martes, 31 de diciembre de 2013

2013: DEL AMOR Y OTROS DEMONIOS


 

   Hay tradiciones, rutinas, costumbres que uno no quiere ignorar porque suponen hacer memoria de uno de los mayores placeres que existen, uno que además comparte con la persona amada, es decir, el hecho de ser espectador; y es que, a pesar de que ha sido (y sigue siendo en mi ánimo, en mi escritura, en mi realidad) una parte fundamental de mi trabajo durante tantos años, a la hora de la verdad sigue primando esa capacidad de asombro, pasión, entrega, descubrimiento, pleitesía, admiración por encima del análisis, de la crítica, del estudio (aunque, inevitablemente, aparecen ya durante la proyección, en parte como deformación profesional, en parte por disposición y vocación, también como deferencia y respeto a todas esas personas que a lo largo de los años –y aún hoy en día- se interesan/preocupan/gustan de conocer mi opinión, leen mis textos, compran nuestros libros). Por lo tanto, si a 2013 le quedan pocas horas de vida (por muchas razones, qué suerte que así sea –como cantó Yuri en la OTI hace un porrón de años, “siempre vendrán tiempos mejores”-; por otras, gracias por lo que trajiste, gracias por los buenos momentos que nos dejas), es el momento para echar la vista atrás y fijar el canon de estos 365 días de cine, es decir, aquellos títulos inolvidables por lo recibido, por el arte, por las emociones, porque han engrandecido mi corazón como público y aquellos otros que han revuelto mi úlcera, me han removido en la butaca, me han insuflado tentaciones de reclamar el dinero de la entrada (o algo peor). Se trata, por supuesto, de un resumen muy personal, para empezar no he visto todo lo que se ha estrenado, bien porque no me ha apetecido (uno tiene todo el derecho del mundo a elegir, sobre todo lo que no ve), bien porque no ha sido posible (esa nula política de distribución y/o exhibición, esos criterios variables que sacuden la cartelera casi cada fin de semana), bien porque no se han dado las circunstancias; además, es sencillamente mi opinión, un reflejo de mí mismo nada más, sin pretensiones ni declaraciones huecas (no como esos que se autoproclaman “los Globos de Oro españoles” cuando aún ni han echado a andar; tampoco siguiendo la estela de los que quieren votar en los premios que sea para sentir que tienen capacidad de decisión –para eso, tendrás que coincidir con la mayoría, ¿no?, y si por otro lado reniegas de cualquier premio, ¿por qué te importan tanto o los utilizas como baremo cuando te conviene?-).

PELÍCULAS ESPAÑOLAS E HISPANOAMERICANAS DESTACADAS:
 
 

-LA HERIDA:

   Una auténtica catarata de emociones, un escalpelo que, con mano firme y maestra, con delicadeza pero sin ambages ni concesiones a la galería, hurga muy dentro del espectador, le hiere emocionalmente, le golpea, le maltrata, pero a cambio ofrece una lección de cine que anonada por su contundencia y por el dominio y control que sabe ejercer sobre el material que trata un novel como Fernando Franco. Una película radical, dura, que conmociona y duele, que clava en la butaca con su sencillez y despojamiento, que convierte a Miriam Álvarez en una actriz de leyenda, en una imagen que jamás podremos despegar de nuestra retina, esa olla a presión que nos deja desolados por la incomprensión que la rodea, esa llaga sin posibilidad de cicatrización que en realidad somos cada uno de nosotros.

-15 AÑOS Y UN DÍA:

   Con arritmias y descompensaciones, Gracia Querejeta construye un interesante retrato de parte de la juventud patria y su convivencia con la venida de otros países, sin irse por las ramas, encallando en algún que otro lugar común o subtrama innecesaria, con actores creíbles a los que, a pesar de su juventud e inexperiencia, se entiende absolutamente todo (y sin caer en una dicción forzada y/o átona –al modo de Mario Casas en Ismael). Mención especial merece, como en casi todo lo que toca (y cuando está bien dirigida, no como en Los hijos de Kennedy –José María Pou parece perder el olfato teatral cuando dirige a otros-), Maribel Verdú, quien precisaría de más minutos en pantalla; junto a ella, un ajustado Tito Valverde, una impecable Susi Sánchez y una espléndida Belén López.

-TESIS SOBRE UN HOMICIDIO:

   Dentro de su alambicado estilo y de su esfuerzo por sorprender y epatar, sabe trenzar una historia que despierta el interés y los interrogantes entre el público; aunque se nota que quiere ser la nueva El secreto de sus ojos (2009), no abusa de las piruetas visuales de que tanto gusta Juan José Campanella (que quedan diluidas y resultan planas precisamente donde no deberían, es decir, en esa animación en tres dimensiones que es cansina, torpe y sin gracia: Futbolín (2013), otra muestra más de que este director sólo tiene brío si el guión y los actores salvan los muebles) y permite a Ricardo Darín estar más sobrio y adecuado de lo habitual, dejando en pañales a Alberto Ammann, intérprete sobrevalorado que, en su empeño por demostrar la categoría que no posee, desequilibra la película al no ser el oponente adecuado para el duelo de personalidades y cerebros que el filme plantea.

-NO:

   Destaca por lo que cuenta, por los hechos en que se inspira, por lo que revela, por lo que denuncia, más que por la forma en que todo eso se refleja en pantalla. Un desperdicio visual, un director más preocupado por su supuesta maestría, por sus aportes, por remarcar su presencia, por hacer de cada plano una demostración de su (otra vez supuesto) saber hacer, que por morder toda la carne que hay a disposición del que quiera narrar sin maquillajes ni elipsis, sin entretenerse en lo accesorio, dando entidad a lo que la tiene y merece; aun así, interesante punta del iceberg que Chile tiene por contar.

PELÍCULAS ESPAÑOLAS E IBEROAMERICANAS OLVIDABLES:

-LOS AMANTES PASAJEROS:

   Pedro Almodóvar (y su jefe de prensa, ese Javier Giner que juega en demasiadas ligas y, al final, no sabe ni de qué lado está –y al que no sé quién considera influyente como cineasta en ciernes; habrá que conocer primero su obra, digo yo, para comprobar en qué puede influir-) menosprecia la crítica, se supone que la ignora, desde luego la insulta, pero luego no perdona el más mínimo argumento en contra por muy bien cimentado que esté (no como él y sus palmeros que sólo recurren a lo fácil, vejatorio y manido para reprobar a los díscolos) y no duda en censurar o vetar medios. Sea como sea, ahí queda su indignante peliculita (la misma que sería duramente combatida y linchada -¡Vivan los demócratas! ¡Olé por los liberales!- si estuviera firmada por otro –léase, por ejemplo, Ozores-) como demostración palpable de que, plagiándose, parodiándose, lo que quiera que haga a sí mismo, Pedro ha perdido gracia, frescura, oficio, acierto y tino (y, para colmo, sale Carlos Areces, ese ser llamado actor).

-LAS BRUJAS DE ZUGARRAMURDI:

   Álex de la Iglesia acertó de pleno en una ocasión –La comunidad (2000)- y cualquier intento por igualar aquel hito se estrella estrepitosamente. Además, ni siquiera exhibe su gusto como realizador, su facilidad para la coreografía visual, su capacidad para aunar elementos a priori ajenos; ahora todo es un batiburrillo que marea, satura, agota, imposta, un continuo regodeo en su ombligo, en lo gracioso que se encuentra, en lo divertido que se siente, en lo inteligente que se piensa. Lo que en aquel filme fue un barroquismo bien entendido, lógico y consecuente, ahora es un acumular por acumular (y desde el primer minuto, sin progresión, sin freno, sin orden ni concierto), un recurrir a todos los clichés propios y ajenos: una Carmen Maura con el piloto automático (algo menos de lo que por desgracia es habitual en los últimos tiempos, pero muy lejos de su grandeza y temple para la comedia), una Terele Pávez a lo que sólo se pide que sea ella, una Carolina Bang que ya sabemos por qué está ahí, una María Barranco que no hace falta resucitar y unos protagonistas llamados Mario Casas y Hugo Silva que no tienen ni carisma ni arte ni gracia (el primero con poner la voz que tantos aplausos le reportó en La mula (2013) piensa que ya lo hace todo, entendiendo la comicidad con resultar estúpido, el segundo paseando su palmito que es por lo que le pagan). ¡Y para colmo también sale Carlos Areces, de nuevo irritando y disgustando, otro que al que han hecho creer que tiene gracia hasta cuando no está!

-LA GRAN FAMILIA ESPAÑOLA:

   Con esta película se significaron muchos de esos que un día dicen una cosa y al siguiente utilizan el mismo argumento para señalar lo contrario, esos que no tienen opinión propia y buscan apoyos donde sea, esos que salen por peteneras cuando no saben qué decir (o sea, casi siempre): si hablabas mal de la de Álex de la Iglesia, te decían que el cine español merecía mejor suerte, éxito en taquilla y no sé cuántas zarandajas más (como si uno marcase tendencia, ya ves tú) en lugar de analizar o discutir lo que cada quien encontrase de acertado o inadecuado en ella (bueno, se trata de recaudar a toda costa, ¿no? Entonces que nadie se lleve las manos a la cabeza porque el librito de Belén Esteban vaya por la séptima edición –eso creo, tampoco lo voy a confirmar: sea como sea, vende como rosquillas-: queremos que el negocio continúe, pues ahí lo tenéis). Y, sin embargo, a pesar de lo bien que funcionó la de Sánchez Arévalo, algunos de los que le auparon anteriormente miraban de reojo y con el ceño fruncido cuando el muchacho ha hecho lo de siempre, la comedia facilona, torpe y plagada de tópicos que hay quien aún recibe con alborozo si es de nueva hornada.

-COMBUSTIÓN:

   Máximo ejemplo de lo mal que se nos da imitar, intentar españolizar lo de fuera, con un director que siempre se pierde en lo pirotécnico, con una actriz que es todo afectación, pose, pretendida sexualidad, nulidad interpretativa donde las haya (esa Adriana Ugarte que tanto gusta en televisión, pero que no lleva ni un espectador al cine, la bochornosa protagonista del momento más censurable –y nunca bien explicado y sin justificación posible- de la entrega de los Goya), con un actor plano, sin matices, anodino (ese Alberto Ammann, de nuevo) y con otro que tiene físico para triunfar, pero al que le falta todo lo demás que debe tener un buen actor (ese Álex González, cuya voz es su peor lastre).

-INSENSIBLES:

   Cómo hacer una película fea, copiando de todos lados, sin aportar ni un ápice de ingenio, yéndose por las ramas, con un discurso acartonado, trillado, que desperdicia las posibilidades dramáticas y terroríficas del punto de partida.

PELÍCULAS EXTRANJERAS DESTACADAS:
 


 
-AMOR:

   Filme descarnado, al límite, que nos exprime, nos retuerce, nos conmociona, del que resulta imposible despegar la mirada. Un Michael Haneke que apabulla por lo que no muestra, por lo que sugiere, por lo que hace sobrevolar (y mientras un dramaturguillo del tres al cuarto, coreado por los borregos que balan sin sentado, se piensa su continuador cuando cae en lo obvio, en el subrayado, en la violencia vacía, en la provocación inconsecuente –justo todo lo contrario al maestro austriaco-); un absoluto prodigio que congela la sangre y consigue que el corazón lata con más fuerza, obra de arte que deja pequeño cualquier adjetivo con unos Emmanuelle Riva y Jean-Louis Trintignant sencillamente prodigiosos, excelsos, inmensos, inalcanzables.

-ANNA KARENINA:

   Ejemplo de cómo un clásico se respeta y al mismo tiempo se actualiza, se malea, se personaliza, se recrea, se traiciona: Joe Wright, con la necesaria complicidad del guionista (Tom Stoppard), orquesta una fiesta para los sentidos, un regalo para la vista, un prodigio técnico que ajusta las costuras al texto, que sabe fluir, que huye de cualquier rimbombancia y lucimiento exagerado, que pone todo al servicio de la historia y los personajes, una de esas obras que funciona con un engrasado mecanismo de relojería en el que nada sobra pero, muy especialmente, en el que nada falta. Keira Knightley sigue madurando como actriz, Aaron Johnson sigue dejando claro su capacidad para la transformación con apenas dos detalles y Jude Law deja sin aliento.

-GRAVITY:

   Aún tendrá que pasar tiempo para poder valorar lo que esta película supone en la historia del cine: un alarde técnico que no se nota, las tres dimensiones jugadas como nunca hasta ahora, una dirección a cargo de Alfonso Cuarón que sólo puede calificarse de portentosa (nada que ver con anteriores títulos suyos, recibidos con más beneplácito del que merecían), una Sandra Bullock que acepta el reto y conmueve, preocupa, inquieta, empatiza con el espectador, un George Clooney que interviene lo necesario, una experiencia inolvidable.

-HANNAH ARENDT:

   Un fantástico ejemplo de cómo una película puede tener altura intelectual sin necesidad de resultar hermética o estar dirigida a los iniciados, un meritorio acercamiento a una de las pensadoras imprescindibles del siglo XX, a una persona incomprendida, perseguida y pocas veces tan bien explicada como aquí. Barbara Sukowa debería estar en todas las finales de premios de interpretación, pero hay muchos que siguen sin saber dónde mirar y otros que no aceptan la revisión, las puestas en claro, que acallan al considerado disidente.

-LA NOCHE MÁS OSCURA:

   Kathryn Bigelow se gradúa con todos los honores y los Oscar (los mismos que la encumbraron por un filme menor) ni se acuerdan de ella. Jessica Chastain (quien, puesto que jamás pensaron en dársela a Emmanuelle Riva, hubiese debido levantar la estatuilla –y no esa Jennifer Lawrence, clónica de sí misma-) sigue sumando puntos, demostrando su ductilidad, su variedad de registros, sin querer resultar simpática, aportando verosimilitud a cualquier personaje. Cinta emocionante, reveladora, que no intenta manipular ni convencer, que deja clara su filiación, que por encima de todo cuenta una historia y lo hace de manera sobresaliente.

PELÍCULAS EXTRANJERAS OLVIDABLES:

-PACIFIC RIM:

   ¿Hasta cuándo habrá que soportar este tipo de soflamas? ¿Hasta cuándo tendremos que leer que Guillermo del Toro es un buen director?

-CARRIE:

   La pregunta es: ¿Si no existiese Carrie (1976) de Brian de Palma con unas fabulosas Sissy Spacek y Piper Lauire valoraríamos de otra manera esa película? La respuesta es obvia: no, seguiría siendo un despropósito, una trivialización se supone que al gusto adolescente del texto de Stephen King, una mezcla entre Harry Potter y lo sanguinolento porque sí.

-TO THE WONDER:

   ¿Volverá algún Terrence Malick a filmar maravillas como Malas tierras (1973), Días del cielo (1978) y La delgada línea roja (1998)? A pesar de todo, queremos pensar que sí.

-HANSEL Y GRETEL: CAZADORES DE BRUJAS:

   ¿Por qué no toman ejemplo de la serie Érase una vez? ¡Ah, debe ser porque no ver televisión es para muchos un motivo de orgullo, de sentirse superiores!

-LA JUNGLA: UN BUEN DÍA PARA MORIR:

   ¿Por qué se empeñan en estirar un chicle que ya ha perdido hace mucho todo su sabor? (en eso son expertos en Hollywood)

sábado, 28 de diciembre de 2013

"FROZEN: EL REINO DEL HIELO": UN TRIBUTO AL CREADOR


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Frozen DIRECCIÓN: Chris Buck, Jennifer Lee GUIÓN: Jennifer Lee (inspirado en el cuento La Reina de las Nieves de Hans Christian Andersen) MÚSICA: Christophe Beck (letra de las canciones: Kristen Anderson-Lopez) MONTAJE: Jeff Draheim DIRECCIÓN ARTÍSTICA: Michael Giaimo REPARTO (voces): Kristen Bell, Idina Menzel, Jonathan Groff, Josh Gad, Santino Fontana, Alan Tudyk, Ciarán Hinds

 

   Vivimos inmersos en una continua trivialización, en la casi permanente infantilización de los contenidos del mundo del espectáculo, se supone que para conseguir más público y haciendo creer al mismo tiempo que sólo de esta forma pueden ser comprendidas las historias narradas; así, por ejemplo, tropezamos con esa burda adaptación de El juego de Ender (2013) que transforma la apasionante novela de Orson Scott Card en un videojuego sin gracia ni contenido, que desperdicia el material pleno de acción del original, que reduce a la mínima expresión un contenido muy cercano al de El señor de las moscas de William Golding, dejando al descubierto la moralina y discurso reaccionario que las palabras camuflan y utilizan como elemento al que enfrentar al protagonista; del mismo modo, el innecesario remake del clásico de Stephen King (a su vez transformado en un filme de culto con todo merecimiento dirigido por Brian de Palma en 1976), la que para una generación puede pasar por la única Carrie (2013) escoge lo más irritante y manido del cine para y con adolescentes para ignorar el tormento personal del rol principal, quien parece más un a modo de Harry Potter o un remedo de Maléfica (ya que estamos con Disney) que una joven asustada y en parte víctima de su poder; y si atendemos a la pequeña pantalla (esa que de un tiempo a esta parte se ha convertido en el oasis de los espectadores de cine) aún están por emitirse los últimos capítulos de la decepcionante tercera temporada de American Horror Story (la titulada Coven), en los que se ha tendido más a hacer un Embrujadas para adultos (y sin exagerar) que una digna continuación de una serie que había roto todos los moldes (sobre todo gracias a Asylum) en lo que a osadía, terror, descaro y emoción se refería (y resulta una lástima que los niveles de audiencia estén confirmando que el público así lo prefiere o parecer haberse acostumbrado –volvemos al principio- a esta inanidad que le subestima y degrada). Y, sin embargo, dentro del aplauso generalizado que reciben este tipo de productos (hay muchos que parecen no atreverse a criticarlos porque quedan mal, fuera de la onda, si señalan con el dedo al Emperador desnudo y que aplauden su propio ingenio al encumbrar reiteraciones, faltas de imaginación, pretenciosidades hueras como La cabaña en el bosque (2012), máximo ejemplo de cómo vender humo plagiando descaradamente aquello que se supone va a ser superado y, para colmo, rematarlo con una explicación larga, redundante, queriendo descubrir la fórmula de cierta bebida con burbujas, considerándola necesaria, dejando a las claras sus carencias), siempre hay quien se revuelve contra el clásico, contra el maestro, contra nuestros primeros sueños, contra nuestras primeras experiencias como espectadores, contra una diversión pensada, diseñada, tributada a los niños, es decir, contra Walt Disney. Como si hubiesen nacido viendo (y comprendiendo y apreciando) a Fassbinder, Ophüls, Fellini o Berlanga (incluso dudo si los revisarán/conocerán), a la mínima ocasión recurren al discurso de lo que el creador de Mickey Mouse quería transmitir con sus filmes, instalar en las mentes de los pequeños, la forma en que reconvertía los textos que le inspiraban, negándole el pan y la sal y, sobre todo, haciendo la interpretación, la lectura, el análisis desde el ahora y con todos los intereses creados que eso conlleva.

   Este hábito por olvidar o rebajar joyas imprescindibles como Blancanieves y los siete enanitos (1937) o Pinocho (1940), por minusvalorar hallazgos como Fantasía (1940) o El libro de la selva (1967), por restar los aciertos de 101 dálmatas (1961) o Peter Pan (1953) se agudizó desde la entrada en escena de Pixar (estudio que hoy en día pertenece a Disney, precisamente), aparición que no puede negarse supuso una revitalización en el género de la animación, atendiendo a los guiones, sabiendo narrar para interesar a la vez a pequeños y mayores (algo que nadie puede negar a los grandes títulos del tío Walt), hablando a la vez dos lenguajes, combinándolos a la perfección como quedó claro en Toy Story (1995). A partir de ahí, alternaron creaciones en las que revalidaron sus aciertos y bondades (e incluso los aumentaron: Toy Story 2 (1999), Buscando a Nemo (2003), Wall.E (2008), una de las películas más emocionantes que se han filmado en mucho tiempo) con otras en las que se dejaban llevar demasiado por lo conseguido (muy especialmente el aplauso crítico) y forzaban la maquinaria hasta agotar a su verdadero público potencial (los niños que se removían ante el extenso metraje de Los increíbles (2004), el cortometraje estirado en demasía que llamaron Up (2009) y que adolecía de una clamorosa falta de ritmo, la ñoñería que invadía casi cada plano de Cars (2006) -¡Y por mucho menos algunos llegaron a insultar a Disney!-). Y en ese ínterin, la factoría que dio a luz a Donald, Pluto, Pepito Grillo, Cruella de Ville y tantos personajes inolvidables siguió siendo fiel a sí misma (no podía esperarse otra cosa), alternando gratísimas sorpresas (al margen de su fastuoso renacer en la década de los 90 al que en seguida haremos mención, Lilo & Stitch (2002), Tiana y el sapo (2010), El planeta del tesoro (2002)) con profundas decepciones (El jorobado de Notre Dame (1996), Tarzán (1999)) y la producción de títulos meramente alimenticios, continuadores de éxitos pasados o destinados al consumo doméstico.

   Frozen se inscribe en la línea más clásica (y convencional si se quiere: el adjetivo no supone ningún demérito, puesto que no se engaña a nadie ni se quiere dar gato por liebre): un cuento de hadas como inspiración, una estructura de musical, un reino lejano, la magia como elemento primordial, una heroína (dos en este caso) con redaños y capaz de saltarse a la torera lo establecido (mucho más revolucionario de lo que se quiere reconocer el viejo Disney –al margen de que él no está al frente del estudio desde 1966, pero es cierto que seguimos reconociendo su sello, su impronta, su manera de hacer y entender el negocio del espectáculo-). Es una lástima que la partitura (a pesar de contar con Idina Menzel para interpretarla, con los ecos de Wicked que eso implica -y que están buscados con toda la intención-) no esté a la altura de lo esperado, de lo necesario, de lo conseguido con obras maestras como La bella y la bestia (1991), el hito que –después del triunfo de La sirenita (1989)- reverdeció laurales y alcanzó cotas inesperadas (única cinta de animación candidata al Oscar a la mejor película, la que de alguna manera abrió el camino para que años después –demasiado tarde, todo hay que decirlo- se crease una categoría específica –como hubiese sido lógico mucho antes: la acción real y la animación no pueden competir, son géneros, opciones, formas de arte muy diferentes (por mucho que algunos sigan creyendo y pontificando que el hecho de que ahora vuelvan a nominarse entre ocho y diez títulos para el máximo galardón responde a la necesidad de que aparezcan entre los candidatos algún filme de dibujos –como sigue denominándolos una gran parte del público); Frozen posee un ritmo perfecto, trepidante cuando es necesario, con unos secundarios (sobre todo, Olaf, el muñeco de nieve) a la altura de lo que Disney exige (secundarios son los enanitos, Pepito Grillo –en Pinocho-, Timoteo –en Dumbo (1941)-, Gus y Jack –en La cenicienta (1950)-, la propia Cruella de Ville –en 101 dálmatas-, Amelia y Abigail –en Los aristogatos (1970), Baloo, Bagheera, Shere Khan, Kaa y el rey Louie –en El libro de la selva-) y, por encima de todo, unos escenarios impresionantes, una animación asombrosa, con atención al mínimo detalle, creando un mundo propio (el palacio de hielo en que se encierra Elsa), recreando uno reconocible (el palacio, el pueblo), haciendo real lo dibujado (esos copos que caen, los animales, los cabellos), ganando por goleada a cualquiera de sus contrincantes en la carrera por el Oscar: puede que algunos sean más creativos (en el sentido que algunos dan a esta palabra, situándose en un escalón superior, considerando pasados de moda a los demás, a los que en realidad permanecen), más sorprendentes, hagan más arabescos, vayan de prepotentes, pero pocas cintas podremos encontrar que hagan sencillo lo complejo, que parezcan haber hecho en un minuto lo que es fruto de muchas horas de trabajo, que olviden cualquier tentación pretenciosa para recuperar el brío, tono, alegría y concepto que nunca deberían perderse de vista, los elementos que parecen nuevos porque no han perdido ni un ápice de frescura, los que vuelven a dejar claro por qué Disney fue quién es y por qué su nombre está grabado con letras muy doradas en la historia del cine y en el corazón de espectadores de todas las edades (que se sienten tratados con respeto e inteligencia).

P.D.: Y si alguien quiere sacar a relucir el asunto de la criogenización en este momento, la ironía está servida.  

lunes, 23 de diciembre de 2013

"EL MAYORDOMO": DEMASIADOS INGREDIENTES


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Butler DIRECCIÓN: Lee Daniels GUIÓN: Danny Strong (basado en el artículo A Butler Well Served by This Election de Wil Haygood) MÚSICA: Rodrigo Leáo FOTOGRAFÍA: Andrew Dunn MONTAJE: Brian A. Kates, Joe Klotz REPARTO: Forest Whitaker, Oprah Winfrey, David Oyelowo, Lenny Kravitz, Terrence Howard, Alan Rickman, John Cusack, Jane Fonda

 

   A pesar de las multiples decepciones que uno ha sufrido en su larga trayectoria como espectador, no puede evitar sentir un cosquilleo muy especial, un aceleramiento en el pulso, cuando se anuncia una película con un reparto de campanillas, con unos cuantos nombres que invitan a soñar (incluso cuando algunos de los convocados no sean de los favoritos); es cierto que, en la mayoría de las ocasiones, casi ninguno de ellos tiene un personaje digno de ser llamado así, que son apariciones muy breves, que hay que estar ojo avizor para que no se escape nadie, que el guión casi nunca responde a las expectativas, que la excusa que propicia esa reunión es mínima, pero debe ser una reminiscencia de aquellos años en que consumía cine compulsivamente (en realidad, el ritmo no ha menguado, todo lo contrario) y topaba con títulos como El coloso en llamas (1974) o Asesinato en el Orient Express (1974), que, de alguna manera, eran un curso acelerado para conocer los astros de Hollywood (y de otras nacionalidades). Por ese motivo, resultaba imposible resistirse al anuncio de que en el mismo filme coincidían Forest Whitaker, Oprah Winfrey, John Cusack, Jane Fonda, Terrence Howard, James Marsden, Vanessa Redgrave, Robin Wiliams, Alan Rickman, Liev Schreiber y algunos más; el interés aumentaba cuando se iban conociendo algunos aspectos de la historia real que inspiraba el guión, pero el ensueño empezaba a trocar en pesadilla al conocer que el encargado de llevarla a la pantalla, el director elegido era Lee Daniels.

   Realizador de prestigio obtenido a costa de transformar excelentes novelas en un alarde de encuadres imposibles, ralentizaciones innecesarias, abigarramiento exagerado, rimbombancia estética que dejaba a las claras una clamorosa falta de estilo e instinto cinematográfico, perpetrador de dos de las cintas más desagradables de mirar de los últimos años –Precious (2009) y El chico del periódico (2012)-, Lee Daniels resultaba una de las peores elecciones para dirigir una película que, necesariamente, tenía que poseer un aliento clásico, no salirse de lo establecido, caminar por unas pautas reñidas con cualquier tentación de estrambótica modernidad, de ese complejo que tanto abunda entre la nueva hornada de cineastas (aunque algunos no demuestran merecer ese nombre, precisamente por ese afán en retorcer lo lógico); y, sin embargo, sin llegar a lo logrado por Steve McQueen en Doce años de esclavitud (2013) –tiempo habrá para abundar en uno de los títulos más estimulantes y estremecedores del año-, Daniels ha sabido aparcar toda su fatuidad, su empeño por estar presente en cada plano, su sobrecarga de intenciones, para ponerse al servicio de lo narrado, para confiar en el material entregado y en los actores elegidos y ofrecer un producto bien acabado, interesante en sus planteamientos, un tanto errático en su desarrollo, pero que consigue mantener el interés durante su extenso metraje.

   Hubiesen hecho falta la inspiración y el talento de Peter Morgan en The Audience, su último éxito teatral, para dar a cada personaje histórico la misma importancia, la misma posibilidad de lucimiento, el acierto para elegir el momento, la fotografía, lo que se narra de cada uno, para dar aliento al guión y que no quedase reducido a unas cuantas secuencias enhebradas con más o menos pericia, reduciendo muchos personajes a la mínima expresión, confiando en el conocimiento de los espectadores para rellenar todos los huecos. Y es que gustaría ver más en pantalla a los enormes Alan Rickman y Jane Fonda que reviven a los Reagan con inteligencia y mordacidad, sin ningún tono paródico y con altas dosis de vitriolo (y al mismo tiempo con verosimilitud y tacto) o que la fantástica encarnación de Nixon a cargo de John Cusack tuviese un mejor lucimiento o que James Marsden pudiese demostrar su oficio y carisma dando algo más de entidad a Kennedy; aun así, es un placer contemplar a estos y otros grandes actores dejando claro que la escasa extensión del papel no impide que destilen algunas gotas de su inmenso arte. Pero la columna vertebral de la película es, necesariamente, la casi constante presencia del enorme Forest Whitaker, quien de nuevo hace patente su categoría, su enormidad interpretativa, su facilidad para hacer creíble cualquier emoción, su economía de recursos, su ductilidad para vivir las diferentes edades de su rol; del mismo modo, junto a él, la espléndida Oprah Winfrey (añorada y admirada como actriz desde que El color púrpura (1985) le permitiese graduarse con todos los honores), a pesar de que su personaje está sólo utilizado como soporte, de que no extraen todas las esencias que atesora, aprovecha cualquier oportunidad para grabarse indeleblemente en la mente del espectador, alternando tonos, jugando con la voz, haciendo comprensible una personalidad muy compleja y con múltiples facetas.

   El necesario activismo que recorre el filme carga demasiado las tintas en el hijo de la pareja (interpretado por un meritorio David Oyelowo) y deja de lado lo que sería un aporte interesante: cómo vivía esos acontecimientos el rol de Whitaker desde la Casa Blanca y cómo afectaron a los diferentes gobiernos. No obstante, puesto que han sabido convertir su Historia en algo muy conocido e interesante (ejemplo que debería tomarse en otras filmografías), es fácil para el espectador situarse en el momento concreto y extraer conclusiones. Su tono amable la hace cercana y, aunque al mismo tiempo provoca que pierda fuste, perspectiva y crítica, constituye un curioso acercamiento a hechos no por sabidos totalmente analizados (y es una felicidad que Lee Daniels se limite a narrar, a filmar, a exponer, sin andarse por las ramas o tomar la deriva que sus títulos anteriores hacían temer e incluso querer evitar).

sábado, 21 de diciembre de 2013

"PLOT FOR PEACE": SÍ, PUDIERON


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Plot for Peace DIRECCIÓN: Carlos Agulló, Mandy Jacobson GUIÓN: Stephen Smith MÚSICA: Antony Partos FOTOGRAFÍA: Rita Noriega, Diego Ollivier MONTAJE: Carlos Agulló REPARTO: Jean-Ives Ollivier, Thabo Mbeki, Joachim Chissano, Winnie Mandela, “Pik” Botha, Chester Crocker


   Durante años (e incluso en la actualidad aunque parece que la tendencia va cambiando, lo que no significa que siga siendo muy complicado alterar los hábitos del público o, muy especialmente, quitarle las ideas preconcebidas) hablar sobre documentales hacía pensar en piezas divulgativas, destinadas a la pequeña pantalla, con guiones paupérrimos e incluso inexistentes, trenzando imágenes con mayor o menor pericia según el material existente, conformándose a veces con lo que se tuviera a mano o fuese sencillo de obtener, articulando y ofreciendo buenos trabajos en un altísimo porcentaje (en ocasiones sublimes), pero siempre rebajados en la consideración de los receptores, en las palabras de los considerados expertos, por entender que eran productos menores para una audiencia concreta dependiendo del asunto tratado, sin aspiraciones artísticas. Y el caso es que se tiende a olvidar que cuando el cine estaba dando sus primeros pasos (si bien es cierto que con maestros como Griffith) ya se tiene noticia de una magnífica película documental, de un hito de la narración fílmica que supera géneros, de una joya del calibre de Nanuk, el esquimal (1922) con la que Robert Flaherty demostró que informar, descubrir, dar testimonio puede (y de hecho debe) ser tan apasionante, absorbente, hipnótico como una historia de ficción y abrió el camino a otros muchos que, aunque puedan escudarse bajo el paraguas de lo inventado, de lo inspirado, de lo novelado, hacen lo que debe ser prioritario en su trabajo, en su arte: narrar, explicar, involucrar al espectador y, en ese sentido, el tono documental puede ser el mayor acierto por la libertad que consiente a la platea, por el equilibrio que debe hacer el cineasta para no cargar las tintas, para permanecer lo más oculto posible, para que los hechos hablen por sí mismos. Del mismo modo, el pionero Flaherty no tuvo reparos en aplicar a su historia todos los resortes que el naciente séptimo arte tenía a su alcance para ganar adeptos, teniendo muy claro que lo documental es, sencillamente, un género más y que como tal debe ser una opción más que el público puede elegir.

   Plot for Peace cumple a la perfección con la máxima que aconseja “instruir deleitando”, puesto que saca a la luz la otra historia del final del Apartheid, el verdadero terremoto que demolió los cimientos de un régimen represor, torturador, criminal, despótico, el a priori descabellado plan llevado a cabo por un solo hombre, quien no dudó en transformarse en todo un tahúr, concibiendo su estrategia como si estuviese jugando una partida de cartas, aprovechando su experiencia como hombre de negocios para hacer comprender que las bases del sistema no eran tan sólidas como sus mandamases pudieran pensar, que había que pensar en perspectiva y en conjunto, que nada de lo que pasa en un lugar de África afecta sólo a ese lugar, un visionario que no tuvo reparos en lanzarse al ruedo, aún sin tenerlas todas consigo, entrando en un terreno que no era el suyo (el de la política) pero empleando su experiencia en negociaciones, sus conocimientos psicológicos, transformando en cifras, beneficios, costes, pérdidas, debe y haber, en parte de un balance, el dato más insignificante para que el resto del mundo comprendiese la necesidad de terminar con el Apartheid. “Cuando llegué a Sudáfrica en 1981, me sentí como en otro planeta. No entendía cómo los blancos no se daban cuenta de que si no cambiaban y aceptaban compartir el país, iban de cabeza al desastre”, así sintetiza Jean-Yves Ollivier el a modo de revelación que tuvo, el primer destello de lo que terminaría cristalizando en un rocambolesco plan que hubo que ocultar, parecer que se hablaba de otra cosa, manejar con suma prudencia, olvidar los dilemas morales, recurrir a la mano izquierda (ignorando más que nunca lo que hacía la derecha) y, por encima de todo, tender puentes para el diálogo, no presentar a nadie como verdugo (al menos en un principio), templar y contener la rabia, la impotencia, el dolor, ir sumando progresos, pacificar la zona como paso previo a la liberación de Nelson Mandela, poner fecha de caducidad al Apartheid.

   Plot for Peace da voz a los protagonistas, a los de un lado y a los del otro, a los fueron (incluso sin saberlo) piezas en manos de un experto jugador, a los que movieron los hilos, no necesita una voz en off que en muchas ocasiones estorba, reconduce, toma partido, adoctrina: la película expone con acierto y concisión cuál era el panorama que vivía el continente en ese momento, los conflictos que rodeaban a Sudáfrica, deja que los diferentes narradores aporten su visión de los hechos, cómo los vivieron y/o los recuerdan, cómo los analizan e interpretan en la realidad, permitiendo que el espectador descubra, rememore, conozca, confirme, aporte y saque sus propias conclusiones. El misterioso “Monsieur Jacques” al que tantas personas de países diferentes y sin ningún vínculo entre sí nombraban quedó en la memoria de Mandy Jacobson, despertó su interés (es la líder del proyecto African Oral History) y le localizó en un noticiario sudafricano cuando fue galardonado por coordinar el intercambio de 250 prisioneros entre 9 países (se da el hecho, en apariencia paradójico pero que señala la forma en que Ollivier supo bailar entre aguas muy tormentosas con tal de lograr su objetivo, de que el empresario francés fue condecorado tanto por Botha, último bastión del Apartheid, como por Nelson Mandela, primer presidente negro de Sudáfrica); a partir de ahí, la productora y codirectora de Plot for Peace, no cejó hasta conseguir que el propio negociador contase su historia en este documental vibrante, que ayuda a que no olvidemos lo que siempre es susceptible de repetirse, que se estrenó precisamente el día de la muerte de Mandela (imposible mejor homenaje que mirar de frente a la Historia, la que quedará, la que se estudiará, y llamar a las cosas por su nombre).

 

miércoles, 18 de diciembre de 2013

JOAN FONTAINE:LA HERMANA DE OLIVIA


 


   Dentro de mi preferencia por las películas de misterio, por las intrigas, los crímenes y demás interrogantes, es lógico que sea admirador de Alfred Hitchcock casi desde que tengo conciencia, si a eso le sumamos que Psicosis (1960) fue uno de esos Sábado Cine de TVE que jamás podré olvidar y que, en contra de lo que algunos pueden pensar, no me traumatizó (a pesar de que debía tener siete u ocho años) sino que espoleó mi afición y me hizo más espectador de lo que ya era; para cerrar el círculo, al margen de la emisión de otros de sus grandes títulos, aquel casi único canal del momento (seamos sinceros, no veíamos mucho la segunda cadena e incluso nos parecía que el programa no debía merecer mucho la pena si lo condenaban –así lo sentíamos- a la misma –por fortuna, La Clave, Cine Club, los grandes ciclos, Si yo fuera presidente de Tola y otras poderosas razones nos reconciliaron), la Primera (así, con mayúscula lo pronunciábamos) tuvo la gentileza y el acierto de programar Alfred Hitchcock presenta en la noche de los lunes, sin importar que fuese en blanco y negro (y no conviene olvidar aquellos libros de Los Tres Investigadores que aún hicieron más popular entre los chavales su figura oronda, su humor cáustico, su gusto por lo insólito). Sin embargo, tardé bastante en ver Rebeca (1940), no apareció por televisión (al menos no pude echarle el ojo) hasta principios de 1987 (no viene al caso por qué puedo ser tan preciso), pero, como ya he contado tantas veces, sabía mucho de ella gracias a la tía Carmen que me contaba el argumento, reproducía escenas, hablaba sobre el ama de llaves, en definitiva, mantenía el gusanillo de la emoción bien alimentado; pero, por supuesto, ya conocía a Joan Fontaine cuando eso sucedió, es más, ya había tomado partido en la histórica rivalidad que mantenía con su hermana Olivia de Havilland: después de ver (gracias, de nuevo, al tío Miguel) en pantalla grande Lo que el viento se llevó (1939), tras haber heredado de la tía la admiración por la película (muchos años antes de verla), habiendo leído la novela de Margaret Mitchell en la que se inspira, acabé totalmente rendido a la inteligencia, sabiduría, clase y comedimiento con que Olivia se enfrentó al mucho más complejo personaje de lo que muchos quieren ver llamado Melania Hamilton, a una interpretación de muchos quilates y que, sin demérito para las estrellas (la maravillosa Vivien Leigh y el impresionante Clark Gable), está a punto de merendarse la función (y en gran parte lo hace).

   Pero, aunque siempre haya encontrado a Joan Fontaine una actriz discreta, sin los matices de su hermana, en muchas ocasiones poco más que correcta, sin la garra de tantas diosas con las que coincidió, no se me ocurre intérprete que la sustituya en algunos de los filmes que más admiro, comenzando por esa Rebeca en la que creó moda, en la que estuvo a la altura de un personaje sin nombre (es la señora de Winter, nada más), convirtiéndose en los ojos del espectador, siendo la narradora que aún vive sobrecogida por lo vivido, adecuándose a la perfección a lo que Daphne Du Maurier imaginó; del mismo modo, aunque deba competir con la fascinación que siempre he sentido por Elizabeth Taylor, no puedo olvidarla en Ivanhoe (1952), que vi como complemento a Chispita y sus gorilas (1982), uno de esos insólitos y gratificantes programas dobles de los cines del barrio, con una platea a rebosar en que se seguían las peripecias creadas por Walter Scott con complicidad, aplausos e implicación. Y, por encima de todo, está absolutamente gloriosa, etérea, risueña, provoca entusiasmo, enamora, cautiva, duele, se nos mete muy dentro y no nos suelta, en una de las obras más maestras e incontestables que ha dado el séptimo arte, un prodigio que sólo un alma sensible, elegante, poseedora de un gusto exquisito, un director, un artista, un genio del calibre de Max Ophüls podía orquestar con tanto mimo, un deleite llamado Carta de una desconocida (1948), una de las muchas vergüenzas que debe asumir la Academia de Hollywood al haberla ignorado en las candidaturas a los Oscar (podría haberse dado la circunstancia de que Joan hubiese competido con Olivia, nominada por Nido de víboras (1948), aunque el gato al agua se lo llevó la Belinda (1948) de Jane Wyman –y las otras tres opciones de voto eran Ingrid Bergman, Irene Dunne y Barbara Stanwyck-).

   No hubiese sido la única ocasión en que ambas hermanas sometieran su enfrentamiento a la consideración de la meca del cine, puesto que Joan Fontaine obtuvo una estatuilla por Sospecha (1941), su segunda y última interpretación a las órdenes de Hitchcock, en una edición en la que Olivia de Havilland competía con Si no amaneciera (1941) –aunque, haciendo un histórico, la triunfadora sea ésta con dos Oscar: La vida íntima de Julia Norris (1946) y La heredera (1949), dos de las interpretaciones más portentosas de todos los tiempos pasados y futuros-; en realidad, el galardón de la Fontaine respondía más a la deuda contraída el año anterior en que, a pesar de ser considerada la mejor cinta de 1940, ella cedió el puesto que le correspondía por Rebeca a la Ginger Rogers de Espejismo de amor (1940). Pero, esas paradojas que tiene el mundo del arte, Joan Fontaine hubiese debido ser la triunfadora con su fantástica creación en La ninfa constante (1943), uno de sus grandes éxitos, una absoluta transformación (resulta creíble como una jovencita, casi una niña, sin trucos de maquillaje ni aspavientos), despojada de cualquier afectación, sin recurrir a lo fácil, con una sutileza que sólo Ophüls sabría aprovechar después (una película difícil de ver, una rareza opacada por títulos de menos calidad que, por fortuna, ha terminado apareciendo en DVD y que Pablo y yo gozamos no hace mucho en una de esas veladas para nosotros en las que el cine nos salva de todos los males), un tipo de interpretación que acentúa más por comparación la tendencia a las morisquetas de Jennifer Jones, premiada por La canción de Bernadette (1943).

   Se pensaba que la rivalidad con su hermana era una exageración, un mito, una estrategia publicitaria, pero el caso es que Joan Fontaine fue una de las invitadas a Más estrellas que en el cielo, el añorado programa del inolvidado Terenci Moix, y el escritor, con su pudor habitual, con su elegante sorna, casi como por casualidad, habló sobre el asunto, quitándole importancia, hablando de que tal vez era una leyenda, y ella le interrumpió muerta de la risa, pletórica, diciendo “no, no, claro que es verdad: ¡Nos odiamos! ¡No podemos ni vernos!” y mientras Terenci intentaba salir del estupor ante una declaración tan contundente y sin paños calientes, ella continuaba regodeándose y asintiendo con fruición. Se cuenta que, al margen de que Olivia comenzó primero y por lo tanto utilizó el apellido familiar obligando a Joan a elegir otro para distinguirse, el antagonismo se agudizó o cimentó cuando Lo que el viento se llevó era tan sólo un proyecto y ofrecieron a la Fontaine el personaje de Melania; ella, como la práctica totalidad de las actrices del momento, anhelaba ser elegida para encarnar a Escarlata y se cuenta que, al rechazar la propuesta, insinuó que tal vez su hermana lo haría bien. ¡Qué gran directora de casting perdimos! Ya sólo por esto merece un lugar en el olimpo de los dioses de la pantalla.       

martes, 17 de diciembre de 2013

PETER O´TOOLE: DEMASIADO EN UN SOLO HOMBRE


 


   ¡Cuántas veces habremos utilizado la conocida (e incluso manida) frase: “¡Líbreme Dios del día de las alabanzas!”! Y es que somos expertos en hablar a destiempo, en reconocer el talento cuando éste se ha extinguido (o, al menos, cuando la persona que lo desplegaba y demostraba no puede disfrutar de los elogios), en celebrar póstumamente lo que negamos, rebajamos, criticamos, denostamos, ignoramos, callamos cuando se podía hablar en presente de aquel/aquella que ahora provoca tanta atención; y lo peor es que algunos lo hacen como si no existiesen hemerotecas, archivos, memorias, pruebas de lo que se dijo en su día cuando se afirma ahora lo contrario sin despeinarse, sin recato, sin rubor, asegurando que ellos siempre aplaudieron, se congratularon, reconocieron a la figura fallecida. Uno, que siempre ha gustado de ser sincero en sus querencias, en sus fobias, en sus gustos (en parte como reflejo de la ética que se intenta aplicar en el ejercicio de la profesión), no va a rasgarse ahora las vestiduras ante el fallecimiento de Peter O´Toole, en el sentido de que jamás se contó entre mis actores preferidos, todo lo contrario: a pesar del predicamento del que gozó casi desde su debut (al menos en este caso, vivió muchos días de alabanzas), a pesar de los elogios que le aupaban a lo más alto de la excelencia en el arte interpretativo, a pesar de que expresar tu opinión te convertía casi en un apestado entre esos que (como tantas veces se ha señalado) no saben argumentar su gusto (el que en realidad no tienen: se limitan a cacarear lo que les haga quedar bien o sentirse parte de una élite), nunca conseguí ver en el actor irlandés más que un histrión sin sentido de la mesura, con un rostro excesivamente crispado aunque la escena en cuestión fuese de lo más calmada, apreciando el sobrecogimiento que podía transmitir con la voz cuando pude tener acceso a la versión original, con una tendencia muy acusada al pavoneo, al lucimiento e incluso el engreimiento, distorsionando su interpretación, mostrando el esfuerzo, es decir, dejando muy al descubierto que era Peter O´Toole encarnando a quien tocase, fagocitando al personaje, quedando por encima, demasiado por encima.

   En este caso, se me hace muy difícil encontrar ese primer momento en que fui espectador de alguna de sus películas, pero no puedo olvidar que Lawrence de Arabia (1962) fue una de esas reposiciones gloriosas (y esperadas cada verano como agua de mayo –paradojas que hacen que la vida valga la pena-), de esos reestrenos que se anunciaban a bombo y platillo y que excitaban enormemente a un adolescente para quien la mayor felicidad era abrir un libro o entrar a una sala de cine (y que llegó no mucho después de que hubiese tenido lugar la de El puente sobre el río Kwai (1957), uno de esos momentos que acuden a mi memoria periódicamente, una de esas evocaciones en que me veo flotando, sin tocar la butaca, casi abducido por la pantalla –el pantallón, como estaba mandado, no como ahora que abundan ridiculeces y miniaturas-, es decir, que ya era rendido admirador de David Lean). Del mismo modo, reproduzco como si estuviese sucediendo en este momento la decepción con la que salí del cine, asumiendo que me había perdido bastante, que no había entendido el entramado político, que me faltaba información (y he comprobado después que se dan demasiadas cosas por sabidas o, al menos, que no saben explicarse ni convertirse con facilidad en imágenes, que a veces hay diálogos espesos como los libros de Historia mal escritos, oscuros, embrollados): por un lado era consciente de llevar en mi retina algunas de las secuencias más vibrantes y brillantes jamás filmadas, por otro salía con la extraña sensación (comprensible a mis dieciséis años –de eso no tengo duda: era el verano de 1986-, ahora ya tengo callo y no me dejo amilanar ni pongo en duda mi criterio) de haber fallado, de no saber muy bien cómo decir ni qué cara poner para afirmar “pues no me parece para tanto”. Y eso mismo es lo que sentí contemplando a Peter O´Toole en el rol que le hizo inmortal cuando apenas era un recién llegado: tenía un rostro que hipnotizaba, unos ojos con múltiples significados, una apostura a la que ceñir la aureola mítica de su rol, pero teniendo cerca a Alec Guiness, Anthony Quinn, Jack Hawkins y otros señores cuyos nombres pronto memoricé no me pareció que descollase, más allá de ser el encargado de dar vida al personaje homónimo del filme.

   Sin embargo, desde que tuve ocasión de verla en televisión he reconocido una deuda pendiente con Becket (1964), uno de sus títulos más recordados, una de sus interpretaciones más aplaudidas, puesto que la vi demasiado joven, conociendo poco o nada los sucesos reales en los que bebe el texto original de Anouilh que le sirvió como base, resultándome una historia casi impenetrable, agobiándome y cargándome un tanto, sumándose a mi desgana el hecho de que tampoco Richard Burton se cuenta entre los intérpretes a los que venero (más allá de ¿Quién teme a Virgina Woolf? (1966), casi por las mismas razones que O´Toole); pero he de revisarla (en realidad, podría decirse que voy a verla por primera vez) porque siempre he tenido la impresión de que no está nada bien darle la espalda de esa manera, por mucho que mi adoración por Rex Harrison (ganador ese año del Oscar por su histórico profesor Higgins de My Fair Lady (1964) a buen seguro seguirá inclinando la balanza hacia su lado, pero así podré hablar con verdadero conocimiento de causa del duelo entre O´Toole-Burton y señalar cuál sale victorioso (y, además, Pablo y conocimos Canterbury y, por lo tanto, tengo esas esencias por ahí atesoradas –al margen de que allí perdimos a una turista australiana, pero eso deberá contarse en ocasión más propicia-). Por otro lado, no conocer los hechos reales, no saber quiénes eran los personajes, no fue óbice para que El león en invierno (1967) pasase desde el primer visionado (en unas de esas gloriosas sesiones televisivas) a ser una de mis favoritas: tal vez fuese la poderosa influencia de Katharine Hepburn, en la interpretación más acabada, señorial y prodigiosa de las cuatro que la convirtieron en la actriz más galardonada en la historia de los Oscar, el caso es que esa pieza de cámara opresiva, llena de tensión, rica en matices, esa partida de ajedrez casi a muerte en la que se juega el destino de Europa, me impidió apartar los ojos de la pantalla y ha ido aumentando mi reconocimiento y encomio tras varios visionados; sin duda, Peter O´Toole debió haber alzado el premio de la Academia en esta ocasión: de las ocho veces en que fue candidato era en ésta en la que no tenía rival posible y en la que el ganador estaba muy por debajo (Cliff Robertson por Charly (1968)) de lo que el irlandés ofrecía en pantalla, un absoluto prodigio, alternando estados de calma, gestos de amor, sonrisas sinceras con estallidos de furia, momentos de dolor con exhibiciones de fuerza y poder, un auténtico recital que al juntarse con el de Katharine Hepburn incendia el celuloide como muy pocas veces se ha visto.

   Y en esas decisiones de la Academia (de los actores, que son los que votan) en las que parece que actúa como persona individual quedó fuera del listado de interpretaciones candidatas la que lleva a cabo en El último emperador (1987) –que sí fue premiada en los David de Donatello, galardón que le fue muy propicio puesto que lo obtuvo en cuatro ocasiones-, a priori uno de esos roles que parece llevar adosado el honor de alzar la estatuilla: dentro del acartonamiento con que Bertolucci hace naufragar la película, O´Toole es casi el único elemento que le insufla vida, verdad, sensibilidad, humanidad, olvidándose de engolamientos o demostrando el afán por destacar, trabajando desde uno de esos secundarios a los que se echa de menos cuando no están, proyectando su sombra por cada fotograma, adueñándose del filme. Y es que, aunque no pueda compartir ni rubricar el entusiasmo casi generalizado, no cabe duda que se ha marchado un actor legendario, con leyenda, un nombre que perdurará por encima de modas o del implacable paso del tiempo, una presencia constante para el espectador impenitente y fiel.

martes, 10 de diciembre de 2013

ELEANOR PARKER: CON TÍTULO PROPIO


 


   No resulta ningún esfuerzo recordar la primera vez que tuve conciencia de que existía una actriz llamada Eleanor Parker, el momento en que decidí rendirle pleitesía sin remisión (nunca mejor empleada esta expresión, ya que supone una de sus cimas interpretativas; luego llegaremos a ello): habíamos ido en plan excursión hasta el Palacio del Progreso (en la actualidad Teatro Nuevo Apolo -¡Qué gran noticia no tener que decir que lo cerraron y/o demolieron!-) para asistir al reestreno de Sonrisas y lágrimas (1965), todo un acontecimiento, una noticia que provocó un éxtasis en casa, una gran conmoción, una alegría, y que supuso que mi abuela y la tía Carmen comandasen a aquel grupo de chavales inquietos ante la aventura de bajar al centro a ver una película (mis hermanos, mis primos Luis y Nieves y creo recordar que también los hijos de Margarita, una señora cubana en cuya casa limpiaba mi tía –puede que me deje a alguien y añada otros: el caso es que éramos unos cuantos). Ya sólo entrar a esa sala enorme con ese pantallón cubierto por un gran telón provocaba un cosquilleo especial, el de alguien que nació espectador, auspiciado y aumentado por las cosas que nos iban adelantando en el metro sobre lo que íbamos a ver; de repente, las luces se apagaron y comenzó la ansiada, bendita y emocionante ceremonia de ver cómo la luz del proyector estallaba en la pantalla y cobraba vida la realidad de un filme que, desde ese momento, se iba a convertir en uno de mis favoritos, en uno de los motivos por los que amé, amo y amaré el cine. Tras ver cómo Julie Andrews triscaba por los montes, pletórica, entusiasmada, olvidada de todo al son de la canción que en inglés da título al original (es decir, The Sound of Music), mientras ella emprendía una alocada carrera hasta la abadía en la que debía estar, se iniciaron los créditos y, de repente, como anticipo, como anuncio, como presentación, llegó aquel que me hizo soñar, fascinarme, enamorarme sin haber conocido aún al objeto de todas esas sensaciones: “Y Eleanor Parker como la baronesa”; no puedo explicar con precisión qué experimenté, pero tengo muy vívido el suspiró que exhalé ante algo que me superaba, ante toda una revolución en mi interior, ante lo bien que sonaba esa leyenda, ante el regusto que sentí al repetirla en mi interior, casi como un mantra cuando ni sabía qué era eso (“Y Eleanor Parker como la baronesa”). Poco después (bueno, en realidad un buen trecho, pero como no hay fotograma que no sea fascinante en Sonrisas y lágrimas me pareció un suspiro), la promesa se cumplía, aparecía la baronesa y la elegancia, la mordacidad, la belleza, el talento de la actriz hicieron el resto: en el musical original, a pesar de interpretar dos canciones que fueron suprimidas en la pantalla, la baronesa es casi un elemento de decoración, una antagonista tópica, un personaje poco y mal diseñado; en el filme, es un regalo para los ojos, una fascinación continua, una malvada que cautiva, que divierte, a la que se comprende, y todo gracias a que Eleanor Parker le otorga entidad, mesura, coqueteo con el espectador, aureola mítica.

   A partir de ahí, gracias como tantas veces se ha dicho a esa impresionante programación de TVE (y a la tía Carmen de la que he aprendido más sobre cine que leyendo a algunos de los considerados popes, solemnes tostones que no transmiten ni un ápice de pasión y motivan a todo lo contrario –o sea, a huir en dirección contraria-), la fastuosa pelirroja fue transformándose en una de mis favoritas en títulos que no pierden vigencia, que son de y para siempre, como Cuando ruge la marabunta (1954), Fort Bravo (1953) y, por encima de todo, uno de los favoritos de la tía, una joya que no hace mucho revisamos Pablo y yo y que parece filmada ayer: Scaramouche (1953), cinta en la que, a pesar de competir con la belleza de Janet Leigh, se erige como gran protagonista, gana la partida por goleada, resulta fresca, vivaz, divertida, rompe la cámara con su rostro, su sonrisa, sus ojos, su impresionante carcajada. Y llegó, en uno de esos añorados ciclos dedicados al cine negro, Sin remisión (1950), su primera candidatura al Oscar, su galardón como mejor actriz en el Festival de Venecia (el único que, para vergüenza de propios y extraños, logró en su fructífera carrera), uno de esos clásicos que dejan sin aliento, que impactan e hipnotizan, que remueven y entusiasman (y en el que estaba acompañada por, nada menos, que Agnes Moorehead y Hope Emerson) y me la encontré en esos maravillosos melodramas que tan buenos ratos hacen pasar (Melodía interrumpida (1955) –su tercera opción al premio que nunca le dieron- y ese espléndido Minnelli –como tantos- llamado Con él llegó el escándalo (1960)); y por fin disfruté otra de esas películas que la tía no se cansaba de evocar: Brigada 21 (1951), su segunda opción a ser reconocida por la Academia (por sus compañeros), en un rol que en realidad es secundario pero que sobrevuela durante todo el metraje, imponiéndose incluso a Kirk Douglas; y apareció en mi vida El hombre del brazo de oro (1956) para dejar clara su versatilidad, su dosificación de recursos, su cuidado para no excederse, su prudencia interpretativa, el porqué de su grandeza.

   Y, sin embargo, a pesar de sus poderes, abandonó la gran pantalla muy pronto (a finales de la década de los 60) y sólo se dejó ver en televisión, si exceptuamos su intervención en Sol ardiente (1979), filme a mayor gloria de Farrah Fawcett (aún con el Majors) que, por otro lado, parece que no alcanzó ninguna (gloria, quiero decir). Pero su rostro, su sabiduría, su belleza, su hondura, su nervio cuando era necesario, su elegancia en formas y modos, su perfecta adecuación al género que fuese, su categoría siempre tendrá un hueco en el olimpo de las diosas de la pantalla, en el recuerdo de los amantes del cine, en la admiración de los que no pueden (podemos) resistirse a una mujer que literalmente se sale de la pantalla; y, por encima de todo, será la baronesa que sabe lo que quiere y va a por ello pero sabe reconocer su derrota y se retira de escena tal y como llegó: destilando glamour del de verdad, es decir, del que se tiene, con el que se nace. Hubiese sido una excelente ocasión para que la Academia rindiese cuentas, no sólo porque el saldo le era favorable, sino por la excelente interpretación que llevó a cabo en Sonrisas y lágrimas, pero sus compañeros decidieron nominar a Peggy Wood, estupenda actriz que fue doblada en su mejor secuencia (Climb every mountain, lo que supone en escena ese impresionante final de primer acto) y, una vez más, menospreciar ese algo indefinible, casi inaprensible, que distingue a las auténticas estrellas, a las rutilantes cuya luz no se apagará jamás.

domingo, 8 de diciembre de 2013

"VIVIR ES FÁCIL CON LOS OJOS CERRADOS": AQUELLOS PROFESORES QUE ERAN MAESTROS


 
DIRECCIÓN: David Trueba GUIÓN: David Trueba MÚSICA: Charlie Haden, Pat Metheny FOTOGRAFÍA: Daniel Vilar MONTAJE: Marta Velasco REPARTO: Javier Cámara, Natalia de Molina, Francesc Colomer, Ramón Fontseré, Rogelio Fernández Espinosa, Jorge Sanz, Ariadna Gil


   Podríamos enredarnos en un debate sobre la educación que no viene al caso, pero hemos optado por titular este texto en pasado ya que, por desgracia, cada vez se encuentran menos docentes que viven su oficio como una vocación, motivando, despertando, enseñando no como una obligación sino como una manera de estar en la vida, de comportarse, consiguiendo que el alumnado sienta nacer un verdadero deseo por aprender, que la curiosidad sea su motor, su acicate, que, de alguna manera, sienta el placer por estudiar (de ahí el matiz, la diferenciación entre profesor –aunque a muchos es una palabra que les viene grande- y maestro, el que marca, el que deja huella, el que despeja el camino, el que abre puertas, al que siempre se recuerda). Y se da la circunstancia de que el protagonista de la película que nos ocupa es un profesor de inglés en un colegio de Albacete, un personaje real que inscribió su nombre en la pequeña historia de la música pop al conseguir hablar con John Lennon durante el rodaje de Cómo gané la guerra (1967) que tuvo lugar en Almería y convencerle de la importancia de que las letras de sus canciones apareciesen en los discos, puesto que él las utilizaba como material didáctico en sus clases; pero, además, en su camino hasta el encuentro con su ídolo la película le hace tropezar con dos adolescentes para los que será un maestro de vida, incluso con sus defectos, con sus tropiezos (necesariamente con ellos para que el aprendizaje sea lo más completo posible), porque les ayudará a dar importancia a lo que verdaderamente lo tiene y a no dejarse envenenar por situaciones pasajeras, a sentirse adultos en la medida en que pueden serlo, a no dejarse empequeñecer aceptando las reglas del juego, puesto que la mayor rebelión es la que se fragua despacio y apenas es perceptible, es la que pilla desprevenido al contrario.

   El aliento del guión de David Trueba es una bocanada de aire fresco, pero por desgracia se queda en lo más superficial, casi en lo etéreo, con un par de sugerencias que el trío principal exprime hasta límites insospechados conformando una de esas interpretaciones grupales que dan entidad y peso y que resultan imposibles de parcelar; lo más acertado del tono que imprime el cineasta es esa apariencia de juego, de “batallita del abuelo”, de anécdota, de empeño, casi de sueño, de irrealidad (algo muy loable, puesto que lo habitual en los Trueba –da igual que nos centremos en Fernando, en Jonás o en el propio David- es tender al engolamiento, a lo pretencioso, a la palabrería con intención trascendente), lo malo es que esa atmósfera acaba jugando en su contra, sobre todo porque las primeras escenas nos han situado en la España de los años 60 del siglo XX y resulta un tanto chocante que un chaval como el encarnado por Francesc Moliner pueda llegar tan lejos en su huida del hogar familiar y que una muchacha como a la que da vida Natalia de Molina se pasee por ahí sin llamar la atención y haga y deshaga a su antojo (y no se trata de utilizar el maniqueísmo, lo reduccionista, el escollo en que tropiezan tantos cuando dibujan todo bajo el prisma político: se trata de no perder el realismo, podría decirse el costumbrismo, en que Trueba comienza a narrar y en el que se mantiene a pesar de estos agujeros por los que se escapa la credibilidad).

   Javier Cámara consigue una de las creaciones más rotundas e impresionantes de su carrera, en la que por desgracia abunda lo facilón, la repetición de tipos, la comicidad desaforada (y sin gracia), los gestos disparatados y los gritos a deshora (casi continuamente, en realidad –eso es lo que muchos entienden por comedia: que todo el mundo se desgañite todo el rato-): con comedimiento, con mesura, con esa aparente facilidad que sólo los grandes consiguen, transforma a su personaje en un ser entrañable, querible más allá de su apocamiento, de su ridiculez, de su obsesión (elementos que el actor dosifica con mano maestra para que prime lo sensible, lo auténtico, lo vital), manteniendo en todo momento un equilibrio casi imposible para no despeñarse por lo caricaturesco, refrenando su campechanía y soniquete más habituales, logrando una transformación plena para que su voz, su rostro, sus movimientos sean los del profesor y no al revés –cualidades sólo alcanzadas en Torremlonios 73 (2003) y Hable con ella (2002), sin desdeñar su talento cómico cuando no le obligan a forzarlo-. Después de sorprender en Pa negre (2010) y llevarse un Goya al actor revelación, Francesc Colomer se gradúa con honores en este filme al saber reflejar la ingenuidad, la bondad, el candor de su rol sin caer en lo ñoño o en lo risible, manejando con soltura la voz y el cuerpo, adolescente a punto de descollar y dar el paso a la edad adulta al que no se le permite semejante transición: sus ojos llenándose de experiencia, descubriendo otra vida (tal vez la auténtica, al menos una más rica en matices que la que encuentra en su cotidianidad), explican páginas de guión. Y completando el trío protagonista, el auténtico descubrimiento, puesto que hablamos de su primer largometraje: Natalia de Molina sabe combinar una temprana madurez forjada a base de tropiezos, equivocaciones, errores propios y ajenos, maltratos y encierros con una sensibilidad lógica en una joven que quiere comerse la vida y que no se deja amilanar; poseedora de una sonrisa que derrumba una muralla, la actriz demuestra unos recursos que uno creería patrimonio de alguien más experimentado en estas lides y la manera en que encaja con Cámara y Colomer provoca un absoluto esplendor (no podemos olvidar la participación de Ramón Fontseré, al que Trueba supo sacar un gran partido en Soldados de Salamina (2003), aportando una vis cómica necesaria en algunos momentos).

   Aunque las posibilidades de la historia no se aprovechan como debieran (sería más deseable no conocer de dónde vienen esos chavales, que su pasado/presente quedase en off, fuese tan sólo sugerido –porque, como se dijo antes, resulta bastante increíble que lo que se cuenta pudiera suceder en aquella España-), el trabajo de estos tres actores invita al espectador a vivir con ellos la peripecia que se convirtió en histórica, aunque llegado un punto de la película John Lennon es casi lo de menos (aunque todos deseemos que el peculiar héroe triunfe), ya que lo que despierta las simpatías y el interés de la platea es el vínculo que los une, su reafirmación como personas, su dignidad, su despertar vital y emocional, sus ojos abiertos, su mente y corazón aplicando las buenas enseñanzas recibidas.

jueves, 28 de noviembre de 2013

"CANÍBAL": MASTICANDO (Y NO DIGIRIENDO) EL SILENCIO


 
 
 
DIRECCIÓN: Manuel Martín Cuenca GUIÓN: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández (inspirado en la novela Caríbal de Humberto Arenal) FOTOGRAFÍA: Pau Esteve MONTAJE: Lucía Palicio REPARTO: Antonio de la Torre, Olimpia Melinte, María Alfonsa Rosso, Joaquín Núñez, Gregory Brossard

   El silencio es muy difícil de utilizar en el arte, pero acertando en la medida correcta, sabiendo dosificarlo, dejándolo aparecer en el lugar idóneo para seguir comunicando, encontrando su elocuencia, es uno de los recursos que, paradójicamente, más satisfacción y contenido proporcionan al espectador; los momentos más sobrecogedores que uno puede recordar en un teatro están asociados a esos instantes en que la acción parece detenerse, en los que hay palabras que resuenan, que pugnan por ser pronunciadas, pero son enmudecidas, impedidas, contenidas, refrenadas, censuradas, innecesarias. Del mismo modo, los silencios en el cine pueden servir para crear atmósfera, para transmitir soledad, desolación, imposibilidad de expresar sentimientos, mil y un matices que un cineasta con carácter, brío, delicadeza y sabiduría puede extraer, siempre que encuentre los intérpretes idóneos (monumentales, habría que añadir y destacar) para olvidar aspavientos, trucos fáciles, parafernalias, y aceptar el despojamiento de una de sus mejores armas (si no la mejor): la voz; Dirk Bogarde afirmaba que una interpretación dependía de ésta en un porcentaje casi cercano al 100% y, no obstante, no tuvo problema en prescindir de ella cuando un Joseph Losey en la cima de su creatividad –El sirviente (1963)- o un Luchino Visconti más estilizado, preciosista, profundo y sensorial que nunca –Muerte en Venecia (1971)- así se lo requirieron en lo que sin duda quedan como dos de las muestras más imperecederas y totales de su grandiosidad como actor. Michelangelo Antonioni ha pasado a la historia como el cineasta de la incomunicación, con larguísimos planos en los que los personajes se miran, se esquivan, se evitan, se tropiezan, pero no hablan; el cine oriental es pródigo y experto en el manejo de estos en apariencia tiempos muertos en los que la tensión del que contempla puede dispararse más allá de cualquier límite tolerable, ese fue uno de los mayores aportes a la narrativa del western que hizo el gran Sergio Leone y podríamos seguir enumerando ejemplos de cómo transformar el silencio en el mejor diálogo posible, en la descripción más acertada, en un elemento imprescindible para comprender lo narrado.

   Pero este recurso, como se decía antes, tiene que manejarse con cautela y, sobre todo, honestidad, veracidad, no para que el director en cuestión se escude en la etiqueta de lo “difícil”, lo “artístico”, lo “a contracorriente”, para remarcar que él no desea un espectador convencional y, por lo tanto, auparse en un elitismo que en todo caso deben concederle los que ven sus películas (si bien es cierto que goza del beneplácito de esa crítica, tantas veces denostada en estos escritos, que, al igual que el cineasta, se siente importante y por encima de los demás por el hecho de aplaudir y glosar lo que se anuncia y vende pretenciosamente como “minoritario” –cuando uno pensaba que cualquier artista quiere llegar al mayor número de personas posibles-); analizando la filmografía de Manuel Martín Cuenca se ve muy claro este esfuerzo por poseer una voz propia, un estilo muy personal, al margen de modas o tendencias, amparado e imbuido en la nebulosa de lo autoral, atrapado en un estilo hermético que se distancia con cierta soberbia del que no gusta, no participa, no entra en la dinámica planteada (cuando, paradójicamente, recurrir a esa cerrazón no debe implicar dejar fuera, sino crear la corriente de comunicación desde otros parámetros). Caníbal supone el culmen de lo ya esbozado o manejado en La flaqueza del bolchevique (2003), la muy irritante Malas temporadas (2005) o La mitad de Óscar (2010) y el caso es que, como ya sucedía en aquellas, el resultado podría ser otro muy diferente y gratificante si no se quedase en lo anecdótico, en lo superficial, si supiera inyectar la inquietud, el sobrecogimiento, el enrarecimiento necesario para que lo en apariencia trivial, cansino, cotidiano se tiña de esa excepcionalidad que sólo puede insuflar un artista.

   El máximo escollo que tiene esta película es, precisamente, todos los referentes que Martín Cuenca convoca, los auspicios bajo los que quiere colocarse, incluso negándolos (tal vez, como le sucede a mucho “experto”, desconociéndolos), es decir, El carnicero (1970) de Claude Chabrol, una obra madura, en la que el virtuosismo para conjugar tonos y hablar a diferentes niveles es sublime porque, como es clásico en el gran cineasta francés, el conjunto está presentado con enorme sutileza, sin que nada se perciba, trabajando por acumulación, sorprendiendo sin hacer trampas, subvirtiendo sin engolamientos o pies forzados. Tras una primera secuencia muy bien rodada y que nos atrapa, Caníbal se estanca en una normalidad que, en contra de lo que se anhela, no resulta ominosa, amenazante, ni siquiera logra lo que pudiera ser el efecto contrario, es decir, sentir lástima, preocupación, incluso apego por ese personaje gris, triste, imbuido en su rutina con la obsesión del que sabe que no hay nada más allá; no encontramos ese silencio sordo y perturbador que daba título a la espléndida El silencio de un hombre (1967) de Jean-Pierre Melville, sólo hay una atmósfera gélida que, por mucha carta de naturaleza que quiera dársele, no sabe impregnarse de las corrientes subterráneas que anidan y se establecen entre la pareja protagonista y que a uno no le hace plantear ni la mínima pregunta sobre por qué actúan así, qué sucedió en lo que se ha eludido mostrar o qué vendrá a continuación. Gran parte de los planos del filme se basa en el rostro de Antonio de la Torre, alejado de sus muecas habituales pero constreñido a un hieratismo del que no sabe sacar partido, una máscara muy forzada en la que no puede leerse nada y que no desasosiega como debiera (Luis Tosar, con el que trabajó Martín Cuenca en La flaqueza del bolchevique, es capaz de decirlo todo con los ojos; ¡cómo no evocar a Anthony Hopkins, y no por lo que algunos pensarían, sino por su lección excelsa en Lo que queda del día (1993)!; para comprobar cómo ser terrorífico desde la normalidad conviene revisar El bosque del lobo (1970) y volver a arrodillarse ante la magnificencia de José Luis López Vázquez). Concebida como película simbólica, abierta a diferentes interpretaciones, como provocación para que el espectador se posicione, Caníbal no sabe romper el cascarón de su propio código y se alarga innecesariamente para no llegar a ninguna parte (aunque, en realidad, ese parece ser su verdadero objetivo), por mucho manto de la Virgen que se coloque en el epicentro de la historia.