miércoles, 14 de octubre de 2015

"MR. HOLMES": NOS VAMOS PONIENDO VIEJOS





  TÍTULO ORIGINAL: Mr. Holmes DIRECCIÓN: Bill Condon GUIÓN: Jeffrey Hatcher (basado en la novella A Slight Trick of the Mind de Mitch Cullin) MÚSICA: Carter Burwell FOTOGRAFÍA: Tobias A. Schliessler MONTAJE: Virginia Katz REPARTO: Ian McKellen, Laura Linney, Milo Parker, Patrick Kennedy, Hiroyuki Sanada, Roger Allam, Philip Davis, Frances de la Tour

   Un reputado guionista español recomendaba a sus alumnos cuando impartía un curso sobre escritura cinematográfica que no utilizasen personajes demasiado mayores como protagonistas “porque los viejos no interesan a nadie”, olvidando o cuando menos obviando éxitos de taquilla y películas que marcaron un momento concreto como Cocoon (1985), Paseando a Miss Daisy (1989), Sol de otoño (1996) u otros títulos que se hubieran podido poner como ejemplo; posteriormente a que esto sucediese, nombres como los de Barbra Streisand y Dustin Hoffman daban la campanada cuando se incorporaban como Los padres de él (2004) a la secuela de aquella comedia de Ben Stiller convertida en triunfal gracias en gran medida a la aparición de Robert De Niro –Los padres de ella (2000)- y podría enumerarse toda una ristra de productos audiovisuales en los que la repercusión que alcanzan está en consonancia con la aureola mítica de determinados nombres, con la experiencia y madurez que éstos aportan, con la aparición de rostros que han superado la barrera de las generaciones, con intérpretes que interesan o fascinan a aquellos que desconocían su trayectoria (o que lo seguirán haciendo a pesar del impacto recibido), con venerables ancianitos a los que el público anhela seguir aplaudiendo. Como en cualquier arte, es difícil generalizar en cine, ya se ha dicho muchas veces que si se tuviese claro qué va a funcionar en taquilla muchas cintas no hubiesen llegado a ser realidad, no existiría la capacidad de sorpresa para bien o para mal, resultaría imposible ver algo diferente, todo sería más de lo mismo (algo que lleva tiempo sucediendo casi por norma, pero al menos aún hay profesionales que buscan otros filones, nuevas vetas ante el agotamiento de algunas, los gustos evolucionan –o involucionan- por mucho que puedan parecer estancados, cada quien tiende a buscar sus propios referentes), no habría creaciones que superasen expectativas, que tomaran su propio camino alejándose radicalmente de las intenciones con que nacieron, criaturas que terminasen enfrentadas a su autor como si de las páginas de Frankenstein se tratase, tal y como le sucedió a Conan Doyle con uno de los personajes más universales, adaptados y presentes en el arte que le vio nacer (la literatura) y los demás, no sólo en su tiempo sino en la actualidad (y en el futuro).
   Y era lógico que, en algún momento, alguien rescatase al mítico detective en su senectud, en sus años finales, en su última reverencia antes de abandonar definitivamente el escenario, algo que, por otro lado, no es estrictamente novedoso, ya el propio Conan Doyle se vio obligado a reflejar el paso del tiempo en sus aventuras tras el intento frustrado de hacerle desaparecer (aunque estemos más habituados a un Holmes atemporal según los rasgos del actor que lo encarne o reproducido en su imagen más icónica y en el tiempo victoriano), envejecimiento del mito que toma como punto de partida algunos de los datos suministrados por su creador para fabular con un Sherlock nonagenario (la acción se sitúa en 1947) que mantiene su mente todo lo activa que puede aunque los estragos del tiempo y de la edad son irreparables e inevitables. Micth Cullin publicó su novela A Slight Trick of the Mind hace diez años y el título (algo así como “un sencillo truco de la mente”) ya señala un tufillo pretencioso que advierte sobre sus meandros, sobre su incapacidad para concretar porque aspira a ser demasiadas cosas y no quiere ser otras tantas, sobre el modo abrupto en que rompe la narración cuando ésta puede ser considerada demasiado “clásica” e incluso “entretenida”, metiendo demasiadas cosas en el mismo saco, convocando a Holmes en ocasiones como mera excusa para, tal vez, tener más lectores de los esperados, saltando sin demasiado tiento de una aventura que sólo durante una parte se ciñe al canon (al que se supone está homenajeando), a una visita a Hiroshima que enreda demasiado la trama, la entorpece, aporta ecos y realidades, sugerencias y metáforas que barroquizan en exceso lo que en otras páginas es una prosa diáfana por la que el lector se deja arrastrar, consiguiendo momentos conmovedores en su sencillez, aunque sin parecer que se tenga claro cuál es la baza que se quiere jugar: una investigación holmesiana al más puro estilo, una reflexión sobre la decadencia que propicia el paso del tiempo, una profundización en los aspectos más sentimentales del personaje o los diferentes asuntos que Cullin apunta en su digresión (porque así resulta) japonesa.
   El máximo acierto de la película que ha sido bautizada con un acertado y muy evocador Mr. Holmes es de el de reducir esos aspectos a la mínima expresión, no pudiendo prescindir de ellos en su totalidad porque algunos sirven para el dibujo del personaje que pretende hacerse, pero considerándolos tan sólo un complemento, ignorando cierta subtrama que no llevaba a ninguna parte, poniendo el foco fundamentalmente en el ocaso de Sherlock, en el modo en que le influye la aparición en su vida de un chaval, el hijo de la señora que atiende su casa, interesado en su afición apícola, perspicaz y sagaz, curioso admirador de ese anciano que tanto interés despierta en los adultos, ese caballero que no tiene ningún interés por reverdecer viejos laurales o retomar su antigua profesión mientras las fuerzas y el cerebro le respondan. Bill Condon regresa en parte al tono y estilo que le hicieron tremendamente popular gracias a aquella bella y perturbadora pieza de cámara conocida como Dioses y monstruos (1998), filmando con buen gusto y comedimiento, sin dejarse llevar por un preciosismo hueco que termine por imponerse a la historia, ayudando con su tiento y elegancia a que el ritmo sea pausado pero preciso, potenciando los aspectos íntimos, los sentimientos que no se quieren traslucir, la humanidad que Holmes ha reprimido, la que se ha negado a sí mismo por estar preso de su propia leyenda. Sólo un actor tan prodigioso como Ian McKellen puede transmitir tanto con un mero fruncimiento de labios, con una mirada, con un silencio, con un resoplido, quedándose solo en una habitación (una de las secuencias más estremecedoras), nadie como él para destilar inteligencia con esas pupilas que escudriñan, interrogan, sopesan, analizan, concluyen, pocos intérpretes poseen una paleta tan amplia de recursos y son capaces de imprimirles matices e ir alternándolos con esa impagable naturalidad, sin aparente esfuerzo, con la inevitabilidad con que pasamos de la risa al llanto sin llegar a ser conscientes hasta que todo ha pasado. Como ya sucediese en Dioses y monstruos, Condon demuestra una fe ciega en su protagonista, acompasa su cámara a la progresión dramática que éste adopta, pero le pone al lado una contrincante, una compañera, una sparring a su altura: si allí pudimos gozar con una Lynn Redgrave que hacía más que nunca justicia a su prestigioso apellido, ese que tantas veces demostró merecer, aquí es Laura Linney -quien ya regaló una interpretación maravillosa bajo la batuta del mismo director en Kinsey (2004)- la que, desde lo que a primera vista se presenta como un rol antipático y poco agradecido, consigue ir impregnando la pantalla de su presencia con delicadeza, desde el minimalismo, robando la secuencia desde el segundo plano, pareciendo que sus rasgos han desaparecido (a veces, no es fácil identificarla, más que por la caracterización –muy sutil-, por el modo de moverse, por cómo asume su personaje –algo que también conseguía con brillantez Lynn Redgrave en la cinta antes citada-) hasta transformarse en los de esta mujer abnegada que no ve con buenos ojos la amistad entre su patrón y su hijo pero tampoco se aplica demasiado a boicotearla, instalándose en ese dilema pero sin consentir que eso la paralice o le haga desatender las tareas por las que recibe un sueldo. Y junto a ellos Milo Parker, un actor infantil que supera con creces esa etiqueta, puesto que se enfrenta a un reto diríase gigantesco pero aporta frescura, la emoción precisa, aguanta el tipo en sus varios enfrentamientos con McKellen y Linney, siendo él quien marca el ritmo en algunos, integrando con ellos un triunvirato que despoja a la historia de la frialdad y el tono didáctico en que el autor embarraba una y otra vez.
   La antigua investigación de Holmes sigue sin encontrar su sitio, no puede evitar parecer un estrambote, y eso que la han recortado, han primado los aspectos más ajustados al canon, pero a la larga no aporta nada a lo que McKellen ha contado mejor con su mera presencia, por fortuna Condon la dosifica aunque se quede un tanto estancado en su resolución; sin embargo, aunque en la novela parecía un tanto efectista y recurso de última hora para sacudir al lector (que pasaba páginas con relativo interés, pero no verdaderamente hipnotizado, acelerando y decelerando más de lo debido), transformar el drama final en algo más convencional y buscando la complacencia del público atenta contra los planteamientos del director (y del personaje protagónico), quien sabe manejar con pericia y equilibrio los vaivenes emocionales, la crueldad de la vida, las muescas que el detective no anota en un cuaderno sino en ese alma que durante tantos años ha mantenido a buen recaudo y que ahora empieza a pedir paso, por muy tarde que pueda parecer. A pesar de ello, cierta frustración que sólo queda para el que conoce el texto original, Mr. Holmes es un magnífico ejemplo de cómo apostar por la calidad sin renunciar al entretenimiento, cómo hablar de sentimientos sin recurrir a lo facilón o usar la brocha gorda, sin tener rubor por filmar lo que algunos tildarán de “melodrama” con desprecio o suficiencia, manejando los tonos medios con mano firme, sugiriendo sin caer en el hermetismo.