TÍTULO ORIGINAL: Enemy DIRECCIÓN:
Denis Villeneuve GUIÓN: Javier Gullón (basado en la novella El hombre duplicado de José Saramago)
MÚSICA: Danny Bensi, Saunder Jurriaans FOTOGRAFÍA: Nicolas Bolduc MONTAJE:
Matthew Hannam REPARTO: Jake Gyllenhaal, Mélanie Laurent, Sarah Gadon, Isabella
Rossellini, Joshua Peace, Tim Post
Nuestros gustos nos definen, pero aún nos define más aquello de lo que
alardeamos, de lo que nos jactamos, eso de lo que nos reconocemos admiradores, y
a las primeras de cambio queda patente que sólo mantenemos esa predilección de
boquilla, de puertas para afuera, sin sentirla, como pasaporte a una elite a la
que anhelamos pertenecer, como símbolo de distinción, con el prejuicio y el
complejo como banderas para no confesar lo que en realidad elegimos, lo que nos
pirramos por ver, lo que constituye la base de nuestro ocio, nuestro placer,
nuestra satisfacción, como si hubiera espectáculos “buenos” y espectáculos “malos”
(adjetivos que no expresan nada, más allá de la incapacidad del que los utiliza
para explicar su opinión, su posicionamiento, sus porqués); como muy bien han
afirmado algunos colegas, nuestra videoteca (lo que sirve también si hablamos
de libros, música, pintura, cualquier arte) habla por nosotros y es muy
revelador que alguien que se presenta como fan incondicional de Lars von Trier
(“y ya, a partir de ahí, hablamos”) justifique con un “oye, que al final nunca
me la compro” el no poseer algunos de sus títulos más rompedores, pero corra
casi con desesperación (“por si se agota”) a alguna tienda el día en que se
lanza alguno de los éxitos de taquilla llegados desde EEUU (a los que intenta
camuflar, en algunos casos, como películas pequeñas, caprichos del director y
eufemismos similares, víctima ella misma de la necesaria intelectualización con
la que ha de tamizar todo para considerarlo digno de crédito, del anhelo por
estar siempre a la última, vendiendo como criterio propio lo que es plegarse a
la corriente rompedora o, sencillamente, oponerse a ella si la ocasión le
resulta propicia). Al fin y al cabo, con esta actitud sólo se engaña la persona
que la mantiene, perdiéndose el disfrute por el mero hecho de serlo (le
provocan alergia palabras como “entretenida”, “comercial”, “divertida”, a no
ser que las utilice matizándolas para productos que le parecen dignos de su
consideración), en alguna ocasión ya hemos señalado cómo cierta crítica la
utiliza para engrandecerse a sí misma, para aureolarse de un falso prestigio
que pasa por mantenerse en un oscurantismo sólo descifrable para los que
pertenecen a esa exquisita minoría, a esos iniciados que se piensan por encima
del resto de los mortales (provocando que muchas personas no lean o vean lo que
ellos vocean –en ocasiones, su conocimiento es de lo más somero, cuando no
inexistente- porque extienden la leyenda de que eso es sólo para ciertos
paladares educados y preparados para la degustación –y, así, evitan que alguien
pueda decirles que son ellos los que no tienen ni idea de lo que hablan-), pero
hoy podríamos ponerlo en común con uno de esos considerados artistas, uno de
esos nombres que hace sentir bien a los que lo elevan a los altares, quien
además utiliza el artero truco de ponerse bajo los auspicios de alguien de la
mejor consideración intelectual (puede gustar más o menos –aunque es otro de
esos nombres a los que muchos no frecuentan o jamás han leído, sencillamente
porque el Vaticano protestó cuando obtuvo el Nobel de Literatura, pero a la que
pueden le sueltan una andanada y se quedan tan panchos-), nimbándose del
reconocimiento otorgado a aquel para darse brillo, intentando enmendar la
plana, poniéndolo a su servicio.
El pasado mes de octubre, con motivo del estreno en España de Prisioneros (2013), nos deteníamos en la
figura de Denis Villeneuve, glorificado como autor por Incendies (2010), cinta que se benefició de la aureola y la pátina
alcanzada por la obra de teatro en la que se inspiraba (una de esas que, por el
mero hecho de hablar de trozos invisibles de este mundo, provocan el aplauso y
la aquiescencia de muchas). En esta ocasión, vuelve sus ojos hacia José
Saramago, autor con legión de admiradores en todo el mundo, un escritor muy
personal, con un código propio, con una forma de escribir envolvente,
absorbente, torrencial, en la que es fácil dejarse llevar pero con la que hay
que familiarizarse: sus párrafos son muy largos, los diálogos y pensamientos
(sobre todo estos últimos) de los personajes van insertados en ese corpus, sólo
una mayúscula advierte de lo que son, la coma es el signo de puntuación
preferido, utilizado en todas sus variantes, cambiando sus funciones básicas y
originales, rompiendo, ajustando, ensanchando las costuras de las convenciones,
filosofando, desarrollando toda una teoría literaria, reflexionando,
apareciendo a veces como personaje para cuestionar el papel del narrador, en
definitiva, toda una maravillosa experiencia acompasada con un lenguaje
prolijo, cuidado, rico y enriquecido, lleno de meandros, de subordinadas,
trenzando un discurso casi inacabable, que consigue resultar claro, falto de
aspavientos, salpicado con toques de sorna, con admoniciones, con cualquier
recurso que contribuya a que el relato sea legible, lanzando estímulos muy
variados, involucrando al lector, dialogando con él, en definitiva, un universo
difícilmente trasladable a imágenes (sigue provocando escalofríos –dejémoslo en
eso- el modo en que Fernando Meirelles malinterpretó una de las mejores
narraciones del portugués, una de las más sencillas de transformar en película
al ser, al estilo Saramago, una novela apocalíptica, al utilizar unos esquemas
reconocibles –sin pudor ni complejos: lo banal, lo manido de un tema se hace
notorio en su tratamiento y nada lo es en manos de este prodigioso escritor-, y
la transformó en una de las cintas más feas –así, sin ambages y clamándolo-,
más espantosas de mirar, se conociese o no el material que la inspiraba: A ciegas (2008), que así titularon la
versión fílmica de Ensayo sobre la ceguera).
El guionista Javier Gullón ha querido entregar a Villeneuve un material
que le permita imprimir su marchamo de autor, el mismo que reclama al ambientar
la historia en un extraño escenario semifuturista, desangelado, como
descolorido, diríase que la lente de la cámara está sucia, alejando al
espectador por parecer increíble, irreal, cuando en la novela original uno de
los elementos que más pavor provoca es, precisamente, como es casi norma en
Saramago, el modo en que una existencia de lo más convencional, apática,
rutinaria, casi de anacoreta, se ve perturbada por un suceso insólito, por un
interrogante que es trasladable a nuestra cotidianidad (ese suele ser su punto
de partida y enganche: ¿Cómo reaccionaría usted si…?) –será complicado llegar,
no digamos superar, las cotas alcanzadas por la fantástica Her (2013) a la hora de una dirección artística sencilla que
consiga la atemporalidad precisa para parecer en todo momento el futuro que ya
está aquí-). Y el caso es que, a su modo particular, ese que le ha hecho
grande, ese que le hizo merecedor del Nobel por dar nuevo brío a la escritura,
por encontrar una voz propia que ha sabido convertir en la de tantos (sin
pretender alcanzarle ni de lejos –uno es consciente de sus límites y no le
pesan cuando goza tanto como lector-, a del que suscribe sufrió un auténtico
terremoto cuando la lectura de Todos los
nombres se mezcló con la de Plenilunio
de Antonio Muñoz Molina –otro inalcanzable, otro genio de las palabras, del
párrafo largo, de la prosa medida con diapasón, otro enamorado del placer de
narrar sin urgencias-), Saramago sabe imprimir a sus novelas un ritmo interno
que provoca nervios, tensión, dudas, que hace impredecible el rumbo del relato,
las reacciones de los personajes, los sucesos venideros, hay mucha acción
aunque la más relevante, la que hace avanzar la historia, sucede en el
interior, en los ánimos, en las personalidades, en las cavidades de cada uno,
lo que podría tener un reflejo en pantalla si un guionista se limitase a aprehender
lo fundamental, lo rescatable como imágenes, supiera transformar en lenguaje
fílmico lo que es literatura en estado puro (sí, tarea titánica pero que en
ocasiones ha sabido llevarse a cabo, si bien es cierto que con humildad y
respeto). En su obsesión por conectar con ese tipo de público que gusta de las
metáforas incomprensibles, de los delirios inexplicables, de las imágenes
alucinógenas sólo por parecerlo, Gullón y Villeneuve intentan tomar el pulso a
David Lynch, capaz como se sabe de lo peor, de quedarse en un código tan
restringido que ni él es capaz de comprenderlo –Inland Empire (2006), el modo estrepitoso de concluir lo que hasta
cierto momento era un filme apasionante: Mullholland
Drive (2001)-, o magistral creador de atmósferas que desasosiegan, oprimen,
se explican en sí mismas sin necesidad de trivialidades u obviedades –esa obra
cumbre llamada Terciopelo azul (1986),
el planteamiento de Twin Peaks (1990-1991),
si bien es cierto que ésta naufragaba en el mismo instante en que él abandonaba
las labores de guionista-, poseedor de una lírica emocionante que abandona
cualquier ampulosidad o barroquismo para ofrecer algunas de las joyas más
incontestables del cine contemporáneo –El
hombre elefante (1980), Una historia
verdadera (1999)- y llenan la pantalla de insectos gigantes, secuencias que
se pretenden perturbadoras, insertos insólitos que buscan la sorpresa fácil, el
sobresalto tópico, aunque ni siquiera en lo más básico funciona la película más
que como monumental aburrimiento, crimen de lesa majestad, incomprensión de lo
que Saramago cuenta en El hombre
duplicado (y ahora, después de semejante despropósito, veremos si alguien
con un mínimo de curiosidad se atreve a leerlo; en serio, cualquier parecido
con lo que se ve en pantalla es pura coincidencia, más allá del mero
planteamiento y de algún detalle más, despojado de la hondura y los
significantes que se van diseminando por la novela, un laberinto mental, moral,
social, abracadabrante, opresiva, tensa, un prodigio de mezcla de tonos, un
puzle sólidamente armado, algo para que Villeneuve demuestra estar
incapacitado).