domingo, 28 de diciembre de 2014

"LA SEÑORITA JULIA": SEÑORAS ACTRICES


TÍTULO ORIGINAL: Miss Julie DIRECCIÓN: Liv Ullmann GUIÓN: Liv Ullmann (basado en la obra de teatro homónima de August Strindberg) FOTOGRAFÍA: Mikhail Krichman MONTAJE: Michal Leszczylowski REPARTO: Jessica Chastain, Colin Farrell, Samantha Morton, Nora McMenamy


   El rostro de Liv Ullmann, su presencia, el modo en que abordó los diferentes cometidos que el que con toda justicia ha de ser considerado su Pigmalión cinematográfico le fue encomendando a lo largo de las diez ocasiones en que trabajaron juntos para la gran pantalla (y da igual que el origen de dos de los proyectos fuese televisivo porque uno –Secretos de un matrimonio (1973)- fue reconvertido en film comercial por su propio hacedor y otro –Saraband (2003)-, la última vez que coincidieron, la historia que posibilitó que la actriz volviese a serlo tras años de dedicación exclusiva a la dirección, fue estrenado en los cines de varios países, España entre ellos), la manera en que la intérprete expresa, matiza, da vida a sus personajes sirve para definir la cinematografía de Ingmar Bergman, sus diferentes tonalidades, los temas que le interesan y en los que escarba sin piedad, exponiendo tormentas morales, anímicas y afectivas sin que le tiemble el pulso pero sin abandonar una elegancia formal a la que imprime hondura, vehemencia, dramatismo, humor cuando es necesario (sí, Bergman tiene mucha sorna, es tremendamente irónico, ácidamente crítico con costumbres y rituales, con los poderosos, los perversos subidos a las tribunas u ocultos en la aparente paz familiar, pero destila su mordacidad con cuentagotas, no busca la carcajada sino la amarga sonrisa que a veces pesa como una condena, se acepta como una penitencia), una medida y deseaba imperturbabilidad que sólo alteran a veces las múltiples corrientes subterráneas que recorren sus fotogramas, una frialdad de estilo que no evita latigazos, duelos inacabables, llagas supurantes, dolores ancestrales, miedos patológicos, culpas que abaten como losas, crueldades despiadadas, susurros del pasado que intentan acallar el grito que pugna por estallar, ese que no suena pero no deja de sacudir el alma (es una tradición muy arraigada en las diferentes formas de narración de lo que solemos denominar “la Europa del Este” -englobando en la misma en ocasiones a los países nórdicos, con su propia idiosincrasia pero con muchos puntos en común-, la que recoge con acierto la muy interesante Ida (2013), tal vez demasiado glorificada por los que añoran esta manera de contar, muy alabada como novedad y ruptura por los que ignoran quiénes fueron Dreyer, Troell o el propio Bergman). En manos del maestro sueco, los actores llevan hasta extremos casi imposibles el comedimiento, el hieratismo, la inexpresividad para, así, baquetear con más virulencia el ánimo del espectador, inocularle profundamente sus pasiones, ausencias, incapacidades emocionales, castraciones mentales, el amplio abanico de emociones que se reprimen en los interiores (precisamente el título de una de las grandes películas de Woody Allen, homenaje confeso a Bergman, demostración palpable de su enorme talento a la hora de radiografiar grupos familiares, constatación de lo bien que había aprendido la lección), sutileza y exquisitez interpretativa que Liv Ullmann ejemplifica como pocas (y que una Ingrid Bergman a la que tales características no lo eran ajenas supo reverdecer en uno de los duelos más impactantes que puedan contemplarse, un prodigio de equilibrio que sabe dónde incidir, en qué momento preciso descontrolarse, para que la disonancia chirríe lo conveniente pero sus efectos se perciban con más aspereza en la tensa calma en la que se enfrentan las dos mujeres de Sonata de otoño (1978), amargas, cargadas de reproches, deseosas de un cariño que no saben expresar, una madre desabrida porque no quiere resultar débil, porque es competitiva hasta la médula –especialmente consigo misma, con la imagen que desea proyectar-, una hija que quiere comprenderla, conquistarla, hacerse querer, pero a la que no han enseñado a amar).

   Y puede decirse que la alumna ha igualado al maestro en el sentido de saber aplicar sus enseñanzas, de no resultar un mero remedo, una pálida copia del talento de aquel, puesto que su reconversión en directora de cine posee ecos bergamanianos, intereses parejos, delicadeza y buen gusto a la hora de filmar, preocupación por lo que sucede y cómo afecta a los involucrados, un bagaje cultural que no interfiere ni pesa, que no estorba al no iniciado, una querencia por determinados asuntos que, en realidad, quedan englobados en esa categoría que hemos dado en llamar “los universales”. Y ahora se ha atrevido con uno de los textos capitales de un autor al que Bergman puso sobre las tablas en más de una oportunidad y al que consideraba “un compañero de viaje a lo largo de mi vida", a pesar de que "a veces me inspiraba una especie de repulsión y otras me atraía”, y todo porque “expresaba unas emociones que yo también sentía, pero que era incapaz de formular": August Strindberg y La señorita Julia, una obra compleja, con múltiples aristas, todo un catálogo de misoginia, una mirada cargada de crueldad sobre las clases pudientes del momento (escrita a finales de XIX) pero que tampoco tiene misericordia con las trabajadoras, un texto por momentos abstruso puesto que él mismo habló de una “lucha de cerebros”, de un enfrentamiento entre psicologías, enredado a veces en lo metafórico, en lo que los personajes simbolizan, poniendo el foco en el significado y descuidando la acción en sí (llegó a reconocer que “el diálogo anda sin rumbo” porque, exacerbando los postulados naturalistas bajo los que escribió esta obra, quería ser muy realista y no pautar ni determinar comportamientos imprevisibles). Liv Ullmann firma también la versión del texto y le aporta una luminosidad inusitada, una claridad que, sin traicionar los postulados de Strindberg ni los trazos con los que caracteriza los tres roles, le permiten ir más allá para equilibrar un tanto el pie forzado y el desafuero originales, especialmente gracias a los insertos relacionados con la criada, pieza básica pero que desaparece demasiado en escena y que aquí supone una nueva perspectiva para abordar el estudio de lo que sucede en esa noche de San Juan.

   Uno de los máximos aciertos de la película es encomendar un rol de semejante calibre y en el que es muy fácil desbarrar o llevar por caminos absurdos (no hay más que recordar la manera fatua con que quiso darle vida Magüi Mira, pareciendo más la reina de Saba que una mujer tormentosa y atormentada) a una actriz que continúa demostrando es capaz de salir airosa del reto más estrambótico y que ya posee un aura legendario comparable al de Meryl Streep a pesar de haber debutado en cine hace apenas siete años: Jessica Chastain (de la que se espera con impaciencia El año más violento (2014) por la que algunos pronostican, incluso, ese Oscar que parece reacio –perderlo ante la Jennifer Lawrence de El lado bueno de las cosas (2012) es un mal chiste que, tal vez, Hollywood comprenda algún día- pero que nadie duda terminará por lograr). En manos de la californiana, la señorita Julia resulta vulnerable sin perder su altivez, la atalaya desde la que se ha acostumbrado a regir los destinos de los demás, expresa con dolor su dicotomía entre lo que le han dicho que merece y su incomprensión hacia sí misma, a ratos conmueve y en otros espanta, se comporta con histeria, adquiere un tono irritante como el de una cuerda de violín desafinada, la muestra cruel cuando es conveniente y víctima cuando es necesario contemplar el envés, la hace comprensible porque la humaniza, porque le inyecta sangre, veracidad, sentimientos que sólo una intérprete tan inteligente y osada puede concretar en unas cuantas secuencias, asumiendo su parte de culpa, sembrando interrogantes que ya Strindberg desplegó en su día. La excelencia de Jessica Chastain encuentra un contrapunto insólito en una Samantha Morton que olvida su cansino repertorio de muecas y sonrisitas para construir un personaje que conmueve, interesa y amplía el horizonte del original, aportando con su mera presencia o con el recuerdo de la misma una mirada de censura hacia lo que está ocurriendo, una reprensión callada pero decisiva e irrebatible, una brisa suave pero irresistible que por un lado apuntala y hace más palmaria la atmósfera opresiva y claustrofóbica y por otra imprime nuevos bríos a la historia. Sin embargo, el verdadero antagonista, el que debería ser un motor de cilindrada pareja al que da nombre a la cinta, ese complemento desde la oposición, ese polo opuesto que marcha al mismo ritmo pero por un camino divergente (de ahí la complejidad añadida de conseguir una pareja de actores que se entiendan desde lo distinto, que creen química donde no debe existirla –han de ser sutiles donde Strindberg exige desbordamiento-), es decir, Colin Farrell está muy por debajo de lo que su papel requiere (como le sucedió a Raúl Prieto, muy desubicado al enfrentarse a una más que meritoria María Adánez cuando Miguel Narros repuso la función en 2008, mientras que José Coronado era una grata sorpresa en el montaje dirigido por Miguel Hernández en 1993 y que se mencionó antes al hablar de Magüi Mira); aunque la directora consigue quitarle ciertos vicios y fruncimientos de cejas (su recurso habitual para intentar expresar emociones), Farrell se muestra en todo momento incapaz de seguir el ritmo marcado por Chastain y tampoco consigue encajar con Morton, por lo que su presencia (casi constante) lastra el conjunto, ofreciendo una blandenguería que no casa con el personaje encomendado (cometido en el que brilló un muy acertado Peter Mullan en la versión un tanto abigarrada y forzada que dirigió Mike Figgis en 1999 y que coprotagonizó Saffron Burrows).

   Liv Ullmann orquesta con pericia y sencillez una cinta que juega sus bazas con acierto, sabiendo pasar de lo necesariamente teatral a otros escenarios sin que se note el esfuerzo o el añadido, confiando en la vehemencia del texto y en el buen hacer de los actores, imposible de refrenar en algunos tramos la primera (aunque ha conseguido limar ciertas disonancias sin que se note el trabajo), inalcanzable en lo que al protagonista masculino se refiere lo segundo. Por lo demás, estamos ante una película que, a buen seguro, hubiese hecho pasar un buen rato a Ingmar Bergman (quien, además, hubiese aplaudido las variaciones que, sin caer en el extremo contrario, sacan los colores a la clarísima misoginia de Strindberg).  

viernes, 19 de diciembre de 2014

"RELATOS SALVAJES": GOLPE A GOLPE, CUENTO A CUENTO


 

 
 
DIRECCIÓN: Damián Szifron GUIÓN: Damián Szifron MÚSICA: Gustavo Santaolalla FOTOGRAFÍA: Javier Juliá MONTAJE: Pablo Barbieri Cabrera, Damiñan Sziforn REPARTO: Ricardo Darín, Leonardo Sbaraglia, Érica Rivas, Óscar Martínez, Rita Cortese, Julieta Zylberberg, Darío Grandinetti

 

   De pronto, la actualidad copia una película, lo que en realidad demuestra el acierto de los que pusieron en pie una historia que pretendía ser un reflejo de lo que sucede: Relatos salvajes (un film compuesto por seis episodios) da rienda suelta a la indignación, el hartazgo, la incomodidad, la necesidad de decir “basta ya” en muchos momentos, no sólo ante altas instancias, instituciones, aparatos burocráticos, entidades, empresas, entes abstractos que ejercen su poder, sino ante el rechazo, insulto, desprecio, crueldad, burla, injusticia cometida por el semejante, por el de al lado, por el cercano, por el considerado amigo, por la persona amada. Y no es necesario compartir las reacciones, los comportamientos, los estallidos para sentirlos como propios, comprendiendo que cuando a uno le oprimen, comprimen y reprimen, cuando sólo se sienten golpes, sangrías económicas y vitales, cuando los muros cercan y aplastan, cuando no hay diálogo posible (se niega, se evita, la única respuesta es un círculo vicioso), a veces sólo queda transformarse en un personaje kafkiano y sufrir/consentir las consecuencias, intentar sobrellevarlas con resignación (lo que provoca frustración e ira con y hacia uno mismo) o permitirse una vía de escape por el lado más bravío sin importar lo que venga después (porque lo del coche que hace unas horas se empotraba en la sede del PP en la calle Génova de Madrid parece una acción llevada a cabo por el personaje que interpreta Ricardo Darín en esta cinta que, además, hoy mismo se ha sabido está entre las seleccionadas por la Academia de Hollywood para seguir en la carrera por el Oscar destinado a las producciones en lengua no inglesa –la opción española, Vivir es fácil con los ojos cerrados de David Trueba, ha sido descartada-).

   Con un tono claramente paródico y desopilantemente tremendista, equilibrando la exageración esperpéntica con el apunte del natural, exacerbando tonos, situaciones y personajes reconocibles pero sabiendo en qué punto frenar para no terminar prisionero del hallazgo, de la gracieta, de la chispeante ocurrencia, a veces con ecos de Julio Cortázar o José Saramago, con una profundidad e intención crítica y/o sarcástica que no ahoga lo meramente divertido, la comedia física, el absurdo cotidiano, Damián Szifron reúne en Relatos salvajes seis metáforas de la realidad (tal y como él las ha calificado) que no tienen tapujos en mostrar a las claras lo mucho que tienen de lo segundo por más que pueda dolernos, perturbarnos, inquietarnos, avergonzarnos, y en ese reconocimiento despiertan nuestra empatía, nuestra hilaridad, nuestra participación, nuestra admiración. Aunque una película de episodios es irregular casi por definición, porque siempre habrá uno que nos toque más, que se erija como favorito, que nos marque de manera especial, lo cierto es que el cineasta y guionista mantiene bastante bien el tipo durante todo el metraje, a pesar de que una de las historias (La propuesta, protagonizada por Óscar Martínez) no tiene el desarrollo adecuado para entroncar con el resto (pierde fuelle en su avance y desperdicia la posibilidad de aplicar su afilado escalpelo en una familia adinerada cuyo patriarca está dispuesto a salvaguardar a su retoño sólo hasta cierta cantidad de dinero) y que el último tramo (Hasta que la muerte nos separe) se alarga demasiado, pudiera pensarse que no sabe cómo terminarla, y ahí es donde se agudiza la única rémora que puede reprocharse a la película: otro orden de los episodios hubiera potenciado las virtudes y aciertos del conjunto, especialmente si se hubiera dejado como colofón el brillante Bombita con un espléndido Ricardo Darín alejado de su afectación habitual, controlando tonos y haciendo uso de su mejor vis cómica, poniéndose en la piel de un sufrido ciudadano, dando voz en pantalla al común de los mortales (y, tal y como se señaló antes, aunque se imponga el raciocinio –o el conformismo, la obediencia, el comulgar con ruedas de molino-, aunque la reacción pueda ser calificada como desproporcionada o salvaje, lo cierto es que hay muchos Bombitas en ciernes o que, sin recurrir a procedimientos tan drásticos, se van cobrando las deudas del ánimo, que son las que más intereses de demora generan).

   El breve prólogo que sirve como presentación (Pasternak) es tan efectivo, tan rápido, tan hilarante, que hace temer que lo venga a continuación no esté a la altura, pero en cuanto comienza Las ratas y entra en escena la maravillosa Rita Cortese (una de esas comediantes que dice con naturalidad, tomándose el género en serio, interpretándolo como si no le costase) los enteros siguen subiendo (y qué chiste personal pero inolvidable supone que el ser abyecto de la historia se apellide Cuenca -¡Gracias, Damián Szifron!). El más fuerte es una especie de vuelta de tuerca de ese hito llamado El diablo sobre ruedas (1971) que supuso el debut cinematográfico del gran Steven Spielberg, un absurdo desgraciadamente real que podría suceder más veces de lo deseado, una oportunidad para Leonardo Sbaraglia de quitarse de encima muchos de sus tics y transformar su sonrisa meliflua y relamida, su sempiterno gesto entre cautivador y amoroso, regalo que no desaprovecha para ofrecer en pocos minutos y con enorme sencillez interpretativa las dos caras de la moneda sabiendo resultar, al mismo tiempo, víctima y verdugo, atacado y atacante. Bombita, estratégicamente situada en el centro de la cinta, merecería ser el remate, poner el punto y final en todo lo alto, mantener en el ánimo del espectador el aplauso y las carcajadas que provoca, mientras que La propuesta rompe la atmósfera conseguida y Hasta que la muerte nos separe recupera pulso y mordiente a pesar de esas pequeñas arritmias que le afectan en cierto momento.

   Damián Szifron confía en el texto, en lo que cuenta, en sus actores, en sus personajes y en lo que éstos representan y se gana el favor del público con ingenio, con honestidad, con sorna, con inteligencia, al margen de con su eficacia como montador y su medida pero rotunda audacia como cineasta, imponiendo el tono que desea, el que Relatos salvajes precisa, pero sin recrearse en la suerte. Los efectos de su estupendo trabajo se perciben en la sala en cuanto comienzan a aparecer los créditos: algarabía, mil comentarios, aquiescencia, una película que se gana de inmediato su lugar en la memoria y el corazón del espectador.

  

 

martes, 2 de diciembre de 2014

"PERDIDA": DESORIENTADA Y SIN BRÚJULA







TÍTULO ORIGINAL: Gone Girl DIRECCIÓN: David Fincher GUIÓN: Gillian Flynn (basado en su novela homónima) MÚSICA: Trent Reznor, Atticus Ross FOTOGRAFÍA: Jeff Cronenweth MONTAJE: Kirk Baxter REPARTO: Ben Affleck, Rosamund Pike, Neil Patrick Harris, Tyler Perry, Carrie Coon, Kim Dickens

   Una novela se escribe para ser leída una vez, una película se filma para lo mismo, es cierto, y si ese primer visionado (quedémonos en lo cinematográfico, pero no perdamos de vista que lo que decimos es extrapolable a lo literario, puesto que en este caso ambas cosas están muy interrelacionadas –como tantas veces-), esa experiencia es placentera, divertida, sorprendente, satisfactoria, nada obliga a una revisión, no hay por qué enfrentar el recuerdo al paso del tiempo, pero el analista, el investigador, el que trabaja con el arte, se ve obligado a regresar a lo ya conocido, a contemplarlo bajo los prismas de cada momento para comprobar/confirmar/acreditar su vigencia, su perdurabilidad (o falta de ella), a poner en común obras similares o totalmente opuestas, a encuadrar cada una dentro de su corriente, su género, la trayectoria de su autor, miles de variables que ayudarán a conformar una opinión contrastada, ni superior ni inferior a ninguna otra, pero la deseable en alguien que asume su tarea con profesionalidad, sentido del rigor y preparación (lo que, por otro lado, no debería ser óbice para que expresase/mantuviese/incluyese su visión como mero espectador, las emociones como fluyen sin coartadas, sin prejuicios, sin adscripciones, sin influencias –de esa dialéctica entre una parte y otra resultan conclusiones muy certeras y dignas de tener en cuenta, sin necesidad de adoctrinamientos o dogmatismos, rémora y peligro del oficio crítico-). Y esta reflexión viene al hilo porque, a la hora de juzgar una obra sustentada en una sorpresa (o varias), en un giro que da la vuelta al argumento, en un golpe de efecto que descoloca las piezas que el espectador creía tener ordenadas, en un abracadabrante desenlace, en la repentina e inesperada inserción de un elemento que obliga a repensar toda la narración, no siempre se juega limpio con la platea, no siempre se es honesto, no siempre se siembran las pistas correctas, la mayoría de las ocasiones se trata de un rapto de ingenio más o menos acertado o verdaderamente deslumbrante (un destello, puede, pero sabe fascinar por un rato) que desbarata lo conseguido hasta el momento, que decepciona, que hace trampas, que se salta sin comedimiento la verosimilitud, que provoca interrogantes de estupor e incredulidad, que conlleva ese ejercicio de repaso, de reconstrucción (que demasiadas veces precisa la propia obra para intentar justificarse), incluso de reconocimiento de la argucia, alterando lo ya expuesto para ajustar la historia a la conveniencia del autor, quien cree demostrar su superioridad a base de vulnerar ciertos derechos del público (al que le gusta ser engañado pero no ser tomado por tonto o comulgar con ruedas de molino –bueno, hay ciertos fanáticos de algunos “autores” que se lo consienten todo, pero ese es asunto para otro día-).
   Perdida, la novela de Gillian Flynn, se sustenta en un alarde literario bastante sólido, dos narraciones que se alimentan aunque transcurren en paralelo y desconociendo la existencia de la otra, dos voces muy bien trazadas con mano vigorosa y firmeza en forma y fondo, un texto bien armado que fluye y atrapa, que crea una atmósfera ambigua y que obliga al lector a ir posicionándose en uno u otro lado según las versiones difieren y los personajes se muestran con todas sus sombras; ese es, precisamente, el máximo acierto de la escritora: el matrimonio que protagoniza la historia (la mujer perdida y el hombre que no la encuentra) habla en primera persona sin tapujos, disecciona sus pensamientos, rebusca en sus rincones más ocultos, hace prospecciones en sus oquedades más profundas, sin que el principal sospechoso haga nada por resultar simpático, siendo el primero que socava su supuesta inocencia, muy frágil, en precario equilibrio, casi impeliendo al lector para que demuestre su culpabilidad y, así, evitarle el calvario, aunque tampoco la posible víctima (a través de un diario que da a conocer el pasado de la pareja) desarrolla empatía porque es altiva, despectiva, un tanto ególatra, soberbia, convencida de sus capacidades, en definitiva, Flynn ha sabido dotar de entidad y matices a sus personajes, jugando con las palabras, con los tonos, con el modo de contar. A la hora de transformar su texto en guión (ese paso que muy pocos escritores saben dar, especialmente complejo en este caso porque, como señalamos, Perdida está endemoniada y admirablemente para ser leída), la autora ha optado por suprimir la voz del personaje masculino, dejando tan sólo la del rol femenino, desequilibrando la historia, tomando un claro partido, casi indicando al espectador lo que debe pensar/esperar, cayendo en un efectismo que se evitaba con bastante pericia en el original (no hay una única sorpresa, aunque sea una la que actúe como fuerza perturbadora, pero la tensión se mantiene una vez ésta queda a la luz y deja sentir sus efectos) porque fílmicamente todo se fía al giro, al quiebro forzado y exagerado por cómo se inserta y muestra, por cómo se explica y ofrece (al margen de que, desde ese momento, todo resulta excesivamente gráfico, nada sutil, muy alejado del tono malsano que va alternando diferentes gradaciones de negrura para no tambalearse y que dota a la novela de viveza para que se siga leyendo no dando nada por cierto).
   David Fincher opta por una dirección muy distante, ciertamente fría, que al menos aleja las tentaciones de abigarramiento y truculencia que tanta fama le han dado, el subrayar su presencia en cada secuencia que tanto lastra lo que en otras manos podrían haber sido, a buen seguro, filmes realmente estimulantes y menos epatantes, el estrépito con que estrella trayectorias interesantes como las de Seven (1995) o The Game (1997), el peso con que lastra e impide despegar planteamientos apasionantes como los de La habitación del pánico (2002) y sobre todo Zodiac (2007), el modo en que es incapaz de aportar algo propio al verborreico y engreído libreto de Aaron Sorkin para La red social (2010) –aunque es lo mejor porque bastante aparataje trae de por sí el guión como para que él se hubiese puesto a rizar el rizo como sí ocurrió en El club de la lucha (1999), exacerbando la crispación y haciendo más patente lo inane, facilón y pretenciosamente provocador del texto de Palahniuk-; al no tener voz narrativa que sustente y conduzca todo lo que se refiere al personaje masculino, al estar tan marcada la presencia de la voz femenina, al haber tanta disonancia entre las dos piezas del puzle, el artificio pergeñado por Gilian Flynn (ingenioso sin duda, pero falto por momentos de la solidez de Agatha Christie, capaz de saltarse las convenciones del género, de inventar otras, pero que en sus obras mayores –y en muchas de las demás-, en aquellos títulos que la han convertido en imprescindible, espejo y guía, maestra que aún deja con la boca abierta, siembra el camino de detalles que podrían hacer que el lector imagine/intuya/averigüe lo que está por suceder o lo que ha sucedido), lo que leído despierta interés es absurdamente rutinario, ramplón, creando socavones bien cubiertos de cemento en el original, explicaciones que sería fácil ofrecer en pantalla para no dejar el argumento tan desguarnecido, tan sin fuelle, tan al aire. En este sentido, la interpretación plana y sin aristas de Ben Affleck, su escasa talla como intérprete (descendiendo y en caída libre, todo lo contrario a los talentos que va demostrando como director), la abulia con la que asume su cometido (y no, no es algo del personaje: es que él no es capaz de nada más) contrasta con el despliegue efectuado por la siempre eficaz y en ocasiones brillante Rosamund Pike –Orgullo y prejuicio (2005), An education (2009), haber tenido la fortuna de disfrutarla como la Madame de Sade de Mishima junto a la maravillosa Judi Dench refrendan la admiración por esta actriz a la que ahora tantos descubren-, quien consigue sortear los escollos de un rol desdibujado, a ratos grotesco, que ha perdido el brío y sus variadas facetas en el traspaso al celuloide, carencia en la que también embarranca el estupendo Neil Patrick Harris, puesto que, aunque se aplica a la tarea con su solvencia habitual, no puede desplegar su versatilidad y multiplicidad de tonos, algo que hubiera sido sencillo de haber respetado la ominosa ambigüedad de su personaje (del mismo modo, es una lástima cómo desperdicia la apasionante nómina de secundarios que enriquece y dota a la trama original de verosimilitud, ampliando la paleta de colores, añadiendo matices).
   Queriendo huir de las convenciones del género, seguir su propio camino, establecer otras, destacar, Perdida abunda en muchas de ellas, pierde aciertos del original, agranda errores, cae en otros que eran inexistentes y, por encima de todo, olvida la máxima casi diríase imprescindible: el espectador no puede quedarse con cabos sueltos, reclamando explicaciones que no se dan, dinamitando con continuos interrogantes hechos sin lógica.

sábado, 22 de noviembre de 2014

MIKE NICHOLS: GRADUADO CON HONORES



  



 ¿En qué términos medimos la grandeza? ¿Qué baremo utilizamos? Como en cualquier ámbito, el calificativo dependerá del gusto, del conocimiento, de la querencia de cada uno; por mucho que a determinados artistas se les conceda el carácter de “indiscutibles”, aunque haya ciertos nombres en los que parece haber un consenso para cantar sus excelencias, nadie está libre de una revisión, una crítica, un análisis pormenorizado hecho con rigor, con fundamento, con mesura y raciocinio (lo demás, sólo es aceptable como expresión de una pasión –y a veces ni tan siquiera eso: tan sólo bilis expulsada con furia, balido complaciente para sentirse vinculado a algo, parte activa del aquelarre-, sea ésta del signo que sea, pero no otorga a nadie categoría de nada –más allá de constatar la existencia de unos incondicionales o unos detractores viscerales-). Y esta breve y tal vez innecesaria reflexión me asalta a la hora de glosar la trayectoria de Mike Nichols, puesto que siempre que se produce el fallecimiento de alguien como él surge la tentación o el lugar común de afirmar que “nos deja uno de los pocos grandes que quedaban”, tal vez porque alguno no se atreve a llamarle “clásico” (adjetivo que en tantas ocasiones se utiliza casi como insulto, habiendo perdido su verdadera condición, su connotación de inmortalidad, que más parece un estigma que un reconocimiento) o porque en realidad se sabe poco o nada sobre este señor (aquí llega, entonces, el copia y pega que facilita Internet y que provoca que el error de uno, el dato no contrastado, la inexactitud de aquel que mezcla lo poco que tiene archivado con pinzas en su memoria, la equivocada atribución de méritos aparezca ante nuestros ojos más de lo tolerable) y ya vendrán otros a decir en qué medida lo era o lo dejaba de ser. Lo malo es que, de tan trilladas, estas denominaciones resultan huecas y obvias, pareciendo por otro lado que ya nadie podrá alcanzar esa grandeza que en tantas ocasiones no se sabe cimentar ni explicar (si bien es cierto que hay generaciones irrepetibles, el cine, como cualquier arte, está o ha de estar en continua expansión, en permanente renovación y no importa que cambien hábitos, formatos, costumbres, preferencias, mientras que se siga potenciando, distribuyendo, permitiendo y facilitando el acceso a lo audiovisual) cuando, al menos desde mi humilde punto de vista (no es falsa modestia: es, sencillamente, recordar que es una evocación particular), Mike Nichols será uno de los grandes porque algunas de sus películas están dentro de esa videoteca ideal (es que blu-rayteca me suena fatal…), son títulos que puedo revisar una y mil veces y jamás pierden un ápice de brillo, de poder, de capacidad de seducción, de disfrute proporcionado, en realidad sus virtudes siguen aumentando, aportan novedades, son parte de mi bagaje sentimental, de mi crecimiento personal (por mucho que esto suene a autoayuda es así: me han ayudado a comprender mejor algunas realidades propias y ajenas).
   Sin experiencia cinematográfica previa, pero con una variada y exitosa trayectoria como actor (su dúo con Elaine May le convirtió en alguien muy popular) y director teatral (ya había ganado dos de los siete Tony que obtendría en esa categoría, dándose la circunstancia de que en 1965 le fue otorgado por dos funciones –Luv y La extraña pareja-, habiendo logrado el último hace apenas dos años por la reposición de Muerte de un viajante con el malogrado y llorado Philip Seymour Hoffman en el devastador rol de Willy Loman y sumando a la lista, por terminar con el capítulo teatral, dos galardones más –es decir, nueve en total entre 1964 y 2012- por su labor como productor en Annie y The Real Thing), Mike Nichols debuta en Hollywood trasladando a la pantalla el éxito teatral de Edward Albee ¿Quién teme a Virginia Woolf?, texto mordaz, a ratos hiriente, por momentos lapidario, contundente, una sacudida, un terremoto emocional incontenible, una de las vivencias artísticas más globales y catárticas que puedan vivirse en un patio de butacas, una obra con muchísimas aristas que Nichols supo respetar y potenciar, con una dirección claustrofóbica, siempre al límite, audaz, utilizando con sabiduría el enclaustramiento del escenario, oxigenando con acierto y mesura porque su cámara, las palabras que se cruzan, las portentosas interpretaciones de los cuatro actores son las que más oprimen, perturban, asfixian, golpean. Incómoda por haber conseguido un primer Oscar gracias a un agujero en la garganta (en palabras de la gran perjudicada de esa edición, Shirley MacLaine, segura de ganar por su participación en El apartamento (1960) hasta que una operación a vida o muerte influyó en los votos de los académicos), vinculado el triunfo a una cinta tan olvidable como Una mujer marcada (1960) –empezando ese desprecio por ella misma, que jamás le tuvo ninguna simpatía-, Elizabeth Taylor se entregó como una auténtica jabata a la oportunidad que se le brindaba para volver a demostrar su categoría como actriz dramática, reverdecer laureles y alcanzar otros, dejar constancia de su indudable madurez artística, jugándose con Richard Burton la estatuilla dorada que siempre fue esquiva con el galés (y que, a pesar del Paul Scofield de Un hombre para la eternidad (1966), hubiese merecido por su creación en la cinta que nos ocupa), dando ambos en conjunto y por separado un auténtico recital, ofreciendo un gran guiñol que en sus rostros, cuerpos, gargantas, miradas, en el pasado personal que era piedra de escándalo en la prensa sensacionalista y el público conocía (lo que aumentaba el morbo a la hora del visionado, lo que ayudaba a leer entre líneas, lo que hacía cobrar nuevas e inesperadas intenciones a los punzantes diálogos), en las chispas que saltaban en su eterna relación de amor-odio, en cómo supieron ajustarse las costuras de los magníficos trajes creados por Albee, en cómo Nichols supo comprenderles, encauzarles, motivarles para que transformasen el set en un ring (perfectamente secundados por un más que meritorio e idóneo George Segal y una escalofriante Sandy Dennis) del que salió vencedora ella, consiguiendo uno de esos premios de la Academia que uno se atreve a calificar de incontestable, erigiéndose en la columna vertebral de un film que aún hoy en día resulta impactante, poderoso, electrizante.
   Casi sin solución de continuidad, Mike Nichols se hace cargo de otra adaptación literaria: la novela de Charles Webb El graduado, diana certera en toda la línea de flotación del conocido como “sueño americano”, retrato lapidario de una generación desorientada, desafecta, reacia a repetir/conservar los ideales de sus progenitores, jóvenes anegados en el tedio, mientras que sus madres son meros objetos que exhibir, se les niega cualquier posibilidad de expresarse por sí mismas, reducidas a su parcela de esposas, manteniendo la necesaria buena imagen, la aparente armonía que recubre como oropel el triunfo social. Sin olvidar que apenas un año después estallará lo que ha pasado a los libros de Historia como “mayo del 68” y que su estreno coincide con el momento en que la guerra de Vietnam ha dejado de estar bien vista por gran parte de los estadounidenses que sufren sus terribles secuelas, El graduado viene a ser un revulsivo, un grito desesperado, el magnífico aporte de Nichols al modo en que los jóvenes airados británicos llevaban clamando ya una década, una dirección que es premiada con un Oscar y que sigue resultando provocadora, osada, innovadora, allí donde tantos de sus coetáneos –y de los que han pretendido imitar este estilo- se han quedado obsoletos. Y aunque no fueron bien recibidas sus sugerencias en lo referente a Jeanne Moreau, Judy Garland o Ava Gardner, Mike Nichols pone la cámara al servicio de Anne Bancorft, es el primer fascinado por su señorío, su arrolladora personalidad, su magnetismo; fue un cineasta muy preocupado por sus actores, jamás los abandonaba, sus planos más alambicados o estudiados siempre tenían como objetivo, como punto de llegada, potenciar su interpretación y enriquecerse con ella.
   Conocimiento carnal (1971), por su parte, sí ha sufrido bastante los estragos del tiempo, ha devenido en una cinta excesivamente coyuntural (en realidad, nació así), aunque siempre sea un placer ver en pantalla a las enormes Candice Bergen y Ann Margret. Para mi desgracia, tengo muy lejana Silkwood (1983), película que recuerdo me resultó muy interesante, con una Meryl Streep que en ese momento no era mi favorita pero que aquí me convenció, con una vibrante Cher (qué gran actriz tan desaprovechada), pero que deberé revisar para poder hablar con propiedad (y puesto que Pablo me la regaló y está en la videoteca, no ha de tardar mucho). Sin embargo, no creo que lo haga lo mismo con Se acabó el pastel (1986), puesto que supuso una gran decepción de la que aún no me he repuesto, aunque la carrera posterior de Nora Ephron (autora de la novela en la que se inspira el guión firmado por ella misma, disección de su matrimonio con Carl Bernstein) me ha confirmado que ella y yo estamos en ondas diferentes (contra todo pronóstico, tan sólo salvo Algo para recordar (1993) de su filmografía como directora y/o guionista –bueno, y la ya citada Silkwood-, aunque alguna carcajada suelta me ha provocado aquí y allá).    
   Armas de mujer (1988) fue una inmensa alegría, un regocijo, al margen de estar vinculada a lo que desde ese momento es una tradición, diríase una necesidad: ver en directo la ceremonia de entrega de los Oscar. Muy pocas oportunidades ha tenido Melanie Griffith de volver a brillar del modo en que lo hace en esta trepidante comedia, en esta perfecta actualización de la screwball comedy de los años 30 (del siglo XX, por supuesto), en esta cinta hipnótica, que cautiva, destila un buen rollo impresionante, se ve con una permanente sonrisa, un mecanismo de relojería perfectamente engrasado cuyo mayor mérito es su sencillez, su fluidez, su naturalidad y, de nuevo, el modo en que Nichols pone el acento en lo fundamental, en lo que hace que un texto funcione, en la base primordial para que el espectador se sienta partícipe, es decir, los actores: junto a la esplendorosa frescura, a la pícara ingenuidad (o viceversa y no es un oxímoron), al torbellino imparable que es la Griffith, Harrison Ford cumple con su cometido de ser el tercer ángulo, mientras que Sigourney Weaver aprovecha cada una de sus secuencias para dejar patente su grandeza y añadir cimientos a su mito (sin olvidar a esa desopilante robaescenas conocida como Joan Cusack).
   Nunca he tenido claro el porqué de mi cierta aversión a Postales desde el filo (1990), siempre he querido volver a verla, tal vez sea porque me resultó poco ácida, un tanto medrosa (como suele ocurrir en Hollywood cuando se habla de ellos mismos), rebajando en varios tonos lo que Carrie Fisher nunca ha tenido reparos en contar (ni su madre Debbie Reynolds tampoco). El caso es que aluciné, como tantas veces, con el magisterio de Shirley MacLaine y la versatilidad de Meryl Streep, aunque no pude evitar un sabor de boca amargo que con los años se ha ido diluyendo, me quedo con la parte positiva, con aquello que me gustó, pero, por otro lado, cada vez tengo más claro que deberían haberla interpretado sus auténticas protagonistas. Después llegan cintas que me resultan innecesarias, aunque por razones distintas: A propósito de Henry (1991), sin mordiente, sin fuelle, complaciente y rutinaria; Lobo (1994), lo que a priori se anunciaba como un festín de buen cine queda reducido a un intento, un “lo que podría haber sido y no fue”, un absoluto desperdicio artístico; Una jaula de grillos (1996), remake absurdo y sin gracia, indigno del propio Nichols y del material original que dinamita y vuelve grotesco sin sentido (si ya existe lo que en España se tituló Vicios pequeños (1978), si hay un burbujeante musical llamado La jaula de las locas, ¿era ineludible semejante atentado?); Primary Colors (1998) desdibujó y perdió en el proceso de adaptación gran parte del vitriolo de la novela en que se inspiraba, encontrando un escollo insalvable en el error de casting que demuestra ser John Travolta, dejando a Emma Thompson en un esbozo de lo que habría podido desarrollar si su rol mantuviese el carácter de la letra impresa, tan sólo la enorme Kathy Bates tenía oportunidad de lucirse y de aportar verosimilitud, ironía, energía a una cinta sorprendentemente mortecina; ¿De qué planeta vienes? (2000) me hizo sentir tanta vergüenza en mi butaca que prefiero ahorrármela y, de paso, ahorrársela a Nichols (hay quien echa borrones a cada momento: ni siquiera un maestro está libre de ello).
   Con Amar la vida (2001), rodada para televisión, Mike Nichols recupera su mejor pulso poniendo en imágenes el estupendo guión escrito por la propia Emma Thompson (estremecedora protagonista de la película) inspirado en la espléndida función de Margaret Edson, Wit. Angels in America (2003) supone un auténtico hito, la última creación memorable del cineasta, un deleite de casi seis horas (pensada para y emitida por televisión, un portento audiovisual por mucho que algunos arruguen la nariz –esos que se mantienen al margen por decisión propia en aras de una supuesta intelectualidad, esos que no abandonan lo que es una mera pose pero se jactan de ello como si todos los demás fuésemos estúpidos, los que estigmatizan el mensaje, el contenido, el resultado, sin visionarlo, sin conocerlo, sólo por el medio en que se difunde-); la ambiciosa obra de Tony Kushner se plasma en toda su virulencia, su medida grandilocuencia, su mezcla permanente entre lo duramente real con lo emocionantemente fantástico, su diatriba hacia las mentes estrechas, hacia los que condenan al que señalan como “diferente”, “extraño”, “desviado”, una catarsis anímica, ética y filosófica, un torrente al que Nichols sabe dar el cauce perfecto en lo visual, en el ritmo, en el brío, en la fiereza, en la contención, ayudado por un reparto para el que cualquier aplauso resulta breve: Al Pacino, Meryl Streep, Emma Thompson, Justin Kirk, Jeffrey Wright, Patrick Wilson, James Cromwell, con mención especial para la maravilosa Mary-Lousie Parker, magnífica actriz que como tantas –y tantos- sólo en la pequeña pantalla encuentra cometidos que la merezcan y en los que poder demostrar su talento.
   Closer (2004) es otro ejemplo más de cómo Nichols mantuvo su amor, su interés, su actividad teatral (como ya dijimos, su último Tony como director lo obtuvo en 2012, en sus manos estuvo la producción original de Spamalot –con el mismo galardón, aunque en la categoría musical, como resultado-), puesto que eligió un texto que había recibido parabienes que podrían decirse similares a los provocados en su día por ¿Quién teme a Virginia Woolf?, obra glorificada como “osada”, “valiente”, “lapidaria”, que en realidad se revela como unos cuantos tópicos bien armados, unos personajes esquemáticos intercambiables con los de otras funciones contemporáneas, un artificio que Patrick Marber infla y recubre de transcendencia con largas parrafadas que dicen poco, contienen menos y la mayoría de las veces podría reducirse a una frase hecha, palabrería fatua que se soporta mucho mejor en manos de Nichols, quien orquesta con cierta gracia a los cuatro actores, planifica con mimo, aunque no pueda evitar las arritmias propias de algo que sólo busca ser declamado. En lo tocante al elenco, aunque todo fueron elogios (e incluso premios) para Clive Owen (que estrenó la obra en Londres de 1997, pero encarnando al otro personaje masculino) y Natalie Portman, lo cierto es que él mantiene ese hieratismo y permanente gesto entre el estupor y la media sonrisa que tanto encandila (tuve ocasión de entrevistarle y tampoco lo altera demasiado en el cara a cara) y ella recarga como suele -¡Quién diría que nos regalaría su Cisne negro (2010) cuando la veíamos aquí!-, haciendo patente el esfuerzo, queriendo ganar puntos por la crispación, el choque de dientes, lo artificioso, mientras que Jude Law y Julia Roberts dan una lección de naturalidad y buen gusto, muy por encima de los diálogos ridículos que deben pronunciar.
   La guerra de Charlie Wilson (2007) queda ya como el último filme de Nichols, un muy interesante análisis de los vericuetos, engaños, extraños compañeros de cama, dobles lenguajes, engranajes, fontanerías, sustratos, diplomacias, ambigüedades, perversiones que conlleva ejercer la política, un guión de los que Aaron Sorkin sabía cristalizar hasta que decidió ponerse él por encima y ahogar la historia con datos y cháchara que demuestren que es el que más sabe del asunto, una cinta que sólo encalla en el hecho de verse obligada a rendir tributo a la estrella, insertando a Tom Hanks en casi cada plano, colocándolo como estrambote de lo que es apasionante duelo interpretativo entre Julia Roberts y Philip Seymour Hoffman.
   Por lo tanto, por responderme, visto lo visto, si hago balance creo que puedo afirmar que, para este espectador, Mike Nichols merece la corona de grande, a pesar de lo negativo u olvidable (algo de lo que, por otro lado, no está exento ningún maestro –de hecho, lo son más aún si cometen errores y se reponen de ellos, al margen de que esas sombras no tapan los brillos conseguidos en otras ocasiones).