de los que interpretan Julio César como si fuese la primera vez que se representa que uno no puede sino dar gracias a quien corresponda porque los hermanos Taviani hayan regresado tras la cámara.

 

miércoles, 12 de diciembre de 2012

"HOLY MOTORS": ¡AHÍ VA ESA LIMUSINA!


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Holy Motors AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Leos Carax GUIÓN: Leos Carax FOTOGRAFÍA: Caroline Champetier MONTAJE: Nelly Quettier REPARTO: Denis Lavant, Edith Scob, Kylie Minogue, Eva Mendes


   Podríamos considerar este comentario continuación del que le precede (el dedicado a Fin), al menos en lo que se refiere al género apocalíptico ya que, como apuntábamos allí, éste no se circunscribe tan sólo a las historias que especulan, desembocan o amenazan con lo que se supone (según esa mala interpretación del calendario maya que tantos ríos de tinta ha hecho correr) va a suceder dentro de pocos días, es decir, el acabose, sino que también engloba todas esas narraciones que dibujan un futuro (en ocasiones tan cercano que habla de este mismo momento) desolador, en el que todo (edificios, estructuras sociales, regímenes políticos) se ha desmoronado, en el que sólo sobrevive el más fuerte (o el más amoral), metáforas que (se supone) buscan abrir los ojos de los espectadores o (tal vez) confirmarles que no hemos quedado sin capacidad de respuesta, que no hay vuelta atrás. Es, como ya señalábamos, un subgénero que acepta múltiples interpretaciones, infinidad de especulaciones, pero lo que nunca podríamos haber imaginado es que una limusina constituiría la alegoría perfecta que nos hablase de la decadencia moral que parece inundar el planeta; si ya en su momento tuvimos que referirnos a Cosmópolis (2012), esa pesadez salida de la pluma de Don DeLillo que aún abigarró y encriptó más David Cronenberg, en la que el personaje principal apenas abandonaba el interior de tal vehículo, constituido en su hábitat, en la película de la que ahora nos ocupamos el protagonista recorre las calles de París en una limusina que le sirve como refugio y, sobre todo, camerino, habitáculo en el que transformarse en aquello que sus invisibles clientes exijan o necesiten.

   Más influido de lo que querría reconocer o le gustaría pensar por Blade Runner (1982) o Mad Max (1979), Leos Carax sitúa Holy Motors en el París actual, de hecho muestra calles, monumentos, lugares, localizaciones reconocibles, que actúan (o deberían) a modo de contrapunto y como recordatorio de que no se está inventando nada, no está imaginando, eso es lo que quiere transmitir, se limita a mostrar las dos caras de la moneda o, en realidad, a sacar la luz la parte enferma de nuestra sociedad, la podredumbre enquistada bajo la pátina de urbanidad y corrección que, sólo en apariencia, rige las relaciones humanas. Convertido en autor de culto con tan sólo cinco largometrajes (incluyendo del que estamos hablando), sobre todo por la repercusión internacional de Los amantes del Pont-Neuf (1991), el cineasta francés espacia bastante sus trabajos, de hecho llevaba trece años sin ponerse detrás de las cámaras más que para rodar tres cortos, por lo que podemos colegir que tan sólo lo hace cuando le apetece o cuando encuentra la historia adecuada, permitiéndose cualquier capricho expresivo, cualquier gesto susceptible de aplaudirse como marca autoral, como signo de una personalidad irrefrenable y sorprendente (a juzgar por los galardones que está acumulando, la jugada le ha salido bien en un año en que el cine hablado en francés sólo debería recibirlos por Amor de Michael Haneke, esa obra maestra sin casi parangón –siempre hay gente dispuesta a sentirse especial por el hecho de alabar obras que no saben explicar, dándose aires de superioridad ante los que, como el niño del cuento, apuntan con el dedo al rey desnudo, es decir, la insustancialidad de Holy motors-).  

   El actor fetiche de Carax, Denis Lavant (al que, excepto en esta cinta, siempre había adjudicado un rol llamado Max –debe ser una broma privada con la que ambos se regocijan-), va mutando durante el metraje, asumiendo diferentes personalidades a cual más grotesca, lo que le permite ofrecer un permanente e inacabable recital de muecas, de contorsiones, de extravagancias, de disfraces, de caracterizaciones, que provocan fatiga prácticamente desde el principio puesto que se van acumulando simbolismos, referencias, subtextos, códigos restringidos, elipsis, en realidad, todo un aparataje que intenta camuflar la vacuidad más absoluta, la complacencia del director y guionista ante lo que él debe considerar su aplastante perspicacia para desentrañar el proceso de descomposición en que intentamos sobrevivir. Como no podía ser de otra manera, la fotografía, la dirección artística, el envoltorio del filme (aunque eso es lo que es: sólo apariencia), posee un revestimiento que redunda en lo feo, en lo ruinoso, en lo incómodo de ver; si ese era el objetivo consigue alcanzarlo porque el visionado resulta muy incómodo, pero por lo señalado antes, por lo absurdo, por lo acumulativo sin destino ni propósito, por lo forzado, por pasar de una cosa a otra sin crear causalidades (ni tampoco casualidades), da la sensación de que el orden de las secuencias podría alterarse y el resultado sería el mismo: una obra sin concierto (que no es lo mismo que desconcertante, mucho ojo), sin enjundia, sin mordiente, sin justificación para desperdiciar la belleza de Eva Mendes (que tiene, por cierto, que bregar con una de las escenas más innecesarias dentro de este catálogo de lo superfluo) o el carisma y la voz de Kylie Minogue. Extraeremos algo positivo de Holy Motors: cuando una limusina aparezca en la pantalla puede ser el momento adecuado para replantearnos qué hacemos en la sala y, tal vez, huir.  

viernes, 7 de diciembre de 2012

"FIN": MEJOR CON PUNTOS SUSPENSIVOS


 
 
 
AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Jorge Torregrosa GUIÓN: Sergio G. Sánchez, Jorge Gerricaechevarría (basado en la novela homónima de David Monteagudo) MÚSICA: Lucio Gody FOTOGRAFÍA: José David Montero MONTAJE: Carolina Martínez Urbina REPARTO: Daniel Grao, Clara Lago, Maribel Verdú, Carmen Ruiz, Andrés Velencoso, Miquel Fernández, Blanca Romero, Antonio Garrido

   El terror ante una catástrofe que no se puede evitar y que deja al ser humano aún más indefenso que de habitual, sea natural o provocada por la codicia o la inconsciencia de ese pretendido animal racional, ha sido reflejado por el séptimo arte desde sus inicios; ¡cómo no recordar de lo que fue capaz John Ford en Huracán sobre la isla (1937) aún en los albores del que para muchos seguía siendo un entretenimiento de feria! Y esta cinta es contemporánea de otras dos en las que se reproducía el terremoto que asoló San Francisco en 1906 –de hecho, algunas escenas descartadas en la primera se utilizaron para la segunda-: San Francisco (1936) -¿Para qué complicarse la existencia buscando otro título?- y Las hermanas (1938). Con el tiempo irían apareciendo películas que crearían un subgénero al acuñarse la etiqueta “de catástrofes” y en el que continúan siendo imbatibles El coloso en llamas (1974) y La aventura del Poseidón (1972) –que se lo pregunten al pamplinas de Wolfgang Petersen que osó volver a rodarla aburriendo a las plateas (no se le da bien este tipo de filmes, ya lo había dejado claro con La tormenta perfecta (2000))- y otras muchas que se englobarían bajo el adjetivo “apocalípticas” por fabular sobre un posible fin del mundo o por mostrar un futuro desolador, según la inspiración (a veces muy lejana, en otras no reconocida) viniese de textos como Soy leyenda de Richard Matheson o de otros que reflejaban el desencanto ante los horrores políticos del siglo XX, como pueden ser Un mundo feliz de Aldous Huxley, 1984 de George Orwell o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Es especialmente significativa la influencia del primero (cuyas adaptaciones cinematográficas se han quedado muy lejos del pavor que provoca el original e incluso de la metáfora que subyace en el mismo –aunque al menos El último hombre… vivo (1971) conserve un cierto encanto que no encontramos ni de lejos en Soy leyenda (2007), a pesar del enorme talento de Will Smith-), puesto que han sido muchos los autores que, siguiendo las páginas creadas por Matheson, han colocado a unas pocas personas (o a una sola) en el epicentro de una catástrofe que deviene en apocalipsis (con o sin intervención de zombis, a gusto de cada uno).

   David Monteagudo eligió esa fórmula para debutar como novelista y lo dejó claro desde el principio (valga la paradoja) titulando Fin a su ópera prima que, casi desde su publicación, gozó del aplauso de la crítica y el público, sin duda el mismo que ha devorado las diferentes versiones que sobre este (esperemos) lejano futuro ha pergeñado la inagotable imaginación de Stephen King, mientras que la primera se sigue decantando por fábulas a las que se ve la moraleja desde la primera línea, parábolas cargadas de intencionalidad, reflejo de la insolidaridad y depredación en que puede caer el hombre, premiando ejercicios de estilo que, a pesar de algunas bondades, aportan poco a la trayectoria de grandes escritores (el ejemplo más palmario es el Pulitzer concedido a Cormac McCarthy por La carretera, cuya peor consecuencia es que su autor debe haber pensado que ese es el colofón perfecto a su carrera, puesto que no publica una nueva novela desde 2006). No era raro, por lo tanto, que alguien pensase en trasladar Fin a la gran pantalla para continuar lo que ha dado en llamarse “nuevo terror español” que tan buenos réditos reporta en taquilla, aunque, como tantas veces, eso suponga agrupar bajo una misma definición títulos tan diferentes en planteamientos y resultados como ese mecanismo de relojería llamado El orfanato (2007) -¡Quién podría afirmar que comparte guionista con Fin!-, la truculencia mal utilizada y el ritmo irregular de [Rec] (2007) –pensar que ha dado para una saga y un remake en EEUU es como para frotarse los ojos y salir de la pesadilla- o sucesivos intentos por españolizar fórmulas muy trilladas en Hollywood que podemos rastrear en productos como La monja (2005).

   Lo más interesante de la novela de Monteagudo es que sabía combinar a la perfección ciertas convenciones del género con toques a lo Agatha Christie (los protagonistas son reunidos en un lugar alejado de la civilización a instancias de otro que no aparece, hay una cuenta pendiente de la que nadie quiere hablar o reconocer y empiezan a desaparecer uno a uno… ¿Recuerdan Diez negritos?), sustentando el peso de la narración en unos diálogos al más puro estilo de los que convirtió en legendarios Rafael Sánchez Ferlosio en El Jarama, premio Nadal en 1955, muy naturales, definitorios de cómo son los personajes, que explican más que las acciones, sin duda lo más logrado junto a la perfecta creación de atmósfera y a la consecución del terror con muy pocos elementos, despojado de efectismos, resultando claustrofóbico al aire libre. El diseño de producción de la película la convierte en prisionera de sí misma: la estética, la fotografía, la dirección artística, todo lo que envuelve la trama, resulta artificioso y apocalíptico desde el primer momento, perdiendo ese enrarecimiento de lo cotidiano que acogota al lector, esa opresión creciente que crispa los nervios; lo que en la novela es una amenaza sorda, inexplicable, que cada personaje interpreta a su forma por su manera de pensar, sus relaciones con los demás, las sombras que arrastra desde el pasado, su temor o deseo de que el verdadero anfitrión aparezca, se convierte en el filme en una tabla rasa que iguala a todos los caracteres, que los transforma en estereotipos, en roles planos que sólo han de asustarse, enfadarse, llorar o gritar según corresponda, que impide la identificación o rechazo del espectador, ambivalencia necesaria ante lo que se está contando.

   De este modo, resultan aún más notorias las diferencias existentes en el reparto, los desequilibrios provocados por la probada solvencia de algunos, el poco recorrido que otros tienen y la inexperiencia como actor de uno de ellos; en el primer grupo nos encontramos con Maribel Verdú, aquí un tanto perdida pero aceptando el papel que le toca desempeñar (un tanto gris, pero mejor definido –como el resto- en el original), Clara Lago, sin duda la mejor del reparto ya que es la extraña del grupo, la nueva, y sabe transmitir con su mirada las preguntas que cada uno puede hacerse en su butaca, Daniel Grao, al que le faltan hechuras para ser el líder, y Carmen Ruiz, demasiado afectada; en el segundo, aparecen Antonio Garrido, que siempre parece estar recitando o presentando (mal) un concurso, Miquel Fernández, reducido a un bufón que no funciona como contrapunto porque no tiene a qué dárselo, y Blanca Romero, que nunca pierde su forma de hablar interprete lo que interprete; completa el reparto Andrés Velencoso en su debut, demasiado inexperto para transmitir las oscuridades de su personaje y más con el material que le han entregado.

   Jorge Torregrosa, en su primer largometraje, se muestra como un director con poca mordiente que deja la tensión al montaje, a los efectos, a los rostros de los actores, logrando un par de secuencias que evocan los aciertos de David Monteagudo y despeñándose por la misma pendiente que el autor a la hora de ir cerrando la historia, el uno porque no logra despegarse de lo que ya lograron algunos (citemos de nuevo a Matheson especialmente) con mejor fortuna y más pericia literaria (por no hablar de talento), el otro porque, en contra de lo que hace el escritor al que toma como referente, se empeña en explicar demasiado o en cerrar mucho lo que el espectador quiere concluir él, hay desasosiegos que es mejor dejar sólo aletargados, eso anida en el que ya conoce la historia y provoca que de una forma u otra no la olvide y regrese a ella; en ese sentido, lo más decepcionante de Fin es eso mismo (y esto no significa que la hayamos destripado, para empezar porque la propia película anticipa lo que va a pasar en un momento dado).

jueves, 6 de diciembre de 2012

"LA PARTE DE LOS ÁNGELES": ENTRE AZUL Y BUENAS NOCHES





    TÍTULO ORIGINAL: The Angels´ Share AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Ken Loach GUIÓN: Paul Laverty MÚSICA: Tom Howe FOTOGRAFÍA: Robbie Ryan MONTAJE: Jonathan Morris REPARTO: Paul Brannigan, John Henshaw, Gary Maitland, Jasmine Riggins


   Se escucha decir hasta la saciedad, sobre todo por personas relacionadas de una forma u otra con el arte, que es mucho más difícil hacer reír que hacer llorar, que conseguir un verdadero y perdurable efecto cómico sin caer en lo chusco o en lo directamente escatológico requiere de mucho esfuerzo, de muchos ensayos, de muchas horas, que las lágrimas del público pueden forzarse con trucos que la mayoría de las veces no resultan muy honestos pero que las risas y/o carcajadas, incluso recurriendo a ese mismo tipo de ardides, no siempre fluyen como se desearía y, a pesar de esta buena consideración, a la hora de los premios la comedia suele quedar relegada, postergada, ninguneada, olvidada, siendo los dramas (de un calado u otro, de un estilo u otro) los que acaparan galardones y prestigio; por otro lado, determinados críticos e incluso público habitual suelen justificar la escasa repercusión de ciertos títulos y el permanente auge de una comicidad de tono grueso, insultante, descerebrada y casposa afirmando que las audiencias rechazan todo aquello que les añada sufrimiento, cuando (si exceptuamos los productos preparados para arrasar en taquilla), a la hora del resumen anual en el que ya estamos inmersos, un grueso importante de la gente que pasa por taquilla elige filmes que, por recurrir a una etiqueta sencilla y definitoria, podríamos calificar como “serios” (nada hay más serio que el género cómico si se acomete de verdad y con talento). Esto último, por un lado, indica el menosprecio más o menos acusado que muchos sienten por la comedia, primero al no diferenciar entre los diferentes grados y formas de hacer humor, segundo al considerar que es una vía de escape, un anestésico, algo efímero que no hace pensar, y por otro obliga a preguntarse a qué se refiere alguien cuando habla de ello, sobre todo si tenemos en cuenta que para millones de espectadores el epítome de lo romántico se encuentra en Love Story (1970) o Brokeback Mountain (2005) (aún puede entenderse algo lo de la primera, pero no lo de la segunda que, en todo caso, es la historia de un cobarde, de alguien que se niega sus sentimientos y amarga la existencia a los demás, alguien que entenderá demasiado tarde sus errores –y a buen seguro que Annie Proulx, autora del excelente relato original, se revolverá cada vez que oiga este calificativo-).

   Incluso hay actores que, muy considerados y queridos por su dedicación a la comedia, buscan a toda costa redimirse (por así decirlo) y lograr éxito y aplauso generalizado con algún rol dramático (lo que suele resultar patético, excepto en los grandes, en los versátiles, en los que no se adocenan, en los que no tienen reparo en aceptar el personaje que les parezca interesante en cada momento, todo sin olvidar a esas grandes damas –sobre todo británicas- que según acumulan experiencia van transformándose en brillantes actrices cómicas). Pero también encontramos el camino contrario, especialmente en directores que, de repente, buscando nuevos horizontes, queriendo sorprender y demostrar cualidades que se les niegan, dan un giro a su filmografía y hacen una comedia, una película en la que se relajan, en la que olvidan su estilo habitual, en la que se ponen a prueba, más tal vez por complejos propios que por petición de los que les siguen (¿Quién se queja de que Hitchcock jamás rodase un musical? ¿Echamos de menos un western en la obra de Billy Wilder? ¿Vamos a bajar del Olimpo que ganaron por sus méritos a John Ford, Luis García Berlanga, Jean Renoir o Ingmar Bergman (la lista sería interminable) por no haber tocado todos los palos?). Tras ser durante más de veinte años un cineasta comprometido, molesto, denunciador de los malos hábitos políticos, de las lacras que empantanan a los humildes, Ken Loach ha visto llegado el momento de rodar una historia que, aún respondiendo a lo que suele esperarse de él, no haga demasiado hincapié en los aspectos más tétricos o patéticos, no ponga toda la carga en lo negativo, sino que aporte esperanza, aire fresco, diluya la crítica, se cuente con un aire frívolo y provoque más de una carcajada.

   El director británico parece haber olvidado aquellos títulos de su carrera en los que, con mayor o menor fortuna, aparecía el elemento cómico como eje central de la narración (algo especialmente notorio en Riff-Raff (1991), donde, como en tantas ocasiones, plasmaba situaciones tan locales que eran difíciles, cuando no imposibles, de comprender para el poco versado en el asunto –recuérdese Agenda oculta (1990), llena de referencias a altos cargos poco o nada conocidos más allá de sus fronteras-) o, al menos, salpimentaba la historia con pequeños paréntesis que suponían un respiro y aportaban credibilidad y empaque a los que, sin duda, quedan como sus mejores títulos: Lloviendo piedras (1993), Ladybird Ladybird (1994) –su obra maestra-, Tierra y libertad (1995) y Mi nombre es Joe (1998), películas en algunos casos dolorosas, estremecedoras, impactantes, pero con los tonos perfectamente medidos y dosificados. Precisamente la última que citamos supone su segundo trabajo con el guionista Paul Laverty y, por el momento, sigue siendo su mejor colaboración, puesto que en el resto (once ocasiones, incluyendo la que ahora nos ocupa) el libreto se impone a todo lo demás con permanentes subrayados, con escenas meramente discursivas que sólo pretenden dejar clara una ideología, que olvidan la sutileza cayendo en ocasiones en la mera soflama, en lo mitinesco, en el proselitismo (y no porque uno no esté de acuerdo con lo que se dice, pero sí porque resulta innecesario, entorpece el relato y trata a la audiencia como ente y no como seres que piensan por sí mismos); incluso en momentos en que consigue olvidar su estilo habitual, como en Sweet Sixteen (2002) o Sólo un beso (2004), termina por caer en su sempiterno vicio de hacer una tesis, algo también notorio cuando pretendió escribir una cinta de género –Cargo (2006)- y resultó aquel híbrido que no contentaba a nadie, sin olvidar También la lluvia (2010), dirigida por su mujer, Icíar Bollaín, que si tuviese claro lo que quiere contar pudiese haber sido una buena película, pero emplea gran parte del metraje en que cada personaje recuerde lo mal que nos portamos con los demás y sienta la culpa por lo que sucedió en América hace ya varios siglos.

   La parte de los ángeles consigue su objetivo de verse como una historia simpática, sin grandes pretensiones, incluso simple a ratos, pero resulta un tanto perdida, como si Laverty no supiese hacia dónde hacerla avanzar, como si percibiese que el chiste no da más de sí (algo particularmente notorio en el tramo final), como si le faltasen cimientos (al no poder seguir el camino trillado, se queda en lo meramente anecdótico), como si tuviese reparos en hacer una película que pueda considerarse de evasión (olvidando todo lo que hay por debajo, de dónde nace la historia, suficiente para que el público contextualice y reflexione) y Ken Loach no es capaz de hacer más: dirige con su oficio habitual, con su estilo cercano al documental (género en el que se forjó), recupera cierta frescura perdida en La cuadrilla (2001) o El viento que agita la cebada (2006) –incomprensible Palma de Oro de Cannes a una cinta rutinaria no demasiado bien contada-, pero acaba imprimiendo a sus escenas una permanente sensación de ya visto, no logra escapar de lo convencional, de un tono cómico que a buen seguro hará arrugar el hocico a sus más firmes defensores, el mismo tono que usado por otros cineastas provoca urticaria a ciertas voces. Sin embargo, el filme nunca decae gracias a su protagonista, Paul Brannigan, descubrimiento de Ken Loach comparable al de Crissy Rock en Ladybird Ladybird (incomprensible que esta actriz no haya tenido la continuidad que merece), quien reproduciendo algunos episodios de su vida consigue una frescura y veracidad que no se encuentran en intérpretes con más experiencia, sabiendo mirar con intención, con amor, con dolor, con inteligencia, consiguiendo que el espectador se interese e involucre en su peripecia.