viernes, 30 de diciembre de 2016

"ROGUE ONE": EPISODIO INTERMEDIO (Y PRESCINDIBLE)






TÍTULO ORIGINAL: Rogue One DIRECCIÓN: Gareth Edwards GUIÓN: Chris Weitz, Tony Gilroy MÚSICA: Michael Giacchino FOTOGRAFÍA: Greig Fraser MONTAJE: John Gilroy, Colin Goudie, Jabez Olssen REPARTO: Felicity Jones, Diego Luna, Alan Tudyk, Donnie Yen, Wen Jiang, Ben Mendelsohn, Guy Henry, Forest Whitaker, Riz Ahmed, Mads Mikkelsen

   En su momento la sorpresa fue mayúscula, poco a poco se corrió la voz y ya se iba advertido, aun así fueron muchos los espectadores que lo vivieron sin tener conocimiento previo y se quedaban un tanto estupefactos, extrañados, creyendo que se habían perdido algo; en gran parte lo pensó como guiño a los seriales de que disfrutaba cuando era un chaval, por otro lado George Lucas quiso que, después de esa frase que puede decirse nació legendaria (“Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana”), la película que por siempre conoceremos como La guerra de las galaxias (1977) -aunque ese sea el título de la saga y a esta cinta en concreto le corresponda llamarse Una nueva esperanza- comenzase advirtiendo que estábamos ante el cuarto episodio de una serie, que la trama había comenzado mucho antes de esa primera secuencia (algo en realidad muy habitual, no sería particularmente reseñable, no hubiese sido tan noticioso de no ser por el hecho de presentarse como  “Episodio IV” sin que se hubiesen difundido los anteriores-), pero era conveniente no desvelar ciertos datos para, así, sorprender al público cuando llegase el momento adecuado, guardándose las espaldas puesto que, si la empresa no llegaba a buen puerto y los resultados en taquilla impedían su continuidad, el filme era comprensible en sí mismo. Por supuesto, una vez se fue desarrollando la que ahora llamamos primera trilogía o trilogía original, Lucas fue añadiendo piezas, eliminando otras, retocando aquí y allá (no digamos cuando se empeñó en dirigir y escribir prácticamente en solitario los, poniendo la historia en orden cronológico, tres primeros episodios -la segunda trilogía-), pero es cierto que las junturas no se notan demasiado en lo que al tronco se refiere, la genealogía y las relaciones entre los personajes demuestran ajustarse a un plan previo, los acontecimientos se corresponden con lo mencionado o anticipado, las piezas encajan con exactitud (otra cosa es el resultado final de cada película en concreto). En este tipo de estructuras río, en cualquier saga que se precie, siempre hay mucho material que utilizar (y reutilizar), pueden aparecer nuevos y caudalosos afluentes, el fenómeno es imparable, el mito sigue siendo una realidad y son muchos los adoradores que reclaman nuevos productos y mantienen vivo el culto, son muchos los que se suman, la nostalgia bien jugada cada vez reporta más réditos (esa que no supo conjurar el propio Lucas con Star Wars: Episodio I-La amenaza fantasma (1999), baza que se le volvió en contra por las muchas expectativas defraudadas, hecho que aún da más valor a lo conseguido por J. J. Abrams en Star Wars: El despertar de la fuerza (2015) y que demuestra que no todo vale o satisface por el mero hecho de pellizcar los corazones que añoran aquella época en que eran jóvenes espectadores), era y es inevitable que la franquicia galáctica siga expandiéndose.
   Como la  nueva trilogía en curso se irá completando cada dos años y, por lo tanto, el anhelado episodio VIII (por parte de los fans, por supuesto, quien quiera mantenerse al margen está en su derecho -pero tampoco es necesario que haga ostentación de su desdén con reiteración y machaconería más obsesiva que la utilizada por muchos seguidores para dejar patente su pasión-) se estrenará a finales de 2017 (y, tristemente, nos permitirá contemplar la última interpretación de Carrie Fisher -la productora acaba de anunciar que había rodado todas sus secuencias antes del fatídico desenlace vivido hace unos días con su prematuro fallecimiento-), para que la espera se haga más tolerable (y, no lo neguemos, para seguir haciendo caja -y se acepta el envite sin complejos ni equívocos ni disfraces, no somos tan borregos-), se ha desgajado una trama de la principal para contar cómo se robaron los planos de la Estrella de la Muerte, hecho fundamental que propicia el nunca superado clímax final de La guerra de las galaxias y, así, tenemos Rogue One, que deja bien claro en su subtítulo es “una historia de Star Wars”, tan sólo eso, motivo por el que nos engancha, motivo por el que nos desencanta en parte (hablando por uno mismo, como siempre y dejando muy claro que el analista y el fan echan un pulso y llegan a un entendimiento). Al igual que uno de los máximos aciertos (si no el fundamental) del revivir de la saga fue poner el timón del episodio VII en manos de J. J. Abrams quien, al igual que hizo con Star Trek, aportó espectáculo, diversión, respeto por lo anterior sabiendo hablar para los recién llegados, invocando la nostalgia (imprescindible) sin restringir el discurso, haciéndolo comprensible para cualquiera, ganando adeptos y reverdeciendo complicidades, tal vez el mayor lastre de Rogue One sea haber dejado las riendas a Gareth Edwards, responsable de una cinta tan olvidable como Monsters (2010) y un innecesario y terriblemente aburrido remake de Godzilla (2014), caballero con poco sentido de la épica, incapaz de recrear una atmósfera de verdadera aventura, muy lejos del encanto que destilan sus ilustres predecesoras (hablamos, por supuesto, de la trilogía original y de lo ofrecido por El despertar de la fuerza), sólo en el tramo final, cuando la acción se dispara y el espectador avezado puede ir colocando totalmente este capítulo en el lugar preciso la película parece avanzar por sí sola y a la velocidad precisa.
   Mientras Felicity Jones es una magnífica elección como protagonista y dota a su un tanto esquemático personaje de emociones, Diego Luna no está a la altura de lo que un héroe debe ofrecer, falto de carisma, de presencia, de contundencia física, tampoco soporta la (inevitable) comparación con Mark Hamill como héroe a la fuerza o por sorpresa puesto que el rol que asume el actor mexicano se presenta como todo lo contrario y no es análogo en absoluto a Luke Skywalker; aunque se reproduce el esquema de pandilla que debe pelear junta, personalidades opuestas que aprenden a colaborar y trabajar en la misma dirección, por mucho que los mimbres se reconozcan, todo huele a fórmula, a elemental, a poco trabajado, a repetición cuando no copia, y por eso, como apenas tienen donde rascar, ninguno de los actores consigue traspasar la pantalla (y no por falta de talento y/o entrega) y, al final, lo más loable, lo más impactante, lo soberbio es el modo en que se ha conseguido que el inmenso Peter Cushing reaparezca en la saga para seguir dejando patente su categoría, para ampliar su leyenda, para emocionar a pesar de la técnica. No se niega la querencia por la serie y agrada la perspectiva de tener una cita anual con algo relacionado con Star Wars, pero ojalá la espera entre el episodio VIII y el IX pase por un capítulo digno de recuerdo y no por unas cuantas notas a pie de página que poco (o nada) aportan al conjunto.

miércoles, 28 de diciembre de 2016

"ANIMALES FANTÁSTICOS Y DÓNDE ENCONTRARLOS": POR FIN, J. K. ROWLING





TÍTULO ORIGINAL: Fantastic Beasts and Where to Find Them DIRECCIÓN: David Yates GUIÓN: J. K. Rowling MÚSICA: James Newton Howard FOTOGRAFÍA: Philippe Rousselot MONTAJE: Mark Day REPARTO: Eddie Redmayne, Katherine Waterston, Dan Fogler, Alison Sudol, Colin Farrell, Carmen Ejogo, Samantha Morton, Ezra Miller, Ron Perlman, Jon Voight

   Resulta inevitable hacer comparaciones cuando nos enfrentamos a una película que toma como punto de partida una obra literaria que conocemos, pero no deja de ser un debate un tanto huero puesto que hablamos de dos disciplinas artísticas con códigos muy diferentes (por más que no dejen de influenciarse mutuamente) y porque, al fin y al cabo, de una novela (dejemos fuera en este caso el teatro, puesto que todo depende de qué montaje concreto -o en plural- hemos visto o dejado de ver) hay tantas posibilidades fílmicas como lectores, por muy preciso y prolijo que sea el autor, por más que deje constancia del más mínimo detalle, en otras ocasiones porque es necesariamente ambiguo para que la historia funcione, cada uno ha imaginado unos personajes, los ha hecho moverse de cierta manera, ha pensado (más o menos conscientemente) en el encuadre que más le satisfacía en cada momento, ha ido cambiando la ubicación de la cámara a su conveniencia, ha evocado imágenes que las palabras le inspiraban, ha aportado sus emociones (sean del signo que sean) y las ha vinculado a lo narrado. Por otro lado, la voz popular afirma con rotundidad (generalizando como suele) que nunca una película iguala (no digamos supera) a la obra que la inspira -no deben haber leído Psicosis de Robert Bloch o Los puentes de Madison County de Robert James Waller, por poner un par de ejemplos-, obviando de un plumazo parte de la historia del séptimo arte, puesto que ahí están Lo que el viento se llevó (1939), El Padrino (1972), El nombre de la rosa (1986), Doctor Zhivago (1965), Al este del edén (1955), Los santos inocentes (1984), Muerte en Venecia (1971), La colmena (1982), Las horas (2002), filmes que, teniendo en muchos casos una entidad y autonomía propia (eliminando partes difícilmente traducibles a imágenes, recortando por necesidades meramente temporales -o de presupuesto-, vertiendo a imágenes sólo una parte de la obra original, reinventando la historia), respetan la esencia de lo adaptado, el tono, se permiten mil y una licencias (también hay adaptaciones enormemente fieles que incluso reproducen diálogos escritos previamente) pero sin tergiversar ni alterar sensiblemente lo que el espectador que primero ha sido lector conoce. El caso de la saga que tiene a Harry Potter como protagonista fue especialmente lastimoso ya desde el primer título porque no se tuvo en cuenta que en el momento de la adaptación de Harry Potter y la piedra filosofal existían tres volúmenes más y la autora había anunciado que la serie constaría de un total de siete, historias que se iban complicando y oscureciendo (y aún lo harían más) porque se dirigía especialmente a lectores que tuviesen la edad de su personaje, once años cuando todo comienza, lectores que celebraban cumpleaños e iban creciendo y madurando según se sucedían los cursos en Hogwarts, historias que, aunque al principio eran más o menos autoconclusivas (no así en los últimos tomos que se cerraban abruptamente y con muchos puntos suspensivos que hacían la espera hasta la siguiente publicación larga y angustiosa para los millones de seguidores en todo el mundo), dejaban cabos sueltos y enigmas por resolver, cuentas pendientes, preguntas en el aire, nadie puede negar que J. K. Rowling tenía muy bien diseñado el conjunto y el modo en que las piezas debían ir encajando por mucho que, obviamente, fuese añadiendo elementos, prescindiendo de otros, alterando el plan original según lo desarrollaba, ampliando y ramificando el férreo esquema seguido y que se hace patente una vez leída toda la serie, concepto que no pareció tenerse claro a la hora de llevarla a la gran pantalla (tal vez poniéndose la venda antes de la herida, temiéndose lo peor en lo que a recaudación se refiere), tratando el primer filme como si no tuviese continuación (o, en todo caso, no más allá de poder filmar más aventuras con los mismos personajes), dejando de lado subtramas o personajes que iban a tener relevancia posteriormente, infantilizando más de la cuenta, quedándose en la superficie, llegando a extremos lastimosos según se avanzaba en la saga y los libros eran más extensos, estaban mucho más elaborados, se complicaban argumental y estilísticamente, transformando en espectáculo hueco y grandilocuente lo que negro sobre blanco estaba repleto de emociones, matices, personalidades arrebatadoras, plenitud creativa.
   J. K. Rowling no participó en ninguno de los guiones de la saga, aunque supervisó la elaboración de los mismos e incluso desveló algunos secretos que aún no se conocían en los libros publicados a Steve Kloves (que firmó los cuatro primeros libretos) o algunos de los actores para ayudarles en sus interpretaciones; sorprende sobremanera que consintiese que apenas quedase el esqueleto de su creación, que diese por buenas tantas reducciones, eliminaciones, decisiones erróneas que han contribuido a que haya espectadores que no se contagian de la efervescencia y adicción de tantísimos lectores y hayan renunciado a leer el original (también se conocen casos de lectores previos que disfrutan las películas, las cosas como son, circunstancia que quien suscribe no termina de comprender). Ya sólo por eso fue una grata noticia saber que la propia autora iba a debutar como guionista escribiendo una historia perteneciente al universo Potter, ni precuela ni secuela, centrada en la figura de Newt Scamander, autor de Animales fantásticos y dónde encontrarlos, uno de los libros de texto utilizados en Hogwarts para la formación de magos, título asimismo de la película que empezaba a fraguarse en ese momento (que, según se anunció poco antes de su estreno, es la primera de una serie de cinco). Y aunque detrás de la cámara esté de nuevo David Yates (culpable de los cuatro filmes que cerraron la saga Potter con estridencia, parafernalia, espasmos de cámara, épica hueca), el resultado es muy estimulante porque Rowling se muestra fiel a sí misma y exhibe su inagotable imaginación mientras dibuja con brío una serie de personajes que conquistan al espectador, dando los trazos precisos para hacerlos identificables y particulares, sin renunciar a los tonos sombríos cuando conviene, ahondando en miedos y dolores reconocibles, consiguiendo una perfecta mixtura entre lo mágico y lo mundano, imprimiendo emoción y aventura con facilidad pero sin descuidar el contenido, haciendo que incluso lo más aparentemente anecdótico cobre sentido y tenga un porqué, por más que Yates siga recurriendo a la pirotecnia y cifrándolo todo a unos muy bien utilizados y a ratos sorprendentes efectos especiales, mostrándose incapaz de aportar un ápice de frescura a lo que, gracias a un guión que sabe dosificar y pisar el acelerador cuando conviene, discurre ante nuestros ojos con velocidad, asombro permanente y diversión implícita y explícita.
   Eddie Redmayne es todo un acierto puesto que le toca lidiar con un héroe al más puro estilo Rowling, un héroe a su pesar o sin plena conciencia de ello (como lo es Harry Potter aunque Scamander sí conoce y sabe utilizar sus poderes), pero despliega su impagable carisma para que el personaje nos importe, nos interese, nos preocupe, esos ojos llenos de vida y capaces de expresar emociones con apenas un guiño taladran al espectador, consiguen su implicación, se lo ganan desde el primer momento, aportan personalidad a un rol cuya mayor característica (y virtud) es la de no tenerla o, cuando menos, muy desdibujada, ser el epicentro en torno al que gira todo, propiciar el lucimiento y desarrollo de la espléndida plétora de secundarios con que Rowling siempre nos obsequia y cautiva. Katherine Waterston cumple el mismo cometido como protagonista femenina y también consigue superar esta limitación para dar la réplica perfecta a Redmayne, mientras que Dan Floger y Alison Sudol, juntos o por separado, sacan todo el partido a dos personajes jugosos y divertidos, evitando la parodia y el ridículo, llegando hasta el límite de lo caricaturesco pero sin sobrepasarlo; Ezra Miller sólo puede dejar atisbos de su talento puesto que encarna un personaje que a buen seguro eclosionará y mostrará todo su potencial en futuras entregas (ya es mucho con que nos haga olvidar su paso por la aburrida adaptación de Madame Bovary que firmó Sophie Barthes con la siempre inadecuada Mia Wasikowska), gusta ver a Samantha Morton, Ron Perlman y Jon Voight (no tanto a Colin Farrell) y es casi imposible dejar de relamerse con alguna de las sorpresas que el filme va dando y que nos hacen albergar muchas esperanzas en esta saga, siempre que J. K. Rowling se encargue de la escritura de los guiones (o, al menos, se implique verdaderamente, como ha hecho en la obra de teatro Harry Potter y el legado maldito con un libreto esplendoroso y plagado de sus aliento, oficio y maestría).

jueves, 22 de diciembre de 2016

"EL FARO DE LAS ORCAS": CUESTIÓN DE NATURALEZA







DIRECCIÓN: Gerardo Olivares GUIÓN: Gerardo Olivares, Lucía Puenzo, Sallua Sehk (basado en el libro Agustín Corazón abierto de Roberto Bubas) MÚSICA: Pascal Gaigne FOTOGRAFÍA: Óscar Durán MONTAJE: Iván Aledo REPARTO: Maribel Verdú, Joaquín Furriel, Joaquín Rapalini Olivella, Ana Celentano, Osvaldo Santoro, Federico Barga, Ciro Miró

   De las diecisiete acepciones que el DRAE recoge en torno al vocablo “naturaleza” ponemos el acento en la tercera y la cuarta ya que, respectivamente, señalan como tal la “virtud, calidad y propiedad de las cosas” y el “instinto, propensión o inclinación de las cosas” (matizando “con que pretenden su conservación o aumento”, pero eso sólo parece necesario en lo relativo a la supervivencia, no en aquello que podemos equiparar con la vocación, la pasión, el interés que uno siente hacia una actividad y su dedicación a la misma -o, si se quiere, tómese como una metáfora: uno crece y se mantiene vivo porque es capaz de dar cauce a esas pulsiones-), pero sin perder de vista la segunda porque es ahí donde se habla de ese “conjunto de todo lo que existe y que está determinado y armonizado en sus propias leyes” y porque adentrarse en lo que podemos calificar sin rubor como “universo Olivares” hace atender a la polisemia de la palabra, puesto que él siempre atiende a todos estos aspectos, comenzando por aquel que le lleva a ponerse detrás de la cámara con una mirada particular, es su instinto, su propensión o inclinación más allá del género utilizado para narrar y siempre se fija en las virtudes y calidades de otros, explora y saca a la luz la relación, la convivencia, la supervivencia, la interacción, la lucha, el necesario entendimiento entre esa naturaleza inabarcable con un solo vocablo y los seres que habitan en ella (o la avasallan, asolan, invaden, pretenden adecuarla a ellos). Gerardo Olivares es un reputado y espléndido documentalista que siempre ha narrado con emoción e implicación, que no se ha limitado a plasmar imágenes bellas, impactantes o imposibles por el mero hecho de dar testimonio o buscando epatar, es un director que ha dejado su sello en el género, que lo ha engrandecido, que no se ha quedado en la carcasa, que lo ha respetado sin hacer concesiones a lo fácil, a lo barato, a lo trivial, a lo redundante, a lo por desgracia tan abundante (aunque afortunadamente cada vez menos) y que ha provocado el alejamiento del público ante lo que se presenta como algo solemne, aburrido, sin fuerza ni atractivo; Olivares se hace preguntas y consigue que nosotros también nos las planteemos, nos descubre historias, paisajes, personajes, realidades, destila humanidad, comprensión, afán integrador, procura y consiente que la naturaleza (la de cada uno, la que nos rodea) se explique por sí misma, no juzga a priori (ni a posteriori, suele dejar que cada espectador extraiga sus propias conclusiones), atiende, observa, filma, se nota su empatía pero consigue refrenarla para no cargar las tintas, marca de fábrica también presente en sus películas de ficción (o que así llamamos para distinguirlas de las puramente documentales).
   El faro de las orcas, como el resto de su producción, parte de un hecho real, una historia de superación -o varias- que en las manos inadecuadas se habría transformado en algo empalagoso que tal vez hubiese conquistado a audiencias más numerosas, distorsionando para ello lo que es importante e interesante, aquello por lo que la película merece ser rodada, es decir, su verdadera naturaleza, las murallas que abate con sencillez y honestidad, las mismas que demostraron y derrocharon los personajes que la protagonizaron en su momento, ganando la partida y torciendo la mano a una naturaleza adversa cuando no directamente hostil, tanto la interna como la externa, estrechando lazos con las diferentes, comprendiendo y descubriendo, no dando nada por sentado, experimentando, sin dejar que los límites físicos y psíquicos fuesen barreras infranqueables, sirviendo de ejemplo y guía a otros, haciendo efectiva la convivencia sin que nadie tenga que renunciar a nada, recolocando piezas, prescindiendo de algunas, añadiendo otras, respetando la naturaleza de cada uno y esa a la que llamamos madre aunque tantas veces la obviemos, la maltratemos, la aniquilemos sin reparos y sin caer en la cuenta de que acabar con ella es hacerlo con el resto, incluidos nosotros. Si algo se le puede reprochar a Gerardo Olivares en esta cinta es pecar demasiado de prudente, de sutil, de contagiarse en exceso de la frialdad, de los silencios, del anacoreta emocional que es Beto, el rol principal, el guardafauna de Península Valdés que ha encontrado su lugar en el mundo en medio de ninguna parte, alejado de todo y de todos, entregado a su labor, volcado en los animales a los que atiende y comprende, esos que le han aceptado como uno más, totalmente integrado en un hábitat que es fiel reflejo de su esencia (de la que ha ido conformando y eligiendo a lo largo de los años); aunque evite con acierto, como ya se señaló, adoptar un tono que le haría perder credibilidad y verdad, en ocasiones resulta forzada esa lejanía, sería deseable que, igual que los personajes van perdiendo capas, salen de sus corazas, abandonan la crisálida tras una metamorfosis elegante y emocionante, la cámara rompiese el escudo del documentalista más ortodoxo para imprimir a determinadas secuencias una mayor calidez, esa que poco a poco va recobrando Beto gracias al contacto con Lola, la madre que llega hasta ese lugar remoto en busca de una mejor calidad de vida para Tristán, su hijo autista. Pero, por otro lado, Olivares sabe que tiene en sus actores su baza principal y no la descuida, no quiere perturbarlos ni desviar la atención de la platea, de ahí que se mantenga con sus proverbiales contención y humildad detrás de la cámara, prescindiendo de cualquier embellecimiento superfluo, confiando en sus miradas, en cómo Joaquín Furriel sabe llenar de contenido un silencio (afirma que fue poder trabajar con el auténtico Beto Bubas lo que le ayudó a manejarlos de ese modo), en cómo Maribel Verdú radiografía cada personaje que encarna y sólo con el modo de caminar retrata a la perfección sombras, traumas, dolores superados o, como en este caso, transformados en cotidianos, diluidos en rutinas, en algo con lo que convivir -y aún perturba más esa resignación, esa aceptación, aunque no suponga una rendición-, en cómo Quinchu Rapalini da una lección a tanto actor laureado por exagerar sin freno y caer en el ridículo de la mueca y el estrambote.
   Filmada en condiciones extremas (las que impone la Patagonia), El faro de las orcas apabulla aún más por su ausencia de rimbombancia, por su tono medido y contenido, por la ingenuidad que Gerardo Olivares sabe mantener en primer plano en todos sus trabajos, porque es capaz de conservar intacta la frescura e incluso la espontaneidad que todo documental que se precie de ser tal debe exudar, que los ensayos y los trucos (si los ha habido) no se noten, porque no consiente que lo meramente estético se imponga, porque impide que la imprescindible dramatización para contar una historia en los términos en que aquí se hace no vaya en detrimento de la verosimilitud; el director ya ha demostrado sobradamente su oficio y grandeza, por eso se echa de menos aquí en determinados momentos algo más de fuerza y hondura, aunque es muy de agradecer que se eviten los lugares trillados y, muy especialmente, que el cineasta sea consecuente con su propia naturaleza del cineasta, que no engañe al público y que, en cierta manera, sea una película un tanto a contracorriente, que no lo cifre todo -y mira que tiene mimbres para ello- a la taquilla, que tenga otro ritmo, otro tono, otro estilo, ¿por qué no repetirlo una vez más?, otra naturaleza.