TÍTULO ORIGINAL: Miss Julie DIRECCIÓN: Liv
Ullmann GUIÓN: Liv Ullmann (basado en la obra de teatro homónima de August
Strindberg) FOTOGRAFÍA: Mikhail Krichman MONTAJE: Michal Leszczylowski REPARTO:
Jessica Chastain, Colin Farrell, Samantha Morton, Nora McMenamy
El
rostro de Liv Ullmann, su presencia, el modo en que abordó los diferentes
cometidos que el que con toda justicia ha de ser considerado su Pigmalión
cinematográfico le fue encomendando a lo largo de las diez ocasiones en que
trabajaron juntos para la gran pantalla (y da igual que el origen de dos de los
proyectos fuese televisivo porque uno –Secretos
de un matrimonio (1973)- fue reconvertido en film comercial por su propio
hacedor y otro –Saraband (2003)-, la
última vez que coincidieron, la historia que posibilitó que la actriz volviese
a serlo tras años de dedicación exclusiva a la dirección, fue estrenado en los
cines de varios países, España entre ellos), la manera en que la intérprete
expresa, matiza, da vida a sus personajes sirve para definir la cinematografía
de Ingmar Bergman, sus diferentes tonalidades, los temas que le interesan y en
los que escarba sin piedad, exponiendo tormentas morales, anímicas y afectivas
sin que le tiemble el pulso pero sin abandonar una elegancia formal a la que
imprime hondura, vehemencia, dramatismo, humor cuando es necesario (sí, Bergman
tiene mucha sorna, es tremendamente irónico, ácidamente crítico con costumbres
y rituales, con los poderosos, los perversos subidos a las tribunas u ocultos
en la aparente paz familiar, pero destila su mordacidad con cuentagotas, no
busca la carcajada sino la amarga sonrisa que a veces pesa como una condena, se
acepta como una penitencia), una medida y deseaba imperturbabilidad que sólo
alteran a veces las múltiples corrientes subterráneas que recorren sus
fotogramas, una frialdad de estilo que no evita latigazos, duelos inacabables,
llagas supurantes, dolores ancestrales, miedos patológicos, culpas que abaten
como losas, crueldades despiadadas, susurros del pasado que intentan acallar el
grito que pugna por estallar, ese que no suena pero no deja de sacudir el alma
(es una tradición muy arraigada en las diferentes formas de narración de lo que
solemos denominar “la Europa del Este” -englobando en la misma en ocasiones a los países nórdicos, con su propia idiosincrasia pero con muchos puntos en común-, la que recoge con acierto la muy
interesante Ida (2013), tal vez
demasiado glorificada por los que añoran esta manera de contar, muy alabada
como novedad y ruptura por los que ignoran quiénes fueron Dreyer, Troell o el
propio Bergman). En manos del maestro sueco, los actores llevan hasta extremos
casi imposibles el comedimiento, el hieratismo, la inexpresividad para, así, baquetear
con más virulencia el ánimo del espectador, inocularle profundamente sus
pasiones, ausencias, incapacidades emocionales, castraciones mentales, el
amplio abanico de emociones que se reprimen en los interiores (precisamente el
título de una de las grandes películas de Woody Allen, homenaje confeso a
Bergman, demostración palpable de su enorme talento a la hora de radiografiar
grupos familiares, constatación de lo bien que había aprendido la lección),
sutileza y exquisitez interpretativa que Liv Ullmann ejemplifica como pocas (y
que una Ingrid Bergman a la que tales características no lo eran ajenas supo
reverdecer en uno de los duelos más impactantes que puedan contemplarse, un
prodigio de equilibrio que sabe dónde incidir, en qué momento preciso
descontrolarse, para que la disonancia chirríe lo conveniente pero sus efectos
se perciban con más aspereza en la tensa calma en la que se enfrentan las dos
mujeres de Sonata de otoño (1978),
amargas, cargadas de reproches, deseosas de un cariño que no saben expresar,
una madre desabrida porque no quiere resultar débil, porque es competitiva
hasta la médula –especialmente consigo misma, con la imagen que desea proyectar-,
una hija que quiere comprenderla, conquistarla, hacerse querer, pero a la que
no han enseñado a amar).
Y
puede decirse que la alumna ha igualado al maestro en el sentido de saber
aplicar sus enseñanzas, de no resultar un mero remedo, una pálida copia del talento
de aquel, puesto que su reconversión en directora de cine posee ecos
bergamanianos, intereses parejos, delicadeza y buen gusto a la hora de filmar,
preocupación por lo que sucede y cómo afecta a los involucrados, un bagaje
cultural que no interfiere ni pesa, que no estorba al no iniciado, una
querencia por determinados asuntos que, en realidad, quedan englobados en esa
categoría que hemos dado en llamar “los universales”. Y ahora se ha atrevido
con uno de los textos capitales de un autor al que Bergman puso sobre las
tablas en más de una oportunidad y al que consideraba “un compañero de viaje a
lo largo de mi vida", a pesar de que "a veces me inspiraba una
especie de repulsión y otras me atraía”, y todo porque “expresaba unas
emociones que yo también sentía, pero que era incapaz de formular": August
Strindberg y La señorita Julia, una
obra compleja, con múltiples aristas, todo un catálogo de misoginia, una mirada
cargada de crueldad sobre las clases pudientes del momento (escrita a finales
de XIX) pero que tampoco tiene misericordia con las trabajadoras, un texto por
momentos abstruso puesto que él mismo habló de una “lucha de cerebros”, de un
enfrentamiento entre psicologías, enredado a veces en lo metafórico, en lo que
los personajes simbolizan, poniendo el foco en el significado y descuidando la
acción en sí (llegó a reconocer que “el diálogo anda sin rumbo” porque,
exacerbando los postulados naturalistas bajo los que escribió esta obra, quería
ser muy realista y no pautar ni determinar comportamientos imprevisibles). Liv
Ullmann firma también la versión del texto y le aporta una luminosidad
inusitada, una claridad que, sin traicionar los postulados de Strindberg ni los
trazos con los que caracteriza los tres roles, le permiten ir más allá para equilibrar
un tanto el pie forzado y el desafuero originales, especialmente gracias a los
insertos relacionados con la criada, pieza básica pero que desaparece demasiado
en escena y que aquí supone una nueva perspectiva para abordar el estudio de lo
que sucede en esa noche de San Juan.
Uno de
los máximos aciertos de la película es encomendar un rol de semejante calibre y
en el que es muy fácil desbarrar o llevar por caminos absurdos (no hay más que
recordar la manera fatua con que quiso darle vida Magüi Mira, pareciendo más la
reina de Saba que una mujer tormentosa y atormentada) a una actriz que continúa
demostrando es capaz de salir airosa del reto más estrambótico y que ya posee
un aura legendario comparable al de Meryl Streep a pesar de haber debutado en
cine hace apenas siete años: Jessica Chastain (de la que se espera con
impaciencia El año más violento (2014)
por la que algunos pronostican, incluso, ese Oscar que parece reacio –perderlo ante
la Jennifer Lawrence de El lado bueno de
las cosas (2012) es un mal chiste que, tal vez, Hollywood comprenda algún
día- pero que nadie duda terminará por lograr). En manos de la californiana, la
señorita Julia resulta vulnerable sin perder su altivez, la atalaya desde la
que se ha acostumbrado a regir los destinos de los demás, expresa con dolor su
dicotomía entre lo que le han dicho que merece y su incomprensión hacia sí
misma, a ratos conmueve y en otros espanta, se comporta con histeria, adquiere
un tono irritante como el de una cuerda de violín desafinada, la muestra cruel
cuando es conveniente y víctima cuando es necesario contemplar el envés, la
hace comprensible porque la humaniza, porque le inyecta sangre, veracidad,
sentimientos que sólo una intérprete tan inteligente y osada puede concretar en
unas cuantas secuencias, asumiendo su parte de culpa, sembrando interrogantes
que ya Strindberg desplegó en su día. La excelencia de Jessica Chastain
encuentra un contrapunto insólito en una Samantha Morton que olvida su cansino
repertorio de muecas y sonrisitas para construir un personaje que conmueve,
interesa y amplía el horizonte del original, aportando con su mera presencia o
con el recuerdo de la misma una mirada de censura hacia lo que está ocurriendo,
una reprensión callada pero decisiva e irrebatible, una brisa suave pero
irresistible que por un lado apuntala y hace más palmaria la atmósfera opresiva
y claustrofóbica y por otra imprime nuevos bríos a la historia. Sin embargo, el
verdadero antagonista, el que debería ser un motor de cilindrada pareja al que
da nombre a la cinta, ese complemento desde la oposición, ese polo opuesto que
marcha al mismo ritmo pero por un camino divergente (de ahí la complejidad
añadida de conseguir una pareja de actores que se entiendan desde lo distinto,
que creen química donde no debe existirla –han de ser sutiles donde Strindberg
exige desbordamiento-), es decir, Colin Farrell está muy por debajo de lo que
su papel requiere (como le sucedió a Raúl Prieto, muy desubicado al enfrentarse
a una más que meritoria María Adánez cuando Miguel Narros repuso la función en
2008, mientras que José Coronado era una grata sorpresa en el montaje dirigido
por Miguel Hernández en 1993 y que se mencionó antes al hablar de Magüi Mira);
aunque la directora consigue quitarle ciertos vicios y fruncimientos de cejas
(su recurso habitual para intentar expresar emociones), Farrell se muestra en
todo momento incapaz de seguir el ritmo marcado por Chastain y tampoco consigue
encajar con Morton, por lo que su presencia (casi constante) lastra el conjunto,
ofreciendo una blandenguería que no casa con el personaje encomendado (cometido
en el que brilló un muy acertado Peter Mullan en la versión un tanto abigarrada
y forzada que dirigió Mike Figgis en 1999 y que coprotagonizó Saffron Burrows).
Liv
Ullmann orquesta con pericia y sencillez una cinta que juega sus bazas con
acierto, sabiendo pasar de lo necesariamente teatral a otros escenarios sin que
se note el esfuerzo o el añadido, confiando en la vehemencia del texto y en el
buen hacer de los actores, imposible de refrenar en algunos tramos la primera (aunque
ha conseguido limar ciertas disonancias sin que se note el trabajo),
inalcanzable en lo que al protagonista masculino se refiere lo segundo. Por lo
demás, estamos ante una película que, a buen seguro, hubiese hecho pasar un
buen rato a Ingmar Bergman (quien, además, hubiese aplaudido las variaciones
que, sin caer en el extremo contrario, sacan los colores a la clarísima
misoginia de Strindberg).