viernes, 27 de febrero de 2015

OSCAR 2014: POCAS SONRISAS Y MUCHAS LÁGRIMAS







   Tan sólo por cerrar el círculo, por trazar una panorámica lo más completa posible, ahora que el paso de los días ha afianzado en mi ánimo las sensaciones vividas durante la emisión de la ceremonia (y algunas otras que, en realidad, ya lo estaban desde antes), es buen momento para pasar revista a lo sucedido en la gala de entrega de los premios Oscar, confirmando, como tantas veces (la vida es así de cruelmente jocosa, de irónica, disfruta baqueteando nuestro corazón), que no conviene desear demasiado las cosas ya que cuando suceden se alejan mucho del paraíso imaginado. Había una especie de clamor popular, un runrún entre los amantes del mundo del espectáculo, una petición que cobraba fuerza cada año por estas fechas (o por las inmediatamente anteriores al anuncio de quién sería el maestro de ceremonias en esa ocasión), el ruego de muchos aficionados y admiradores del probado talento del intérprete para que Neil Patrick Harris tomase el timón y llevase a buen puerto este caramelo envenenado con el que no saben qué hacer, en el sentido de dar bandazos intentando atraer/cautivar/interesar a un público que se mantiene al margen, olvidando su audiencia (millonaria) potencial, la de tantos que sólo quieren divertirse, regocijarse, reencontrarse con ese aroma clásico de Hollywood, con lo que a muchos les resulta trasnochado, cansino, con olor a naftalina, esos que nunca van a dar su brazo a torcer, esos que generalizan sin misericordia pero tanto barullo arman, tanto se hacen notar, tanto fustigan a los Oscar pero no sólo saben vivir en torno a ellos, esos que son más fieles que los que cada año ponemos un círculo rojo en torno al último domingo de febrero, esos que no señalan el devenir ni el éxito de algo porque jamás van a reconocer sus bondades (por mucho que haya quien, como tantas veces me gusta recordar, escribe o habla como si no hubiese un historial, una hemeroteca, un archivo, un pasado, esos capaces de dar la vuelta a su argumento con un cinismo impecable e intentar hacer creer que siempre vaticinaron lo contrario de lo que auguraban, pueden rastrearse sus impresiones año tras año, temporada tras temporada, para comprobar que, lo hagan como lo hagan, premien a quien premien, Hollywood es lo peor –por lo tanto, en esta ocasión que ha triunfado la favorita de tantos, aunque algunos ya empiezan a escurrirse en favor de la descabalgada Boyhood, cosechadora de grandes críticas desde su estreno pero a la que ahora algunos están engrandeciendo más por ser la defenestrada, todo en aras de sostener y no enmendar el discursito que tan aprendido tienen, ese que demuestra desconocimiento, ignorancia, prejuicios y tantas carencias más, siguiendo su sonsonete habrá que colegir que a Birdman también le cuadran los cuatro adjetivos con que suelen despechar cualquier film recompensado con el Oscar a la mejor cinta del año-).
   El número inicial ya hizo presagiar el desencanto porque, a pesar de su virguería formal, de su apabullante realización, del fastuoso y espléndido escenario (dos elementos –realización y escenario- que destacaron por méritos propios durante las excesivamente largas tres horas y media de ceremonia), supo un tanto a poco, dejó con la miel en los labios, terminó casi cuando parecía que lo mejor estaba por llegar, la versatilidad y abundancia de recursos de Harris apenas habían tenido ocasión de asomar tímidamente (por mucho que la esplendorosa voz de Anna Kendrick, descubierta gracias a la estupenda Into the Woods, fuese un buen acompañamiento –Jack Black estuvo en su línea más irritante, aunque al menos demostró tener buen fuelle para berrear a gran velocidad sin perder dicción-) y, para colmo, el habitual monólogo de bienvenida quedaba reducido a cuatro frases rápidas, rehuyendo la oportunidad de lucir el rápido ingenio que tan buenos resultados da (cuando se posee) en este tipo de retransmisiones, ese que brilló por su ausencia en sus intervenciones desde la platea, esos momentos en los que tanto se echó de menos a Ellen DeGeneres o a Billy Cristal –y uno no es demasiado fan de este señor, pero eso no es óbice para dejar de reconocer sus indudables facultades-, limitándose la mayoría de las veces en dar paso a los presentadores de cada premio o demás intervinientes, estirando hasta la saciedad un supuesto e innecesario gag sobre unas predicciones custodiadas por la sonriente Octavia Spencer, acertando en la parodia sobre la que precisamente sería la triunfadora la noche, uniéndola a otra de las nominadas (Whiplash), en un tono y pertinencia que hubiesen sido adecuados y de agradecer para el resto de candidatas, momentos en los que tal vez hubiese podido destapar el tarro de sus esencias, más allá de presumir de cuerpazo (momento, por cierto, muy criticado por los de siempre, los que ven resúmenes o fotos y no galas pero no dejan de soltar diatribas, los que descontextualizan porque no conocen, los que parecen olvidar aquello que dicen adorar –es decir, Birdman-). En vista de los resultados de audiencia (al fin y al cabo es una noche para vender espacios publicitarios), tal vez no volvamos a ver a Neil Patrick Harris en este mismo cometido, pero, por agarrarnos a un deseo positivo, recordemos que Ellen estuvo muy por debajo de lo esperado, de su tono habitual, de su campechanía irresistible, de su carisma embriagador, el primer año en que asumió las funciones de maestra de ceremonias, mientras que en la siguiente ocasión (hace apenas 365 días) nos regaló momentos impagables e inolvidables, convirtió en cómplices a los allí sentados y a los congregados al otro lado de la pantalla.
   En lo demás, puesto que de las cintas candidatas, de las interpretaciones escogidas y de las que se alzaron con galardones, de los nominados principales ya se ha hablado con profusión en este blog, sólo añadir que Patricia Arquette mereció el premio sólo por su encendido y necesario discurso (al que la enorme Meryl Streep, siempre entregada, siempre activa y activista, siempre en primera línea, siempre dando ejemplo, siempre fabulosa, puso un grano de arena que se convirtió en toda una playa ante la repercusión alcanzada en las redes sociales por su grito, su clamor de apoyo) y fue un placer ver a Eddie Redmayne y Julianne Moore (quienes, por cierto, habían coincidido en aquel engendro conocido como Savage Grace (2007), uno de esos títulos que uno preferiría que jamás se hubiesen rodado, al menos tal y como lo vimos en pantalla) alzarse con el triunfo por dos interpretaciones abracadabrantes que pasan a los anales y que se seguirán estudiando y admirando dentro de muchos años (ya que Benedict Cumberbatch y Marion Cotillard eran caballos perdedores de antemano, que al menos los galardonados merezcan la pena –y de qué modo-). Y, equilibrando en parte la balanza, tras el inesperado resultado de la noche (por mucho que ahora se afirme lo contrario, sólo Murakami parecía tener claro que el reparto de premios iba a cifrarse en el éxito clamoroso de Birdman sobre Boyhood y no al revés –o en una distribución un tanto más equitativa-), fue un gozo que The Imitation Game arañase una estatuilla, precisamente la que reconoce el considerado mejor guión adaptado del año (el modo en que la historia se ha construido para ser trasladada a imágenes, la manera en que se dibuja a los personajes, la elegancia que recorre cada frase, la magnífica alternancia de tonos, sólo con esa columna vertebral podía levantarse un edifico tan soberbiamente acabado), y toda una sorpresa descubrir que su autor es un debutante en el largometraje (un par de cortos y un episodio de una serie de televisión eran sus créditos hasta el momento), Graham Moore, un joven autor que puso en pie y provocó lágrimas y ovaciones con uno de los discursos más honestos, valientes y apabullantemente sencillos que puedan esgrimirse, un ejemplo que muchos deberían seguir, un canto a la diferencia, a la humanidad, al valor de cada persona por ser quien es, derribando barreras, desterrando estigmas, cercenando dedos acusadores con unas cuantas palabras, bajando de pedestales morales a los que aupados a los mismos demuestran su bajeza de alma, olvidan las doctrinas que intentan imponer, avergüenzan a ese en cuyo nombre dicen actuar (sea quien sea, venga de donde venga, reine donde reine).
  Por fortuna, hubo tiempo para reír con la canción de La Lego película (con esos Oscar hechos con piezas del juego que tanto ídem dieron a los que saben involucrarse en las ceremonias –de Meryl Streep a Channing Tatum, pasando por Emma Stone y el propio Clint Eastwood-), para dejarse llevar por los vientos de libertad y orgullo que insufla la letra de Glory (encumbrada como mejor canción desde Selma) y para volver a ser niño gracias a la adorada e inmortal partitura que Rodgers y Hammerstein titularon The Sound of Music, momento triunfal para una asombrosa Lady Gaga, capaz de llegar a la tesitura de la inolvidable Julie Andrews, aparición emocionante e incluso sobrecogedora al término de la espléndida actuación de la diva del pop (y es que de eso se trata, señores: es un programa de televisión, una cita para los amantes del cine, para los que seguimos conteniendo el aliento cuando se apagan las luces de la sala, para los que hemos aprendido a amar tantas imágenes casi antes de ponerles nombre, para los que sólo necesitamos el primer golpe de orquesta y el resto de la ensoñación forma parte de nuestro aliento). Y, además, esos comentaristas del Plus, ese Carlos del Amor últimamente ubicuo, pagado de sí mismo, haciendo pausas interminables y erróneas porque no aportan énfasis (el que intenta imprimir a cada palabra, engolando tono y pronunciación), diciendo que otros años los Oscar de Honor se recogían “en el patio de butacas” (y lo repitió un par de veces, o sea, para él nunca ha habido escenario), no sabiendo corregir las muchas inexactitudes e incoherencias de su compañero de mesa, el impagable Carlos Marañón, ese señor que ni siquiera sabe los datos necesarios aunque los tenga escritos, el que niega el premio que Robert Duvall obtuvo por Gracias y favores (1983) y se queda tan ancho, el que estaba dormido, mirando al suelo, aburrido pero sin abandonar su sonrisilla fatua, el mismo tufillo que destilan las páginas de la publicación que dirige, esa en la que se ha publicado, por ejemplo (si bien es cierto que antes de que él la dirigiese, pero el contenido tampoco ha mejorado), que Elizabeth Taylor y Richard Burton se conocieron durante el rodaje de Ben-Hur (1959) o que Humphrey Bogart nunca ganó un Oscar; y, en medio de ambos, una Leticia Dolera perdida, desangelada, convencida como los demás de que, entre lo de Alfonso Cuarón el año pasado y lo de Alejandro González Iñárritu éste, el cine mexicano sigue triunfando cuando, en realidad, Hollywood (y otras instituciones, círculos y demás) premia a mexicanos que trabajan allí (lo que no es exactamente lo mismo), mientras que el país con el que comparten frontera sigue sin tener una estatuilla en la categoría de mejor película de habla no inglesa. A pesar de todo, el espectador impenitente cruza los dedos para que el año que viene todo mejore (gala y cosecha, porque lo del Plus ya se sabe que no tiene arreglo).  

jueves, 19 de febrero de 2015

PELÍCULAS NOMINADAS OSCAR 2014: EL ESFUERZO SE NOTA (Y AGOTA)



   


 Un listado en que se intente recoger lo mejor que se ha visto durante un año ha de ser sectario, injusto, reduccionista, particular por definición (otra cosa es si hay que recoger lo más taquillero, lo más premiado, cualquier clasificación que se atenga a un baremo, a un condicionante, a una categoría que pueda ser cuantificada porque en ese caso se deja hablar a las cifras sin más –luego vienen los análisis, las matizaciones, la adecuación de esos datos al sentir, al criterio, a la querencia de cada uno-). Las películas candidatas al Oscar que distingue la que es, a juicio de los académicos, la mejor producción del año son tan sólo la expresión de un gusto mayoritario, de unas ganas (e incluso una necesidad) por destacar a unos cuantos de entre los demás, el resultado de una votación que año tras años despierta críticas aceradas especialmente entre aquellos que proclaman a los cuatro vientos su oposición a los dictados de Hollywood en general y a los de la Academia en particular, aunque su empeño por llamar la atención, su forma de creerse alguien, su absurda manera de arrogarse un cometido en la vida (y de salpicar y ensuciar a la profesión periodística puesto que ejercen/se venden/proclaman como tales, se les da esa denominación incluso desde los propios medios –calvario y condena que podrían evitarse con hacer un poco de autocrítica-), es la de mantener esa constante y a ratos inconsistente oposición en lugar de dedicar sus esfuerzos a otra tarea que consideren más noble, intelectual y gratificante, siendo tan sólo en la medida en que se muestran contra algo, dando con su persistente desacuerdo más importancia de la que tienen a esas estatuillas doradas (esa que, sin embargo, no cejan en negarles –aunque, por otro lado, las reclaman para aquellos a los que admiran en un claro ejercicio de cinismo-), hablando de la Academia (esa venerable y anciana señora) como si fuese una sola persona, como si los votantes no fuesen variando a lo largo del tiempo, como si no se incorporase savia nueva a la institución cada año, como si no hubiese tenido las narices de encumbrar a una producción francesa por encima de todo lo producido en EEUU (sí, sólo ha pasado una vez pero ya es más de lo que puede verse en Goyas, César, Baftas y demás). Veamos, a juicio del que esto escribe, qué ha dado de sí la selección hecha entre la cosecha de 2014:

-BIRDMAN:

   Se supone que es un canto al teatro, al arte de la interpretación en estado puro, sin filtros, sin trucos, sin red, delante del espectador, cuando en realidad es irreal, crispada y crispante, exagerada, un desbarre desde su concepción, desde el delirio de su creador, que termina por contagiarse a todos los participantes (con la noble y gozosa excepción de Emma Stone). Si atendemos a su inclusión en los Globos de Oro como film de comedia y/o musical aún podemos concederle que consigue arrancar algunas carcajadas por lo absurdo, por lo en serio que se toma, por lo pagado que está de su talante artístico (el tramo final es para echarlo de comer aparte); en lo demás, una innecesaria glorificación como gran actor de un intérprete del que lo mejor que puede decirse es que cuando resulta anodino es soportable (Michael Keaton) y una fatigosa epopeya que es mínima, leve, endogámica, con todos los tics que Iñárritu ha ido acumulando y exacerbando.

-BOYHOOD:

   Una lección de fidelidad, de compromiso, de fe en una persona, en un proyecto, en una idea, una película que quedará en la memoria y en la historia más por lo que se supone, por lo que significa, por lo que representa, por lo que hay detrás de su realización que por lo que puede verse en pantalla. Un ejercicio de estilo que consigue resultar sencillo, que no engola, que no envara, pero que en el camino pierde pulso narrativo y se queda entre dos aguas, con tendencia a lo cansino, sin imprimir un aliento vital a sus imágenes. 

-EL FRANCOTIRADOR:

   Clint Eastwood ha vuelto a demostrar que es uno de los pocos cineastas de aliento clásico que aún nos quedan, ha vuelto a reinventarse y a sorprender, sigue siendo ese trabajador inquieto e infatigable que ha sabido construirse una trayectoria muy sólida (con las lógicas arritmias que la creatividad sufre). En contra de lo esperado por la temática y el tono empleado para narrar la historia, este título le ha reconciliado con la taquilla (lo que quiere decir que el público le ha devuelto el crédito –en realidad, se lo ha revalidado y ampliado, nunca le ha dado la espalda clamorosamente) y ha vuelto a tapar muchas bocas, esas que sólo saben proferir prejuicios o interpretaciones sesgadas de la figura pública de un artista que, sin esconder sus preferencias, sus opiniones, su voto, ha demostrado y demuestra más ecuanimidad, más talante democrático, más apertura de miras, más progresía que muchos de los que le acusan de lo contrario, esos que sólo saben mirar en una dirección, esos que hablan sin conocer, esos que nos captan las cargas de profundidad que Eastwood ha dejado caer a lo largo del tiempo, su capacidad de análisis y reconocimiento de errores, su disección del American Way of Life, el modo en que subvirtió el género patriótico por antonomasia, la humanidad que anhela y alienta sus filmes. Aunque alargue demasiado algunas secuencias y caiga a veces en reiteraciones, es un placer comprobar cómo no ha perdido temple, sabiduría para sostener el tempo, sobriedad expositiva, habilidad para desasosegar, para dinamitar con mesura pero sin recato cualquier atisbo de triunfalismo, para explorar en el dolor de un héroe que no se siente como tal (un Bradley Cooper estupendo, vibrante, emocionante en su parquedad, en su contención, transmitiendo negruras con un simple cambio de mirada).

-EL GRAN HOTEL BUDAPEST:
   
 Una virguería visual, una portentosa dirección artística, un colorido bien jugado y combinado, un juguete en la línea característica de Wes Anderson que se va agrietando según avanza el metraje, dejando claro que el guión es sólo un punto de partida, que muy pronto se deja atrás la inspiración encontrada en el magnífico escritor Stefan Zweig para repetir hallazgos, gracietas, ocurrencias indistinguibles de otras anteriores, acumulando sin freno, sin decelerar para coger nuevo impulso, desperdiciando la oportunidad de conseguir una obra más compacta y sólida, simpática en su ausencia de ínfulas, divertida por su falta de prejuicios, entrañable por el espíritu jocoso que destila, sorpresiva a ratos, pero con la columna vertebral de un suflé.

-THE IMITATION GAME:

   Un mecanismo de relojería perfectamente engrasado, una maquinaria precisa que sabe dar utilidad a cada una de sus piezas, una película que combina tonos e incluso géneros con gran habilidad para cautivar al espectador desde los primeros planos, una cinta elegante que no evita ni esconde el drama sufrido, la violencia ejercida, el ensañamiento del que fue objeto Alan Turing, el genial inventor, el brillante matemático, el lógico implacable con la cerrazón, con lo convencional, con lo establecido, el cerebro que fue capaz de descifrar lo indescifrable, el homosexual condenado porque las leyes prohibían amar a alguien del mismo sexo (y no hay que remontarse muy atrás ni irse muy lejos). Uno de esos filmes que devuelve la esperanza, que reconcilia con el séptimo arte, que hace olvidar tantas decepciones vividas en un patio de butacas, que destierra los muchos sinsabores que se experimentan cada temporada.

-SELMA:
  
 Una película que hace recordar los años en que uno comenzaba a ser espectador y esperaba impaciente que llegasen los títulos nominados al Oscar, esos filmes que hablaban de personas reales, de sucesos más o menos conocidos (o que se descubrían de ese modo), que nos removían, que nos provocaban/despertaban inquietudes, preguntas, curiosidades, que nos transformaban, que se salían de la pantalla. Y aunque a ratos es excesivamente documental (en el sentido de aséptica, de expositiva, de evitar las emociones más de lo debido), Selma es una digna heredera de un puñado de experiencias poderosas vividas en una sala, un alegato que por desgracia aún tiene demasiado sentido, todavía es pertinente, posee más vigencia de la que algunos piensan y otros pregonan, de la que a la mayoría nos gustaría (o debería hacerlo); conducida con brío por Ava DuVernay, hubiese merecido mayor presencia en las candidaturas (parece de chiste que compita por el premio gordo cuando sólo opta a otro Oscar –canción original-), en especial en lo que se refiere a su protagonista, un estupendo David Oyelowo, cuyo olvido es aún más lapidario si se piensa que, pudiera decirse, su hueco lo ocupa el patético Steve Carell haciendo algo que hay quien considera interpretación.

-LA TEORÍA DEL TODO:

  De nuevo la escuela británica imponiéndose, demostrando sus capacidades, extrayendo oro de un material que podría despeñarse por la sensiblería más estomagante o por el intelectualismo más desaforado y restrictivo, dosificando tonos para que la mezcla tenga las dosis precisas de cada elemento y conformar una cinta gozosa, lo que hubiera podido ser Una mente maravillosa (2001) de haber caído en otras manos (especialmente en lo que se refiere a dirección y guión, apartados premiados con un Oscar en una ya lejana –y olvidable en lo que a ellos se refiere- ceremonia que coronó a Ron Howard y Akiva Goldsman con sendas estatuillas). 

-WHIPLASH:

   Es un cortometraje estirado más allá de lo soportable, es como una melodía que sólo tuviese un estribillo que a ratos es pegadizo pero que termina pareciendo de lo más ratonero a fuer de repetirse hasta la saciedad. Una cinta de mensaje perverso, una asunción sin tapujos de la execrable sentencia “la letra con sangre entra”, filme manipulador que quiere ser una loa al necesario esfuerzo, a la entrega, al estudio, al sudor que hace falta pagar para alcanzar nuestros sueños, intentando desarrollar empatía y comprensión con un castrador, un sádico, un falso pedagogo, uno de tantos considerados profesores (jamás maestros) que han derribado vocaciones, que han anulado pulsiones, que han puesto barreras infranqueables en el camino a tantos estudiantes (porque ser exigente, realista, no poner lechos de rosas, no regalar los oídos, enseñar disciplina no implica hundir en la miseria, golpear emocionalmente, ahogar en la depresión, abatir al alumno). Y en ese enfrentamiento, por mucho que todos los parabienes se los esté llevando J. K. Simmons (quien cumple, pero tampoco puede ir más allá con el material que le entregan), el triunfo es de Miles Teller, al que habrá que seguir la pista (lo que no será muy difícil, puesto que será el nuevo Mr. Fantástico en el título que intentará revitalizar la saga –aunque en realidad volveremos al principio en ese círculo vicioso del que Hollywood no sabe salir en demasiadas ocasiones-).  

lunes, 16 de febrero de 2015

DIRECTORES NOMINADOS OSCAR 2014: SIEMPRE NOS QUEDARÁN LOS BRITÁNICOS (AUNQUE NO LO SEAN)



  

 Aunque algunos simplistas tiendan a decir tres o cuatro frases hechas y a darlo todo por hecho, resulta difícil concretar cómo ha de ser una dirección para merecer un lugar en la final de los Oscar y llevarse el gato al agua: depende de cómo se haya dado el año, de lo que se vea bien premiar en ese momento, a veces de la trayectoria del galardonado, otras del nombre adquirido o de la novedad aportada, imposible trazar un retrato robot porque no se puede resumir en la misma sentencia lo que supuso el triunfo de Steven Spielberg con La lista de Schindler (1993), las cuatro estatuillas del maestro John Ford (ninguna por un western, por cierto), por qué George Stevens fue el único que hizo diana el año en que Gigante (1956) competía con diez candidaturas y, dentro del mismo análisis, cómo es que Alfred Hitchcock (por citar un solo nombre entre tantos históricos olvidos, ninguneos o demás cegueras) jamás vio recompensado su talento. Por lo tanto, como otras veces, pasemos revista, de uno en uno, a los cinco nominados de esta edición en la categoría de mejor dirección, esbozando sus personalidades, dando un primer apunte, dejando lo demás para el comentario relativo a los filmes seleccionados para optar al premio gordo:
WES ANDERSON POR EL GRAN HOTEL BUDAPEST:
   Uno de esos creadores que, a pesar de contar con el aplauso generalizado de la crítica y con la (supuesta) admiración de la industria, con un bien ganado prestigio entre la profesión, siempre quedaba un tanto relegado a la hora de hacerse un hueco entre los candidatos al Oscar, mencionado sólo como guionista o como autor de una estupenda y sorprendente cinta de animación que hubiese merecido mejor fortuna, no sólo a la hora de cosechar nominaciones: Fantástico Sr. Fox (2009). Por fin ve recompensados sus esfuerzos (y llega, además, muy respaldado por el Globo de Oro a la mejor comedia y/o musical del año) gracias a una cinta que inició su carrera comercial con la fortuna de obtener el Gran Premio del Jurado en el Festival de Berlín de 2014, una de esas locuras visuales que sabe trenzar con brío, uno de esos vehículos para su abracadabrante estilo, una constante caja de sorpresas que termina deviniendo en lo repetitivo y lo hueco (el guión es demasiado esquemático, lo cifra todo a la complicidad de los espectadores, se dirige a los incondicionales), un envoltorio muy elaborado que no fatiga la pupila, sabiendo ser barroco sin resultar histriónico, pero perdiendo fuelle según avanza el metraje.
-ALEJANDRO GONZÁLEZ IÑÁRRITU POR BIRDMAN:
   Tras dejar sin aliento con Amores perros (2000), cinta desbordante, a ratos histérica, tremendista sin recato pero con tiempo para la calma tensa del episodio central (esa joya con tintes cortazianos), el cineasta mexicano ha ido acuñando y retorciendo un estilo cada vez más enfático, más falsario, menos creíble, exagerando sus denuncias hasta estrellarse en lo grotesco, lo forzado, subrayando cada secuencia, haciéndose presente en cada toma, imponiéndose a la historia. Con Birdman quiere rizar el rizo de fingir un casi continuo plano secuencia, dejándolo todo en manos de una coreografía que va en contra de la pretendida (y pretenciosa) naturalidad, de la veracidad que reclama, exhibe y glosa como su mayor aporte, creyendo que el ritmo es cuestión de gritos o de movimientos esforzados de cámara, pensando que hemos olvidado a Hitchcock, Wells, Mankiewicz o, muy especialmente, a Cassavetes.
-RICHARD LINKLATER POR BOYHOOD:
   Un cineasta reputado, un nombre al que siempre suele etiquetarse como creador, innovador o adjetivo similar, un director cuyo mayor mérito es saber desaparecer, desarrollar un estilo personal que no se percibe, que sobrevuela, que imprime carácter sin opacar (todo lo contrario a su máximo competidor en esta noche, es decir, al anteriormente citado Iñárritu –aunque parece que las apuestas se han inclinado a su favor, lo que es todo un alivio porque, al menos, se está premiando a un artesano, a alguien capaz de dar forma a lo volátil, a lo etéreo, a lo anecdótico, sin abandonar la sencillez expositiva y formal), un artista inquieto al que se está aplaudiendo y glorificando por una idea, un esfuerzo, un canto a la fidelidad, lo que se quiere, pero no por auténticos méritos cinematográficos (los que sí quedaban claros en Antes de amanecer (1995) y, aunque en menor medida, en sus dos secuelas). Dejándose llevar por su empeño en reflejar las rutinas de la vida, los momentos vacíos o intrascendentes, la ausencia de lo extraordinario (lo que sin duda consigue, no como en Bridman), olvida que eso debe narrarse (lo que se ha hecho en otras ocasiones e incluso con brillantez), que está filmando una película, que debe contar algo, que no se trata de que el espectador lo ponga todo (por reconocimiento o por lejanía).
-BENNET MILLER POR FOXCATCHER:
   Con apenas cinco títulos (dos de ellos, documentales), este neoyorquino se ha labrado un prestigio gracias a Truman Capote (2005) y a su posterior colaboración con el sobrevalorado guionista cinematográfico (lo de televisión es otra cosa) llamado Aaron Sorkin en la agotadora y muy pagada/pegada a un código excesivamente restringido Moneyball (2011). Poseedor de unas ínfulas autorales que superan a las de Iñárritu (el tufillo intelectualoide ahoga las pituitarias del que observa sin dar tregua –al menos el mexicano intenta hacer un cine a pie de calle, obviando las referencias, en parte porque todo lo ofrece como hallazgo o invento propio, pero sin cargar las tintas en ese aspecto-), Miller diseña sus filmes para dejar claro lo mucho que sabe, lo inteligente que es, el subtexto que posee, lo bien que maneja las elipsis (que es, por cierto, lo que con más elegancia y estilo se sabe hacer en Birdman –qué paradoja: justo cuando se deja claro que el plano secuencia es fingido es cuando mejor se explica y menos exagera-), en definitiva, abigarrando la narración, haciéndola compleja a fuerza de negar información, jugar al despiste, consentir que Steve Carell perpetre la que tal vez esté destinada a perpetuarse como peor interpretación del siglo (de éste, del pasado o de los que estén por venir).
-MORTEN TYLDUM POR THE IMITATION GAME:
   Al modo en que hiciera el taiwanés Ang Lee en la esplendorosa, vivificante y mágica Sentido y sensibilidad (1995), continuando el camino trazado por la danesa Lone Scherfig en la contundente y deliciosamente perversa An education (2009) -¡Menudo caramelo envenenado! ¡Qué cargas de profundidad sabía lanzar!-, el noruego Morten Tyldum sabe captar esencias, recoger tradiciones, mimetizarse con un estilo y una manera de hacer a priori ajenos para construir una película bendita, asombrosa, necesaria y cautivadoramente británica, un prodigio de elegancia, buen gusto, sabiduría para narrar una historia compleja, con muchas aristas, con diferentes tonos, alternándolos con maestría, dotando a la narración de un empuje y una capacidad hipnótica que la transforman en una de las experiencias más gratificantes que pueda vivir un espectador en estos momentos.