TÍTULO ORIGINAL: Irrational Man DIRECCIÓN:
Woody Allen GUIÓN: Woody Allen FOTOGRAFÍA: Darius Khondji MONTAJE: Alisa
Lepselter REPARTO: Joaquin Phoenix, Emma Stone, Parker Posey, Jamie Blackley,
Gary Wilmes
Reconocemos como “autor” a aquel que posee un universo propio, un estilo
identificable, unas particularidades que permiten reconocerle más allá de que
visite el mismo género o recurra a ciertas estructuras para construir la
historia, sin necesidad de que, formalmente, una de sus obras se parezca a
otras de su producción; así, Billy Wilder posee un aire que le caracteriza, una
sorna propia, una amargura a ratos desoladora, un desencanto que puede trocar en
confianza en la bondad humana o hundirse en el abismo más desolador, una manera
de tratar a sus personajes que unifica títulos tan dispares como Con faldas y a lo loco (1959), Días sin huella (1945), El crepúsculo de los dioses (1950) o La vida privada de Sherlock Holmes (1970),
luego ya vendrá la medida en que utiliza cada uno de los ingredientes
necesarios para contar la película en el código preciso. Por otro lado, autores
que han demostrado su maestría en un único género o casi (es, al menos, por el
que siempre van a ser recordados), gentes como Alfred Hitchcock o John Ford,
han rodado cintas dispares que han ensanchado los límites más convencionales y
esquemáticos del punto de partida escogido, haciéndolo evolucionar,
trascendiéndolo, reinventándolo (sí, plantean una intriga –o varias- y la
huella de su creador es indudable, pero son muy diferentes La soga (1948), Con la muerte
en los talones (1959) o Los pájaros (1963)
si nos centramos en la figura del primero, y lo mismo sucede –en esta ocasión
en el terreno del western- con La
diligencia (1939), Centauros del
desierto (1956) o El hombre que mató
a Liberty Balance (1962) si echamos un vistazo a la filmografía del
segundo).
Una de
las críticas más repetidas, uno de los sambenitos que persigue a Woody Allen
casi desde el comienzo de su carrera es esa especie de mantra con la que muchos
resumen injustamente una trayectoria muy prolífica que, desde 1969 (cuando
debutó como director en solitario con Toma
el dinero y corre –anteriormente, había añadido secuencias, remontado y
doblado al inglés un filme del japonés Senkichi Taniguchi, firmando junto a
éste What´s Up, Tiger Lily? (1966)-),
está formada hasta el momento por algo más de 40 largometrajes, uno por año
desde La comedia sexual de una noche de
verano (1982), compromiso personal que se utiliza para arreciar en la acusación
de que el de Brooklyn rueda siempre la misma película. Más allá de sus
obsesiones, disquisiciones, manías, tics y demás elementos que le han
convertido en un personaje, más allá de esa marca de fábrica que espectadores
de todo el mundo buscan y esperan, más allá del modo en que regresa a determinados
asuntos, más allá de una manera de filmar que permite diferenciarle de otros
(especialmente de todos aquellos que pretenden imitarle, esos que tantas veces
le niegan el pan y la sal –también los hay honestos que reconocen sin apuro su
influencia-), más allá de la apariencia visual que emparenta a varias de sus
obras con otras (por no hablar de los créditos e, incluso, de la música
seleccionada), más allá de que nos sea un director querido o denostado (pero
hablando con un cierto conocimiento, no por una sola experiencia o por asuntos
que no tienen nada que ver con su labor profesional, no repitiendo la misma
cantinela sin aportar más argumentos (es decir, cayendo sin recato en aquello de
lo que acusan al cineasta), parece indudable que poco tienen de iguales Manhattan (1979), La rosa púrpura de El Cairo (1985), Todos dicen I Love You (1996) o Desmontando
a Harry (1997). Lo que tampoco puede negarse es que ese ritmo de trabajo,
esa necesidad perentoria de ofrecer anualmente un nuevo título, provoca,
necesariamente, que la inspiración no esté siempre en su mejor momento, que se
dé por bueno cualquier guión, que se derroche el talento por atender peticiones
o aceptar inyecciones de capital, que se tome el camino fácil sin rubor, que se
confíe en la legión de fieles dispuestos al aplauso, que se caiga en el
autoplagio más descarado e incluso innecesario (los espectadores podemos ser
muy impacientes, ya, pero en ocasiones conviene que las ideas se dejen madurar
y, así, es posible que podamos regocijarnos ante una nueva obra maestra –vaya esta
andanada también para ese público exigente que cree que el artista fabrica en
serie, ese público que, un buen día, de repente, de un momento para otro,
cambia de dirección y arrincona al que encumbraba hasta dos días antes, ese que
no perdona sin esgrimir ninguna justificación, sin que se pueda encontrar
explicación más o menos lógica a su comportamiento, más allá de seguir lo que
se considera tendencia y despreciar lo que ya no), que se fuerce a la
creatividad y no se la deje fluir con naturalidad, que de un tiempo a esta
parte casi todos sus filmes parezcan a medio hacer, tengan hallazgos, destellos
de ingenio, posibilidades que no cristalizan, acabados abruptos (no en lo
formal, en contra de lo que suele afirmarse Allen es un director exquisito, con
tanta sencillez y naturalidad que parece fácil lo que hace, por eso hay quien
le llama descuidado, afirma que rueda de cualquier manera, cuando su acierto en
el encuadre y en la composición es proverbial –lo que no hace es cargar las
tintas cuando no es necesario: de ahí ese desaliño aparente, ese filmar sin
sentir respondiendo a algo muy meditado, ese crear estilo a fuerza de desdibujarlo,
esa espontaneidad y llaneza que destilan muchas de sus imágenes-), una casi
permanente sensación de que lo que estamos viendo es sólo un esbozo, una
especie de prueba, no el resultado final (o lo que uno esperaría que fuese
tal).
Si en
la última década el punto más alto alcanzado por Woody Allen fue la
perturbadora Match Point (2005) y el
más bajo lo supuso la a ratos inane y en otros aburrida Vicky Cristina Barcelona (2008) –sólo ese vendaval llamado Penélope
Cruz insuflaba energía y veracidad a lo que estaba muerto hasta su esplendorosa
irrupción-, ésta en la que estamos se iniciaba con la excesivamente glorificada
Midnight in Paris (2011), un retorno
al universo de La rosa púrpura de El
Cairo que hubiese merecido un desarrollo menos pensado para agradar a la
crítica más elitista (algunos miembros de la misma no conocían a la mitad de
los personajes reales que aparecían, pero reían cuando pensaba que tocaba –un servidor
estaba en la butaca de al lado y en alguna conversación posterior a la
proyección para confirmarlo-), una apuesta que resultó ganadora, Oscar de la
Academia incluido, aun así la película menos imperfecta de las que han salido
del magín del cineasta en estos últimos años –lo que no es óbice para que uno
prefiera la sana diversión de parte de A
Roma con amor (2012) o, aunque se pierda por vericuetos que lastran la
historia, la manera en que Blue Jasmine (2013)
consiente que Cate Blanchett ofrezca una de las interpretaciones más colosales
y estremecedoras contempladas en pantalla, momentos cómicos estupendamente
apostillados por la genial Sally Hawkins incluidos-. En este dejarse llevar por
caminos trillados, Allen ha vuelto sus ojos hacia Match Point –también hacia la espléndida Delitos y faltas (1989)- para crear el armazón, el esquema, el
esqueleto en que se queda este Irrational
Man, que jamás termina de descollar y que se hace terriblemente larga a
pesar de ajustarse a los cánones del cineasta en lo que a duración se refiere –pocas
veces excede los 90 minutos, muchas veces apenas ha llegado a 80. Y en esta
oportunidad hay que dar la razón a aquellos que le acusan de rodar siempre la
misma película porque así lo parece, es como si hubiera limitado a copiar y
pegar de aquí y de allá, a redundar en estereotipos y tópicos a los que ha
sabido inyectar verosimilitud en otras ocasiones, a limitarse a reunir algunos
lugares comunes para presentar unos personajes básicos y previsibles, para
quedarse en la superficie, para devenir en lo monótono, para no sacar ningún
partido a un escenario universitario en el que su ironía y mordiente tendrían
que haber encontrado elementos jugosos en los que hincar el diente. De nada le
vale tener a un Joaquin Phoenix contenido, que refrena su histrionismo, a una Emma
Stone que imprime frescura y verismo a su rol y a la pantalla (ya supuso un soplo de aire
fresco que consiguió sortear algunos de los escollos de Magia a la luz de la luna (2014), el filme anterior de Allen, del
mismo modo que arrolló con naturalidad y saber hacer al resto del reparto de esa
impostura, ese canto a la mueca y la exageración que era Birdman (2014), esa permanente crispación en que sólo ella graduaba
y no se contagiaba del enervante tono impreso por su director) o una espléndida
Parker Posey que, alejada de su aureola fatua e irritante de musa del cine indie, consigue divertir al espectador,
pidiendo a gritos un mejor dibujo de su personaje para formar parte de la
nómina de esas secundarias gloriosas e inolvidables, otra de las señas de
identidad del universo alleniano (secundarias que, además, solían ser oscarizadas,
como Dianne Wiest –en dos ocasiones: Hannah
y sus hermanas (1986) y Balas sobre
Broadway (1994)-, la propia Penélope o Mira Sorvino –encumbrada demasiado
pronto gracias a un personaje bombón en Poderosa
Afrodita (1995)-). Pero, a pesar de los pesares, uno sigue confiando en que
el mejor Woody Allen estará de regreso, esa que ya está rodando y en la que
puede que Parker Posey tenga más fortuna que ahora y se desquite, que la gran
Judy Davis reciba un regalo (y los espectadores también) como ya sucedió en Maridos y mujeres (1992) o que Kristen
Stewart se quite definitivamente la losa de la saga Crepúsculo de encima (habría quien diga que a otros directores se
les perdonan menos los tropezones; puede, es que ninguno tiene unos
antecedentes tan magníficos como los que Allen puede exhibir, películas que
podrían haber quedado en lo coyuntural, en lo particular, pero supieron ir más
allá, por eso han convertido el apellido de su creador en categoría artística).