TÍTULO ORIGINAL: Star Trek Into
Darkness DIRECCIÓN: J. J. Abrams GUIÓN: Roberto Orci, Alex Kurtzman, Damon
Lindelof (inspirado en la serie creada por Gene Roddenberry) MÚSICA: Michael
Giacchino FOTOGRAFÍA: Daniel Mindel MONTAJE: Maryann Brandon, Mary Jo Markey
REPARTO: Chris Pine, Zachary Quinto, Benedict Cumberbatch, Zoe Saldana, Karl
Urban, Simon Pegg, John Cho
Hoy es de esas raras ocasiones en las que comenzar por algo personal,
por una anécdota vivida en primera persona, pero viene de perlas para cimentar
el presente escrito: estando con buenos amigos en un local al que acudimos con
frecuencia, no estaba demasiado lejos otro de los rostros habituales en el
mismo, una de esas personas que habla muy alto y como para todo el mundo, al
que siempre habíamos oído definirse como artista, sin tener muy claro en cuáles
de sus ramas andaba enredado, pontificando sobre esto y sobre aquello,
inagotable en su hueca verborrea, reproduciendo cuatro lugares comunes leídos u
oídos por aquí y por allá, vendiendo como criterio propio las típicas frases de
humo que no se cimientan más que en una creencia desmedida y fanática de que
las cosas son así y punto (pensamos que los amigos no le replican por
prudencia, educación, desconexión –mientras él sigue y sigue ellos están
elaborando la lista de la compra- o por desconocimiento); el caso es que por
fin supimos hacia dónde quiere encaminar sus pasos porque hace poco, no podía
ser de otra forma hablando a ese volumen y con esas ganas de aparentar y
figurar, le oímos discutir las líneas argumentales de lo que pretendía ser el germen
de una serie con uno de sus adláteres. Reconozco que poco puedo contar sobre
las mismas, entre otras cosas porque me quedé enganchado de una de sus teorías,
la que demostraba más palmariamente su escaso conocimiento sobre el género,
sobre la ficción, ese con el que de un plumazo liquidó algunas de las
creaciones más imperecederas de lo audiovisual (obviaremos la literatura
universal en cualquiera de sus géneros y expresiones: ante la pregunta de
alguien del grupo sobre qué tipo de protagonista buscaba, el interfecto aseguró
que alguien atractivo, con el que el público se identificase, alguien a quien
quisieran, “porque si pones un personaje negativo, lo rechazan, no interesa y
todo se te viene abajo, la gente busca referentes positivos”. En fin, sin salirnos
de las series, nosotros empezamos a evocar a J. R. Ewing, Angela Channing (o
Richard ídem), Alexis Carrington (y su retahíla de apellidos), esos malvados
que nos hacían reír y a los que jaleábamos para que diesen cera a los buenos
que tan tontos resultaban (Bobby, Chase, Krystle) y a pensar en el espléndido
James Purefoy de The following y de
ahí pasamos al impresionante Robert Mitchum de La noche del cazador (1955) o al imprescindible y único doctor
Lecter posible –el Anthony Hopkins de El
silencio de los corderos (1991)- e incluso a la fascinante Cruella de Vil
de 101 dálmatas (1961). Y pocos días
después se estrenaba en España la nueva entrega de la saga Star Trek y encontrábamos un nuevo ejemplo para seguir abochornando
al supuesto genial guionista.
J. J. Abrams, tras sus éxitos televisivos, parece haber encontrado su
camino como director de cine reverdeciendo laureles de estilos y/o series que,
de una manera u otra, podemos considerar clásicos, de siempre: se puso por
primera vez detrás de las cámaras cinematográficas para insuflar algo de vida a
Misión imposible, que tan bajo había
caído después de que John Woo perpetrara la delirante segunda entrega, y aunque
los resultados estuvieron por debajo de lo esperado (habría que esperar a la
estimulante Misión imposible: Protocolo
fantasma (2011)para que Bard Bird supiese continuar la senda iniciada por
un muy inspirado Brian De Palma), el trabajo sirvió para que cayese en sus
manos el proyecto de revitalizar una serie mítica (tanto en televisión como en
cine) que parecía anquilosada y sólo idónea para los muy seguidores. Así fue como
Star Trek (2009) se convirtió en una
cinta adorada por los Trekkies y que
convenció e incluso entusiasmó a los que poco o nada sabían de las entregas
anteriores, a los que no gustaban de ellas o a los que no eran aficionados al
género; su máximo acierto fue equilibrar los guiños, las referencias, el pasado
(en realidad, el futuro: uno de los hallazgos fue irse a la juventud de los
personajes que tantos títulos habían protagonizado) con una historia de fácil
comprensión por cualquiera, llegase con el conocimiento que llegase a la
proyección. Con estas bases sentadas, y el aplauso casi generalizado de crítica
y público, era lógico que Abrams regresara a la saga para continuar
realimentándola, olvidándose de huecas explicaciones científicas,
incomprensibles e ininteligibles (incluso para un iniciado o estudioso),
teniendo presente que maneja un producto que busca entretener y lo consigue con
honestidad, efectividad y tino y, además, con unos personajes bien escritos y
definidos que, cuando son encarnados por el actor idóneo, no necesitan perderse
en los vericuetos de su mente, sencillamente los expresan (ya hablamos sobre
esta cuestión en la pasada crítica de El
hombre de acero (2013)).
Aunque Chris Pine siga siendo el mismo actor (en el sentido que recoge
el DRAE en su primera acepción: interpreta un papel en el cine) incapaz de
expresar con naturalidad alguna emoción, de hacer creíble la línea de guión más
anodina por su falta total de talento (ni tan siquiera resulta carismático), si
uno piensa en el capitán Kirk encarnado por William Shatner resulta que el
personaje es inexpresivo, hierático, casi pétreo, pero en ese caso al menos cae
en las manos de alguien que sabe dosificar recursos, emplearlos y demostrarlos,
transmitiendo con la mirada, construyendo un rol heroico que interesa y
preocupa al espectador; por fortuna, el atractivo y misterioso compañero de
aventuras del capitán, ese Mr. Spock al que todo el mundo conoce gracias a Leonard
Nimoy aunque no se haya visto ningún film de la serie, recayó en los hombros de
uno de los intérpretes jóvenes más versátiles y completos que, por derecho
propio, se han convertido en estrellas en estos últimos años: Zachary Quinto,
capaz de aterrorizar con una mirada y rebajar dos o tres tonos su voz (véase la
que con toda justicia es ya mítica segunda temporada de American Horror Story), poseedor de una sabiduría que sólo los más
experimentados logran alcanzar, capaz de transformar su físico sólo con cambiar
de peinado o por la manera de moverse; es un prodigio ver cómo dota a su Spock
de humanidad, de sentimientos, de contradicciones, sin abandonar su pose, su
imperturbabilidad, su apego a las normas.
Y, como decíamos, Abrams se saca de la manga (bueno, ya existía en el
original) uno de esos malos antológicos, uno de esos oponentes interesantes,
inteligentes, alguien que logra que empaticemos con él, que comprendamos su
odio, su rabia, su ira, no un mero estereotipo fruto de un maniqueísmo
reduccionista (del que, todo hay que decirlo, pecan gran parte de los episodios
anteriores) y, para colmo, se lo encomienda a otro de esos actores gloriosos
que, a pesar de su juventud, ya ha demostrado sobradamente su maestría y sigue
engrandeciendo su mito en cada nueva aparición: Benedict Cumberbatch, el
antológico Sherlock Holmes del siglo XXI (parece el otoño se anuncia el estreno
de la tercera temporada que volverá a reunirse con el menos espléndido Martin
Freeman), inolvidable en la maravillosa War
Horse (2011), necesario en la estupenda El
topo (2011), grandioso en la no demasiado acertada Parade´s End (2012) –sólo por su interpretación merece la pena-. Su
voz es portentosa, no tiene límites (sonó un poco en El hobbit: Un viaje inesperado (2012), por fortuna tendrá más
participación en los dos títulos siguientes), siempre suena natural, no se
percibe el esfuerzo, crea un agujero negro de desolación cuando narra a Kirk y
Spock cómo ha llegado allí, es furia desatada cuando quiere salirse con la suya
(y no necesita gritar, que tomen nota tantos y tantos –y aquí deben incluirse
todos aquellos cantantes salidos o influenciados por OT-), sibilino e hipnótico como una cobra, perverso pero con
debilidades, una interpretación que quita el hipo y despierta admiración sin
límites. Muy conocedores del material que manejan, los guionistas organizan el
clímax final en torno al enfrentamiento entre Cumberbatch y Quinto,
consiguiendo que el público se remueva en la butaca sin freno, conmocionado por
dos actores tan completos, por dos personalidades tan arrebatadoras.
Tras el destrozo que el propio George Lucas hizo de su gran creación con
los tres primeros episodios de Star Wars
(recordemos que la saga, o sea La guerra
de las galaxias (1977), se presentaba como Episodio IV: Una nueva esperanza) es todo un alivio saber que J. J. Abrams va a hacerse cargo del Episodio VII, al que (¡Que la Fuerza le
acompañe!) podrá inyectar su vigor, electricidad, energía, gusto por la
aventura y la acción y, encima, respetando a las legiones de fans de Luke
Skywalker, Han Solo y el resto.