TÍTULO ORIGINAL: Side Effects DIRECCIÓN: Steven Soderbergh GUIÓN: Scott
Z. Burns MÚSICA: Thomas Newman FOTOGRAFÍA: Peter Andrews MONTAJE: Mary Ann
Bernard REPARTO: Jude Law, Rooney Mara, Catherine Zeta-Jones, Channing Tatum,
Vinessa Shaw
No es fácil buscar un adjetivo para catalogar la obra de un artista,
sobre todo cuando ésta aún puede aumentar y el desarrollo de la misma ocupa
varias décadas, puesto que, aunque puedan encontrarse elementos comunes o
rasgos diferenciadores, siempre pecaremos de injustos, restrictivos o
generalizadores por mucho que acertemos con los calificativos empleados; esto
se acentúa cuando el creador, consciente o inconscientemente, trazando con
astucia su evolución, aceptando cualquier propuesta, dejándose llevar,
queriendo explorar nuevos territorios, vaya uno realmente a saber la auténtica
causa, ha seguido una línea discontinua, ha jugado al despiste, ha logrado ser
inclasificable por más que podamos rastrear su personalidad en cualquiera de
sus diferentes expresiones artísticas. Sin duda, Steven Soderbergh es un claro
ejemplo de director inquieto, muy personal, sin miedo a nada, capaz de la
película más hermética y particular como de utilizar las armas del cine más
puramente comercial en beneficio propio, muy preocupado por su sello, por lo
puramente estético y visual, tal y como señala el hecho de que se ha ocupado de
la fotografía y el montaje de gran parte de sus títulos, a ratos ampuloso, a
ratos banal, habitualmente efectivo, haciendo muy pocas concesiones excepto a
sí mismo; ahora que ha anunciado que abandona la dirección, parece buen momento
para resumir su carrera, pero poco amigo de desvelar sus auténticas
intenciones, Soderbergh tiene todavía una cinta pendiente de estreno el próximo
mes de mayo –Behind the Candelabra,
centrada en el romance que Liberace mantuvo con Scott Thorson-, lo que hace
prever que las sorpresas aún no han terminado y que sus intenciones deben ser
puestas en cuarentena.
Desde su sorprendente debut con Sexo,
mentiras y cintas de vídeo (1989), merecedora de la Palma de Oro en Cannes,
(una de esas películas que da miedo revisar por lo mal que pueda haber sido
tratada con el tiempo, aunque es de suponer que la fuerza de sus interpretaciones
permanezca intacta), el nombre de Soderbergh se recubrió de una aureola de
intelectualidad, de autor sólo para iniciados, de realizador críptico más
preocupado del subtexto que de la propia narración, visión a la que especialmente
contribuyó su segundo filme, Kafka, la
verdad oculta (1991), batiburrillo confuso, muy pretencioso y en absoluto
cercano al universo del autor de Praga. Tras algunos títulos si no olvidables
poco dignos de recuerdo, la trayectoria del cineasta alcanza su cima más alta
cuando estrena en el mismo año (2000) dos cintas tan diferentes como Traffic y Erin Brockovich, que le supusieron la hazaña de ser candidato al
Oscar por ambas -algo que no sucedía desde que Michael Curtiz lo había logrado
con Ángeles con caras sucias (1938) y
Four Daughters (1938)-, de obtenerlo
por la primera y romper las taquillas con la segunda, que además permitió a
Julia Roberts (ganadora de casi todos los premios que se dieron esa temporada,
Oscar incluido) volver a probar las mieles del éxito como no las bebía desde Pretty Woman (1990) y tapar muchas de
las bocas que le negaban el reconocimiento como actriz; queda para los anales
de la historia su manera vigorosa, medida, nada engolada ni tremendista, de
narrar una película tan compleja como Traffic,
dosificando, no ahorrando nada pero sin disparatar, sin irse por las ramas, sin
confundir al espectador. Desde ese momento fue alternando proyectos muy
personales y experimentales con otros de gran presupuesto a los que intentaba
dar un toque personal, mientras iba y venía a lo que terminó convirtiéndose en
una trilogía, a pesar de que la primera parte ya era indigna de su talento (le
fue posible descender a la mediocridad más absoluta en las dos siguientes),
juerga privada de unos amigotes que en pantalla no tienen ninguna química y resultan
patéticos en sus esfuerzos por provocar carcajadas, aunque tanto rostro bello
junto provocó que muchas personas en todo el mundo pasasen por taquilla; hablamos,
por supuesto, de Ocean´s Eleven (2001),
triste remedo de aquel divertimento fresco y simpático con que Lewis Milestone
rindió tributo al Rat Pack (y que algún critiquillo, siempre rendido a las
producciones de los grandes estudios y más cuando proceden de la Warner,
insultó y menospreció para alabar la nueva versión, llegando a citar el nombre de
Frank Sinatra en vano). De este modo, fueron llegando la plúmbea Solaris (2002), la excesivamente fría El buen alemán (2006), su desmesurado e
irregular díptico (la segunda parte intenta ser, pero ni se aproxima, La delgada línea roja (1998),
perdiéndose en arabescos y vaguedades) sobre Che Guevara con producción española,
la convencional Indomable (2011) o la
errática y a ratos brillante Contagio (2011).
Como gusta de hacer, en pocos meses nos ha ofrecido dos filmes muy
diferentes: Magic Mike (2012) y Efectos secundarios, aunque tienen más
puntos en común de lo que pudiera parecer a simple vista, sobre todo en los
resultados, en el regusto amargo que dejan en el espectador por lo que hubieran
podido ser de haber encontrado al cineasta en plena efervescencia. El título
que realmente nos ocupa hoy, tiene un arranque muy poderoso, con una atmósfera
enrarecida, con la sombra de una o varias amenazas planeando sobre los
personajes, clavando al público en la butaca, perturbándolo, inquietándolo,
reconociendo al mejor Soderbergh, al incisivo, al que denuncia, al juez
inmisericorde que pone contra las cuerdas -eso fue lo que, precisamente,
echamos de menos en algún momento de Contagio,
cuyo guión es, al igual que éste, obra de Scott Z. Burns-; pero, de repente, lo
que parecía anunciarse como película polémica, incómoda, centrada en los
oscuros negocios de las farmacéuticas, en médicos sólo preocupados en engordar
sus cuentas corrientes, en la mala praxis de la profesión, deviene en un
thriller de lo más anodino, previsible en su afán por dar varios giros a cual
más rocambolesco, que sabe no dejar ningún fleco pero que no satisface porque
juega la peor baza posible, desperdiciando las posibilidades de la historia. Es,
como decíamos, la misma sensación que provocaba Magic Mike: tal vez por huir de la espléndida Boogie Nights (1997), no explotaba ni lo puramente sexual ni las
oscuridades de los personajes y se quedaba en una tierra de nadie plagada de
convencionalismos que, a pesar de estar inspirada en la experiencia del actor
protagonista, le restaban credibilidad.
Efectos secundarios se
sustenta (es una de las características más destacadas de Soderbergh) en el
trabajo de los actores, es un combate entre personalidades, una lucha sin
cuartel entre estafadores emocionales, un duelo del que nadie puede salir
indemne, pero el desarrollo de la cinta anula la fuerza que éste podría (y
debería) tener, al margen de incurrir en uno de esos errores de casting que
tiran por tierra las mejores intenciones: Rooney Mara, que parece mentira que
alguien recuerde por su breve intervención en La red social (2010) cuando el torrente imparable de palabras que
Aaron Sorkin trenza ahoga todo lo demás (y fatiga e irrita al que mira y
escucha), no posee ni la fuerza ni la riqueza expresiva ni la sutileza que su
rol requiere, limitándose a caminar como una autómata, sin sembrar el
desconcierto ni las sospechas que deberían inquietarnos, recurriendo
continuamente a un tono monocorde o entrecortado, enervante e histérico a
veces, como único recurso para intentar reflejar la amplia gama de matices que
conforman la inexplicable personalidad que asume. Channing Tatum va demostrando
poco a poco que se puede sacar bastante partido de él, si se sabe conducirle y
aprovechar su físico como la mejor manera de definir su personaje, limando
cierta tendencia a la gesticulación desaforada y trabajando su tono bajo con el
que es capaz de transmitir ingenuidad y vulnerabilidad. Los más perjudicados
por el modo en que Efectos secundarios da
un viraje tan brusco y decepcionante son Jude Law y Catherine Zeta-Jones,
quienes a pesar de todo consiguen dos secuencias vibrantes, impactantes,
combinando la ambigüedad y encanto -mezcla explosiva que hechiza sin remisión- que él destila con suma naturalidad (no hay
más que recordarle en El talento de Mr.
Ripley (1999), merendándoselo todo y encandilando a la audiencia) con la
contundencia de una intérprete a la que Soderbergh supo entender y aprovechar
como pocos (de nuevo hablamos de Traffic),
pero a la que aquí arrincona y obliga a defender la parte más endeble del
guión.
Si ésta es la despedida que Soderbergh ha planificado (aunque en
realidad, ya lo señalábamos antes, le queda un estreno), abunda en la
percepción que hemos ido teniendo estos últimos años: sabe elegir proyectos, no
tiene reparos en cambiar de estilo, tono o género, pero parece que acomete las
tareas como si fueran obligaciones y, de una forma u otra, en un momento dado,
pierde el impulso inicial, va ralentizando y no logra el acabado que puede
intuirse en el armazón, ese toque particular que en otras ocasiones nos ha
cautivado y provocado un aplauso.