martes, 22 de noviembre de 2016

"UN TRAIDOR COMO LOS NUESTROS": LA IMPORTANCIA DE (NO) LLAMARSE SUSANNE






TÍTULO ORIGINAL: Our Kind of Traitor DIRECCIÓN: Susanna White GUIÓN: Hossein Amini (basado en la novela homónima de John le Carré) MÚSICA: Marcelo Zarvos FOTOGRAFÍA: Anthony Dod Mantle MONTAJE: Tariq Anwar, Lucia Zuccheti REPARTO: Ewan McGregor, Stellan Skarsgard, Damian Lewis, Naomie Harris, Mariya Fomina, Dolya Gavanski, Velibor Topic

   John le Carré tuvo fortuna desde sus inicios como novelista, puesto que le bastaron tres años y tres títulos para conseguir éxito y prestigio (es muy reseñable este último, tan escurridizo cuando se trata de laurear y reconocer méritos de un autor dedicado a un género popular y, por eso mismo, considerado menor por muchos eruditos y guardianes de las esencias intelectuales que niegan sistemáticamente al resto) y tan sólo un bienio más para iniciar una relación con la gran pantalla que, con mejores o peores resultados artísticos y económicos, con intermitencias, continúa viento en popa e incluso ha experimentado en los últimos años un fructífero renacer (al que no es ajena la televisión, medio que, como veremos en seguida, amplificó su repercusión y conocimiento y contribuyó a reforzar su imagen de escritor de calidad). La novela que convenció a propios y extraños, la que todavía hoy es un clásico vigente que se reedita constantemente y sigue vendiéndose a más ritmo que muchas novedades, un referente del género de espionaje que se considera pocas veces igualado (incluso ha sido un hándicap para su propio autor: todo lo que ha publicado posteriormente se mide por este rasero, a veces injusta e innecesariamente) y apenas superado (de hecho, fue considerada en 2006 por Publishers Weekly como la mejor novela de espionaje de todos los tiempos), una auténtica revolución y evolución en el modo de narrar ese tipo de historias cuyos ecos y secuelas (cuando no vulgares imitaciones o copias descaradas) todavía se perciben hoy, la fama de le Carré se cimienta sobre El espía que surgió del frío, publicada en 1963 y adaptada al cine en 1965 bajo la batuta de Martin Ritt con un espléndido Richard Burton al frente del reparto. Aunque, ciñéndonos a lo audiovisual, no cabe duda de que la eclosión del ex diplomático reconvertido en novelista, su máxima popularidad entre audiencias de lo más variado, el momento en que se convirtió en todo un fenómeno global más allá de sus cifras de ventas (aunque éstas aumentaron espectacularmente porque se sumaron lectores de nuevo cuño e incluso muchos que hasta el momento no se habían interesado demasiado por el autor y/o el género) fue cuando la BBC adaptó el libro que en España se conoce como El topo aunque la serie se emitió en nuestro país traduciendo literalmente el título original, es decir, Calderero, sastre, soldado, espía (1979), un triunfo absoluto que aún permanece como obra maestra e imbatida con un Alec Guiness simplemente magistral.
   Fue precisamente el remake cinematográfico de El topo llevado a cabo con mimo y sumo acierto por Tomas Alfredson en 2011 (sin olvidar la contundencia de la que perdurará como una de sus obras más destacadas y perfectas, El jardinero fiel, transformada en vibrante y exitosa película por Fernando Meirelles con un emocionante Ralph Fiennes y una inolvidable -y oscarizada- Rachel Weisz), fue esa adaptación que recuperaba una forma de hacer y narrar, un fantástico homenaje al cine de otra época (notorio principalmente en la puesta en escena, en la dirección artística, en la impactante fotografía de Hoyte Van Hoytema), fue ese filme de espías al modo de los de siempre rodado con aliento clásico y brío contemporáneo el que situó de nuevo a le Carré en el disparadero y a sus novelas en los despachos de los ejecutivos, productores y creadores audiovisuales. Y, así, llegó El hombre más buscado (2014) que no aportaba demasiado al universo del escritor (todo lo contrario al trivializar, perturbar y retorcer la historia original hasta casi hacerla irreconocible), reseñable en la medida en que proporcionó la última ocasión en que el gran Philip Seymour Hoffman fue protagonista (y volvió a demostrar su grandeza al aportar humanidad, desgarro, abatimiento, sentimientos a lo que era poco más que un arquetipo, un rol desdibujado, un pálido reflejo de la creación de le Carré), y, sobre todo, una de las miniseries mejor recibidas de este año que va llegando a su fin, un éxito explosivo llamado El infiltrado que ha valido a su directora, Susanne Bier, el Emmy por su esmerado, virtuoso y a ratos bello trabajo detrás de la cámara, manteniendo el pulso (ese que a uno le parece pierde en sus normalmente interesantes pero con problemas de acabado películas -siempre dejan un regusto amargo, la sensación de que podrían haber alcanzado cotas más altas, Oscar de Hollywood por En un mundo mejor (2010) incluido-), manejando el grado de tensión con firmeza, atendiendo y desarrollando los diferentes aspectos y tonos que el escritor mezcla en las dosis perfectas, sin olvidar detenerse en y poner en primer plano ese factor humano que heredó de Graham Greene y al que aportó su propio sello, elemento básico para que el lector/espectador se sienta implicado (ya escribió alguien hace tiempo que, aunque Greene no publicase una novela así llamada -El factor humano- hasta 1979, gran parte de su producción podría ser titulada del mismo modo porque ese es el ingrediente fundamental de sus historias -algo, por cierto, muy británico, recuérdese cómo también está en la base y en el epicentro de gran parte de la filmografía hichtcockiana-). Y si bien es cierto que El infiltrado se estrenó en Reino Unido en febrero y que Un traidor como los nuestros empezaba su carrera comercial en mayo (es decir, poco han podido copiar de lo visto en televisión -tal vez algún remontaje, tratamiento de la fotografía, aspectos técnicos que puedan retocarse en la sala de montaje y edición-), es inevitable ver la película como nacida a raíz de la miniserie, como un añadido, como una coda, como algo que se pone bajo la sombra de una obra que la supera en casi todos los aspectos y con la que no aguanta la comparación, como tampoco lo hace con El topo, filme elegante y de ritmo reposado, cualidades de las que adolece la dirección de Susanna White. Artífice junto a Justin Chadwick de Casa desolada (2005), esplendorosa adaptación televisiva de la novela homónima de Charles Dickens, la serie que descubrió a Carey Mulligan (quien, salvando su portentosa interpretación en la no menos brillante An education (2009), nunca ha vuelto a estar mejor), curtida en televisión -ha filmado capítulos para Masters of Sex o Boardwalk Empire, codirigió Generation Kill (2008), se hizo cargo de la decepcionante Parade´s End (2012)- la realizadora británica sólo había rodado una película destinada a la gran pantalla -la innecesaria continuación de La niñera mágica (2005), La niñera mágica y el Big Bang (2010), si bien es cierto que resultaba más entretenida y menos desastrosa que su predecesora-, pero tampoco en esta ocasión parece haber encontrado el producto adecuado en el que demostrar sus indudables virtudes, quedando su estilo desvirtuado al amalgamar sin precisión ni solvencia lo que el guión tampoco sabe concretar ni explicar, las historias de le Carré tienen muchas capas y siempre es un reto sintetizarlas en unas cuantas secuencias, en acciones o diálogos.
   Ewan McGregor aporta su solvencia, su sencillez y solidez interpretativas, su potente carisma (inevitable, pero atenuado y adecuado a un personaje necesariamente anodino, un tipo corriente, alguien del motón), forma una pareja creíble con Naomie Harris, hay química en ese matrimonio en posible proceso de demolición que no duda en formar frente común y solidario ante el huracán que supone la irrupción en sus grises, mortecinas y un tanto patéticas vidas de un magnético Stellan Skarsgard que supera en todo momento los trazos de brocha gorda que transforman al Dilma de la novela original en un compendio de lugares comunes y estereotipos, Damian Lewis vuelve a dar muestras de su capacidad camaleónica, cambiando su forma de hablar y moverse una vez más, algo que no será novedoso para los espectadores de, por ejemplo, Hermanos de sangre (2001), Homeland en sus tres primeras temporadas o Wolf Hall (2015) en la que ha encarnado un Enrique VIII pleno de vigor, una presencia arrolladora que estaba a punto de borrar al impactante Thomas Cromwell que interpretado por Mark Rylance se ha hecho legendario en lo que a televisión se refiere, Damian Lewis se merienda la pantalla y a sus compañeros de reparto desde el comedimiento, el subtexto, por sus miradas y silencios, por su inteligencia como actor, por su sabiduría para llegar hasta el alma de los personajes, pero ese despliegue (unido a la estupenda labor del resto) no es suficiente para que el espectador se sienta atraído por una historia que discurre entre lo rutinario y lo forzadamente enérgico, Susanna White pisa demasiado y a destiempo el acelerador, no consigue ni aproximarse al alto voltaje de le Carré ni al modo (insuperable, al menos en esta ocasión) en que El topo o El infiltrado han dejado claro que este autor aún tiene mucho que decir y hacernos gozar (y pensar, porque siempre hay tela en la que rascar si uno quiere más allá del imprescindible entretenimiento, aunque aquí todo se ofrezca con un tono ramplón, tosco, sin matices, sin desarrollo, precipitado, incluso por momentos absurdo, muy lejos del original literario).   

domingo, 20 de noviembre de 2016

"UN MONSTRUO VIENE A VERME": ¿DÓNDE ESTÁN MIS LÁGRIMAS?






TÍTULO ORIGINAL: A Monster Calls DIRECCIÓN: J.A. Bayona GUIÓN: Patrick Ness (basado en su novela homónima según idea original de Siobhan Dowd) MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Óscar Faura MONTAJE: Jaume Martí, Bernat Vilaplana REPARTO: Lewis MacDougall, Sigourney Weaver, Felicity Jones, Liam Neeson (voz del monstruo), Toby Kebbell, Ben Moor, James Melville

   Se piden disculpas de antemano porque, hasta cierto punto, el presente texto es un refrito de otros anteriormente publicados, pero sólo recurriendo a lo que se escribió tras leer la novela que inspira la película que hoy nos ocupa podrá explicarse con más precisión lo experimentado durante la proyección y poniéndolo en común con lo ya comentado cuando se estrenó Lo imposible (2012) podrá sustentarse con mayor solidez el discurso. Se implora el perdón de los lectores en especial porque, sin perder de vista el imprescindible tono profesional, sin renunciar al ejercicio periodístico ni a las características de un género que también hunde sus raíces en lo literario, en esta reseña habrá más referencias personales de las habituales (más allá de las precisas para desarrollar el criterio empleado en el juicio que se emite, imprescindibles por otra parte para que el análisis sea propio, la expresión de un parecer concreto que es lo que, al menos así se aprendió y se sigue haciendo día a día, debe constituir una crítica, un constante recordatorio de que la objetividad -que, de por sí, no existe- no tiene cabida en un análisis particular, aunque no deba perderse de vista la ecuanimidad, atender a los hechos probados e irrefutables, no faltar a la verdad y reconocer las implicaciones, los intereses, las obligatoriedades bajo las que se difunde lo que se presenta como libre y sin ataduras), referencias que aluden al estado de ánimo con que uno se enfrentó al texto original de Patrick Ness, el resultante al terminar la lectura,  ánimo que hacía albergar unas expectativas que no se han cumplido, en parte por razones de estilo del director ya apreciadas (pero poco valoradas) en su anterior filme.
   Por ir por orden, conviene fechar el momento en que se escribió para el blog hermano de éste (El arpa de Bécquer) una entrada titulada Lo que se oculta en el almario en la que se hablaba sobre la experiencia lectora vivida entre las páginas de Un monstruo viene a verme de Patrick Ness (publicado por Nube de Tinta y traducido por Carlos Jiménez Arribas), fue el 20 de agosto de 2014, justo cuando a mi padre le detectaban algo extraño en el estómago que resultó ser un tumor que, antes incluso de desarrollar todo su veneno cancerígeno, le ocasionaría la muerte en poco más de dos meses, aún no se podía prever tan precipitado y desolador (y cercano) desenlace, pero algo anidaba en mi interior que la lectura espoleó, unido al permanente recuerdo de la prematura muerte de la madre de Pablo, precedida de una agonía prolongada y sin solución: “Recorrer Un monstruo viene a verme me hizo regresar a ese prodigioso, mesurado, vívido, turbador, emocionante y sobrecogedor texto al que Pablo quiso que pusiera voz, esa crónica doliente y comedida, equilibrada y sentida, en que rememoró los últimos meses de vida de su madre, esa ausencia tan presente, ese dolor callado por el que no me atrevo a preguntar (tal vez por miedo a que mi propio dolor aumente, tal vez por incapacidad para contenerlo y atenuarlo, tal vez por cobardía a no estar a la altura, tal vez porque no es necesario ya que hay conexiones, vínculos, apoyos, cariños que no precisan de palabras sino de acciones, de permanencias, de certezas); pero en ese texto también está la herencia vital y emocional recibida, el ejemplo impagable de alguien que le enseñó (y a mí a través de las palabras de su hijo, de los sentimientos convocados en cada frase, de la viveza expresiva con que Nidos de gaviotas sacude al lector –multiplicada cuando, además, hay que darle vida en voz alta-) a apreciar, valorar, buscar y amplificar las posibilidades de ser feliz, expectativas tan o más importantes y enriquecedoras que el en ocasiones mero disfrute, un poco al modo de esa canción de Alberto Cortez que tanto me gusta en la que afirma “prefiero, más que llegar, pensar que ya voy llegando”. Y, una vez más, su empaque, su sensibilidad, su acertado análisis me ha dado empuje, alas, movimiento, al igual que lo hace Conor [el protagonista], quien tan sólo desea llamar a las cosas por su nombre, comprender que no es malvado por desear que el dolor termine, que puede sonar egoísta pero que cuando sólo es posible una verdad lo mejor es decirla, asumirla, gritarla, porque eso nos prepara para afrontar lo que, sin duda, ha de venir después, aunque fue inevitable sentir en toda su magnitud el escalofrío que me atenazó el otro día cuando vi a mi padre sentado esperando el metro y le encontré demasiado delgado, mayor, empequeñecido, pendiente de unas próximas pruebas médicas, y todo se me mezcló y anticipé esa orfandad que, en realidad, siempre llevamos a cuestas. Por eso le dije a Pablo que, aunque es una maravilla, hay que esperar el momento adecuado para leer Un monstruo viene a verme, magnífico compendio de esos terrores de los que jamás podremos desprendernos, lectura que revuelve, turba, pero nos engrandece, nos hace mirar con ojos aún más enamorados a las personas que lo merecen”. Y acepto que haya quien (como me dijo Pablo cuando, por fin, lo leyó un tiempo después) encuentre la historia de Ness demasiado tramposa, obvia si se quiere, exageradamente dramática, sin tonos medios, pero el caso es que me funcionó, entré en su dinámica, fui incapaz de evitar la inmersión, fui acumulando dolor, pavor, angustia, hasta llegar al estallido final e incontenible: “(…) [el libro] ha conseguido que lo terminase faltándome el aire, cabeceando, sufriendo (aunque disfrutando con el modo en que está escrito, con la mucha sensibilidad que el autor destila), intentando contener las lágrimas, dando rienda suelta a un miedo ancestral que te hace sentir vulnerable, siempre niño, momento al que, se diga lo que se diga, nunca llegas realmente preparado: el de perder a tus progenitores”.
   Por lo tanto, uno iba predispuesto y preparado para la inundación ocular, más aún cuando, fuese para alabarla o para reprobarla, todo el mundo parecía coincidir en que la película era lacrimógena hasta la extenuación, pero, como se escribió en octubre de 2012 tras visionar Lo imposible, “queriendo evitar lo obvio, lo tremendista, lo elemental, todo el conjunto mantiene una frialdad excesiva que provoca distancia y cierto hastío”, sin olvidar que “aunque esto pueda resultar contradictorio, está tan maravillosamente dirigida, tan impecablemente rodada, que el envoltorio engulle todo lo demás con más fuerza que la ola que se abate sobre los turistas”. Y esa es la rémora de Bayona cuando no tiene a una Belén Rueda impresionante y descarnada en liza, cuando no se apoya en un inteligente guión que tomaba los ingredientes necesarios de cada género, que buscaba -y conseguía- conmovernos desde lo inquietante, lo opresivo, lo desconocido, lo inexplicable, que rehuía con acierto poner en primer plano lo puramente emocional, lo fieramente humano, para ir descubriendo poco a poco y de la manera más conveniente para el funcionamiento de un preciso mecanismo de relojería el corazón que hacía latir la historia con una intensidad que, por desgracia, ha ido desvaneciéndose en los siguientes proyectos de Bayona, especialmente en Un monstruo viene a verme porque ni siquiera actrices de la contundencia y magnificencia de Felicity Jones y, sobre todo, Sigourney Weaver (sus grandes momentos son desperdiciados por precipitación, por reducción a la mínima expresión, por encuadres que le dan escasa oportunidad para el lucimiento) pueden imprimir verismo y alma a lo que parece un relleno entre las virtuosas (y un tanto planas aunque respeten el espíritu de la letra que las alienta) secuencias de animación, Patrick Ness (como tantos autores metidos a adaptadores de su obra para un medio de expresión diferente) ha traicionado a su(s) criatura(s) dejándola en el esqueleto, en algo a medio gas, en un pálido reflejo de aquello que tanto impactó, seísmo particular e íntimo que sólo se reconoce gracias a la esplendorosa voz de Liam Neeson y al casi debutante Lewis MacDougall -sólo tiene un crédito anterior: Pan: Viaje a Nunca Jamás (2015)-, nueva demostración de lo bien que elige y mejor dirige Bayona a sus actores infantiles, él sí reaviva la llama que inspiró a quien suscribe frases como las que siguen: “Conor es uno de esos niños tristes que conmocionan por la naturalidad con que se envuelven en esa coraza, como si fuese su única posibilidad de supervivencia, niños que, aunque no comprenden por qué (no es que de mayor se entienda mejor, pero nos inventamos salvavidas, asideros, metáforas, escondrijos que, por mucha imaginación que tenga un crío, no sirven de nada a una corta edad puesto que, a la hora de la verdad, se impone el pragmatismo infantil, su necesidad de concretar, su confusión cuando se comparan con otros chavales y se notan diferentes –reveladoras, en este caso, las escenas que tienen lugar en la escuela: las burlas de algunos compañeros, la insólita solidaridad de otros, la conmiseración de los profesores-), optan por seguir camino sin hacer patente su congoja, rumiando su rabia, acumulando inquina, alimentando su encono, despreciando las bonitas e inanes palabras de los adultos, mirando con ojos que hacen auténticas prospecciones en el ánimo de los mayores, desmontando la ficción, decolorando el tinte rosa que quieren imprimir al horizonte, cercenando cualquier vía de escape”. Nadie duda de sus facultades detrás de la cámara, técnicamente hablando, de su puesta en escena sencilla a pesar del aparataje que precisa, de los efectos necesarios, de la grandilocuencia debida y que sabe controlar para evitar el disparate, en ese sentido puede hacer una buena labor en la nueva cinta del universo jurásico creado por Michael Crichton, otra cosa es si habrá emociones reales como las vividas de la mano de Spielberg (con en el que en tantas ocasiones se le compara, normalmente para fustigar al maestro, paralelismo insostenible si se conoce de verdad -y disfruta- la obra del tantas veces llamado Rey Midas de Hollywood) o todo quedará en una exhibición un tanto hueca y a ratos impersonal, virtuosismo técnico y poco más.

domingo, 6 de noviembre de 2016

"ELLE": CON SORDINA Y SORNA





TÍTULO ORIGINAL: Elle DIRECCIÓN: Paul Verhoeven GUIÓN: David Birke (basado en la novela << Oh… >> de Phiippe Djian) MÚSICA: Anne Dudley FOTOGRAFÍA: Stépahne Fontaine MONTAJE: Job ter Burg REPARTO: Isabelle Huppert, Laurent Lafitte, Anne Consigny, Charles Berling, Virginie Efira, Judith Magre

   Conviene recordar que cuando calificamos un premio como “justo” o “injusto” lo hacemos como expresión de un sentir particular, de un gusto propio, de una preferencia concreta (aunque siempre hay quien no es capaz de explicar su toma de partido porque no se basa en ningún criterio personal o porque lo que así pregona va dando bandazos según el viento imperante en cada momento), cualquier galardón es la expresión de una parcialidad, de una elección, del sentir de unas cuantas personas (sean tres, siete, doce o todas aquellas que pueden votar en los Goya, los Oscar y demás), es, por lo tanto, injusto en sí mismo puesto que, por mucha ecuanimidad que demuestren los miembros del jurado, pueden concurrir candidatos con méritos similares o que satisfagan en la misma medida y la decantación se base más en simpatías, en currículum, en amistad, en un flechazo, en vaya usted a saber qué, aunque podría haber más de un veredicto satisfactorio. Por otro lado, para hablar con propiedad de la pertinencia de un honor habría que conocer a todos los posibles premiados cuando existe una lista previa con nominados, nombres propuestos, concurrentes a un concurso, hay que conocer el trabajo de todos ellos, aquello por lo que van a ser laureados, para, entonces sí, aunque sea a título personal (nunca lo olvidemos, sobre todo esos que tienden a hablar como si estuviesen en posesión de la verdad cuando, en estos asuntos, no existe una que pueda adjudicarse el artículo determinado), decretar la justicia que sustenta la proclamación del vencedor. Así, por ejemplo, la primera Palma de Oro que obtuvo Ken Loach en Cannes -El viento que agita la cebada (2006)- resulta excesiva si pensamos que quedó descabalgada del máximo honor una cinta como Volver (2006) de Pedro Almodóvar -y que entre las que competían en aquel festival y se ha tenido oportunidad de visionar hay otras, especialmente María Antonieta (2006) de Sofia Coppola, había mejores opciones-, ya sólo por ese motivo se recibió la segunda -conseguida el pasado mayo por Yo, Daniel Blake (2016)- con cierto estupor, el que ha ido aumentando e incluso transformándose en indignación al conocer la película que, desde su proyección, se transformó en la favorita de la crítica internacional, no sólo descabalgada del galardón principal sino de cualquier mención o premio de consolación (aunque, por cerrar el asunto, el cine de Ken Loach está mejor representado en esta ocasión, cuando se estudie y revise su filmografía -porque, guste más o menos, ha marcado una época-, serán obras como Yo, Daniel Blake a las que haya que acudir para analizar y comprender su relevancia, es ahí donde podrá encontrarse su estilo, aquello por lo que será -lo peor es que lleva demasiados años repitiéndose y muy alejado de aquella furia que le proporcionó fama y prestigio, aunque ya se habló sobre el asunto en un texto publicado en este mismo blog recientemente y no vamos ahora a exponerlo de nuevo-). Conviene tener esto muy en cuenta a la hora de comprender el tono del presente escrito, si bien es cierto que, al margen de lo sucedido en Cannes, el que suscribe se hubiera rendido del mismo modo ante Elle y hubiese proporcionado la misma recepción tibia al filme de Loach (pero recordar que una cinta que se reconoce como legendaria desde los primeros minutos, que se percibe va a pasar a la historia, había sido ninguneada por un jurado presidido por George Miller encendió aún más los elogios que iban brotando espontánea y profusamente durante el visionado).
   El neerlandés Paul Verhoeven es uno de esos cineastas que han dado su apellido a un estilo, a una forma de hacer cine, a una mirada sobre la sociedad actual (incluso cuando rueda distopías, futuros más o menos cercanos o historias de siglos pasados), aunque (al igual que sucede, por cierto, con Michael Haneke -cuando no se habla de una brutalidad que, la mayoría de las veces, está sugerida, sucede fuera de foco, es demoledor sin necesidad de ser gráfico, no tiene nada que ver cómo sacude en La pianista (2001) o en Funny Games (1997) a cómo lo hace en Amor (2012), no es el mismo tipo de violencia, aunque el espectador sufra y tiemble como pocas veces-) suele reducírsele a algunas características, a las más obvias, no se atiende a su evolución o a las claras diferencias formales y expresivas que hay entre títulos como Delicias turcas (1973), Eric, oficial de la reina (1977), Desafío total (1990) o El libro negro (2006), por mucho que, obviamente, tengan similitudes y se reconozca la mano del mismo autor. Verhoeven no ha ahorrado nada a la audiencia cuando lo ha creído necesario, ha dejado su sello y autoría incluso en lo que podrían haber sido productos comerciales destinados a un público amplio -y muy promocionados entre la juventud del momento-, así el primer tramo de RoboCop (1987) es ciertamente duro y hay que tragar saliva (o apartar la vista de la pantalla), pero también ha tenido tiempo y talento para ser suntuoso, para recrearse en la jugada creando atmósfera, destilando morbo, dosificando sexualidad, incomodando casi imperceptiblemente pero sin dar tregua, retrasando el necesario estallido, en definitiva, sorteando los escollos que a veces planteaba un guionista empeñado en recordar todo el rato su perspicacia, colocándose por encima de los ocupantes del patio de butacas, cayendo a ratos en su propia trampa y perdiendo verosimilitud (hablamos, claro, de Joe Eszterhas, y no sería por falta de experiencia en guiones endiablados y sorprendentes como los de Al filo de la sospecha (1985) y la soberbia La caja de música (1989) -no se han visto todos los filmes que ese año pasaron por el Festival de Berlín, pero no se concibe un Oso de Oro más adecuado y plausible-), en definitiva, mucho más allá de ese “polvo del siglo” (rodado y montado con energía, pasión y provocación, secuencia electrizante no sólo por lo sexual), si Instinto básico (1992) permanece en la memoria (y en el disfrute) de los espectadores es por la inteligencia con que Sharon Stone (por mucho que no tuviese muy buenas palabras para el director) supo encarnar el tono y ritmo que Verhoeven quiso imprimir a la cinta, el alto voltaje que se percibe desde el comienzo, la electricidad que va aumentando de potencia hasta cortocircuitar el ánimo, la tensión permanentemente creciente que no se deja explotar, todas estas virtudes quedan resumidas en la antológica y fantástica secuencia del interrogatorio, el cruce de piernas más famoso (y polémico) de la historia del cine, un momento brillante por cómo se prepara y se sirve, por cómo el cineasta hurta a nuestra vista lo que todo el mundo cree ver en detalle (aunque se ve, no queda duda, y más en pantalla grande), por cómo hay mucho erotismo y nada de pornografía (palabra/acusación que ha perseguido a Verhoeven como pocas).
   Aunque sólo sea por este ejemplo concreto (que ha asegurado al director la inmortalidad), no sorprende que Elle esté filmada con enorme naturalidad, integrando a la perfección los sucesos más violentos y estrambóticos, las reacciones más imprevisibles y asociales, los tormentos internos más lacerantes, los traumas más asfixiantes, con una atmósfera reposada, con una cotidianidad cómoda y en teoría apacible, no resulta extraño que Verhoeven haya ido, si se quiere ver así, refinando, depurando, despojando, estilizando (si se permite la redundancia) su estilo, salpicando aquí y allá, en los momentos oportunos, un par de directos a la mandíbula, una quiebra de la calma, un chirrido de la tiza en la pizarra que altera y causa dentera, pero regresar pronto a un modo de contar (tanto con la cámara como en el guión) que hubiese hecho las delicias de Claude Chabrol (con quien emparenta el neerlandés con absoluta maestría). Verhoeven imprime tanta verdad a todo lo que sucede (tiene cimientos muy sólidos gracias a un impactante y magnífico guión de David Birke -al no estar publicada en España, no se puede decir cuánto debe al original literario de Philippe Djian-) que aún zarandea más lo que narra, por la elegancia formal que casi nunca pierde, por el tono despreocupado que utiliza, por la ausencia de subrayados, por la, conviene repetirlo, naturalidad con que se habla de dramas, rencores, perturbaciones, por la placidez con que va quitando capas de la cebolla consigue que haya un interrogante permanente flotando, más allá de descubrir la identidad del violador que fuerza a la protagonista en la primera secuencia, ante la reacción inesperada e incomprensiblemente racional de la mujer (uno no puede dejar de llevarse por los impulsos que siente brotar), ante el modo sencillo (y por ello más lacerante para quien está sentado en la oscuridad) en que convive con el crimen sufrido y la poca importancia que parece dar al hecho, ante la manera en que se suceden los hechos sin romper las convenciones sociales, las celebraciones, las rutinas, el espectador nunca sabe qué esperar y eso le hace estar alerta, involucrado, abducido por una película absorbente y, aunque parezca un oxímoron, mágicamente ominosa, perversamente inteligente (o viceversa).
   Sólo una actriz de la talla de Isabelle Huppert puede dar vida y conferir verosimilitud a un personaje con incontables aristas y hacerlo con una apabullante economía de recursos (algo a lo que, por otro lado, nos tiene acostumbrados -sin ir más lejos, aún está en cartel El porvenir (2016), que acabaría deviniendo en algo vacuo e intelectualoide de no ser porque su presencia inyecta vida a lo que, con un buen punto de partida, termina por ser mortecino y un tanto pretencioso-). Cuando encuentra carne en la que morder (e incluso cuando no, aunque a veces no puede evitar desplazarse por la pantalla asumiendo que hay poca -o ninguna- tela que cortar), la Huppert sabe exprimir hasta la última gota que puede extraer de su rol, en este caso (al igual que sucede con el resto) una personalidad muy bien escrita y descrita que, a pesar de sus oscuridades, de sus zonas ignotas, de sus ambigüedades, precisamente por ellas es tremendamente humana, comprensible e incomprensible como la mayoría, un retrato profundo y con muchas ramificaciones, un torbellino que la actriz francesa refrena para ir incorporando detalles, breves sonrisas, alzamientos de cejas, miradas intencionadas, un absoluto recital que Verhoeven promueve, consiente y convierte en la melodía principal de esta sinfonía que encuentra en lo discordante su particular armonía, aquello que la distingue y la transforma en sublime, en única, en una película que corona y justifica una filmografía, en un título que ya es de referencia y que se le reprochará a Cannes (aunque el jurado cambie cada año) de ahora en adelante.