martes, 28 de julio de 2015

SAZA: PASANDO EL RATO PADRE



  


 En muchas ocasiones, la versatilidad está sobrevalorada: por un lado, porque incluso el actor más dúctil tiene un talón de Aquiles, un registro y/o personaje que no le va, al que no le pilla el aire, en el que naufraga por mucho que se aplique (los hay que tienen olfato y rechazan un cometido en el que saben no van a estar cómodos ni responder a las expectativas de sus seguidores –y también los hay que se equivocan estrepitosamente al no aceptar ciertos proyectos-); por otro, porque no resulta necesaria para admirar el arte interpretativo de alguien que, a pesar de gozar de recursos de lo más variados y de haber transitado por diferentes géneros y tonos, ha sabido desarrollar una personalidad que impregna cualquiera de sus personajes, sabiendo encontrarles la horma para adecuarlos a su forma de ser en pantalla o sobre las tablas, aprovechando cualquier frase como si fuese la más importante, imprimiéndole un carácter que la convierte en imperecedera. Hablamos de esos actores a los que suele calificarse como “característicos” (hay quien lo dice arrugando un poco –o un mucho- la nariz, con cierto aire de displicencia cuando no de menosprecio), los que crean ambiente, los que dotan de verosimilitud, los que sustentan la trama, esos rostros que ya por sí solos narran una historia, recrean una época, una escuela en la que los británicos (como en tantas cosas) son maestros pero que en España ha tenido una generación verdaderamente brillante (y que por desgracia no tiene demasiados herederos): esas gentes que saben decir, sin enfatizar, sencillamente dejando escapar la frase (o la palabra) en la medida adecuada para lograr el efecto cómico, imprimiéndoselo a lo que no lo pretendía, llegando a lo más hondo como si no hubiese detrás un trabajo medido y preciso, un oficio desarrollado durante años, una preparación constante. José Sazatornil, es decir, Saza (me resisto a ponerle comillas o cursiva porque este apócope será por siempre su nombre de guerra, aquel con el que se hizo popular y será inmortal, una categoría en sí mismo, el modo en que le gustaba ser llamado, el apelativo que se pronunciará siempre con inmenso cariño y enorme respeto) es el máximo ejemplo de cómo ser fiel a sí mismo pero poniéndose al servicio del rol encomendado, cómo adecuar los personajes al estilo que le identificaba con apenas un gesto pero manteniendo el equilibrio, sin cargar las tintas, con la sabiduría que da una extensa y exitosa carrera, una entrega concienzuda al oficio, un mimo puntilloso para no alterar en lo más mínimo lo escrito pero dejando su sello, su marchamo, añadiéndole un algo indefinible que provoca que esa frase sea pronunciada desde ese momento con su cadencia y manera de decir.
   Tuve la gozosa oportunidad de confirmarlo cuando le entrevisté en su camerino del Teatro Español, donde triunfaba en ese momento con Los habitantes de la casa deshabitada que dirigía Mara Recatero; no pude evitar una sonora carcajada (en realidad, varias, pero ésta a la que me refiero tiene un lugar muy especial en mi memoria como espectador) cuando, en la escena final, cuando el disparate no tiene freno, Saza se volvía hacia Paloma Paso Jardiel (la nieta del autor) y exclamaba: “Nada, que nos pegan y todo por culpa de la tonta que está aquí pasando el rato padre”. Los que tuvieran la infinita fortuna de contemplar al actor sobre las tablas (también los que sólo le conozcan a través del cine y la televisión, pero en un teatro su voz resonaba como pocas –ya lo señalaba Concha Velasco en sus memorias: Saza sabía proyectar para que se le escuchase sin problemas hasta en la última fila del gallinero-) pondrán la entonación pertinente para comprender por qué ese “rato padre” me resulta antológico: parecía que lo acababa de improvisar en ese momento, lo profería entre el susto y la indignación, envuelto en el enredo, como sin pensarlo, cuando lo cierto es que Jardiel Poncela (un maestro a la hora de trenzar diálogos rápidos, reconocibles, populares, recogiendo el habla de la calle) lo había escrito así, como si supiese que Saza lo iba a interpretar muchos años después. Al alabarle esa naturalidad, volvió a mover las manos y la mandíbula, sus señas de identidad, amplió aún más su sempiterna sonrisa, hizo una pequeña reverencia como agradecimiento (¡Y yo a punto de ponerme de rodillas porque cada respuesta era una obra de arte!) mientras me explicaba que hay que ser fiel al autor, que hay que decirlo todo y puso el énfasis en que ese todo debe entenderse de principio a fin, que así lo aprendió de sus maestros y que así es como deben hacerse las cosas por respeto al público. Aún tuve el privilegio de entrevistarle en otra ocasión (que fue, por cierto, la primera vez que tuve cara a cara a la que siempre fue una actriz de mi gusto –entre otras razones porque tiene mucho en común con Saza y otros intérpretes de ese calibre-, con la que años después desarrollaría una amistad que aún perdura y la compartiría con Pablo: Marta Fernández-Muro), fue en la reposición de Los caciques de Carlos Arniches, un homenaje a José Luis Alonso orquestado por Ángel Fernández Montesinos (quien, precisamente, retomará la obra el próximo otoño en el mismo escenario en que Alonso dio a conocer su versión: el María Guerrero); lo que entonces no sabíamos es que sería la última oportunidad de disfrutarle en directo, lo que magnifica en parte el recuerdo, aunque él estaba pletórico, en forma, a la altura de su circunstancia (sé que si escribo mito me lo va a recriminar), enorme como siempre, calzándose a Arniches como un guante (ya lo había hecho con Es mi hombre unos años antes –siempre lamentaré no haber podido verlo, igual que no lloraré lo suficiente por no haber tenido la edad suficiente para ser espectador de su Filomena Marturano, por mucho que la propia Concha Velasco protagonizase una espléndida reposición con un magnífico Héctor Colomé, pero imaginar a Saza en ese cometido es como para ponerse a levitar-), volviendo a regalar un momento irrepetible que señala su grandeza como actor, su meticulosidad, su manera de dibujar el personaje dándole ese aire a lo Saza que sólo él podía insuflar: en un momento dado, al abandonar la escena, saludaba ceremoniosamente a todo el mundo e incluso hacía una rápida inclinación a las moscas que se supone volaban por allí (¡Uf, qué escalofrío sólo evocarlo! ¡Cuántas horas entregadas a la interpretación para conseguir esa espontaneidad!).
   Mi primer recuerdo de Saza me llega de aquellas tardes de cine español que TVE regalaba en los años 70 (sin reivindicar nada, sencillamente mostrando y demostrando lo que es imperecedero, lo que sigue funcionando, lo que además de divertido es entrañable y supone una reunión con viejos conocidos, con actores queribles, lo que no se sabe hacer ahora, lo que se menosprecia por ignorancia o crítica espuria para evitar la comparación): su aparición como sufrido cliente del falso dentista que es Tony Leblanc en un momento de Los que tocan el piano (1968) me sigue provocando mucha diversión (e identificación: creo que esa secuencia sustenta mi terror y pánico ante la posibilidad de visitar una consulta odontológica). A partir de ahí, mil títulos en los que conseguía sobresalir entre esa impresionante nómina de secundarios que tanta gloria han dado a la cinematografía patria –Las que tienen que servir (1967), Un millón en la basura (1967) o Las leandras (1969)-, hasta llegar a La escopeta nacional (1977), uno de sus hitos, demostración de cómo destacar en un reparto coral, un acierto de casting que extrae todo el patetismo, toda la caricatura, toda la fatuidad risible y ridícula que Berlanga destila en lo que queda como un documento imprescindible para comprender la época retratada (como su personaje no podía tener más recorrido en los títulos siguientes que conformaron lo que quedó como trilogía sobre los Leguineche, Berlanga le encomendó un papel similar –nada nuevo bajo el sol-, el centro absoluto de Todos a la cárcel (1993), filme fallido al que Saza imprimía dignidad y oficio –y ofrecía un sonoro e inevitablemente divertido pedo como colofón que pasa a la galería de momentos a no olvidar-). No hace mucho tuve la grata sorpresa de encontrármelo entre el magnífico reparto de El jardín de Venus (1983-1984), la serie de José María Forqué, en el tramo que adaptaba historias de María de Zayas y en el capítulo final, reviviendo así el placer que en su día supuso verle encarnar a don Justo en Cinco minutos nada menos (1984), desde el primer momento mi favorita entre las revistas que Fernando García de la Vela realizó para TVE (no es de extrañar cuando el reparto incluía a Concha Velasco, Quique Camoiras, Alfonso del Real, Lia Uyá, María Isbert, Luis Varela, Margot Cottens o Pedro Osinaga). No podía faltar en La colmena (1982), la obra maestra de Mario Camus, todo un quién es quién de la interpretación en España, una guía a la que habrá que volver una y mil veces, con su sola presentación en El año de las luces (1986) deja en pañales a todo lo que le rodea (lo que no es tarea fácil porque hablamos de Verónica Forqué, Chus Lampreave, Manuel Alexandre y Rafaela Aparicio) y llegó a lo más alto con su aparición en Espérame en el cielo (1988), Goya incluido, en un personaje imposible que sólo un actor de su calibre podía desempeñar sin caer en lo ridículo, con la dosis precisa de caricatura, tomándose en serio la comedia como siempre hizo.
   Su enormidad estaba por encima del resultado final, puesto que jamás he compartido el entusiasmo más o menos generalizado (fuimos a verla un grupo y a ninguno satisfizo), el objeto de culto en que se ha convertido Amanece, que no es poco (1989), pero siempre recordaré al borde de las lágrimas los momentos en que Luis Ciges explica a su hijo (Antonio Resines) que mató a su madre “porque era muy mala” y la rúbrica final de Saza disparando al sol (que nace por donde no debe) mientras estalla con lo que ya es su mítico “¡Yo no aguanto este sindiós!”, ejemplo y enseñanza de cómo decir una rase para convertirla en histórica, en inmortal, en parte de la cultura popular. Sólo por un momento tan glorioso, Saza merece el lugar que se ha ganado a pulso entre los actores más queridos y aplaudidos: un amigo, un icono, un genio (me da igual que me regañe: será un honor que eso suceda).

jueves, 2 de julio de 2015

"JURASSIC WORLD": COMO SI LOS AÑOS (Y LAS ERAS) NO HUBIERAN PASADO






TÍTULO ORIGINAL: Jurassic World DIRECCIÓN: Colin Treborrow GUIÓN: Rick Jaffa, Amanda Silver, Colin Treborrow, Derek Connolly (basado en los caracteres creados por Michael Crichton) MÚSICA: Michael Giacchino FOTOGRAFÍA: John Schwartzman MONTAJE: Kevin Stitt REPARTO: Chris Pratt, Bryce Dallas Howard, Irrfan Khan, Vincent D´Onofrio, Ty Simpkins, Nick Robinson, Jake Johnson, Omar Sy

   Aunque todos los escritos de este blog tienen un marcado contenido personal, son reflexiones, análisis, digresiones, pensamientos, conclusiones extraídas de la experiencia como espectador y de los muchos años en que he ido desarrollando un criterio que puede ser considerado profesional en el sentido de que ha tenido trascendencia a través de los medios de comunicación y de algunos libros publicados, siempre intentando argumentar cada frase pero desde mi propia óptica, sin pretender imponerla a nadie ni considerarla por encima de otras (en todo caso, oponiéndola a las de muchos que, por firmar en algún sitio o encontrar tribunas desde las que explayarse, se consideran o son considerados como expertos, cuando en este oficio de ver películas nunca se deja de aprender ni de descubrir, cuando el tiempo va pasando y nuestras apreciaciones van variando, adquiriendo nuevos matices, haciendo valioso lo que antaño menospreciamos, derribando de su pedestal aquello que adorábamos), hoy tengo ganas de saltarme cualquier ortodoxia en atención a lo que nunca me gusta olvidar es un género literario y periodístico (la crítica) para dejarme llevar por el entusiasmo, por los recuerdos, por cómo recuerdo el primer visionado de Parque Jurásico (1993), por cómo he querido vivir Jurassic World de un modo similar, sin pensar en nada más que el entretenimiento, la diversión, sin poder evitar que, por deformación tras tantos años de ejercicio, en ocasiones se imponga la que podemos llamar “voz más cerebral” pero consintiendo, permitiendo, propiciando que sea la pasional la que marque el tono, el estilo, el argumento de esta historia (en realidad, es algo que intento primar siempre, sin que me ciegue el entendimiento y el debido respeto a los que me leen, pero me resulta imposible recomendar o desaconsejar algo si no lo hago desde la pasión, desde el amor por lo audiovisual, como si siempre fuese aquel niño que descubrió la magia del cine de la mano de sus tíos contemplando El coloso en llamas (1974) con apenas cinco años en aquella inmensa pantalla del cine Proyecciones de Madrid).
   Siempre he tenido querencia por Steven Spielberg y mi admiración no ha hecho sino crecer con los años, aumentar mientras él seguía desplegando su sabiduría y asumía nuevos retos, obviamente me gustan más unos títulos que otros, pero lo que me revalida su maestría y talento es el hecho de que las películas que algunos consideran (con cierta condescendencia o desprecio manifiesto) “para niños” aguantan perfectamente el paso del tiempo, no hay que mirarlas con los ojos y el corazón teñidos de nostalgia, recuperando la ingenuidad, contextualizándolas, basta con repetirlas para sentir la emoción del clásico que mantiene su vigencia e, incluso, para descubrir el doble código en que el cineasta narra historias como E.T. El extraterrestre (1982) o En busca del arca perdida (1981), por eso cautiva a audiencias de todo el mundo sin distinciones de edad. Jamás comprenderé que un director que tiene ese buen ojo para el espectáculo, para lo trepidante, para lo emocionante (sea detrás de la cámara o como productor), alguien que consigue cintas tan memorables y definitivas en su género como Tiburón (1975) o Encuentros en la tercera fase (1977), alguien que se desmarca de cualquier etiqueta con la estupenda (y desconocida u olvidada por muchos) Loca evasión (1974), se sienta obligado (o así lo parezca) a pedir perdón y redimirse con “películas adultas” como El color púrpura (1985) o La lista de Schindler (1993) aunque su existencia, en realidad, lo que hace es tapar muchas bocas, nos topamos con unas obras muy maduras y plenas de sensibilidad, rebosantes de su personalidad, trabajos personales y mimados, en absoluto imposiciones, creaciones que en gran parte no sorprenden a los que, bien intuitivamente (por la edad en que las vimos por primera vez), bien por aplicar el olfato desarrollado, ya nos habíamos dejado impregnar del humanismo de Spielberg, de su jovialidad que sólo es frívola cuando el producto lo requiere, del tono íntimo que introducía con enorme naturalidad en medio de la peripecia, sin moralinas ni ñoñerías de las que tanto le han acusado (aunque si cierto que, en varias ocasiones, desbarra en la secuencia final, alarga la película más de la cuenta aunque sólo sean unos segundos, pero eso no invalida todo lo anterior). Y como máximo ejemplo de su versatilidad, el mismo año en que arrasa con la estremecedora La lista de Schindler, acomete la adaptación fílmica de una novela de Michael Crichton que había sido un éxito de ventas (como algunas de las anteriores), pero al que Spielberg eleva a lo más alto, al que insufla nueva vida, al que convierte en categoría propia, al que transforma para siempre en “el autor de Parque Jurásico”. Su visión fue un auténtico gozo ya desde esa primera secuencia en la que, al modo de Tiburón, el director sólo deja intuir, sugiere, crea tensión y miedo por lo que no vemos, por lo que imaginamos, por lo que presentimos (da igual que sepamos que son dinosaurios: el modo en que juega con las sombras, los sonidos, los gritos, el tempo narrativo –y dará muestras de su genialidad en este aspecto a lo largo de la película en algunas escenas que se han convertido en históricas-); la novela original se basa en las fronteras éticas, en los dilemas morales, en asuntos que le eran muy caros al autor en su condición de médico y que él sabía articular y desgranar como parte de la acción, la que hace primar Spielberg aunque el dibujo y las posiciones que toman los personajes se correspondan con el original (pero dejando en un segundo plano aquello que puede llegar a ser un lastre porque, por encima de todo, se trata de una de aventuras). Su mecanismo de relojería perfectamente engrasado, su manera de funcionar como unas fichas de dominó que van haciéndose caer en el orden correcto y con la cadencia precisa para que el movimiento no se detenga, su ritmo medido y preciso provoca que Parque Jurásico siempre consiga el mismo efecto: asombrar, interesar, hacer rebullir en el asiento, disfrutar como si fuese la primera vez y sin ningún tipo de complejo ni recato (allá aquellos que se niegan la diversión por hacerse los importantes).
   El triunfo sin paliativos provocó una segunda parte, El mundo perdido (1997), que ya era más farragosa como novela, que ya estaba escrita con otra intención y con la mirada puesta en las ventas, que ya se sabía catapultada a lo más alto de la lista de best sellers casi antes de ser publicada, que como película no supo ni acercarse a su predecesora (hay que reconocer que Spielberg se lo había puesto muy difícil), pero que ni siquiera funcionaba en sí misma aunque se olvidase o no se conociera (algo tal vez ciertamente complicado) la anterior, un trabajo excesivamente rutinario e indigno del señor que había dirigido El diablo sobre ruedas (1971) o Indiana Jones y el templo maldito (1984). Puede que ese haya sido el motivo por el que no ha querido ponerse detrás de la cámara para hacerse cargo de Jurassic World, y esa es la peor noticia y la mayor carencia de la cinta puesto que Colin Trevorrow demuestra conocer y respetar el modo de hacer de Spielberg pero no es él ni de lejos: es un imitador que sale airoso del envite pero al que falta ingenio, velocidad, capacidad de sugerencia, osadía en determinados encuadres, dotar de auténtica vida a las imágenes, algunas grandilocuentes y efectivas, otras muy bien filmadas, sin distorsiones ni trampas, con un acabado muy verosímil en que los trucos se diluyen, pero sin el aliento épico y vibrante que con suma facilidad sabe imprimir el que a todas luces ha de ser considerado como maestro. Es una lástima que varias de las posibilidades para conformar un espectáculo total e inolvidable, para conseguir secuencias memorables que queden en el imaginario colectivo, se desaprovechen por un afán de velocidad que en algunos momentos (por fortuna, muy pocos y breves) puede llegar a crispar, aunque consigue salvar el escollo por su empeño (y logro) de ofrecer una película entretenida, sin ningún otro tipo de pretensión que sobrecargue el conjunto, jugando los efectos en tres dimensiones (para quien opte por verla así) con acierto pero sin disparatar ni hacer imposible (o ridículo) el visionado convencional. Si parte del encanto original destella de vez en cuando es gracias al carismático (y actor sólido) Chris Pratt, quien tras esa agradabilísima sorpresa que fue Guardianes de la galaxia (2014) demuestra que Indiana Jones podría tener un cuerpo sustituto y que su socarronería y mordacidad son ingredientes espléndidos para contrarrestar los efectos letales de su imponente físico (que puede llevar a pensar que estamos ante alguien negado para el arte de la actuación –precisamente uno de sus méritos es saber ponerlo al servicio del personaje, integrarlo como elemento definitorio de su manera de ser, imposible hacerte olvidar lo que estás contemplando pero consiguiendo que en ocasiones te importe el personaje no sólo por su envoltorio), al margen de mantener una química y tensión sexual no resuelta de las que quitan el hipo con Bryce Dallas Howard, esa estupenda actriz que tantos enteros hace subir el apellido familiar (por mucho que su papá, Ron, tenga un Oscar como director de Una mente maravillosa (2001), superando de una tacada a Robert Altman, David Lynch, Peter Jackson y Ridley Scott), evocando sin imitar ni parodiar a las heroínas clásicas que huían y gritaban sin freno, demostrando que tiene un par de tacones (en lo que a uno se le antoja un guiño al profesor Jones, ese que no perdía jamás el sombrero –y cuya pérdida es uno de sus gags más recordados-). Y eso sin olvidar el malo de antología que se marca Vincent D´Onofrio, ese actor camaleónico y magnífico, menos reivindicado de lo que merece. En definitiva, siendo consciente de que hay cosas que no se pueden repetir, al menos Jurassic World mantiene el interés, proporciona sus propios recuerdos y motiva que otros (que no están olvidados, para nada) recobren actualidad, al margen de contemplarse con una casi permanente sonrisa, mucha alegría, emocionado otra vez ante la gran pantalla.