martes, 15 de marzo de 2016

"BROOKLYN": LO REVOLUCIONARIO ES SER CLÁSICO




TÍTULO ORIGINAL: Brooklyn DIRECCIÓN: John Crowley GUIÓN: Nick Hornby (basado en la novela homónima de Colm Tóibín) MÚSICA: Michael Brook FOTOGRAFÍA: Yves Bélanger MONTAJE: Jake Roberts REPARTO: Saoirse Ronan, Emory Cohen, Domhall Gleeson, Jane Brennan, Fiona Glascott, Jim Broadbent, Julie Walters

   Hay palabras que, de repente, adquieren un tono peyorativo, insultante, muy despectivo, términos que pierden su significado primigenio y dejan de ser un adjetivo o sustantivo que se limita a definir algo objetivo, sucede que un vocablo que resalta una virtud o señala una facultad o cualidad, algo en principio bien valorado, empieza a cargarse de tintes negativos y se pronuncia entrecomillando, con sonsonete, con displicencia, jactándose de estar muy lejos en gustos y maneras de esa obra que es condenada sin remisión porque, como en el caso que nos ocupa, no tiene reparos en presentarse como “clásica” o bajo los auspicios del “clasicismo”, debida a los buenos oficios de aquel al que puede que se reconozca su condición de “artesano” pero rebajando lo que de positivo hay en ser alguien que imprime a los objetos que fabrica “un sello personal, a diferencia del obrero fabril” (tal y como reconoce el DRAE) para hacer hincapié en el hecho de que “ejercita un arte u oficio meramente mecánico” (acepción que también sanciona el diccionario). Y el caso es que todos los que guardan las distancias con aquello que no dudan en calificar como “antigualla”, “arqueología artística”, “pasado de moda”, “de otra época”, esos que continuamente se definen como “modernos” (algo, por cierto, que rápidamente se queda desfasado porque responde “al tiempo de quien habla o de una época reciente”), esos que se pirran por todo lo que les huela a “transgresor”, “novedoso”, “inédito”, “original”, “rompedor”, debido a su más que notoria ignorancia o desconocimiento tildan con esos epítetos a lo que no es más que una evolución, un desarrollo, una vuelta de tuerca, una reescritura (cuando no una copia poco o nada disimulada -los llamados “creadores” tienen en cuenta que sus receptores objetivos, esos que los van a elevar a los altares, carecen de referentes y actúan y dictaminan como si el cine hubiese nacido ayer-), una invención nacida de aquello que permanece (por eso se le llama clásico en toda la extensión del término y sin las comillas del menosprecio), que sigue interesando, motivando, provocando, inspirando, siendo revisitado, versionado, revertido, cuestionado, rebatido, mejorado y tal vez innovado, nadie está diciendo que lo uno sea mejor que lo otro por el mero hecho del tiempo en que su fuente comenzó a manar, pero que aún lo siga haciendo (aunque sea para alejarse después de ella, para tomar otro rumbo) deja patente que ha conseguido superar su momento y, sólo por eso, merece cierta consideración (sin la espléndida novela de Jane Austen que la alienta -y cuya peripecia se hurta aunque no se niegue la inspiración (algo más en realidad: se va “fusilando” a la Austen todo el rato para hacer constantes guiños a sus lectores y conocedores)-, la aburrida –se hace referencia a la adaptación cinematográfica, porque el original literario no se ha leído- Orgullo + prejuicio + zombis, a punto de estrenarse en España, sería un título más que tal vez hubiese ido destinado directamente al consumo doméstico, algo que también puede decirse de la novela que Seth Grahame-Smith tuvo el buen gusto y la decencia de firmar junto a la autora británica, bajo cuyo paraguas destacó entre las novedades que atiborran las librerías cada semana).
   Y es el caso que Colm Tóibín, autor de la novela en que se basa Brooklyn, suele ser presentado con la etiqueta de escritor escandaloso, transgresor e innovador que le propició una de sus obras más populares (una de las pocas traducidas al español gracias al magnífico olfato que selecciona el catálogo de la editorial Lumen -la misma que publicó Brooklyn hace unos años-), un monólogo que aún puede aplaudirse en castellano porque está girando por España desde hace casi dos años (leerse, como digo, puede hacerse desde varios meses antes, cuando aún no se había anunciado el montaje dirigido por Agustí Villaronga) y que es habitado por una esplendorosa y divina (nunca mejor dicho aunque se trata, precisamente, de dejar expresarse a la mujer oculta tras el velo de santidad y de esclava del Señor que acepta que obre sobre ella según su Palabra, sin quejas ni reproches), una soberbia Blanca Portillo (merecedora de un Max por su estremecedora interpretación). El testamento de María es un texto vibrante y apasionante, el dolor de una madre hecho verbo, la palabra de una mujer sencilla que sólo quiere llorar a su hijo tal y como le nace, tal y como lo siente, sin que sus lágrimas sean adornadas, tergiversadas, asumidas, robadas, reinterpretadas y contadas por otros, un lamento que indignó a los inmovilistas, a los que no aceptan más que lo que han sancionado y heredado como “la” verdad revelada, la única posible, esos que para socavar las voces opuestas recurren al insulto, a los descalificativos, a hablar de la vida privada (no sólo de la del escritor, también de la de Fiona Shaw, la actriz que estrenó el monólogo en Broadway), esos que no leen ni se molestan en conocer  primero (o al menos informarse más allá de soflamas, críticas aceradas e interesadas, fanatismos y sectarismos) pero atacan sin misericordia (¡Quién lo pensaría!) lo que otros antes que ellos (sin pasar de una sinopsis, un titular o una interpretación torticera y sesgada) han considerado anatema, pecado, sacrilegio, algo a lo que dan más publicidad y difusión al emprender una campaña de desprestigio contra lo que, más allá de consideraciones religiosas que quedan fuera de la intención del autor (porque, repetimos, lo que le importa es la mujer, la madre del llamado Jesús, del considerado Mesías, del que era esperado para redimir a la humanidad), es todo un canto de amor y respeto hacia una figura a la que se aporta entidad, sentimientos, personalidad, se cree en María, se preocupa e interesa por ella, es decir, no se la niega, sencillamente se va más allá de lo aceptado (pero ya sabemos que a los purpurados, a los poderosos, a los coronados, a unos pocos no les interesa que el resto reflexione, piense, sepa). Pero leído sin más, dejándonos arrastrar por el poder de la palabra, dialogando con el texto, el monólogo que nos presenta Tóibín se inscribe dentro de una tradición, provoca toda una revolución en el fondo, en lo que uno extrae, en lo que se va depositando en el ánimo del lector (quien, por cierto, si no conoce -o ha olvidado- las Escrituras a las que hace referencia no comprenderá el porqué del escándalo y sacará conclusiones muy distintas), pero formalmente se ajusta a cánones clásicos, no recurre a aspavientos, no experimenta ni deconstruye, destila poesía con facilidad y la extrae de lo más mundano, no se anda por las ramas y su prosa es un manantial de agua clara que fluye con mesura y eficacia, dando aire y libertad al lector para que, si lo desea, se quede en el entrelineado, en lo que no se cuenta pero se percibe (es uno de sus artes, tal vez su seña de identidad más notoria, así vuelve a hacerla patente en su por el momento última novela, la que Lumen ha tardado, por fortuna, poco tiempo en publicar traducida: Nora Webster, plagada de elipsis que la brillantez del autor llena de contenido con un par de frases o detalles que hacen avanzar la acción, sobre todo la interior, lo que sucede en el interior de los corazones, sin abandonar los mimbres clásicos sobre los que construye la historia).
   Y, de ese modo, la novela que ahora nos ocupa, Brooklyn, es muy revolucionaria aunque en apariencia sea una más de las muchas que han abordado el asunto de la inmigración (en este caso la de una joven irlandesa a comienzos de la década de los 50 del pasado siglo): Tóibín utiliza un estilo muy directo, incluso seco, con abundancia de frases cortas, a ratos meramente descriptivo, pero van aflorando la nostalgia, la pena, los dilemas morales y sentimentales, sin aparentes perturbaciones, la prosa del irlandés se va cargando de penumbras, incomodidades, opresiones, desengaños, consigue abatir la aparente frialdad sin traicionar su escritura, mantiene la distancia con un asunto que no le es ajeno pero le imprime verosimilitud y emociones sin recurrir a sentimentalismos (estos sí) trasnochados o esquemáticos. Nick Hornby ha sabido respetar ese estilo pausado en que una situación lleva a la siguiente, sin precipitación pero sin morosidad, con la naturalidad con que se suceden los acontecimientos cotidianos, captando la atmósfera que John Crowley ha sabido dotar de vida con maestría, apoyándose en la cuidada y nada ostentosa dirección artística de Robert Parle e Irene O´Brien, mecido por la partitura de Michael Brook, recreándose lo justo en la esplendorosa fotografía de Yves Bélanger, consiguiendo un producto de enorme calidad en el que cada pieza encaja con las demás para que el mecanismo funcione a la perfección (así es como trabajan los británicos, así lo demuestra su industria audiovisual, da igual a qué formato vaya destinada). También, por desgracia, sigue siendo revolucionario que la protagonista sea una mujer, una heroína, pero aún más lo es que, sin querer abandonar el terreno de lo romántico (porque Tóibín así lo elige y, si se quiere, reivindica), se dé cauce a una personalidad muy rica, con matices, con aristas, con recovecos, un personaje al que no siempre se comprende, con el que puede no estarse de acuerdo, una joven que se ve obligada a madurar a marchas forzadas, que no siempre tiene tiempo para reflexionar, que descubre sentimientos una vez los ha experimentado, es decir, como todos a los veinte años. Saoirse Ronan, la actriz neoyorkina más británica (aunque nació allí, con sólo tres años llegó a Irlanda, país de origen de su madre -su padre, el actor Paul Ronan, procede de Manchester-), ofrece una interpretación delicada, guardando las formas como debe hacer su personaje, dejando asomar su tormenta (y tormento) interior a través de una mirada llena de significados, expresando intenciones con apenas un parpadeo, con titubeos de la voz, con sonrisas (su repertorio en este terreno es muy variado), resultando frágil, adorable, inspirando ternura, enturbiando esta percepción cuando el drama lo requiere, inquietando al espectador cuando cree tenerlo todo claro (otra de las revoluciones de Tóibín: nada es tan sencillo como aparenta). Jim Broadbent y Julie Walters aportan su habitual categoría para dibujar sus personajes en unas pocas apariciones, Domhall Gleeson sigue dando muestras de su apabullante versatilidad (el pasado 2015 apareció, además de aquí, en Star Wars: El despertar de la fuerza, El renacido y Ex machina) y anotamos un descubrimiento, un prodigio de naturalidad llamado Emory Cohen, un tipo que recuerda al Marlon Brando de La ley del silencio (1954) sin pretenderlo ni imitarlo, un señor al que seguir la pista (tiene seis películas en fase de posproducción, por lo que no será difícil).     

sábado, 5 de marzo de 2016

"EL RENACIDO": VENDIENDO LA PIEL DEL OSO





TÍTULO ORIGINAL: The Revenant DIRECCIÓN: Alejandro G. Iñárritu GUIÓN: Mark L. Smith, Alejandro G. Iñárritu (basado en parte en la novela The Revenant: A Novel of Revenge de Michael Punke) MÚSICA: Alva Noto, Ryuichi Sakamoto FOTOGRAFÍA: Emmanuel Lubezki MONTAJE: Stephen Mirrione REPARTO: Leonardo DiCaprio, Tom Hardy, Domhnall Gleeson, Will Poulter, Forrest Goodluck, Paul Anderson

   Permítase la digresión inicial y que se tome el rábano por las hojas para paliar, con el grano de arena que el que suscribe puede aportar, la prácticamente nula atención que se prestó a un título que hubiese merecido mejor suerte: Deuda de honor (2014), el segundo largometraje dirigido por Tommy Lee Jones estrenado en cines, obra compacta, con aliento épico tomado de los clásicos, un prodigio de sequedad y economía narrativa que golpeaba al espectador sin concesiones ni truculencias, sin énfasis ni pretensiones artísticas (las que sí lastraban su por el contrario laureado y encomiado debut en esas lides, la plúmbea y alambicada Los tres entierros de Melquiades Estrada (2005), tal vez beneficiada del excesivo prestigio otorgado al a ratos interesante -y apasionante- escritor Guillermo Arriaga, prisionero de sus hallazgos y sus reiteraciones). Un filme que, con una secuencia breve, sustentada por una Hilary Swank que volvía a dejar clara su categoría actoral (esa que, por desgracia, podríamos definir como guadianesca pero que cuando encuentra el cauce adecuado resulta incontestable), sabía estremecer, remover, aterrorizar, helar la sangre en las venas porque el frío, el hambre, las calamidades, la reducción de una persona a su estado más primitivo y salvaje, el instinto de supervivencia teñido de pánico aparecía expresado sin artificios, sin manierismos, sin virtuosismos, con un naturalismo desbordante y lacerante, sólo con una actriz (que, precisamente por todo ello, podía lucirse como tal, sin necesidad de glorificar o subrayar el esfuerzo físico) que husmeaba entre la nieve buscando alguna raíz que rumiar y acallar los embates de su cuerpo reclamando un mínimo alimento. De ese modo habíamos vivido el laberinto mental, el errar físico y anímico, el goce de la comunión con la naturaleza y lo implacable de su acción cuando se vuelve hostil, cuando trata al ser humano como intruso, como depredador que destruye y no sabe convivir y complementar, había tiempo para las luces y las sombras en ese prodigio que alumbró el talento de Sydney Pollack y que conocemos como Las aventuras de Jeremiah Johnson (1972), un filme en que el escenario se nos muestra como un auténtico personaje que expresa sus sentimientos, testigo sabiamente recogido de la grandeza y hondura de un maestro que lo sigue siendo precisamente porque, como él mismo se presentó, sólo se preocupó por hacer “películas del Oeste” aunque fuesen mucho más, hablamos, por supuesto, del irrepetible John Ford de, por ejemplo, Centauros del desierto (1956) -han sido otros los que han nombrado primero y en vano al magnífico tuerto para alabar El renacido y, para colmo, la Academia ha refrendado este vínculo, como veremos a continuación-.
   Comenzar como se ha hecho para abordar un breve análisis de la nueva película de Alejandro G. Iñárritu (que es como firma ahora: reduciendo su primer apellido a la inicial) no es tan peregrino como pueda pensarse, puesto que hay mucho de Guillermo Arriaga (el laureado guionista de la ópera prima cinematográfica de Tommy Lee Jones) en la creación y desarrollo de la figura que hoy es (dicho sin tono peyorativo pero tampoco glorificador) el mexicano afincado en Hollywood, aquella manera de narrar como a hachazos, rompiendo la cronología en mil pedazos, jugando con el tiempo, uniendo piezas inconexas y muy lejanas como si las unas fuesen sucesión de las otras, utilizando una estructura de puzle que a ratos funcionaba a la perfección pero que en otras terminaba por convertirse en lo meramente importante, en lo que se quería destacar, en lo que se narraba más allá del contenido, en desperdiciar la sorpresa, en rizar el rizo por encima de la propia historia (y así, por ejemplo, la ópera prima de Arriaga como director, Lejos de la tierra quemada (2008), era fácilmente desmontable por el espectador conocedor de su obra anterior, en realidad toda pivota en torno al mismo recurso, previsible y muchas veces innecesario). Pero tanto Amores perros (2000) como 21 gramos (2003) e incluso Babel (2006), con ser la más irregular dentro de la trilogía debida al trabajo conjunto de Arriaga e Iñárritu, tenían tiempo para el reposo, para lo sutil, para espacios en los que oxigenarse (o asfixiarse como en el espeluznante y espléndido tramo central del primer filme citado, narrado con la mesura necesaria para crear una atmósfera irrespirable, una opresión que se aposentaba en el estómago del espectador llevándole hasta el pánico sólo a través de lo que se sugería), los momentos trepidantes, incontrolables o furiosos tenían un contraste en aquellos en que el ritmo se hacía más cadencioso, incluso se detenía (¡Cómo olvidar esa secuencia en que una impresionante Adriana Barraza vaga por el desierto de California!), aunque la querencia por lo excesivo era palpable, aunque por momentos podía caer en lo puramente efectista, el Iñárritu de aquellos tiempos justificaba artísticamente el brío, los movimientos de cámara, la pirotecnia visual, todo quedaba integrado en el conjunto. Tras la estrepitosa ruptura del tándem en que uno se presentaba como guionista y el otro como director (aunque se cuenta que fue precisamente la autoría de Babel -a quién se debía qué, cómo se figura en los créditos- la que provocó el distanciamiento definitivo), Iñárritu optó por una narración más lineal en la que lo importante fuese cómo se contaba la historia, en que su personalidad destacase y brillase por encima de lo más, en la búsqueda del alarde continuo que enardeciese a la platea y, sobre todo, lograse el aplauso de la crítica, perdiendo la autenticidad en aras de un esfuerzo técnico que ahoga la fluidez del relato, subraya cada imagen, recarga la puesta en escena y se empeña en mostrar el truco y en que éste se note más allá de lo meramente cinematográfico, es decir, de lo que se ve en la pantalla.
   Tras la estomagante Biutiful (2010) y la falsaria Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (2014) -citar su título completo ya deja claro lo pretencioso de la propuesta-, Iñárritu ha rodado una odisea que, a fuerza de acumular, pierde matices, aristas, capacidad para sorprender, todo es excesivo desde el primer momento y se recrea en ello, alarga hasta la extenuación lo que sería impactante en dosis más pequeñas, fatigando no por lo que los personajes sufren sino por forzar al público sin comedimiento ni elegancia, sin sentido épico ni del humor, por recargar más allá del barroco (e incluso del rococó), por impregnar de su inmenso e inagotable ego cada plano, por cercenar las múltiples posibilidades del material (y de los intérpretes) para dejar clara su supuesta grandeza (esa que la Academia ha equiparado a la de John Ford y Joseph L. Mankiewicz al hacerle igualar la hazaña de obtener el Oscar a la mejor dirección dos años consecutivos), la que también se supone es gloria para el cine mexicano, cuando este país jamás ha obtenido una estatuilla en la categoría de película de lengua no inglesa y tanto él como Alfonso Cuarón por Gravity (2013) (por mucho que este título entusiasme al que esto escribe, los hechos son los hechos) han obtenido sus galardones por productos estadounidenses -ni tan siquiera coproducciones-. Que una y cien veces se recuerde el indudable infierno sufrido durante el rodaje (en parte por su afán de traspasar cualquier límite), que se hable más sobre lo que pesaba la piel de oso que arrastra Leonardo DiCaprio, que lo importante y plausible parezca el hecho de las temperaturas extremas que se alcanzaron en algunos momentos o de la nieve que se fundió obligando al equipo a cambiar de hemisferio para completar el filme, todas estas anécdotas que tanto divierten e interesan a los curiosos, a los historiadores, al que quiere saber algo más sobre una película no deben interferir ni condicionar lo que uno experimenta o considera. Habrá quien traiga ahora a colación Apocalypse Now (1979), cuando la comparación aún deja más a las claras la prioridad de Iñárritu, puesto que cuando uno se sumerge en el delirio pergeñado por Francis Ford Coppola se olvida de todo lo sabido, no hace falta conocer lo que sólo puede ser calificado como epopeya vivida durante el proceloso y titánico rodaje para admirarse y dejarse arrastrar por la intensidad y vibraciones que desprenden sus fotogramas, mientras que El renacido no deja de forzar la maquinaria sin dejar que cada uno viva su propio proceso. De ahí que la tantas veces ensalzada secuencia del ataque del oso (portentosa especialmente en los momentos en que la cámara se queda quieta) quede al final un tanto diluida porque a cada rato se ofrece otra que pretende ser tan o más impactante lo que provoca una cierta ansiedad por extenuación, porque se fagocitan emociones, se impide que los actores sean algo más que arquetipos, meros presencias, volúmenes con los que jugar, y en ese sentido el peor parado es Leonardo DiCaprio, precisamente en el momento en que la Academia ha decidido olvidar su resquemor y considerarle el estupendo intérprete que es; tras ser ninguneado por su magnífica creación en Infiltrados (2006) o su estremecedor recital en Revolutionary Road (2008), el Oscar ha llegado a sus manos por el indudable desgaste físico, por el esfuerzo, por la apariencia, por el envoltorio, por lo ostentoso, por lo externo, por el suflé que es Iñárritu, la vacuidad en estado puro a la que algunos consideran estilo.