TÍTULO ORIGINAL: Trumbo DIRECCIÓN: Jay Roach GUIÓN: John McNamara (basado en la obra biográfica de Bruce Cook) MÚSICA: Theodore Shapiro FOTOGRAFÍA: Jim Denault MONTAJE: Alan Baumgarten REPARTO: Bryan Cranston, Diane Lane, Helen Mirren, John Goodman, Elle Fanning, Louis C. K., Michael Stuhlbarg, Richard Portnow
En ocasiones, reclamamos un excesivo rigor
histórico a lo que debemos entender no es más que entretenimiento, ficción por
mucho que se base en hechos reales (incluso puede que el propio punto de
partida sea tan sólo una leyenda, una invención, un supuesto, nada que aparezca
confirmado en estudios, en investigaciones, en aportes de los expertos -sin
perder de vista que, hasta que alguien capacitado los desautoriza, hay muchos
que fabulan, tergiversan, manipulan la verdad amparados en su prestigio o
estatus superior, sin que nadie pueda replicarles porque faltan conocimientos
sobre la materia que, como tantas veces se ha demostrado, tampoco dominan aquellos
erigidos en expertos-); es cierto que no se puede consentir que alguien anuncie
una película biográfica para, después, ocultar los episodios ambiguos,
reprobables, incómodos, lo que se niega como si no hubiera existido, lo que se
extirpa tal y como querría hacerse en la vida diaria (especialmente los
aspectos relativos a la sexualidad del personaje, pensando que, de ese modo, el
personaje sale mejor parado y el público no se sentirá ofendido -el problema,
claro, lo tienen ellos y, al final, resulta que, por ejemplo, Noche y día (1946) resultaba anodina y
descafeinada, por mucho que De-lovely (2004)
también fuese de lo más de desafortunada-) o que se altere sin rubor ni
remordimientos lo que está sancionado como Historia, haciéndolo pasar por tal,
omitiendo las aclaraciones pertinentes para que los espectadores sepan a qué
atenerse (la decepción que se lleva uno cuando descubre que no puede imitar a
Nerón cuando visita el Coliseo porque éste empezó a construirse dos años
después de su muerte -pero ese Peter Ustinov haciendo creíble el anacronismo en
Quo Vadis? (1951) quedará por siempre
en la iconografía fílmica-). Pero, con todas las matizaciones posibles, hay
obras que, aun sabiendo el modo en que camuflan, sortean o dejan fuera lo que
consideran superfluo, abstruso o indigno de mención, volviendo al inicio, dejan
un buen sabor de boca como diversión y tal vez suponen el primer acercamiento a
hechos y personajes, despiertan el interés para seguir conociendo por nuestra
cuenta.
Por otro lado, hay asuntos que no se abordan
con la veracidad ni prospección que serían deseables, quedándose en la
superficie o entibiando el punto de vista, amagando pero sin atreverse a más,
edulcorando, trivializando, tratando someramente, arrojando hacia un lado lo
que se siente una patata caliente (para eso, mejor ignorarlo y dedicarse a
otras cosas), también se da el caso de que cuando alguien los saca a la luz
asumiendo culpas, intentando expiarlas, censurando sin tapujos el mal
comportamiento de algunos, mirando de frente a la tragedia, condenando a los
responsables, clamando justicia, reconociendo errores, apelando a la mala conciencia
que tantos deberían tener, son esos (y los abducidos por estos, consciente o
inconscientemente, esos que se dejan convencer de que lo mejor es pasar página
sin haberla escrito primero) los que reprueban al creador, los que le repudian,
los que le tachan de inconveniente (y de ahí para arriba), es decir, lo que
sucedió con Louis Malle y Lacombe Lucien (1974)
y con otros muchos. Y así, Hollywood siempre aborda con muchas reticencias el
espinoso tema (usando ese calificativo, que puede parecer blando, para hacer
hincapié en cómo deben reaccionar en los despachos cuando aparece un proyecto
que, de una forma u otra, lo reaviva) de la lista negra elaborada por el Comité
de Actividades Antiestadounidenses y el comportamiento de la industria ante la
misma, ante los interrogatorios atroces y fanáticos (con el tiempo, Truman
llegaría a decir que lo más antiestadounidense que existía era el propio
Comité), ante la censura, ante la vulneración de derechos, ante el modo en que
se destrozó la carrera de algunos, ante las condenas al ostracismo que la
mayoría secundó sin que se les conmoviese ni un solo pelo, el silencio que muchos
guardaron para no verse señalados, la complicidad activa o tácita de tantos
para salvar sus traseros. Y si bien es cierto que la recreación histórica y el
tono general de Trumbo supone todo un
avance, una excelente noticia, hay una atmósfera bastante lograda que nos
introduce en la época, hay ecos de lo que podrían haber hecho cineastas como
Lumet o Scorsese (sólo unos minutos de El
aviador (2004) dejan en pañales al resto de títulos que han abordado el
asunto, incluyendo la que ahora nos ocupa), el resultado final es titubeante,
decepcionante, irregular, se nota el empeño por molestar lo justo, por
contentar a todos, por agradar más de la cuenta.
El primer guión que John McNamara firma para
la gran pantalla adolece de falta de garra, de perder fuerza según avanza, de
detenerse en episodios triviales, de buscar el chiste a toda costa, de
desperdiciar momentos brillantes, de no saber envolver convenientemente
secuencias que a pesar de todo se convierten en memorables gracias al buen
hacer de los intérpretes. Bryan Cranston hace una auténtica inmersión en la
compleja, ambivalente y caleidoscópica personalidad de Dalton Trumbo,
manejándose con soltura y efectividad en los diferentes tonos, diseccionando un
alma atormentada y tormentosa, resultando desolador con un rostro
imperturbable, imprimiendo tristeza al simple hecho de teclear, ahondando en el
trazo demasiado grueso que se apodera de gran parte del metraje; Helen Mirren
aprovecha al máximo sus apariciones como Hedda Hopper (personaje que merecería
mayor atención) para adueñarse de la pantalla, desplegando poder de fascinación
pero sin pulir las aristas de su personaje, equilibrando la posible parodia,
usando lo ridículo como forma de crítica, sacando los colores a aquellos que
tenían cosas que ocultar (y dinero y posición para hacerlo), esos demócratas
que defienden las libertades sólo mientras no pierdan réditos ni poder, esos
que entre intentar salvar a todos o asegurarse su integridad siempre optan por
lo segundo y no corren riesgos; Elle Fanning sigue dando muestras de su cada
vez mayor calidad interpretativa, lástima que a ratos su personaje parezca un
lastre (qué decir de Diane Lane, arrinconada en un mero estereotipo); John
Goodman, Louis C. K. y Michael Stuhlbarg aportan verosimilitud, empaque,
contribuyen en mucho a captar la atención del espectador.
Jay Roach deja patentes sus muchas carencias
para orquestar una película de este tipo: por más que la trayectoria televisiva
de McNamara parezca indicar que los cimientos no son excesivamente sólidos
(aunque esté a punto de estrenar su segunda temporada, Aquarius supone uno de los despropósitos más clamorosos, tirando
por la borda un material apasionante con un personaje terrorífico y carismático
-aún más lo primero debido a lo segundo- al que se ha convertido en una especie
de pelele absurdo), el director de las cintas de Austin Powers o del indudable
éxito Los padres de ella (2000) -a
ratos simpática, las cosas como son, pero debería haberse quedado ahí por más
que sus secuelas nos hayan permitido reencontrarnos con unos Dustin Hoffman y
Barbra Streisand que hubiese merecido un libreto más ingenioso- no es la mejor
opción para una película que debería prescindir del humor (especialmente de la
humorada) o al menos saber integrarlo, hacerlo natural, no procurar el gag por
encima de todo. Si bien es cierto que cuenta los hechos con precisión y sin
esconder demasiado la cara, otro tratamiento, otro tono, otra fuerza (y eso que
la cuidada dirección artística es un permanente acierto) hubiese hecho subir
muchos enteros a lo que queda, de nuevo, como un intento, como un trabajo a medias,
como algo aún en curso, el homenaje que Hollywood debería rendir de una vez por
todas a los que contribuyeron a que el arte siga siendo un constante alegato en
favor de la libertad, por más que a tantos les pese y los obstáculos (cuando no
crímenes) para que voces diferentes puedan expresarse sigan apareciendo a lo
largo del camino.