TÍTULO ORIGINAL: The Sessions
DIRECCIÓN: Ben Lewin GUIÓN: Ben Lewin MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA:
Geoffrey Simpson MONTAJE: Lisa Bromwell REPARTO: John Hawkes, Helen Hunt,
William H. Macy, Moon Bloodgood, Adam Arkin
Hay películas que resultan muy difíciles de clasificar porque invalidan
todos los cánones, superan cualquier calificativo, rompen las costuras de los
géneros sancionados como tales, se constituyen ellas mismas en categoría, en
vara de medir, obligan a buscar nuevos adjetivos y, lo mejor de todo, es que lo
hacen con una sencillez apabullante, como si llegar a ese prodigio de concisión
y equilibrio fuese patrimonio de cualquiera, apareciendo ante nuestros ojos
como una epifanía, como un regalo colmado de deleite, de sinceridad, de alegría
y optimismo, abandonando desde su concepción la más mínima tentación o
posibilidad de embarrancar en lo trillado, en un buenismo simplón y autocomplaciente
como el de las obras de Jorge Bucay y demás gurús, en un tono aleccionador o de
sermón, en querer buscar una moraleja. Y, sin embargo, Las sesiones nos deja mucho en lo que seguir pensando tiempo
después de haber abandonado la sala, pero lo hace al modo de Pulgarcito,
sembrando el camino de migas de pan que cada uno puede recoger como más le
plazca, refrenando cualquier atisbo de tremendismo, de impudicia, obviando los
lagrimales del público, yendo directo hacia el corazón (aunque se puede dar el
hecho de que más de un espectador llore de emoción, de risa, de éxtasis).
Es la segunda vez que el cine se
fija en la historia del periodista y poeta Mark O´Brien: la primera fue a
través del cortometraje documental Breathing
Lessons: The Life and Work of Mark O´Brien (1996), que se alzó con el Oscar
en su categoría y que, como señala el título (“lecciones de respiración”), se
centraba en cómo organiza una vida tan activa (se graduó en la Universidad,
creó una editorial, produjo su obra) alguien que necesita un pulmón de acero
para respirar y que sólo tiene unas horas al día de autonomía, teniendo además en
cuenta que no puede valerse por sí solo debido a la polio que sufrió cuando
tenía seis años y que fue la que le condenó a estar postrado el resto de su
vida. En esta ocasión, el escritor y director Ben Lewin (que también sufrió la
polio cuando era niño, por fortuna con secuelas menos graves) se centra en uno
de los artículos periodísticos publicados por O´Brien, en concreto en el que
narraba su experiencia con una terapeuta sexual cuando, a los 38 años, decidió
perder su virginidad; como es fácil comprender, este material es absoluta
dinamita que puede estallar en el momento más inadecuado, escapando sus
mortíferos resultados por las muchas brechas que pueden abrirse. Y ahí es dónde
hemos de volver a lo ya señalado: la sensibilidad, el cuidado, la exquisitez,
el buen humor con que se narra la cinta consigue evitar cualquier complicación,
porque no ahorra nada, no trivializa, no camufla, no frivoliza, pero encuentra
el tono adecuado, muy natural, equilibrado, confiando en la inteligencia del
espectador, dando una lección de buen gusto como no se recuerda desde hace
años.
Como su título indica, la película se centra en las sesiones que O´Brien
contrata para que una terapeuta sexual especializada en discapacitados le ayude
a tomar conciencia y control sobre su cuerpo y pueda disfrutar practicando
sexo; sin caer en discursos, en arrebatos, en aldabonazos de conciencia, sin
erigirse en nada, Ben Lewin nos impresiona, nos emociona, nos convierte a su
causa (aunque no es lo que pretende), sobre todo cuando confirmamos que las
voces de siempre, aquellas que quieren imponer su manera de entender la moral,
aquellas que siempre están evangelizando, que deciden qué es correcto y qué no,
aquellas que se sienten superiores regalando caridad, tratando a los que miran
como si fuesen menos con conmiseración preñada de afectación, se levantan y
abandonan la proyección para la prensa porque no pueden tolerar que alguien
como Mark O´Brien (me niego a reproducir los epítetos que le dedican) quiera
disfrutar con el sexo y que nosotros tengamos que encontrar lógico tal anhelo y
alegrarnos de su consecución. Y, nunca mejor dicho, el director se niega
cualquier obscenidad, lo que no sólo debe entenderse en el plano sexual,
especialmente lo decimos por cómo suelen tratar los asuntos relacionados con
las enfermedades ciertos cineastas que logran el aplauso generalizado (para no
remontarnos muy atrás, baste recordar que, si Haneke no lo remedia, la Academia
podría refrendar con el premio a la mejor película de habla no inglesa la
imparable carrera comercial de Intocable (2011),
ese fenómeno de masas que, por encima de todo lo demás, es un filme muy
aburrido); un pene erecto puede ser el eje (perdón por la figura, se ve que he
aprendido poco de la escritura de Lewin) sobre el que pivote una parte
importante del metraje sin necesidad de nada más que unos buenos diálogos (los
adecuados, los precisos, medidos y mimados) y unos actores en absoluto estado
de gracia.
Es muy gratificante recuperar a una actriz de los quilates de Helen Hunt
en un cometido de semejante calibre: su franca sonrisa, la naturalidad con la
que se va adentrando en los miedos de Mark y la manera en que resuelve los
problemas, van poco a poco deviniendo en un cambio de actitud que, aunque mínimamente
exteriorizado, es notorio para su marido; sólo pueden tener lugar un máximo de
seis sesiones para evitar la creación de cualquier otro vínculo entre terapeuta
y paciente, pero la inteligencia y ganas por gozar del segundo hacen que todo
vaya mucho más rápido y, sin embargo, pudiera decirse que en pantalla apenas
sucede nada, sencillamente se van acumulando las sensaciones, los deseos, las
frustraciones, los logros, las sonrisas y Helen Hunt expresa todas sin
aspavientos, controlando los gestos, midiendo la voz, llenando de contenido
cada mirada, logrando una de las secuencias más emotivas y brutales vistas en
mucho tiempo y para ello sólo necesita meterse en su coche y que le recuerden
que no ha cogido el cheque con el que le pagan cada sesión. Si en Mejor… imposible (1997) superó con
creces cualquier expectativa (era popular por una comedia televisiva, heredaba
el papel de Holly Hunter, se enfrentaba a un Jack Nicholson nacido para ese
personaje, tenía que decir las frases de uno de los grandes guiones de James L.
Brooks), gracias a esta cinta logra, por fin, revalidar aquel éxito y confirmar
que el título como grande que algunos le otorgábamos no le venía ídem.
Otro de los múltiples aciertos del guión de Lewis es no convertirlo en
un recital del actor protagonista (ese tipo de interpretaciones tan esforzadas
y forzadas que, sin embargo, se traducen muchas veces en galardones otorgados
por el gremio de actores); antes al contrario, podría decirse que el escritor
se lo pone muy difícil a John Hawkes, puesto que no le entrega ninguna escena
de lucimiento, en el sentido más peyorativo del término (incluso la maravillosa
–tan denostada por las mismas voces que citábamos antes- Mar adentro (2004) se guardaba algún resquicio para que Javier
Bardem –el impresionante Javier Bardem de esa película- dejase claro el porqué
de su prestigio -¡Qué lejos queda esto con su ridícula composición como malo de
la saga Bond tan fresca en la memoria!-). Es en esa aparente inanidad, en ese
despojamiento de artificio, en esa entrega completa, donde John Hawkes va
conformando una actuación superlativa, manejando la voz prodigiosamente,
sabiendo intercalar el sentido del humor cuando conviene, no escondiendo su
vulnerabilidad cuando hacerlo resultaría un error, exhibiendo un carisma
impensable en alguien asociado a dos de los títulos más exasperantes de los
últimos años, esos convencidos de su importancia, bendecidos por la crítica,
descubridores de nuevos talentos: Winter´s
Bone (2010) –aunque le valiese varios laureles, nominación al Oscar
incluida- y Martha Marcy May Marlene (2011).
A la espera de ver lo que hace Daniel Day Lewis (quien obtuvo su primer Oscar
por Mi pie izquierdo (1989),
establezcan ustedes los paralelismos que quieran) en el Lincoln de Spielberg, la tan esperada por tantas razones, cinta en
la que también participa Hawkes, este actor encabeza nuestras preferencias para
auparse con el premio de la Academia, sobre todo para hacernos olvidar tantos
galardones inadecuados y gratuitos (el Dustin Hoffman de Rain Man (1988), el Cliff Robertson de Charly (1968)) y para confirmar que, con su encarnación de Mark
O´Brien, John Hawkes se ha convertido en un actor de leyenda.
Ben Lewis dirige con acierto y buen tino, sabe acompasarse al perfecto
guión que le alienta, y entrega Las
sesiones a los intérpretes: los primeros planos, los planos medios,
muestran lo necesario, es decir, los rostros, las miradas (decisivas en una
manera de narrar llena de elipsis en la que hay tanto sugerido), las rutinas;
acompañan en esta aventura a John Hawkes y Helen Hunt un solvente y divertido
William H. Macy y una estupenda Moon Bloodgood que, al igual que el resto del
reparto, saben emocionar desde la contención, desde la economía de recursos,
desde la verdad que respira cada fotograma de esta imprescindible película.