lunes, 28 de diciembre de 2015

"EL PUENTE DE LOS ESPÍAS": UN ENEMIGO DEL PUEBLO







TÍTULO ORIGINAL: Bridge of Spies DIRECCIÓN: Steven Spielberg GUIÓN: Matt Charman, Ethan Coen, Joel Coen MÚSICA: Thomas Newman FOTOGRAFÍA: Janusz Kaminski MONTAJE: Michael Kahn REPARTO: Tom Hanks, Mark Rylance, Amy Ryan, Alan Alda, Austin Stowell, Peter McRobbie

   Por mucho que intentemos evitarlo, todos caemos en los lugares comunes, tendemos a buscar una etiqueta reconocible, un título que defina de un plumazo, otorgándoselo al que nos conviene en cada momento, sin tener muy claro en ocasiones qué queremos decir con ello, borrando de un plumazo antecedentes, influencias e incluso prestigios, reduciendo a un único aspecto una trayectoria (o pasándola por alto); es un mal que nos acecha y que nunca erradicamos por mucho empeño que pongamos, me estoy refiriendo a los que tenemos el honor de informar sobre cine (algo extensible a otras disciplinas, pero quedémonos, como otras veces, en el asunto primordial de este blog), lo peor es cuando ese recurso intenta encubrir y paliar carencias, desconocimientos, cuando trata a los receptores como pasivos, como si no pensaran, como si no tuviesen sus propias opiniones, como si no recordasen que hace un mes decíamos lo mismo refiriéndonos a otra persona. Y todo esto viene a cuento de que algunos han coronado a Steven Spielberg como “el último de los clásicos” después del estreno de El puente de los espías, causando estupor que cada cierto tiempo alguien lo sea (el último), como si nadie más fuese a revalidar el magisterio de los que hicieron historia, como si nadie fuese a seguir transitando por ese camino (antes lo fue Clint Eastwood, por ejemplo, al que ahora se niega todo el pan y mucha sal sólo porque sus últimos trabajos se consideran menores, indignos, por debajo de lo exigible -lo que no es óbice para que sigan respondiendo a un estilo que bebe sin complejos de un clasicismo que a veces se percibe en lo estético, en lo formal, en lo visual, como en la estupenda El intercambio (2008) o en la ineficaz Jersey Boys (2014), y otras en la estructura de la narración o en los ecos que la alientan como sucedía en la sobrevalorada Gran Torino (2008), en la por momentos fallida pero en conjunto apasionante J. Edgar (2011) y en la a ratos vibrante El francotirador (2014)-). Pero hay quien sólo sabe categorizar, polarizar, obviar la amplia gama de grises que hay entre el blanco y el negro, ser extremista a base de ignorar y, por eso, habla de la última representante del Hollywood dorado (esa o ese sí existirá algún día, cuando por desgracia hayan desaparecido los que quedan) ante la muerte de Maureen O´Hara, dejando fuera a Kirk Douglas u Olivia de Havilland, ambos a poco de convertirse en venerables centenarios, y, por encima de todo, sorprende que algunas voces que han tratado de manera inmisericorde a Spielberg destaquen ahora, y sólo por su último filme, lo que ha sido seña de identidad de aquel que tanta urticaria les provocaba porque hacía películas que buscaban satisfacer al público, que arrasaban en las taquillas y, para colmo, gozaba del reconocimiento de parte de la crítica (la otra, como decimos, estaba siempre con la escopeta cargada, metiendo todo en el mismo saco, acusándole de tramposo tanto en lo puramente comercial -de ahí su éxito- como en lo que se tildaban de “películas personales” -como si las otras no lo fuesen-).
   Que Steven Spielberg ha tenido querencia y predilección por las historias de siempre lo demuestran sus primeros y asombrosos pasos en el mundo del cine, incluyendo en los mismos la emocionante El diablo sobre ruedas (1971), puesto que no era más que la puesta en limpio (y en terror y dirigida a un público adulto) de cualquiera de los desopilantes episodios protagonizados por el Correcaminos y el Coyote; así, subvirtiendo, amplificando, enriqueciendo géneros clásicos, fueron naciendo títulos como la magnífica Loca evasión (1974) -que merece más de una revisión, no sólo por una Goldie Hawn que tapa muchas bocas, sino por el modo en que está construido su personaje y la manera en que Spielberg parece un veterano detrás de la cámara en lo que supone su debut en la gran pantalla- o las míticas por derecho propio Tiburón (1975), Encuentros en la tercera fase (1977), En busca del arca perdida (1981) y E.T. El extraterrestre (1982). Y pruebas de este (buen) gusto por películas que en su concepción, desarrollo y acabado huelen y evocan al cine clásico que nos hizo y hace seguir amando este invento son la maravillosa El color púrpura (1985), la electrizante Parque Jurásico (1993) o la esplendorosa War Horse (2011) por citar sólo algunas de sus cintas que más controversia y reprobaciones han alcanzado por parte de aquellos cicateros que, de repente, deciden reconocer en Spielberg todo aquello que tantas veces le habían negado (o cuando menos rebajado, incluso menospreciado), tal vez porque el guión lo firman los hermanos Coen (junto a Matt Charman -quien estuvo más acertado con la adaptación de la obra de Irène Némirovsky en la homónima Suite francesa (2014), aunque al firmar el libreto junto a Saul Dibb no sabemos cuánto debemos a cada uno, del mismo modo que en esta ocasión tampoco tenemos claro dónde termina él y empiezan los Coen, aunque es fácil rastrear a los fraternales cineastas-). Y es, precisamente, por ese guión tan poco emocionante, tan frío, tan maniqueo a fuerza de pretender ser ecuánime, tan distante, por donde El puente de los espías hace más aguas, puesto que el director queda atado de pies y manos y no puede imprimir su sentido del ritmo, de la tensión, incluso en las secuencias en que podría hacerlo se percibe un agarrotamiento, una excesiva contención, un no querer salirse del cauce marcado y no crear diferencias de tono que distorsionen el conjunto (Spielberg valora en mucho el trabajo de los guionistas, se pone a su servicio, no en vano ha declarado en diferentes ocasiones, y ha vuelto a recordarlo con motivo del temprano y reciente fallecimiento de la escritora, que llevaba mucho tiempo dando vueltas a lo que quería que fuese E.T., pero que ésta sólo cogió vuelo y fue posible cuando Melissa Mathison supo plasmarla en lo que hoy en día continúa siendo un ejemplo de guión perfecto, un mecanismo de relojería que no se percibe, que no se regodea, que fluye de tal manera que es irresistible, llega sin paliativos hasta las emociones más profundas del espectador).   
   Tom Hanks es un intérprete que en general agota e irrita bastante a quien esto escribe, cansino como actor de comedia, insuficiente como actor dramático, cargante en general, abusando de su apariencia de hombre normal (con todas las comillas posibles para un adjetivo que no gusta demasiado, pero es fácilmente comprensible e identifica el tipo de roles que suele encarnar), pero en manos de Spielberg consigue quitarse de encima esa pátina plúmbea y agotadora, esa tendencia a la exacerbación de los valores que defiende, consiguiendo que resulten soportables e incluso queribles personajes que provocarían el efecto contrario, aún más al ser Hanks quien les da vida -con la excepción del tramo central de Salvar al soldado Ryan (1998), diseñado para su lucimiento y que lastra el filme, y con mención especial para La terminal (2004)-; no hay duda de que aquí podría hacer una interpretación meritoria e incluso destacada si el dibujo de su personaje estuviese más perfilado, tuviese aristas, hondura, no se limitase a ser un estereotipo (en realidad, como el resto), se le permitiese evolucionar ante nuestros ojos, pero intentando todo el rato ser otra cosa, huyendo de lo convencional, queriendo no recurrir a lo que debe parecerles fácil y sin mérito, pagados de su condición de creadores (la que les han conferido títulos tan huecos como Barton Fink (1991) o Inside Llewyn Davis (2013), su encumbramiento gracias a Fargo (1996) o El Gran Lebowski (1998) tiene aquí poco que ver, ellos parecen ya estar en otra onda -olvidando que cuando se han puesto al servicio del material utilizado, cuando se han camuflado, han obtenido resultados tan gloriosos como Muerte entre las flores (1990), No es país para viejos (2007) o Valor de ley (2010)-), los Coen narran la historia con cierta displicencia, evitando cualquier conato de emoción, perdiendo el tiempo en alguna peripecia que acaba por resultar patética y absurda (sobre todo porque, después de incidir en lo complicado y hasta peligroso que es pasar de un Berlín al otro, al final diríase que el abogado protagonista va y viene como quiere, yendo al otro lado del Muro sin apuros ni contratiempos, cada vez que lo precisa), desperdiciando las múltiples posibilidades que la historia tiene, evitando el drama judicial, el melodrama, las intrigas de despacho, tanto las políticas como las laborales (esas que, a pesar de lo complejo del asunto, confirieron interés a Lincoln (2013), sin poder evitar lo abstruso y discursivo, pero sirviendo para definir a los intervinientes en el debate), sin explotar el dilema moral y personal que vive el personaje, escurriéndose por los márgenes para sembrar más propaganda de la que muchos toleran a otros cineastas más inocentes (a otros más cañeros, que no tienen prejuicios ni miedos en decir claramente lo que desean), dando una imagen plácida de lo que fue un periodo convulso (aún no superado, en contra de lo que a veces puede parecer o algunos hacen creer), siendo sutiles en asuntos que piden una mayor implicación, amparados en una dirección artística que a ratos no oculta su carácter acartonado, sin brío ni fuerza, con una fotografía que ilumina todo (incluso a veces deslumbra), tendencia habitual del excesivamente glorificado Janusz Kaminski (muy lejos de lo conseguido en Salvar al soldado Ryan o en la tan maltratada War Horse, épica y profunda, uno de los mejores homenajes hechos al maestro John Ford), con un sucederse de escenas que nunca logran descollar, con falsas expectativas de un clímax que no llega porque el desarrollo ha conseguido desengancharnos, mantenernos ajenos, no implicarnos (y porque Spielberg poco puede hacer, habiendo mil muestras en su filmografía de lo que es capaz a la hora de inyectar adrenalina dosificando el empuje del émbolo cuando tiene los elementos adecuados para eso -lo que hubiese sido la secuencia que sirve para titular la película contada de otra manera y habiendo llegado a la misma por otros caminos-). Sólo Mark Rylance destaca con su hieratismo, con su minimalismo, con miradas cargadas de contenido, con su modo de arrastrar las palabras, imprimiendo algo de vida a un personaje del que gustaría saber más -y no digamos nada de los que quedan al otro lado del Muro, de la ciudad en sí misma-, del mismo modo que uno no puede evitar la sensación de que Spielberg podría haber firmado otra de sus grandes películas de haber hecho, como en anteriores ocasiones, algo menos políticamente correcto (tiene su miga que eso sea lo que le achacaban precisamente en gran parte de su filmografía anterior, mucho más subversiva de lo que tantos están dispuestos a reconocerle).     

domingo, 13 de diciembre de 2015

"GRANDMA": LILY TOMLIN, CARISMÁTICA Y MAGNÍFICA






TÍTULO ORIGINAL: Grandma DIRECCIÓN: Paul Weitz GUIÓN: Paul Weitz MÚSICA: Joel P. West FOTOGRAFÍA: Tobias Datum MONTAJE: Jon Corn REPARTO: Lily Tomlin, Julia Garner, Marcia Gay Harden, Judy Greer, Laverne Cox, Elizabeth Peña

   Hay personajes que sólo pueden imaginarse encarnados por un determinado intérprete, da igual que sea uno de esos a los que se recurre cada cierto (a veces demasiado poco) tiempo (osadía comprensible e incluso necesaria en el ámbito teatral, puesto que el público va cambiando y merece ver sobre las tablas determinados textos, sólo de oídas o a través de la hemeroteca puede conocer interpretaciones gloriosas que marcaron a una generación), da igual que lo escribiesen pensando en otra persona, a pesar de que se nos ocurran nombres que incorporarían aspectos, matices, tonos, reinterpretaciones (en el sentido más profundo, en el de los comportamientos y la manera de presentar el personaje), por mucho que tengamos la certeza (por demostraciones anteriores de talento) de que tal o cual no harían un estrepitoso ridículo ni imitarían burdamente y darían una o varias vueltas de tuerca enriqueciendo el material recibido, aunque nos parezca atractiva la propuesta de ver a alguno de nuestros actores favoritos en un rol al que no pudieron dar vida porque no tenían la edad necesaria (o no habían ni nacido) cuando se rodó la primera versión (la que tantas veces debería ser la única) o lo que se transforma en primera parte cuando alguien osa en dar continuidad a lo que había terminado en el momento preciso. Del mismo modo, ocurre en ocasiones que un filme se justifica por su protagonista, es un vehículo de lucimiento que, por desgracia, la mayoría de las veces suele quedarse tan sólo en el intento, en la intención, que embarranca en el ego del que, además, puede que actúe como productor y/o guionista y/o director, buscando los laureles que cree merecer; pero no siempre la jugada se salda con un fracaso (al menos se logra la anhelada estatuilla e incluso un éxito de taquilla, por mucho que, más allá de quedar vinculada al hombrecillo dorado, el título no merezca un lugar de honor en la filmografía del intérprete –Al Pacino, Robert Duvall, Art Cartney, Jack Lemmon, el primer Oscar de Elizabeth Taylor-), gracias a este tipo de empeños han nacido películas inolvidables y, sobre todo, se ha posibilitado que intérpretes poco considerados o que no gozaban del favor popular (o que habían quedado arrinconados y/o en el olvido) encuentren o reencuentren su inmortalidad.
   El que esto escribe no ha podido encontrar el dato que lo confirme, puede que Paul Weitz empezase a pergeñar esta historia mientras dirigía Proceso de admisión (2013), tal vez ya le rondaba por la cabeza, a lo mejor fue la propia actriz la que le inspiró la idea, incluso hubiese podido suceder que fuese una petición/sugerencia particular de ella, sea como sea, Grandma cogió vuelo desde el momento en que estuvo decidido que Lily Tomlin la interpretase porque se nota que es un traje hecho a su medida y que no sólo le sienta como un guante sino que las últimas puntadas, el acabado, vienen de su propia mano, de su valentía, de su militancia, de su honestidad, de su ironía, de su personalidad, de su rostro, esas frases no provocarían las mismas reacciones de ser pronunciadas por otras, Tomlin se funde con su personaje como si estuviéramos ante un documental en el que se siguiese a alguien anónimo, desplegando su inmenso carisma con la aparente facilidad a que nos tiene acostumbrados, pasándoselo de miedo, disfrutando y haciendo disfrutar, con la naturalidad que le es característica y que consigue que el espectador no la olvide, imponiéndose por derecho cuando acomete un secundario, eclipsando lo que la rodea por mucha grandeza que tenga (véase, para no irnos muy lejos, la un tanto decepcionante Grace and Frankie –cuya segunda temporada estará lista en junio de 2016-, la serie que la ha reunido con su vieja cómplice Jane Fonda: los guiones son ciertamente flojos, ambas están entregadas y deliciosas, pero en la tierra de nadie en que embarranca la mayoría de los episodios, más allá de un glorioso Martin Sheen, Tomlin sale victoriosa porque su carácter desborda con creces el escuálido personaje que asume-). Actriz que en sus inicios consiguió casi al mismo tiempo el prestigio de debutar en la gran pantalla de la mano de Robert Altman en Nashville (su única candidatura al Oscar –por el momento-) con el éxito y popularidad que le reportaron Cómo eliminar a su jefe (1980) –junto a Jane Fonda y Dolly Parton- o Ensalada de gemelas –duplicada junto a Bette Midler-, Lily Tomlin ha llevado una carrera muy particular en la que ha parecido guiarse por el instinto, su implicación en la lucha por los derechos de los homosexuales u otros colectivos marginados, sus amistades y su falta de prejuicios o complejos, alternando proyectos personales, cintas de bajo presupuesto, comedias de fácil consumo y mucha televisión (en la que ha escrito páginas gloriosas: Murphy Brown (1988-1998) –apareció en las dos últimas temporadas-, El ala oeste de la Casa Blanca (1999-2006) –se incorporó al final de la tercera temporada con un secundario recurrente- o Daños y perjuicios (2007-2012) –su participación en la tercera temporada incluye algunos de los momentos más escalofriantes vividos en los últimos años, y mira que los hay, delante de la pequeña pantalla, dicho así porque es lo aceptado aunque hay llamadas salas de cine con menos superficie para la proyección que la puedas encontrar en muchos salones magníficamente equipados-).
   Grandma, aunque presentada bajo la etiqueta de película pequeña y sin excesivas pretensiones (una lástima que, acertando en el destierro de lo enfático, eliminando tentaciones grandilocuentes, Weitz no resulte tan inspirado como en Antz (1998) o Un niño grande (2002)), coloca de nuevo a Tomlin en el foco que nunca debió haber perdido (aunque, las cosas como son, ella parece poco interesada en conservarlo –pero que, al menos, el público mayoritario se lo conceda-), adueñándose de cada fotograma, derrochando carisma, buen rollo, una sorna inteligentemente administrada, dejando asomar sin aspavientos ni trampas, sin necesidad de trucos un tanto sucios que estrujan el corazón sin ambages ni comedimientos, los dolores, las derrotas morales, las renuncias, lo que se ha perdido, los lastres que aún arrastra, erigiéndose en símbolo, en icono, en referente, pero sin caer en el discurso victimista, en lo rimbombante, ganando la causa por la veracidad que transpira, por la sencillez con que se expone, por lo que ya está sabido y no hace falta recalcar. La suya es una de esas interpretaciones que eleva el tono, que da más contenido del que el guión aporta, que se erige en auténtica columna vertebral porque confiere entidad, imprime nervio, dota de aliento a lo que, desgraciadamente, no pasa de ser una mera excusa para pasear a la actriz e irla enfrentando a diferentes situaciones, usándola como hilo conductor para intentar esbozar un argumento que, en realidad, no tiene desarrollo. Y aunque la película se ve con agrado e interés, todo se lo inyecta una Tomlin poderosa, quien aguanta el envite gracias a su dignidad y veteranía, echándose a los hombros el inane libreto que debe defender, desplegando todos sus talentos para que las carencias se perciban lo menos posible, consiguiendo que pasemos un buen rato, que soltemos sonoras carcajadas en algunos momentos, pero haciendo que nos lamentemos porque el esfuerzo no se vea recompensado como merecería, especialmente en lo que al guión se refiere, ya que en realidad lo cifra todo a su irresistible protagonista y, de paso, en el camino desperdicia a una Marcia Gay Harden que podría haber resultado tan legendaria como Tomlin si tuviese algo más a lo que agarrarse (y para colmo termina convertida en un estereotipo un tanto ridículo y forzado), perdiendo el guionista (es en ese apartado en el que Weitz falla, como director sabe mantenerse en su sitio, sin estorbar y al servicio de la estrella, sin darse importancia ni pretender destacar a costa de los demás) la oportunidad de regalar dos o tres secuencias de esas que, por sí solas, servirían para resumir y justificar una trayectoria e, incluso, un Oscar (premio que parece muy lejano, por no decir inalcanzable atendiendo a otras actrices que suenan para el mismo, pero para el que Lily Tomlin hace más méritos y demuestra más idoneidad que muchas que han sido galardonadas a lo largo de la historia, no consintiendo que un material tan flojo cohíba o refrene su electrizante carisma).

domingo, 6 de diciembre de 2015

"EL CLUB": LO REAL TENEBROSO





DIRECCIÓN: Pablo Larraín GUIÓN: Guillermo Calderón, Daniel Villalobos, Pablo Larraín MÚSICA: Carlos Cabezas FOTOGRAFÍA: Sergio Armstrong MONTAJE: Sebastián Sepúlveda REPARTO: Alfredo Castro, Roberto Farías, Antonia Zegers, Jaime Vadell, Alejandro Goic, Alejandro Sieveking

   “¡El horror! ¡El horror!” son aquellas estremecedoras palabras que, abiertas a múltiples interpretaciones, hacen zozobrar aún más el ánimo del lector de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y que un impactante y soberbio Marlon Brando transformó en elegía angustiosa y sobrecogedora, en letanía inquietante que se clava en lo más profundo y se impone como un mantra en el tramo final de la espléndida Apocalypse Now (1979), empeño personal y fanático de Francis Ford Coppola por trasladar a la gran pantalla la electrizante y obsesiva prosa del autor nacido en lo que en 1857 era Polonia (actualmente Ucrania), odisea que trascendió los límites de lo meramente cinematográfico, una de las mayores pruebas de cómo el arte se mezcla con la vida y la condiciona e influencia (aunque a buen seguro más de uno de los involucrados en la gesta hubiese preferido no participar en esta obra maestra, no haber dejado tanto en el camino, no tener que sufrir para crear). El DRAE ofrece cuatro acepciones de la palabra “horror”, aquí nos interesan las tres primeras, las que permiten el uso del término desde lo que experimenta uno mismo (“sentimiento intenso causado por algo terrible y espantoso” o “aversión profunda hacia alguien o algo”) o como sustantivo digamos neutro en el sentido de que expresa algo que está aceptado como tal, es una mera descripción (“atrocidad, monstruosidad, enormidad”). Al igual que sucediera con la terrorífica pero soberbia El hundimiento (2004), en la que Oliver Hirschbiegel utilizaba un escalpelo para diseccionar con pulso de orfebre (y utilizando un estilo aséptico e imperturbable que aún provocaba mucho más pavor que si hubiese recurrido a truculencias) las últimas horas de Hitler y sus más leales en el interior del búnker berlinés en que pensaban mantenerse a salvo y tal vez evitar la derrota o al menos la para ellos insoportable humillación de ser hechos prisioneros, la inapelable constatación de que eran los vencidos, El club de Pablo Larraín es un magnífico ejemplo de cómo plasmar en pantalla lo más deleznable, lo más incomprensible, lo más repugnante, lo más terrorífico porque es algo con lo que, querámoslo o no, convivimos, de ahí viene el inevitable espanto, el dolor que atenaza nuestras entrañas, que nos encoge el corazón, que nos coloca al borde del abismo, porque se está hablando de seres reales, de semejantes, de unos que son iguales a nuestros vecinos, a nuestros familiares, a nosotros mismos, de otros a los que llamar humanos por mucho que nos parezca que no merecen ese apelativo, no podemos aliviarnos pensando que lo que sucede ante nuestros ojos es fruto de la imaginación de un cineasta porque lo que ahí se ve está tomado del natural, de hechos reales, porque su extrema verosimilitud es la que produce más escalofríos, porque por mucho que les pese a algunos eso sucedió (y aún peor: sucede –sólo en el caso de Hitler podemos utilizar el pretérito-).
   Pablo Larraín y sus guionistas han sido conscientes de manejar un material muy sensible en el que es fácil perder pie y despeñarse, con las mejores intenciones, por un maniqueísmo excesivo que haga perder fuerza a la denuncia y dé munición a aquellos empeñados en considerar el asunto como algo puntual, que sólo ha ocurrido en algún lugar, una lacra erradicada y todos los eufemismos que ellos deseen para intentar ocultar una realidad clamorosa de la que apenas conocemos la punta del iceberg, una hidra a la que no dejan de brotarle cabezas; por eso se han trabajado a conciencia la atmósfera ominosa y opresiva en que se ven obligados a convivir cuatro hombres, el enclaustramiento de cuatro almas emponzoñadas que no sienten arrepentimiento ni propósito de la enmienda, que, como diría el cantautor, reposan su miseria en un caldo espeso, que se sienten víctimas y culpabilizan a los demás de su situación. La Iglesia católica mira hacia otro lado y no expulsa de su seno a los sacerdotes a las que aparta de sus cargos porque constituyen “un problema” (lo de no llamar a las cosas por su nombre es algo que tienen grabado a fuego), se limita a esconderlos debajo de la alfombra, a ocultarlos, a alejarlos de la tentación, pero los sigue cuidando, atendiendo, proporcionando un medio de vida, practicando una caridad que olvidan en lo que hace referencia a los feligreses, condenando con enorme laxitud y férreo corporativismo, juzgando inmisericordemente al que no acata su autoridad moral, esa de la que abusan para anular conciencias y trasladar las culpas a la víctima. Y, así, en esa casa aislada de un pequeño pueblo costero de algún lugar de Chile, hay cuatro sacerdotes que no sienten que tengan nada por lo que pedir perdón, o que en todo caso ya han hecho la penitencia necesaria (aunque uno de ellos ha perdido la razón y no es consciente ni del pasado ni del presente), que viven encastillados en su soberbia, en su displicencia, sabiéndose exiliados pero manteniendo impertérrita su altura de miras, la superioridad que les confiere ser representantes de la divinidad en nombre de la que cometen desmanes, abusos, latrocinios, perversidades, todo aquello por lo que amenazan con la furia de los Cielos al resto de los mortales.
   No hace falta explicar demasiado sobre el pasado de estos personajes, sólo unas pinceladas (aunque sí conviene aclarar que no todos están allí por, como ellos dicen, asuntos relacionados con la carne), porque han sido capaces de mantenerse en una burbuja, vulnerando el castigo, encontrando vías de escape, disfrazando de rutinas sus ocupaciones y negocios, alejados de los demás por deseo y preferencia más que por imposición, todo está enrarecido y nada resulta plácido aunque las apariencias parezcan señalar lo contrario, se musitan palabras que convocan miles de fantasmas, se maneja un código restringido que incomoda e inquieta porque los silencios se perciben muy profundos, lo que se omite puede palparse, el aire diríase sólido, se erige como pilar de esa pequeña y obligada comunidad una tal Madre Mónica, posiblemente el personaje más espeluznante, alguien que se siente completa pudiendo ser misericordiosa (lo que establece una jerarquía) con esas ovejas descarriadas, alguien que necesita los pecados de los demás para sentirse superior y encontrar una razón de vida, una persona que espolea y aviva el mal porque así puede intervenir y controlar la información, puede ejercer el poder de la amenaza, el mismo que practicaron esos a los que ahora atiende con solicitud y vocecita candorosa, como si hablase con niños de cortas entendederas, una ambiciosa sin límites que sojuzga, especula, somete y anatemiza sin perder la compostura (y sintiéndose bondadosa y cristiana, aunque uno no la imagina dándose ningún golpe de pecho). Antonia Zegers consigue una interpretación poderosa desde la imperturbabilidad, hablando despacio y suavecito, sin descomponer el gesto más que cuando conviene a sus intereses, casi como pidiendo perdón por existir pero al mismo tiempo dejando claro que sin ella el edificio se viene abajo, provocando temblores en el espectador por sus continuos manejos, por su nula empatía (en contra de lo que proclama), por ser esa agua mansa contra la que advierte la voz popular; junto a ella, el resto del reparto consigue que sus roles no sean un vulgar estereotipo, que todos posean una entidad aunque nos provoquen náuseas, jugando con gran inteligencia la ambigüedad moral que nos pellizca sobremanera porque somos conscientes de que es una frontera muy delgada la que nos separa de aquello que reprobamos, cuyo germen está demasiado cerca de nuestro ánimo. Y el máximo acierto del guión es mostrarlo con sutileza, en ausencia, a través de algunas palabras y muchas actitudes, y con la aparición de una víctima, de alguien que sufrió de niño los abusos de un quinto sacerdote que llega hasta aquel retiro al inicio de la película, un personaje al que se retrata de un modo abrupto, nada complaciente, sin disculpar al verdugo pero explorando el lado más oscuro del trauma, la otra cara de la moneda (un territorio que explora con sumo acierto parte de la novela negra que se escribe en la actualidad, especialmente la escandinava), estrujando aún más la atmósfera enmarañada que nos oprime en la butaca pero nos abre los ojos porque el peligro está a solo un palmo de nosotros. Cine incómodo que, sin embargo, deja un regusto agradable en la conciencia porque es necesario meter el dedo en esa llaga y escarbar sin prudencia.