martes, 26 de marzo de 2013

"OZ, UN MUNDO DE FANTASÍA": LA MAGIA EXISTE


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Oz the Great and Powerful DIRECCIÓN: Sam Raimi GUIÓN: Mitchell Kapner, David Lindsay-Abaire (basado en la obra de L. Frank Baum) MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Peter Deming MONTAJE: Bob Murawski REPARTO: James Franco, Mila Kunis, Rachel Weisz, Michelle Williams, Zach Braff


   La imaginación es ese territorio siempre por explorar, ese instinto que busca permanentemente estímulos, ese anhelo que nunca se sacia, ese impulso que se mantiene alerta incluso aunque lo aletarguemos o durmamos, esa comezón que tiene mucho que ver con el niño que fuimos, con la curiosidad por conocerlo todo, por el afán por seguir descubriendo, por la pasión por imaginar, por el deseo de que existan otros mundos, otras realidades, otras razas, otras maneras de vivir, por muy falsas que sepamos que son, por muy ficticias que resulten, necesitamos ampliar horizontes, saber que nuestra vida cotidiana puede albergar todas las posibles y las imposibles, que desde nuestra habitación, que en el salón de casa, en cualquier parte, podemos vislumbrar la estrella que indica la ruta hacia el País de Nunca Jamás, formar parte de la tripulación del Nautilus, compartir una merienda con un hobbit, fabular sobre lo que pasó hace mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana, sentirnos partícipes de una historia interminable que precisa del lector dentro de sí para buscar su conclusión; y, además, vamos aprendiendo que precisamos de su concurso (o sea, del de la imaginación) también en el día a día, no en vano el DRAE sanciona como cuarta acepción de la palabra la “facilidad para formar nuevas ideas, nuevos proyectos, etc.”, es decir, que alguien que lo quiere todo masticado, todo tangible, que no es capaz de ver más allá de sus narices, que se define como “realista” como si el adjetivo supusiera una cualidad que lo diferencia y lo hace mejor, termina por parecernos una persona plana, previsible, con poca capacidad para el entusiasmo, la diversión o la aventura (claro que es malo estar todo el día en las nubes o imitar a Alonso Quijano y confundir las cosas, pero lo contrario, al menos para uno que nació cinéfilo y ratón de biblioteca, supone perderse demasiado, especialmente la propia y permanente sorpresa que es vivir y el cosquilleo cómplice que se experimenta cuando una nueva historia –un nuevo escenario, otro mundo- pasa a formar parte de tu imaginario).

   Uno, que al margen de lo reseñado antes, también tuvo la suerte de ser visitante asiduo de los cines de barrio que alternaban y mezclaban reposiciones de los títulos que habían sido éxito en el centro de la ciudad con la recuperación de clásicos en blanco y negro o con reestrenos de grandes clásicos, se dejó hipnotizar muy pronto por lo que cobraba vida cuando se apagaban las luces de la sala y se iluminaba la pantalla blanca, creyendo que la historia pasaba ante sus ojos por primera vez (y cuando comprendió el mecanismo, se engañó –y aún lo hace- más de una vez para revivir determinadas emociones en estado puro) y descubriendo que las fronteras no existen, que por muy lejos que se dibuje un horizonte siempre puede alcanzarse con la fuerza que imprime la ficción, que por mucho que sepas o conozcas nunca llegarás al final, que el reino más fabuloso está a tu alcance. Y en ese sentido, aunque sabía más de lo debido porque ya había leído y visto muchos documentales sobre el tema, un servidor visionó por primera vez El mago de Oz (1939) en uno de aquellos cines enormes de antaño, con un patio de butacas que diríase podía albergar a la barriada completa y, a pesar de ello, se llenaba tarde tras tarde y en más de una oportunidad sólo una larga cola y toneladas de paciencia (nada más lejos de la realidad: todo era un saltar, menearse, morderse las uñas, intentar atisbar el final de la espera) garantizaban una butaca, con lo que la apetencia, la necesidad de una buena dosis de disfrute se agudizaba y, acuciado por ese corazón a punto de abandonar la caja torácica, los ojos parecían salirse del rostro para anidar en los fotogramas que, en esta ocasión, narraban la historia de Dorothy, la niña que vive en Kansas, en blanco y negro, hasta que un tornado la lleva con casa y todo y la única compañía de su perro Totó hasta ese fabuloso lugar con los colores de la MGM más plenos y alegres que nunca en el que el mejor mago del mundo concede todos los deseos y resuelve todos los problemas. ¿Cómo no adorar ese reino salido de la imaginación (¡Gracias sean dadas a tantos adultos que siguen alimentando el niño que anida en nuestro corazón!) de L. Frank Baum?

   Y tiempo después llegó Gregory Maguire, pero sobre todo la adaptación musical del primer volumen de su saga sobre el mundo de OZ (es decir, Wicked), para sentirse más partícipe que nunca de ese reino, puesto que hubiese podido tocarse con alargar el brazo a lo Mr. Fantástico, ya que la acción sucedía en tiempo real, delante del público, puesto que hablamos de teatro. Aunque más de uno utilizará el argumento contrario (es decir, falta de creatividad, poco o ningún ingenio), la nueva película de Sam Raimi viene a demostrar que Oz aún puede reportar muchas satisfacciones y que sigue siendo posible sentir que una varita mágica toca nuestras cabezas y el polvo de hadas (como aprendimos gracias a Peter Pan) nos posibilita volar, elevarnos, olvidar quiénes somos y dónde estamos sentados y, al mismo tiempo, viene a dejar claro que el director no ha perdido su capacidad de fabulación ni su facilidad para la comicidad, sin adocenarse, repetirse o convertirse en su propia caricatura. Convertido en un nombre de culto gracias a Posesión infernal (1981) –título al que, sin duda, el paso del tiempo ha hecho un flaquísimo favor, pero que a pesar de todo conserva secuencias escalofriantes y un cierto encanto por su falta de pretensiones y su carácter casi experimental, por no decir de experimento-, Raimi fue añadiendo toques de humor combinados con truculencias, sin atender a la mesura, desbarrando sin posibilidad de frenada ante el clamor de sus fans, hasta conformar una trilogía con Terroríficamente muertos (1987) y El ejército de las tinieblas (1992), dando muestras totales de su falta de inspiración y repitiendo viejos chistes en Arrástrame al infierno (2009); entre medias, al margen de algún filme que mejor no citar, queda otra trilogía, la centrada en Spiderman, el hombre araña, cuya mejor entrega es la segunda (la más divertida, la más rápida, la más fiel al cómic sin necesidad de histrionismos visuales ni afán de contentar a todos y, al mismo tiempo, la más personal –algo de lo que sólo pudo ofrecer un boceto durante la presentación del personaje en la primera película-), aunque ya vendría The Amazing Spider-Man (2012) para que, incluso, echásemos de menos a Tobey Maguire (¡Ese Andrew Garfield que va a repetir en el rol del superhéroe!). Pero en este somero repaso por la filmografía de Sam Raimi, hemos de detenernos en una joya que muchos han olvidado, otros no conocen y la mayoría menosprecia porque no respondía al esquema que ellos tienen sobre su cine: Un plan sencillo (1998), un prodigio de creación de atmósfera, de graduación de tensión, de atrapar a público y personajes, de cómo resultar agobiante y claustrofóbico sin ser irritante o caer en la redundancia, un absoluto hito que, aunque pueda sonar extraño, emparenta muy bien con este Oz, un mundo de fantasía.

   Es cierto que juega con la baza del conocimiento previo, de la complicidad, de lo reconocible, pero Raimi no pierde de vista a las nuevas generaciones, a los que apenas saben que hubo una niña que se empeñó en encontrar la tierra más allá del arco iris de la que tuvo noticia por una nana, a los más pequeños, pero sabe contentar a todos, sin tratar a los niños como simples (el error de tanto producto prefabricado, la infantilización absurda que incluso a ellos espanta), sin recurrir a la nostalgia, ahora bien, despertándola, avivando nuestros recuerdos, dejándonos llevar por una de esas películas de siempre (no “de antes”, como dicen algunos en tono peyorativo), sin edad, sin época, una manera de narrar que funcionará siempre, siempre y cuando se haga con honestidad, con mimo, con la misma ilusión que sabe instalar en el ánimo del espectador. James Franco, que ya ha demostrado en varias ocasiones que es mucho mejor actor de lo que se le reconoce (sobre todo tras su nada afortunada presentación de los Oscar, que es lo único que algunos recuerdan cuando se le nombra), ofrece todo su carisma, su sonrisa picarona, su permanente coqueteo con la cámara, para dar vida al mago de Oz antes de serlo, consiguiendo una interpretación muy controlada precisamente porque tiene que estar en pose, lleno de aspavientos, casi todo el metraje y logra que esa sea la forma natural de comportarse que tiene su personaje. Junto a él, tres muy buenas actrices (Rachel Weisz, Michelle Williams y Mila Kunis) al total servicio del conjunto, sin excederse ni preocuparse de la imagen que ofrezcan, coadyuvando a que la fantasía sea real.

   Aunque se le puede achacar que no haga algún guiño claro al clásico de Victor Fleming, o sea, a aquella Dorothy a la que aún queda mucho para llegar a Oz (tan sólo dos o tres atisbos y hay que hilar muy fino o andar muy espabilado para captarlos), Raimi orquesta la película con gran precisión, utilizando con sabiduría las tres dimensiones, haciendo palpable, auténtico, el mundo mágico en que transcurre la historia, manejando con soltura los efectos especiales (muy especialmente los relativos a Finley, el mono, y a la muñeca de porcelana) para que, precisamente, el truco no sea evidente y no se meriende lo que le rodea, integrando los actores con las creaciones por ordenador para que conformen un todo. Es, sin duda, toda una experiencia, una alegría continua, un disfrute, una tranquilidad, saber que aún nos quedan lugares con un cielo muy azul en el que pueden hacerse realidad todos aquellos sueños que nos atrevamos a soñar.   

sábado, 23 de marzo de 2013

"UN ASUNTO REAL": EN TODAS LAS CORTES CUECEN HABAS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: En kongelif affaere DIRECCIÓN: Nikolaj Arcel GUIÓN: Rasmus Heisterberg, Nikolaj Arcel (basado en la novela Prinsesse af blodet de Bodil Steensen-Leth) MÚSICA: Cyrille Aufort, Gabriel Yared FOTOGRAFÍA: Rasmus Videbaek MONTAJE: Kasper Leick, Mikkel E. G. Nielsen REPARTO: Alicia Vikander, Mads Mikkelsen, Mikkel Boe Folsgaard, Trine Dyrholm, David Dencik


   Cuando se anuncia una nueva película de época (esa extraña etiqueta que aglutina títulos muy dispares y que hablan de diferentes periodos históricos) hay una parte del público que arruga instintivamente la nariz, ya que asocia ese podríamos decir subgénero con el aburrimiento, el estatismo, obras sólo preocupadas del envoltorio, de la dirección artística, de la apariencia; como en tantas ocasiones, generalizar oculta la variedad de tonos que cada cineasta imprime a un filme de este tipo, ya que resulta obvio que muy poco tienen que ver entre sí (más allá del marco que les cobija) La inglesa y el duque (2001) de Eric Rohmer, Un hombre para la eternidad (1966) de Fred Zinnemann, Las amistades peligrosas (1988) de Stephen Frears e incluso Locura de amor (1948) de Juan de Orduña (que, por cierto, sigue dando baños a la hora de planificar y rodar a mucho que se jacta de no hacer “cine de cartón piedra” –y no va por Vicente Aranda, aunque su Juana la Loca (2011) no se desprenda en ningún momento de un anquilosamiento que la convierte en un producto intragable-. Precisamente pensando en esta reacción, son muchos los cineastas que cuando se acercan al cine histórico, incluso recreando una época reciente, intentan huir de todas las rémoras asociadas al mismo (en ocasiones injustamente o transformando en negativo lo que es seña de identidad) y para no ser menospreciados se empeñan a toda costa en pervertir el género, en evitar el preciosismo (y hacen bien porque es muy difícil ser Luchino Visconti –pero ya llegaremos en su momento a Anna Karenina (2012) para encontrarle heredero-), incluso en buscar ex profeso lo feo, lo antiestético, todo lo que no parezca un remedo de lo ya rodado antes, cualquier elemento susceptible de ser menospreciado como “antiguo”, “de otra época”, y, de este modo, tropezamos con Tom Hooper afeando El discurso del rey (2010) –y obteniendo por ello un Oscar-, como ya hiciese con algunas partes de la miniserie Elizabeth I (2005) –olvidando el ejemplo de su compatriota Stephen Frears- o con la muy aplaudida, reflejo de la grandeur francesa (dejemos la palabra original y pronunciémosla con gesto altivo y levantando el mentón –como la diría la siempre altiva Valerie Tasso, no en vano procede de aquel país- para comprender mejor lo que se intenta explicar), Adiós a la reina (2012), mareante y confusa narración que busca a toda costa un valor artístico e intelectual, diferenciarse de cintas anteriores y contemporáneas, sin darse cuenta (como admirablemente consiguió Sofia Coppola en su María Antonieta (2006)) de que el escenario es importante para definir a determinados personajes nacidos entre almohadones y que se pueden aportar nuevos bríos (e incluso música del siglo XXI) armonizando elementos dispares y a priori antitéticos –y ahí es donde se demuestra la personalidad y el talento artísticos-.

   Sin miedo a que la película pueda ser catalogada como lo que en realidad es, sin temblarle el pulso por recoger el aliento y la manera de hacer de precursores en la materia, Nikolaj Arcel (a quien, según parece, han ofrecido dirigir la nueva versión de Rebeca (1940) –y uno se pregunta por qué, a pesar de los méritos demostrados-) nos ofrece en Un asunto real un catálogo de cómo dirigir cine histórico con elegancia y buen gusto, primando el dibujo de personajes, sin cargar las tintas, mimando el ritmo de la historia, midiendo los tintes melodramáticos para que aporten la tensión y emociones debidas. Ya sabemos que el cine siempre ha reinventado la Historia a su conveniencia, pero dejando fuera mentiras clamorosas, adjudicaciones de victorias, guiones claramente propagandísticos, uno se interesa por determinados personajes cuando los ve actuar en, por ejemplo, El león en invierno (1968) o Ana de los mil días (1969), es decir, cuando se sabe contar, dar entidad a los seres reales que fueron, insuflar verdad a los meros datos de un libro; eso sucede en este caso, puesto que, al menos en España (y a buen seguro en gran parte de los países a los que el filme ha llegado), el nombre de Christian VII de Dinamarca sólo suena a eso, a monarca de aquel país, y después del visionado de esta cinta, tenemos conocimiento de un suceso terrible que, por desgracia, era de lo más natural y cotidiano en el siglo XVIII (y antes y después), cuando las mujeres eran la moneda de cambio para mantener o conseguir tronos y que, sin tener que recurrir a cunas tan altas, tiene su correlación y continuidad en el mundo pretendidamente civilizado que habitamos.

   Y si el Festival de Berlín de 2012 (en el que, por cierto, también competía Adiós a la reina -¡Qué caprichoso es el destino!-) acertó al distinguir el guión escrito por el director y Rasmus Heisterberg y la estupenda interpretación de Mikkel Boe Folsgaard en uno de esos roles muy peligrosos porque, de no actuar con mesura, el actor puede quedarse en la caricatura, en el histrionismo, en la exhibición exagerada de supuestas facultades (y él hace lo contrario, llegando a dar pánico en determinados momentos ante lo imprevisible de sus reacciones y lo patente de su locura), aun sabiendo que los grandes festivales no quieren entregar más de dos galardones a un mismo filme, resulta un poco desalentador que no se reconociese la labor de los otros dos protagonistas. Alicia Vikander se mantiene en un difícil y muy plausible equilibrio para no caer en el victimismo, para convencer al espectador con su mirada, con su contención, con un dolor que poco a poco va impregnando el gesto más mínimo, sin dejarse arrastrar por lo fácil, buscando la comprensión y complicidad del que mira, lo que no es óbice para mostrar algunas de las aristas de su carácter (y, de nuevo enfrentados a esas bromas de quien sea, el premio a la mejor actriz se lo arrebató Rachel Mwanza, protagonista de una de las películas con las que Un asunto real compitió por el Oscar que, desde hacía ya mucho tiempo, llevaba el nombre de Amor (2012) grabado en su peana: Rebelle (2012), conocida como War Witch –ya veremos con qué título es estrenada en España el próximo mes de mayo-). Mads Mikkelsen, muy conocido gracias a sus intervenciones en El rey Arturo (2004), Casino Royale (2006) o Furia de titanes (2010) en las que asumió personajes muy planos sin recorrido dramático, deja muy clara su categoría actoral al interpretar desde el minimalismo, otorgando contenido e intención a un leve movimiento de la comisura de sus labios, manteniéndose en un segundo plano pero siendo el soporte de la historia y de su compañera de reparto; de nuevo por esas carambolas del destino, Mikkelsen obtuvo unos meses después del paso de Un asunto real por Berlín el premio al mejor actor en Cannes –precisamente en el mismo certamen en que Amor de Michael Haneke obtenía la Palma de Oro y empezaba a forjar su leyenda- por The Hunt (2012), tal vez el título que, junto a éste, le ayude a quitarse el sambenito de actor europeo que hace de malo en películas de acción hollywoodienses o, al mismo tiempo, consiga que la meca del cine le mire con otros ojos cuando, dentro de unos días, se estrene en televisión Hannibal, la serie en la que hereda el rol de doctor Lecter que el inmenso Anthony Hopkins convirtiese en legendario gracias a esa obra maestra titulada El silencio de los corderos (1991).  

   Se mire por donde se mire, no le faltan a Un asunto real razones y condiciones para convencer y cautivar a un amplio público, bien sea por su carácter de denuncia, por su historia de amor –trágica, intensa y honesta como las de las novelas que aún siguen gustando, como la de la inolvidable Elvira Madigan (1967)-, por sus espléndidas interpretaciones, por la fotografía plena de matices y creadora de atmósfera, por la sabiduría del uso de decorados y vestuario, por una dirección sobria y sin complejos, por no empeñarse en trazar paralelismos con la actualidad, por no remarcar lo obvio, por considerar al público con la suficiente inteligencia para extraer la conclusión que le parezca más oportuna, en definitiva, por una película a la vieja usanza que deja claro qué puede y debe seguir vigente a la hora de filmar y contar una historia, sobre todo si pertenece a la Historia.

martes, 19 de marzo de 2013

"UN PLAN PERFECTO": ¡MENOS LOBOS!


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Gambit DIRECCIÓN: Michael Hoffman GUIÓN: Ethan Coen, Joel Coen MÚSICA: Rolfe Kent FOTOGRAFÍA: Florian Ballhaus MONTAJE: Paul Tothill REPARTO: Colin Firth, Cameron Diaz, Alan Rickman, Tom Courtenay, Stanley Tucci, Cloris Leachman


   Siempre que se quiere señalar la falta de ideas u originalidad de Hollywood se recurre al asunto de los remakes, es decir, las nuevas versiones de títulos que dieron buen rédito, de clásicos incontestables, de géneros que se quieren reinventar, hay ejemplos de todos los tipos y para todos los gustos (dejaremos fuera las continuaciones, sagas, franquicias, series, ya que no es exactamente lo mismo, y prescindiremos de un análisis histórico porque excedería en mucho el objeto de este escrito, pero no conviene perder de vista que, sin recurrir a ello con tanta asiduidad como en los últimos tiempos, el cine se siempre se ha alimentado de sí mismo, es decir, que incluso Howard Hawks filmaba dos versiones de la misma película); resulta difícil una breve introducción al tema, puesto que cada proyecto tiene unos condicionantes, una gestación, unos antecedentes propios, aunque sí querríamos dejar claro que, hablando en general (con lo injusto que resulta), se habla de reverdecer laureles sirviendo al público actual las historias que triunfaron antes, de permitirle acceder y conocer películas que no buscaría en formato doméstico o por las que pasaría con rapidez si se las topase haciendo zapping. Es decir, que se desconfía de la herencia recibida, de lo que ya queda como historia imperecedera del arte, se puede llegar a renegar de obras maestras considerándolas antiguallas, menospreciando a los espectadores porque no se les considera preparados para apreciar las excelencias de lo que gustó a sus padres y abuelos (y más); los mandamases, los que tienen el dinero, deberían replantearse muchas de sus reflexiones (en realidad, deberían hacérselas), puesto que si fuese así no seguirían recurriendo a Shakespeare, a los autores del XIX, a Kerouac, a Scott Fitzgerald (si algo ha pasado de moda, si algo tiene ese sambenito, esa mala fama, no se va a revitalizar por mucho que lo rueden usando las ultimísimas innovaciones tecnológicas o a los actores más deseados), sea para volver a filmar algo ya rodado en su día o ampliando el conocimiento de la obra de un autor al que se considera una buena carta de presentación y no tendríamos que sufrir aberraciones como Psicosis (1998) –Gus Van Sant debió sentirse muy creativo mientras plagiaba todos los planos de Alfred Hitchcock-, ladrillazos intragables como Poseidón (2006) –Wolfgang Petersen decidió anegarnos en bostezos, en lugar de ahogarnos con el sufrimiento de sus personajes- o sufrimientos innecesarios (al menos para el espectador con memoria y con capacidad para mirar hacia atrás y hacia delante) como The Ladykillers (2004). Y aquí debemos detenernos, puesto que llegamos a lo que importa: los hermanos Coen.

   Esta película fue, precisamente, la primera que firmaron los dos como directores (hasta ese momento, sólo Joel aparecía como tal, figurnado Ethan como único productor y compartiendo ambos los créditos como guionistas), aunque desde su debut se habló de ellos como de un autor bicéfalo, sin distinguir las tareas que cada uno asumía o reconocía; aunque despertaron interés muy tempranamente, fue su tercer título, Muerte entre las flores (1990), el que les granjeó prestigio y aplauso generalizado y el que demostró que, siendo muy fieles a una estética, a una tradición, a una manera de hacer –la del cine negro en este caso-, eran capaces de aportar una visión propia, un nervio muy personal, una relectura apasionante con recompensa para el conocedor pero comprensible para el neófito, que no escondía sus referentes pero no se limitaba a tomar prestado. Tras ese logro, empezaron a cristalizar y depurar el estilo y el tono que les habían hecho populares con Sangre fácil (1984) y, especialmente, Arizona Baby (1987) -una comedia desenfrenada, disparatada, excesiva, rocambolesca, repleta de tipos estrambóticos, violenta, chusca, con una perfecta planificación dentro de su apariencia de mero divertimiento rodado entre amigos y como disfrute personal, con una estética descuidada pero sin dejar nada al azar (al menos en lo visual y/o estético)-, aunque cimentaron su mito y aureola de grandes autores con Barton Fink (1991), clásico ejemplo de filme elevado a los altares por aquellos que gustan de creerse más inteligentes y exquisitos que el resto de los mortales (y que obtuvo tres premios en Cannes, incluyendo la Palma de Oro, cuando luego hay jurados que se ponen cicateros para no reconocer las excelencias de determinadas películas. Fargo (1996), con la que consiguieron el Oscar al mejor guión, y sobre todo El gran Lebowski (1998) –infinitamente inferior a la anterior, limitándose a repetir los mejores hallazgos de aquella que se transformaron en chistes privados, imbuidos de complacencia propia con altas dosis de ombliguismo y un humor restringido a sus cofrades- fueron los cimientos definitivos de lo que puede definirse como “el estilo Coen” o, al menos, aquel que goza del beneplácito de muchos fieles, tanto entre la crítica como entre el público, aquel al que recurren una y otra vez cuando les falla la inspiración o el gusto por explorar otros territorios y que nos ha dado cintas tan cansinas e irritantes como Crueldad intolerable (2003) o Quemar después de leer (2008); podría afirmarse que los mejores Coen son aquellos que no pretenden demostrar nada, que no van de nada, y que son capaces de desaparecer en aras de una buena narración y de una película sin aspavientos –de ahí que su glorificación por parte de la Academia de Hollywood fuese con No es país para viejos (2007), modélica traslación a imágenes de la prosa lacónica, certera y raedora del gran Cormac McCarthy-. Y en medio de su producción, va notándose una querencia por regresar a películas de hace años, intentando no se sabe muy bien qué, ya que mejorar El quinteto de la muerte (1955) se antoja tarea imposible y no hay que remitirse de nuevo al despropósito que ellos filmaron con Tom Hanks al frente; con Valor de ley (2010) tuvieron más fortuna, aunque fue alabada en exceso, pero no resultaba demasiado complicado soltar los muchos lastres de la rodada por Henry Hathaway en 1969 –y que valió a John Wayne el Oscar que durante tantos años le negaron, menospreciándole incluso en las nominaciones-. Ahora, aunque sólo como guionistas, han decidido volver sus ojos hacia un título muy menor de los años 60 en el que compartían cabecera de cartel Shirley MacLaine y Michael Caine, conocido en España como Ladrona por amor (1966), para convertirlo en la enésima repetición de sus chanzas más burdas y gruesas.

   Un director tan anodino y al mismo tiempo grandilocuente como Michael Hoffman (consciente de sus limitaciones trata de superarlas inflando cada plano como si fuese trascendental, barroquizando y exagerando sin freno –y por eso estuvo a punto de cargarse la que a día de hoy es, y con mucho, su mejor película gracias al concurso de los intérpretes y el guión: La última estación (2009)-) se limita a ser un vulgar trasunto de los Coen detrás las cámaras, heredando todos sus vicios, sus gracietas visuales, el ritmo tomado de una narración sincopada, sólo preocupada de ir salpicando sin orden ni concierto los gags (o los así pensados, otra cosa es la reacción que obtienen), de subrayar y repetir lo más obvio, lo más básico, de recurrir a dobles sentidos burdos que ya eran cándidos cuando se inventaron, de utilizar sin recato ventosidades y demás escatologías, guasas que no hacen gracia ni a un niño de cinco años. Si a todo ello le sumamos que Cameron Diaz puede hacer todo su repertorio de muecas y gansadas con el que tan feliz es (resulta una lástima que ella misma no se considere mejor comedianta porque lo es o que no se valore más como actriz, porque a la vista están La boda de mi mejor amigo (1997) o Un domingo cualquiera (1999) para demostrarlo), que Alan Rickman saca el peor histrión que lleva dentro, que Tom Courtenay no tiene personaje o que Colin Firth –ese actor capaz de seguir resultando elegante sentado en un retrete al comienzo de Un hombre soltero (2009)- parece haber olvidado lo mucho que sabe sobre interpretación, poco más puede decirse del título más superfluo que encontramos en la cartelera actual, ya que podría ser capaz por sí solo de hundir las brillantes carreras de algunos de sus actores y, a juicio del que escribe, es otra muesca en el alma del espectador que comprueba cómo los Coen llevan demasiado tiempo viviendo de las rentas en lo que al género cómico se refiere.  

sábado, 16 de marzo de 2013

"EL ATLAS DE LAS NUBES": TODO EL UNIVERSO CONOCIDO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Cloud Atlas DIRECCIÓN: Tom Tykwer, Andy Wachowski, Lana Wachowski GUIÓN: Tom Tykwer, Andy Wachowski, Lana Wachowski (basado en la novela homónima de David Mitchell) MÚSICA: Reinhold Heil, Johnny Klimek, Tom Tykwer FOTOGRAFÍA: Frank Griebe, John Toll  MONTAJE: Alexander Berner REPARTO: Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Ben Whishaw, Hugo Weaving, Jim Sturgess, Doona Bae, Susan Sarandon, James D´Arcy, Hugh Grant
 

   Ya que hablábamos el otro día de las narraciones autobiográficas, las que se centran en un momento y un personaje concreto aunque su historia pueda convertirse en el reflejo de muchas, hoy podemos cerrar el círculo de alguna manera (lo maravilloso de la literatura, como de cualquier expresión artística, es que siempre le quedan, nunca mejor dicho, capítulos por escribir) al tener que centrarnos en ese tipo de novelas que quieren constituirse en metáfora y continente del conjunto de  la experiencia humana, con ambición, sin dejar nada fuera (ese es el impulso que movía –siempre es necesario volver a ellos- a muchos de los grandes autores del XIX y por ello detenían la trama principal para dedicar un número ingente de páginas a analizar la sociedad, la política, los términos náuticos, la zoología, lo que tocase –los ejemplos, magistrales ejemplos, no escasean: Tolstoi, Víctor Hugo, Melville, Galdós,…-); da lo mismo que lo hagan desde el realismo, desde la fabulación, desde la mitología inventada o tomada prestada, desde el trazo de una sociedad futura, desde un único volumen o parcelando el relato para que el peso sea soportable a la hora de leer (podríamos recordar a Tolkien, Ursula K. Le Guin, Isaac Asimov, Stephen King, Francisco Casavella, Luis Goytisolo y, por supuesto, George R. R. Martin que aún trabaja en su Canción de amor y fuego, obra que ha anunciado se compondrá de siete tomos de los que ha publicado cinco, y que es más conocida por el título del primero, ya que fue el elegido para su adaptación televisiva: Juego de tronos), son narraciones que buscan su inspiración en los que (a veces con tono peyorativo, otras con sentido admirativo y testimoniando la realidad de su extensión) podemos calificar como “novelones”, aquellas sagas familiares o “novelas-río” que seguían un árbol genealógico a lo largo del tiempo y que nos han dado títulos imprescindibles como Al este del Edén de John Steinbeck o los debidos a Zola o Balzac –cuando algunos quieren ponerse sesudos y elitistas, menosprecian a otros olvidando el verdadero origen de ciertos términos o como lo comercial o directamente popular puede tener altas dosis de calidad-.

   El texto de David Mitchell que inspira la película que hoy nos ocupa formula su particular cosmogonía recuperando una manera determinista de analizar la Historia, estableciendo vasos comunicantes entre personajes separados por siglos, colocando sus piezas como fichas de dominó que inevitablemente golpearán a su consecutiva hasta el desplome final, no dejando nada al azar, buscando siempre una causalidad, un porqué, encontrando una explicación a cualquier suceso, perdiéndose en vericuetos que sólo tienen sentido en la letra impresa, forzando en ocasiones la complicidad del lector, buscando la trascendencia filosófica, desbordando el género en el que a priori pudiera ser enclavado (o los géneros, ya que mezcla la ciencia ficción con la novela de intriga y con la de aventuras). Nadie como los hermanos Wachowski, que se inventaron el futuro de la humanidad en su excesivamente aclamada Matrix (1999), todo un aporte en lo visual que provocó un paso de gigante en el mundo de los efectos especiales, cinta que demostró su vacuidad (aunque dejaba un regusto de interés, interrogantes no resueltos que le conferían una ambigüedad nada desdeñable), su falta de recorrido, cuando se empeñaron en estirar el chicle con dos innecesarias secuelas –Matrix Reloaded (2003) y Matrix Revolutions (2003)-, nadie como ellos para intentar trasladar a la pantalla todo lo que plasma Mitchell, más en un momento en que, con el final de las respectivas sagas protagonizadas por Harry Potter y los vampiros de Crepúsculo (¡Gracias sean dadas a quien corresponda!), se buscan un tanto desesperadamente productos susceptibles de continuaciones, historias que den para varias películas (da igual que estén escritas o no: si la taquilla responde ya inventarán precuelas, secuelas, trilogías o lo que toque) y, aunque los superhéroes o determinadas franquicias como Star Wars o Star Trek suelan traducirse en pingües beneficios, se anhela encontrar a toda costa los nuevos personajes que conciten el interés y la pasión de admiradores en todo el mundo –habrá que esperar a ver cómo le queda la cuenta de resultados a Hermosas criaturas (2013), primera parte de una serie que por el momento ha dado tres volúmenes, película que vuelve a demostrar la incompetencia de Richard LaGravenese para manejar una historia en diferentes tonos (lo que fue especialmente palmario en su guión para El rey pescador (1991)), que sufre como tantos productos hollywoodienses de no tener demasiado claro a qué público quiere convocar e infantilizando y trivializando a diestro y siniestro, desaprovechando a actores del calibre de Jeremy Irons, Viola Davis y Emma Thompson (¡Qué triste comprobar cómo se adocena repitiendo las gansadas y simplezas de su Nanny McPhee!), aunque permitiéndonos albergar ciertas esperanzas sobre el futuro de Alden Ehrenreich, quien asume el rol principal con empaque, prestancia y atractivo-.

   Ante la tarea ingente de transformar una historia compuesta por seis en imágenes, los Wachowski involucraron en el proyecto a Tom Tykwer, cuyo mayor logro cinematográfico fue conseguir que El perfume (2006), tal y como exigía la novela original, oliese, atufase, embriagase, fuera un goce para todos los sentidos; y aunque el ritmo no decae y las tres horas de proyección fluyen, uno no consigue implicarse con lo que se le está contando, resulta imposible no considerar prescindible gran parte de lo que se está viendo, tener que retener demasiados datos y personajes redundantes, sufrir los embates de un montaje demasiado tributario de los paralelismos, muy pendiente de establecer las conexiones desde principio, frenando el desarrollo de algunos de los mejores momentos para detenerse en insertos que aportan poco o que son innecesarios justo donde están hechos. Las sorpresas que pueden deparar los maquillajes a que se ven sometidos los actores (la mayoría de ellos interviene en los distintos tramos temporales) son como las burbujas, estallan muy pronto, y en realidad acaban consiguiendo el efecto contrario porque resultan estrambóticos, ridículos, más pendientes de destacar por sí mismos que de integrarse en el conjunto, cuando no convirtiéndose en un gag no buscado (Doona Bae como mexicana, Jim Sturgess como coreano –una buena interpretación que la caracterización automatiza y camufla-). Si Tom Hanks resulta reconocible al primer vistazo, si la mejor Halle Berry no necesita camuflarse, si Hugo Weaving o Jim Broadbent son capaces de mucho más sin necesidad de tanta parafernalia, si Susan Sarandon o James D´Arcy saben a muy poco, sin duda el intérprete que más destaca es Ben Whishaw, quien desde la citada El perfume no ha hecho más que afianzar su carrera y lucir su versatilidad, su manera de construir sus personajes con el cuerpo, con la voz, con los ojos, en simbiosis asombrosas y magistrales (recuérdesele en Regreso a Brideshead (2008) y, muy especialmente, encarnando a John Keats en esa belleza que Jane Campion filmó y tituló Bright Star (2009).

   Para colmo, el filme destila excesiva moralina, poca capacidad autocrítica, sólo preocupado de dejar claro su mensaje, es demasiado ambicioso al querer contarlo todo (error en que también cae el texto original, pero en una novela eso se nota menos o incide en el ánimo del lector de manera diferente), de sembrar el desconcierto e incluso la culpa gratuita al mantener más allá de los límites que la propia realidad nos muestra día a día que nuestro gesto más mínimo, si se sale de lo que debemos hacer, de lo que nos viene –sepámoslo o no- por herencia, por tradición, por imposición, puede provocar una alteración de consecuencias cósmicas, con lo que parece condenar el libre albedrío y la capacidad de decisión (esa que ahora, para lo que les interesa y con la definición que ellos consideran pertinente, reivindican algunos). Es una lástima cómo una película que podría haber sido todo un viaje, una grata experiencia, se quede en lo más superficial, en lo menos interesante y, a pesar de verse sin aburrimiento, apenas nos deje un par de secuencias en el recuerdo e incluso éstas se nos pierdan en una nebulosa según va pasando el tiempo.  

jueves, 14 de marzo de 2013

"LAS VENTAJAS DE SER UN MARGINADO": ESTEREOTIPOS ESTEREOTIPADOS



TÍTULO ORIGINAL: The Pearks of Being a Wallflower DIRECCIÓN: Stephen Chbosky GUIÓN: Stephen Chbosky (basado en su novela homónima) MÚSICA: Michael Brook FOTOGRAFÍA: Andrew Dunn MONTAJE: Mary Jo Markey REPARTO: Logan Lerman, Emma Watson, Ezra Miller, Nina Dobrev, Johnny Simmons, Paul Rudd, Dylan McDermott, Kate Walsh, Joan Cusack


   Siempre se dice que todo escritor recurre a su propia vida para trazar su primera novela porque es lo que tiene más a mano; en realidad, incluso los autores más imaginativos y creativos se basan en aquello que conocen, en lo que han vivido en propia piel o en lo sucedido a personas cercanas o a otros de cuya peripecia vital han tenido conocimiento, si bien es cierto que los hay que fabulan mucho y, como suele decirse, “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia” o que se dejan atrapar por la inspiración y varían (y llegan a dar una vuelta de 180 grados) los sucesos que les inspiran o que fagocitan todo lo que ven, oyen, sienten, conocen (lo que no es malo: los grandes autores del XIX lo hacían y no paraban de producir obras maestras) –los personajes que más nos cautivan, llámense David Copperfield, Gandalf o Pepe Carvalho, lo hacen porque reconocemos rasgos propios o de personas de nuestro entorno-. También abundan (y por desgracia demasiado y para colmo gozando de gran predicamento y siendo muy aplaudidos y considerados) los autores que podríamos denominar “ombliguistas”, los que sólo hablan de ellos, considerándose lo suficientemente importantes e interesantes como para convertirse en objeto de estudio, en héroes, en argumento; conociéndole sólo por un título, resulta difícil juzgar si Stephen Chbosky pertenece a este grupo, pero se aprecian en su escritura gran parte de los defectos que suelen tener los creadores de este tipo y ninguna de las virtudes que podrían asegurarle la trascendencia, más allá de la alcanzada en un momento concreto (parece de esos bestsellers destinados a ser recordados sólo por aquellos con buena memoria que, al mismo tiempo, se quedan un poco anclados en las lecturas que les marcaron años atrás).

   Las ventajas de ser un marginado pertenece a un tipo de novelas con larguísima tradición (de hecho, Lazarillo de Tormes o Rinconete y Cortadillo podrían considerarse ilustres precedentes, sin obviar su lógica inclusión dentro del género picaresco): las que hablan, analizan, reproducen un proceso de aprendizaje, de inclusión o exclusión de la sociedad, de conformación de la personalidad, de construcción del adulto, de iniciación en el mundo, y, sin movernos de EEUU (lugar de nacimiento de Chbosky), son múltiples los ejemplos que, además, en muchos casos forman parte de las lecturas obligatorias en la educación secundaria o universitaria (Matar un ruiseñor, El guardián entre el centeno, por no citar a Goethe o nuevamente a Dickens –con lo que queda bastante claro que al final permanecen los textos con auténtica altura literaria-). Aunque el autor advirtió de su carácter semiautobiográfico cuando publicó esta novela –su ópera prima-, parece lógico rastrear la realidad en una historia que habla de los problemas de adaptación de un chaval con un mundo interior excesivamente rico y trabajado, que no siempre tiene clara la frontera entre lo real y lo que imagina, sueña, evoca, oculta, calla, teme; su carácter epistolar provoca que todo esté tamizado por los sentimientos del protagonista, incluso más allá de la omnisciencia de otras voces narrativas –tanto en primera como en tercera persona-, puesto que sólo tenemos acceso a lo que él plasma en el papel, apelando a un amigo al que no conocemos y del que ignoramos las posibles respuestas, y aunque haya aportes curiosos y momentos brillantes, el amaneramiento de la prosa, su anhelo por epatar y distanciarse de lo publicado hasta el momento provocan tedio y fatiga, pérdida absoluta de la naturalidad y sencillez que debería alentar un escrito de semejantes características, lastres que se han vuelto aún más pasados al trasladar el autor a imágenes sus palabras.

   Como película, Las ventajas de ser un marginado comete el error de querer sorprender en cada plano, de perderse en virguerías visuales, en un montaje pretenciosamente innovador que, como suele suceder cuando se busca a toda costa ser original, toma prestado de muchos lados (Danny Boyle, Gus Van Sant, David Fincher –queda claro qué camino quiere seguir Chbosky-) y se muestra incapaz de darle aliento propio y, muy especialmente, barroquiza lo exterior para anegar la historia con elementos prescindibles que motivan el distanciamiento del espectador. Y es una lástima porque lo que subyace demuestra la universalidad de comportamientos, de miedos, de roles asumidos o que se querrían asumir, de sensaciones que experimenta un adolescente, viva en el país que viva o reciba la educación que reciba: durante los primeros minutos de la película, uno no puede evitar sentir más de un cosquilleo, de un culebreo en la boca del estómago ante situaciones que reconoce, identificándose o identificando a personas a las que conoció en su época escolar, aunque poco a poco el castillo de naipes (las expectativas) se desmorona porque Chbosky está más pendiente de lucirse como cineasta y guionista que de profundizar en sus protagonistas, le importa más lo estético e incluso quedar bien que desarrollar la crítica, las cargas de profundidad con las que dinamitar a la que se considera buena sociedad, buena comunidad, trayendo a colación a destiempo y forzando excesivamente el tono de la cinta, intentando aportar un dramatismo, el esbozo de un trauma, cuando ya es tarde porque el a pesar de todo buen rollo que impera durante gran parte de la película ha desvirtuado lo que podría haber constituido uno de los títulos más reseñables del momento.

   Ni quedan claros ni son patentes el menosprecio, el acoso, el elitismo de que hacen gala ciertos privilegiados (bien por el dinero de sus padres, por su físico, por la posición que ocupan en la estructura escolar) ni –y nos lo avisan desde el título, en eso no nos dan gato por liebre- tampoco queda bien reflejado el orgullo con el que algunos hacen de la necesidad virtud y crean su propia élite a base de ser vilipendiados por los primeros, pasando muy por encima –cuando no obviando directamente- del desdén, la postergación, la humillación a que son sometidos los considerados diferentes por los que imponen las normas, arrinconando e incluso llenando de trivialidad asuntos como los trastornos alimenticios, las preferencias sexuales, el maltrato o los abusos. Sin duda, lo más acertado es el trío protagonista que se impone a los arabescos de Chbosky, a secuencias ridículas, a momentos en los que el director sólo se fija en la música, en la fotografía, en ser el más listo: Logan Lerman imprime sensibilidad, dubitación, calidez, a su rol, Emma Watson (despojada del esquematismo de la saga de Harry Potter que convirtió a su Hermione Granger en una caprichosa ñoñísima) nos hace albergar muchas esperanzas de cuál puede ser su futuro como actriz (a poco que se lo permitan y tenga fortuna en sus elecciones batirá a todas las Jennifer Lawrence que incluso ganan un Oscar) y Erza Miller logra romper el estereotipo para demostrar un equilibro interpretativo que actores más experimentados nunca han alcanzado y nos hace olvidar que fue uno de los Kevin de ese engendro en que transformaron una espléndida novela –hablamos, claro, de Tenemos que hablar de Kevin (2001), filme que sólo resultaba comprensible (en el sentido de comprender las causalidades, los comportamientos, por lo demás difícil entender cómo se puede perpetrar semejante atentado visual con esa historia) si uno tenía la lectura del original reciente-.  

miércoles, 13 de marzo de 2013

"LA JUNGLA: UN BUEN DÍA PARA MORIR": HAY QUINTA MALA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: A Good Day to Die Hard DIRECCIÓN: John Moore GUIÓN: Skip Woods (inspirado en los personajes creados por Roderick Thorp) MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Jonathan Sela MONTAJE: Dan Zimmerman REPARTO: Bruce Willis, Jai Courtney, Sebastian Koch, Mary Elizabeth Winstead, Yuliya Snigir


   En primer lugar, uno debe pedir disculpas por el chiste fácil que encabeza esta crítica, sobre todo porque recurrir a calificar una película de “buena” o “mala” es no decir nada sobre ella y pretender convertir en calificativo general lo que es una apreciación muy personal, prescindiendo de una argumentación que lleve al que nos escucha o lee a sacar una clara conclusión de cuál es nuestro parecer; pero, como suele decirse, así se las ponían a Fernando VII, teniendo en cuenta que estamos ante la quinta entrega de una saga que, tras un tiempo adormecida, parece haber regresado con nuevos bríos, lo que hace temer que no estamos ante el deseado último capítulo de la misma.

   Cuando algunos marean la perdiz, se rompen la cabeza y desconciertan al público intentando revitalizar o reinventar un género, olvidan lo fundamental, es decir, el personaje principal, el protagonista, el que da sentido a la historia. En el caso que nos ocupa, el cine de acción, poco se puede aportar en las historias (aunque podría exigirse algo más que repetir esquemas o no preocuparse de dar cierta continuidad o relación de causalidad entre unas secuencias y otras) puesto que los parámetros que gustan y se esperan del mismo están muy claro y, por otro lado, si ciertas convenciones están aceptadas sólo alguien con verdadero talento puede cambiarlas o alterarlas y que se le reconozca el esfuerzo; en lo tocante a lo visual, y con la continua experimentación e innovación en el campo de los efectos, este tipo de filmes suelen constituir un alarde de abracadabrantes movimientos de cámara, persecuciones larguísimas, explosiones a diestro y siniestro y demás parafernalia que, por desgracia, deviene la mayoría de las veces en un espectáculo vacuo, reiterativo, que agota nuestras pupilas y capacidad de discernimiento, cortina de humo perfecta para intentar camuflar fallos, carencias, trucos que saltan a la vista incluso del menos experto en la materia (por fortuna, aún quedan sorpresas como la excitante Misión imposible: Protocolo fantasma (2011) con la secuencia más vertiginosa, en el sentido más literal del término, rodada en los últimos años); por lo tanto, como decíamos antes y ha demostrado –especialmente en lo literario- el género negro, detectivesco, policiaco, difícil de englobar en una sola acepción, los aportes, la evolución, han de venir a través del investigador: más allá de piruetas sorpresivas y tramposas, de resoluciones con aristas, de planos finales que varíen la conclusión primigenia o que directamente traicionen lo narrado, de golpes de efecto más o menos afortunados que la mayoría de las veces suenan a vistos cuando no son plagios descarados, lo que dota de nervio e interés a cada nuevo título, lo que despierta la empatía del público, lo que da entidad a una serie, lo que realmente permite que ésta puede crearse, es, perdón de nuevo por la repetición, el personaje central.

   De este modo, aprovechando el carisma y momento exitoso que vivía Burce Willis gracias a la serie Luz de luna (1985-1989) y a protagonizar dos películas del maestro Blake Edwards (muy alejadas de su brillantez, pero conservando destellos y capacidad para arrasar en taquilla) –Cita a ciegas (1987) y Asesinato en Beverly Hills (1988)-, Jungla de cristal (1988) le convirtió en John McClane, el policía que está en el lugar menos adecuado, donde no tendría que estar, donde no se le espera, y que se convierte en héroe a su pesar, actuando torpemente pero logrando una serie de carambolas que le llevan a solucionar el conflicto planteado. Presentándose como parodia de las cintas con las que triunfaban en esos años Silvester Stallone, Arnold Schwarzenegger o Chuck Norris, el filme de John McTiernan se convirtió en el que recomendaban y glosaban todos aquellos que renegaban de las películas de acción y su recaudación iba subiendo como la espuma según sumaba adeptos, combinando los seguidores de la serie antes citada con los fieles del género y con los que encontraban en Jungla de cristal algo diferente a las historias que protagonizaban héroes mucho más musculados y hieráticos que Willis. No fue difícil vaticinar lo que sucedería poco después: un segundo título con el mismo actor en el mismo rol y respetando la estructura del primero (aunque sin la sorpresa ni espontaneidad del precedente)y un tercero unos años después, alcanzando las cotas más bajas de lo que se presentaba como una fórmula arterioesclerótica que, para colmo, ofrecía la interpretación más nefasta del gran Jeremy Irons. Y cuando nadie lo esperaba, doce años después, llegó La jungla 4.0 (2007) para crear nuevos fans, para reverdecer laureles, para fatigar a los que habían tenido suficiente con la prístina aparición de McClane, para tirar por tierra los hallazgos originales, para engrosar la cuenta del estudio, para demostrar que la resurrección había sido efectiva.

  Y llegamos a La jungla: Un buen día para morir en la que, una vez más, el personaje encarnado por Bruce Willis (único acierto de la película, nos pongamos como nos pongamos: no tiene sentido buscar un sustituto –en ese caso, mejor abandonar la saga, y bien que lo agradecería más de uno-) ha de salvar del peligro a un miembro de su familia; y, también como en tantos títulos anteriores, el meollo se basa en cómo las relaciones familiares –rotas, olvidadas, nulas- se verán reforzadas mientras padre e hijo huyen, disparan, saltan, culebrean y discuten. Jai Courtney recibe el dudoso honor de compartir cabecera de cartel con la estrella, más hierática y autómata (con el piloto automático) que nunca, y se muestra incapaz de mostrar o traslucir la más mínima emoción, si bien es cierto que tiene poco a lo que agarrarse más allá de su físico. Para colmo de males, John Moore (un señor experto en remakes o en cintas que lo parecen, calcos de otras a las que no llega ni a la altura del tobillo –El vuelo del Fénix  (2004), La profecía (2006)-) vuelve a demostrar su incompetencia para filmar con personalidad, con entrega, confiando todo a la permanente pirotecnia que agota la paciencia del más pintado y eso que, por fortuna, esta nueva jungla sólo dura hora y media (lo que no es óbice para que se pose en el ánimo del espectador como una mole que aplasta y agota). Pensar en la posibilidad de que las aventuras de los McClane tenga continuidad hace recordar, por volver a las frases hechas, aquello que decían las abuelas: “Siempre se puede caer más bajo” (lo que no resulta insólito viniendo de Bruce Willis –sólo hay que repasar su filmografía someramente-). 

martes, 12 de marzo de 2013

"LOS AMANTES PASAJEROS": LOS OCHENTA FUERON SUYOS


 
 
 
DIRECCIÓN: Pedro Almodóvar GUIÓN: Pedro Almodóvar MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: José Luis Alcaine MONTAJE: José Salcedo REPARTO: Javier Cámara, Cecilia Roth, Lola Dueñas, Antonio de la Torre, Raúl Arévalo, Carlos Areces, Hugo Silva, José María Yazpik, Miguel Ángel Silvestre, Guillermo Toledo, Blanca Suárez


   En alguna ocasión ya hemos mencionado el siempre espinoso asunto del encasillamiento desde los dos puntos de vista posibles: uno, el del público que sólo está dispuesto a pagar por lo mismo de siempre, que no acepta la más mínima variación en lo que tiene pensado y deseado para el artista al que siguen, que castiga con la indiferencia o la virulencia cualquier aventura o veleidad, todo nuevo rasgo de creatividad, incluso la propia (y deseable) evolución del creador, llegando a considerarle un traidor al pacto que sólo los espectadores creen haber firmado; otro, el del propio artífice de la obra que o bien se adocena y opta por seguir un camino trillado, por repetir hasta la saciedad lo que en una ocasión le otorgó éxito y prestigio, que no arriesga en absoluto, o que sabedor de la volubilidad del aplauso prefiere cercenar sus inquietudes y ofrecer múltiples copias de su trabajo mientras siga recibiendo el beneplácito del que paga. El caso de Pedro Almodóvar sólo puede enclavarse en parte en lo que se acaba de dibujar un tanto someramente, puesto que el cineasta manchego ha hecho todo lo posible por huir de sí mismo, incluso demasiado, cayendo justo en el extremo contrario: el de querer demostrar y refrendar una versatilidad y variedad de registros que tampoco puede ser exigida a cualquiera, confundiendo (error que cometen creadores y audiencias) encasillamiento con querencia o facilidad para brillar en un estilo (lo que no tiene por qué llevar implícita la reiteración); uno aún recuerda cuando públicamente recriminó al director por hacer un tipo de películas claramente dirigidas a cosechar galardones en los festivales, despertar el interés de la crítica internacional y lograr el beneplácito de los que arrugan la nariz cuando el cine sólo (¡Como si fuese poco!) entretiene, divierte, ofrece espectáculo y parecía un pez fuera del agua al enredarse en tramas en las que no se le notaba cómodo –Carne trémula (1997)-, refrenando su comicidad para primar los aspectos más hondos, auténticos lastres de la historia –La flor de mi secreto (1995)- o queriendo epatar desde el vestuario, la fotografía, lo meramente estético para olvidarse del contenido –Kika (1993)-, hasta que un buen día llegó uno de sus títulos más acabados, Todo sobre mi madre (1999), con el que Pedro consiguió que, en cuestión de segundos, se pasase de la risa e incluso de la carcajada al llanto, a la congoja, al dolor, de la misma manera que una impresionante Cecilia Roth se deshacía de un momento al siguiente al rememorar a su hijo.

   La mayor recriminación que uno hacía a Almodóvar era el buscar a toda costa la etiqueta de “autor” revestida de la calidad que dan los expertos mejor considerados, los aureolados por una pátina intelectual (es decir, la que conceden Cannes y la revista Cahiers du Cinéma), renegando u olvidando que él había creado un universo propio –ya desde aquella Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) que conserva intactos su descaro y frescura-, una forma de contar tanto en lo visual como en lo escrito que había trascendido y que se identificaba con su apellido, que le había convertido en categoría propia, que ya le había asegurado la inmortalidad gracias a cintas como ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), La ley del deseo (1987) y Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988). Y aunque el siglo XXI le sorprendió experimentando con su parte más oscura y críptica ante la que se rindieron los académicos de Hollywood concediendo un Oscar al guión de Hable con ella (2002), película abstrusa y alambicada, con atisbos de emoción y realidad sólo cuando Javier Cámara o Geraldine Chaplin estaban presentes, llegó Volver (2006) como obra madura, redonda, en la que conjugar diferentes niveles de lectura sin que eso supusiera envarar las interpretaciones u optar por diálogos falsos como sucedería con Los abrazos rotos (2009) y La piel que habito (2011), filmes que, en palabras del propio Almodóvar, propiciaron que mucha gente le dijese por la calle cómo añoraban reírse con sus historias, con sus personajes, recuperar ese espíritu libre y transgresor de Laberinto de pasiones (1982), y por eso nació Los amantes pasajeros, como guiño cómplice para todos aquellos que echaban de menos al Pedro de los ochenta.

   Lo peor de este propósito es que el director ha decidido autohomenajearse, autocomplacerse, regodearse en sus hallazgos sin darles un desarrollo o verdadera carta de naturaleza, recrearse en la vacuidad, quedarse en lo superficial, reproduciendo y engrandeciendo los errores de otras cintas sin subsanarlos con los muchos aciertos que jalonan su carrera; ha hecho una película para un público muy restringido y específico, aquel que no abandona jamás el proselitismo, el que gusta de vivir en un gueto, victimizándose y sintiéndose especial a partes iguales, practicando el exclusivismo más restrictivo y taxativo, calificando como crimen de lesa majestad cualquier opinión discrepante, expidiendo certificados de idoneidad, comportándose en suma como aquellos a los que critican y se oponen. Si los diálogos de Los amantes pasajeros hubiesen sido escritos por un heterosexual, en muchos foros se estaría pidiendo su cabeza, cuando lo que hace Almodóvar es reproducir los clichés más trasnochados e insultantes, uniformizar a los personajes, olvidar los matices, ignorar la diversidad, poblar la pantalla de roles unidimensionales que cacarean frases trilladas, previsibles, indignas de uno de los guionistas con mejor oído, aquel capaz de convertir la réplica más simple o a priori menos destacada en frase para el lucimiento (ese “que tengáis cuidadico” de Chus Lampreave en Volver), el que transformaba en gag el momento que pudiera parecer más anodino (“vaya, me he roto dos uñas” –Bibiana Fernández en La ley del deseo-, “ahora me como yo dos [magdalenas], mira” –Chus Lampreave en ¿Qué he hecho yo para merecer esto!-, “pero como una tapia” –Penélope Cruz en Volver-, “qué interesante” –Marisa Paredes en Todo sobre mi madre-, “puntito, ¿eh?” –Antonio Banderas en Átame! (1990)-), el que imprimía carácter de legendarias a unas líneas con absoluta naturalidad (los ejemplos podrían ser casi inacabables: “Con Manuel perdimos las dos” / “¡Sí, pero yo me casé con él” –Marisa Paredes y Victoria Abril en Tacones lejanos (1991)-, “ya me gustaría a mí poder mentir, pero soy testiga de Jehová” –Chus Lampreave en Mujeres al borde de un ataque de nervios-, “que me vas a hacer llorar y los fantasmas no lloran” –Carmen Maura en Volver-). Para comprender mejor cómo desbarra el ingenio almodovariano en lo que a diálogos se refiere hemos de hacer referencia a una de las muchas características que en títulos anteriores han supuesto una virtud y aquí se erigen como obstáculos insalvables: su gusto por la dispersión, por lo coral, por mover al tiempo a un número considerable de personajes; lo que era un encaje de bolillos apabullante como ¿Qué he hecho yo para merecer esto! en el que lo más estrambótico y delirante cobraba sentido y en el que el episodio más secundario tenía un porqué, lo que funcionaba como una maquinaria perfectamente engrasada en Mujeres al borde de un ataque de nervios, donde una sola aparición era motivo de algazara y quedaba indeleble en el espectador, deviene en Los amantes pasajeros precisamente en eso: en idas y venidas, en acumulación de gestos, gritos y sandeces que no vienen de ningún sitio ni van a ninguna parte, en un puzle que el espectador arma en un segundo porque resulta un triste remedo de aquello con lo que Almodóvar rompió las taquillas y las mandíbulas en los años ochenta, en recurrir a los trucos que funcionaron en su momento (una bebida que duerme, alguien que dice la verdad sin freno y patológicamente), sin preocuparse al menos de teñirlos de nostalgia o de revisionismo o de actualizarlos y darles nuevo vigor, sin construir más que arquetipos que reproducen en ocasiones chistes, maneras y tratamientos que cuando se ven en una película española de los 70 provocan discursos incendiarios que llegan a exigir la quema de la misma.

   Tan sólo Lola Dueñas y Javier Cámara logran despegar un poco y aportar naturalidad y cierto empeño intentando que sus roles sean algo más que meros bocetos de lo que podrían haber sido, mientras que Cecilia Roth queda atrapada en ello, Guillermo Toledo es innecesario, José Luis Torrijo se muestra más acartonado que de habitual, José María Yazpik se repite como el ajo, Antonio de la Torre no se molesta en disimular la desidia, Miguel Ángel Silvestre y Hugo Silva juegan el papel que crisparía si, como decíamos antes, fuese otro el director (y, en realidad, ni siquiera por ese lado les saca partido ni se atreve a rozar lo que, por ejemplo, hicieron Antonio Banderas y Eusebio Poncela en La ley del deseo), Raúl Arévalo, actor amanerado de natural, saca toda la brocha gorda posible, interpretando al modo en que Andrés Pajares o Alfredo Landa asumían este tipo de personajes, llevándose la palma Carlos Areces en lo que a irritabilidad se refiere, pareciendo que se está inventando sus frases porque cualquiera diría que sus escenas están extraídas de alguno de los programas de los que él procede, esos que han dado fama a tantos cómicos (o así considerados) en los últimos años, exagerando el gesto en todo momento, hablando siempre en el mismo tono, convencido de su gracia natural, apretando los dientes, enarcando las cejas, estomagando de su primera aparición a la última (y, para colmo, es el de los que más chupa cámara).

   Incluso en lo estético, en los encuadres, en el gusto que siempre ha demostrado Pedro como director, echamos de menos al que era (y es algo que puede encontrarse hasta en sus filmes más fallidos); diríase que, sabiendo que tiene un público cautivo que va a defenderle a muerte, irracionalmente, que le concede patente de corso, no se ha molestado lo más mínimo, limitándose a cubrir el expediente. Los que hablan de irreverencia, de su gusto por lo gamberro, de su transgresión, deben haber visto otra película, es decir, la que ya tenían montada desde que se anunció el rodaje, y no digamos nada sobre la lectura política y crítica puesto que un señor que ha lanzado un discurso feroz en contra de una guerra, que ha acusado a un partido en el gobierno de planear un golpe de estado, que ha hostigado a la Iglesia, que jamás se ha caracterizado por su prudencia ni por esconder sus filias y fobias, podría hacer sangre si quisiera y Los amantes pasajeros parece sólo una amonestación con un ligero movimiento de cabeza. ¿Volveremos a disfrutar con Pedro Almodóvar? Uno no querría descartarlo, pero parece que lo está poniendo muy difícil, dedicándose sólo a lo fácil, a lo que algunos quieren de él.        

miércoles, 6 de marzo de 2013

"MAMÁ": UN CAMALEÓN LLAMADO JESSICA CHASTAIN


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Mama DIRECCIÓN: Andy Muschietti GUIÓN: Neill Cross, Andy Muschietti, Barbara Muschietti MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Antonio Riestra MONTAJE: Michele Conroy REPARTO: Jessica Chastain, Nikolaj Coster-Waldau, Megan Charpentier, Isabelle Nélisse, Daniel Kash, Javier Botet


   Aún está muy reciente la espléndida ceremonia de entrega de los Oscar conducida por Seth MacFarlane que tanta polvareda está levantando entre las actrices (todo por una cancioncilla picarona y graciosa), las mismas que, con sus votos, propiciaron y avalaron uno de los momentos más dolorosos y decepcionantes de los últimos años al encumbrar a Jennifer Lawrence y verse el galardón refrendado por una platea puesta en pie, igualándola a Daniel Day-Lewis quien, sin tropezar, subió al escenario momentos después y fue homenajeado del mismo modo (tal y como mereció la poderosa Dame Shirley Bassey o Susan Sarandon, Meryl Streep y otras diosas de la pantalla cuando han recibido premios). Todavía es pronto para calibrar los efectos de este premio y su auténtica repercusión en la intérprete, es decir, no se puede vaticinar si llegará algún día en que demuestre poseer verdaderos merecimientos por los que glorificarla (como vienen haciendo casi desde su debut tanto la crítica como la profesión) o su nombre se irá perdiendo en la bruma de un reconocimiento demasiado temprano, pero ya podemos afirmar que la más perjudicada por esta decisión de la Academia (ni en nuestro sueño más perfecto íbamos a ver a Emmanuelle Riva recogiendo la estatuilla), aunque se resarcirá y obtendrá su recompensa en forma de premio (y tal vez no dentro de mucho tiempo –eso sí, confiemos en que sea por una interpretación digna de tal y no le pase como a Al Pacino y tantos otros-), el nombre que debería haber pronunciado Jean Dujardin hubiese debido ser el de Jessica Chastain, actriz que en poco más de dos años se ha convertido casi en legendaria, en sinónimo de calidad y versatilidad.

   Ha sido capaz de hacernos creer que Helen Mirren tuvo sus rasgos cuando era joven gracias a esa estimulante cinta titulada La deuda (2010), fue el perfecto sostén para una madre dolorida que se alimentaba de la rabia –nada menos que la inmensa Vanessa Redgrave- en la estupenda revisitación que Ralph Fiennes firmó del clásico shakesperiano Coriolanus (2011), revitalizó la algarabía y jolgorio de su tocaya –la no menos maravillosa Jessica Lange- pero sin imitarla y consiguiendo una de sus creaciones más acabadas en Criadas y señoras (2011), ha acariciado el Oscar por su contundencia y energía al frente de La noche más oscura (2012) y, sin solución de continuidad, se transforma en una mujer de apariencia frágil pero llena de nervio, camuflada entre los tatuajes y los piercings, para insuflar algo de vida a la bastante yerma y tópica Mamá que ahora nos ocupa. Si resulta muy difícil –por no decir imposible- diferenciar un primer plano de Jennifer Lawrence de otro, sólo el vestuario de alguno de sus filmes desvela de cuál se trata porque el gesto es siempre el mismo, basta un simple vistazo para identificar a qué película pertenece un fotograma con Jessica Chastain dentro porque su capacidad camaleónica parece no tener límites, se mimetiza con el personaje más allá de los cambios físicos que éste le exija –y por esa razón más de un espectador no tenía claro quién era a su paso por la alfombra roja, debido a las diferentes personalidades que ha encarnado en pantalla hasta el momento-.

   Mamá posee un inicio muy prometedor, pleno de tensión y fuerza, creador de una atmósfera opresiva y al mismo tiempo emotiva, centrado en una niña que muestra su desamparo pero se crece ante las adversidades para salvar a su hermana, jugando la baza de sugerir, de desdibujar, a partir de una carencia física –la miopía- de la misma, inquietando, sobrecogiendo, manejando con acierto algunas de las convenciones del género del terror, pero el pulso se ralentiza y Andy Muschetti desfallece sin remisión, recurriendo a lo gráfico, a lo más elemental, a lo menos sorpresivo para rematar su ópera prima. Al igual que ha sucedido con tantas cintas de similar temática, el mayor error de ésta es resultar demasiado gráfica, abandonar lo insinuante, lo que apela a los miedos del espectador, a sus fantasmas ocultos y/o propios, a los temblores infantiles, para resultar exageradamente explícita, para que veamos demasiado y lo más truculento parece que se diluye ante la exposición total; por mucho que, desde que fuese lanzado a la fama por [Rec] (2007), Javier Botet se haya convertido en un actor necesario para hacer creíble el personaje más estrambótico –sus particularidades físicas le permiten trabajar con el mínimo maquillaje y con ausencia de efectos especiales-, para imprimir versatilidad a lo a priori más susceptible de ser considerado fantástico, su encarnación de la mamá que da título a la película muestra demasiado (no por culpa de su interpretación, sino del guión y/o de la puesta en escena) y da la sensación de que el director no tiene claro qué desea rodar o dónde frenar para no desleír lo ominoso y perturbador de la primera parte del filme, escenas en las que juegan un papel fundamental la jovencísima Morgan McGarry -con una dignidad y capacidad para sobreponerse que sólo ofrece muy atenuadas Megan Charpentier cuando se hace cargo del mismo rol al pasar el tiempo- y ese malestar que el público siente brotar en lo más hondo de manera natural, como respuesta a los buenos estímulos que llegan desde la pantalla -dejando al margen, claro, a Jessica Chastain, quien se esfuerza por mantener a flote el barco en todo momento, no desfalleciendo jamás su interpretación-.

   Al margen de haber transformado un corto de apenas tres minutos que conmocionó el Festival de Sitges en 2008 en un largometraje de unos cien –hay buenas ideas que sólo dan como fruto un breve desarrollo-, el mayor lastre de Mamá puede encontrarse en lo que podría llamarse “el toque Guillermo del Toro”, cineasta meritorio e interesante con una aureola de creador genial que le queda bastante grande; gran parte de su filmografía, tanto si asume tareas de dirección o sólo de producción, está compuesta por títulos que no llegan a eclosionar como deberían haberlo hecho y eso incluye El laberinto del fauno (2006), cinta muy desequilibrada que sólo Maribel Verdú, Ivana Baquero y el trabajo técnico y creativo de un espléndido equipo que obtuvo tres Oscar consiguen sacar a flote, puesto que la parte realista es tosca, comete anacronismos y abusa de la truculencia más gratuita (ya está la parte fantástica para sorprendernos e inquietarnos). Sin llegar (por fortuna) a ciertos extremos, Mamá opta por tomar el camino más fácil y no despegarse de lo previsible e incluso tropieza en uno de los peores escollos del género: pecar de explícita, cuando lo ambiguo, lo que reconcome porque no termina de comprenderse, lo que se resiste a la lógica, es lo que nunca abandona el ánimo del espectador –como ejemplo reciente que se presenta difícilmente superable, véase Sinister (2012)-. Pero, al menos, nos permite el reencuentro con una actriz que, la merezcan más o menos las películas en las que se involucra, no se adocena ni acomoda a lo ya conseguido y sigue ennobleciendo el arte de la interpretación: Jessica Chastain.