sábado, 29 de junio de 2013

"INSENSIBLES": SIN COLOR NI SABOR


 
 
 
DIRECCIÓN: Juan Carlos Medina GUIÓN: Juan Carlos Medina, Luiso Berdejo MÚSICA: Johan Söderqvist FOTOGRAFÍA: Alejandro Martínez MONTAJE: Pedro Ribeiro REPARTO: Tomas Lemasquis, Álex Brendemühl, Juan Diego, Ramón Fonseré, Derek de Lint, Silvia Bel, Félix Gómez, Bea Segura

 

   Resulta curioso en muchas ocasiones cómo el deseo por querer marcar distancias, pretender una voz propia, saca aún más a la luz los referentes (dejémoslo en eso) de una obra; de todos modos, nos encontramos ante un director novel que no niega sus inspiraciones, aunque tal vez lo que esté haciendo sea extender una cortina de humo que nos haga perder de vista las más claras, la fuente de la que se bebe sin freno, el camino que gustaría recorrer, la sombra bajo la que uno se coloca buscando protección (propiciando la comparación). Por un lado, debemos concluir que es muy difícil ser verdaderamente original, cualquier giro de guión (por muy abrupto e inadecuado que sea, aunque sea lo más tramposo del mundo) parece inventado o ya utilizado; por otro, no conviene olvidar que las mayores transgresiones hechas en cualquier género parten de las convenciones, de los tópicos, de los prototipos a los que se da una (o varias) vuelta de tuerca. Sea como sea, a la hora de presentar su ópera prima, Juan Carlos Medina cita títulos tan dispares como La caja de música (1989), Seven (1995), El silencio de los corderos (1991), El Padrino II (1974) o el cine de William Friedkin y David Cronenberg en su conjunto y aunque no hay por qué dudar de su capacidad ecléctica para conformar un conjunto bien armado, resultan excesivos mimbres de muy diferentes materiales como para que el cesto resultante no tenga agujeros por los que se escape parte de la carga.

   Coincide el estreno de Insensibles con el vídeo en el que periodistas cinematográficos y también algunos cineastas e intérpretes narran alguna anécdota sucedida durante el ejercicio de su profesión y en el caso de los últimos haciendo hincapié en su relación con aquellos que ejercen la crítica; Álex Brendemühl, uno de los participantes, protagonista de la cinta que ahora nos ocupa, cuenta lo mal que debutó en estas lides ya que al presentar la primera película que protagonizaba, Un banco en el parque (1999), alguien habló sobre Eric Rohmer y eso supuso (según cuenta) que la crítica se enfadase y tirase por ese camino, el de evocar al cineasta francés, para denostar una de las cintas más acartonadas y huecas que uno recuerda haber visto (y que en realidad gozó de un predicamento excesivo para lo que no era más que el estiramiento de un cortometraje más allá de todo límite). Sea como sea, parece que él no quedó muy conforme con el recibimiento y gusta de enmendar la plana a los que no supieron ver las supuestas excelencias de aquel trabajo, lo que no ha sido óbice para que su nombre haya seguido asociándose a filmes de prestigio, de esos que sólo consiguen el aplauso de unos expertos que se revisten de una pátina intelectual al glorificar con palabras muy rimbombantes ejercicios pagados de sí mismos que reivindican el aburrimiento como elemento imprescindible para ir contracorriente, ser rompedores, no plegarse a los convencionalismos ni a lo comercial (como siempre, pronunciada la palabra con el tono más peyorativo posible –no entiendo, entonces, por qué se quejan tanto cuando el público no va a las salas; ¿no es lo que pretenden? ¿No quieren demostrar que los espectadores son tontos y por eso eligen a Spielberg?). Como decíamos hace poco hablando de Mia Wasikowska, Brendemühl es otro ejemplo de intérprete que parece impregnar cualquier título en que interviene de su soniquete mortecino, de su tono entre gangoso y paródico, de su permanente gesto de adormilamiento, de una manera de actuar que se ambiciona natural pero resulta artificiosa, forzada, excesivamente intensa a fuerza de ser contenida; y, así, a su concurso debemos tostones tan solemnes (nos ahorraremos otro tipo de comentarios) como Las horas del día (2003), Remake (2006), Yo (2007), El cónsul de Sodoma (2009) o Rabia (2009), algunos de los cuales le han servido para obtener los mismos galardones que tan esquivos son a actores de más fuste.

   En realidad, Insensibles bebe (quiera reconocerlo o no, consciente o inconscientemente) del universo que Guillermo del Toro plasmó en El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), especialmente de esta última, cinta con más errores y arritmias de los que su legión de rendidos admiradores reconoce, pero con aciertos visuales (y una espléndida Maribel Verdú) que la elevan por encima de la media y, concretamente, la alejan muchísimo de esta que ahora nos ocupa. Si el mexicano no supo captar la realidad de la España de los años 40 del siglo XX (con un espantoso Sergi López, exagerando sus habituales muecas hasta devenir en caricatura), urdió con mano hábil una trama en la que lo fantástico se integraba con apabullante sencillez en lo cotidiano, haciendo más creíble ese extraño mundo (no en vano, y con toda justicia, los Oscar se rindieron a la parte técnica) que la parte que podríamos denominar costumbrismo. De nuevo, esa es la peor rémora de la historia, ya que sólo el punto de partida serviría para atemorizarnos (y más puesto en el contexto de la guerra, sea la que sea y en el país en que suceda, sobre todo teniendo a los niños de La cinta blanca (2009) como ilustres predecesores), al presentar unos chavales que no sienten dolor, que no saben lo que es, cuyos cuerpos no reaccionan al mismo ni establecen esa barrera, lo que les lleva a unos juegos muy peligrosos y a no ser conscientes del daño que sus acciones pueden provocar en los demás; sin embargo, Medina se empeña en utilizar este apasionante interrogante como mera excusa para desarrollar un drama personal (por lo tanto, resulta más un lastre que un aporte), mezclándolo con el franquismo, el nazismo y cuantos fantasmas reales se quiera, con torturas y cárceles, con médicos sin escrúpulos, no logrando que empaticemos con el protagonista (no puede ser de otro mudo al encarnarlo Álex Brendemühl), sin capacidad para sorprender (el espectador ha visto mucho y es capaz de juntar piezas con mucha más solvencia de la demostrada por los guionistas –y de ampliar y engrandecer el material, de buscar nuevas aristas, de explotar nuevas vetas-), enredándose en la madeja de una abstrusa e innecesaria historia familiar (si al menos fuera capaz de dibujar personajes con verdadera entidad que permitiesen a actores como el estupendo Juan Diego seguir demostrando su magisterio y no quedar como una mera sombra de lo que fue), recurriendo a lo oscuro, lo feo, lo mal encuadrado para aportar tensión (¡Cuántos deberían estudiar al dedillo la perfección de American Horror Story: Asylum (2012-2013) para confirmar que menos es mas sólo cuando se tiene talento para ello! –y cuando se cuenta con Jessica Lange, James Cromwell, Zachary Quinto y otros cuantos que nos ponen a temblar con su mera presencia).

   Al final, uno no tiene nada claro qué le han querido contar (no ha pasado miedo, no se ha sentido amenazado, no ha removido su propio pasado, no se ha hecho preguntas –relacionadas con lo que cuenta la película, sobre su existencia sí se ha hecho la misma en varias ocasiones-), pero sí que la jugada ha sido demasiado larga para lo poco que ha aportado y que llega al final de la proyección tan hastiado como siempre parece estarlo Álex Brendemühl, ese actor absolutamente plano, sin matices ni tono, afectado en su incapacidad para transmitir algún tipo de emoción.  

jueves, 27 de junio de 2013

"POPULAIRE": A LA VELOCIDAD DEL RAYO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Populaire DIRECCIÓN: Régis Roinsard GUIÓN: Régis Roinsard, Daniel Presley, Romain Compingt MÚSICA: Rob D´Orlando, Emanuel D´Orlando FOTOGRAFÍA: Guillaume Schiffman MONTAJE: Laure Gardette, Sophie Reine REPARTO: Romain Duris, Déborah François, Bérénice Bejo, Shaun Benson, Mélanie Bernier, Miou-Miou

 

   La baza de la nostalgia es muy complicada de jugar porque, por mucho terreno abonado que se tenga, supone colocarse bajo los auspicios de una época pretérita que, para bien o para mal, se tiene mitificada, ponerse a la sombra de artistas a los que sigue admirando, que continúan presentes (por eso siguen influyendo en lo que se hace ahora), establecer de antemano comparaciones que pueden no resultar beneficiosas, quedarse en la mera copia, en el triste remedo, no aportar nada y resultar un mero producto con visos comerciales que no satisface ni al público que conoció los referentes ni al actual, más preocupado por otras cosas (o que al desconocer los referentes cree que alguien acaba de inventar un nuevo género o, sencillamente, no comprende los códigos). Por mucho que uno siga siendo un espectador compulsivo de cine, no puede evitar añorar esos momentos en que la cartelera estaba plagada de títulos apetecibles, satisfactorios, que se convertían en favoritos casi desde el mismo momento del estreno, o pensar cómo debió ser la cotidianidad de un espectador de los años 40-50 cuando lo genial era la tónica habitual en gran parte de la producción cinematográfica; sin embargo, a muchos les sigue produciendo urticaria que aparezca una película como las de antes (uno prefiere decir “como las de siempre”, ya que son las que realmente permanecen) porque la consideran pasada, reflejo de un estilo que quedó atrás y unas cuantas zarandajas más. De ese modo, fue muy mal recibida una cinta fresca, dinámica, con lo mejor de la comedia hollywoodiense de las décadas de los 50 y 60 (sobre todo en lo que a factura técnica se refiere), un divertimento al modo de los filmes que dieron justa fama a la pareja Doris Day-Rock Hudson con unos Ewan McGregor y Renée Zellweger como dignos herederos: Abajo el amor (2003); en cuanto a lo de saber captar ese aire, el espíritu de aquel momento, la elegancia y sana diversión de obras que, por encima de todo, buscan entretener, gustar (algo totalmente lícito e incluso deseable cuando se hace con honestidad, oficio y talento), parece que el cine francés ha sabido encontrar un filón (aunque ya Jonathan Demme quiso revitalizar la Nouvelle Vague con aquel imposible remake de Charada (1963) titulado La verdad sobre Charlie (2002), una de las cosas más horrorosas que jamás se verán en una pantalla) y así nos vamos congratulando con regalos como Amelie (2001) o la reciente The Artist (2011), sólo por citar dos de las cumbres.

   Populaire se inscribe sin duda dentro de esta corriente que, sin reparos ni prejuicios, mira hacia atrás y evoca una estética, una manera de hacer y narrar, un costumbrismo que aún sirve para definirnos, una crítica velada y simpática a determinados comportamientos, convenciones y tradiciones que, al hacerse en voz baja y sin darle importancia, primando la carcajada o la sonrisa (según convenga al tono de la cinta) y buscando la complicidad del público, aún cala más hondo y deja más poso que discursos engolados y vacuos transmutados en película (algo, por cierto, a lo que tiene mucha querencia el país vecino). Sólo visualmente, la ópera prima de Régis Roinsard es un prodigio por su forma de combinar colores, por una dirección artística que se nota mimada, por lo placentera que es a la vista, por cómo se ha trabajado el envoltorio sin descuidar el contenido, cómo los decorados, los vestidos, los objetos ayudan a definir los personajes y se integran a la perfección en la historia, convirtiéndose en elementos necesarios para una mejor y más rápida comprensión de lo que sucede. Sería injusto olvidarse en este momento de la cuidadosa labor de dirección que, al margen de saber colocar cada detalle en su lugar y darle el espacio adecuado, sabe articular cada movimiento y no descuidar ninguna pieza logrando unas escenas de conjunto en las que hasta el figurante más alejado del objetivo de la cámara ha recibido indicaciones de cómo debe moverse y actuar, dotando de gran credibilidad cada plano (son especialmente reseñables los momentos del casting de secretarias y, por supuesto, los relativos a las diferentes competiciones de mecanografía), regalando sorpresas en forma de miradas, gestos, reacciones de los que rodean a los protagonistas.

  Sin llegar a la rudeza y acidez de la estupenda Spellbound (2002) –tampoco es su intención- y superando la hilaridad de Very Important Perros (2000) –ejemplo de película que no soporta una revisión: todo lo que resultó curioso en el primer visionado se convierte en innecesario y rutinario, con la excepción de algunos gags-, Populaire sirve para que nos riamos de tanto certamen sin sentido, de tanto concurso o búsqueda del récord más absurdo, convirtiendo el casi permanente tecleo de las máquinas de escribir en el mejor diapasón para no perder el ritmo (algo sólo comparable a la inteligencia aplicada por Dario Marianelli para crear la banda sonora de Expiación (2007), una joya a la altura de la obra maestra de Joe Wright). Para poder trabajar en dos niveles, para que la aparente banalidad, el mero divertimento, no perjudiquen los rasgos humanos, la historia que nos interesa y conmueve, además de un guión muy bien equilibrado, se precisa unos intérpretes capaces de alternar lo cómico, incluso lo grotesco, con lo sutil, lo necesariamente aparatoso con lo prácticamente imperceptible y en ese terreno, como en tantos otros, Populaire obtiene una nota muy alta: Romain Duris construye con saber y tiento, sin lugares comunes ni brocha gorda, el rol con más aristas, el más complicado por caricaturesco, saliendo muy airoso del empeño; Bérénice Bejo demuestra que sólo necesita aparecer para comunicar el pasado de su personaje, para transmitir páginas de guión con una sola mirada; pero, sin duda, la estrella de la función, porque así lo necesita la película, es Déborah François, quien demuestra unos recursos ilimitados, derrochadora de encanto, sabia a la hora de administrar morisquetas, inmensa comediante, camelando a los espectadores, consiguiendo que empaticen con ella desde el primer momento, convirtiéndose en una heroína inolvidable.

   Es un gusto cuando películas como ésta devuelven las ganas por ir a una sala, el placer por ver cine, la diversión que deja un grato recuerdo, la intención de repetir (y qué pocas ocasiones tenemos de decir eso en los últimos tiempos).

lunes, 24 de junio de 2013

"UN AMIGO PARA FRANK": ROBOT POR GATO


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Robot & Frank DIRECCIÓN: Jake Schreier GUIÓN: Christopher Ford MÚSICA: Francis and the Lights FOTOGRAFÍA: Matthew J. Lloyd MONTAJE: Jacob Craycroft REPARTO: Frank Laangella, James Marsden, Liv Tyler, Susan Sarandon, Jeremy Strong, Jeremy Sisto, Peter Sarsgaard (voz)


   Ya se sabe que hay opiniones para todos los gustos y que es imposible satisfacer a todo el mundo; sin embargo, hay ocasiones en que un artista parece gozar de un beneplácito total, de un consenso unánime sobre sus virtudes (también puede suceder al contrario, pero nos quedaremos sólo con lo positivo esta vez), de un prestigio a prueba de bombas que no hace sino crecer, de una aureola de excelencia imposible de quebrar. Y es la propia profesión (actores, escritores, pintores) la que protagoniza los mayores desfases en esa corriente reivindicativa que les asalta cada cierto tiempo, anhelando hacer justicia con alguien a quien han ignorado o no reconocido como se debía y al que, para lavar agravios pasados, se eleva muy por encima de sus facultades, de sus posibilidades, regalándole títulos y galardones negados a otros claramente superiores (y no es cuestión de apreciación: la prueba del algodón, la prueba del tiempo y la permanencia en la memoria, suele saldarse a favor de estos últimos); y si en muchas ocasiones se premian interpretaciones muy por debajo de las imperecederas de un intérprete sólo por el hecho de que “ya le tocaba ganar”, en otras se elige como ganador a quien no ha hecho méritos para llegar a tanto por mucho que así parezcan sentirlo sus compañeros. Tras años de arrinconar nombres como los de Deborah Kerr, Glenn Close, Lauren Bacall, Barbara Stanwyck, Marilyn Monroe, Rosalind Russell o Judy Garland (nominándolas varias veces o sin hacerlas jamás candidatas –la Bacall tuvo que esperar a El amor tiene dos caras (1996), precisamente por una aparición insustancial en un título prescindible-), la Academia pensó que había cometido una injusticia con Jessica Tandy (actriz de peso en las tablas pero de escaso recorrido cinematográfico más allá de su impagable creación en Los pájaros (1963) y unos secundarios al inicio de su carrera) y se puso en pie para entregarle un Oscar por su rutinaria interpretación en Paseando a Miss Daisy (1989), cuando poco después, sin necesidad de pensar en deudas, lo hubiese merecido sin discusión por Tomates verdes fritos (1991); después de haber olvidado a señores de la categoría de Cary Grant, James Mason, Marcello Mastroianni, Montgomery Clift y algunos más que aún tardaron mucho en ganarlo, los académicos decidieron homenajear a un veterano muy curtido en la televisión, un rostro muy popular y querido, otorgándole la estatuilla al mejor actor por Harry y Tonto (1974), precisamente en la edición en la que sus competidores eran Albert Finney, Dustin Hoffman, Jack Nicholson y Al Pacino por sus interpretaciones en Asesinato en el Orient Express, Lenny, Chinatown y El Padrino II, respectivamente (seguro que la primera película no la han visto o han de hacer memoria, mientras que las otras cuatro siguen gozando del favor del público cuarenta años después).

   Fue inevitable establecer el paralelismo entre la cinta que, se supone, encumbró a Art Cartney y ésta que hoy nos ocupa, concebida a mayor gloria de Frank Langella, uno de esos secundarios de siempre, rostro popular para una generación por haber dado vida al vampiro más famoso en el Drácula (1979) de John Badham, al que en los últimos años se ha querido otorgar etiqueta de “grande”, reduciéndose todos sus poderes a su encarnación de Richard Nixon, primero sobre las tablas y después en la adaptación cinematográfica del texto de Peter Morgan El desafío- Frost contra Nixon (2008), la que le valió una candidatura al Oscar (que, por sus gestos y reacciones en la ceremonia, él pensaba merecía por encima de sus compañeros); en esta asunción a los altares, casi todo el mundo (y él mismo) olvidó que el argumento de la película sólo puede funcionar si los dos protagonistas están a la altura (y Michael Sheen vuelve a dejar patente su brillantez –también fue ninguneado por muchos a la hora de aplaudir las excelencias de La reina (2006), tal vez porque se mimetiza con su personaje y no ofrece una composición llena de tics ni histrionismos-) y que, aunque su presencia lo inunda todo al ser el hombre obligado a dimitir tras lo que se conoce como el escándalo Watergate, siendo estrictos deberíamos considerar su aparición como secundaria (al menos, tal y como se ha adaptado la obra a la pantalla), cediendo el foco al periodista que consiguió entrevistarle –y no se trata de negarle méritos evidentes, si no de ser ecuánime y colocar a cada uno en su sitio-. Intentando consolidar un prestigio demasiado inflado, Langella llega al típico filme de lucimiento, donde todo gira en torno a él (es más, donde apenas importa algo que no sea él), y al igual que Art Cartney tuvo que lidiar con un gato (puede que resulte muy simpático, entrañable, carismático, pero no puede quitarte los premios), él comparte gran parte de sus planos con un robot (al que presta su voz el estupendo Peter Sarsgaard), añadiendo la dificultad de no tener quién le dé la réplica, teniendo (se supone) que esforzarse el doble ya que todas las emociones deben pasar por él, las réplicas y las contrarréplicas, su oponente es un pedazo de metal y debe ser él quien con sus palabras o en sus respuestas a lo que el robot dice vaya marcando el tono de la historia.

   Sin embargo, lo que con Isaac Asimov detrás hubiese podido ser una interesante reflexión sobre la posible convivencia entre humanos y robots, una fábula sobre los límites de la humanidad (en minúscula) o de lo humano (si se prefiere y entiende mejor de esta manera), una crítica a la pérdida de ciertos valores y disfrutes en aras de una pretendida comodidad, en definitiva, uno de los textos a los que nos tiene acostumbrados el maestro de la ciencia ficción (tan maltratados por el cine, no hay más que recordar –aunque duela- la ñoñería y trivialidad –habituales en él- de que tiñó Chris Columbus –ese señor que marcó la tónica de la saga Harry Potter, despojándola de toda su épica y hondura- su adaptación de El hombre bicentenario (1999) o la nadería en que fue transformada Yo, robot (2004), a pesar de la entrega de Will Smith), lo que parece en su planteamiento una historia con aristas, recovecos, oscuridades, se convierte muy pronto en un conjunto de escenas inconexas, sólo diseñadas para que Frank Langella vaya ofreciendo su repertorio (que tampoco es tan amplio), se desperdicia a los personajes secundarios (y es una lástima porque por allí aparecen la gran Susan Sarandon y el estimulante James Marsden, quienes, a pesar de todo, aportan algo de frescura y verdad), se evita a toda costa sembrar en el público cualquier atisbo de inquietud o desasosiego, el guión sobrevuela el verdadero asunto de la película (la vejez, es más, podría decirse la decrepitud; el lugar de los ancianos en la sociedad actual –no se habla de un futuro muy lejano-; la soledad) y permanece en lo amable, en lo cómodo, en la acartonada interpretación de su actor principal, encarnación a la que se le notan todos los trucos, la permanente búsqueda del asombro y admiración de los espectadores, una presencia que no es capaz por sí sola de insuflar veracidad ni emoción (sólo en un par de momentos, al principio, cuando aún estamos situándonos) a un filme mortecino que acaba asfixiado en su pretenciosa falta de pretensiones.

miércoles, 19 de junio de 2013

"STOKER": SIN MORDIENTE


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Stoker DIRECCIÓN: Chan-wook Park GUIÓN: Wenworth Miller MÚSICA: Clint Mansell FOTOGRAFÍA: Chung-hoon Chung MONTAJE: Nicolas De Toth REPARTO: Mia Wasikowska, Nicole Kidman, Matthew Goode, Dermot Mulroney, Jacki Weaver, Tyler von Tagen, Thomas A. Covert

 

   Suele emplearse, sobre todo en el argot teatral por aquello de tener a los actores ante los ojos, bastante cerca, sin ningún filtro, la expresión “cuestión de piel” para definir el malestar que provoca en un espectador determinado intérprete: no es simple y llanamente que no guste su manera de actuar, se trata de una extraña comezón, de un rechazo incluso irracional, de la molestia que provoca su mera presencia más allá de las consideraciones que pueda despertar su labor en la película a visionar. A pesar de ello, si el resultado final, si lo que le acompaña, arropa o neutraliza es de nuestro agrado, puede que, a pesar de los pesares, disfrutemos con la obra e incluso toleremos al agente provocador de nuestra desazón (piénsese en Tom Hanks, quien a pesar de ser un error de casting en gran parte de las cintas que interviene, no impide que uno disfrute con Camino a la perdición (2002) o La milla verde (1999) o que siga admirando a Steven Spielberg ya que el genial cineasta consigue que no resulte irritante en La terminal (2004) e incluso lleguemos a apreciar y aplaudir lo que tantas veces nos ha parecido supuesto talento (podrían citarse mil ejemplos, pero valgan el James Stewart de Anatomía de un asesinato (1959) o la Jennifer Jones de Jennie (1948) como muestra); también puede suceder que la evolución del intérprete, su maduración, su experiencia, encontrarse con el director (o directores) adecuado, el natural y continuo aprendizaje vaya limando los aspectos que nos resultan chirriantes, eliminando los tics, abandonando los estereotipos, y con el tiempo nos resulte un intérprete aceptable e incluso espléndido, o que los vehículos elegidos no hayan sido los adecuados para demostrar su valía e incluso nos haya pasado inadvertido (precisamente Nicole Kidman viene como anillo al dedo para explicar un poco más esta sensación, pero ya llegaremos a ella). Y en otras ocasiones, sencillamente, el actor, a pesar de las variadas oportunidades que uno le dé, parece convertirse en un gafe, en un elemento que distorsiona todo en lo que interviene, transformando títulos esperados, apetecibles, interesantes en su planteamiento, en verdaderos suplicios; nunca puede decirse que toda la culpa recaiga de un solo lado, pero cuando vas echando la vista atrás y compruebas que hay un nombre que siempre aparece empiezas a preguntarte si el mal fario camina sobre sus hombros. Esa es la conclusión a la que uno llega tras enfrentarse a una nueva película con Mia Wasikowska en su reparto.

   La australiana parece haber nacido con estatus de estrella incluso antes de participar en algún filme que la convirtiese en ello, pero el caso es que transformó a su personaje en una tontorrona cuya mayor rebeldía era dar unos pasos de baile en la muy decepcionante versión de Alicia en el país de las maravillas (2010) a cargo de Tim Burton (aunque lleva muchos años acumulando por sí mismo desengaños y frustraciones, con raras excepciones), fue una Jane Eyre sin fuelle ni pasión en la enésima adaptación de la obra maestra homónima que perpetrase hace poco Cary Fukunaga (sólo la inmensa Judi Dench y Jamie Bell salvaban la dignidad y muy por debajo de lo que ambos pueden dar) o estuvo tan plana como el resto del reparto (a causa de un guión errático y una dirección inadecuada, las cosas como son) en ese desperdicio titulado Albert Nobbs (2011) que ni siquiera una entregada Glenn Close pudo salvar de la mediocridad. Y ahora se convierte en el centro de una cinta que hubiese levantado algo de vuelo con una intérprete que supiera jugar la baza de la ambigüedad, combinando ingenuidad (más o menos sincera, más o menos impostada) con sensualidad, aparentando ser una cosa y resultando otra muy diferente, en definitiva, alguien capaz de jugar con los tonos con sutileza y gracia, de convertirse en sí misma en un misterio mientras que intenta ahondar en la verdadera incógnita, en la columna vertebral de la trama, en la compleja, imprevisible y desconocida personalidad del tío Charlie, aparición inesperada que dispara la historia y que supone el único hallazgo de una película que, por ir de demasiado creativa, por confiarlo todo a lo meramente visual, al envoltorio, a la inventiva del director, no levanta vuelo más de allá de los primeros minutos en que el espectador va tomando contacto con lo que se narra.

   El coreano Chan-wook Park debuta en el cine estadounidense tras lograr el beneplácito de festivales como el de Cannes y el de Sitges, empeñados en descubrir nuevos nombres y en glorificarlos desde el primer momento, convirtiéndolos en nombres de culto antes de que ofrezcan obras que cimienten su pedestal, nombres que en muchas ocasiones se diluyen como el humo pocos años después o se limitan a vivir de lo conseguido una vez. Este cineasta debe gran parte del prestigio adquirido a un solo título, Oldboy (2003) –Gran Premio del Jurado en el certamen francés, Mejor Película en el catalán-, filme de gran potencia visual e inventiva en su primer tramo que terminaba agotando por la reiteración de los aciertos de su planteamiento y el mal desarrollo de una buena idea; a partir de ahí ha seguido filmando casi lo mismo (si eliminamos ciertas referencias concretas, muchos de los fotogramas de sus películas son intercambiables), hasta que ha llegado el momento de su salto a la meca del cine, ese que tantos ansían a pesar de manifestaciones que señalan lo contrario, ese que demuestra la escasa inventiva de los estudios que buscan fuera lo que no creen tener cerca y en realidad sólo aspiran a rodar clones de lo ya filmado con anterioridad, ese por el que muchos venden su alma al diablo perdiendo su sello, su personalidad, su estilo, su pegada, ese que tal y como sucede en esta ocasión no aporta nada porque conforma un tremendo pastiche sin identidad propia y, lo que es peor, sin mordiente ni garra, tirando por la borda lo que, con menos ínfulas, hubiese podido resultar una cinta cuando menos interesante.

   Revisitar La sombra de una duda (1943), una de las creaciones más perturbadoras y logradas del maestro Hitchcock, es ponerse una tarea muy complicada desde el primer momento, pero ese es el referente que no oculta el guión de Wenworth Miller (el protagonista de Prison Break (2005-2009) debutando en esas lides) puesto que, incluso, conserva el nombre del personaje principal (una de las interpretaciones más acabadas y perfectas del espléndido Joseph Cotten), al que da vida aquí un Matthew Goode en plenísima forma en todos los aspectos: es enormemente atractivo, hipnótico, fascinador, enamora al primer vistazo, sabe trabajar desde la contención, encantador de serpientes que aunque lleva escrita la palabra “peligro” en la frente es irresistible; es un gran actor que se mimetiza con cada rol que asume, sea el Gerard Brenan de Al sur de Granada (2003) –cabe el honor de que, prácticamente, fuese descubierto por Fernando Colomo- o el Charles Ryder de Retorno a Brideshead (2008) –junto a Ben Whisahw y Emma Thompson, los únicos aciertos de una película innecesaria-, da igual que trabaje con Woody Allen –en Match Point (2005), esa joya- o le hagan perder el tiempo en la aparatosa Watchmen (2009). Aquí construye su personaje sin imitar a nadie, con inteligencia y estilo, con una aparente facilidad que deja sin aliento, llegando a emociones profundas sin inmutarse, sin perder su necesario hieratismo, matizando su sonrisa para conquistar o aterrorizar según convenga, ofreciendo más de lo que Stoker merece. Junto a él, Nicole Kidman, quien por desgracia tiene pocas oportunidades de demostrar su enorme talento (y como se decía antes, uno tardó en apreciarlo, aún sigue resultando leve y sin alma en gran parte de sus trabajos, hasta que llegaron Moulin Rouge (2001) y Las horas (2002) para desterrar cualquier prevención a la hora de encontrarla en un reparto), y se ve obligada a convertirse en comparsa de un director que sólo busca el lucimiento propio -como ya comentamos al hablar de El chico del periódico (2012)- u ofrece una interpretación prodigiosa en un filme que hubiese merecido mejor suerte comercial y una mayor repercusión -Rabbit Hole (2010)-; aquí logra en sus réplicas a Goode, en su acompasamiento, los minutos más estimulantes hasta que desaparece de pantalla un tanto abruptamente para centrar la trama en la anodina Mia Wasikowska, siendo demasiado tarde cuando la recuperan porque ya es imposible sacar a Stoker del pozo en el que se ha metido: una sucesión de imágenes, algunas sugerentes y sorprendentes, pero que al no estar dotadas de verdadero contenido, al ser muchas veces meros caprichos, jueguecitos del director, parecen no casar entre sí y desdibujar los contornos de lo que verdaderamente interesa, es decir, los personajes, los sentimientos, las emociones.

lunes, 10 de junio de 2013

ELÍAS QUEREJETA: EL PRODUCTOR EN NUESTROS LIBROS


 


   Aunque la imagen del productor la tengamos un tanto distorsionada, por un lado por cómo por el propio cine nos la ha mostrado, por otro porque, como tantas cosas, al pensar en ella nos remitimos al referente hollywoodiense (y siempre evocamos a señores como Louis B. Mayer, David O. Selznick, Darryl F. Zanuck y similares), puede afirmarse sin miedo a equivocarse (o cuando menos sin caer en un error de bulto) que en España han sido y son muy pocos los que pueden ostentar con toda justica y ennobleciendo el término el título de auténticos productores, de conseguidores, de inspiradores, de poseedores de un sello personal que, aun respetando y siendo acicate propiciador del estilo y creatividad del cineasta con el que trabajen, es palpable en cada una de las cintas que se presentan bajo su firma; sin duda, el más notorio, el más personal, el más honesto, el más férreo y al mismo tiempo el más invisible, el que sobrevuela por sus producciones sin hacerse notar y, precisamente por ello, imprimiendo un aire único, una atmósfera inaprensible y casi indefinible pero que uno reconoce, el amante del cine por encima de todas las cosas, el que consentía incluso lo que no comprendía o compartía, el que tenía en mente el resultado global antes de que se diese el primer golpe de claqueta, el que llegado el caso reclamaba la autoría final del filme y tomaba decisiones artísticas, el que se colocaba detrás del director e incluso desaparecía pero actuaba como verdadero núcleo, como director de orquesta que jamás abandonaba su batuta, como pieza fundamental y necesaria para que todo el engranaje funcionase como debía, el productor español por méritos y derecho propios (y que me perdonen los que también pueden reclamar ese título) era –será siempre- Elías Querejeta.

   Recorrer su filmografía, la impresionante nómina de títulos que ha posibilitado, provoca estremecimientos de placer ante tanto talento como supo reunir cerca, alimentando el suyo con el de los mejores colaboradores, tantas costuras rotas, tantas barreras superadas, tantas emociones regaladas, tantos estereotipos abatidos, tanta verdad impresa en cada fotograma: películas valientes, vanguardistas por su osadía, por su dedo en la llaga, por su llamada de atención, rompedoras por su puñetazo en plena boca del estómago, por su realismo, por gritar lo que muchos callaban, por dar voz a los que algunos quieren tener siempre callados. En nuestros libros (Finales de cine y Madres de película) no faltan algunos de sus títulos porque en nuestra memoria viva de espectadores (esa que jamás se cansa de revisar determinadas cintas) siempre aparece “una de Querejeta” para reconciliarnos con el buen cine; se me permitirá por tanto la autocita para glosar un poco la figura de este gran señor al que acabamos de perder, aunque su arte (como ocurre con los grandes) no va a perder ni un ápice de vigencia; aunque, como decía, también en nuestro último libro aparecen dos de sus filmes, he abierto las páginas de Finales de cine, ya que ahí hablamos más del resultado global mientras que Madres de película se centra más en el estudio de personajes, y, cronológicamente, el viaje comienza en 1973 con una de las obras más maestras y absolutas de cualquier filmografía: El espíritu de la colmena.   

   “(…) Cuando Víctor Erice irrumpió en el cine español de inicios de los setenta, lo imaginativo, lo sorpresivo, lo evocador, lo inspirador, llegaron con él; aunque ya había debutado en la dirección al hacerse cargo de uno de los episodios de Los desafíos (1969), fue El espíritu de la colmena su verdadera carta de presentación, el nacimiento de un universo muy personal que, en realidad, habla de sentimientos y sensaciones que cualquiera conoce y puede compartir: una ópera prima insólita por su sentido de la medida, su capacidad de sugerencia, su sencillez expositiva, su aura mágica, su manera de hipnotizar al que contempla, tratándole como inteligente, sin necesidad de darle todo masticado y, precisamente por ello, permitiéndole que pueda comportarse como un crío, intuyendo realidades, inventando certezas, redescubriendo miedos, haciéndose preguntas, sacando sus propias conclusiones.

   La cinta nace como un encargo del inquieto y avispado productor Elías Querejeta, quien, aunque jamás comprenderá la manera de trabajar de Erice, lo que propiciará desencuentros constantes e incluso enconados que llegarán a su culmen durante el rodaje del siguiente proyecto que acometerán juntos, El Sur, supo adivinar la fuerza expresiva y sutileza narrativa que el cineasta podía desplegar en cuanto se diesen las circunstancias precisas, o sea, que alguien le permitiese debutar en la dirección de largometrajes. Querejeta tan sólo pidió que la historia versase sobre el monstruo de Frankenstein, y antes de saber qué y cómo lo iba a contar, Erice tuvo muy claro que no le interesaba rodar un filme de terror; fue entonces cuando recordó un cuento que había escrito, en el que una mujer evocaba la ocasión en que, siendo niña, vio junto a su hermana la impresionante adaptación a la gran pantalla que James Whale firmó en 1931 basándose en el original literario de Mary Shelley. Y aunque los primeros bosquejos de la trama poco tuvieron que ver con esa imagen, Erice reconoce que siempre tuvo en su mesa de trabajo una fotografía reproduciendo el inolvidable momento en que el monstruo y la niña se encuentran a la orilla de un lago, una de las más bellas secuencias del cine de todos los tiempos, sabedor de que, de una forma u otra, esa imagen debía ser la médula de su película. Innovador, torrencialmente creativo, trabajador incansable en búsqueda del destello de la inspiración, dejándose arrebatar por el hallazgo que brota inesperadamente, Erice desechaba páginas de guión y añadía nuevas sin que gran parte del equipo tuviese claro qué iba a suceder, siendo el más desconfiado Elías Querejeta (intentando dar coherencia al primer borrador que el director le había presentado, el productor incluyó como coguionista a Ángel Fernández Santos, que se convirtió en el mejor cómplice de Erice, añadiendo lirismo, narrativa fragmentada y ecos de su propia infancia al material del cineasta vasco).

   Pero, sin duda, el máximo impulso que El espíritu de la colmena recibió, cuando empezó a caminar sin posibilidad de retorno hacia lo que es, un homenaje a la ilimitada inventiva de la infancia, una celebración de unos seres que nunca miran con ojos viciados, que ocultan sus tristezas cuando perciben las de sus mayores, que conviven con sus carencias sin demostrar lo traumático de esas ausencias, que entregan cariño sin exigir reciprocidad, que no ponen nada en duda, que transforman lo fabuloso en verosímil, cuando la película encontró su base más firme fue en el instante en que Víctor Erice se dejó arrastrar por el hechizo que destilaba la mirada de una pequeña de seis años llamada Ana Torrent. Esos ojos negros abiertos de par en par al mundo, con ganas de aprehenderlo todo, contemplando con limpieza, profundos, calmados y al tiempo escudriñadores, se convirtieron en los mejores narradores de una historia construida a base de silencios, penumbras, secretos, dolores, frialdades, terrores, horrores, ecos bélicos, implícitos en las imágenes, en cómo se mueven los personajes, en la impactante fotografía de Luis Cuadrado que traslada hasta el patio de butacas el frío, la soledad, los inmensos vacíos físicos y anímicos que conformaban la realidad de un pueblo castellano (Hoyuelos en Segovia) hacia 1940, pero que sólo se explicitan cuando Ana posa la mirada sobre los que la rodean”.

   Ahora llegamos, no podía ser de otra forma, al cine de Carlos Saura, uno de los creadores que más debe a Querejeta, a su fe irredenta en una manera de narrar muy diferente a la que la oficialidad reclamaba y apoyaba; pero llegó La caza (1966), el título que situó a ambos en primera línea de combate, un prodigio del que muchos deberían aprender, una olla a presión, película opresiva, claustrofóbica, ajuste de cuentas que nos acogota y sacude, que destila calor, que nos encierra en un escenario abierto. Desde ese momento, su colaboración fue muy continuada y fructífera y nosotros nos centramos en Cría cuervos… (1976), máximo ejemplo de cómo integrar una canción en la narrativa para conseguir el efecto deseado y para dotar de inmortalidad a la tonada Porque te vas, compuesta por José Luis Perales e interpretada por Jeanette.

   Cría cuervos… constituyó un estimulante punto de inflexión dentro de la etapa cinematográfica más cerrada y alegórica de Carlos Saura. Carece el film de los simbolismos sociopolíticos y de los códigos restringidos que nutrieron buena parte de sus títulos señeros de aquella época: Peppermint Frappé (1967), El jardín de las delicias (1970) o Ana y los lobos (1973); y se decanta por una habilidosa introspección psicológica, desnuda de sentimentalismo, que se hermana con la mejor tradición analítica del cine de Ingmar Bergman. El director aragonés desdibuja cualquier posible trazo de metáfora en la construcción de personajes y situaciones, y entra en la fustigada mente de una niña con el simple propósito de abrirnos un abanico de emociones, diversas y encontradas, valiéndose para ello de un valiente naturalismo en la puesta en escena. Convive desde la distanciada apropiación que Carlos Saura hace de cada fragmento interior de su heroína una inabarcable tristeza capaz de reunir en un mismo plano a fantasmas del recuerdo con figuras del presente y de intercomunicar con atinada simplicidad al espectro materno anidado en la memoria infantil con la opaca realidad que la circunda. El cúmulo de escenas que van construyendo Cría cuervos… abre de par en par las puertas que conducen progresivamente hasta el centro mismo de la aflicción de la receptiva sensibilidad de Ana y sirven de ayuda inmejorable para dar hondura y discernimiento al conjunto de lo narrado. Cada una de las estancias que iremos atravesando hasta llegar a ese eje de dolor infantil ilumina con formidable precisión un fragmento clave de la historia, provocando en el espectador un refinado conocimiento por acumulación que nunca satura ni resulta insuficiente. (…)”

   Hablar de Elías Querejeta no supone irse muy atrás en el tiempo: ha estado trabajando casi hasta el final de su vida y, entre otras cosas, al margen de descubrir a Montxo Armendáriz o a Fernando León de Aranoa, ha demostrado que el talento puede heredarse y ha pasado el testigo a su hija Gracia, espléndida cineasta con la que escribió una de las obras más estimulantes y completas de las que puede presumir el cine español de los últimos veinte años, un peliculón titulado Cuando vuelvas a mi lado (1999).

   “Decía León Tolstoi: “Todas las familias dichosas se parecen, y las desgraciadas lo son cada una a su manera.” Por las muy particulares sendas de las infelicidades familiares, se pasean los más variados fantasmas del pasado portando los atenazantes yugos de los secretos, las mentiras, las culpas y los remordimientos. Por ello, una vez embarcados en un viaje hacia los pretéritos márgenes de nuestras infancia y adolescencia, nada es predecible, y en cualquier punto del trayecto es muy posible que se nos sea revelada alguna clave vital, largamente buscada y llave redentora de todo un mundo de contradicciones personales. Tal es el viaje que nos propone Gracia Querejeta en esa auténtica pieza de relojería emocional que es Cuando vuelvas a mi lado.

   Los dos puntos esenciales sobre los que pivotan los engranajes de esta historia del reencuentro de tres hermanas tras la muerte de su madre, son la negra sombra de la ausencia y el ávido poder destructivo de los celos. Junto a ellos, el devenir argumental en dos tiempos (pasado y presente) que sigue el film va provocando la puesta en funcionamiento de una compleja amalgama de resortes sentimentales en los personajes y por ende en la propia vida interna de la película, que Gracia Querejeta ensambla con una natural, precisa y muy delicada sencillez. El férreo y matemático guión del que se sirve para ello (obra de Elías Querejeta, Manuel Gutiérrez Aragón y de ella misma) se vio enaltecido gracias a la labor de tres primeras espadas de la interpretación patria: Julieta Serrano (leal e implacable como la tía Rafaela), Mercedes Sampietro (dando todo un recital de hondura interpretativa en la piel de Gloria, la hermana mayor) y Adriana Ozores (frágil bajo la pétrea máscara de la contumaz Ana, la hermana mediana), y también se benefició del sensible acercamiento que tuvo Rosa Mariscal en su papel de hermana pequeña y de la muy medida y doliente recreación que hizo Marta Belaustegui del personaje de Adela, la madre (una figura a medio camino entre las más oscuras heroínas shakesperianas y la Medea de Eurípides)”.  

   Hasta aquí, algunos fragmentos de Finales de cine (¡Qué placer haber podido compartir este emocionado recuerdo con Pablo Vilaboy!); lo demás, lo mucho que aún queda por experimentar, pueden y deben buscarlo en estos u otros títulos debidos a Elías Querejeta: estoy convencido de que no les serán indiferentes y los convertirán en suyos, como tantos espectadores en todo el mundo hemos hecho, rindiéndole el homenaje que merece.

martes, 4 de junio de 2013

"LA MULA": ALFORJAS VACÍAS


 
 
DIRECCIÓN: No consta GUIÓN: Juan Eslava Galán y anónimo (basado en la novela homónima del primero) MÚSICA: Óscar Navarro FOTOGRAFÍA: Ashley Rowe, Ángel Luis Fernández MONTAJE: Teresa Font REPARTO: Mario Casas, María Valverde, Secun de la Rosa, Chiqui Maya, Mingo Ruano, Ignacio Mateos


   Suele decirse que sólo somos capaces de superar una tragedia, de no quedarnos enredados en nuestro dolor o miseria, de poder hablar sobre el asunto y evitar la rémora del trauma, si nos reímos al evocarla; eso no significa minusvalorar sus efectos, trivializar su significado, negar su importancia, sino saber tomar distancia, amplificar nuestra visión, asumir las inevitables consecuencias, pero no paralizar nuestro devenir. El maestro Berlanga superó trabas, lágrimas, complejos, correcciones, adoctrinamientos (de ambos lados de las trincheras) para contar una historia situada en plena Guerra Civil, cuando la herida era físicamente localizable, pero proporcionándonos múltiples ocasiones para la carcajada y otras tantas para la sonrisa, para el asentimiento cómplice: La vaquilla (1985) se olvida de discursos interesadamente inflamatorios para acercarse desde lo cotidiano, desde lo vivido, desde la verdad, a un día cualquiera en la España que intentaba sobrevivir al conflicto bélico, centrándose en la peripecia concreta de unos cuantos personajes, logrando como en sus mejores obras pintar un fresco, capturar el momento, radiografiar el instante, constituyendo un documento excepcional para estudiar las gentes y las costumbres (así, dando en los morros a la censura, nos regaló esa obra maestra titulada Plácido (1961) o, sintiéndose plenamente libre –cosa que siempre demostró, pero ya no existía la mirada inquisidora de ningún comité-, soltó todo su vitriolo en La escopeta nacional (1978)). En otras latitudes, es muy habitual recurrir a un niño como narrador para restar hierro, para regresar a unos sucesos que aún no habían pasado a los libros de Historia porque estaban ocurriendo, para aproximarse a los mismos sin prejuicios ni análisis posteriores, reproduciendo lo que fue presente como si estuviese ocurriendo en ese mismo instante (y lo mismo encontramos la excelente Esperanza y gloria (1987) de John Boorman como Las cenizas de Ángela (1999) –aunque Alan Parker no supo trasladar el sentido del humor de la obra original, la ingenuidad del protagonista-).

   La mula intenta ir más por la primera vertiente, la del humor, la del divertimento, la de la evasión, aunque también coge algo de la segunda al situar en el epicentro de la narración a un joven enamoradizo, más preocupado por la integridad del animal al que intenta salvar que por la suya, alguien que no puede dejar de mirar el mundo con ojos asombrados y sin malicia; el problema de esta película es que ha llegado a las salas tras multitud de avatares que podrían plasmarse en un filme a buen seguro más interesante, hilarante y con nervio que el resultante, y es inevitable que el espectador perciba que no está contemplando una obra acabada, que se ha estrenado un pastiche sin verdadero orden ni concierto, con secuencias mal filmadas, con lo que se antojan primeras tomas e incluso ensayos, aunque las verdaderas carencias se encuentran en el material original y en la persona que hay que considerar el director de la cinta aunque abandonó el rodaje antes del final y cuyo nombre no aparece en los créditos, de hecho nadie figura como responsable de la dirección (del mismo modo, tampoco firma el guión, pero como comparte la autoría con Juan Eslava Galán han optado por camuflarle bajo el seudónimo de “anónimo” –lo que parece un oxímoron, una revuelta de tuerca-, como si el escritor hubiese imitado a Fernando de Rojas, continuando o finalizando una historia ajena o, al menos, haciéndolo creer), dejando la obra en una extraña tierra de nadie, responsabilidad de muchos y de ninguno.

   Las abstrusas y balbuceantes explicaciones de la productora Alejandra Frade (de casta le viene al galgo lo de reducir costes más allá de toda lógica) intentando justificar por qué, hablando en román paladino, la película es tan fea, tan difícil de mirar, producen sonrojo ya que han sido rápidamente desmontadas por profesionales, por expertos, pero incluso podrían serlo por cualquier espectador que conozca El topo (2011) o Kamchatka (2002) e incluso una joyita que su padre produjo, muestra palpable de los talentos de Pedro Olea y Concha Velasco, Pim, pam, pum… ¡fuego! (1975), es decir, películas que han sabido captar el aire, el ambiente, la textura de una época pretérita; pero, al margen de “al final estreno lo que tengo para intentar recuperar dinero”, ese gusto (mal gusto a juicio del que escribe) por una fotografía excesivamente contrastada, por saturar los colores, por deformar todo lo que puede ser acusado de costumbrista o naturalista, por recurrir a una estética falsa, torpemente barroca, es el sello de Michael Radford, el señor anónimo que estuvo a punto de firmar La mula pero se desentendió del proyecto antes del final. Incluso en el que puede ser considerado su mejor trabajo (sobre todo gracias a la excepcional interpretación de Massimo Troisi quien, sabiéndose herido de muerte, entregó sus últimas energías para cumplir con su propósito, falleciendo pocas horas después de la claqueta final), El cartero (y Pablo Neruda) (1994), podemos rastrear esa querencia del cineasta a huir de lo que aquellos que enarbolan la bandera de la modernidad denuestan y atacan usando peyorativamente términos como “antiguo”, “superado”, “rémora del pasado” y por ahí; de este modo, en sus manos El mercader de Venecia (2004) era un trago muy difícil de digerir (a pesar de Al Pacino, Jeremy Irons y Joseph Fiennes), Un plan brillante (2007) no conseguía ni un ápice de emoción, 1984 (1984) mezclaba su abigarramiento con el de la prosa más hermética de Orwell para conformar una pastosidad intraducible a imágenes o B. Monkey (1998) no revitalizaba ni actualizaba el Free Cinema, antes bien nos hacía añorarlo y demostraba que Radford no era capaz ni de oler lo que Richardson, Lester, Anderson, Clayton o Reisz habían transformado en una voz propia (y en un movimiento que aún se sostiene y conserva intactas sus virtudes).

   Por lo tanto, en realidad no sorprende que La mula tenga ese estilo que mezcla lo descuidado con una estilización irreal, que aleja al espectador (sobre todo si recuerda la mano firme que demostró Ken Loach, acertando plenamente en su manera de fotografiar Tierra y libertad (1995), pareciendo a ratos –y para bien- un documental), esa aureola como de insólito cuento de hadas, esos paisajes que diríase están dibujados, esa aparente (o real) ausencia de profundidad de campo ya que en muchas ocasiones da la sensación de que los actores caminan por un croma o con telones pintados como fondo; para más inri, el guión (será por escribir a cuatro manos, dos de ellas anónimas y por lo tanto irresponsables) no sabe combinar con acierto la parte romántica con la bélica (es decir, con el conflicto presente y latente) ni reflejar el costumbrismo, lo cotidiano, lo reconocible, confunde lo ñoño con lo entrañable, y la mayor parte del elenco imposta, fuerza el acento y la supuesta comicidad de los diálogos y las situaciones: actores andaluces como Pepa Rus o Ignacio Mateos suenan falsos, aún más los que fingen serlo, Secun de la Rosa vuelve a demostrar que sólo tiene gracia (para quien la tenga) en personajillos torpones y sin recorrido ni evolución, María Valverde sigue resultando tan plana y sin aliento como desde que obtuvo un Goya por La flaqueza del bolchevique (2003) y, sin tirar cohetes, sólo Mario Casas intenta romper su imagen estereotipada (la que le ha hecho ídolo de multitudes que sólo van a ver las películas en las que responde a la misma –y en las que luce cuerpo, todo hay que decirlo), logrando en algunos momentos cierta naturalidad, pero naufragando sin remedio cuando su personaje reclama entidad, aplomo, profundidad, riqueza expresiva. En resumidas cuentas, uno no tiene muy claro si ha visto una película o tan sólo el borrador, un a modo de grabación casera con la que intentar convencer a productores de que la saquen adelante (y si éstos se apellidan Frade, poco puede esperarse).