Cuando alguien fallece tendemos a hablar en
pasado y, en el caso concreto que nos ocupa, lamentarnos con la cantinela “cómo
me gustaba esa actriz”, diríase que el hecho de que haya muerto implica que
dejamos de apreciar su talento, que sólo nos referimos al mismo como algo del
pasado, que ya no puede gustarnos en presente, y el caso es que, si somos
admiradores leales y la persona lo merece, seguiremos gozando con la revisión
de sus películas, apreciando sus virtudes, descubriendo otras, en definitiva,
Jeanne Moreau será de mis favoritas mientras tenga uso de razón, por lo que
debo proclamar a los cuatro vientos lo mucho que me gusta, tal y como lo hacía
ayer, como lo seguirá haciendo mañana. Por otro lado, una de mis frases
recurrentes es la de afirmar que este tipo de personalidades (en el campo que
sea) de las que hablamos sin haber sido contemporáneos o de las que somos
conscientes (o así lo creemos y deseamos al menos) se seguirá hablando dentro
de varios siglos viven en un eterno presente, siempre son, cuando abrimos un libro, contemplamos un cuadro, escuchamos
una música, vemos una película o una serie, cuando hacemos realidad su arte a
través de nuestro interés y nuestro placer (e incluso nuestro desagrado: cada
cual adquiere la inmortalidad que los receptores le otorgan). Al margen de este
convencimiento, Jeanne Moreau es de esas intérpretes por las que nunca ha
pasado el tiempo, se mantiene actual, vigente, moderna (en el mejor sentido de
la palabra), vigorosa, potente, poderosa, arrolladora, cautivadora,
absolutamente imperecedera, da igual en qué momento de su carrera nos fijemos.
¡Y ahí está ella haciendo girar el
torbellino de la vida, siendo vórtice de pasiones, convocando a su alrededor
todos los vientos! Moreau llega a cada personaje con su pasado a cuestas, no
hay una mirada inocente, su sonrisa apagada intenta esconder resquemores,
heridas que tal vez aún sangren, traumas, melancolías, su belleza destila
verdad, experiencia, un bagaje vital y emocional que dota a sus
interpretaciones de una ambigüedad que no deja impasible ni incólume a quien la
contempla, es fieramente humana, terrenal, racial, tridimensional, con aristas,
con contradicciones, con recovecos, actriz que imprime significado a la frase
más anodina, al rol más esquemático, a la secuencia menos importante. Era lógico
que, en apenas una década de trabajo (debutó en 1949 en Dernier amour, protagonizada por Annabella), su nombre adquiriese
tintes míticos y que su rostro abanderase un título que, ya desde su gestación,
motivó un golpe de timón que cambió el panorama del cine francés y que, más
allá de ciertas experimentaciones y rarezas, se mantiene vivo y con mucho que decir
(y seguir influyendo), películas que atraparon un momento pero supieron no
quedarse en lo coyuntural e, incluso, desgajarse del tiempo.
Pablo y un servidor tenemos un libro
inédito, el tercero escrito en común (que nos pidió la editorial para luego
rechazarlo afirmando que “no es el momento adecuado, la crisis ha hecho mucho
daño”), no desvelaré cuál es el asunto central, pero sí que Ascensor para el cadalso (1958) ocupa
uno de los capítulos y, por supuesto, centrándose en esta secuencia que -puede palparse,
respirarse y sentirse- nació antológica, hecha para la leyenda, con atmósfera
asfixiante, búsqueda interminable, desesperada, en ese París desenfocado que
queda en segundo plano, hiriente por sus luces y bullicio mientras un corazón
se desgarra hasta el resquebrajamiento final, ese caminar errático que quiere
parecer seguro, ese rostro hierático que no deja traslucir el tormento interior
aunque los ojos (¡Esos ojos de la Moreau!) no puedan ocultar un atisbo (o algo
más) de compunción, unos andares a los que la música de Miles Davis se ajusta
como un guante, no en vano nació contemplando lo filmado, una noche de
improvisación y bebidas para dar a luz una de las bandas sonoras más
deslumbrantes de todos los tiempos, complemento perfecto a una de las películas
más desasosegantes e inquietantes que se puedan recordar. Y llegó Truffaut,
claro, ya lo hemos visto, y continuó Malle, faltaría más, tuvo tiempo para
rodar con Joseph Losey o Michelangelo Antonioni, para protagonizar Diálogos de Carmelitas (1960), para
encontrarse con Orson Welles, quien no tuvo ningún reparo en confesar que era
su actriz predilecta.
Y antes de que repitiese con el director de Sed de mal (1958), se cruzó en su camino
el genial Luis Buñuel para ofrecerle uno de los personajes por los que siempre
será recordada, una de sus varias cimas interpretativas, la versión que el
aragonés llevó a cabo de la ya adaptada novela de Octave Mirbeau Diario de una camarera, consiguiendo uno
de sus títulos más memorables y que, las cosas como son, dejó en pañales
cualquier acercamiento al texto, tanto anterior como posterior.
Y dio muestras de su versatilidad en su
episodio de El Rolls-Royce amarillo (1965)
junto a Rex Harrison o de nuevo bajo la batuta de Louis Malle en ¡Viva María! (1965), donde era capaz de
medirse y eclipsar (o al menos opacar) a la estelar Brigitte Bardot (mejor
actriz, por cierto, de lo que algunos se empeñaron en ocultar).
Y, como decíamos, Orson Welles volvió a
llamarla para incluirla en el reparto de uno de esos filmes que siempre se citan
al repasar los hitos del séptimo arte (por razones artísticas o por otras), un
filme que llegó a buen término gracias, en gran medida, a los oficios y la
entrega de Emiliano Piedra: Campanadas a
medianoche (1965).
Supo mantener su estatus, su mito, su
calidad a buen recaudo, incluso con malas elecciones o películas que no
tuvieron la repercusión que hubiesen merecido, trabajó con quien quiso (incluso
con Fassbender y Elia Kazan -en el imposible intento de completar lo que Scott
Fiztgerald dejó a medias: El último
magnate (1976)-, conquistó a las nuevas generaciones y fue fiel a sí misma,
sabiendo equilibrar intelectualidad con honestidad, lo más sublime con lo
prosaico, teniendo su voz como mejor arma para, precisamente, desarmar al más
escéptico.
No ganó un César hasta 1992 -por La vieja que camina por el mar (1961)- y
sólo había sido candidata previamente en 1987 y 1988, nunca fue nominada a un
Oscar -pero sí a un Razzie por la canción de Querelle (1982)-, sin embargo obtuvo un Fotogramas en 1961, un año
después de ser premiada en Cannes, y fue galardonada con un Donostia en 1997,
lo que habla de lo bien recibida que fue en nuestro país (y ojalá lo siga
siendo y aumentando su nómina de admiradores).