domingo, 27 de abril de 2014

"ENEMY": JOSÉ SARAMAGO NO ES DAVID LYNCH (NI FALTA QUE LE HACE)






TÍTULO ORIGINAL: Enemy DIRECCIÓN: Denis Villeneuve GUIÓN: Javier Gullón (basado en la novella El hombre duplicado de José Saramago) MÚSICA: Danny Bensi, Saunder Jurriaans FOTOGRAFÍA: Nicolas Bolduc MONTAJE: Matthew Hannam REPARTO: Jake Gyllenhaal, Mélanie Laurent, Sarah Gadon, Isabella Rossellini, Joshua Peace, Tim Post

   Nuestros gustos nos definen, pero aún nos define más aquello de lo que alardeamos, de lo que nos jactamos, eso de lo que nos reconocemos admiradores, y a las primeras de cambio queda patente que sólo mantenemos esa predilección de boquilla, de puertas para afuera, sin sentirla, como pasaporte a una elite a la que anhelamos pertenecer, como símbolo de distinción, con el prejuicio y el complejo como banderas para no confesar lo que en realidad elegimos, lo que nos pirramos por ver, lo que constituye la base de nuestro ocio, nuestro placer, nuestra satisfacción, como si hubiera espectáculos “buenos” y espectáculos “malos” (adjetivos que no expresan nada, más allá de la incapacidad del que los utiliza para explicar su opinión, su posicionamiento, sus porqués); como muy bien han afirmado algunos colegas, nuestra videoteca (lo que sirve también si hablamos de libros, música, pintura, cualquier arte) habla por nosotros y es muy revelador que alguien que se presenta como fan incondicional de Lars von Trier (“y ya, a partir de ahí, hablamos”) justifique con un “oye, que al final nunca me la compro” el no poseer algunos de sus títulos más rompedores, pero corra casi con desesperación (“por si se agota”) a alguna tienda el día en que se lanza alguno de los éxitos de taquilla llegados desde EEUU (a los que intenta camuflar, en algunos casos, como películas pequeñas, caprichos del director y eufemismos similares, víctima ella misma de la necesaria intelectualización con la que ha de tamizar todo para considerarlo digno de crédito, del anhelo por estar siempre a la última, vendiendo como criterio propio lo que es plegarse a la corriente rompedora o, sencillamente, oponerse a ella si la ocasión le resulta propicia). Al fin y al cabo, con esta actitud sólo se engaña la persona que la mantiene, perdiéndose el disfrute por el mero hecho de serlo (le provocan alergia palabras como “entretenida”, “comercial”, “divertida”, a no ser que las utilice matizándolas para productos que le parecen dignos de su consideración), en alguna ocasión ya hemos señalado cómo cierta crítica la utiliza para engrandecerse a sí misma, para aureolarse de un falso prestigio que pasa por mantenerse en un oscurantismo sólo descifrable para los que pertenecen a esa exquisita minoría, a esos iniciados que se piensan por encima del resto de los mortales (provocando que muchas personas no lean o vean lo que ellos vocean –en ocasiones, su conocimiento es de lo más somero, cuando no inexistente- porque extienden la leyenda de que eso es sólo para ciertos paladares educados y preparados para la degustación –y, así, evitan que alguien pueda decirles que son ellos los que no tienen ni idea de lo que hablan-), pero hoy podríamos ponerlo en común con uno de esos considerados artistas, uno de esos nombres que hace sentir bien a los que lo elevan a los altares, quien además utiliza el artero truco de ponerse bajo los auspicios de alguien de la mejor consideración intelectual (puede gustar más o menos –aunque es otro de esos nombres a los que muchos no frecuentan o jamás han leído, sencillamente porque el Vaticano protestó cuando obtuvo el Nobel de Literatura, pero a la que pueden le sueltan una andanada y se quedan tan panchos-), nimbándose del reconocimiento otorgado a aquel para darse brillo, intentando enmendar la plana, poniéndolo a su servicio.
   El pasado mes de octubre, con motivo del estreno en España de Prisioneros (2013), nos deteníamos en la figura de Denis Villeneuve, glorificado como autor por Incendies (2010), cinta que se benefició de la aureola y la pátina alcanzada por la obra de teatro en la que se inspiraba (una de esas que, por el mero hecho de hablar de trozos invisibles de este mundo, provocan el aplauso y la aquiescencia de muchas). En esta ocasión, vuelve sus ojos hacia José Saramago, autor con legión de admiradores en todo el mundo, un escritor muy personal, con un código propio, con una forma de escribir envolvente, absorbente, torrencial, en la que es fácil dejarse llevar pero con la que hay que familiarizarse: sus párrafos son muy largos, los diálogos y pensamientos (sobre todo estos últimos) de los personajes van insertados en ese corpus, sólo una mayúscula advierte de lo que son, la coma es el signo de puntuación preferido, utilizado en todas sus variantes, cambiando sus funciones básicas y originales, rompiendo, ajustando, ensanchando las costuras de las convenciones, filosofando, desarrollando toda una teoría literaria, reflexionando, apareciendo a veces como personaje para cuestionar el papel del narrador, en definitiva, toda una maravillosa experiencia acompasada con un lenguaje prolijo, cuidado, rico y enriquecido, lleno de meandros, de subordinadas, trenzando un discurso casi inacabable, que consigue resultar claro, falto de aspavientos, salpicado con toques de sorna, con admoniciones, con cualquier recurso que contribuya a que el relato sea legible, lanzando estímulos muy variados, involucrando al lector, dialogando con él, en definitiva, un universo difícilmente trasladable a imágenes (sigue provocando escalofríos –dejémoslo en eso- el modo en que Fernando Meirelles malinterpretó una de las mejores narraciones del portugués, una de las más sencillas de transformar en película al ser, al estilo Saramago, una novela apocalíptica, al utilizar unos esquemas reconocibles –sin pudor ni complejos: lo banal, lo manido de un tema se hace notorio en su tratamiento y nada lo es en manos de este prodigioso escritor-, y la transformó en una de las cintas más feas –así, sin ambages y clamándolo-, más espantosas de mirar, se conociese o no el material que la inspiraba: A ciegas (2008), que así titularon la versión fílmica de  Ensayo sobre la ceguera).
   El guionista Javier Gullón ha querido entregar a Villeneuve un material que le permita imprimir su marchamo de autor, el mismo que reclama al ambientar la historia en un extraño escenario semifuturista, desangelado, como descolorido, diríase que la lente de la cámara está sucia, alejando al espectador por parecer increíble, irreal, cuando en la novela original uno de los elementos que más pavor provoca es, precisamente, como es casi norma en Saramago, el modo en que una existencia de lo más convencional, apática, rutinaria, casi de anacoreta, se ve perturbada por un suceso insólito, por un interrogante que es trasladable a nuestra cotidianidad (ese suele ser su punto de partida y enganche: ¿Cómo reaccionaría usted si…?) –será complicado llegar, no digamos superar, las cotas alcanzadas por la fantástica Her (2013) a la hora de una dirección artística sencilla que consiga la atemporalidad precisa para parecer en todo momento el futuro que ya está aquí-). Y el caso es que, a su modo particular, ese que le ha hecho grande, ese que le hizo merecedor del Nobel por dar nuevo brío a la escritura, por encontrar una voz propia que ha sabido convertir en la de tantos (sin pretender alcanzarle ni de lejos –uno es consciente de sus límites y no le pesan cuando goza tanto como lector-, a del que suscribe sufrió un auténtico terremoto cuando la lectura de Todos los nombres se mezcló con la de Plenilunio de Antonio Muñoz Molina –otro inalcanzable, otro genio de las palabras, del párrafo largo, de la prosa medida con diapasón, otro enamorado del placer de narrar sin urgencias-), Saramago sabe imprimir a sus novelas un ritmo interno que provoca nervios, tensión, dudas, que hace impredecible el rumbo del relato, las reacciones de los personajes, los sucesos venideros, hay mucha acción aunque la más relevante, la que hace avanzar la historia, sucede en el interior, en los ánimos, en las personalidades, en las cavidades de cada uno, lo que podría tener un reflejo en pantalla si un guionista se limitase a aprehender lo fundamental, lo rescatable como imágenes, supiera transformar en lenguaje fílmico lo que es literatura en estado puro (sí, tarea titánica pero que en ocasiones ha sabido llevarse a cabo, si bien es cierto que con humildad y respeto). En su obsesión por conectar con ese tipo de público que gusta de las metáforas incomprensibles, de los delirios inexplicables, de las imágenes alucinógenas sólo por parecerlo, Gullón y Villeneuve intentan tomar el pulso a David Lynch, capaz como se sabe de lo peor, de quedarse en un código tan restringido que ni él es capaz de comprenderlo –Inland Empire (2006), el modo estrepitoso de concluir lo que hasta cierto momento era un filme apasionante: Mullholland Drive (2001)-, o magistral creador de atmósferas que desasosiegan, oprimen, se explican en sí mismas sin necesidad de trivialidades u obviedades –esa obra cumbre llamada Terciopelo azul (1986), el planteamiento de Twin Peaks (1990-1991), si bien es cierto que ésta naufragaba en el mismo instante en que él abandonaba las labores de guionista-, poseedor de una lírica emocionante que abandona cualquier ampulosidad o barroquismo para ofrecer algunas de las joyas más incontestables del cine contemporáneo –El hombre elefante (1980), Una historia verdadera (1999)- y llenan la pantalla de insectos gigantes, secuencias que se pretenden perturbadoras, insertos insólitos que buscan la sorpresa fácil, el sobresalto tópico, aunque ni siquiera en lo más básico funciona la película más que como monumental aburrimiento, crimen de lesa majestad, incomprensión de lo que Saramago cuenta en El hombre duplicado (y ahora, después de semejante despropósito, veremos si alguien con un mínimo de curiosidad se atreve a leerlo; en serio, cualquier parecido con lo que se ve en pantalla es pura coincidencia, más allá del mero planteamiento y de algún detalle más, despojado de la hondura y los significantes que se van diseminando por la novela, un laberinto mental, moral, social, abracadabrante, opresiva, tensa, un prodigio de mezcla de tonos, un puzle sólidamente armado, algo para que Villeneuve demuestra estar incapacitado).  

viernes, 25 de abril de 2014

"PHILOMENA": HEROÍNA, A SU PESAR


 


TÍTULO ORIGINAL: Philomena DIRECCIÓN: Stephen Frears GUIÓN: Steve Coogan, Jeff Pope (basado en el libro The Lost Child of Philomena Lee de Martin Sixsmith) MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Robbie Ryan MONTAJE: Valerio Bonelli REPARTO: Judi Dench, Steve Coogan, Sophie Kennedy Clark, Mare Winningham, Barbara Jefford, Ruth McCabe, Anna Maxwell Martin

  Sí, tengo este blog algo abandonado, lo reconozco: se acumulan los estrenos, el arpa pide ser acariciada y me resisto menos a sus encantos, andamos enredados en la preparación de un nuevo libro, hay tanto por leer, ver en teatro (lo del cine queda implícito/explícito, ¿no?), vivir y compartir, que uno va arrinconando algunas actividades no por poco placenteras, pero sí por considerarlas parte de la profesión, del oficio que, contra viento y marea, sea como sea, voy a seguir ejerciendo y como ahora no tengo que responder ante jefecillos hueros y/o palafreneros varios me transformo en cronista cuando quiero (aunque algunos estados de Facebook, por extensión y tiempo de elaboración, deberían ser parte de alguno de los blogs); pero no quería dejar de detenerme algo más de lo hecho a la hora de repasar las candidaturas de los últimos Oscar en una de las películas que más me ha emocionado, sacudido, tocado, impactado en la presente temporada, que me ha provocado (avivado sería más correcto) más indignación y, al mismo tiempo, más sonrisas me ha proporcionado, me ha masajeado el corazón, me ha transmitido paz, la paladeo gustoso desde su visionado y rememoro con alegría y satisfacción, y como el caso es que ya no está en cartelera (hay que dejar espacio para las máquinas registradoras, esos títulos que no se conforman con ser los primeros, los que más recaudan: han de hacerlo multiplicando su presencia en salas –a veces ganan espectadores porque resulta una tarea titánica encontrar otra cosa-, apabullando al disconforme, anulando las voces críticas o, sencillamente, los gustos divergentes), en lugar de hacer un texto como los habituales (más profesional, más analítico, primando cierto tono entre periodístico y literario –eso me gusta pensar al menos-), puesto que ya no es una recomendación del momento, sino una reflexión, un sentir, un reflejo de cómo se ha incorporado a mi particular Olimpo de obras de arte, se me permitirá que elabore un escrito mucho más personal, más anímico, tal vez más propio de ese arpa al que tanto aprecio he tomado, pero puesto que hay necesidad de inyectarse el celuloide (aunque ya no se utilice) en vena, lo mantendremos en su emplazamiento natural.

   Philomena puede ser puesta en común con otro de los filmes con los que compitió al premio gordo de la noche de los Oscar, precisamente por sacar matrícula de honor en lo que el otro naufraga estrepitosamente; nos referimos a Dallas Buyers Club, ese canto al aspaviento, esas interpretaciones basadas en el disfraz, en la caracterización, en primar la transformación física por encima de lo humano, algo especialmente notorio en Matthew McConaughey, aupado a lo más alto con el premio a mejor actor del año, puesto que Jared Leto (aunque tampoco pueda compartirse su galardón como mejor secundario) se aplica para insuflar algo de alma a un personaje espantosamente escrito en el que más se notan y agudizan las carencias del guion, agujero negro por el que se despeñan las buenas intenciones y posibilidades de una película que no pasa de interesante por falta de garra, de implicación, de denuncia. Ante los hechos que se están narrando, y que pueden ser comprobados consultando la hemeroteca, un tono excesivamente frío, como distante, mostrando pero sin, por así decirlo, mancharse las manos, involucrarse, hace que el filme pase ante nuestros ojos, nos remueva lo justo, pero quede en la memoria más por el exhibicionismo e histrionismo de los protagonistas (algo atenuado, pero tan patente como de habitual, especialmente en el protagonista) que por lo que saca a la luz, por el quid de la cuestión; y si alguien dijera que no es necesario ser Costa-Gavras o Lumet o Loach, no podría dejar de estar de acuerdo porque no es cuestión de garra o falta de ella (aunque Jean-Marc Vallée está a años luz de los dos primeros e incluso del tercero cuando éste acierta) sino de no encontrar el tono, de quedarse muy por debajo, de no querer ser descarnado sin saber ser sutil, de no parecer ni una cosa ni la otra y, al final, es el espectador el que pone su propio horror ante lo escandaloso (por no emplear un adjetivo más sonoro, aunque sea lo que me pide el cuerpo) de la amoralidad (también por dejarlo en algo suave: no se trata de perturbar su lectura con un rosario de exabruptos) con que llevan tanto tiempo comportándose las empresas farmacéuticas y del modo en que consienten, secundan, sacan beneficios, muchos que se pasan el juramento hipocrático por donde ustedes saben para quedarse solo con el principio, con lo que tan sólo comparte sonido con el que es considerado “el padre de la medicina”. Y es en ese momento cuando uno evoca el maravilloso guión que da aliento a Philomena y cuando agradece de nuevo una escritura milimetrada, que casi no se percibe, que parece simple, que sabe llegar hasta la médula de las emociones, que hace avanzar la historia mediante pequeños detalles, que deja fuera todo lo accesorio, que no se entretiene, que sabe narrar con una imagen, que se pone incondicionalmente del lado de su protagonista pero para ello no necesita alzar la voz, discursear, catequizar, recurrir al proselitismo, precisamente todo lo que hacen las voces que se alzan en su contra, aquellas que, al igual que las religiosas involucradas en este vergonzoso suceso (repetido en tantos países, no hay más que leer la prensa española o ver la televisión, a pesar de que tantos transformen en un hecho bochornoso por su tratamiento –unos por el amarillismo, otros por su cerrazón y defensa de lo indefendible- la dura realidad de los bebés robados).

   Y si pudiera pensarse (o acusar señalando con el dedo, como gustan de hacer los maleducados que, precisamente, son los que más respeto exigen, los que invocan comprensión y tolerancia para sus modos y formas, que no lo son en absoluto) que caigo en lo que censuro, que respaldo a una película con un discurso tan claro y contundente, no me avergüenzo de ello ni tengo que justificarme, pero en todo caso invito a más de uno a que vea la película y luego opine, reflexione, no dé todo por sabido, no se ponga dogmático o recuerde aquellas enseñanzas en las que afirma creer, esas que predican la misericordia, la caridad, el amor a los demás, esas que expulsan del templo a los que mercadean en un lugar para la oración y el recogimiento, esas que condenan al que no se acerca a los niños con el único propósito de protegerlos, esas que hablan del desprendimiento, de la entrega, de hacer el bien en todo momento y lugar, de poner la otra mejilla, esas que olvidan (o que no conocen porque son incapaces de sentirlas) sentados en su butaca, contemplando la pantalla con gesto altivo, con sonrisilla llena de sorna, meneando la cabeza porque “esta señora se lo ha buscado”, endureciendo su habitual coraza, inconmovibles ante la tragedia, tocados en su línea de flotación, totalmente hundidos en realidad, por el modo en que se cuenta la historia, teniendo poco a lo que agarrarse para mantener su discurso habitual, puesto que el filme no es maniqueo, se limita a exponer los hechos, los que fueron saliendo a la luz cuando la verdadera Philomena quiso cumplir con el deseo de conocer a aquel hijo que le arrebataron; sí, iba a darlo en adopción, sí, había renunciado a él, pero le permitieron establecer lazos (por cierto, qué prodigio el niño seleccionado: qué sonrisa tan franca, qué mirada plena de alegría cuando ve a su madre, qué orgulloso demuestra su cariño por otra niña –unión que condiciona y precipita su destino-, qué adorable y querible resulta), se lo quitaron sin advertirle, no le permitieron despedirse… y un periodista (que al principio no se siente interesado por la historia, que menosprecia el dolor de esa mujer, que no le concede ningún valor) descubrirá (descubrió, recuerden que es un hecho real) que las monjas que, uno pensaba, daban cobijo, manutención, buscaban hogares confortables para las criaturas, las alejaban de la mácula del pecado de sus verdaderas madres, hacían caja con cada intercambio, con cada adopción, sólo les interesaba que el cheque tuviera fondos.

   El rostro de la inmensa Judi Dench parece casi inalterable, pero con su magisterio habitual, con la excelencia conseguida a lo largo de los años, muestra los surcos profundos que han ido horadando estas corrientes subterráneas que son los afectos cercenados, las preguntas sin respuestas, la culpa que aposentaron en sus hombros y ella ha mantenido lacerante en su corazón, siendo incapaz de enfrentarse, rebelarse, atacar de frente a las responsables de que no haya podido abrazar al menos una vez a su hijo, acusándose y condenándose eternamente como si no hubiese sufrido ya bastante, pagando por su error unos intereses demasiado elevados. Junto a ella, Steve Coogan deja a un lado su faceta de cómico expansivo y gesticulante para componer una de las interpretaciones más portentosas del año (por comedida, por controlada, por estar puesta al servicio del lucimiento de una grande, por saber seguirle el paso), precisamente por todo ello ninguneada a la hora de los premios, menciones y distinciones. Stephen Frears, una vez más, vuelve a ser ese cineasta elegante, preciso, que mide con metrónomo cada escena, cada movimiento, que desaparece para dejar su huella, su impronta, su talento, sin que a primera vista parezca perceptible, que va destilando en el ánimo del espectador su buen gusto, su sabiduría, su habilidad para narrar como si no pasara nada y, respetando el carácter de su protagonista (lo ha destacado en más de una ocasión la propia Judi Dench: tiene un sentido del humor a prueba de bomba, forjado precisamente por tantas carencias, por tantos embates, por todo lo sufrido), ayudado por un guión que sabe combinar tonos, jugar limpio, provocar emociones auténticas, conmover desde la naturalidad, conseguir más de una sonrisa, incluso alguna carcajada, porque Philomena vive su periplo como una aventura, como una historia de iniciación, de descubrimiento, portando sin saberlo la antorcha de la dignidad, engrandeciendo a la humanidad sin pretenderlo, dando voz a tanto dolor oculto, a tantos clamores sepultados por el silencio, por los oídos sordos, logrando que no dejemos de sonreír mientras algunas lágrimas hacen su aparición.    

viernes, 11 de abril de 2014

"2 FRANCOS, 40 PESETAS": PERDIENDO CON EL CAMBIO







DIRECCIÓN: Carlos Iglesias GUIÓN: Carlos Iglesias MÚSICA: Mario de Benito FOTOGRAFÍA: Paco Sánchez Polo MONTAJE: Miguel Santamaría REPARTO: Carlos Iglesias, Javier Gutiérrez, Nieve de Medina, Ángela del Salto, Adrián Expósito, Luisber Santiago, Isabel Blanco

   Tiene su miga que, mientras continúa siendo un género arrinconado a la hora de conceder premios, considerado algo menor, rebajado por una parte de la crítica, a pesar de que no tiene demasiada buena prensa entre el público (que suele preguntar incluso con miedo “¿es otra comedieta?”), las audiencias de televisión, las taquillas patrias (y también las foráneas), espectáculos que se eternizan en la cartelera teatral, declaraciones de actores y directores, reacciones de diferentes patios de butacas en ocasiones muy diversas y que se repiten a lo largo del tiempo demuestren que hay una preferencia generalizada por la comedia, que incluso pudiera decirse hay una exigencia porque el tono sea el del chiste, la guasa, lo chusco, lo más burdo y elemental, que el drama se atenúe o llegue a tergiversarse, a perderse, adaptando, modificando, eliminando todo lo que puede resultar molesto, asumiendo que el público no quiere sufrir, que bastante tiene con lo que hay fuera, reduciéndolo todo a la mínima expresión y a la producción de clones ad aeternum que repiten situaciones, estereotipos, bromas, personajes que muchos censuran si se trata de hacer memoria, de lo que estaba de moda en otro momento, de lo que queda como testimonio y documento de épocas pasadas (aunque no tan lejanas y/o superadas como algunos querrían u otros aseguran sin mirar alrededor). De un tiempo a esta parte se ha puesto en valor una pretendida comedia adulta, gamberra, desproporcionada, aplaudida como políticamente incorrecta, transgresora, cañera, que repite lo peor y más trasnochado de títulos que, se quiera o no, hicieron historia, que permanecerán por su trascendencia social más allá de sus valores artísticos (pueden ser ínfimos, pero no daban gato por liebre), cintas que no tenían ninguna pretensión, que no querían erigirse en abanderadas de nada, que dejaban en la mirada y el ánimo del espectador las conclusiones que podían extraerse según la oportunidad y el contexto en que se contemplasen, que se refugiaban en la astracanada como manera de hacer crítica, burla o reflejar en pantalla de la única manera que se toleraban (verbo que llevaba implícita la reprobación) otras realidades que no se podían negar por mucho que la oficialidad velase por la moral establecida y las sancionadas como buenas costumbres, pero que sólo podían ser mostradas en su carácter bufonesco, grotesco o exagerado (el mismo, por cierto, que se considera parte de una necesaria normalización si lo llevan a cabo los elegidos como representantes del colectivo, los carismáticos, los divertidos, los omnipresentes y se califica como denigrante si se trata de echar la vista atrás).
   Carlos Iglesias, que se hizo popular por un personaje televisivo que hubiera hecho las delicias del público de El Biombo Chino en aquellas noches en las que a Pepe Navarro le dio por cruzar el Mississippi, tras demostrar su solvencia en el humor más elemental y por momentos zafio (por mucho que estuviera inspirado en una de las maravillosas creaciones del gran Francisco Ibáñez: Pepe Gotera y Otilio), en ese tipo de comedia desaforada y gesticulante tan cara a nuestra idiosincrasia (y que ha sido la escuela de excelentes actores, auténticos maestros por muchos que sean denostados por esos que viven al borde de un ataque de modernidad), sorprendió a propios y extraños al dirigir una de las películas más honestamente entrañables que puedan recordarse, tratando el tema del exilio español durante los años 60 del siglo XX con tiento pero sin maquillajes, dosificando la sentimentalidad, evitando a partes iguales el tremendismo y la glorificación, sin despeñarse por el maniqueísmo más reduccionista, sin pretender hacer sociología, valiéndose de sus recuerdos y de la realidad vivida junto a sus padres para construir una obra que hiciese justicia a todos aquellos que intentaron labrarse un porvenir y garantizárselo a sus vástagos, refrenando la nostalgia, las bondades que el paso del tiempo va aposentando en el recuerdo, sin hablar de heroicidades o caer en el cuento de hadas: Un franco, 14 pesetas (2006) hizo albergar muchas esperanzas sobre su carrera como director y guionista que, por desgracia, la errática Ispansi! (2010) hizo poner en cuarentena y que la continuación de su bien acabada ópera prima parecen haber dejado en agua de borrajas. Iglesias ha anunciado que con 2 francos, 40 pesetas “quería hincarle el diente a la comedia pura y dura, pero no gruesa ni grosera, sino más bien dentro de ese estilo que, durante mucho tiempo, más y mejor nos ha representado, algo que tuviera la gracia, la frescura, el casticismo de nuestro mejor neorrealismo o las comedias de Azcona” y citar a uno de los más grandes guionistas del cine mundial (con sus lógicos y comprensibles tropiezos, inevitables en una trayectoria prolífica y de tantos años de dedicación) es ponerse el listón demasiado alto y provocar la comparación desde el principio.
   La comedia coral que bebe y vive en el esperpento, esa deformación reconocible, ese espejo que en ocasiones muestra la realidad sin aplicar árnica (aunque el espectador se siente más aliviado si piensa que es una exageración), ese tono que Azcona sabía perfilar y matizar, aplicar con naturalidad, esa escritura heredera de Valle Inclán o Gómez de la Serna, tomando prestada como tinta la pintura empleada por Gutiérrez Solana o por el mismísimo Goya, es muy difícil de imitar y, por mucha benevolencia que se quiera aplicar en el caso que nos ocupa, está en el extremo opuesto a la emplea Carlos Iglesias: todo es obvio, irreal de tan sumamente paródico, réplicas escuchadas hasta la saciedad, situaciones predecibles, idas y venidas que se limitan a ir urdiendo gags, a unir una secuencia con la siguiente sin que haya una progresión, una evolución, sólo una acumulación de personajes que han perdido su entidad, su veracidad, su frescura, meros trazos en demasiadas ocasiones, tipos que sólo se definen por el intérprete al que se le encomienda y que sólo en algunos casos (Tina Sainz, Nieve de Medina, Lolita) intenta insuflar algo de credibilidad y/o de vida al esquema (porque no pasa de ahí) entregado como rol. Merece destacar la frescura de Adrián Expósito, quien con otro material hubiese podido demostrar más y mejor las cualidades que pueden vislumbrarse, aunque su loable naturalidad hace olvidar por algunos momentos lo torpe de un guión que se despeña por lo falso, cuando no por lo increíble si tenemos en cuenta la época en que se desarrolla, y que tapa las carencias de su compañero, Luisber Santiago, con todos los tics del actor que quiere resultar gracioso a cualquier precio; Carlos Iglesias actúa con el piloto automático, encarnando sin ningún rubor a un trasunto de su archifamoso Benito, olvidando los buenos oficios llevados a cabo en Un franco, 14 pesetas, mientras que Javier Gutiérrez repite hasta la saciedad los tonos, gestos y movimientos que han cimentado su incomprensible prestigio. El tramo final parece un "todo vale" que fatiga, irrita y sume en la desolación al que esperaba encontrarse una cinta a la altura de su predecesora o que, al menos, dejase el pabellón a una altura considerable, la que es de desear que Carlos Iglesias recupere para demostrar que lo de su ópera prima no fue un espejismo, aire entrando en una flauta y haciéndola sonar.