DIRECCIÓN: Juan Carlos Medina GUIÓN:
Juan Carlos Medina, Luiso Berdejo MÚSICA: Johan Söderqvist FOTOGRAFÍA: Alejandro
Martínez MONTAJE: Pedro Ribeiro REPARTO: Tomas Lemasquis, Álex Brendemühl, Juan
Diego, Ramón Fonseré, Derek de Lint, Silvia Bel, Félix Gómez, Bea Segura
Resulta curioso en muchas ocasiones cómo el deseo por querer marcar
distancias, pretender una voz propia, saca aún más a la luz los referentes
(dejémoslo en eso) de una obra; de todos modos, nos encontramos ante un
director novel que no niega sus inspiraciones, aunque tal vez lo que esté
haciendo sea extender una cortina de humo que nos haga perder de vista las más claras,
la fuente de la que se bebe sin freno, el camino que gustaría recorrer, la
sombra bajo la que uno se coloca buscando protección (propiciando la
comparación). Por un lado, debemos concluir que es muy difícil ser
verdaderamente original, cualquier giro de guión (por muy abrupto e inadecuado
que sea, aunque sea lo más tramposo del mundo) parece inventado o ya utilizado;
por otro, no conviene olvidar que las mayores transgresiones hechas en
cualquier género parten de las convenciones, de los tópicos, de los prototipos
a los que se da una (o varias) vuelta de tuerca. Sea como sea, a la hora de
presentar su ópera prima, Juan Carlos Medina cita títulos tan dispares como La caja de música (1989), Seven (1995), El silencio de los corderos (1991), El Padrino II (1974) o el cine de William Friedkin y David
Cronenberg en su conjunto y aunque no hay por qué dudar de su capacidad
ecléctica para conformar un conjunto bien armado, resultan excesivos mimbres de
muy diferentes materiales como para que el cesto resultante no tenga agujeros
por los que se escape parte de la carga.
Coincide el estreno de Insensibles
con el vídeo en el que periodistas cinematográficos y también algunos
cineastas e intérpretes narran alguna anécdota sucedida durante el ejercicio de
su profesión y en el caso de los últimos haciendo hincapié en su relación con
aquellos que ejercen la crítica; Álex Brendemühl, uno de los participantes,
protagonista de la cinta que ahora nos ocupa, cuenta lo mal que debutó en estas
lides ya que al presentar la primera película que protagonizaba, Un banco en el parque (1999), alguien
habló sobre Eric Rohmer y eso supuso (según cuenta) que la crítica se enfadase
y tirase por ese camino, el de evocar al cineasta francés, para denostar una de
las cintas más acartonadas y huecas que uno recuerda haber visto (y que en
realidad gozó de un predicamento excesivo para lo que no era más que el
estiramiento de un cortometraje más allá de todo límite). Sea como sea, parece
que él no quedó muy conforme con el recibimiento y gusta de enmendar la plana a
los que no supieron ver las supuestas excelencias de aquel trabajo, lo que no
ha sido óbice para que su nombre haya seguido asociándose a filmes de
prestigio, de esos que sólo consiguen el aplauso de unos expertos que se
revisten de una pátina intelectual al glorificar con palabras muy rimbombantes
ejercicios pagados de sí mismos que reivindican el aburrimiento como elemento
imprescindible para ir contracorriente, ser rompedores, no plegarse a los
convencionalismos ni a lo comercial (como siempre, pronunciada la palabra con
el tono más peyorativo posible –no entiendo, entonces, por qué se quejan tanto
cuando el público no va a las salas; ¿no es lo que pretenden? ¿No quieren
demostrar que los espectadores son tontos y por eso eligen a Spielberg?). Como
decíamos hace poco hablando de Mia Wasikowska, Brendemühl es otro ejemplo de
intérprete que parece impregnar cualquier título en que interviene de su
soniquete mortecino, de su tono entre gangoso y paródico, de su permanente
gesto de adormilamiento, de una manera de actuar que se ambiciona natural pero
resulta artificiosa, forzada, excesivamente intensa a fuerza de ser contenida;
y, así, a su concurso debemos tostones tan solemnes (nos ahorraremos otro tipo
de comentarios) como Las horas del día (2003),
Remake (2006), Yo (2007), El cónsul de
Sodoma (2009) o Rabia (2009),
algunos de los cuales le han servido para obtener los mismos galardones que tan
esquivos son a actores de más fuste.
En realidad, Insensibles bebe
(quiera reconocerlo o no, consciente o inconscientemente) del universo que
Guillermo del Toro plasmó en El espinazo
del diablo (2001) y El laberinto del
fauno (2006), especialmente de esta última, cinta con más errores y
arritmias de los que su legión de rendidos admiradores reconoce, pero con
aciertos visuales (y una espléndida Maribel Verdú) que la elevan por encima de
la media y, concretamente, la alejan muchísimo de esta que ahora nos ocupa. Si
el mexicano no supo captar la realidad de la España de los años 40 del siglo XX
(con un espantoso Sergi López, exagerando sus habituales muecas hasta devenir
en caricatura), urdió con mano hábil una trama en la que lo fantástico se
integraba con apabullante sencillez en lo cotidiano, haciendo más creíble ese
extraño mundo (no en vano, y con toda justicia, los Oscar se rindieron a la
parte técnica) que la parte que podríamos denominar costumbrismo. De nuevo, esa
es la peor rémora de la historia, ya que sólo el punto de partida serviría para
atemorizarnos (y más puesto en el contexto de la guerra, sea la que sea y en el
país en que suceda, sobre todo teniendo a los niños de La cinta blanca (2009) como ilustres predecesores), al presentar
unos chavales que no sienten dolor, que no saben lo que es, cuyos cuerpos no
reaccionan al mismo ni establecen esa barrera, lo que les lleva a unos juegos
muy peligrosos y a no ser conscientes del daño que sus acciones pueden provocar
en los demás; sin embargo, Medina se empeña en utilizar este apasionante
interrogante como mera excusa para desarrollar un drama personal (por lo tanto,
resulta más un lastre que un aporte), mezclándolo con el franquismo, el nazismo
y cuantos fantasmas reales se quiera, con torturas y cárceles, con médicos sin
escrúpulos, no logrando que empaticemos con el protagonista (no puede ser de
otro mudo al encarnarlo Álex Brendemühl), sin capacidad para sorprender (el
espectador ha visto mucho y es capaz de juntar piezas con mucha más solvencia
de la demostrada por los guionistas –y de ampliar y engrandecer el material, de
buscar nuevas aristas, de explotar nuevas vetas-), enredándose en la madeja de
una abstrusa e innecesaria historia familiar (si al menos fuera capaz de
dibujar personajes con verdadera entidad que permitiesen a actores como el
estupendo Juan Diego seguir demostrando su magisterio y no quedar como una mera
sombra de lo que fue), recurriendo a lo oscuro, lo feo, lo mal encuadrado para
aportar tensión (¡Cuántos deberían estudiar al dedillo la perfección de American Horror Story: Asylum (2012-2013)
para confirmar que menos es mas sólo cuando se tiene talento para ello! –y cuando
se cuenta con Jessica Lange, James Cromwell, Zachary Quinto y otros cuantos que
nos ponen a temblar con su mera presencia).
Al final, uno no tiene nada claro qué le han querido contar (no ha
pasado miedo, no se ha sentido amenazado, no ha removido su propio pasado, no
se ha hecho preguntas –relacionadas con lo que cuenta la película, sobre su
existencia sí se ha hecho la misma en varias ocasiones-), pero sí que la jugada
ha sido demasiado larga para lo poco que ha aportado y que llega al final de la
proyección tan hastiado como siempre parece estarlo Álex Brendemühl, ese actor absolutamente
plano, sin matices ni tono, afectado en su incapacidad para transmitir algún
tipo de emoción.