lunes, 28 de septiembre de 2015

"IRRATIONAL MAN": LA MISMA PELÍCULA






TÍTULO ORIGINAL: Irrational Man DIRECCIÓN: Woody Allen GUIÓN: Woody Allen FOTOGRAFÍA: Darius Khondji MONTAJE: Alisa Lepselter REPARTO: Joaquin Phoenix, Emma Stone, Parker Posey, Jamie Blackley, Gary Wilmes

   Reconocemos como “autor” a aquel que posee un universo propio, un estilo identificable, unas particularidades que permiten reconocerle más allá de que visite el mismo género o recurra a ciertas estructuras para construir la historia, sin necesidad de que, formalmente, una de sus obras se parezca a otras de su producción; así, Billy Wilder posee un aire que le caracteriza, una sorna propia, una amargura a ratos desoladora, un desencanto que puede trocar en confianza en la bondad humana o hundirse en el abismo más desolador, una manera de tratar a sus personajes que unifica títulos tan dispares como Con faldas y a lo loco (1959), Días sin huella (1945), El crepúsculo de los dioses (1950) o La vida privada de Sherlock Holmes (1970), luego ya vendrá la medida en que utiliza cada uno de los ingredientes necesarios para contar la película en el código preciso. Por otro lado, autores que han demostrado su maestría en un único género o casi (es, al menos, por el que siempre van a ser recordados), gentes como Alfred Hitchcock o John Ford, han rodado cintas dispares que han ensanchado los límites más convencionales y esquemáticos del punto de partida escogido, haciéndolo evolucionar, trascendiéndolo, reinventándolo (sí, plantean una intriga –o varias- y la huella de su creador es indudable, pero son muy diferentes La soga (1948), Con la muerte en los talones (1959) o Los pájaros (1963) si nos centramos en la figura del primero, y lo mismo sucede –en esta ocasión en el terreno del western- con La diligencia (1939), Centauros del desierto (1956) o El hombre que mató a Liberty Balance (1962) si echamos un vistazo a la filmografía del segundo).
   Una de las críticas más repetidas, uno de los sambenitos que persigue a Woody Allen casi desde el comienzo de su carrera es esa especie de mantra con la que muchos resumen injustamente una trayectoria muy prolífica que, desde 1969 (cuando debutó como director en solitario con Toma el dinero y corre –anteriormente, había añadido secuencias, remontado y doblado al inglés un filme del japonés Senkichi Taniguchi, firmando junto a éste What´s Up, Tiger Lily? (1966)-), está formada hasta el momento por algo más de 40 largometrajes, uno por año desde La comedia sexual de una noche de verano (1982), compromiso personal que se utiliza para arreciar en la acusación de que el de Brooklyn rueda siempre la misma película. Más allá de sus obsesiones, disquisiciones, manías, tics y demás elementos que le han convertido en un personaje, más allá de esa marca de fábrica que espectadores de todo el mundo buscan y esperan, más allá del modo en que regresa a determinados asuntos, más allá de una manera de filmar que permite diferenciarle de otros (especialmente de todos aquellos que pretenden imitarle, esos que tantas veces le niegan el pan y la sal –también los hay honestos que reconocen sin apuro su influencia-), más allá de la apariencia visual que emparenta a varias de sus obras con otras (por no hablar de los créditos e, incluso, de la música seleccionada), más allá de que nos sea un director querido o denostado (pero hablando con un cierto conocimiento, no por una sola experiencia o por asuntos que no tienen nada que ver con su labor profesional, no repitiendo la misma cantinela sin aportar más argumentos (es decir, cayendo sin recato en aquello de lo que acusan al cineasta), parece indudable que poco tienen de iguales Manhattan (1979), La rosa púrpura de El Cairo (1985), Todos dicen I Love You (1996) o Desmontando a Harry (1997). Lo que tampoco puede negarse es que ese ritmo de trabajo, esa necesidad perentoria de ofrecer anualmente un nuevo título, provoca, necesariamente, que la inspiración no esté siempre en su mejor momento, que se dé por bueno cualquier guión, que se derroche el talento por atender peticiones o aceptar inyecciones de capital, que se tome el camino fácil sin rubor, que se confíe en la legión de fieles dispuestos al aplauso, que se caiga en el autoplagio más descarado e incluso innecesario (los espectadores podemos ser muy impacientes, ya, pero en ocasiones conviene que las ideas se dejen madurar y, así, es posible que podamos regocijarnos ante una nueva obra maestra –vaya esta andanada también para ese público exigente que cree que el artista fabrica en serie, ese público que, un buen día, de repente, de un momento para otro, cambia de dirección y arrincona al que encumbraba hasta dos días antes, ese que no perdona sin esgrimir ninguna justificación, sin que se pueda encontrar explicación más o menos lógica a su comportamiento, más allá de seguir lo que se considera tendencia y despreciar lo que ya no), que se fuerce a la creatividad y no se la deje fluir con naturalidad, que de un tiempo a esta parte casi todos sus filmes parezcan a medio hacer, tengan hallazgos, destellos de ingenio, posibilidades que no cristalizan, acabados abruptos (no en lo formal, en contra de lo que suele afirmarse Allen es un director exquisito, con tanta sencillez y naturalidad que parece fácil lo que hace, por eso hay quien le llama descuidado, afirma que rueda de cualquier manera, cuando su acierto en el encuadre y en la composición es proverbial –lo que no hace es cargar las tintas cuando no es necesario: de ahí ese desaliño aparente, ese filmar sin sentir respondiendo a algo muy meditado, ese crear estilo a fuerza de desdibujarlo, esa espontaneidad y llaneza que destilan muchas de sus imágenes-), una casi permanente sensación de que lo que estamos viendo es sólo un esbozo, una especie de prueba, no el resultado final (o lo que uno esperaría que fuese tal).
   Si en la última década el punto más alto alcanzado por Woody Allen fue la perturbadora Match Point (2005) y el más bajo lo supuso la a ratos inane y en otros aburrida Vicky Cristina Barcelona (2008) –sólo ese vendaval llamado Penélope Cruz insuflaba energía y veracidad a lo que estaba muerto hasta su esplendorosa irrupción-, ésta en la que estamos se iniciaba con la excesivamente glorificada Midnight in Paris (2011), un retorno al universo de La rosa púrpura de El Cairo que hubiese merecido un desarrollo menos pensado para agradar a la crítica más elitista (algunos miembros de la misma no conocían a la mitad de los personajes reales que aparecían, pero reían cuando pensaba que tocaba –un servidor estaba en la butaca de al lado y en alguna conversación posterior a la proyección para confirmarlo-), una apuesta que resultó ganadora, Oscar de la Academia incluido, aun así la película menos imperfecta de las que han salido del magín del cineasta en estos últimos años –lo que no es óbice para que uno prefiera la sana diversión de parte de A Roma con amor (2012) o, aunque se pierda por vericuetos que lastran la historia, la manera en que Blue Jasmine (2013) consiente que Cate Blanchett ofrezca una de las interpretaciones más colosales y estremecedoras contempladas en pantalla, momentos cómicos estupendamente apostillados por la genial Sally Hawkins incluidos-. En este dejarse llevar por caminos trillados, Allen ha vuelto sus ojos hacia Match Point –también hacia la espléndida Delitos y faltas (1989)- para crear el armazón, el esquema, el esqueleto en que se queda este Irrational Man, que jamás termina de descollar y que se hace terriblemente larga a pesar de ajustarse a los cánones del cineasta en lo que a duración se refiere –pocas veces excede los 90 minutos, muchas veces apenas ha llegado a 80. Y en esta oportunidad hay que dar la razón a aquellos que le acusan de rodar siempre la misma película porque así lo parece, es como si hubiera limitado a copiar y pegar de aquí y de allá, a redundar en estereotipos y tópicos a los que ha sabido inyectar verosimilitud en otras ocasiones, a limitarse a reunir algunos lugares comunes para presentar unos personajes básicos y previsibles, para quedarse en la superficie, para devenir en lo monótono, para no sacar ningún partido a un escenario universitario en el que su ironía y mordiente tendrían que haber encontrado elementos jugosos en los que hincar el diente. De nada le vale tener a un Joaquin Phoenix contenido, que refrena su histrionismo, a una Emma Stone que imprime frescura y verismo a su rol y a la pantalla (ya supuso un soplo de aire fresco que consiguió sortear algunos de los escollos de Magia a la luz de la luna (2014), el filme anterior de Allen, del mismo modo que arrolló con naturalidad y saber hacer al resto del reparto de esa impostura, ese canto a la mueca y la exageración que era Birdman (2014), esa permanente crispación en que sólo ella graduaba y no se contagiaba del enervante tono impreso por su director) o una espléndida Parker Posey que, alejada de su aureola fatua e irritante de musa del cine indie, consigue divertir al espectador, pidiendo a gritos un mejor dibujo de su personaje para formar parte de la nómina de esas secundarias gloriosas e inolvidables, otra de las señas de identidad del universo alleniano (secundarias que, además, solían ser oscarizadas, como Dianne Wiest –en dos ocasiones: Hannah y sus hermanas (1986) y Balas sobre Broadway (1994)-, la propia Penélope o Mira Sorvino –encumbrada demasiado pronto gracias a un personaje bombón en Poderosa Afrodita (1995)-). Pero, a pesar de los pesares, uno sigue confiando en que el mejor Woody Allen estará de regreso, esa que ya está rodando y en la que puede que Parker Posey tenga más fortuna que ahora y se desquite, que la gran Judy Davis reciba un regalo (y los espectadores también) como ya sucedió en Maridos y mujeres (1992) o que Kristen Stewart se quite definitivamente la losa de la saga Crepúsculo de encima (habría quien diga que a otros directores se les perdonan menos los tropezones; puede, es que ninguno tiene unos antecedentes tan magníficos como los que Allen puede exhibir, películas que podrían haber quedado en lo coyuntural, en lo particular, pero supieron ir más allá, por eso han convertido el apellido de su creador en categoría artística).

sábado, 26 de septiembre de 2015

"LOS EXILIADOS ROMÁNTICOS": JONÁS, ESTO NO ES FRANCIA





DIRECCIÓN: Jonás Trueba GUIÓN: Jonás Trueba MÚSICA: Tulsa FOTOGRAFÍA: Santiago Racaj MONTAJE: Marta Velasco REPARTO: Vito Sanz, Luis E.Pares, Francesco Carril, Renata Antonante, Isabelle Stoffel, Vahina Giocante, Miren Iza

   El apellido es un arma de doble filo cuando alguien quiere dedicarse a la misma disciplina artística (o cualquier actividad) en la que uno de sus progenitores o familiar cercano haya destacado: por un lado, parece que todas las puertas se le abren con cierta facilidad, bien porque es el propio papá (o el parentesco que sea) el que mueve los hilos, bien porque los amigos no tienen ningún problema en echar un cable (o los que haga falta) tal vez en pago a favores previos, por un sentido pétreo de la amistad o buscando una especie de cheque en blanco que poder cobrarse posteriormente, bien porque se piensa que el talento se hereda sin más, bien por la repercusión que tiene propiciar el debut de alguien supuestamente llamado a grandes logros (olvidando la otra cara de la moneda, es decir, que siempre habrá a quien echar las culpas cuando el supuesto heredero no responda a las expectativas o entremos en el otro filo, es decir, en lo que se desarrolla a continuación); también puede ocurrir que se sea (como tantas veces) injusto por actuar apriorísticamente, por sospechar que el sujeto coge el camino fácil, colocarse bajo la estela de un apellido celebrado, popular, prestigioso, que se mire con excesivo recelo y se juzgue severamente, con desconocimiento, sin atender a la obra que desarrolla, reduciéndolo todo a “hay que ver con el hijo de tal, con la hermana de cual, con la prima de éste, con la pareja del otro, con el sobrino de aquella”, que no se permita el desarrollo de una inquietud, de unos talentos, de una posibilidad, que se coarte el genio naciente, que se lastre una constante progresión. Un personaje de Mario Puzo decía en La mamma que los hijos pagan los pecados de los padres, y en muchas ocasiones hay quien descarga viejos enconos, odios fraguados a fuego lento, epítetos murmurados o callados durante años a través de persona interpuesta, es decir, utilizando a los descendientes como blanco; así, sería muy fácil liquidar en dos patadas el tercer largometraje de Jonás Trueba y más teniendo en cuenta las desafortunadas e incoherentes palabras de su padre al enfundarse el cheque anejo al Premio Nacional de Cinematografía pero renegar de su nacionalidad (de la propia y, consecuentemente, de la que se premia, de la que caracteriza al galardón), la misma que le valió un merecido Oscar por aquella gozosa cinta conocida como Belle Epoque (1992), aquella por la que pudo optar y ganar varios Goyas, la que se celebraba en La niña de tus ojos (1998), pero estos hechos no afectan en nada a la película de su hijo, de igual manera que, estar en desacuerdo e incluso sentir indignación por la actitud del cineasta, encontrarse en el otro extremo de su ideología, no coincidir con la persona que es el artista en su vida privada, en este caso y en cualquiera, no implica que no gustemos de su producción, de parte de ella, de alguna de sus obras.
   Y nadie puede negar a Jonás Trueba su empeño por quitarse de encima la sombra de su padre (y de su tío David), por no aprovecharse del apellido, por rehuir el camino fácil, el que parece que tomó con su ópera prima, bien distribuida, producida sin apuros, película pequeña (o que se presentaba como tal, con una humildad un tanto impostada y falsaria) pero apoyada y auspiciada por muchos, Todas las canciones hablan de mí (2010) fue una carta de presentación que no ocultaba las aspiraciones del debutante por hacer un cine trascendente, plagado de citas, de supuesta profundidad, con personajes que hablan engoladamente, con abundante subtexto recargando y emborronando lo que pudiera ser la historia primordial, cargado de simbolismo y haciendo hincapié en las metáforas y en las referencias intelectuales. Pero, tras esta experiencia, el joven Trueba optó por hacer un cine en permanente construcción, supuestamente espontáneo, de muy bajo coste, contando con la complicidad y entrega de amigos, experimentando, probando, como si siempre fuese la primera vez, en realidad un cine al que se ven todos los trucos con apenas una secuencia, una puesta al día acartonada y cansina de un cierto tipo de cine francés que desde hace mucho (casi desde su nacimiento en el caso de determinados cineastas) se ha quedado anticuado, anclado en el pasado, patética herencia de aquel vendaval, de aquella renovación, de la revolución que supuso la generación formada por gentes como Truffaut, Chabrol, Rivette, Godard o Rohmer, sin duda el que más sobrevuela e influye en el modo en que se ha construido Los exiliados románticos.
   Enfangada en unos diálogos nada naturales donde alguien es capaz, por ejemplo, de recitar de memoria un cuento completo de Natalia Ginzburg, lastrada por secuencias tan rutinarias y aburridas como suele serlo la vida (por eso el cine nos cuenta otras cosas o sabe transmitir esas sensaciones sin que el público bostece), calcadas de otras que ya hemos soportado en títulos similares en sus pretensiones y desarrollo (o falta del mismo), anclada en ese estilo que intenta resultar informal y que se olfatea cuidadamente descuidado (¿una conversación como la de la mesa de la cocina, en realidad constituida por sucesivas parrafadas de gran parte de los actores, surge así, de manera natural, con sólo unas cuantas indicaciones y a ver por dónde salís? ¡Chico, ni Mike Leigh! –a quien no es que no alcance, es que ni lo huele-), la película se regodea en su apariencia indie, en su pretencioso y nada oculto tufillo intelectualoide –desde la explicación de apertura hasta la cita final-, vendiendo como auténtico lo que se nota forzado, preparado, insertando las canciones esforzadamente, sin captar ni por un segundo la verdad que transpiraba –y que sigue conservando- el free cinema británico, pareciendo que nos habla de marcianos, personajes muy poco creíbles en España –esto sí debe ser influencia de su padre, consecuencia de no haberse sentido ni vivido como tal más allá de cinco minutos-, que sólo en la hilarante secuencia en los Jardines de Luxemburgo parisinos consigue despojarse de lo falsario para incorporar algo de verosimilitud gracias a las reacciones de la joven francesa que no acaba de dar crédito a lo que está escuchando. Si Jonás Trueba se atreve a soltar todo el lastre y volar de verdad sin ataduras ni esquemas previos, tal vez consiga un cine en el que podamos reconocernos y/o con el que podamos interactuar; por el momento, mientras siga mirando hacia horizontes que sólo pueden alcanzarse con un cierto bagaje, con determinadas experiencias, mientras pretenda ser auténtico a fuerza de querer imitar aquello por lo que siente querencia, todo se quedará en experimentos tan estomagantes y absurdos como éste.

lunes, 14 de septiembre de 2015

"MA MA": POESÍA A TODA COSTA





DIRECCIÓN: Julio Medem GUIÓN: Julio Medem MÚSICA: Alberto Iglesias FOTOGRAFÍA: Kiko de la Rica MONTAJE: Iván Aledo, Julio Medem, Yago Muñiz REPARTO: Penélope Cruz, Luis Tosar, Asier Etxeandia, Teo Planell, Silvia Abascal, Àlex Brendemühl

   Suele decirse que el público prefiere la comedia, cualquier género que suponga una evasión, una vía de escape, que nadie va al cine a sufrir, que incluso hay un miedo generalizado entre las audiencias, un rechazo por todo aquello que suponga dolor, sufrimiento, angustia, tal vez olvidando (obviando, cuando menos) que el género de terror lleva muchos años gozando de reconocimiento y deseo, de fans irredentos, de jugosas taquillas, de una larga vida comercial a través de los formatos domésticos; o que los dramas románticos, los amores imposibles, los triángulos amorosos, cualquier conflicto relacionado con los sentimientos y las emociones suelen ser un filón seguro (con acompañamiento de premios de la Academia en muchos casos); o que las películas de superhéroes cada vez exploran más el lado humano, los abismos en que se deja hundir el protagonista cuando se despoja de su disfraz; en definitiva, que si bien es cierto que, en España en concreto, se ha explotado y atendido más a la comedia por tradición, ésta no siempre es chispeante y/o alocada, deliciosa o groseramente intrascendente, sino que se ha aprovechado para hacer crítica social, reflejar una realidad miserable, ridiculizar y exponer directamente o con subterfugios, dobles lecturas e insinuaciones ingeniosas, cuyo origen estuvo durante mucho tiempo vinculado a la existencia de la nefasta censura. Como en todo, la preferencia del público depende de muchas circunstancias y de cada momento, no es posible generalizar y, además, resultaría perjudicial para el negocio, para los propios espectadores, porque se tendería aún más a querer repetir éxitos pasados, a copiar los títulos más vistos una y otra vez, a reducir la oferta (y bastante sufrimos estas secuelas como para seguir desanimando a los creadores que optan por aparcar la comedia).
   Dentro de esas películas cuyo fracaso o poca repercusión en taquilla se achaca al hecho de que “la gente no paga por sufrir”, ocuparían un lugar destacado aquellas que se centran en enfermedades, en decadencias físicas, en terribles circunstancias que parte de la platea puede haber vivido en sus propias carnes o en las de alguien cercano o que prefiere ignorar en lo posible, mantener fuera de su imaginario, pensar que son “cosas que les pasan a los otros”. Y el caso es que aquí también podríamos enumerar bastantes títulos que han hecho fortuna y se han ganado su hueco en la cartelera, en el corazón de las audiencias, en la propia historia del cine, a pesar de haber narrado con crudeza, sin tapujos ni maquillajes, el modo inmisericorde en que el mal avanza implacable, destrozando, degradando, condenando, deformando, obstáculo insalvable cuyo carácter infranqueable angustia, oprime, anula, sentencia, enajena, hace sentir impotentes, muy pequeños, inútiles, incapaces –sin tener datos a mano, uno se atrevería a afirmar que, a pesar de una impactante y prodigiosa interpretación de Julianne Moore, Siempre Alice (2014), tal vez por perder la dureza y desnudez de la novela original, hizo menos taquilla que Amor (2012), la espeluznante y al tiempo maravillosa, por real, por necesaria, por no hacer concesiones, por jugar limpio con el espectador sin recurrir a metáforas o artificios, por llamar a las cosas por su nombre, la impresionante (en todos los sentidos) inmersión que Michael Haneke hizo en el Alzheimer o, cuando menos, se conoce a más gente que ha visto esta última y la ha recomendado a pesar de advertir que su visionado puede hundir en la butaca y dejar tocado por varios días-.
   Con motivo de la presentación de sus memorias, Mayra Gómez Kemp, al igual que hace en las páginas del libro, ha reivindicado siempre que ha podido el derecho del enfermo a quejarse, a nombrar su enfermedad en voz alta, a no echar la culpa a éste si no mantiene la actitud correcta, la que algunos toman como placebo, la que utiliza diminutivos, la que exige una permanente sonrisa, un buen ánimo, el esfuerzo de una lucha que en tantas ocasiones tan sólo acelera el proceso, un comportamiento que pasa, sobre todo, por obviar la palabra maldita, es decir, “cáncer”, como si el hecho de desterrarla de nuestro vocabulario fuera suficiente para hacerlo desaparecer, para que remitan sus efectos nocivos (y mortales) –actitud ridícula, permítasele el adjetivo a quien se ha visto obligado a ser testigo de cómo el cáncer hace su cruel trabajo, que se prolonga cuando, en aras de no sé qué intimidad, actuando como si fuese un estigma o una vergüenza, escribimos, anunciamos, señalamos que alguien ha fallecido “tras una larga enfermedad”-. Y así las cosas, Julio Medem titula su nueva película ma ma (con esa grafía aparece en los carteles), un juego de palabras que no oculta el punto de partida, la cruel realidad (o lo que debería ser tal, ahora entraremos en materia) a la que se enfrenta la protagonista desde la primera secuencia: un cáncer de mama diagnosticado tras analizar un bulto en su pecho. El problema es que el cineasta, si bien es cierto que algo más austero que en ocasiones anteriores, sin ser tan telúrico, cósmico o enrevesado en lo que a encuadres insólitos o movimientos de cámara rupturistas se refiere, no se resiste a contar la historia a través de imágenes grandilocuentes, insertos innecesarios que devienen en elipsis un tanto ridículas (ese corazón que no aporta nada, que marca sin sentido las emociones que el espectador debería sentir pero que no llegan a estallar por la lejanía, por la frialdad, por la irrealidad que destila la pantalla).
   Rosa Montero explicaba en su emocionante La ridícula idea de no volver a verte cómo tendemos a extraer belleza de los momentos más horribles (“El arte en general, y la literatura en particular, son armas poderosas contra el Mal y el Dolor. Las novelas no los vencen (son invencibles), pero nos consuelan del espanto. En primer lugar, porque nos unen al resto de los humanos: la literatura nos hace formar parte del todo y, en el todo, el dolor individual parece que duele un poco menos. Pero además el sortilegio funciona porque, cuando el sufrimiento nos quiebra el espinazo, el arte consigue convertir ese feo y sucio daño en algo bello.”) y el recurso es sin duda lícito, ha servido como aliento para grandes obras, de hecho es de lo que habla la escritora y periodista, no de negar la evidencia, de ocultar la realidad, sino de cómo se impone la digestión de lo sucedido nombrándolo, sacándolo fuera, intentando comprenderlo a base de convertirlo en algo bello (lo que excluye lo doloroso, todo lo contrario, piénsese en los románticos, en Lorca llorando a Sánchez Mejías, en Manrique componiendo coplas a la muerte de su padre). Y es en esa intersección donde Medem derrapa y aboca su película al fracaso emocional, a la falta de empatía, a lo molesto e incómodo (por no emplear otro término mucho más adecuado pero que puede sonar demasiado duro) que resulta el visionado para quien ha tenido la mala fortuna de enfrentarse de cerca a un proceso similar: porque si se supone que la película es un drama no puede optar por un esteticismo un tanto hueco, con ese blanco omnipresente que transforma las imágenes en una nebulosa, en algo como soñado, sublimado, difuminado y difuso, hurtando el abatimiento, la desesperación, la pena, colocando una sordina que, en lo relativo a las múltiples secuencias que transcurren en un hospital, puede incluso indignar por el modo benéfico, plácido y por momentos ñoño con que se filman las sesiones de quimioterapia; uno cree captar las marcadas intenciones de huir de cualquier elemento melodramático (si se saben manejar sus códigos es un género muy efectivo y no se engaña a nadie si se reconoce desde el principio en qué territorio estamos), pero ese empeño choca con el modo en que acumula desgracias y golpes bajos sin recato ni medida, utilizando los recursos más tramposos y de brocha gorda buscando la lágrima, los suspiros, el encogimiento de la audiencia (por no hablar del sonrojante alivio cómico que supone el increíble personaje del ginecólogo –una especie de superhombre-, especialmente en su afición por cantar a todas horas y en los momentos más inadecuados).
   Penélope Cruz ya ha demostrado con creces su capacidad para insuflar vida al guión más mortecino y torpe (sin ir más lejos, ganó un merecidísimo Oscar por rescatar de la mediocridad Vicky Cristina Barcelona (2008), título que sin su presencia hubiese sido olvidado al día siguiente) y en ma ma hace todo lo posible por transmitirnos el infierno que su personaje intenta mantener a raya, logrando momentos memorables en que saca oro de vetas agotadas (el partido de fútbol que ve sola mientras toda la vecindad celebra los goles, su entrada en la consulta antes de escuchar el veredicto fatal, cuando pide a su hijo que la mire a los ojos), pero en ocasiones parece contagiarse (o ser consciente) de la escasa veracidad de sus líneas y de las situaciones dibujadas, aunque por fortuna siempre remonta el vuelo (por mucho que el director le niegue el último plano de la película, ese que debería pertenecerle sin ningún género de duda), mientras Luis Tosar poco puede hacer con el cometido encargado, siendo todo un logro no parecer excesivamente ridículo, por mucho que el modo en que Medem filma sus momentos más dramáticos juega en su contra y lastra su interpretación. Una cosa es dejar fluir la supuesta/aparente/consecuente poesía que puede aparecer cuando se aborda un asunto hondamente dramático, otra muy distinta forzar la máquina en un ejercicio estilístico que uno no sabe cómo tomarse, con un Medem más prisionero de sí mismo que nunca, no sabiendo evitar que quien ha vivido un drama (porque no puede calificarse de otro modo) similar se sienta enojado (y a partir de ahí, cada uno hará subir –o bajar, que de todo hay- la intensidad de su reacción).