viernes, 27 de noviembre de 2015

"LOS JUEGOS DEL HAMBRE: SINSAJO. PARTE 2": AYUNOS DE ACCIÓN







TÍTULO ORIGINAL: The Hunger Games: Mockingjay –Part 2 DIRECCIÓN: Francis Lawrence GUIÓN: Peter Craig, Danny Strong, Suzanne Collins (basado en la novela Mockingjay de la tercera) MÚSICA: James Newton Howard FOTOGRAFÍA: Jo Willems MONTAJE: Allan Edward Bell, Michael Yoshikawa REPARTO: Jennifer Lawrence, Josh Hutcherson, Liam Hemsworth, Woody Harrelson, Julianne Moore, Philip Seymour Hoffman, Donald Sutherland

   Analizar una película que cierra una serie de cuatro es un tanto complejo porque obliga, necesariamente, a hablar de sus antecesoras ya que, por mucho que se quiera, ésta no es una obra aislada, no puede explicarse en sí misma, no se trata de una nueva aventura con personajes ya conocidos (al modo de, por ejemplo, las de James Bond –aunque hemos de hablar pronto sobre la nueva entrega, Spectre, y será el momento de hablar de uno de los cambios más notorios de la etapa con Daniel Craig como protagonista: la continuidad, la seriación de argumentos-); por mucho que Los juegos del hambre (2012) y Los juegos del hambre: En llamas (2013) puedan considerarse cintas acabadas, ambas reclamaban una continuidad, otra conclusión, un cierre que se percibiese como definitivo (más allá de las posibles resurrecciones con claro afán recaudatorio), un punto y final indudable. Siguiendo la estela de lo que en general resulta una fórmula de éxito (las trilogías), Suzanne Collins presentó una distopía que necesitaba tres volúmenes para desarrollarse por completo, una especie de videojuego literario en que el que seguir superando pantallas (páginas) y subir de nivel hasta el clímax final y del mismo modo (libro a libro) se planificaron las adaptaciones cinematográficas, dividiendo el último capítulo a su vez en dos partes (fórmula que empieza a ser demasiado habitual) para de ese modo estirar un poco más el chicle (los productores de la saga inspirada en los fantásticos –en todos los sentidos- libros sobre Harry Potter que pergeñó una muy inspirada J. K. Rowling alegaron que lo hacían para poder ser fieles a lo narrado, para respetar lo más posible el original, ese que tantas veces habían boicoteado, tergiversado e infantilizado, un esfuerzo inútil que no insufló ni un ápice de vitalidad a lo que resultaba mortecino y en aquella octava entrega aún se agudizó más, esa pesadilla para los lectores que se llamó Harry Potter y las Reliquias de la Muerte –Parte 2 (2011), estrambote incapaz de enderezar la deriva perdida desde el primer título –es el sentir de un fan absoluto del modo en que la autora británica supo crear un mundo propio y hacerlo evolucionar sin traicionar sus intenciones ni plegarse a las presiones del mercado-). Por lo tanto, puesto que, por así decirlo, comienza en tercer acto (o en un segundo muy avanzado), Los juegos del hambre: Sinsajo. Parte 2 no puede juzgarse como independiente, necesita a su antecesora incluso para ser comprendida por el público (sí, es cierto que no es una trama excesivamente compleja -es uno de los aciertos de la saga, no andarse por las ramas, no ponerse estupenda, que los posibles paralelismos con la actualidad, que las segundas lecturas las haga quien quiera sin subrayados ni acotaciones, personajes arquetípicos fácilmente identificables, emociones elementales, escasas sorpresas más allá de lo meramente formal, del punto de partida, de los añadidos y retoques que le impriman su propio sello y la hagan identificable-, pero se antoja complicado llegar sin saber nada y querer tener las cosas claras en pocos minutos, al margen de que la historia no puede detenerse ni repetirse para esos que se empeñan en comenzar la casa por el tejado) y en esa misma necesidad muestra su mayor debilidad: es prescindible, se va agotando, pierde fuelle y fuerza a demasiada velocidad, hubiese sido preferible alargar la anterior y haber cerrado la historia sin darle tantas vueltas o, sobre todo, prometiendo tanto para quedarse en tan poco.
   Gary Ross, responsable de la muy interesante Pleasantville (1998) y de la a ratos vibrante pero lastrada por un excesivo metraje Seabiscuit (2003), demostró encontrarse bastante perdido en la primera cinta, la que sólo se llama Los juegos del hambre, dejando su lugar tras las cámaras en la que añadió En llamas a su título a Francis Lawrence, quien se ha hecho cargo de la saga hasta su conclusión, a la que apenas ha aportado personalidad, puesto que lo importante era reproducir el universo creado por Suzanne Collins, aunque tampoco puede decirse que la tenga muy definida si atendemos a sus trabajos anteriores: aquel despropósito conocido como Constantine (2005), el destrozo cometido con Soy leyenda (2007), una de las obras cumbre del gran Richard Matheson, y la anodina Agua para elefantes (2011). Pero lo cierto es que supo insuflar brío y una limitada pero efectiva concepción del espectáculo, consiguiendo algunas secuencias de acción muy meritorias y que hicieron las delicias de muchos aficionados y de los seguidores de la Collins; aquí, sin embargo, tropieza con un guión que se limita a recoger lo sembrado y que exprime demasiado pronto sus escasas posibilidades de apuntalar una película que sobrepasa las dos horas de duración y cuyos escasos aciertos se concentran en el primer tramo, cuando la acción está bien manejada (sobre todo después de un prólogo excesivamente prolijo y desarrollado), cuando hay tensión bien jugada y dosificada (los primeros avatares del grupo de rebeldes), hasta que se empiezan a desperdiciar posibilidades, escenarios (lo que debería ser claustrofóbico, asfixiante, inquietante –los subterráneos-, sólo resulta confuso, mal resuelto, desaprovechado), hurtando una apoteosis acorde con lo visto, optando por una elipsis ciertamente frustrante (incluso para el que, sin haberse convertido en fan, esperaba un espectáculo de pirotecnia a la altura de los anteriores), pareciendo que se pisa el acelerador a deshora y con precipitación, sin tener demasiado claro por qué justo cuando más deseable sería que los creadores se explayasen.
   El carisma (supuesto) de Jennifer Lawrence sigue siendo un misterio sin resolver para el que esto escribe, su gesto entre compungido y atormentado es agotador e inmutable, sus ojos no expresan ninguna emoción (seamos ecuánimes: en un par de momentos, por primera, vez, pueden apreciarse algunos cambios aunque prácticamente imperceptibles), actores muy limitados por sus roles como Josh Hutcherson y Liam Hemsworth no necesitan esforzarse demasiado para atraer la atención del público, algo que sabe hacer con facilidad una magnética Natalie Dormer, experta en cautivar al espectador más allá de lo que su personaje permita. Queda mucho más diluida que en la entrega anterior la presencia de actores que se aplicaban con pundonor y oficio para presentar interpretaciones por encima de la media (hay tantos que llegan a un título así sólo para embolsarse un cheque y no les importa demostrar su apatía en pantalla), en parte debido a que el trágico fallecimiento de Philip Seymour Hoffman obligó a reescribir algunas secuencias en las que hubiese debido intervenir, aunque Julianne Morre consigue salir bastante airosa del envite, mientras que se echa de menos que el siempre estupendo Donald Sutherland participase en un clímax a su altura; sin destripar nada, esa es la mayor carencia de la cinta: un desenlace que entronque con lo visto hasta ahora, mayores dosis de acción y nervio en ese tramo final, un tanto osado para un producto de este tipo pero que tampoco sabe justificar la elección tomada, quedando como un pastiche que, por un lado, termina demasiado tarde (debería haberse ahorrado este cuarto título) y por otro, en lo que es en sí rubricar esta cinta en concreto, no deja de parecer atolondrado, poco meditado, como si hubiese sonado una sirena indicando que el tiempo de rodaje ya estaba consumido, sin colmar todas las expectativas (pero, honestamente, tampoco hace falta que alguien piense que es necesaria una quinta entrega: estamos bien como estamos).

lunes, 16 de noviembre de 2015

"SINISTER 2": AÚN QUEDA MAL ROLLO





TÍTULO ORIGINAL: Sinister 2  DIRECCIÓN: Ciarán Foy GUIÓN: Scott Derrickson, C. Robert Cargill MÚSICA: tomandandy FOTOGRAFÍA: Amy Vincent MONTAJE: Timothy Alverson, Ken Blackwell, Michael Trent REPARTO: James Ransome, Shannyn Sossamon, Robert Daniel Sloan, Dartanian Sloan, Lea Coco, Tate Ellington

   Más allá del eterno adagio que generaliza (como tantos) el hecho de que las segundas partes no pueden ser buenas simplemente por ser tales (es la frase hecha, lo dejaremos ahí, pero cuánto hay que matizar –por no ir más allá tampoco- sobre aquellos que afirman que una película es “buena” o “mala” y ni explican sus razones para tal consideración ni tan siquiera demuestran el tipo de ciencia infusa que les atribuye la potestad de establecer semejante clasificación –más allá del “porque lo digo yo, que soy muy listo”-), lo cierto es que la predisposición ante la continuación de aquello que nos gustó es ambivalente porque, por un lado (y volviendo al terreno de lo consensuado como cierto –aunque en este caso es la experiencia personal la que motiva y dota de pertinencia a la cita-), sabemos que volver a sentir los placeres que provocó el descubrimiento de algo es tarea ímproba, que nada volverá a ser igual, que la felicidad no es tan fácil de recuperar (y sobre todo de revivir: la mayoría de las veces hemos de conformarnos con un triste remedo que, a la larga, provoca una melancolía más aguda que la sentida en un primer momento) y, por otro, incurriendo de nuevo en una generalización que la taquilla se empeña en demostrar temporada tras temporada, el público se pirra por volver a ver la misma historia, se presupone y confirma que no gusta de excesivas sorpresas, que no acepta innovaciones que no haya refrendado con anterioridad (sí, suena raro, contradictorio, incluso imposible, pero ya sabemos cómo es el asunto de los friquis –dicho con todo el cariño: un servidor confiesa sin sonrojo serlo en multitud de casos-, potenciado a la enésima potencia con los foros, las redes sociales, las páginas de comentarios de noticias y mil opciones más que ponen en valor lo que antes no salía del ámbito doméstico o del grupo de amigos, las demandas que los creadores –y las productoras de ocio, el negocio del espectáculo- atienden hasta límites ridículos, llegando a ponerse en contra de su propia obra, traicionándola, decepcionando en última instancia a propios y extraños); es decir, que los que reclaman/anhelan/exigen una segunda parte suelen ser los mismos que la dinamitan de antemano, aunque hay muchas excepciones, por supuesto, y en general triunfa la primera opción (queremos ver la película aunque sea para indignarnos), de ahí que gran parte de lo que oferta la cartelera sean continuaciones, remakes, precuelas y otras variantes que suponen partir de lo ya visto, de lo que tuvo éxito, de lo que rindió beneficios en taquilla.
   Sinister (2012) supuso en su momento una agradable sorpresa porque, haciendo olvidar su decepcionante El exorcismo de Emily Rose (2005) –excesivamente aplaudida para el que suscribe- y su aburrida Ultimátum a la Tierra (2008) –nos quedaremos con ese adjetivo, aunque eso suponga ser excesivamente benévolo con quien cometió semejante infamia con uno de los títulos que ha concedido merecida inmortalidad al estupendo Robert Wise-, Scott Derrickson nos presentó una cinta de terror muy respetuosa con los parámetros clásicos, tomándose su tiempo para el desarrollo, creando atmósfera, graduando la tensión e integrándola en lo cotidiano (lo que aún atemoriza más) al modo en que lo hacían esos clásicos de la década de los 70 del siglo XX que aguantan con firmeza el paso del tiempo e incluso refuerzan sus virtudes. Para abordar la inevitable continuación (algo casi obligatorio cuando nos movemos en el género del terror y la película goza de éxito), Derrickson ha decidido ceder su sitio tras la cámara a Ciarán Foym autor de varios cortometrajes y Citadel (2013), un largometraje inédito en las pantallas españolas –tal vez se vio en algún festival, muestra o congreso, pero no consta que haya sido estrenado comercialmente-, aunque firma el guión de la misma junto a C. Robert Cargill, como ya hiciese en la primera entrega, consiguiendo de esta manera que la historia no traicione ni eche por tierra lo conseguido hace tres años. En lugar de plegarse a las convenciones más estereotipadas y excesivas o de dejarse llevar por la tentación de eso que podría denominarse “el aburrimiento del guionista” (enfermedad especialmente virulenta en el audiovisual televisivo que a veces sólo precisa de una segunda temporada para hacer su aparición y devastar inconteniblemente lo que hasta ese momento era un disfrute), Derrickson y Cargill mantienen las esencias y los aciertos de Sinister, sin recurrir a lo truculento o excesivamente gráfico, sin necesidad de derrochar litros de sangre, mostrando las escenas más horripilantes y desasosegantes en las películas de Súper 8 que siguen siendo elemento central, sin incorporar elementos innecesarios que distorsionen o varíen el devenir de lo narrado, sin sorpresas forzadas ni absurdas (algo muy agradecer especialmente en el modo natural en que el filme actual encaja con el anterior sin resultar redundante para el que lo conoce ni incomprensible para el que llegue de nuevas), perdiendo inevitablemente capacidad de sobresalto e inquietud, pero conservando buenas dosis de ese escalofrío que uno siente nacer poco a poco, de ese nerviosismo que, aunque algo refrenado, todavía van destilando unas imágenes de las que uno no tiene claro qué esperar (hay un par de momentos en que el sobresalto es inevitable porque ni la causa del mismo aparece por el lugar que se considera obvio y porque, sencillamente, lo que sucede lo hace sin música estruendosa, sin efectismos, tan sólo ocurre), utilizando con tiento y eficacia escenarios y situaciones conocidos, jugando con el conocimiento previo del público (no sólo del primer Sinister sino del propio género) para conseguir su rápida implicación con lo que sucede.
   James Ransome retoma el personaje que incorporó en la anterior entrega para servir como nexo de unión aunque éste ya viene dado por el asunto central, por lo que quedó sin resolver, por esos puntos suspensivos que son seña de identidad de casi cualquier título que quiera hacer sentir miedo más allá de pensar en posibles sagas o no; pero lo importante no es el dibujo de personajes, la película, al igual que su predecesora, no busca justificaciones ni trascendencias que no vienen al caso, no intenta darse aires de lo que no es, los protagonistas son meras excusas (podrían ser de un modo u otro: sólo se definen en función de lo que conviene a los intereses de los creadores para provocar las emociones que buscan en los espectadores), aunque las zonas que pueden quedar oscuras para el que no conozca lo anterior ayudan a que la atmósfera aún se enrarezca más, a que puedan surgir dudas, a que no se tenga todo claro –e incluso el que vio Sinister se replantea algunas cosas, en parte temiendo que el guión tergiverse o ignore lo sucedido y en ese sentido juega limpio y con coherencia, ofreciendo una segunda parte que, sin alcanzar el estimulante nivel conseguido por la primera, no desmerece ni engaña-.

jueves, 12 de noviembre de 2015

"ISLA BONITA": FERNANDO COLOMO, ESE CHAVAL






DIRECCIÓN: Fernando Colomo GUIÓN: Fernando Colomo, Olivia Delcán, Miguel Ángel Furones MÚSICA: Fernando Furones FOTOGRAFÍA: Alfonso Sanz MONTAJE: María Lara REPARTO: Fernando Colomo, Olivia Delcán, Nuria Román, Miguel Ángel Furones, Lilian Caro, Lluís Marqués, Tim Bettermann

   “Un director nunca podrá competir contra sus películas anteriores, por eso tiene que ser joven siempre”, declaró Francis Ford Coppola en su reciente visita a Oviedo para recoger el Premio Princesa de Asturias de las Artes; y nadie podrá negar que, en lo estrictamente artesanal, en lo puramente creativo, en su pasión por seguir haciendo cine ha sido fiel a este precepto, puesto que se ha arruinado las veces que ha creído convenientes para sacar adelante aquellos proyectos en los que creía, empeñándose (en toda la polisemia de la palabra) más allá de lo exigible, poseído por el afán de conseguir la obra que soñaba, dejando en un momento dado de atender a la taquilla o a lo que el público esperaba de él, funcionando por impulso, por instinto, por huir de sí mismo (sin renegar de su filmografía, pero sin aprovecharse de los privilegios que podría tener gracias a algunos títulos de la misma). Sin embargo, el último cine de Coppola se caracteriza por una pretenciosidad y un componente filosófico-esotérico-grandilocuente que, por desgracia, entronca directamente con el modo en que muchos cineastas han encarado/encaran su ópera prima, como si no fuese a haber más oportunidades, queriendo soltar todo lo que llevan dentro, adoptando un estilo ampuloso, queriendo epatar en cada plano, con cada frase, enredados en el simbolismo, sin naturalidad ni personalidad (a fuerza de querer ser autor a toda costa), todo lo contrario a lo que, en realidad, sería una muestra de juventud, de inicio, de aprendizaje, de prueba, de titubeo (por mucho que haya talentos que desborden desde el principio y dejen en pañales a otros más experimentados, por mucha ambición que se tenga –si así se quiere, léase, por ejemplo, Orson Welles-, por experta que parezca la mano que dirige el asunto, se percibe el aire fresco, la novedad, lo intuitivo, la honestidad del creador). Y, por el contrario, con la humildad que siempre le ha caracterizado, renaciendo de sus cenizas, no dando nada por sabido y/o merecido, aligerando su equipaje, sin tener nada (más) que perder, redescubriendo su oficio, permanentemente enamorado del mismo, Fernando Colomo, a sus 69 años, se enfrenta a su crisis personal y profesional con energía, con impudicia sana, espoleando su creatividad, sacudiéndose el peso de la amargura y el conformismo con el declive (¡Ay, esos que justifican cualquier quiebra, error, despiste, mancha o deuda con el sambenito de la edad! ¡Qué dolor cuando se reprime o impide el desarrollo de una idea (en lo cotidiano o en lo trascendente) sólo porque quien la propone “ya es mayor” y se le ignora sin más contemplaciones –eso por no hablar de cuando ni tan siquiera se le da la oportunidad de exponer su proyecto-!), ofreciendo la película más vital y rabiosamente joven que pueda encontrarse en la cartelera, una obra libérrima y deliciosamente libertina, un trozo de vida recogido por su cámara en el que es maravilloso refugiarse, hipnotizado por unas imágenes que llegan prístinas, sin filtro, espontáneas, como si asistiésemos a ellas en tiempo real.
   Durante la proyección (en realidad, durante el viaje, sólo con la primera secuencia Colomo captura al espectador y éste se siente en Menorca, se impregna de la atmósfera, del bienestar que se respira –incluso aunque el conflicto estalle en esos compases iniciales-) fue inevitable evocar Los exiliados románticos de Jonás Trueba, ese filme falsario en que todo resulta impostado, reelaborado y vuelto a reelaborar, pensado para deslumbrar, pendiente de satisfacer los anhelos intelectuales de su director y de ese público elitista al que busca como interlocutor (podrían citarse otros muchos títulos, pero éste aún queda demasiado cercano y su autor tiene tan sólo 34 años, lo que sirve como ejemplo vivo de cómo una cosa es la edad que figura en nuestra documentación y otra bien distinta el poco o mucho caso que le hacemos, permitiendo que sea un obstáculo y no una fuente de experiencia –y, por lo tanto, de sabiduría-); en un ejercicio muy valiente e inmensamente honrado, Colomo se despoja de cualquier intención moralizante, de cualquier lastre depresivo, del más mínimo atisbo de regodeo en su miseria, incluso se olvida de sí porque a quien vemos en pantalla es al Fernando personaje (sí, cineasta en horas bajas, arruinado, separado, pero a buen seguro habrá muchos espectadores que no tengan ni idea de su situación personal y no sabrán qué es ficción y qué realidad, como en realidad no lo sabemos ninguno puesto que Isla bonita las combina magistralmente con un encanto y una sencillez que nos impiden hacernos preguntas o estar más pendientes de lo que sería un mero cotilleo: lo que importa es lo que está sucediendo delante de nuestros ojos, esos retazos de vida tan reconocibles, tan verosímiles, tan sinceros, tan naturales, tan vívidos y vividos). Sin ínfulas ni histrionismos, con la complicidad de un grupo de personas (cuesta llamarlos actores en el sentido de que no se nota que interpretan, diríase que están siendo ellos, da igual que haya habido doscientos ensayos como ninguno, esas conversaciones a base de frases inconclusas, monosílabos, miradas, un código restringido que no deja al espectador –antes al contrario, es lo que le involucra y le hace partícipe, parece que conoce a todos desde hace mucho tiempo, hasta los silencios comunican como lo hacen tantas veces en nuestro día a día-), revelándose él mismo como un actor (venga, lo llamaremos así para entendernos y porque, a pesar de no tener pudor en exponerse, lo hace camuflado en parte en un publicista que intenta reciclarse en documentalista), Colomo, decíamos, se descubre como un actor que sabe empatizar en todo momento, en sus anhelos donjuanescos, en su permanente asombro, en su cómica pesadumbre, en su falta de complejos, en su causticidad inocente, en su humildad a ratos mal entendida que le lleva a humillarse o anularse delante de los demás, logrando una creación a la que, al no vérsele el truco por ningún sitio, casi podríamos considerar un espléndido autorretrato al natural.
   Isla bonita es un insospechado regalo que nos devuelve e incluso engrandece al cineasta que, con toda justicia, ha quedado como uno de los más certeros cronistas de aquella generación que intentaba encontrar su lugar en el mundo mientras las cosas cambiaban a velocidad de vértigo en un país atrasado, gris y mortecino (es decir, España), una época que, con aciertos y desaciertos, con títulos más afortunados que otros, se comprende un poco mejor cuando se revisan Tigres de papel (1977), ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste? (1979), Estoy en crisis (1982) o La vida alegre (1987); estamos ante una cinta desprejuiciada que acepta su intrascendencia, su falta de ambición, su tono bajo (por callado, por musitado, por susurrado), y es gracias a estas apoyaturas como puede alzar el vuelo con esa elegancia que se no se nota, sin darse importancia, pero calando muy hondo porque va directa a las emociones del espectador sin necesitar de discursos barrocos o argumentaciones teóricas. Como ya se dijo, las gentes que se asoman a la pantalla son reconocibles en sus titubeos, en su incapacidad para explicarse, en las frases que no saben cómo terminar, en las bromas que se gastan, en los abrazos que se dan (o dejan de darse), en las risas compartidas, en los reproches que se hacen, en el fantástico trabajo que desarrollan Olivia Delcán, Miguel Ángel Furones, Nuria Román, Lilian Caro, Tim Bettermann y Lluís Marqués porque, hagamos hincapié en ello, no se les nota, esto sí es la vida en directo, sin maquillaje, sin truco, sin guión, sin artificios, sólo porque, demostrando lo bien que conoce su oficio, Fernando Colomo se ha desprendido de los anclajes para oxigenarse, revitalizarse y relativizarse (un ejercicio muy recomendable: no podemos tomarnos en serio todo el rato), dejar que la sangre bombeé el corazón como si fuese la primera vez, reivindicarse como joven, no negarse posibilidades y ha sido inmensamente generoso al compartirlo con los demás.