domingo, 24 de enero de 2016

ACTORES NOMINADOS OSCAR 2015: LO DE MENOS ES LA INTERPRETACIÓN



   La presente edición de los Oscar pasará a la historia como la de la polémica racial, por más que todos los años surjan voces exigiendo, demandando, quejándose, acusando de racismo a la vieja institución en la que cada profesional vota en su categoría; si bien es cierto que la Academia suele expresar un sentir bastante alejado de las minorías y con tendencia a un voto cuando menos conservador (por no decir reaccionario), lamentos del calibre del alcanzado este año no son de recibo porque, en realidad, quitan importancia y pertinencia a los que ya han sido bendecidos con una estatuilla dorada o puedan ser galardonados en próximas ocasiones (recordemos, por ejemplo, al patético Chris Rock -quien, para colmo, vuelve a ser el maestro de ceremonias de la gala de entrega: le ponen en bandeja la posibilidad de hacer el numerito- cuando afirmó que robaría un Oscar para Jamie Foxx si éste no lo obtenía, tal y como estaba previsto y como sucedió, por su encarnación de Ray Charles -no se trataba, por lo tanto, de considerarle el mejor del año, sino de que tenía que ser premiado fuese como fuese- o a Denzel Washington minusvalorar a sus contendientes -y a él mismo- el año en que era candidato por Huracán Carter (1999) y todo lo redujo a una cuestión de cuotas y color de piel). Sea como sea, es cuestión de gustos y/o preferencias, cada quien echará en falta a alguien o considerará indigno de nominación a alguno de los elegidos, nos dejemos llevar por filias y fobias o atendiendo exclusivamente al juicio que nos merece cada interpretación en concreto (y eso es lo que vamos a intentar desgranar a continuación).

INTERPRETACIÓN MASCULINA PROTAGONISTA

-BRIAN CRANSTON POR TRUMBO:
   Una interpretación muy medida y nada afectada en una película que sabe recrear y evocar la época en que transcurre, es decir, que huele al mejor cine clásico, alejada de grandilocuencias o énfasis, dejando que los hechos y los personajes expliquen su peripecia, sin enfatizar su mensaje con una mirada contemporánea que haga perder fuerza a la historia en sí misma, esa que a Hollywood no le gusta recordar y que jamás merece su atención más allá de candidaturas representativas como ésta. La vergonzosa “caza de brujas” a cargo del tristemente famoso senador Joseph Mc Carthy contada a través del calvario sufrido por Dalton Trumbo, autor de la novela Johnny cogió su fusil (cuya adaptación cinematográfica firmaría y dirigiría en 1971), guionista de Vacaciones en Roma (1953), El Bravo (1956) o Espartaco (1960), al que Cranston da vida con eficacia y solvencia, rebajando tonos para transmitir desde un hieratismo a ratos doloroso por el tormento que oculta, espléndidamente secundado por Michael Stuhlbarg (aunque no se parezca físicamente a Edward G. Robinson lo hace creíble), Diane Lane, Elle Fanning y una Helen Mirren que hubiese merecido alguna secuencia más y una nominación como secundaria por su prodigiosa encarnación de ese ser venenoso llamado Hedda Hopper, permanentemente tocado por algún sombrero aparatoso.

-MATT DAMON POR MARTE:

   Aunque el guión le ayude muy poco porque prima la peripecia por encima de las emociones y evolución del personaje, Damon despliega su encanto y carisma, aliviando con su presencia y sencillez interpretativa el tono plúmbeo y solemne que se apodera de la película y que Ridley Scott no trata de evitar. El actor deja un buen recuerdo, pero el filme resulta tan cansino y poco vibrante que, a la larga, se va diluyendo y apenas queda huella según pasa el tiempo.

-LEONARDO DICAPRIO POR EL RENACIDO:

   Intérprete al que la Academia ha ninguneado por sistema, todo apunta a que la vieja señora saldará su incuestionable deuda -que, especialmente, tiene un título: Revolutionary Road (2008)- dejándose llevar, como en tantas ocasiones, por lo exógeno, por lo que no es sinónimo de una buena (o mala) interpretación, premiando el esfuerzo, la entrega, lo aparatoso, las terribles condiciones en que se rodó la película, el hecho de arrastrar una piel de oso que pesaba 50 kilos, las bajas temperaturas experimentadas, el alarde físico, la exageración y rimbombancia que caracteriza a Alejandro González Iñárritu.

-MICHAEL FASSBENDER POR STEVE JOBS:

   Con abracadabrante facilidad, trabajando con su cuerpo y rostro, con su forma de hablar y moverse, Michael Fassbender consigue hacer creíble su encarnación de Steve Jobs desde el primer momento, por mucho que sólo en ocasiones (especialmente en el tramo final) se parezca a él (y en esos momentos sin necesidad de un maquillaje exagerado, de una caracterización extrema, sino desde la verdad de un intérprete que aprovecha sus virtudes y destierra sus vicios).

-EDDIE REDMAYNE POR LA CHICA DANESA:

   Para hacernos olvidar que Tom Hanks igualó la hazaña de Spencer Tracy, Eddie Redmayne debería convertirse en el tercer intérprete en lograr dos Oscar consecutivos. Después de su prodigiosa actuación en La teoría del todo (2014), el londinense derrocha exquisitez, contención, buen gusto, inteligencia y sabiduría en un absoluto hito que debería estudiarse en las escuelas y por cualquiera que aspire a ponerse delante de las cámaras. Todo en La chica danesa es digno de elogio y aplauso, especialmente el modo en que Redmayne, sin manierismos, con sumo comedimiento, en permanente equilibrio, destila encanto, subyuga con un trabajo de auténtico orfebre, conmueve e hipnotiza a partes iguales.

INTERPRETACIÓN MASCULINA SECUNDARIA



-CHRISTIAN BALE POR LA GRAN APUESTA:

   Premiado por un esfuerzo físico casi al límite -The Fighter (2010)-, campeón del disfraz, la mueca, lo ostentoso, Bale regresa a las candidaturas al Oscar con otro de esos alardes que algunos siguen empeñados en considerar interpretación y que tan buen resultado le dan (al menos a nivel crítico). Haciendo en cada secuencia todo su repertorio de carantoñas y grititos, desplegando sin cesar sus supuestos recursos, fatiga y enerva casi tanto como la propia película (una clase de Economía de difícil comprensión, un código sólo al alcance de los iniciados).

-TOM HARDY POR EL RENACIDO:

   Una grata sorpresa, un nombre con el que no se contaba en las quinielas, un merecido reconocimiento, puesto que, como en tantas ocasiones, el antagonista es mucho más interesante que el protagonista y porque, más allá del continuo esfuerzo exigido (con Iñárritu nada puede ser o parecer mínimamente relajado o natural), Tom Hardy (al igual que Domhnall Gleeson, ese actor que, calladamente, se está convirtiendo en imprescindible) sí puede construir un personaje, imprimir emociones, inquietar al espectador.

-MARK RUFFALO POR SPOTLIGHT:

   Intérprete versátil y siempre efectivo, Ruffalo suele tener escasa fortuna con sus candidaturas al Oscar, puesto que le han llegado por apariciones de poco fuste -Los chicos están bien (2010) y Foxcatcher (2014)-. En esta ocasión se cuela en la final por un trabajo muy bien acabado y medido, pero en una película que no propicia el lucimiento de sus espléndidos intérpretes, puesto que lo que importa es aquello que están investigando, los obstáculos que deben superar, las continuas zancadillas, la ocultación de datos, uno de los mejores títulos del año, en gran parte por evitar cualquier interferencia que pueda distorsionar u opacar lo que realmente importa: la historia. Pero la generosidad de su elenco, ese saber ponerse al servicio de lo narrado, la credibilidad que destila en todo momento, ese actuar sin que se note, esa sutileza es digna de encomio y no suele ser recompensada, de ahí que guste encontrarse a Mark Ruffalo en este listado.

-MARK RYLANCE POR EL PUENTE DE LOS ESPÍAS:

   En un filme insólitamente frío, una película sin alma prisionera de un guión de los hermanos Coen que no saca ningún partido a lo narrado, Mark Rylance supone un vendaval de humanidad, trabajando casi desde las esquinas de la pantalla, dibujando con brío su personaje con un par de miradas y un hieratismo que es su mejor herramienta de trabajo (una magnífica prueba de ello puede encontrarse en Wolf Hall, la miniserie en la que se convierte en Thomas Cromwell con prodigiosa verosimilitud). Cualquiera de sus apariciones devuelve el interés a la pantalla, fruto de su interpretación no de las situaciones planteadas y desarrolladas del modo más plano y menos vibrante.

-SYLVESTER STALLONE POR CREED:

   Recibido en su día como “el nuevo Marlon Brando”, candidato a premios por su interpretación en Rocky (1976) -galardonado con el David di Donatello, empatando con el Dustin Hoffman de Marathon Man (1976) como mejor actor extranjero-, también por la autoría del guión, Stallone reverdece laureles y pone a la crítica a sus pies recuperando el personaje que le diese fama mundial antes de que llegase John Rambo: Rocky Balboa. Sin querer demostrar nada, sin alharacas, sin vender ninguna moto (no se le puede negar honestidad), Stallone acepta ser el segundo (aunque su presencia se impone) en una película convencional, rodada mil veces, consecuencia fácil y obvia de aquella que le encumbró (y a la que el tiempo no ha mejorado), poniendo su aureola icónica por encima de una interpretación que no pasa de correcta, aunque es lo más reseñable de un filme innecesariamente largo.  

sábado, 16 de enero de 2016

"LOS ODIOSOS OCHO": TARANTNO SE SERENA





TÍTULO ORIGINAL: The Hateful Eight DIRECCIÓN: Quentin Tarantino GUIÓN: Quentin Tarantino MÚSICA: Ennio Morricone FOTOGRAFÍA: Robert Richardson MONTAJE: Fred Raskin REPARTO: Samuel L. Jackson, Kurt Russell, Jennifer Jason Leigh, Walton Goggins, Demián Bichir, Tim Roth, Michael Madsen, Bruce Dern

   Espectador omnívoro e impenitente, admirador de cualquier película por el mero hecho del disfrute sin hacer otras consideraciones (y mucho menos auparse a una superioridad intelectual que, en muchas ocasiones, tan sólo es reflejo de lo mal visto que está el entretenimiento entre aquellos que reprimen o reprueban las emociones para sentirse parte de la élite), Quentin Tarantino, sin ocultarlo y sin rubor, continúa homenajeando en cada nueva película a aquel cine que devoró compulsivamente en su época como dependiente de un videoclub, recuerdo y realidad de un auténtico cinéfago, el mejor embajador de ese público que aprendió a amar el cine sin apellidos ni prejuicios en aquellas sesiones continuas, en aquellos gloriosos programas dobles en que el Ivanhoe (1952) de Richard Thorpe compartía honores con, por ejemplo, Chispita y sus gorilas (1982), en que Viaje alucinante (1966) formaba tándem y pareado con El currante (1983) o una de las aventuras cinematográficas de Parchís servía como telonera a la reposición de La muerte tenía un precio (1965), tardes de cine en las que todo valía y se aceptaba, el caso era cumplir con el ritual e ir al patio de butacas a aplaudir, jalear, involucrarse, apostillar cada secuencia y compartir tu reacción con el resto de la audiencia. Tras Django desencadenado (2012) en la que seguía la estela de los conocidos como spaghetti western, Tarantino regresa al género en su vertiente más clásica pero, cerrando el círculo, convoca al maestro Ennio Morricone para que revista con su música esta auténtica odisea que, como muy bien sabían manejar gentes como Howard Hawks o John Ford, resulta opresiva no sólo en los espacios cerrados sino en escenarios abiertos, inhóspitos, grandes extensiones de terreno en las que no se ve un alma, en las que se sufren los embates de la naturaleza, en las que el peligro se mastica, en las que hay una permanente amenaza en el ambiente. Tras utilizar algunas de sus composiciones en Kill Bill. Volumen 1 (2003), Malditos bastardos (2008) y la propia Django desencadenado (nobleza obliga), en esta ocasión Tarantino ha pedido a Morricone una partitura original -para la que ha recuperado algunos de los descartes de la banda sonora compuesta para La cosa (1982), inéditos en todo caso- que, sin parecerse en nada a aquellas que se han convertido en clásicas, entronque y evoque esa música que huele a aventura, agranda los silencios, tensa la espera, puntúa los movimientos, diríase nacida al mismo tiempo que las imágenes (confiemos en que, por fin, los Oscar, a pesar del galardón honorífico concedido hace unos años, salden en esta edición la deuda que mantienen con este casi nonagenario que sigue trabajando infatigablemente).
   Aunque es una cinta en la que se habla mucho, los diálogos de Los odiosos ocho se alejan de esa verborrea que tan cara le es a Tarantino, de esa marca de fábrica que ya quedaba clara en la primera secuencia de Reservoir Dogs (1992), de los parlamentos que un esplendoroso Samuel L. Jackson interpretaba con firmeza y naturalidad en Pulp Fiction (1994), de ese abuso indiscriminado de la palabra con que tantas veces ha colapsado la acción y ha lastrado su indudable sentido del ritmo: aquí son muy importantes las pausas, las dobles intenciones, lo que se camufla, lo que se oculta, el juego de engaños sobre el que se articula la historia, las palabras que intentan confundir, engatusar, aturdir, adormecer los sentidos, poner sordina a las posibles alarmas, una verbosidad profusa que añade tensión porque se sabe embustera, fingida, despierta sospechas, impregna aún más la atmósfera de tintes ominosos y atenazadores (no en vano, todo conduce a un escenario muy reconocible: el que Agatha Christie imaginó para Diez negritos, un endiablado embrollo nunca manejado con tanta soltura ni maestría, claustrofobia en un espacio abierto pero asilado). Tarantino demuestra su buen gusto a la hora de planificar secuencias, de coreografiarlas para que las piezas vayan encajando en el momento conveniente (recuérdese ese prodigio que era Jackie Brown (1997) o el prólogo de Malditos bastardos (2009), ese que hacía presagiar una obra magistral antes de que el director optase por el camino más obvio y facilón), recupera en parte su capacidad para sugerir y resultar inquietante e incluso brutal sin necesidad de mostrar (como en la memorable escena del baile de Michael Madsen en Reservoir Dogs), su temple para no excederse en lo necesariamente bárbaro sin renunciar al tono que el momento precisa (por ejemplo, todo lo relacionado con cierta inyección de adrenalina en Pulp Fiction o la auténtica batalla campal entre Uma Thurman y Daryl Hannah en Kill Bill. Volumen 2 (2004)), pero no puede evitar la tentación de, ya bien avanzado el metraje (cercano a las tres horas aunque apenas se le nota), hacer unas cuantas concesiones a sus admiradores más irredentos, a los que se carcajean estrepitosa y ostentosamente como si sólo ellos comprendiesen el chiste (que, en ocasiones, es digan de una sonrisa o un asentimiento y no de esa reacción que el director propicia para sentirse querido -cuando el respeto bien debería rendírsele por lo señalado anteriormente, pero siempre obtiene mayor recompensa lo rimbombante que lo sutil-), esos espectadores que se reconocen tarantinianos sin conocer una palabra sobre su universo, sobre sus inspiraciones, sobre sus plagios, sobre sus referentes, sobre todo el cine que contiene cada una de las páginas que escribe (otra cosa es que nos convenza con su trabajo, pero no se le puede negar la sabiduría fílmica que atesora, sea en su faceta como público o en la de cineasta), son esos que vuelven a celebrar con algarabía y sorpresa el enésimo golpe, el disparo a bocajarro, el puñetazo que rompe dentaduras, lo grotesco, lo que puede anticiparse conociendo al director y guionista, los mismos que permanecen mudos cuando, por ejemplo, alguien cita a Lily Langtry -y no digamos nada si el que sale a colación es el asesino de Lincoln-. Por fortuna, sobre todo comparando con Django desencadenado, Tarantino no parece demasiado pendiente de contentar a esa parte de la platea y, más allá de alguna digresión que podría ser más corta e incluso suprimida, mantiene el pulso de la primera y soberbia secuencia, dejando hablar a sus personajes, manteniendo la acción en segundo plano pero sin dejar de alimentarla con las dosis precisas para que el interés no decaiga.
   Quentin Tarantino es, aunque pudiera no parecerlo por su tendencia a lo barroco, a lo grandilocuente, al virtuosismo, al montaje trepidante, un director de actores, escoge con mucho cuidado sus repartos, así dio la oportunidad de su vida a John Travolta en Pulp Fiction, recuperó en Jackie Brown a unos estupendos Pam Grier y Robert Forster o puso en órbita a Christoph Waltz con Malditos bastardos (al que hizo repetir rol sin ningún recato en Django desencadenado), quien desde ese momento se ha limitado a, de una forma u otra, vivir a la sombra de su oscarizado personaje (doblemente, ya que volvieron a otorgarle la estatuilla por su segunda colaboración con Tarantino), llegando a los extremos patéticos de Big Eyes (2014) y Spectre (2015). En este caso ha recurrido a viejos cómplices como los ya citados Samuel L. Jackson (impecable y señorial), Tim Roth (magnífico en ese tono a medias caricaturesco, a ratos sardónico, dando más miedo cuando sonríe esquinadamente que cuando se pone bravo) y Michael Madsen (estupendo trabajo de voz, absolutamente crepuscular) y los ha reunido con otros a los que también conoce como un Bruce Dern que aporta categoría y saber hacer con unas cuantas miradas y muchos silencios, un Kurt Russell que aporta su presencia, su voz, su energía y un Walton Goggins que supone una gran revelación para los que le conocían por su estupendo trabajo en televisión en series como The Shield (2002-2008) o Justified (2010-2015). Completan la nómina de estos odiosos ocho un Demián Bichir que cumple con su cometido y sigue demostrando su capacidad camaleónica y una Jennifer Jason Leigh a la que han escrito un personaje a su medida para que ofrezca el recital a que nos tiene acostumbrados de mohines, gritos, recursos guiñolescos, maquillaje sucio, dientes podridos, esfuerzo que por fin le ha valido lo que tantas veces había buscado sin resultado: una nominación al Oscar que ojalá no se traduzca en premio (y, sin embargo, la Academia ha ignorado a Tarantino como guionista cuando merecía mucho más ese honor aquí y no por Django desencadenado, aquel desfase sin medida).