TÍTULO ORIGINAL: Beauty and the
Beast DIRECCIÓN: Bill Condon GUIÓN: Stephen Chbosky, Evan Spiliotopoulos MÚSICA:
Alan Menken FOTOGRAFÍA: Tobias A. Schliesller MONTAJE: Virginia Katz REPARTO:
Emma Watson, Dan Stevens, Luke Evans, Josh Gad, Ewan McGregor, Ian McKellen,
Emma Thompson, Stanley Tucci, Aura McDonald, Kevin Kline, Nathan Mack, Gugu
Mbatha-Raw
Y cuando parecía que la animación se consideraba algo menor, de épocas
pasadas, un entretenimiento infantil, un modo de hacer cine que sólo funcionaba
con las reposiciones de los grandes clásicos o en la pantalla televisiva, el
gigante despertó de su sopor, abandonó sus rutinas -aunque a veces nos regalase
destellos de genialidad como Basil, el
ratón superdetective (1986) y, muy especialmente, el fantástico díptico
formado por Los rescatadores (1977) y
Los rescatadores en Cangurolandia (1990),
si bien la secuela participó en que el rumbo errático se corrigiese y
enderezase-, Disney volvió por sus fueros, es decir, haciendo las delicias de
toda la familia con un filme que sabía y sonaba (e incluso olía, creaba una
atmósfera especial y reconocible) como sus hermanos mayores, que recogía el
testigo de sus antecesores con firmeza y sin ambages y ponía a reír, bailar y
emocionarse a las plateas, hablamos, por supuesto, de La sirenita (1989). Por si alguien pensaba que se trataba tan sólo
de un golpe de suerte, los ya mencionados Bernardo y Bianca regresaron tan o
más divertidos y joviales que una década atrás -en realidad, trece años-, pero
la mejor baza, la jugada definitiva, la que haría saltar la banca, la que
pasaría con todo derecho a la historia, la que se convirtió en legendaria casi
desde su estreno estaba por llegar, aunque no se demoró demasiado: el 13 de
noviembre de 1991 se estrenaba de manera oficial en Nueva York (y en Los
Ángeles dos días después) La bella y la
bestia y el delirio fue creciendo hasta límites estratosféricos,
consiguiendo la hazaña de ser la primera película de animación que compitió en
los Oscar para obtener el galardón a la mejor del año, sin apellidos y sin que
existiese un premio específico (instituido en 2001, siendo Shrek la cinta que abrió el camino), batiéndose con títulos tan
memorables como El silencio de los
corderos (1991), El príncipe de las
mareas (1991) o JFK: Caso abierto (1991).
Una de las mayores virtudes de la que ya era enésima versión de la
historia de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont (aunque su nombre no aparezca en
los créditos) era la de no renunciar a su carácter de cuento de hadas, siendo
fácilmente comprensible para público de cualquier edad, sin olvidar su
moraleja, la enseñanza que quiere dejar, ese “la belleza está en el interior”
de la versión en castellano (o, si se prefiere, recordemos lo que afirma la
canción original escrita por Howard Ashman -“Finding you can change, / learning
you were wrong”-, podemos cambiar, nos equivocamos en nuestras apreciaciones,
siempre puede haber una sorpresa, el cuento es tan antiguo como el tiempo),
¿por qué consideramos extraño a alguien a quien no nos preocupamos de conocer?,
¿por qué reírnos del estigmatizado como diferente en lugar de buscar los puntos
en común?, por mucho que algunos siempre hablen de la ñoñería y excesiva
infantilización (y de la moralina, a veces erróneamente llamada así cuando se
trata de valores de convivencia y respeto) de que hace gala Disney en sus
adaptaciones, nada hay más revolucionario que una heroína que no se arredra
ante nadie ni nada, que no acepta imposiciones, que es independiente, que lee
compulsivamente, que busca el bienestar de los suyos, que ignora al guapito de
turno que pretende dominarla y lucirla como un trofeo, por más que pudiéramos
quedarnos en su primera capa La bella y
la bestia transmitía muchas sensaciones y algunas daban fruto según pasaba
el tiempo y los que eran niños entonces se convertían en adultos más avispados
que aquellos que ya lo éramos cuando se estrenó. Al margen de todo esto, la
envolvente y espectacular partitura de Alan Menken y las letras que Howard
Ashman creó para las canciones, su perfecta integración en la trama, motor que
la hace avanzar y enriquece, y el despliegue visual, el derroche animado que
nos permitía (literalmente) atravesar una lámpara (secuencia durante la que se
escuchaban suspiros admirativos), el mimo y acierto que siempre demuestra
Disney en los personajes secundarios y que aquí bate cotas de excelencia, fue
inevitable (¿Para qué oponerse a lo que encandila y cautiva?) rendirse a la evidencia
y dejarse arrastrar por este huracán que nos reconciliaba con el espectáculo e
incluso con nosotros mismos.
Tras ser trasladada a los escenarios en un musical que se ha
representado en medio mundo (incluida España), era lógico pensar que La bella y la bestia regresaría a la
gran pantalla con todos los honores y con actores reales que diesen vida a los
personajes principales (más allá de los trucos, animaciones y demás efectos
necesarios para que viésemos objetos y no personas), aunque Alan Menken se
opuso a que la película fuese una mera traslación de lo que se había visto en teatro,
motivo por el cual sólo dejó las canciones compuestas junto a Howard Ashman
para el filme de 1991 y, en lugar de utilizar las añadidas en el musical, se
reunió de nuevo con Tim Rice (Ashman había fallecido en marzo de 1991, sin poder
ver terminada la película) para crear cuatro nuevos temas que imprimiesen un
sello propio a esta versión. Pocos directores parecen idóneos para sacar
adelante este proyecto, la lista se reduce cuando se admira el espectacular
trabajo de Bill Condon, llevando la batuta con pulso firme pero sin pretender
epatar ni mucho menos enmendar la plana a nadie, asume que determinadas
secuencias sólo pueden ser un calco de aquellas que millones de espectadores
tienen en sus retinas y corazones pero es capaz de darles un aire de novedad y,
sobre todo, de coreografiar con fluidez y ritmo (algo que para muchos se basa
en atropellar el montaje), adecuándose a cada momento como un camaleón
demostrando su enorme versatilidad, consintiendo y propiciando que el magnífico
elenco demuestre sus facultades y dé vida a personajes muy bien escritos que
van más allá de lo rudimentario, del cliché, de lo somero, del trazo grueso
(algo que también podría apreciarse en la cinta de animación). Emma Watson
reinventa a Bella y le aporta personalidad, inteligencia, bravura, rehúye el
tópico, sabe demostrar sensibilidad sin necesidad de despeñarse por la ñoñería;
Dan Stevens, al que apenas veremos el rostro puesto que es la Bestia, imprime
la fuerza necesaria a su rol, expresando con la mirada tormento, ilusión,
desolación, derrota, amor; Kevin Kline aporta su sabiduría para que Maurice aún
destaque más, destilando ternura sin necesidad de trucos fáciles; Ewan McGregor
es dinámico y vivaz, se apodera del numerazo de la función (Be Our Guest) sin imitar a nadie; Ian McKellen vuelve a dejar patente su
grandeza, su inmensa dignidad actoral, se difumina en el personaje para lograr
otra apabullante creación; Emma Thompson consigue el más difícil todavía y, por
unos momentos, nos hace olvidar que la inconmensurable Angela Lansbury cantó la
canción homónima de la película hace poco más de 25 años; es un placer escuchar
a la gran Audra McDonald (señora que tiene cuatro Tonys en casa), gozar del
siempre excelente Stanley Tucci y que Nathan Mack y Gugu Mbatha-Raw completen
con brillantez el elenco de sirvientes transformados en objetos; Josh Gad sale
airoso del envite que ha supuesto (para los de siempre) revelar que LeFou es
homosexual y da toda una lección de cómo encarnar un personaje de esa tendencia
sin abusar de una gestualidad forzada, ridícula y mal afeminada, derrochando
carisma y provocando carcajadas y empatía. Se ha querido dejar para el final a
Luke Evans, puesto que lo que hace con Gastón es digno de todos los premios
posibles, dosificando la parodia, refrenando la comicidad para conferir enorme
naturalidad a sus modos fatuos y rudos, mostrando sin dulcificar su lado más
oscuro pero exhibiendo una sonrisa irresistible y un poderío que rebosa la
pantalla.
Si Peter y el dragón (2016)
sirvió para dejar claro cómo no deben acometerse este tipo de revisiones y/o
actualizaciones (y, por otro lado, la que aquí llamamos Pedro y el dragón Elliot (1977) ya era una película de acción real,
por mucho que el dragón de la actual sea un auténtico prodigio no termina de
verse claro por qué volver a filmar ese título), El libro de la selva (2016) supuso una gratísima sorpresa y sirvió
para todo lo contrario, confirmando La
bella y la bestia que la lección parece muy bien aprendida -ojalá no
tengamos que retractarnos ni lamentarnos, y sí congratularnos, cuando llegue La sirenita-.