En muchas ocasiones, la versatilidad está
sobrevalorada: por un lado, porque incluso el actor más dúctil tiene un talón
de Aquiles, un registro y/o personaje que no le va, al que no le pilla el aire,
en el que naufraga por mucho que se aplique (los hay que tienen olfato y
rechazan un cometido en el que saben no van a estar cómodos ni responder a las
expectativas de sus seguidores –y también los hay que se equivocan
estrepitosamente al no aceptar ciertos proyectos-); por otro, porque no resulta
necesaria para admirar el arte interpretativo de alguien que, a pesar de gozar
de recursos de lo más variados y de haber transitado por diferentes géneros y
tonos, ha sabido desarrollar una personalidad que impregna cualquiera de sus
personajes, sabiendo encontrarles la horma para adecuarlos a su forma de ser en
pantalla o sobre las tablas, aprovechando cualquier frase como si fuese la más
importante, imprimiéndole un carácter que la convierte en imperecedera. Hablamos
de esos actores a los que suele calificarse como “característicos” (hay quien
lo dice arrugando un poco –o un mucho- la nariz, con cierto aire de
displicencia cuando no de menosprecio), los que crean ambiente, los que dotan
de verosimilitud, los que sustentan la trama, esos rostros que ya por sí solos
narran una historia, recrean una época, una escuela en la que los británicos
(como en tantas cosas) son maestros pero que en España ha tenido una generación
verdaderamente brillante (y que por desgracia no tiene demasiados herederos):
esas gentes que saben decir, sin enfatizar, sencillamente dejando escapar la
frase (o la palabra) en la medida adecuada para lograr el efecto cómico,
imprimiéndoselo a lo que no lo pretendía, llegando a lo más hondo como si no
hubiese detrás un trabajo medido y preciso, un oficio desarrollado durante
años, una preparación constante. José Sazatornil, es decir, Saza (me resisto a
ponerle comillas o cursiva porque este apócope será por siempre su nombre de
guerra, aquel con el que se hizo popular y será inmortal, una categoría en sí mismo,
el modo en que le gustaba ser llamado, el apelativo que se pronunciará siempre
con inmenso cariño y enorme respeto) es el máximo ejemplo de cómo ser fiel a sí
mismo pero poniéndose al servicio del rol encomendado, cómo adecuar los
personajes al estilo que le identificaba con apenas un gesto pero manteniendo
el equilibrio, sin cargar las tintas, con la sabiduría que da una extensa y
exitosa carrera, una entrega concienzuda al oficio, un mimo puntilloso para no
alterar en lo más mínimo lo escrito pero dejando su sello, su marchamo,
añadiéndole un algo indefinible que provoca que esa frase sea pronunciada desde
ese momento con su cadencia y manera de decir.
Tuve la gozosa oportunidad de confirmarlo
cuando le entrevisté en su camerino del Teatro Español, donde triunfaba en ese
momento con Los habitantes de la casa
deshabitada que dirigía Mara Recatero; no pude evitar una sonora carcajada
(en realidad, varias, pero ésta a la que me refiero tiene un lugar muy especial
en mi memoria como espectador) cuando, en la escena final, cuando el disparate
no tiene freno, Saza se volvía hacia Paloma Paso Jardiel (la nieta del autor) y
exclamaba: “Nada, que nos pegan y todo por culpa de la tonta que está aquí
pasando el rato padre”. Los que tuvieran la infinita fortuna de contemplar al
actor sobre las tablas (también los que sólo le conozcan a través del cine y la
televisión, pero en un teatro su voz resonaba como pocas –ya lo señalaba Concha
Velasco en sus memorias: Saza sabía proyectar para que se le escuchase sin
problemas hasta en la última fila del gallinero-) pondrán la entonación pertinente
para comprender por qué ese “rato padre” me resulta antológico: parecía que lo
acababa de improvisar en ese momento, lo profería entre el susto y la
indignación, envuelto en el enredo, como sin pensarlo, cuando lo cierto es que
Jardiel Poncela (un maestro a la hora de trenzar diálogos rápidos,
reconocibles, populares, recogiendo el habla de la calle) lo había escrito así,
como si supiese que Saza lo iba a interpretar muchos años después. Al alabarle
esa naturalidad, volvió a mover las manos y la mandíbula, sus señas de
identidad, amplió aún más su sempiterna sonrisa, hizo una pequeña reverencia
como agradecimiento (¡Y yo a punto de ponerme de rodillas porque cada respuesta
era una obra de arte!) mientras me explicaba que hay que ser fiel al autor, que
hay que decirlo todo y puso el énfasis en que ese todo debe entenderse de
principio a fin, que así lo aprendió de sus maestros y que así es como deben
hacerse las cosas por respeto al público. Aún tuve el privilegio de
entrevistarle en otra ocasión (que fue, por cierto, la primera vez que tuve
cara a cara a la que siempre fue una actriz de mi gusto –entre otras razones
porque tiene mucho en común con Saza y otros intérpretes de ese calibre-, con
la que años después desarrollaría una amistad que aún perdura y la compartiría
con Pablo: Marta Fernández-Muro), fue en la reposición de Los caciques de Carlos Arniches, un homenaje a José Luis Alonso
orquestado por Ángel Fernández Montesinos (quien, precisamente, retomará la
obra el próximo otoño en el mismo escenario en que Alonso dio a conocer su
versión: el María Guerrero); lo que entonces no sabíamos es que sería la última
oportunidad de disfrutarle en directo, lo que magnifica en parte el recuerdo,
aunque él estaba pletórico, en forma, a la altura de su circunstancia (sé que
si escribo mito me lo va a recriminar), enorme como siempre, calzándose a
Arniches como un guante (ya lo había hecho con Es mi hombre unos años antes –siempre lamentaré no haber podido
verlo, igual que no lloraré lo suficiente por no haber tenido la edad
suficiente para ser espectador de su Filomena
Marturano, por mucho que la propia Concha Velasco protagonizase una
espléndida reposición con un magnífico Héctor Colomé, pero imaginar a Saza en
ese cometido es como para ponerse a levitar-), volviendo a regalar un momento
irrepetible que señala su grandeza como actor, su meticulosidad, su manera de
dibujar el personaje dándole ese aire a lo Saza que sólo él podía insuflar: en
un momento dado, al abandonar la escena, saludaba ceremoniosamente a todo el
mundo e incluso hacía una rápida inclinación a las moscas que se supone volaban
por allí (¡Uf, qué escalofrío sólo evocarlo! ¡Cuántas horas entregadas a la
interpretación para conseguir esa espontaneidad!).
Mi primer recuerdo de Saza me llega de
aquellas tardes de cine español que TVE regalaba en los años 70 (sin
reivindicar nada, sencillamente mostrando y demostrando lo que es imperecedero,
lo que sigue funcionando, lo que además de divertido es entrañable y supone una
reunión con viejos conocidos, con actores queribles, lo que no se sabe hacer
ahora, lo que se menosprecia por ignorancia o crítica espuria para evitar la
comparación): su aparición como sufrido cliente del falso dentista que es Tony
Leblanc en un momento de Los que tocan el
piano (1968) me sigue provocando mucha diversión (e identificación: creo
que esa secuencia sustenta mi terror y pánico ante la posibilidad de visitar
una consulta odontológica). A partir de ahí, mil títulos en los que conseguía
sobresalir entre esa impresionante nómina de secundarios que tanta gloria han
dado a la cinematografía patria –Las que
tienen que servir (1967), Un millón
en la basura (1967) o Las leandras (1969)-,
hasta llegar a La escopeta nacional (1977),
uno de sus hitos, demostración de cómo destacar en un reparto coral, un acierto
de casting que extrae todo el patetismo, toda la caricatura, toda la fatuidad
risible y ridícula que Berlanga destila en lo que queda como un documento
imprescindible para comprender la época retratada (como su personaje no podía
tener más recorrido en los títulos siguientes que conformaron lo que quedó como
trilogía sobre los Leguineche, Berlanga le encomendó un papel similar –nada nuevo
bajo el sol-, el centro absoluto de Todos
a la cárcel (1993), filme fallido al que Saza imprimía dignidad y oficio –y
ofrecía un sonoro e inevitablemente divertido pedo como colofón que pasa a la
galería de momentos a no olvidar-). No hace mucho tuve la grata sorpresa de
encontrármelo entre el magnífico reparto de El
jardín de Venus (1983-1984), la serie de José María Forqué, en el tramo que
adaptaba historias de María de Zayas y en el capítulo final, reviviendo así el
placer que en su día supuso verle encarnar a don Justo en Cinco minutos nada menos (1984), desde el primer momento mi
favorita entre las revistas que Fernando García de la Vela realizó para TVE (no
es de extrañar cuando el reparto incluía a Concha Velasco, Quique Camoiras, Alfonso
del Real, Lia Uyá, María Isbert, Luis Varela, Margot Cottens o Pedro Osinaga).
No podía faltar en La colmena (1982),
la obra maestra de Mario Camus, todo un quién es quién de la interpretación en
España, una guía a la que habrá que volver una y mil veces, con su sola
presentación en El año de las luces (1986)
deja en pañales a todo lo que le rodea (lo que no es tarea fácil porque
hablamos de Verónica Forqué, Chus Lampreave, Manuel Alexandre y Rafaela
Aparicio) y llegó a lo más alto con su aparición en Espérame en el cielo (1988), Goya incluido, en un personaje
imposible que sólo un actor de su calibre podía desempeñar sin caer en lo
ridículo, con la dosis precisa de caricatura, tomándose en serio la comedia
como siempre hizo.
Su enormidad estaba por encima del resultado
final, puesto que jamás he compartido el entusiasmo más o menos generalizado
(fuimos a verla un grupo y a ninguno satisfizo), el objeto de culto en que se
ha convertido Amanece, que no es poco (1989),
pero siempre recordaré al borde de las lágrimas los momentos en que Luis Ciges
explica a su hijo (Antonio Resines) que mató a su madre “porque era muy mala” y
la rúbrica final de Saza disparando al sol (que nace por donde no debe) mientras
estalla con lo que ya es su mítico “¡Yo no aguanto este sindiós!”, ejemplo y
enseñanza de cómo decir una rase para convertirla en histórica, en inmortal, en
parte de la cultura popular. Sólo por un momento tan glorioso, Saza merece el
lugar que se ha ganado a pulso entre los actores más queridos y aplaudidos: un
amigo, un icono, un genio (me da igual que me regañe: será un honor que eso
suceda).