lunes, 28 de agosto de 2017

TOBE HOOPER: A PLENO SOL










   Lo escribí tras el fallecimiento de Vicente Aranda y hoy me reafirmo en ello: hay artistas, creadores, cineastas que sólo necesitan una obra para entrar en el Olimpo particular de cada espectador y convertirse en uno de sus favoritos aunque esa predilección se ciña a una película (o dos o tres), la cantidad no es un detalle importante a la hora de las predilecciones (al margen de que, en contra de lo que tantos parecen sostener, podemos mostrar nuestro desagrado por una parte más o menos significativa de la producción total de alguien a quien admiremos sin que eso haga menguar el entusiasmo y aplauso que nos provoca su persona y el resto de lo creado) sino la huella dejada, el recuerdo imperecedero, una emoción a flor de piel que se reproduce y reaviva cada poco tiempo, un momento de absoluta epifanía y dicha que nunca se agradece lo suficiente. Es más, en lo referente a Tobe Hooper, aunque hay más tela que cortar (perdón por el aparente chiste fácil: se utilizó la palabra sin segunda intención), un servidor de ustedes podría sintetizar en sólo una secuencia el porqué de un reconocimiento como maestro que jamás ha flaqueado (todo lo contrario: se agrandó y elevó con el paso del tiempo).


   ¿Se puede conseguir más en menos tiempo? ¿No es escalofriante, angustiosa, pavorosa, impactante, horror en estado puro? Nos sentimos, al igual que el personaje, acosados, masticamos el terror, la amenaza no es inminente porque es tangible, su peso lastra la carrera con la que se intenta poner tierra de por medio, no se vislumbra vía de escape, estamos irremisiblemente condenados, y todo sucede en un paraje abierto, a plena luz, con (aparentemente) mil posibilidades de huida, ahí está la maestría de Hooper para encogernos en la butaca (o el sofá), para inyectarnos el pánico y hacerlo presente en unas condiciones que, aparentemente, invitan a todo lo contrario, no necesita recurrir a la oscuridad para inquietarnos y oprimirnos, así ha trabajado durante toda la película aunque creamos que es una orgía de sangre, desmembramientos y truculencias; en realidad, a lo largo de su metraje el filme sugiere mucho más de lo que muestra, el director logra, con un par de planos muy precisos, que La matanza de Texas se agigante, que aseguremos haber visto lo que no aparece en pantalla, que el miedo traicione nuestra mente, que (como sucedió a este que escribe) cuando vencemos nuestra aversión a repetir la experiencia, cuando nos atrevemos por fin a revisarla años después del primer visionado, el que juramos sería único (por mucho que se apreciasen sus virtudes cinematográficas, lo sufrido -y lo inventado/imaginado- no invitaba a volver a pasar un mal trago), descubrimos con estupor (lo que provoca que nuestra admiración aumente) que apenas hay secuencias realmente gráficas y espantosas en lo meramente visual, que las más impactantes no precisan de cabezas rodando, cuerpos mutilados delante de nuestros ojos, desollamientos o profusión de heridas supurantes.


   Sí, comprendo que quien no guste del género dirá “¿y te parece poco?”, entiendo que haya a quien se le haga insoportable ver La matanza de Texas y quien seguirá sin hacerlo a pesar de lo que podamos contar los fans (yéndonos a otro extremo, me sucede eso mismo con, por ejemplo, El guardaespaldas), tan sólo se intenta resaltar el hecho de que Hooper no es ni la mitad de gore de lo que se le suele acusar (o alabar) y no abusa de trucos fáciles ni se limita a dejar correr la sangre: crea atmósfera, maneja con astucia muy pocos elementos, aprovecha un presupuesto ajustadísimo en beneficio de la película, tiene el doble mérito de hacernos temblar (y gozar, así somos los seguidores de este tipo de cintas) por lo que vemos y por lo que imaginamos, por lo que nos provoca, por lo que nos deja intuir, por estimular nuestra mente, por dejar los miedos libres. Y, repito, aun rindiéndome a su eficacia y pericia como director y al buen mal rollo (buscado) conseguido, me negué durante muchos años a revisarla porque en mi recuerdo era sanguinolenta sin freno ni cuartel (por eso, como también decía, cuando al final me atreví a repetir fue cuando aprecié en toda su magnitud el talento de Hooper). Y aunque nada pueda ser comparable a La matanza de Texas, no es cierto del todo que mi rendición por este cineasta se circunscriba a ese título porque tiempo después llegaría El misterio de Salem´s Lot (1979).


   No saben ustedes lo que agradecí en su momento que mi habitación sólo tuviese una pequeña ventana y situada a varios metros del suelo, porque si hubiese estado a la altura de mi cama creo que hubiese pedido que la tapiasen. Lo malo es que no fue la única secuencia de este tipo que aparecía en la miniserie.


   En realidad, vi El misterio de Salem´s Lot cuando TVE la emitió íntegra durante cuatro martes de septiembre-octubre de 1985, después del fenómeno que supuso Poltegeist (1982) -a la que llegaremos en seguida-, pero respeto la cronología de la filmografía de Hooper y la coloco aquí, puesto que se estrenó comercialmente en España (como en muchos países) en versión reducida y con el título de Phantasma 2, aprovechando el tirón de lo que fue todo un taquillazo: Phantasma (1979) de Don Costarelli. Ignoro cómo la habrá tratado de bien o mal el tiempo, pero en su momento supuso una conmoción y permanece en la memoria como una de las más ajustadas y vibrantes adaptaciones que se hayan hecho de alguna de las obras de Stephen King (por lo que no tuve ningún interés en la nueva versión que protagonizaron en 2004, también para televisión, Rob Lowe y Donald Sutherland). Y, ahora sí, lo lamento, es inevitable… ¡ya están aquí!


   Otro de esos títulos que hacen época, un auténtico acontecimiento durante meses, primero esperando el estreno, luego haciendo colas interminables para conseguir una entrada, pero es que algunos esperamos años porque no teníamos la edad adecuada para verla cuando se estrenó, todavía no había video en casa, Poltergeist tardó en ser una realidad pero valió la pena porque sigue siendo insuperable.


  Aunque se hable de ella en demasiadas ocasiones por motivos exógenos a lo meramente cinematográfico, por la aureola trágica que la rodea (la muerte de cuatro de los intérpretes de la película y/o sus secuelas), por la maldición que algunos han decretado y aprovechado como promoción, Poltergeist merece el lugar que ocupa en el imaginario colectivo de más de una generación de espectadores porque, por más efectos especiales que sean necesarios, el horror se materializa y acosa desde algo tan cotidiano como la pantalla del televisor, que nadie sea tan perverso de hacer segundas lecturas porque Tobe Hooper siguió realizando trabajos destinados a ella, incluso la frecuentó más que la grande. ¿O eso es, para algunos -los de siempre, ya se sabe-, parte de la maldición? Mientras haya espectadores que le recuerden, aunque sólo sea por una película, habrá conseguido librarse de su influjo, más aún cuando sus criaturas siguen vivas y son revisitadas cada cierto tiempo, en menos de un mes tendrá lugar en EEUU la premier televisiva de Leatherface, donde conoceremos al personaje en su juventud y, a buen seguro (así lo demuestran remakes y demás continuaciones), echaremos de menos a Hooper tras la cámara.



lunes, 21 de agosto de 2017

JERRY LEWIS: HAZ REÍR







  Si bien es cierto que la canción que sirve para dar título a este tributo ha pasado a los anales de la memoria cinéfila por la trepidante y antológica interpretación de Donald O´Connor en Cantando bajo la lluvia (1952) -y que le costó ser hospitalizado al abusar más allá de cualquier extremo de unos pulmones muy castigados por su adicción al tabaco-, aquellos que éramos chavales (que cada uno ponga la edad que considere) en mayo de 1982 asociaremos para siempre el popular estribillo a un ciclo que TVE presentó los lunes por la noche en la 2 titulado Con H de humor (es imprescindible completar la cabecera con el desopilante diálogo entre Groucho Marx y Margaret Dumont que servía como introito: “¿Quiere casarse conmigo? ¿Le dejó mucho dinero? Conteste a la segunda pregunta” “Me dejó toda su fortuna”, “¿Ah, sí? ¿No ve que estoy intentando decirle “la amo”?” y ese era el pie para dejar sonar el estribillo de  Make ‘Em Laugh), cita imperdible durante muchas semanas (como luego sería El melodrama, aquel espacio al que tanto debemos) y que se inició con todos los honores gracias a la emisión de El profesor chiflado (1963).


   Aunque, gracias a la nunca suficientemente añorada programación cinematográfica que ofrecía la única televisión que teníamos en España, Jerry Lewis ya era un rostro popular para nosotros (y deseado por la diversión que prometía), fue la que con toda justicia debe ser considerada su obra maestra, el filme que primero vendrá a la boca cuando se le nombre así pasen los siglos, la cinta que tantos han pretendido imitar (incluso anunciándose como nueva versión -qué vergüenza aquel despropósito con Eddie Murphy-) y a cuyas comicidad, velocidad y excelencia ni se han acercado, fue El profesor chiflado la que, como cada vez que se repone, como sucede desde su estreno, le convirtió de nuevo en un ídolo para aquella generación de espectadores omnívoros en lo que a celuloide se refiere.


   Puede que sólo ocurriera una vez o dos, pero eran tan fabulosas las tardes en que programaban alguna de las dieciséis películas que Jerry Lewis y Dean Martin protagonizaron como pareja de enorme éxito, era tan sensacional compartir carcajadas con la tía Carmen, asocio alguno de sus títulos a la programación especial de un día festivo, que pensar en esas sobremesas felices me lleva, ineludiblemente, a alguna de sus comedias.


   Su fructífera colaboración se forjó en el escenario y de ahí dieron el salto a la gran pantalla -de hecho, Mi amiga Irma (1949) supuso el debut en ambos en cine (Martin sólo había aparecido como cantante en un cortometraje con la orquesta de Art Mooney)-, aunque se separaron de malos modos (hay quien dice que sólo cruzaban palabra en el set de rodaje y por exigencias del guión), en uno de esos choques de egos que sólo pueden darse en el mundo del espectáculo, si bien emprendieron caminos diferentes tras conmemorar su décimo aniversario como dúo. Sería Frank Sinatra quien conseguiría reunirlos y reconciliarlos años después -en concreto, veinte: en 1956 habían filmado Loco por Anita y esto sucedió en 1976- en uno de los telemaratones anuales que Lewis organizó ininterrumpidamente entre 1966 y 2012 a beneficio de la Asociación de la Distrofia Muscular (MDA, sus siglas en inglés).


   Jerry Lewis parecía de chicle, no sólo en cómo deformaba su rostro sino en cómo jugaba con su cuerpo, acróbata, clown, bailarín (hay que saber mucho, hay que tener mucha técnica, años de aprendizaje y constante estudio para conseguir esa maleabilidad), aunaba disciplinas, un todoterreno que llegó a ser reconocido por Chaplin (alguien que no regalaba elogios ni reconocía maestría así como así).


   Otro de sus triunfos, El ceniciento (1960), aunque la película que le valió el elogio del creador de Charlot fue El botones, rodada el mismo año en todo un alarde de creatividad, oficio, despliegue y capacidad de trabajo.


   Se habla de su inmenso ego como su peor enemigo, sin duda los gustos del público cambiaron (en realidad no dejan de mutar, a veces porque así se lo dejan imponer), puede que él no supiera (o no quisiera -siguió fiel a su estilo, a su modo de hacer y entender el negocio, eso no es tan censurable como parece-), hubo (y hay) mucho “moderno” o “intelectual” (o ambas cosas combinadas en el peor cóctel posible) que consideraba (y se sigue haciendo) que lo meramente divertido, lo refrescante, lo lúdico, lo que no hace pensar, lo que no tiene un mensaje, lo que no supone un activismo, un estar alerta, lo que invita y propicia entretenimiento sin más es alienante, ha de ser repudiado e ignorado, el caso es que Jerry Lewis pasó a esa condición de cómico considerado “antiguo”, “simple”, tratado con ingratitud y altivez. Y, a pesar de todo, siguió trabajando a rachas, buscando nuevas vías para reconquistar al público, pisó las tablas de Broadway con grandeza y calló muchas bocas.


   Si bien es cierto que uno lo asocia a una de las cintas más decepcionantes del maestro Scorsese -El rey de la comedia (1982), aunque tal vez no se vio en el momento más adecuado, por un lado siempre se ha pensado que habría que darle una nueva oportunidad, por otro da miedo la perspectiva de revivir determinadas sensaciones-, aunque hace tiempo que no se revisa su filmografía ni se buscan aquellos títulos que no se conocen, nunca se rendirá suficiente homenaje a quien tan buenos ratos hizo pasar.


   Ya quisieran todos aquellos que le consideran referente, maestro, espejo en que mirarse, poseer la mitad de su carisma, de su honestidad artística, de su facilidad para la pantomima, de su casi constante salto mortal sin red (y sin maquillaje ni efectos especiales), de todo aquello que le convierte en imperecedero, en diversión asegurada, en rutilante estrella, en ese alguien que cinceló su propio estilo (sin ocultar sus inspiraciones) y le dio su nombre: Jerry Lewis.

  


  



domingo, 20 de agosto de 2017

NATI MISTRAL: ¡Y QUÉ CAJETILLAS!







  Puede sorprender este homenaje en una página que se supone centrada en el mundo del cine, puesto que este medio y Nati Mistral nunca se entendieron demasiado bien (ella comentaba con su sorna habitual que le guardaba un cierto resquemor porque “no me ha querido”), a pesar de contar con un gran éxito como Currito de la Cruz (1949) muy al comienzo de su carrera, pero como se trata de glosar y aplaudir a las gentes del mundo del espectáculo,


   Puede sorprender este homenaje en una página que se supone centrada en el mundo del cine, puesto que este medio y Nati Mistral nunca se entendieron demasiado bien (ella comentaba con su sorna habitual que le guardaba un cierto resquemor porque “no me ha querido”), a pesar de contar con un gran éxito como Currito de la Cruz (1949) muy al comienzo de su carrera, pero como se trata de glosar y aplaudir a las gentes del mundo del espectáculo, pocos y pocas lo merecen como ella, animal de escenario por facultades, tronío, empaque, grandeza, por pisar las tablas con contundencia de estrella, por su saber decir, por sus manos, su voz, su sonrisa, su personalidad, por todo aquello que la hace maestra (y así la calificaba y reconocía Paco Valladares delante de Esperanza Roy al finalizar uno de sus espectáculos -aquel prodigio titulado La gracia que no quiso darme el cielo en que recitaba, cantaba, interpretaba, rendía tributo a Cervantes, llenaba la escena sin necesidad de micrófono-), única e irrepetible.


   El programa anterior es toda una joya, hay mucho que reivindicar y admirar en Cantares (dejemos a un lado lo risible o carne de parodia que era Lauren Postigo, reconozcámosle el mérito y empeño de hacer una antología del género en el momento en que aún podían hacerlo los artífices del mismo), pero, por favor, vayan derechitos al minuto 45 con 11 segundos y regálense esa Colasa de la calle del Bastero (salida de Las de Villadiego que estrenase la Gámez en 1933) que es una obra de arte cuando Nati la acomete, la recrea, la hace suya, se regodea, se mece, ofrece la mercancía, guiña el ojo, un plantón con mucha gracia le da al socio, consigue una interpretación inimitable (y mira que la cantó veces, mira que siempre se crecía, pero aquí llegó a la estratosfera). Y en ese mismo programa encontrarán, por supuesto, su alucinante (no se me ocurre adjetivo más propicio) inmersión, porque eso es lo que hace, en Profecía, el poema de Rafael de León que nadie dirá como ella porque, mira que tenía talentos, pero lo que lograba cuando recitaba supera cualquier calificativo (y el propio verbo).


   Y ahí está, como tantas veces, sintiendo a Lorca, dándole voz incluso cuando estaba prohibido, cuando se le tapaba, cuando se le quería silenciar, lo mismo hizo, por ejemplo, con Valle-Inclán cuando se colocó al frente del montaje de Divinas palabras que sirvió al maestro Tamayo para inaugurar el Teatro Bellas Artes en 1961 (y que ambos repondrían en el mismo escenario 25 años después); en lo tocante al arte, Nati no hacía distingos, no sacaba a relucir su ideología ni la de otros, eso formaba parte de la vida privada, de la que transcurría fuera de los focos, no la ocultaba ni se callaba ante nada ni nadie, pero no la utilizaba arteramente ni catequizaba cuando ejercía como artista (ni tampoco cambió de rumbo ni intentó justificarse ni mintió descaradamente como tantos después del 20 de noviembre de 1975, se ganó su sitio por méritos artísticos -por más que muchos se los negaran, precisamente porque no era de su cuerda-, no cambió la camisa vieja por una chaqueta nueva, fue honesta, coherente y consecuente con lo que hacía y decía cuando no actuaba).


   Poseedora de un sentido del humor irreductible, era la primera en burlarse de sus tonos, de su hablar entre dientes, fue su mejor imitadora y parodiadora (y fui testigo privilegiado de ello en alguna ocasión), ya ven lo que acepta hacer en el programa de Lazarov cuyo link tienen ahí arriba. Y, por encima de todo, era completa, completísima.


   No me repetiré ni le quitaré el protagonismo debido, toca hablar de ella, pero hoy más que nunca resuenan en mi corazón aquellas oportunidades en que hablé con ella, compartí muchas risas, momentos mágicos, algunos fueron recogidos por Pablo en 24 horas de un periodista desesperado, aquel cumpleaños de Ángeles Martín celebrado en los camerinos del Alcázar entre las dos funciones de un sábado cuando representaban Los padres terribles (¡Y con la Rivelles, otra que tal a la hora de hacer chiste!), ese momento de y con escalera en la trasera del escenario del Bellas Artes en los tiempos de Café cantante (casi me rompo la crisma, pero aprendí para siempre como debe encarar ese momento toda vedette que se precie).




   Y ahí van tres tazas, tres momentos en que coincidió con otras grandes, su querida Concha Velasco (y viceversa) con la que compartió escena y vida (es un divertimento simpático y da gusto verlas), la inmensa y generosa Marifé de Triana (y también lo es Nati, soplándole la letra y jaleando sus quiebros) y la mítica Sara Montiel. Y podríamos estar colgando vídeos días enteros, mejor que cada uno busque los que le apetezca, permitan que termine con una función de teatro, todo un éxito: Isabel, reina de corazones.


   Y por ahí está la grabación de su versión de El hombre de La Mancha, ojalá apareciesen testimonios de sus triunfos colosales en Buenos Aires con, por ejemplo, Hello, Dolly!, Nati Mistral es una artista que siempre va a estar en perfecto estado de revista y cada día cantará mejor. ¡Señora, a sus pies!


pocos y pocas lo merecen como ella, animal de escenario por facultades, tronío, empaque, grandeza, por pisar las tablas con contundencia de estrella, por su saber decir, por sus manos, su voz, su sonrisa, su personalidad, por todo aquello que la hace maestra (y así la calificaba y reconocía Paco Valladares delante de Esperanza Roy al finalizar uno de sus espectáculos -aquel prodigio titulado La gracia que no quiso darme el cielo en que recitaba, cantaba, interpretaba, rendía tributo a Cervantes, llenaba la escena sin necesidad de micrófono-), única e irrepetible.


   El programa anterior es toda una joya, hay mucho que reivindicar y admirar en Cantares (dejemos a un lado lo risible o carne de parodia que era Lauren Postigo, reconozcámosle el mérito y empeño de hacer una antología del género en el momento en que aún podían hacerlo los artífices del mismo), pero, por favor, vayan derechitos al minuto 45 con 11 segundos y regálense esa Colasa de la calle del Bastero (salida de Las de Villadiego que estrenase la Gámez en 1933) que es una obra de arte cuando Nati la acomete, la recrea, la hace suya, se regodea, se mece, ofrece la mercancía, guiña el ojo, un plantón con mucha gracia le da al socio, consigue una interpretación inimitable (y mira que la cantó veces, mira que siempre se crecía, pero aquí llegó a la estratosfera). Y en ese mismo programa encontrarán, por supuesto, su alucinante (no se me ocurre adjetivo más propicio) inmersión, porque eso es lo que hace, en Profecía, el poema de Rafael de León que nadie dirá como ella porque, mira que tenía talentos, pero lo que lograba cuando recitaba supera cualquier calificativo (y el propio verbo).


   Y ahí está, como tantas veces, sintiendo a Lorca, dándole voz incluso cuando estaba prohibido, cuando se le tapaba, cuando se le quería silenciar, lo mismo hizo, por ejemplo, con Valle-Inclán cuando se colocó al frente del montaje de Divinas palabras que sirvió al maestro Tamayo para inaugurar el Teatro Bellas Artes en 1961 (y que ambos repondrían en el mismo escenario 25 años después); en lo tocante al arte, Nati no hacía distingos, no sacaba a relucir su ideología ni la de otros, eso formaba parte de la vida privada, de la que transcurría fuera de los focos, no la ocultaba ni se callaba ante nada ni nadie, pero no la utilizaba arteramente ni catequizaba cuando ejercía como artista (ni tampoco cambió de rumbo ni intentó justificarse ni mintió descaradamente como tantos después del 20 de noviembre de 1975, se ganó su sitio por méritos artísticos -por más que muchos se los negaran, precisamente porque no era de su cuerda-, no cambió la camisa vieja por una chaqueta nueva, fue honesta, coherente y consecuente con lo que hacía y decía cuando no actuaba).


   Poseedora de un sentido del humor irreductible, era la primera en burlarse de sus tonos, de su hablar entre dientes, fue su mejor imitadora y parodiadora (y fui testigo privilegiado de ello en alguna ocasión), ya ven lo que acepta hacer en el programa de Lazarov cuyo link tienen ahí arriba. Y, por encima de todo, era completa, completísima.


   No me repetiré ni le quitaré el protagonismo debido, toca hablar de ella, pero hoy más que nunca resuenan en mi corazón aquellas oportunidades en que hablé con ella, compartí muchas risas, momentos mágicos, algunos fueron recogidos por Pablo en 24 horas de un periodista desesperado, aquel cumpleaños de Ángeles Martín celebrado en los camerinos del Alcázar entre las dos funciones de un sábado cuando representaban Los padres terribles (¡Y con la Rivelles, otra que tal a la hora de hacer chiste!), ese momento de y con escalera en la trasera del escenario del Bellas Artes en los tiempos de Café cantante (casi me rompo la crisma, pero aprendí para siempre como debe encarar ese momento toda vedette que se precie).




   Y ahí van tres tazas, tres momentos en que coincidió con otras grandes, su querida Concha Velasco (y viceversa) con la que compartió escena y vida (es un divertimento simpático y da gusto verlas), la inmensa y generosa Marifé de Triana (y también lo es Nati, soplándole la letra y jaleando sus quiebros) y la mítica Sara Montiel. Y podríamos estar colgando vídeos días enteros, mejor que cada uno busque los que le apetezca, permitan que termine con una función de teatro, todo un éxito: Isabel, reina de corazones.


   Y por ahí está la grabación de su versión de El hombre de La Mancha, ojalá apareciesen testimonios de sus triunfos colosales en Buenos Aires con, por ejemplo, Hello, Dolly!, Nati Mistral es una artista que siempre va a estar en perfecto estado de revista y cada día cantará mejor. ¡Señora, a sus pies!