martes, 24 de octubre de 2017

FEDERICO LUPPI: CON LA FRENTE (MUY) MARCHITA








   He tardado en ponerme a la tarea de escribir este obituario, en parte porque me he entretenido a propósito con otras cosas, porque me he hecho el remolón, porque he dado muchas vueltas a qué decir sobre un actor de quien jamás podré olvidar algunas interpretaciones que me resultan legendarias, que me impactaron, me dolieron, me emocionaron, se me metieron muy dentro, me agarraron las tripas, me hicieron reflexionar, ser (sin duda) mejor persona, admirarme ante la manera en que, sin perder de vista la participación imprescindible de unos guionistas y directores espléndidos que coadyuvaban al milagro artístico, Federico Luppi atrapaba la vida y nos la daba masticada, vívida, honesta, sin paliativos, mágica y terrible, implacable y maravillosa, con sus luces y sus sombras, irresistible, devolvía las ganas de seguir caminando, peleando, afrontando y enfrentando, llenando de sentido y contenido palabras que algunos quieren apropiarse o reinterpretar en su beneficio, sin dulcificaciones, sin esquivar la mirada ni negar lo evidente, sin paños calientes, precisamente por todo eso con la capacidad fieramente humana (no me cansaré de robar a Blas de Otero un retrato tan certero, tan deseable, tan en carne viva) de no dejarse vencer; pero ha sido en la hora de su muerte cuando se ha hecho presente la otra cara de Luppi, la privada, aquella en la que es un déspota, un maltratador, un violento difícilmente contenible, alguien a quien no se puede (ni se quiere) defender ni justificar, cuyos delitos (porque así están contemplados y sancionados) no se han de obviar ni esconder, porque no pueden quedar aún más impunes de lo que ya lo han hecho.
   Hay quien habla (en estos momentos y en general, recuerdo que algún programa nocturno tocamos el asunto) de separar la vida privada de la pública, sí, también de la necesidad de reinsertar en la sociedad a personas que pagan sus culpas (sus crímenes), de no estigmatizar ni condenar de por vida por lo que en ocasiones no es más que un error, una actuación indebida provocada por la desesperación o por la mala (peor) suerte, de acuerdo, pero como en todo no conviene, no es posible, generalizar, hay que analizar caso por caso: no se puede reclamar derecho a la intimidad para delinquir, no se puede mezclar en el mismo saco ni equiparar lo deleznable con la libertad individual para llevar unos hábitos de vida que nadie puede prohibir (por más que hay quien lo intenta) mientras no se impongan por la fuerza ni conculquen los (mismos) derechos de los demás (ahí está el detalle, el trascendental detalle) ni vulneren las leyes aceptadas como tales, difícilmente podemos seguir metiendo debajo de la alfombra un asunto que no es doméstico por más que suceda en lo que paradójicamente (en ese momento en concreto) llamamos hogar, ya está bien de repetir aquella salmodia de “entre marido y mujer, el dedo no hay que meter” cuando se trata de golpes, vejaciones, amenazas y cumplimiento de las mismas, conductas (o salvajadas -la otra palabra se me antoja demasiado neutra e incluso atenuante-) que, por desgracia así se confirma trágicamente casi a diario, son reincidentes e imposibles de erradicar, no basta con el hecho de haber cumplido una condena (que en demasiadas ocasiones llega cuando no hay solución, cuando hay que seguir sumando víctimas mortales). En este sentido, sin querer disculpar ni un ápice a Luppi, ¿de qué valen ahora todas esas voces que en las redes sociales, aquí y allá acusan y confirman tantos años después lo que, al menos públicamente, callaron e incluso puede que negaran en su momento? ¿Por qué esos que se reconocen como testigos de la violencia no tienen reparos en salir a la luz ahora que (y esa es la base de todo Estado de derecho que se precie) él no puede defenderse? Que no se crean a salvo de devenir en cómplices porque no veían sus películas ni pregonaban sus méritos y virtudes interpretativos, que no se sientan superiores porque no aplauden al actor, que no pretendan dar lecciones de moral, innecesarias aunque no fuesen tan torticeras como las de estos buenos ciudadanos que, ahora sí, se indignan porque un villano sea tratado como un héroe. Y aquí volvemos al punto de partida: ¿Se puede seguir admirando a alguien así? ¿Se puede separar lo personal de lo meramente artístico cuando es algo tan terrible, tan reprobable, tan condenable, tan indigno? Lamentándolo muchísimo porque supone querer arrancar de cuajo emociones muy hondas, uno no puede ahora mirar igual al Luppi de la pantalla (algo que se seguirá haciendo, al menos en esos títulos a los que uno regresa como reconstituyente, como alimento vital, como inyección para los momentos de flaqueza -llámenme contradictorio, tal vez si llegasen como novedad se recibirían de otra manera pero a estas alturas de la película, nunca mejor dicho, es muy difícil borrar y/o negar lo que es parte básica de la memoria de este espectador-) por más que sus personajes sean los que zarandean, conmueven, ilusionan, sirven como acicate y/o ejemplo, no se puede negar su grandeza artística -tampoco se trata de ir contra uno mismo o pretender borrar de un plumazo lo que hubo (ahí están la hemeroteca, los archivos sonoros, las conversaciones con amigos, el historial en Facebook, el almario que se acepta como es y no se maquilla ni niega la evidencia)-, lo experimentado tan intensamente en la oscuridad de la sala está a flor de piel, en un rincón (o muchos) del alma, pero la decepción sufrida al constatar lo poco de admirable y modélico que tenía alguien a quien se consideraba un referente ético pesa mucho en el ánimo (en parte porque no se quiere permanecer impasible, no se puede obviar la violencia contra los demás, no se puede ignorar lo que se condena en otros).   

miércoles, 18 de octubre de 2017

MARISA PAREDES: ¡QUÉ INTERESANTE!







   Marisa Paredes ha estado siempre ahí, antes de que retuviéramos su nombre, antes de que nos percatásemos de su magnificencia, antes de lograr algunas interpretaciones inolvidables, antes de ganarse apelativos pintiparados como “legendaria”, porque aparecía en la pequeña pantalla, al igual que tantos otros, con asiduidad, dando muestras de versatilidad, de oficio, de trabajo constante, nunca serán suficientes las veces que agradeceremos a aquella televisión de nuestra infancia el sedimento imprescindible, el alimento diario que proporcionó para que amásemos y amemos el teatro y las gentes que lo hicieron y hacen posible. Sí, toca hablar de un Goya de Honor, de un premio estrictamente cinematográfico, y lo haremos, pero tal vez sin todo este bagaje no hubiésemos admirado tanto, con ardor y devoción, a una actriz elegante, señorial, capaz de ser la más altiva (por diva) y la más terrenal, modelo de pasarela o mujer baqueteada por la miseria, las injusticias, el dolor, cómica brillante y trágica insuperable, Marisa fue anidando en nuestro corazón como sólo lo hacen los grandes, en cada frase, en cada aparición, hasta que un buen día emergió incontenible y supimos que no era un descubrimiento sino el fruto merecido por tantos años. Y, dejando a un lado lo televisivo (porque no corresponde, aunque, querámoslo o no, sume -y mucho-), ese momento definitivo llegó con la escalofriante ópera prima de Agustí Villaronga, una cinta que pocas veces ha igualado el cineasta balear, es decir, Tras el cristal (1985):


   Fue esta película tan a contracorriente, tan personal, tan inquietante, tan insólita, tan impactante, la que provocó que aquel adolescente quisiera saber más sobre una intérprete a la que, gracias de nuevo a la televisión, ya tenía identificada y algo más fichada, pero sobre la que aún quedaba lo mejor, es decir, lo que iría llegando, su madurez interpretativa descollando incontenible con su, por tantos motivos, inmortal Becky del Páramo:


   Por ahí sobrevolaban, magníficamente mezcladas por Pedro Almodóvar (que cuando acierta en las proporciones deja sin aliento), la Ingrid Bergman de Sonata de otoño (que más de quince años después Marisa interpretaría sobre las tablas), la Lana Turner de Imitación a la vida, la estrella rutilante que opaca y humilla a los de alrededor, en especial a su propia hija a la que considera su peor obra, inacabada, mediocre, vulgar, anodina, indigna de alguien como ella, un personaje que podría reventar las costuras y hundirse en las aguas pantanosas del melodrama mal entendido y que Marisa contiene y equilibra con un poderío que no fue reconocido por la profesión, ya que no fue candidata al Goya que hubiese debido ganar en competición (para colmo, para redondear la faena -dicho con toda la intención-, para mayor bochorno de los votantes, seleccionaron por la misma película a Cristina Marcos -que de no saber quién es no destaca ni se recuerda a la primera- aunque el premio fue para Kiti Mánver -de una manera u otra, Almodóvar estaba en la mente de los académicos, para otorgar su voto o para negarlo-). Y, aunque fuese con la (bendita) voz de Luz Casal, será imposible separar lo que la versión del Piensa en mí de Agustín Lara utilizada en el filme del rostro (y las lágrimas) de Marisa, pero como la secuencia original no aparece por la red -o al menos un servidor no es capaz de encontrarla-, que cada cual la evoque a su modo y quedémonos con una secuencia en que Becky se autorretrata tras verse imitada y homenajeada en el cuerpo de Letal (Miguel Bosé) y con la no menos fabulosa Un año de amor de Mina engrandecida también por Luz Casal:


   Y el caso es que este personaje no estaba a destinado a ella sino a Esperanza Roy (parecía que a la tercera, tras las intentonas habidas durante la gestación de Laberinto de pasiones (1982) y ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984), ella lo fue pregonando aquí y allá, parece que Becky era entonces una antigua vedette, el caso es que al final hubo un cambio, como tantas veces sucede en el mundo de la interpretación), como tampoco lo estaba el rol protagónico de La flor de mi secreto (1995), adjudicado por un tiempo a Ana Belén, quien a buen seguro hubiese estado fabulosa (como la Roy en Tacones lejanos), pero una vez Marisa se mimetiza con Leo, ya no puede imaginarse a otra intérprete:


   No he podido resistirme a poner el tráiler al no encontrar completo el bloque en que aparece Imanol Arias puesto que es el epicentro del drama, el momento en que Leo pasa por todos los estados de ánimo, una catarata emocional que sólo una actriz en plenitud y exuberancia de facultades puede encarnar sin resultar ridícula o exagerada, otra nueva muestra de cómo los diálogos de Almodóvar son frescos, creíbles, demuestran su envidiable oído de escritor, pero si no encuentran la intérprete adecuada (resaltemos lo femenino) el edificio puede desmoronarse en segundos. ¡Hay que ver cómo es ese “¿Quién está gritando? ¿Quién está llorando?”! Y, por supuesto, la frase que en un principio iba a servir como título, esa que ha quedado para la historia:


   Pero no en España nos hemos rendido a su talento, Marisa ha trabajado en producciones y coproducciones, ha cruzado fronteras no sólo por sus películas aquí, sino trabajando en filmes tan gloriosos como Profundo carmesí (1996), una de las varias cimas de Arturo Ripstein:


    Y, por supuesto, La vida es bella (1999), la joya de Roberto Benigni, ese prodigio de sensibilidad, esa belleza en la que, por encima de todo, uno se desborda en lágrimas ante el amor, el triunfo de la inocencia, el anhelo y la certeza de que al final (a veces, cierto es, demasiado tarde) siempre termina por imponerse lo que merece la pena ser vivido y celebrado, aunque las pérdidas habidas sean irreparables:


   Ignoro si tuvo otra persona en mente cuando escribía el guión, pero podría afirmarse sin miedo al equívoco que Pedro hizo un traje a la medida del talento (o talentos) de su amiga y cómplice cuando diseñó la Huma Rojo de Todo sobre mi madre (1999):


   Aunque, como puede colegirse por el título del texto, el momento preferido de un servidor es cuando Agrado confiesa que, llegado cierto punto de su vida, dejó el camión y se hizo puta, a lo que Huma (Marisa) responde un memorable “¡Qué interesante!”. Y siguieron llegando filmes que contribuyeron a alimentar su prestigio, incluso estando ella muy por encima del conjunto, como es el caso de El espinazo del diablo (2001) de Guillermo del Toro:


   Y una pequeña película que uno adora como Frío sol de invierno (2004), ha seguido colaborando con Almodóvar aunque sea en cintas que me han interesado bien poco tirando a nada, en 2018 llegará Petra, de la que no se sabe qué esperar teniendo en cuenta que su autor es Jaime Rosales, pero es una excelente noticia que siga activa (y no sólo en el cine) y que por todo ello reciba el Goya de Honor en la próxima gala de los popular (e irónicamente) conocidos como “cabezones”. ¡Ovación estruendosa y con vítores, por favor!

sábado, 14 de octubre de 2017

"BLADE RUNNER 2049": ALGO MÁS QUE UNA RÉPLICA







TÍTULO ORIGINAL: Blade Runner 2049 DIRECCIÓN: Denis Villeneuve GUIÓN: Hampton Fancher, Michael Green (basado en personajes de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? de Philip K. Dick) MÚSICA: Benjamin Wallfisch, Hans Zimmer FOTOGRAFÍA: Roger Deakins MONTAJE: Joe Walker REPARTO: Ryan Gosling, Harrison Ford, Sylvia Hoeks, Ana de Armas, Robin Wright, Mackenzie Davis, Dave Bautista, Jared Leto

   Por más que se quiera evitar, hay que entrar en el pantanoso terreno de las comparaciones (que, en contra de lo que pueda pensarse, no es el más cómodo ni el más útil a la hora de encarar una crítica, hay que manejarlo con tiento, no conviene abusar de un recurso la mayoría de las veces traído por los pelos o con escaso criterio, que proporciona una falsa o escasa argumentación) puesto que la película que nos ocupa se presenta como secuela de otra, aunque llegue treinta y cinco años después de la primera. Para colmo, hemos de remitirnos a un filme encumbrado y reconocido como mítico, un referente cuyas impronta e influencia se encuentran en multitud de títulos que lo admiten en mayor o menor medida (eso por no hablar de los que copian con descaro como si no quedase claro con un par de secuencias cuál es la fuente de inspiración -por concedérsela a algunos, otros apenas se molestan en disimular (o son incapaces de ello) lo que debería ser señalado como plagio-), un clásico cuyos predicamento y valor no han hecho sino agigantarse con el paso del tiempo (en realidad, tuvo una recepción un tanto tibia en su estreno allá por 1982), un absoluto icono de la ciencia ficción que ha traspasado las barreras del género, es decir, Blade Runner, la cinta que muy pronto consolidaría a Ridley Scott como renovador e innovador, poseedor de una voz propia, armonizando acción con estética (luego vendría lo de genio, maestro y demás epítetos bien ganados, pero no mantenidos ni justificados a lo largo del tiempo), virtudes que se fueron haciendo extensivas a su anterior trabajo, Alien, el octavo pasajero (1979), que tampoco cosechó grandes elogios en su momento al hacer una mixtura prodigiosa entre la ciencia ficción y el terror (por lo que a algunos les resultaba difícil de clasificar: se escapaba del prototipo, no era convencional -de ahí su permanencia-), utilizando un ritmo muy bien medido que hubo quien consideró moroso e irritante (el efectismo tiene su público, es indudable).
   Sea como sea, en la actualidad no puede negarse el lugar que Blade Runner ocupa en la historia y, sobre todo, en los corazones de admiradores que le rinden culto, la veneran, la revisan, la siguen estudiando, la analizan milimétricamente, conocen todas sus versiones y pueden reproducir diálogos y escenas completas con precisión de orfebre, muchos la han recibido con ese aura, con todos los laureles, casi como dogma de fe, como algo que no se puede discutir, están los que hablan (para bien o para mal) de la novela que la inspiró sin haberla leído (hay quien sigue refiriéndose a ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? como cuento o relato, algunos incluso añaden el adjetivo “corto” cuando la historia se extiende -en ediciones comercializadas en España- más allá de las 250 páginas) y repiten el mantra de que Scott (esa es otra: le atribuyen todas las que pregonan como excelencias de un guión que no escribió) mejoró el original literario, no aceptan la más mínima disensión, pero sí puede hablarse de (relativo) cisma porque ahora se dividieron a la hora de recibir lo que para algunos es una osadía, para otros una locura, hay quien ha llegado a hablar de abominación, por otro lado fueron muchas las voces que, al hacerse cargo del proyecto un director como Denis Villeneuve, empezaron a utilizar un auténtico arsenal de epítetos rimbombantes y encomiásticos, algunos le utilizaron como ariete para atacar a Scott y, entonces sí, reconocer su escasa inclinación por Blade Runner, parecían mayoría -y así lo sigue pareciendo, pero resulta imposible atender a todo lo que se está escribiendo, discutiendo, opinando e imponiendo en las redes sociales- los que auspiciaban, bendecían y aseguraban que, como luego ha podido leerse (muchas de las críticas, no hay más que rebuscar un poco en la hemeroteca y Google lo pone muy fácil, estaban prácticamente escritas antes de ver Blade Runner 2049), estábamos ante otra obra maestra, haciendo compartir trono a la de 1982 y la de 2017. Y, podría decirse, en medio de todo esto quedamos algunos, como un servidor, quien, yendo por orden, nunca ha participado del entusiasmo (y todo lo demás) generado por el tercer largometraje de Ridley Scott, ha leído la novela de Philip K. Dick y considera a Denis Villeneuve un cineasta muy sobrevalorado.
   Cuando se conoce lo escrito por K. Dick después de haber visionado -el último, pocos días antes de hacer lo propio con la película recién estrenada- Blade Runner en diferentes ocasiones y a diferentes edades (y los diferentes montajes, del primitivo al comercializado como “final”, pasando por aquel que se dijo “del director”) se vive el estupor demasiado habitual -y puede que la indignación, depende de cómo catalogue cada uno la lectura, del disfrute o el aburrimiento experimentado- de comprobar que alguien ha escogido una novela (u otro material previo) para traicionarla, obviarla, reducirla a su mínima expresión y, casi, contar una historia totalmente distinta, con otras intenciones e implicaciones; sí, es una versión, es otra visión, hay que utilizar un lenguaje diferente, por supuesto (como se hizo, por ejemplo, con Lo que el viento se llevó (1939) o El nombre de la rosa (1986), tomándose muchas licencias, resumiendo, eliminando, añadiendo detalles, pero conservando y respetando la esencia y aquello que los lectores esperaban encontrar en la pantalla), pero el guión de Hampton Fancher y David Webb Peoples sólo toma algunos personajes y situaciones, elimina los tintes apocalípticos de una Tierra que, literalmente, se está desintegrando, deja fuera a los animales (cuya posesión es capital en la novela, tener uno real y no una réplica es símbolo de estatus -al margen de otras implicaciones y obligaciones que retratan una sociedad al límite, una distopía en toda regla-, eso es lo que motiva al protagonista a aceptar determinados encargos), se trivializa y vuelve tópica la relación entre Deckard y Rachael al suprimir el personaje de la esposa del primero, el conjunto se trufa con unas cuantas frases rimbombantes y sin sentido que se cuenta fueron improvisadas por Rutger Hauer, no se le puede negar una dirección artística que, aunque no se corresponda para nada con el mundo creado por su autor, conserva la fascinación conseguida en 1982, pero, más allá de las secuencias iniciales en las que aún hay cosas que/por descubrir, vista hace unas semanas, Blade Runner queda en el ánimo de quien suscribe como un filme que estira en exceso una mera anécdota, que adolece de falta de ritmo y emociones porque su supuesta poética resulta forzada y vacía.
   Uno de los guionistas originales, Hampton Fancher, es el autor de la historia que continúa el mito y firma el guión junto a Michael Green -fue parte del equipo que dio a luz Logan (2017), tan pagada de sí misma como sólo puede serlo una película dirigida por James Mangold, también fue responsable (culpable) de aquel despropósito titulado Linterna Verde (2011) y de Alien: Covenant (2017) o cómo Ridley Scott demuestra ser su peor enemigo, lo cierto es que las perspectivas no podían ser más desoladoras-, tomando la que parece y demuestra ser la mejor decisión, es decir, la de no repetirse, la de apoyarse en lo anterior para tomar impulso pero, en gran medida, presentar un producto casi independiente, que en muchos momentos funciona sin depender del conocimiento del clásico (y sabiendo explicar para el neófito -si lo hay- lo imprescindible sin necesidad de digresiones ni abundancias). Curiosamente, el espíritu de Philip K. Dick sobrevuela y se hace presente con mucho más acierto, tanto en lo estético como en el dibujo de los personajes, acentuando las diferencias con su predecesora, permitiendo a Villeneuve campar a sus anchas, aparcando las posibles tentaciones de imitar/enmendar el original, perdiendo en el camino su tendencia a lo ampuloso, a recargar las secuencias de dobles lecturas, a dirigirse sólo a los iniciados (o así se sienten los que le rinden pleitesía -por eso ya habían decretado qué sería Blade Runner 2049 y así lo están difundiendo y coronando-), a epatar y, eso afirman, huir de lo comercial/convencional (mal casa esto con la taquilla que está haciendo -pero en seguida habrá quien diga que es porque nadie quiere perdérsela aunque no la entienda ¿Sabrías tú resumir qué cuenta K. Dick en su novela? ¿Sabrías decir por qué glorificas esta película -y tantas- sin repetir lo que ya se ha publicado, es decir, con palabras y argumentos propios? No va por ti, lector, faltaría más: es una pregunta retórica al aire aunque con destinataria clara, aunque alguno de sus coleguillas también sirve-, incluso con la recepción tributada a su filmografía anterior). Aunque estira algunas situaciones mucho más de lo debido (no justifica sus más de dos horas y media en absoluto) y la resolución de ciertas secuencias de acción no es la que se espera en alguien reconocido como virtuoso y esteta (pero es que algunos ven cosas en las imágenes que otros no creemos -¡Imposible!-), Villeneuve consigue un producto que despierta mayor interés que aquel del que parte y no apabulla innecesariamente con absurdeces y requiebros.
   El hieratismo de Ryan Gosling, que devino en mueca constante desde la fatua Drive (2011), un rictus crispante y ausente de emociones (sus primeros planos son intercambiables, si sólo son ojos, nariz y boca, si eliminamos cualquier pista de maquillaje o vestuario, hay que poseer mucha agudeza visual para identificar a qué película pertenece cada uno), tiene poco que ver con el que convirtió en icono y héroe a Harrison Ford y queda palmariamente demostrado cuando ambos coinciden en pantalla, y eso que su esperada y sabida aparición (que te acusan de hacer un spoiler a las primeras de cambio) no tiene la épica y grandeza que debería (cuánto hay que aprender de J. J. Abrams). Ana de Armas destaca en un cometido que, sin su aportación, podría quedarse en lo anecdótico y facilón, mientras Sylvia Hoeks carga demasiado las tintas en los aspectos más elementales de su personaje, sin ser capaz de transmitir ambigüedad, aristas, sin dotarle de entidad y haciéndolo exageradamente plano y poco (o nada) atractivo. Es una pena que el cine siga desperdiciando de esa manera a una actriz tan espléndida y poderosa como Robin Wright, siempre parece que sus mejores escenas se han quedado en la sala de montaje; Jared Leto, una vez más, necesita de caracterización, efectos de cualquier tipo, disfraz, artificios (aunque, eso está muy bien medido, aparece lo justo, ahí supieron frenar). Por lo tanto, uno no se siente capacitado para afirmar que Blade Runner 2049 cambia la historia del cine o se convierte en algo a batir por los que vengan después pero es una grata sorpresa en cuanto a interesar (y complacer en varios momentos) mucho más que el clásico, el mito, la leyenda que, aunque no se puede negar lo evidente y lo conseguido, uno nunca ha encontrado en Blade Runner.