viernes, 26 de julio de 2013

"STAR TREK: EN LA OSCURIDAD": ¡QUÉ BUENO ES EL MALO!


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Star Trek Into Darkness DIRECCIÓN: J. J. Abrams GUIÓN: Roberto Orci, Alex Kurtzman, Damon Lindelof (inspirado en la serie creada por Gene Roddenberry) MÚSICA: Michael Giacchino FOTOGRAFÍA: Daniel Mindel MONTAJE: Maryann Brandon, Mary Jo Markey REPARTO: Chris Pine, Zachary Quinto, Benedict Cumberbatch, Zoe Saldana, Karl Urban, Simon Pegg, John Cho


   Hoy es de esas raras ocasiones en las que comenzar por algo personal, por una anécdota vivida en primera persona, pero viene de perlas para cimentar el presente escrito: estando con buenos amigos en un local al que acudimos con frecuencia, no estaba demasiado lejos otro de los rostros habituales en el mismo, una de esas personas que habla muy alto y como para todo el mundo, al que siempre habíamos oído definirse como artista, sin tener muy claro en cuáles de sus ramas andaba enredado, pontificando sobre esto y sobre aquello, inagotable en su hueca verborrea, reproduciendo cuatro lugares comunes leídos u oídos por aquí y por allá, vendiendo como criterio propio las típicas frases de humo que no se cimientan más que en una creencia desmedida y fanática de que las cosas son así y punto (pensamos que los amigos no le replican por prudencia, educación, desconexión –mientras él sigue y sigue ellos están elaborando la lista de la compra- o por desconocimiento); el caso es que por fin supimos hacia dónde quiere encaminar sus pasos porque hace poco, no podía ser de otra forma hablando a ese volumen y con esas ganas de aparentar y figurar, le oímos discutir las líneas argumentales de lo que pretendía ser el germen de una serie con uno de sus adláteres. Reconozco que poco puedo contar sobre las mismas, entre otras cosas porque me quedé enganchado de una de sus teorías, la que demostraba más palmariamente su escaso conocimiento sobre el género, sobre la ficción, ese con el que de un plumazo liquidó algunas de las creaciones más imperecederas de lo audiovisual (obviaremos la literatura universal en cualquiera de sus géneros y expresiones: ante la pregunta de alguien del grupo sobre qué tipo de protagonista buscaba, el interfecto aseguró que alguien atractivo, con el que el público se identificase, alguien a quien quisieran, “porque si pones un personaje negativo, lo rechazan, no interesa y todo se te viene abajo, la gente busca referentes positivos”. En fin, sin salirnos de las series, nosotros empezamos a evocar a J. R. Ewing, Angela Channing (o Richard ídem), Alexis Carrington (y su retahíla de apellidos), esos malvados que nos hacían reír y a los que jaleábamos para que diesen cera a los buenos que tan tontos resultaban (Bobby, Chase, Krystle) y a pensar en el espléndido James Purefoy de The following y de ahí pasamos al impresionante Robert Mitchum de La noche del cazador (1955) o al imprescindible y único doctor Lecter posible –el Anthony Hopkins de El silencio de los corderos (1991)- e incluso a la fascinante Cruella de Vil de 101 dálmatas (1961). Y pocos días después se estrenaba en España la nueva entrega de la saga Star Trek y encontrábamos un nuevo ejemplo para seguir abochornando al supuesto genial guionista.

   J. J. Abrams, tras sus éxitos televisivos, parece haber encontrado su camino como director de cine reverdeciendo laureles de estilos y/o series que, de una manera u otra, podemos considerar clásicos, de siempre: se puso por primera vez detrás de las cámaras cinematográficas para insuflar algo de vida a Misión imposible, que tan bajo había caído después de que John Woo perpetrara la delirante segunda entrega, y aunque los resultados estuvieron por debajo de lo esperado (habría que esperar a la estimulante Misión imposible: Protocolo fantasma (2011)para que Bard Bird supiese continuar la senda iniciada por un muy inspirado Brian De Palma), el trabajo sirvió para que cayese en sus manos el proyecto de revitalizar una serie mítica (tanto en televisión como en cine) que parecía anquilosada y sólo idónea para los muy seguidores. Así fue como Star Trek (2009) se convirtió en una cinta adorada por los Trekkies y que convenció e incluso entusiasmó a los que poco o nada sabían de las entregas anteriores, a los que no gustaban de ellas o a los que no eran aficionados al género; su máximo acierto fue equilibrar los guiños, las referencias, el pasado (en realidad, el futuro: uno de los hallazgos fue irse a la juventud de los personajes que tantos títulos habían protagonizado) con una historia de fácil comprensión por cualquiera, llegase con el conocimiento que llegase a la proyección. Con estas bases sentadas, y el aplauso casi generalizado de crítica y público, era lógico que Abrams regresara a la saga para continuar realimentándola, olvidándose de huecas explicaciones científicas, incomprensibles e ininteligibles (incluso para un iniciado o estudioso), teniendo presente que maneja un producto que busca entretener y lo consigue con honestidad, efectividad y tino y, además, con unos personajes bien escritos y definidos que, cuando son encarnados por el actor idóneo, no necesitan perderse en los vericuetos de su mente, sencillamente los expresan (ya hablamos sobre esta cuestión en la pasada crítica de El hombre de acero (2013)).

   Aunque Chris Pine siga siendo el mismo actor (en el sentido que recoge el DRAE en su primera acepción: interpreta un papel en el cine) incapaz de expresar con naturalidad alguna emoción, de hacer creíble la línea de guión más anodina por su falta total de talento (ni tan siquiera resulta carismático), si uno piensa en el capitán Kirk encarnado por William Shatner resulta que el personaje es inexpresivo, hierático, casi pétreo, pero en ese caso al menos cae en las manos de alguien que sabe dosificar recursos, emplearlos y demostrarlos, transmitiendo con la mirada, construyendo un rol heroico que interesa y preocupa al espectador; por fortuna, el atractivo y misterioso compañero de aventuras del capitán, ese Mr. Spock al que todo el mundo conoce gracias a Leonard Nimoy aunque no se haya visto ningún film de la serie, recayó en los hombros de uno de los intérpretes jóvenes más versátiles y completos que, por derecho propio, se han convertido en estrellas en estos últimos años: Zachary Quinto, capaz de aterrorizar con una mirada y rebajar dos o tres tonos su voz (véase la que con toda justicia es ya mítica segunda temporada de American Horror Story), poseedor de una sabiduría que sólo los más experimentados logran alcanzar, capaz de transformar su físico sólo con cambiar de peinado o por la manera de moverse; es un prodigio ver cómo dota a su Spock de humanidad, de sentimientos, de contradicciones, sin abandonar su pose, su imperturbabilidad, su apego a las normas.

   Y, como decíamos, Abrams se saca de la manga (bueno, ya existía en el original) uno de esos malos antológicos, uno de esos oponentes interesantes, inteligentes, alguien que logra que empaticemos con él, que comprendamos su odio, su rabia, su ira, no un mero estereotipo fruto de un maniqueísmo reduccionista (del que, todo hay que decirlo, pecan gran parte de los episodios anteriores) y, para colmo, se lo encomienda a otro de esos actores gloriosos que, a pesar de su juventud, ya ha demostrado sobradamente su maestría y sigue engrandeciendo su mito en cada nueva aparición: Benedict Cumberbatch, el antológico Sherlock Holmes del siglo XXI (parece el otoño se anuncia el estreno de la tercera temporada que volverá a reunirse con el menos espléndido Martin Freeman), inolvidable en la maravillosa War Horse (2011), necesario en la estupenda El topo (2011), grandioso en la no demasiado acertada Parade´s End (2012) –sólo por su interpretación merece la pena-. Su voz es portentosa, no tiene límites (sonó un poco en El hobbit: Un viaje inesperado (2012), por fortuna tendrá más participación en los dos títulos siguientes), siempre suena natural, no se percibe el esfuerzo, crea un agujero negro de desolación cuando narra a Kirk y Spock cómo ha llegado allí, es furia desatada cuando quiere salirse con la suya (y no necesita gritar, que tomen nota tantos y tantos –y aquí deben incluirse todos aquellos cantantes salidos o influenciados por OT-), sibilino e hipnótico como una cobra, perverso pero con debilidades, una interpretación que quita el hipo y despierta admiración sin límites. Muy conocedores del material que manejan, los guionistas organizan el clímax final en torno al enfrentamiento entre Cumberbatch y Quinto, consiguiendo que el público se remueva en la butaca sin freno, conmocionado por dos actores tan completos, por dos personalidades tan arrebatadoras.

   Tras el destrozo que el propio George Lucas hizo de su gran creación con los tres primeros episodios de Star Wars (recordemos que la saga, o sea La guerra de las galaxias (1977), se presentaba como Episodio IV: Una nueva esperanza) es todo un alivio saber que J. J. Abrams va a hacerse cargo del Episodio VII, al que (¡Que la Fuerza le acompañe!) podrá inyectar su vigor, electricidad, energía, gusto por la aventura y la acción y, encima, respetando a las legiones de fans de Luke Skywalker, Han Solo y el resto. 

martes, 23 de julio de 2013

"EL HOMBRE DE ACERO": CANTIDADES INDUSTRIALES DE CHATARRA


 


 
TÍTULO ORIGINAL: Man of Steel DIRECCIÓN: Zack Snyder GUIÓN: Zack Snyder, Christopher Nolan (basado en los personajes creados por Jerry Siegel, Joe Shuster) MÚSICA: Hans Zimmer FOTOGRAFÍA: Amir Mokri MONTAJE: David Brenner REPARTO: Henry Cavill, Amy Adams, Michael Shannon, Kevin Costner, Diane Lane, Laurence Fishburne, Christopher Meloni, Russell Crowe

 

   Si bien es cierto que cada generación necesita sus referentes, sus ídolos, sus propias características, no lo es menos que sólo podemos llamar, considerar y admirar como clásico algo que consigue vencer la barrera del tiempo y va impregnando el imaginario colectivo de varias generaciones; si todo tiene que ser considerado propio y nada de lo pasado tiene validez si no es actualizado, tuneado, remasterizado, reinventado como si no tuviese un glorioso pasado, al final conseguiremos crear un mundo en el que sólo lo inmediato, lo cercano, lo de ahora mismo será popular y desterraremos definitivamente el conocimiento, hablemos del ámbito que hablemos. Y como es mejor empezar por lo mínimo y a partir de lo que sucede con ello extraer conclusiones y enseñanzas que pueden valernos para prevenir, nada más idóneo que hablar de superhéroes, esos que desde hace un tiempo sólo gustan y consiguen el aplauso, el fervor, la idolatría si se transforman en personajes shakesperianos, si tienen conflictos internos que a buen seguro serían objeto de mofa en los protagonistas de un melodrama, si se plantean continuamente su función, su labor, su destino, si se dejan tentar por el mal y llegan a encarnarlo; lo más sorprendente de todo esto, es que los héroes de Marvel siempre han poseído estos rasgos definitorios: aunque a algunos parezca avergonzarles y los consideren pueriles e incluso muy infantiles (hablo, por supuesto, de las primeras épocas de los que hoy todavía conocemos), Thor, Capitán América, Los Cuatro Fantásticos, La Patrulla X (antes de ser transmutada en X-Men), ya tenían conflictos mentales y sembraban el ánimo de los jóvenes lectores de interrogantes sobre si eran dignos de envidia o de lástima, pero eso sucedía sin perder de vista su objetivo primordial, es decir, el entretenimiento, la evasión, llenar los ratos de ocio. Ahora, todas esas palabras se han vaciado de contenido e incluso se pronuncian con displicencia cuando no menospreciando y con comillas críticas y cargadas de reproche y de un tono muy peyorativo porque se considera que lo divertido, lo ameno, lo que nos distrae nos aborrega, nos aliena (hay todo un discurso recubierto de conciencia ciudadana, de activismo, de oposición a los diversos poderes que nos llevan por donde nos llevan que censura el gusto por cualquier distracción –cada cual utiliza la acepción de la palabra que más conviene a sus intereses-) y, de una forma u otra, llevados por ciertos complejos, los más interesados en que su objeto de culto se distancie de “los tebeos” (de nuevo, pronunciado como con asco) y adquiera otras proporciones son los seguidores, los fans, especialmente los conversos (aunque sólo si han sentido curiosidad o han querido saber algo más habrán conocido la mayoría el auténtico origen del mito; sencillamente, no tienen edad para ello) quienes se regodean en su supuesta y autoproclamada autoridad para extender certificados de calidad y afirman “así sí, esto sí es un verdadero superhéroe”.

   Y el siglo XXI vino cargado de intenciones redentoras, y el cine se fijó en dos de sus criaturas icónicas para transformarlas en productos para adultos: Superman y Batman. Aunque los comienzos de la nueva saga en torno al hombre murciélago fueron más bien titubeantes (tuvo buenas críticas, pero no unánimes ni llenas de adjetivos encomiásticos), El caballero oscuro (2008) logró convertirse en objeto de culto entre seguidores del personaje, expertos en la materia y una cantidad casi incalculable de nuevos admiradores que consideraron el filme como uno de los más grandes jamás rodados, auparon a Christopher Nolan a lo más alto del podio de directores con arte y universo propio (porque sin él Batman no existiría, claro)y marcaron la senda a seguir para conjugar éxito en taquilla con prestigio crítico; el revival de Superman se saldó con un resultado mucho más decepcionante, sobre todo teniendo en cuenta que el cometido cayó en las manos de Bryan Singer, quien había conseguido complacer a público de muy diverso pelaje y bagaje con las dos primeras entregas sobre los X-Men (tiempo habrá de detenerse un poco en ellas cuando hablemos de la por el momento última película protagonizada por Lobezno) y todo hacía pensar que Superman returns (2006) quedaría como un tibio y fallido intento de reverdecer laureles y que seguiríamos teniendo como adaptación cinematográfica de referencia la llevada a cabo por Richard Donner, un brillante espectáculo con tiempo para el humor, la parodia, la aventura y la emoción para público de cualquier edad.

   Sin embargo, como si la cinta de Singer no hubiese existido, los productores (y ahí nos encontramos entre otros al señor Nolan) han decidido contar de nuevo el origen del superhéroe, regresar a su planeta natal, es decir, reescribir la historia que ya nos contaron en 1978, la que convirtió con toda justicia en estrella a Christopher Reeve, el único actor hasta el momento que ha sabido brillar en las dos facetas: por un lado, siendo un hombre de acero perfecto, carismático, con sencillez y efectividad, sin exageraciones ni imposturas; por otro, transmitiendo la vulnerabilidad y torpeza de su disfraz, dando a Clark Kent la dosis necesaria de humanidad. Desde el primer momento, la película que ahora nos presenta Zack Snyder es grandilocuente, buscando a toda costa trascendencia, referencias filosóficas, llenado el discurso de ruido (en la acepción que el término tiene en la Teoría de la Comunicación Social), impidiendo lo que sería un desarrollo deseable, el de narrar una historia por el simple placer de hacerlo, saturando la pantalla de elementos, de explosiones, de golpes, de esfuerzos, de personajes; y no es que, como en sus títulos anteriores (la innecesaria Amanecer de los muertos (2004), la excesiva 300 (2006) o la irregular Watchmen (2009)), todo se deje a los efectos especiales, porque ni siquiera eso se luce aquí: la fotografía es oscura, remarcando que esto no es un espectáculo, dinamitando la mejor baza que puede tener cualquier peripecia en la que Superman se vea involucrado (y eso no impediría que apareciese el lado humano, véase de nuevo lo que hizo Donner), consiguiendo que el tono sea de lo más anodino, impersonal, sin garra, sin fuerza, enlazando batalla tras batalla, golpe tras golpe, destrucción tras destrucción, hasta llegar al clímax final (esa es la pretensión, claro, porque a esas alturas el bostezo del público es un abismo más peligroso que cualquiera de los que afronta el hombre de acero).

   Como ya sucedió con Singer, Snyder despoja a Superman de todo su humor, de su verdadera gracia, de esos personajes alocados que son la sal de sus historias, algo palmariamente patente en el rol de Lois Lane, en el que la gran comediante Amy Adams hubiese podido encontrar un filón, pero debe limitarse a pasar por allí e intentar transmitir algo con dos o tres de sus miradas al ver reducido su rol a una mera comparsa y no al contrapunto deseable y enriquecedor de la Lois Lane original (o sea, la de los cómics –aunque este momento y cualquiera es bueno para invocar a la gran Margot Kidder-); mientras Michael Shannon desbarra como sólo él sabe hacer (por desgracia, parece que su brillante interpretación en Revolutionary Road (2008) va a ser la excepción en una norma que pasa por exagerar gesto, voz y todo lo que se ponga a mano), Russell Crowe parece estar en otra película y Kevin Costner sigue siendo un rostro impenetrable (al que, para colmo, le toca bailar con la más fea porque la que debería ser su gran secuencia es una de las peor rodadas), Diane Lane deja muestras de su talento y grandeza en lo que puede y Henry Cavill (un hallazgo, un estupendo actor con el físico adecuado) pierde su energía, su brío, su imponente presencia, lo adecuado que resulta en el primer tramo en cuanto se enfunda el traje de superhéroe: el guión le ayuda muy poco, ya que le convierte en un estereotipo, en todo lo contrario de lo que se supone que pretendía, y desaprovecha la ocasión de recrear al hombre de acero a su estilo.

   A pesar de los pesares, el estudio ya ha anunciado que Snyder dirigirá la próxima entrega de lo que piensan transformar en saga y, además, aprovecharán para reunir en pantalla a Superman con Batman. Convendrá guardarse por el momento las sensaciones experimentadas al oír semejante idea.

 

domingo, 21 de julio de 2013

"VIOLETA SE FUE A LOS CIELOS": TORBELLINO DE PUREZA ORIGINAL


 
 
 
DIRECCIÓN: Andrés Wood GUIÓN: Andrés Wood, Eliseo Altunaga, Guillermo Calderón, Rodrigo Bazaes (basado en el libro homónimo de Ángel Parra) MÚSICA: Ángel Parra, Chango Spasiuk, José Miguel Miranda, José Miguel Tobar FOTOGRAFÍA: Miguel Ioanis Littin MONTAJE: Andrea Chignoli REPARTO: Francisca Gavilán, Cristián Quevedo, Thomas Durand, Patricio Ossa, Jorge López, Stephania Barbagelata, Gabriela Aguilera, Luis Machín


   Aunque siempre se dice que es necesario fabular, reinventar, dar forma a un suceso real (por no utilizar términos que directamente impliquen algo negativo –dar por cierto lo que no lo fue- o la creación de una ficción) para que pueda ser comprendido, asimilado, creíble como narración cinematográfica, a pesar de ser cierto que en un altísimo porcentaje lo cotidiano, el transcurrir de una vida, resulta de lo más monótono si lo contamos tal cual pasa, se dan múltiples oportunidades en que sabemos o protagonizamos un hecho del que decimos “si esto lo veo en una película, aplaudo la imaginación del guionista”; aunque sólo sea por cuestiones de tiempo, de metraje, es obvio que resulta muy complicado resumir la trayectoria vital de una persona en una sola película y, al margen de manipulaciones interesadas, glorificaciones exageradas o denostaciones sin contraste, hemos de aceptar que una cinta protagonizada por un artista es tan sólo un acercamiento, un tributo personal, un cobro de deudas pendientes, una mixtificación. Y no cabe duda de que el cine sólo se ha fijado en aquellos de los que puede contar miserias, lados oscuros, adicciones, suicidios, tragedias, si no supone un descenso a los infiernos el arte no se fija en sí mismo en sus artífices, en los que tuvieron que superar obstáculos si esos no significan, cuando menos, traumas y lágrimas que pueden revalorizarse al trasladarlos a una pantalla (si bien es cierto que el resultado ha supuesto en muchas ocasiones un buen trabajo –pudiendo incluso alcanzar la excelencia- y ha propiciado algunas de las mejores interpretaciones que aplaudirse y premiarse puedan), pero no es menos cierto que al poner el foco en una persona y su obra consigue que muchos que desconocían su existencia o que no le prestaban atención, aunque sólo sea porque se pone (o vuelve a ponerse) de moda, se detengan, se preocupen, se interesen por quién fue y qué hizo.

   Así es deseable que suceda con Violeta Parra, popular por una sola canción (Gracias a la vida), composición que más de uno tarareará o sabrá íntegra sin ser capaz de decir el nombre de su autora, una mujer entregada a la difusión y perduración del folclore de su tierra, tarea ingrata que muy pocas veces es suficientemente reconocida y que en la mayoría es recibida con displicencia por determinadas voces intelectuales cuando no directamente atacada y considerada una labor conservadora, antigua, que niega lo nuevo, la evolución, sin comprender que es imposible valorar, comprender y apreciar lo contemporáneo si ignoramos de dónde viene, a qué se opone o con respecto a qué supone un cambio, una revolución, una actualización. Andrés Wood no ha construido el clásico biopic en varios aspectos: ha desterrado cualquier tentación hagiográfica, ha sabido situarse en un punto intermedio en que podemos apreciar su tenacidad, su lucha, su liarse la manta a la cabeza con tal de sacar su música del ostracismo, sin ocultar su carácter difícil, su peculiar endiosamiento, su no ver más allá de sí misma, su menosprecio por todo el que considerase superfluo, su analfabetismo emocional, su confusión anímica; no sigue una cronología, algo que se ve muchas veces, pero sabe convertir esa fragmentación en un halo de misterio, de tensión, de interrogantes que se van sembrando en el ánimo del espectador (incluso del que conozca el final de la artista), jugando admirablemente con las elipsis para no despejar todas las incógnitas, sobrecogiendo y provocando escalofríos; que la voz narradora (no literalmente, sino por inspiración para el guión) sea la de su hijo aporta una aureola de leyenda, habla de cosas que le contaron, que imaginó, que pensó, transformando a su progenitora en un personaje mítico que desciende a lo terrenal, a lo mundano, cuando se habla de lo más cotidiano, de lo familiar (algo que, de alguna manera, todos hacemos cuando pensamos en nuestros padres: son figuras de las que nunca vamos a conocer todas sus caras). Y aunque el director se detiene en escenas, algunas casi flashes, que son guiños a los que conocen la realidad del Chile de aquel momento, de sus tradiciones y/o supersticiones, u otras que juegan con la ruptura de fronteras entre lo terrenal y lo espiritual, entre un mundo y otro (algo tan caro al realismo mágico, imbricado en una manera de ser, pensar y actuar, indisoluble de su forma de narrar), consigue que el público no se sienta confundido y vaya tomando los mimbres adecuados para ir conformando su imagen de Violeta.

   Sin duda, el máximo acierto de la cinta es conceder todo el protagonismo a la inmensa Francisca Gavilán, transmutada en la artista, recreando su carácter poliédrico, captando sus cadencias, su peculiar voz, la fuerza de sus ojos, su arrojo, su pasión volcánica, su irrefrenable personalidad, su fe irredenta en lo que hace; la actriz trabaja al mismo tiempo en diferentes niveles de lectura y es capaz de, por cómo se aferra a su guitarra, por cómo va desgranando versos, por cómo taladra con su mirada a los que la rodean indolentes, transformar Volver a los 17, uno de los hitos de Violeta, en una canción preñada de odio, de desasosiego, de angustia, puesto que debe cantarla en una embajada en la que nadie le presta verdadera atención, en la que se la aplaude por compromiso, en la que no se la valora como artista, en la que es tratada como una obra de caridad, en la que se le ofrece un plato de comida en la cocina. Francisca Gavilán ofrece un arco interpretativo tan amplio y poderoso que resulta complicado encontrar los adjetivos precisos: destila carisma con su dulce y apocada sonrisa durante la entrevista televisiva que sirve de hilo conductor, se muestra enamorada más allá de toda lógica de alguien que no le corresponde del mismo modo y a quien ella no sabe querer, puede resultar irracional, terrible, déspota, injusta, desmesurada y logra algunos momentos que sólo pueden ser calificados de excelsos. Al margen del ya comentado, es especialmente estremecedor el modo en que canta en su carpa de La Reina, sólo con dos personas como público (los cuales abandonarán el lugar precipitadamente ante las múltiples goteras que les rodean), sufriendo los embates del viento y de la lluvia, empapada en sudor, arañando las cuerdas de su guitarra, con la mirada enfebrecida, cantando como poseída, desengañada hasta la médula, odiando la vida (esa a la que ella dio las gracias), desencadenando el inevitable final.

   Andrés Wood es consciente de que la artista y la actriz que le da vida son lo único importante y no se pierde en arabescos excesivos, remarcando sólo su autoría en esos breves y en ocasiones innecesarios intermedios y muy especialmente en el doloroso momento en que vemos en montaje paralelo cómo Violeta es recibida en el extranjero mientras su hijo Ángel encuentra muerta a su hermana de diez meses en el paupérrimo hogar chileno. Por lo demás, deja que la música y la personalidad de su biografiada nos envuelvan y que la portentosa encarnación que de ella hace Francisca Gavilán nos golpeen una y mil veces el corazón.

miércoles, 17 de julio de 2013

"15 AÑOS Y UN DÍA": LOS JÓVENES HABLAN CLARO (Y SE LES ENTIENDE)


 
 
 
DIRECCIÓN: Gracia Querejeta GUIÓN: Gracia Querejeta, Antonio Santos Mercero MÚSICA: Pablo Salinas FOTOGRAFÍA: Juan Carlos Gómez MONTAJE: Nacho Ruiz Capillas REPARTO: Maribel Verdú, Tito Valverde, Arón Piper, Belén López, Susi Sánchez, Boris Cucalón, Pau Poch, Sofía Mohamed


   “¿Para qué hacer reproches si nosotros fuimos igual?” se preguntaba la gran Mari Trini en una de sus composiciones –Pero ellos no son-, analizando cómo los mayores ven a la generación siguiente, esa de la que son padres, educadores, vecinos; la adolescencia es esa edad misteriosa en la que uno ya no es un niño pero tampoco es adulto (no legalmente), en la que experimenta muchos cambios hormonales que le llevan a hacerse preguntas para las que no siempre encuentra fácilmente las respuestas, en que se siente una olla a presión y le parece que todo el mundo está en su contra. El cine nos ha obsequiado con retratos más o menos veraces acerca de adolescentes (en un amplio sentido de la palabra) que pueden resumirse en el título de una cinta que marcó una época y que aún hoy en día permanece como una de las obras más potentes, certeras y asfixiantes del magistral Nicholas Ray: Rebelde sin causa (1955). La directora Gracia Querejeta siempre se ha interesado por este tipo de personajes: ya en su ópera prima –aquella decepcionante Una estación de paso (1992)- colocó a un joven en medio de una historia en la que los ecos del pasado lo ensombrecían todo; del mismo modo, la infancia de las protagonistas era elemento capital de la que por el momento es la muestra más rotunda de su enorme talento como cineasta, un encaje de bolillos milimetrado que no dejaba nada al albur, una joya absoluta conocida como Cuando vuelvas a mi lado (1999); también en El último viaje de Robert Rylands (1996) –o cómo transformar una novela aburrida e imbuida de importancia en una cinta vibrante- y en Siete mesas de billar francés (2007) aparecían entre los roles principales jóvenes (de mayor o menor edad) y hemos dejado para citar la última la que sin duda más entronca con la que ahora nos ocupa: Héctor (2004).

   Al igual que ocurre en 15 años y un día, el epicentro de aquella película era el adolescente que le daba nombre, aunque el grupo familiar que se movía a su alrededor era tan importante o más que él mismo; y, debido al estrepitoso error de casting que suponía Nilo Mur, cuyos frágiles hombros eran incapaces de soportar las complejidades, ambigüedades y oscuridades que arrastraba Héctor (tampoco su parte luminosa; su incapacidad para transmitir o crear empatía suponía un lastre de mucho peso), en ocasiones el verismo del guión se veía afectado, recuperado gracias al fantástico trabajo del resto del elenco, muy bien conjuntado. En esta ocasión, Gracia Querejeta ha afinado bastante más y ha encontrado un adolescente protagonista que responde a los parámetros de su personaje, sin énfasis ni poses ni poca (o ninguna) naturalidad; y aunque no todos los chavales, la baza fundamental de la película, brillen igual o consigan evitar el envaramiento y cierto tono monocorde que tiende al recitativo en cuanto han de expresar alguna emoción, al menos la directora ha logrado que a todos se les entienda, que vocalicen con sencillez, no vender como reflejo de la realidad lo que es impostación y musitar, hablar entre dientes, falta de personalidad y estilo, nula preparación. Destaca por méritos propios, como decimos, Arón Piper, que huye de cualquier tic o lugar común, de la imitación vulgar y trasnochada que suele avocar a los actores/personajes de determinada edad al estereotipo más maniqueo y falso, a los clichés estandarizados que ni describen ni reflejan la vida cotidiana ni inciden en los problemas que se plantean (o se supone que el cineasta quiere plantear, porque en ocasiones ni eso termina quedando demasiado claro –recuérdese Cobardes (2008), por no alejarnos del cine español, con muchos planteamientos pero pocos resultados-); el actor de 16 años demuestra una inusitada madurez sorteando con bastante pericia la parte más blanda del guión, aquella que busca un a modo de redención (si bien es cierto que no carga las tintas en lo directamente plañidero o ñoño, sorprende un tanto un acabado tan convencional y poco lucido en Gracia Querejeta, la cual parece abandonar la historia para evitar un mayor dramatismo y navegar en unas aguas cómodas que no perturben al público –ella que, con elegancia y buen gusto, sabe llegar hasta lo más escabroso y evitar cualquier tentación melodramática que rompa el tono conseguido-). A pesar de los aciertos (que los hay y bastantes), llega un punto en que el filme pierde interés, es como si se desinflara, como si no supiera aunar los diferentes arcos dramáticos planteados (algo que ya era notorio en Siete mesas de billar francés), como si dudase en qué personaje centrarse y, a la hora de la verdad, tomando el camino menos interesante y sacando de escena a los que más nos inquietan.

   El mayor desequilibrio de la película se da entre los adultos y los chavales, no sólo por la excelencia interpretativa que en general derrochan los primeros, sino porque son en realidad los que más nos llegan, los que nos preocupan, a los que queremos conocer mejor; Arón Piper está muy bien usado como catalizador, como excusa para reunir a un grupo familiar roto, alejado, enfrentado, pero sus escarceos amorosos (con una acertada Sofía Mohamed) y sus relaciones de amistad/odio con otros chavales (un exagerado Pau Poch y un desangelado Boris Cucalón) ocupan buena parte del metraje e incluso centran el clímax final, precisamente cuando la cinta pierde fuelle. Junto a un Tito Valverde ajustado y medido, por fortuna despojado de su vehemencia habitual, bastante cercano a la solidez que demostró en Sombras en una batalla (1993) –su premio Goya como actor de reparto-, encontramos a una Susi Sánchez que necesita muy poco para dejar clara su categoría, su contundencia, su aureola de gran actriz y precisamente por ello gustaría que pudiera desarrollar más el dolor, el odio y el amor que siente, el rencor que destila y el cariño que oculta y a una Belén López en absoluto estado de gracia, en una creación que pide a gritos un protagonista: una mujer policía poliédrica, llena de matices, rebosante de aristas, con ángulos oscuros, con la ironía a flor de piel como coraza para las tempestades internas, con la desconfianza como bandera, animal herido que no logra contener la supuración por mucho que se lama; es un prodigio cómo sus ojos narran páginas de un guión por desgracia no escrito, cómo sacan a la luz la trastienda de su rol. Y debe quedar para el final la enormidad de Maribel Verdú, su manera de sumergirse en el cometido que le entreguen, su facilidad y sencillez para transmitir estados de ánimo convulsos, contradictorios, su capacidad para ser un a modo de Lana Turner mundana en el comienzo de la película (al igual que la diva en Imitación a la vida (1959) encarna a una actriz que no deja de actuar en su vida cotidiana) e ir pasando sin transición, de un momento a otro, tal y como ocurre en el día a día, al llanto, al miedo, quebrando la voz, inundando la mirada, derrumbando el cuerpo; a pesar de haber sido galardonada con un Goya (ese que le debían desde hacía tiempo) por su intervención en Siete mesas de billar francés, supuso todo un chasco comprobar que Gracia Querejeta no había escrito un personaje a la altura de lo que Maribel Verdú puede desarrollar (o sea, al nivel de los trajes a medida que la directora había sabido hacerles a Mercedes Sampietro, Adriana Ozores o Julieta Serrano) y, de alguna manera, vuelve a reproducirse ahora esa sensación, ya que actriz y personaje requerirían un mejor acabado, pero no cabe duda que nos regalan unas de las secuencias más potentes y honestas del último cine español, uno de esos momentos absolutamente mágicos en que una intérprete lo da todo, imbuyéndose del guión, de los sentimientos de su rol, haciéndonos creer que estamos viendo una cámara oculta, a una madre confesando a su hijo en coma lo que nunca se ha sentido capaz de contarle, respondiendo por fin a todos los requerimientos que el chaval le ha hecho.

   A pesar de que no se puedan tirar cohetes, tal y como va el año en lo que a cine patrio se refiere, es un alivio encontrarse con una película que interesa, que se sigue con atención, y que en algunos momentos consigue conmover y remover (y no se pierde la esperanza en que Gracia Querejeta vuelva a dejarnos, más pronto que tarde, noqueados en la butaca).

jueves, 11 de julio de 2013

"EL GRAN GATSBY": CRÍTICA CON JACK CLAYTON AL FONDO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Great Gatsby DIRECCIÓN: Baz Luhrmann GUIÓN: Baz Luhrmann, Craig Pearce (basado en la novela homónima de F. Scott Fitzgerald) MÚSICA: Craig Armstrong FOTOGRAFÍA: Simon Duggan MONTAJE: Jason Ballatine, Matt Villa, Jonathan Redmond REPARTO: Leonardo DiCaprio, Carey Mulligan, Tobey Maguire, Joel Edgerton, Isla Fisher, Elizabeth Debicki


   Una y mil veces regresamos al viejo adagio que afirma que las comparaciones son odiosas, y es bien cierto que en muchas ocasiones no sirven para argumentar, tan sólo para menospreciar o ser injustos con una obra porque evoca otras similares o pretende inscribirse en determinada corriente, pero es imposible perder de vista lo que ya hicieron otros cuando un creador acomete una nueva versión, cuando el título es el mismo, cuando la fuente de inspiración (reconocida) es una grandísima novela; en definitiva, como El Gran Gatsby ya la hemos leído y visto (y el que no que se ponga a la tarea antes de opinar exhibiendo ostentosamente su ignorancia, haciéndola pasar por “una visión actual”, consiguiendo que un montón de desinformados se conviertan en adeptos), no podemos juzgar la adaptación de Baz Luhrmann sin recordar lo experimentado ante las palabras de Scott Fiztgerald y las imágenes de Jack Clayton (y señalando que existe un primer acercamiento cinematográfico de 1949, que en realidad se basa en la obra teatral de Owen Davis inspirada en el texto original, protagonizado por Alan Ladd y Betty Field).

   La historia de Hollywood (como casi cualquiera) es la de sus amores, los correspondidos y los encontrados; y a uno de los más tornadizos hemos de acudir para hablar de la génesis de la que seguirá siendo (se ponga como se ponga Luhrmann) la versión canónica de El Gran Gatsby, la que permanecerá, la que seguirá cautivando a espectadores, la dirigida por el estupendo (y poco recordado) Jack Clayton en 1974: tras el éxito de Love Story (1970), el productor Robert Evans se puso a buscar proyectos que encumbrasen definitivamente a la protagonista de aquella cinta, a la sazón su mujer, Ali MacGraw, pero durante ese proceso ella intervino en La huida (1972), iniciando una relación con Steve McQueen, con el que contraería matrimonio al año siguiente. Por su parte, Evans había contactado con el guionista Robert Towne con la intención de que se pusiera a trabajar en una adaptación de la obra maestra de Scott Fitzgerald, pero éste sintió miedo ante la titánica tarea y a cambio le ofreció el material en que estaba trabajando, un libreto original que se filmaría con el título de Chinatown (1974); el encargo original fue trasladado a Francis Ford Coppola –en uno de sus momentos más creativos y esplendorosos: tras la magistral El Padrino (1972), llegaría su prodigiosa continuación, El Padrino II (1974), con la que obtendría los Oscar a la mejor dirección y al mejor guión adaptado, el mismo año en que se llevaría la Palma de Oro del Festival de Cannes con La conversación (1974), por la que sería candidato al mejor guión original, estatuilla que iría a parar a las manos de Towne por Chinatown- y los planes de Evans eran que Ali MacGraw protagonizase ambas cintas, hasta que el romance con McQueen se hizo público, y Mia Farrow y Faye Dunaway se hicieron con dos roles en los que cuesta imaginarse a la heroína de Love Story.

   La obra de Scott Fiztgerald es muy breve, incluso elíptica, narrada en primera persona se limita a reflejar lo que un personaje vio o le contaron, lo que a veces constriñe un tanto la historia, trabajando por acumulación, pudiendo parecer que se pasa por encima de las cosas mientras éstas van calando en el ánimo del lector, van dejando un poso de melancolía y dolor, dos características básicas en la narrativa del prodigioso escritor, al que tal vez debamos obras más rotundas (Suave es la noche) o más ricas y desarrolladas (Hermosos y malditos), pero pocas de la sobriedad, contención y poder de sugestión de El Gran Gatsby, amarga, denuncia de una frivolidad e impunidad que, de una forma u otra, conduciría irremisiblemente al Crack de 1929 (la novela se publicó en 1925), de unas costumbres sociales que condenan al ostracismo, al maltrato psicológico (e incluso físico), a la estigmatización, al que no las acepta, una de esas novelas que, como diría el gran Julio Cortázar, “gana a los puntos”, lentamente, impregnando al lector, haciéndole suyo, provocándole reflexiones y sensaciones contradictorias, analizando el interlineado. Coppola acertó de pleno con el enfoque dado a su guión, olvidando al narrador cuando no era conveniente, explorando y explotando el carácter romántico de la historia, mostrándonos la intimidad de Gatsby y Daisy, convirtiendo a la pareja Redford-Farrow en uno de los más grandes hallazgos del cine de cualquier época, a la que la elegancia y suntuosidad de Clayton (espoleada por las de la prosa de Fitzgerald) envolvió con el mayor de los mimos.

   A pesar de este referente, se esperaba con impaciencia e interés el filme de Baz Luhrmann, cineasta personal, rompedor, ilimitado, capaz siempre de dar otra vuelta de tuerca al material a priori más trillado y convencional; con Romeo + Julieta (1996) consiguió algunas imágenes sorprendentes, ciertos hallazgos muy estimulantes, pero el castillo se venía abajo por un Leonardo DiCaprio que todavía no había encontrado su camino y una Claire Danes llena de muecas (las mismas que ha sabido revertir en su beneficio para triunfar con la serie Homeland). Fue ese prodigio llamado Moulin Rouge (2001) el que permitió que todo el barroquismo del cineasta se desbordase sin freno, encajando cada pieza en su sitio, haciendo necesario cada lentejuela, cada pluma, cada detalle, inflamando la pantalla con colores vivos, al límite, creando una sinfonía hipnótica, un continuo abracadabra, un festín para los melómanos, los románticos, los aventureros; y parecía que ese iba a ser el camino a seguir para su Gran Gatsby: los años 20, los del charlestón y el jazz, los de las fiestas desenfrenadas, los de la locura y la frivolidad, los de la ley seca, los de los largos collares, los de las damas sofisticadas que fuman con boquilla, parecían un territorio propicio para que Luhrmann volviera a descontrolarse como él sabe (es decir, teniendo todo bajo control) y orquestase un espectáculo vibrante y brillante, con tiempo para profundizar en los corazones de sus personajes (como ya hiciese con los portentosos Ewan McGregor y Nicole Kidman en Moulin Rouge). Pero, por desgracia, el resultado está muy debajo de lo esperado, acentuando la tendencia marcada por la segunda parte de Australia (2008), una burbuja de un champán sin apenas fuerza que estalla antes de habernos provocado cosquilleo, una dirección errática y sin fuerza, una carencia total de ritmo, un reparto absolutamente inadecuado.

   Leonardo DiCaprio, quien ha demostrado su madurez como intérprete, su empaque y elegancia, su solvencia en títulos como El aviador (2004), Revolutionary Road (2008) o J. Edgar (2011), regresa aquí a sus peores momentos, resultando blando, nada carismático, convirtiendo a Gatsby en un alma en pena sin ánimo ni pasión; Carey Mulligan es un estrepitoso error de casting: tras provocar el aplauso por su estremecedora interpretación en An Education (2009), la joven actriz se ha limitado a participar en filmes de hinchado prestigio en los que cualquier morisqueta adquiere tintes míticos (léase la simplona Drive (2011) o la vacua Shame (2011)) y entremedias ha adquirido todos los vicios y mohines del que fue su pareja, el nefasto Shia Labeouf, encarnando una Daisy que parece adormilada, fatigada, sin rastro de la ambigüedad y efervescencia que tan admirablemente supo plasmar Mia Farrow; Tobey Maguire, como de habitual, se limita a pasear su sonrisa bobalicona, sin extraer ni un ápice de humanidad de su personaje, quedando como un estereotipo que, al estar presente en todo el metraje (bien en persona, bien como voz narradora), resulta de lo más cargante.

   Todo buen escribano tiene derecho a echar un borrón, más cuando lo hace en el ejercicio de su oficio; por lo tanto, confiemos en que Baz Luhrmann vuelva a encontrar la inspiración y pensemos que (ojalá) su película provocará que alguien coja un libro y se deslumbre por F. Scott Fiztgerald o vea un filme de tiempos pretéritos (¡Es de 1974! ¡Qué antigualla!) y se interese por un señor llamado Jack Clayton.   

 

miércoles, 3 de julio de 2013

"360. CRUCE DE DESTINOS": NOCHE DE RONDA, QUÉ TRISTE PASAS


 
 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: 360 DIRECCIÓN: Fernando Meirelles GUIÓN: Peter Morgan (inspirado en la obra La ronda de Arthur Schnitzler –no acreditado-) MÚSICA: Robert Burger FOTOGRAFÍA: Adriano Goldman MONTAJE: Daniel Rezende REPARTO: Jude Law, Lucia Siposová, Ben Foster, Anthony Hopkins, Rachel Weisz, Moritz Bleibtreu, Gabriel Marcinkova


   Aunque no aparezca reconocido en los créditos, se sabe que el estupendo dramaturgo Peter Morgan bebió en las páginas escritas por Arthur Schnitzler para componer La ronda, título de culto y veneración para cualquier amante del cine que se precie gracias a la prodigiosa adaptación llevada a cabo por el soberbio y elegante Max Ophüls; con el tiovivo como metáfora y eje, personajes dando vueltas sin moverse de su lugar, el cineasta alemán regalaba una de las varias lecciones de cine salidas de su talento (para los despistados, cabría recordar Carta de una desconocida (1948), Madame de… (1953) o Lola Montes (1955), esbozando brevemente su estimulante filmografía), empleando un tono en apariencia desenfadado y lúdico, aplicando el escalpelo con pulso firme pero muy controlado para sacar a la luz la amoralidad de una sociedad que se reviste de afeites, pelucas, medallas, joyas, lujos que intentan camuflar cómo las pasiones, los instintos, los vicios son moneda corriente en su cotidianidad, más anhelados todavía por prohibírselos y censurarlos cuando se hacen públicos los de los demás. Peter Morgan parece quedarse sólo con la idea central (la que, por cierto, no impedía el desarrollo de cada historia en sí misma, teniendo muy en cuenta el tono general y su forma de integrarse en el conjunto –hablamos de la obra de Ophüls-), la del giro de 360 grados que al final supone regresar al punto de origen (si se quiere, pueden buscarse ecos de Lampedusa –al que, en todo caso, influiría Schintzler, no al revés-), parece ofrecer un mosaico de personajes y localizaciones que, en realidad, no se mueve del mismo sitio, pero por inoperancia, por banalidad, por confiarlo todo a una estructura vista muchas veces y a algunos actores carismáticos que no tienen ocasión de demostrar su probada valía, puesto que deben lidiar con meros esbozos, con conflictos poco o mal desarrollados, con un estatismo que a medias procede del libreto y a medias de la aparente sencillez que intenta transmitir Fernando Meirelles, limitándose a saltar de acá para allá, sin conseguir que sintamos curiosidad, empatía, cercanía con ninguno de los rostros que se asoman a la pantalla o que alguna de las historias narradas atraiga nuestro interés.

   Como decíamos antes, Peter Morgan ha conseguido con apenas dos obras ganarse el título de dramaturgo a tener en cuenta, sinónimo de éxito y calidad, sabiendo combinar la crítica con la ironía, escribiendo para cualquier tipo de público, estableciendo un diálogo cómplice con el que conoce los personajes a los que retrata o las situaciones que recrea; así lo hizo con Frost/Nixon y ha vuelto a conseguirlo con The Audience, un brillante espectáculo al que contribuyen la cuidadosa dirección de Stephen Daldry y la excelsa interpretación de Helen Mirren, un montaje que ante el triunfo alcanzado en un teatro privado ha sido transferido al National Theatre. La obra, que fabula cómo pueden haber sido algunas de las audiencias privadas que la Reina Isabel mantiene cada seamana con su Primer Ministro, supone una vuelta de tuerca al guión que le situó en el negocio, esa perfección absoluta, esa maquinaria perfectamente engrasada, ese mecanismo de relojería que daba la hora exacta en cada fotograma, al que Stephen Frears supo sacar todo el partido, dignificando y engrandeciendo el material original, y que contó (de ahí que The Audience sea lo que es) con el concurso de una Helen Mirren antológica, secundada por unos fabulosos Michael Sheen y James Cromwell: The Queen (2006); pero, con esa querencia que parecen tener los británicos a rebajar la excelencia de los suyos (sí, los respetan mucho, aprecian a las gentes del mundo del espectáculo, pero sólo en la medida en que ellos consideran adecuada), Peter Morgan obtuvo ese año el Bafta por el guión adaptado de El último rey de Escocia (2006), muestra menor de su talento, filme que adquiría su verdadera entidad gracias a un inconmensurable Forest Whitaker y un siempre acertado (y pocas veces reconocido) James McAvoy. Y ambas creaciones (aunque en muy diferente medida, por supuesto: la primera es un prodigio, la segunda no pasa de resultar muy interesante) son por el momento las excepciones a lo que no podemos catalogar sino de decepcionante trayectoria a la hora de escribir directamente para la pantalla (por eso, no cuenta la versión que hizo de su propio texto para El desafío-Frost contra Nixon (2008)), sean adaptando material ajeno (y eso que el escrito por Philippa Gregory parecía de lo más idóneo para él –Las hermanas Bolena (2008) demostró lo contrario) o creando directamente para algún cineasta (especialmente bochornoso aquel guión tramposo, mal resuelto, ñoño y sin verdadero sentido que tituló Más allá de la vida (2010) y que fue a parar a manos de un Clint Eastwood incapaz de insuflar algo de emoción).

   Y aunque Fernando Meirelles nos golpease, zarandease, inquietase, admirase con ese prodigio llamado Ciudad de Dios (2002), esa cinta de ritmo trepidante, con imágenes impactantes que no descuidaban el contenido, editorializando contundentemente, alzando la voz, denunciando sin cortapisas, consintiendo (de hecho, haciendo hincapié) que el espectador quisiera a los personajes, sufriera con ellos, se emocionara sin freno, aunque fue capaz de captar todas las esencias de una de las mejores novelas de John le Carré, de conformar un corpus narrativo que contuviese todos los ecos convocados por el autor, de equilibrar tonos para revelarnos lo gran actriz que era Rachel Weisz, de fotografiar como pocas veces lo han hecho los ojos de Ralph Fiennes para que ellos narrasen la historia, de convertir El jardinero fiel (2005) en una catarata de sensaciones, llegó A ciegas (2008), imposible adaptación del sobrecogedor Ensayo sobre la ceguera del inmenso José Saramago, para sacar a la luz la peor cara del cineasta brasileño. 360. Cruce de destinos, aunque no es tan fea e imposible de ver como su predecesora, aunque no intenta demostrar en cada plano la genialidad de Meirelles, hace buena pareja con aquella ya que, siendo todo lo contrario, consigue el mismo resultado: el aburrimiento del espectador.

   Queriendo jugar la baza de la naturalidad y la sencillez que tantos buenos frutos dio al maestro Robert Altman -¡Cómo no evocar su prodigiosa Vidas cruzadas (1993), donde sin retorcimientos, alardes ni pies forzados cada secuencia cobraba sentido y tenía, de una forma u otra, justa correspondencia en las que le acompañaban, no porque todo tuviese que encajar, sino porque el conjunto conseguido era homogéneo!-, Meirelles parece limitarse a acompañar a sus personajes, pero como ya se señaló antes ninguno nos interesa ni siquiera para menospreciarle u odiarle: hay una extraña atmósfera que provoca hastío en los primeros minutos de la que ya no puedes desprenderte hasta el final. Es una de esas películas que olvidas casi según la estás viendo y de la que, unos días después, te cuesta recordar detalles de la trama o quién era tal o cual personaje, al margen de no importarte en absoluto si los unos tienen relación con los otros o son diferentes caras de la misma moneda; por eso, aunque en los créditos lo hurten, recordemos que por aquí sobrevuela Arthur Schnitzler (autor, por cierto, que inspiró Eyes Wide Shut (1999) a Stanley Kubrick) y, sobre todo, esa obra maestra titulada La ronda (1950), por si alguien se anima a descubrirla y los que ya la conozcan a revisarla: Max Ophüls nunca agota ni decepciona.     

"VIOLETA SE FUE A LOS CIELOS": REGALO DE ENTRADAS PARA EL PREESTRENO



 


   Hoy venimos con un regalo, gracias a Alejandro Muñoz y Surtsey Films: tenemos 30 entradas dobles para asistir mañana jueves 4 de julio a las 22.00 en el cine del Círculo de Bellas Artes al preestreno de la película Violeta se fue a los cielos, galardonada con el Gran Premio del Jurado en el Festival de Sundance.

   Basándose en el libro homónimo escrito por su hijo Ángel, la cinta recorre algunos de los pasajes de la vida de la mítica cantautora chilena, descubriendo sus aspectos más íntimos, sus dolores, su miseria, su lucha por defender y rescatar del olvido el folclore de su país, su empeño para ser artista más allá de toda medida, todo ello narrado con ese aire de realismo mágico (entre el recuerdo y la leyenda, mezclando lo mundano con lo imaginado) tan caro a la cultura del otro lado del Atlántico.

   Una película emocionante, que en ocasiones nos sacude por su sencillez, que nos remueve, que nos conmueve y golpea y que, sobre todo, supone un reencuentro con una voz y un estilo inconfundibles y muy personales, destacando la prodigiosa interpretación de Francisca Gavilán, totalmente mimetizada con Violeta Parra, respetando sus cadencias, su manera de hablar y expresarse, con unos ojos que transmiten el pozo profundo del que se ve incapaz de salir, su infierno interior, su transformación cuando canta y se erige en voz de los suyos.

   Para poder ser uno de los 30 afortunados y ver la película mañana (un día antes del estreno oficial), sólo tienes que dejar tu nombre y dos apellidos como comentario a esta entrada y llegar sobre las 21.45 al cine del Círculo de Bellas Artes, donde estarás en la lista de invitados para disfrutar de Violeta se fue a los cielos.

NOTA IMPORTANTE: Si algún rezagado lee esto a partir de ahora (son las 15.50 del jueves 4) y quiere apuntarse a la proyección, basta con  preguntar en la puerta del cine por Alejandro Muñoz y decirle que se va de parte de Óscar López y su blog Celuloide en vena.