Tan sólo por cerrar el círculo, por trazar una panorámica lo más
completa posible, ahora que el paso de los días ha afianzado en mi ánimo las
sensaciones vividas durante la emisión de la ceremonia (y algunas otras que, en
realidad, ya lo estaban desde antes), es buen momento para pasar revista a lo
sucedido en la gala de entrega de los premios Oscar, confirmando, como tantas
veces (la vida es así de cruelmente jocosa, de irónica, disfruta baqueteando
nuestro corazón), que no conviene desear demasiado las cosas ya que cuando
suceden se alejan mucho del paraíso imaginado. Había una especie de clamor
popular, un runrún entre los amantes del mundo del espectáculo, una petición
que cobraba fuerza cada año por estas fechas (o por las inmediatamente anteriores
al anuncio de quién sería el maestro de ceremonias en esa ocasión), el ruego de
muchos aficionados y admiradores del probado talento del intérprete para que
Neil Patrick Harris tomase el timón y llevase a buen puerto este caramelo
envenenado con el que no saben qué hacer, en el sentido de dar bandazos
intentando atraer/cautivar/interesar a un público que se mantiene al margen,
olvidando su audiencia (millonaria) potencial, la de tantos que sólo quieren
divertirse, regocijarse, reencontrarse con ese aroma clásico de Hollywood, con
lo que a muchos les resulta trasnochado, cansino, con olor a naftalina, esos
que nunca van a dar su brazo a torcer, esos que generalizan sin misericordia
pero tanto barullo arman, tanto se hacen notar, tanto fustigan a los Oscar pero
no sólo saben vivir en torno a ellos, esos que son más fieles que los que cada
año ponemos un círculo rojo en torno al último domingo de febrero, esos que no
señalan el devenir ni el éxito de algo porque jamás van a reconocer sus
bondades (por mucho que haya quien, como tantas veces me gusta recordar,
escribe o habla como si no hubiese un historial, una hemeroteca, un archivo, un
pasado, esos capaces de dar la vuelta a su argumento con un cinismo impecable e
intentar hacer creer que siempre vaticinaron lo contrario de lo que auguraban,
pueden rastrearse sus impresiones año tras año, temporada tras temporada, para
comprobar que, lo hagan como lo hagan, premien a quien premien, Hollywood es lo
peor –por lo tanto, en esta ocasión que ha triunfado la favorita de tantos,
aunque algunos ya empiezan a escurrirse en favor de la descabalgada Boyhood, cosechadora de grandes críticas
desde su estreno pero a la que ahora algunos están engrandeciendo más por ser
la defenestrada, todo en aras de sostener y no enmendar el discursito que tan
aprendido tienen, ese que demuestra desconocimiento, ignorancia, prejuicios y
tantas carencias más, siguiendo su sonsonete habrá que colegir que a Birdman también le cuadran los cuatro adjetivos
con que suelen despechar cualquier film recompensado con el Oscar a la mejor
cinta del año-).
El número inicial ya hizo presagiar el desencanto porque, a pesar de su
virguería formal, de su apabullante realización, del fastuoso y espléndido
escenario (dos elementos –realización y escenario- que destacaron por méritos
propios durante las excesivamente largas tres horas y media de ceremonia), supo
un tanto a poco, dejó con la miel en los labios, terminó casi cuando parecía
que lo mejor estaba por llegar, la versatilidad y abundancia de recursos de
Harris apenas habían tenido ocasión de asomar tímidamente (por mucho que la
esplendorosa voz de Anna Kendrick, descubierta gracias a la estupenda Into the Woods, fuese un buen
acompañamiento –Jack Black estuvo en su línea más irritante, aunque al menos
demostró tener buen fuelle para berrear a gran velocidad sin perder dicción-)
y, para colmo, el habitual monólogo de bienvenida quedaba reducido a cuatro
frases rápidas, rehuyendo la oportunidad de lucir el rápido ingenio que tan
buenos resultados da (cuando se posee) en este tipo de retransmisiones, ese que
brilló por su ausencia en sus intervenciones desde la platea, esos momentos en
los que tanto se echó de menos a Ellen DeGeneres o a Billy Cristal –y uno no es
demasiado fan de este señor, pero eso no es óbice para dejar de reconocer sus
indudables facultades-, limitándose la mayoría de las veces en dar paso a los
presentadores de cada premio o demás intervinientes, estirando hasta la
saciedad un supuesto e innecesario gag sobre unas predicciones custodiadas por
la sonriente Octavia Spencer, acertando en la parodia sobre la que precisamente
sería la triunfadora la noche, uniéndola a otra de las nominadas (Whiplash), en un tono y pertinencia que
hubiesen sido adecuados y de agradecer para el resto de candidatas, momentos en
los que tal vez hubiese podido destapar el tarro de sus esencias, más allá de
presumir de cuerpazo (momento, por cierto, muy criticado por los de siempre,
los que ven resúmenes o fotos y no galas pero no dejan de soltar diatribas, los
que descontextualizan porque no conocen, los que parecen olvidar aquello que
dicen adorar –es decir, Birdman-). En
vista de los resultados de audiencia (al fin y al cabo es una noche para vender
espacios publicitarios), tal vez no volvamos a ver a Neil Patrick Harris en
este mismo cometido, pero, por agarrarnos a un deseo positivo, recordemos que
Ellen estuvo muy por debajo de lo esperado, de su tono habitual, de su
campechanía irresistible, de su carisma embriagador, el primer año en que
asumió las funciones de maestra de ceremonias, mientras que en la siguiente
ocasión (hace apenas 365 días) nos regaló momentos impagables e inolvidables,
convirtió en cómplices a los allí sentados y a los congregados al otro lado de
la pantalla.
En lo demás, puesto que de las cintas candidatas, de las
interpretaciones escogidas y de las que se alzaron con galardones, de los
nominados principales ya se ha hablado con profusión en este blog, sólo añadir
que Patricia Arquette mereció el premio sólo por su encendido y necesario
discurso (al que la enorme Meryl Streep, siempre entregada, siempre activa y
activista, siempre en primera línea, siempre dando ejemplo, siempre fabulosa,
puso un grano de arena que se convirtió en toda una playa ante la repercusión
alcanzada en las redes sociales por su grito, su clamor de apoyo) y fue un
placer ver a Eddie Redmayne y Julianne Moore (quienes, por cierto, habían
coincidido en aquel engendro conocido como Savage
Grace (2007), uno de esos títulos que uno preferiría que jamás se hubiesen
rodado, al menos tal y como lo vimos en pantalla) alzarse con el triunfo por dos
interpretaciones abracadabrantes que pasan a los anales y que se seguirán
estudiando y admirando dentro de muchos años (ya que Benedict Cumberbatch y
Marion Cotillard eran caballos perdedores de antemano, que al menos los
galardonados merezcan la pena –y de qué modo-). Y, equilibrando en parte la
balanza, tras el inesperado resultado de la noche (por mucho que ahora se
afirme lo contrario, sólo Murakami parecía tener claro que el reparto de
premios iba a cifrarse en el éxito clamoroso de Birdman sobre Boyhood y
no al revés –o en una distribución un tanto más equitativa-), fue un gozo que The Imitation Game arañase una
estatuilla, precisamente la que reconoce el considerado mejor guión adaptado
del año (el modo en que la historia se ha construido para ser trasladada a
imágenes, la manera en que se dibuja a los personajes, la elegancia que recorre
cada frase, la magnífica alternancia de tonos, sólo con esa columna vertebral
podía levantarse un edifico tan soberbiamente acabado), y toda una sorpresa
descubrir que su autor es un debutante en el largometraje (un par de cortos y
un episodio de una serie de televisión eran sus créditos hasta el momento), Graham
Moore, un joven autor que puso en pie y provocó lágrimas y ovaciones con uno de
los discursos más honestos, valientes y apabullantemente sencillos que puedan
esgrimirse, un ejemplo que muchos deberían seguir, un canto a la diferencia, a
la humanidad, al valor de cada persona por ser quien es, derribando barreras,
desterrando estigmas, cercenando dedos acusadores con unas cuantas palabras,
bajando de pedestales morales a los que aupados a los mismos demuestran su
bajeza de alma, olvidan las doctrinas que intentan imponer, avergüenzan a ese
en cuyo nombre dicen actuar (sea quien sea, venga de donde venga, reine donde
reine).
Por fortuna, hubo tiempo para reír con la canción de La Lego película (con esos Oscar hechos
con piezas del juego que tanto ídem dieron a los que saben involucrarse en las
ceremonias –de Meryl Streep a Channing Tatum, pasando por Emma Stone y el
propio Clint Eastwood-), para dejarse llevar por los vientos de libertad y
orgullo que insufla la letra de Glory (encumbrada
como mejor canción desde Selma) y
para volver a ser niño gracias a la adorada e inmortal partitura que Rodgers y
Hammerstein titularon The Sound of Music,
momento triunfal para una asombrosa Lady Gaga, capaz de llegar a la tesitura de
la inolvidable Julie Andrews, aparición emocionante e incluso sobrecogedora al
término de la espléndida actuación de la diva del pop (y es que de eso se
trata, señores: es un programa de televisión, una cita para los amantes del
cine, para los que seguimos conteniendo el aliento cuando se apagan las luces
de la sala, para los que hemos aprendido a amar tantas imágenes casi antes de
ponerles nombre, para los que sólo necesitamos el primer golpe de orquesta y el
resto de la ensoñación forma parte de nuestro aliento). Y, además, esos
comentaristas del Plus, ese Carlos del Amor últimamente ubicuo, pagado de sí
mismo, haciendo pausas interminables y erróneas porque no aportan énfasis (el
que intenta imprimir a cada palabra, engolando tono y pronunciación), diciendo
que otros años los Oscar de Honor se recogían “en el patio de butacas” (y lo
repitió un par de veces, o sea, para él nunca ha habido escenario), no sabiendo
corregir las muchas inexactitudes e incoherencias de su compañero de mesa, el
impagable Carlos Marañón, ese señor que ni siquiera sabe los datos necesarios
aunque los tenga escritos, el que niega el premio que Robert Duvall obtuvo por Gracias y favores (1983) y se queda tan
ancho, el que estaba dormido, mirando al suelo, aburrido pero sin abandonar su
sonrisilla fatua, el mismo tufillo que destilan las páginas de la publicación
que dirige, esa en la que se ha publicado, por ejemplo (si bien es cierto que
antes de que él la dirigiese, pero el contenido tampoco ha mejorado), que
Elizabeth Taylor y Richard Burton se conocieron durante el rodaje de Ben-Hur (1959) o que Humphrey Bogart
nunca ganó un Oscar; y, en medio de ambos, una Leticia Dolera perdida,
desangelada, convencida como los demás de que, entre lo de Alfonso Cuarón el año
pasado y lo de Alejandro González Iñárritu éste, el cine mexicano sigue
triunfando cuando, en realidad, Hollywood (y otras instituciones, círculos y
demás) premia a mexicanos que trabajan allí (lo que no es exactamente lo mismo),
mientras que el país con el que comparten frontera sigue sin tener una
estatuilla en la categoría de mejor película de habla no inglesa. A pesar de
todo, el espectador impenitente cruza los dedos para que el año que viene todo
mejore (gala y cosecha, porque lo del Plus ya se sabe que no tiene arreglo).