miércoles, 27 de agosto de 2014

"OCHO APELLIDOS VASCOS": ESTO NO ES UNA CRÍTICA






DIRECCIÓN: Emilio Martínez Lázaro GUIÓN: Borja Cobeaga, Diego San José MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA: Gonzalo F. Berridi, Juan Molina MONTAJE: Ángel Hernández Zoido REPARTO: Clara Lago, Dani Rovira, Carmen Machi, Karra Elejalde, Aitor Mazo

   Ante todo, pido perdón al maestro Haro Tecglen por robarle el título para aquella crónica que se vio obligado a escribir después del bochornoso espectáculo dado por Alejandro Colubi, el empresario teatral, quien le arrebató la entrada con la que se disponía a asistir al estreno de Los bellos durmientes (ese magnífico texto de Antonio Gala –ironía en modo on- con el que poco pudo hacer Miguel Narros a pesar de contar con María Luisa Merlo, Eusebio Poncela y Amparo Larrañaga –de lo de Carlos Lozano mejor no opinar, ¿para qué?-), rompiéndola con furia delante del resto de invitados (conviene recordarlo: como no pudo evitar que El País siguiese confiándole la crítica teatral, optó por lanzarse al ataque y emplear el método más expeditivo que se le ocurrió para que no pudiese acceder a la sala), echándole con cajas destempladas porque estaba más que harto de sus análisis personales, de su vitriolo, de su sorna, de que fuese una de las pocas voces libres que llamaban a las cosas por su nombre (por el que pensaba que se merecían: lo argumentaba, lo justificaba) sin tener en cuenta quién o quiénes firmaban el espectáculo, sin atender a conveniencias empresariales, a intereses publicitarios, en definitiva, a todo ese mercadeo, trapicheo, amiguismo que reina ahora (en realidad, desde hace mucho pero muy agudizado en los últimos, procelosos, terribles, malos tiempos que nos azotan) en las páginas destinadas a la cultura y los espectáculos (así, por ejemplo, hoy mismo me topo con el cartel español de la última y esperada película de Clint Eastwood, Jersey Boys, en la que aparece una frase de esas que se saben pedidas de antemano, no seleccionadas entre las reseñas que se publiquen cuando haya tenido lugar el estreno, no escogidas entre las opiniones –se suponen sinceras, esa es otra, que hay mucho que es paniaguado en todo momento, que sabe moverse en todas las aguas, tal vez considerado líder de opinión o cuando menos referente, voz autorizada, y lo que hace es servir como altavoz, rendir pleitesía, redactar publicidad cuando no directamente propaganda-, entre las frases vertidas tras una proyección para la prensa, no, la opinión de alguien que se sabe trabaja codo con codo con la productora/distribuidora, que jamás ha hecho una crítica negativa de cualquier título hollywoodiense (excepto El código Da Vinci, claro, que no digo que mereciese ningún elogio, pero en este caso era claro que podía haber sido ovacionada por el resto de la profesión y/o el público lo que no le hubiese perturbado lo más mínimo –dirigía un programa para Intereconomía, ¿qué esperabais? Y hablo de ello porque yo estaba allí intentando ganar unos euros, intentando hacer periodismo, por fortuna compartía micrófonos con Beatriz Pécker, quien jamás me dictó qué debía decir y en qué tono-), un personajillo que denota en sus palabras su poco conocimiento y, sobre todo, su catadura moral (qué alaba y qué silencia, su tibieza, su nula implicación en asuntos sociales –“lo mejor que nos puede pasar es no mencionarlo” era su máxima a la hora de sentar las directrices de cada programa, llegando a negar la realidad, lo sucedido, viviendo en su burbuja-) y, para colmo, emplea sentencias que sólo revelan la nada absoluta, mareando la perdiz para no comprometerse, no ahondar, no despeñarse, no terminar reconociendo lo evidente (su argumento –si se le puede llamar así- favorito es “toda película tiene su público” –sí, ya, a veces tres despistados, ¿y eso qué tiene que ver?, ¿eso qué dice? ¿esos números dictan tu opinión?-); así, como ejemplo más inmediato, lo que dice sobre Jersey Boys, se supone que para animar a todos a ir al cine, es algo tan inane como “Clint Eastwood cuenta esta apasionante historia como sólo él sabe hacerlo”… Y, ¿cómo sabe hacerlo? Es su primer musical, por lo tanto no tenemos referentes; sí, ya vemos que la historia te parece apasionante pero eso es sobre el papel, lo visto en Broadway o el West End, pero… ¿qué esperamos? (bueno, de ti sólo esas memeces, las cosas como son, sigues a tu nivel, querido –y ya ves que soy generoso, no digo tu nombre y así el que tenga curiosidad tendrá que buscar el cartel, o sea que en realidad te hago promoción, a ver si me lo agradeces o, mejor dicho, no, olvídame y no me mandes más mensajitos diciendo que piensas en mí en tu retiro al otro lado del Atlántico… ¡Qué bueno que estás lejos!-).
   Y no es extraño que aparezca en dicho cartel representando a un medio del Grupo Prisa (mira, qué avanzado, qué progresista el misógino, casposo, rancio, amigo de Julio Ariza, Antonio Jiménez y demás núcleo duro de la derecha más radical y energúmena), sabiendo poner alfombras rojas y dorando píldoras más allá de lo tolerable, mintiendo con descaro, sonrojando incluso a los se sienten cercanos políticamente, porque no quiero escribir una crítica en parte debido a lo que sucedió cuando se estrenó Ocho apellidos vascos, recibida con una algarabía inesperada, con ovaciones inacabables, con plácemes de propios y extraños (sobre todo, de estos últimos, gentecilla como Alfonso Ussía que alardean de no ver cine español pero lo ponen a caer de un guindo y, de repente, se topan con la mejor comedia en siglos –con ese desconocimiento palmario y reconocido, ¿cómo sabe que lo es? ¿Con qué la compara?-, se mueren de la risa, explotan, jalean, se sienten gamberros y políticamente incorrectos porque se atreve con tópicos, maniqueísmos, zafiedades, inclemencias varias –o eso cuentan, pero luego volveremos por aquí-); cuando empezaba a encaramarse a lo más alto de la taquilla de una manera que nadie esperaba ni el mejor de los sueños, cuando el público empezó a abarrotar las salas, cuando la crítica señalaba hallazgos más vistos que el tebeo, ingeniosidades negadas a títulos patrios con clamorosas recaudaciones, maravillas que ya estaban en películas de Martínez Soria, Landa, Mariano Ozores, Esteso y Pajares y demás cine denostado, insultado, vejado, ninguneado (no vamos a decir que son obras maestras, pero ahí está lo logrado, el carácter de documento que han adquirido, el reflejo de una época que querámoslo o no ahí estuvo y no se puede borrar –si ponemos en valor lo de “es la película más taquillera del cine español en no sé cuánto”, al margen de recordar que el mejor baremo sería el número de entradas vendidas porque no es lo mismo que cuesten 100 pesetas o 9 euros, lo tenemos en cuenta para todas, ¿no?, y nadie puede entonces quitar el cetro que tuvieron a No desearás al vecino del quinto, Pero, ¿en qué país vivimos? o Los bingueros-), resulta que un crítico honesto, Jordi Costa, publica su crítica en El País y no es tan complaciente, sin hacer sangre ni ensañarse, señala sus parecidos con esos y otros precedentes, su inscripción en cierta tradición, su parecido con un texto de Vizcaíno Casas, es decir, le reconoce el mérito de hacer reír, saber qué teclas pulsar (lo dice Jordi, ¿eh?, yo no), pero no se rinde categóricamente, no deja de ser una comedia y parece que eso no gusta en la cúpula de Mediaset, ahora de repente quieren recibir el beneplácito de la crítica, no les vale con los índices de audiencia, no se contentan con haber dado en la diana, diríase que menosprecian al público, y se produce una llamada a despachos similares desde los que ordena amordazar a Jordi Costa, dejarle a los pies de los caballos, publicando un texto lleno y pleno de encomio sobre la susodicha película firmado por otro de esos que ejercen la profesión (o en lo que la convierten) teniendo en cuenta a quién deben agradar, con quién hay que contemporizar, buscando amiguetes, medrando sin rubor.
   Pues el caso es que Ocho apellidos vascos no levanta ni media sonrisa a un servidor tiene porque recurre a chistes, guasas, obviedades que ya eran antiguas cuando era pequeño (y voy para los 45, o sea, no nací ayer), que se supone provoca carcajadas tocando temas serios cuando lo que hace es herir susceptibilidades al mostrar una cara divertida de lo que maldita la gracia que tiene, al tomarse a broma una realidad violenta, de constante amenaza, de miedo sordo y latente (por desgracia, experimentada en primera persona en varias ocasiones), que estira la situación con escaso tino, que ni siquiera es capaz de reproducir lo que, a pesar de su humor de brocha gorda, todavía hoy en día tiene cierta chispa, sustentada sobre todo en unos actores sin sentido del ridículo, personajes entrañables y simpaticotes, risibles en sus modos, aires de una España que, por lo que se ve (aunque muchos lo nieguen y otros lo ignoren, aunque los haya que crean que se la han inventado para este filme), todavía está muy viva y activa (piénsese que lo de Torrente se ha convertido en saga y que sigue convocando a un público más que numeroso –y, por cierto, sin ser en absoluto fan de Santiago Segura, más bien todo lo contrario, a éste se las dan todas en el mismo carrillo pero nos derretimos con esta bobada indigna del que fuese estupendo director Emilio Martínez Lázaro, aunque pueda destacarse su contención y sencillez a la hora de componer los planos-), nivel interpretativo que no encontramos aquí con una Clara Lago que repite el tono/personaje en que parece haber quedado atrapada, una Carmen Machi que recurre a sus sonrisitas y gestitos (por fortuna, menos desmesurada de lo habitual), un Karra Elejalde que da el tono (cualquier cosa es mejor que ese Cristóbal Colón gallego que se marcó en También la lluvia, Goya incluido -¡Ay, bendito!-) y un Dani Rovira que demuestra que sabe hacer muy bien de sí mismo, de ese andaluz que exagera el acento porque se piensa gracioso (y eso, la gracia, es una cosa bien distinta y muy seria, hay que tenerla, moldearla, llevarla, no la da un “mi arma”, un “ozú” o un “olé” –véase a los patéticos Los del Río al final, si es que se llega, para comprenderlo, y eso que al menos cantan su mejor canción, que luciría más en cualquier garganta y sin su ampulosidad, su convencimiento de que son los mejores, ese pedestal sobre el que parecen estar en todo momento-), de ese insólito sex symbol en que lo han convertido, con esa permanente carita de no haber roto un plato y pedir asilo, ese actor que no es tal, ni siquiera monologuista porque a las cosas hay que llamarlas por su nombre y lo que él y tantos como él hacen tiene otro nombre, otro pasado, unos referentes a los que jamás alcanzarán. En fin, hasta aquí por hoy porque, para no querer hacer una crítica, me he despachado a gusto.

P.D.: Y alguien pensará que menuda foto he escogido para ilustrar el texto; como digo, esto no es una crítica: aunque siempre escribo con talante periodístico, puesto que mi blog es algo personal, particular, nacido precisamente cuando algunos decidieron dejarme fuera de los medios, hoy me he olvidado de mi profesión y, así, he podido ser libre para decir lo que de verdad pienso sobre algunas cosas (en otra circunstancia tendría que hacer prevalecer la ética y deontología debidas, al público no puedes vomitarle sin ton ni son todas tus rabias -o tal vez debiéramos empezar a hacerlo, en el sentido de no maquillar, no ocultar connivencias, ser más honestos y directos-) y, por eso mismo, publico las fotografías de quien me apetece y a los que no quiero ni ver los sepulto con esta indiferencia visual (Clara Lago es el mal menor).

miércoles, 13 de agosto de 2014

LAUREN BACALL: APLAUSO INACABABLE (O SEA, OVACIÓN)



   




 Miren por donde, hoy no me apetece escribir un artículo ortodoxo porque para explicar mi fascinación por Lauren Bacall, el modo en que me enamoré de ella para siempre, cómo la adoraba en la pantalla, la veneraba como estrella, la admiraba como persona, jamás me decepcionó, su mito no se resquebrajó ni un ápice (ni lo hará jamás, todo lo contrario: la cota sigue subiendo), cómo alimento su culto día a día, por qué, aunque puede que tenga actrices más favoritas (en el mero sentido de decir la actriz que más te gusta, sin otros condicionantes), ídolos pegados a mi corazón, respetos muy profundos, cuando he tenido que reducir mi mitomanía a un solo nombre he tendido a elegirla, en realidad no me ha dado tiempo ni a razonarlo, ha salido de sopetón, como el único posible, como referente, para revisar mis vínculos con esta diosa debo hablar de emociones, sensaciones, recuerdos, mi propia historia con y alrededor de su mito. Supe de ella, como tantas veces, antes de descubrirla/disfrutarla porque la tía Carmen la describía con palabras llenas de encomio, de embeleso, de deslumbramiento por una mujer de la que destacaba su belleza, su clase, su elegancia –“menudo porte”-, su estilo, su manera de someter al macho –no me lo contaba así, claro, pero era lo que la regocijaba: “El Bogart es un corderito cuando ella aparece”-, movía la cabeza para describirme su melena, glosaba su forma de coger el cigarro (ella, que nunca ha fumado y que no le hacía gracia que, aunque poco y lo fue abandonando cada vez más, el tío Miguel lo hiciese), daba mil y un detalles sobre esta señora hasta que, por fin, se materializó delante de mis ojos (sé que había visto antes alguna película en la que participaba, pero lo que ahora cuento fue el impagable momento en que entró en mi vida para quedarse) gracias a aquel vibrante ciclo de cine negro americano (así se denominó) con que TVE decidió hacernos más placenteras las noches de los miércoles en el último trimestre de 1983 (y ante el éxito y repercusión del mismo decidió prorrogarlo tres meses más); era esa añorada época en que la emisión de una película clásica era todo un acontecimiento (y eso que abundaban en la programación), en que hablábamos de ella en el colegio antes de su emisión y después, en que la familia se sentaba alrededor de la televisión para vivir el momento y evadirse (y, encima, aprendiendo, adquiriendo conocimientos, desarrollando pasiones) y, claro, tras títulos como Hampa dorada (1930), El halcón maltés (1941), El cartero siempre llama dos veces (1946) o A quemarropa (1967), llegó el momento en que la Bacall enamoró a Bogart, a toda una generación y a las que siguieron (y seguirán): Tener y no tener (1945) fue la bendita ocasión en que dos fuerzas de la naturaleza chocaron y provocaron un movimiento sísmico imparable, reinventaron lo que significa la palabra “química”, reventaron los límites de la pantalla y nos hicieron cómplices y cautivos de su irresistible carisma.
   El maestro Hitchcock contó en cierta ocasión que si pones a un actor atado a las vías del tren y un convoy se va acercando el público se removerá en sus butacas, pero si al que colocas en tan angustiosa situación es a Cary Grant entonces habrá gritos, la gente se levantará, querrá atravesar la pantalla para salvarle; del mismo modo, cuando Lauren Bacall pide una cerilla provoca que todo el mundo se lleve la mano al bolsillo para buscar fuego y encenderle el cigarrillo, porque sin ningún tipo de afectación, como algo natural e innato, la actriz destila embrujo, glamour, encanto, seducción, es irresistible con su media sonrisa, su mirada burlona, su voz profunda, su manera de paladear/escupir las palabras, sus movimientos felinos, su contundente feminidad, su aire indolente, su medida altivez, su rotunda verdad, y es que, en contra de otras estrellas del momento, anteriores y posteriores, Lauren Bacall resulta próxima, con los pies en la tierra, envuelta en un halo de misterio, distanciamiento, evanescencia, y sin embargo tremendamente real, posible, cercana, carnal, honesta porque no esconde su ambigüedad, su retranca, su doblez, su soberbia, antes bien, las exhibe y transforma en virtudes, haciendo desde el principio una mezcla perfecta entre la deidad de la pantalla y la persona que irá dándose a conocer con sus declaraciones, comportamientos, tomas de partido, actitudes y manera de no ceder. Ella, la jovencita, la recién llegada, la inexperta, llegaba con todas las de la ley, con las armas bien cargadas, con un temple que más de una le envidió porque, aunque se le hizo la vida imposible, se la arrinconó porque para muchos sólo era “la mujer de Bogart”, para otros una actriz incómoda porque exigía mejores guiones, para algunos una china en el zapato porque pretendía tener voz y voto dentro del rígido sistema de estudios imperante, para Jack Warner una descarada a la que hizo pagar por su contrato para quitársela de encima, nunca se doblegó ni se arrepintió de nada y consiguió una imagen impecable dentro y fuera de los focos.
   Cuando revisó y amplió sus memorias en 2007, llamadas Por mí misma y un par de cosas más (esas eran el añadido: Por mí misma se había publicado 25 años antes), Pablo me las regaló puesto que comparte mi delirio por ella y en esas deliciosas páginas me reencontré y conocí mejor a una personalidad fiel a sí misma y a la legión de admiradores que hoy no tiene lágrimas suficientes para llorarla, a alguien que fue muy responsable con el icono que, sin pretenderlo, había creado, a una señora en toda la extensión de la palabra, que supo esquivar el patetismo, el posible ridículo, regalando fascinación espontáneamente, porque le brotaba, porque estaba en su naturaleza, porque no podía ser de otro modo; nunca olvidaré cuando vi en el cine (con los tíos, no podía ser de otro modo en ese momento) El amor tiene dos caras (1996), su única candidatura al Oscar (premio que le negaron con saña y regodeo, incluso en ese momento en que, aunque no fuese su mejor interpretación, parecía la única ganadora posible e incluso así lo dijo Juliette Binoche, en gesto que la honra, al recoger ella el galardón -por menos se lo han dado a otros-): fuimos porque nos chiflaba la Streisand a los tres y por veneración a la Bacall y, aunque la película fuese de ese modo (dejémoslo ahí), la primera aparición de la por siempre viuda de Bogart (impresionante cómo sus ojos se cubrían por un velo cuando le citaba tantos años después –búsquese la impagable conversación que mantuvo con Terenci Moix en Más estrellas que en el cielo-) fue recibida por un profundo “oooooh” de todo el patio de butacas, hechizados una vez más por su presencia. Junto a Pablo he vuelto a gozar con su ironía, sofisticación, los toques de alta comedia que imprimió a su rol en Asesinato en el Oriente Express (1974), la magnífica adaptación del universo de Agatha Christie que Sidney Lumet condujo con pulso certero, papel por el que hubiese merecido cuando menos candidatura a los Oscar (e incluso triunfo, con permiso de Valentina Cortese, a la que todo el mundo daba por ganadora, incluida Ingrid Bergman quien, por la misma película que la Bacall y por apenas cinco minutos en pantalla, fue la designada como mejor actriz secundaria del año –entre esto y el hecho de que unos años antes fuese la elegida por interpretar en la pantalla el que fuese fastuoso éxito de Lauren Bacall sobre las tablas, Flor de cactus, no resulta extraño que cuando la visitó en su camerino cuando triunfaba con el musical La mujer del año, el que fuese su segundo Tony tras Aplauso, la actriz sueca dijese que la anunciaran como “la mujer que más odia en el mundo”-) y también nos hemos deleitado con Mi desconfiada esposa (1957), tal vez uno de sus trabajos más acabados y perfectos, aunque resulta difícil quedarse con uno solo si evocamos El sueño eterno (1946), Cayo Largo (1948), Escrito sobre el viento (1956) o sus dos “experiencias Von Trier”, como ella las llamaba, en Dogville (2003) y Maderley (2005), otro reflejo de su inquietud, de su afán de superación, de sus ganas por seguir explorando, de su constante renovación.
   Pero no puedo terminar sin hablar de su faceta como actriz de musical (refrendada por dos premios Tony, como se dijo antes), de la que gozo muy a menudo gracias a Pablo, quien consiguió grabaciones de Aplauso y La mujer del año que son parte fundamental de nuestra banda sonora diaria con ese himno que es Welcome to the Theatre (¡Menos mal que la maravillosa Ethel Merman le dijo que no se golpease el pecho o, al menos, evitase hacerlo justo en el lugar donde llevaba el micrófono!), esa refrescante presentación que es But Alive  o ese prodigio de comicidad, parodia y buen hacer que es Who´s That Girl?, con un “boogie boogie baby”, un “hey, bebaborubap” y un “java java” final que estremecen por osados, magníficos y absolutamente geniales; esto en cuanto a Aplauso (versión musical de Eva al desnudo, no conviene perderse lo que Bacall cuenta sobre la visita que Bette Davis, la Margo Chaning original, le hizo a su camerino tras una representación), porque La mujer del año nos la trae con el tema que abre función y que toma el título de la misma o ese desopilante One of the Boys; por cierto, esta obra (adaptación, por cierto, del filme que reunió a otra pareja de ensueño, Katharine Hepburn y Spencer Tracy, grandes amigos de Bacall) me pone en bandeja una anécdota para dejar claro el modo en que se la adora y defiende y la manera en que muchos que sólo saben mirar el envoltorio pueden resultar atrevidos y demostrar su ignorancia (otra cosa es el gusto de cada uno, por supuesto, pero lo que sigue, como tantas bravatas y desprecios sufridos durante su carrera, no habla de preferencias): cuando se anunció que Norma Duval iba a protagonizar la versión española de La mujer del año, el buen amigo, entonces compañero de programa radiofónico, y estupendo cantante lírico Emilio García Carretero comentaba la noticia con otros miembros del coro del Teatro de la Zarzuela del que formaba parte, dudando de las facultades de la vedette, cuando alguien espetó “no sé qué exigís, porque en Broadway lo hizo Lauren Bacall y tampoco canta bien”, a lo que Emilio le respondió “ya lo sabemos, pero es Lauren Bacall. ¿Encima vamos a pedirle que cante como la Tebaldi?”. ¡Bravo, Emilio, nos vengaste a todos! Cuando todos esos que ningunearon sean menos que nada (aún a Warner le debemos grandes hazañas y su apellido está en la entrada de unos estudios que siguen en activo), el nombre de Lauren Bacall seguirá brillando y su mito seguirá vivo. ¡Betty, hasta siempre!  

martes, 12 de agosto de 2014

ROBIN WILLIAMS: ¡OH, CAPITÁN, MI CAPITÁN!



  



 Desde el momento en que empezó a hablarse de la supuestamente legendaria interpretación del Joker llevada a cabo por Heath Ledger en El caballero oscuro (2008), es decir, desde el rodaje (estaba bendecido de antemano y las declaraciones de componentes del equipo artístico y técnico así lo avalaban), poco podía decirse en su contra, te miraban mal, incluso aunque tan sólo recordases que habría que esperar al estreno para expresar una verdadera opinión (es que los hay que piensan la crítica días, meses, años antes y no cambian ni una palabra); el caso es que después nos sorprendió la terrible noticia de su temprana muerte y la glorificación rebasó cualquier paroxismo imaginable, llegando a escucharse exageraciones de un calibre descomunal incluso entre aquellos (ahí está la hemeroteca) que le habían negado el pan y la sal hasta ese momento, especialmente entre los que habían aupado la sobrevalorada Brokeback Mountain (2005) a los altares del romanticismo (sin captar ni un ápice de la dureza, de la denuncia, del patetismo que destila el magnífico relato de Annie Prouxl que le sirvió de base –y mira que Ang Lee hizo todo lo que pudo por ensombrecer el desastroso guión-) y su esforzada y estática interpretación en el epítome del amante atormentado (en realidad, un cobarde, un mezquino, alguien que, por puro miedo, se comporta perversamente consigo mismo y con los que le rodean –si exceptuamos su breve pero decisiva intervención en Monster´s Ball (2001), podría decirse que, con arritmias y notándosele el truco en algunos momentos, ésta fue su mejor actuación, aunque lo batiesen una doliente y conmovedora Michelle Williams y un esplendoroso Jake Gyllenhaal-). Lo peor llegó con los premios de crítica del año en los que arrasó póstumamente, haciendo lo propio en Baftas, Globos de Oro y cuanto se le puso por delante (Oscar incluido, por supuesto –estaba decidido desde hacía tiempo, cuanto más como homenaje y rendición absoluta a su talento, puestos en pie y dejándose las manos en el aplauso aquellos que hasta el momento jamás le habían considerado digno de tal distinción (imagino que allí donde estén reunidos le hicieron fiesta Cary Grant, Deborah Kerr, Judy Garland, Montgomery Clift, tantos que jamás ganaron una estatuilla dorada en competición)-) porque, si osabas hacer un análisis de lo que no te gustaba en su interpretación (exageración, rimbombancia, desmesura –todo exacerbado, además, por la supuesta grandeza, más bien grandilocuencia, que siempre acompaña a Christopher Nolan-), si destacabas los méritos de sus oponentes en los diferentes galardones, en definitiva, si exhibías tu propio criterio en medio del consenso establecido, siempre había quien te miraba con los ojos casi fuera de las órbitas y te decía algo así como “¡pero ten corazón! ¡Que está muerto!”; vamos a ver: ni bailaba sobre su tumba ni me alegraba por su muerte (fue un mazazo, no podía sentirse de otra manera) ni nada de nada, tan sólo afirmaba que no me gustaba demasiado antes ni lo iba a hacer ahora por el modo desgraciado en que salió de escena excesivamente pronto (por esa regla de tres, no sé por qué muchos de los que me censuraban esta actitud, despotrican sobre James Dean, por poner un ejemplo claramente similar, con lo joven que murió). Dicho lo cual, si alguien piensa que esta larguísima introducción significa que voy a hablar mal de Robin Williams, está muy equivocado: sencillamente, voy a ser fiel a lo que he pensado durante mucho tiempo porque mi manera de juzgarle es exactamente la misma que la que mantenía hasta ayer.
   Vaya por delante que me quedé sin palabras ante la sorprendente, inesperada, puñetera noticia de su muerte, puesto que es uno de esos nombres que lleva muchos años, se quiera o no, formando parte de un imaginario en constante expansión, el mío propio, y, además, porque su edad no hacía pensar en un final tan precipitado y abrupto, todo lo contrario (dejemos para los buitres las especulaciones, los lamentos a deshora, los discursitos llenos de moralina, lo único que a uno volvió a rasgarle por dentro fue esa realidad trágica del que reparte risas, algarabía, felicidad, pero no saber guardarse una ración abundante); e, inmediatamente salido del shock, como no podía ser de otra forma, fueron apareciendo en mi ánimo, en mi memoria, como si las tuviese delante de los ojos, muchas secuencias que no olvidaré, momentos que, por una razón u otra, se me han quedado dentro y están vinculados al rostro de este actor de mil registros, mil voces, mil muecas, estruendoso, explosivo, nervioso, desopilante, en ocasiones estridente, imparable, recargado, ampuloso, por momentos (muchos) genial, por otros (demasiados) irritante y reiterativo. Pero jamás olvidaré lo que supuso El club de los poetas muertos (1989) en mi evolución personal, en mi manera de seguir entendiendo el mundo, en el modo en que, aún más, me volqué en la literatura, en la poesía, en la palabra, como tabla de salvación, como permanente enriquecimiento, como necesidad perentoria, como oxígeno imprescindible, como manera de comprender aún más lo que esos pocos a los que puedo llamar maestros hicieron por mí y como referente para saber identificar y valorar a los que vendrían (sin ir más lejos, ese año sufríamos la dictadura de una señora que no sabía transmitir el amor por los libros, todo lo contrario, que imponía su criterio o el de aquellos estudiosos que le parecían adecuados, que no consentía que te desviases ni un ápice de lo que ella decía en clase, que nos hizo sangrar para imponer la letra, dictando la única interpretación válida, que espantó lectores, que decidió hacer un examen sobre cerca de veinte títulos y lo avisó como mucho un mes antes, una inepta llamada Milagros Arizmendi que, de no tener callo como lector, hubiese podido hacerme odiar a Torrente Ballester, Rosa Chacel, Eduardo Mendoza, Ignacio Aldecoa y otros tantos): su interpretación del profesor Keating es prodigiosa, es de esas que crece con el paso del tiempo y que aún valoras más con las revisiones porque destila humanidad y humanismo, porque dosifica sus recursos admirablemente, porque parece fácil, porque diríase que los actores que van vida a sus alumnos están mucho mejor (es lógico pensarlo a esa edad y lo cierto es que tanto Robert Sean Leonard como Ethan Hawke alcanzaron cimas, despertaron expectativas que quedaron en agua de borrajas), porque sabe crear un aura que se va apoderando de la pantalla y de los que la miran, porque pocas veces su mirada ha sido más honda, más honesta, más inspiradora, porque nos metió en las venas a Walt Whitman, porque es inevitable experimentar un cosquilleo cuando nos impele a vivir, porque el momento pasa, no deja de hacerlo, y hay que aprovecharlo antes  alma, porque no hay que desperdiciar ni un minuto, porque no sabemos cuándo parará la implacable cuenta atrás.
   Frente a esta imagen icónica, podría pensarse que todo lo demás palidece, pero el caso es que, al margen de esos filmes en que nadie le sujetaba, en que se repetía de manera lamentable, en que perdía el enorme olfato de comediante demostrado tantas veces, en que era un triste remedo de sí mismo, Robin Williams fue dejando aquí y allá momentos irrepetibles e inolvidables y, por supuesto, son con los que me quedo; no puedo compartir el que parece es general entusiasmo (ahora, no puede decirse lo mismo del momento en que se estrenó) por su participación en Hook (1991) porque, aunque pasé algunos buenos ratos (con Dustin Hoffman y Bob Hoskins), es uno de los filmes más irregulares y decepcionantes del maestro Spielberg, especialmente en lo que hace referencia a su elección como un Peter Pan adulto, inadecuado y sin fuelle, tontorrón y simple ni, aunque es lo más sobrio y contenido de la un tanto disparatada El indomable Will Hunting (1997), esa película escrita con plantilla, el supuesto descubrimiento de unos guionistas (¡Galardonados con el Oscar!) que con el tiempo se han convertido en el meritorio y a ratos estupendo actor Matt Damon y el estupendo director Ben Affleck, la demostración más palpable de que Gus Van Sant no es más que un imitador, encontré acertado su premio de la Academia como mejor actor secundario, totalmente obvio, diseñado para ello, sin gracia ni garra por mucho que él demostrase oficio, porque Greg Kinnear hubiese debido redondear el tributo al insuperable trío que alienta la no menos maravillosa Mejor imposible (1997). El destrozo cometido con La jaula de las locas y que se llamó en España Una jaula de grillos (1996) es imperdonable (y no se salva ninguno de los involucrados –aunque después de sufrir lo que hizo Joaquín Kremel con el rol adjudicado a Williams cuando el musical se representó en Madrid, fui algo más benévolo-), al igual que la melaza y blandenguería con la que inundaron la pantalla para pervertir hasta límites denunciables el relato de Isaac Asimov que dio pie a El hombre bicentenario (1999) –no otra cosa es posible con Chris Columbus a los mandos, pero sí esperaba mayor tino en Robin Williams-. Y aunque fui con muchas ganas, nunca he gustado demasiado de El rey pescador (1991), historia terriblemente alargada por Terry Gilliam, quien consintió al actor todo su repertorio de muecas, guiños, efectismos (especialmente cuando comparte secuencia con Amanda Plummer), lo que no impidió que Jeff Bridges y Mercedes Ruehl dejasen clara su categoría, por mucho que la mayoría de los parabienes fuesen para Williams (pero el Oscar fue a manos de la gran actriz, quien por desgracia apenas ha tenido continuidad en la gran pantalla). Y de lo de Señora Doubtfire (1994) prefiero acordarme poco, habiendo disfrutado con Mi querida señorita (1972), Con faldas y a lo loco (1959) o ¿Víctor o Victoria? (1982).
   Pero como, por fortuna, hay mucho bueno a lo que regresar, no puedo olvidar las lágrimas de emoción al verle dar vida a Adrian Cronauer en Good morning, Vietnam (1987): por esos azares del destino, la vi tiempo después de su estreno, cuando ya había probado las mieles de la radio, cuando era una de mis pasiones, cuando sabía lo que se sentía al sentarse frente al micrófono y ver cómo se encendía la luz roja, y la viví con gran intensidad, regocijándome, asintiendo, agradeciendo ese despliegue vocal, esa personalidad arrolladora. ¿Y qué decir de su encarnación del genio de Aladdin (1992)? Uno de sus trabajos más completos, más totales, inventando el personaje más allá del dibujo, pleno de facultades, divirtiendo, encandilando, ayudando a soñar –nunca olvidaré que al salir del cine empecé a decir como un bobo “¡Quiero un genio como regalo de Reyes!” a todos los que venían conmigo y a cualquiera que quisiese aceptar mi petición-. También me cautivó en Despertares (1990), en la que demostró una contención muy emocionante, alejado de la afectación de su compañero de reparto (un Robert De Niro ofreciendo lo peor de sí mismo, dejándose llevar por las posibilidades histriónicas de su rol), interpretación por la que hubiese merecido, cuando menos, una candidatura al Oscar, pero ya se sabe que estos personajes poco agradecidos, como en segunda fila, no son valorados por los miembros de la Academia que votan en esta categoría (es decir, los actores); fue un fantástico hombre desenfocado en Desmontando a Harry (1996) y dejaba literalmente sin aliento en la estremecedora Retratos de una obsesión (2002), prueba palpable de una versatilidad que no siempre fue bien entendida ni aprovechada por cineastas e, incluso, por él mismo. Pero, por encima de todo, queda su intensidad, su vibrante energía, su capacidad para hacernos reír, su indudable bonhomía, su modo de introducirse en nuestras vidas para quedarse y rasgarnos en lo más profundo al constatar que “mi capitán está sobre la cubierta, /caído muerto y frío” (pero el de la pantalla está más vivo que nunca).     

martes, 5 de agosto de 2014

MARILYN MONROE: NADIE PODRÁ MATARLA


 


      Gracias a que Pablo y yo hemos querido homenajear a Marilyn Monroe el día de su muerte (puede leerse el artículo en http://www.digital-magazine.org/fuego-y-escarcha-resplandenciente/), caigo en la cuenta de que no he dedicado espacio en este blog a uno de mis ídolos casi fundacionales, la primera estrella a la que me rendí casi antes de saber quién era gracias a un ciclo en el entonces llamado UHF, la segunda cadena, casi toda su filmografía anunciada a bombo y platillo, un menú que se iniciaba con Eva al desnudo (1950) y terminaba con Vidas rebeldes (1961), una mezcla fascinante para el incipiente cinéfilo, acceso directo a la cultura (¡Ay, cómo hemos cambiado!) sólo con encender el televisor; y puesto que Pablo me ha hecho rescatar de un cajón un trabajo que escribí en la Facultad (para una asignatura, Teoría de la Información, que no me digan ustedes sobre qué versaba, pero tuve la fortuna de caer en las lecciones que impartía Javier Davara –el que llegó a ser Decano, no confundir con su hijo, bastante peor docente que el padre-, quien se preocupaba muy poco de un programa abstruso y optaba por estimular nuestras inquietudes, motivarnos para que investigásemos, leyésemos, nos preguntásemos, despejarnos el horizonte, ponernos en movimiento), trabajo al que titulé La vigencia de tres mitos: Monroe, Bogart y Brando y para el que utilicé una profusa bibliografía, trabajo que consideré corto (había otras materias que estudiar y a las que atender, el propio Davara nos dijo que no excediese las 40-50 páginas, notas y referencias documentales incluidas -37 tan sólo utilicé yo-), pero que el profesor, uno de esos que puedo llamar maestro con todas las letras, me indicó que ya lo ampliaría y haría más extenso, “tienes mucho tiempo”, ya que lo he releído y puesto al día en mi ánimo, nada mejor que sacarlo a la luz. No he seguido al pie de la letra el consejo/pronóstico de mi profesor, pero el desempeño de mi oficio, sobre todo desde el bendito momento en que coincidí con Pablo y éste me hizo recuperar mi vena literaria, ha propiciado que, de una manera u otra, de muchas, haya seguido escribiendo capítulos sobre una de mis pasiones, el cine, bien negro sobre blanco, bien a través de las ondas o del medio en que descubrí a Marilyn y otras miles de razones por las que amar el cine, latiendo a su ritmo, rompiendo la pantalla para habitar en un mundo de celuloide; y vuelvo a mí mismo, sin corregir, sin adulterar, tal y como era, sentía, pensaba, admiraba en mayo de 1992 (me asombra lo claras que tenía algunas cosas, me da un poco de vergüenza mi estilo ramplón a ratos, no tan elaborado ni matizado como el de ahora, menos personal y trabajado, pero con destellos del que ahora soy –eso sí, ni en el mejor de los sueños podía imaginar que encontraría el cómplice perfecto, el apoyo necesario, el compañero perfecto para desarrollarme como autor, como investigador, como lector, como persona-), reproduciendo parte del capítulo que dediqué a Marilyn (titulado como el presente texto) en ese somero estudio (que me valió una Matrícula de Honor, todo hay que decirlo, ¿Por qué pecar de falsa modestia?) sobre el modo en que los mitos perviven y se van transmitiendo de generación en generación.

   “Tenía una luminosidad especial, una mezcla de melancolía, resplandor y anhelo, que la apartaba de los demás, y que sin embargo hacía que todos desearan ser parte de ella” (Lee Strasberg)

   Es muy posible que nadie sea capaz de explicar las causas de que esta señorita, nacida Norma Jeane, se haya convertido en el mito por excelencia del siglo XX. Es fácil encontrar camisetas, carpetas, habitaciones de jóvenes decoradas con su efigie; es punto de referencia cuando se habla de una década también mítica (los sesenta); sus películas se reponen en televisión y alcanzan audiencias muy altas. ¿Cuál fue su secreto?, ¿por qué los que no la conocimos nos sentimos tan cautivados por ella?, ¿por qué los que fueron sus contemporáneos no la olvidan?, ¿por qué aparecen cada poco tiempo imitadoras de su inimitable estilo?

   Si los mitos tienen algo de sagrado y, por lo tanto, de misterio, de oscuridad, aquí estamos ante uno de los más grandes: casi todo en Marilyn Monroe son suposiciones, desde el nombre de su padre hasta las causas de su muerte. Pero de lo que no cabe duda es que, precisamente esa falta de certeza, ha contribuido muchísimo a que esta actriz sea hoy lo que es. Intentemos conocerla un poco más.

   “Hoy, Marilyn es un mito. Más que una estrella es ídolo, símbolo y objeto de consumo. Su culto, porque existe un culto en derredor suyo, crece cada día. Su moda se mantiene, su secreto no hace más que crecer. Misteriosa, bella, inaccesible, sensual, sugerente, ingenua, púdica, provocativa, infantil, perdida en la noche, como su madre, como su abuela. Objeto de culto a pesar suyo, diosa sin pedestal ni ofrendas, que se ofrece en calendarios y tarjetas postales a sus adoradores. Su vida fue un largo camino hacia la noche donde, como en los largos pasadizos lóbregos de la mansión Usher, aún se agazapan los secretos y las sorpresas en cada recoveco, allí donde nunca llegó la luz, en el imperio de las tinieblas” (Terence Pettigrew)

   La infancia de la futura estrella fue un periodo que nunca olvidaría: diez familias adoptivas, dos años en el orfanato de Los Ángeles, un nuevo hogar y cuatro años con la persona que eligieron las autoridades del condado para que se hiciera cargo de ella. Su madre pasó largas temporadas ingresada en un manicomio; nadie sabe quién fue su padre.

   A partir de aquí, podemos estar seguros de conocer a la estrella pero, ¿quién era la persona que vivía en el interior del cuerpo más famoso del mundo? Marilyn siempre mezcló fantasías con hechos reales a la hora de hablar de su vida privada y no siempre podemos tener la certeza de cuáles de sus declaraciones son verdad y cuáles no lo son. En 1954, ella misma reconocía sus dicotomías entre la persona y la estrella, aparecidas nada más instalarse en Hollywood: “Este es el fin de mi historia de Norma Jeane… Me trasladé a una habitación de Hollywood para vivir por mi cuenta. Quería descubrir quién era yo. Nada más haber escrito “este el fin de Norma Jeane” me puse colorada como si me hubieran pescado en una mentira, porque esta niña triste, amargada, que creció demasiado deprisa, no está casi nunca fuera de mi corazón. Rodeada de éxito por todas partes, todavía puedo ver sus ojos asustados mirando a través de los míos. Sigue diciendo: “No viví nunca, nunca me han querido”, y muchas veces me siento confusa y pienso que soy yo la que está diciendo”.

   Tal vez esa fragilidad sea uno de los elementos principales que han convertido a Marilyn en lo que es: sus admiradores la quieren, la adoran, la idolatran, pero, además, parecen querer protegerla, abrazarla, salvarla de cualquier peligro; sus miedos y angustias aparecen en pantalla, tan sólo agazapados tras su esplendorosa sonrisa.

   El doctor Greenson fue el único de los psiquiatras de Marilyn cuyas opiniones se hayan conservado en parte. En la correspondencia que mantuvo con un colega (…) expresaba su preocupación por la “tendencia a reacciones paranoicas” de Marilyn. Al principio, pensó que más bien que esquizofrénicas, sus tendencias paranoicas era “más masoquistas, y una manifestación de los rechazos de la niña huérfana… La tendencia a graves reacciones depresivas y las defensas instintivas contra eso me parecen lo más importante. Al final, después de la muerte de Marilyn, Greenson la describía como una mujer “con unas estructuras psíquicas extremadamente débiles…, debilidad del yo y ciertas manifestaciones psicopáticas, incluidas las de la esquizofrenia”” (Anthony Summers)

   Es triste descubrir todo esto de alguien a quien tienes sobre un pedestal, pero no podemos olvidar lo que vimos en el primer capítulo: según Mircea Eliade, los mitos no son seres humanos. Obviamente, se refiere a los mitos clásicos (de Ifigenia a Ícaro); él mismo, también lo hemos visto, cuenta que el hombre actual ha sufrido un importante proceso de desacralización y, aunque continúe necesitando y por lo tanto creando mitos, ya no son algo sagrado (no desde el punto de vista religioso cuando menos).

   Al fin y al cabo, el objetivo principal de este trabajo es acercarnos más a la verdad escondida tras la fachada mítica de tres personajes concretos: primero, para conocerlos mejor; segundo, para no perder la perspectiva (son personas); y tercero, para adorarlos aún más. En concreto, Marilyn es la que mejor sirve para este último propósito: todo le falló y la vida hizo de ella una marioneta que raras veces encontró cuerdas fuertes a las que atarse; la hicieron inconstante, difícil, frágil, tonta (nunca supo emplear la inteligencia que, a juicio de muchos de los que la conocieron, tenía) y por todo ello la perdimos. Al menos, su recuerdo nos queda, nadie puede acabar con Marilyn Monroe y, puesto que todo formó el mito, recordemos algunos de sus momentos de esplendor.

   (…) Tras abrir el reparto de Niágara, demuestra sus capacidades canoras en Los caballeros las prefieren rubias –en contra de lo que algunos magnates de la Fox creían- y hace una estupenda creación al interpretar Diamonds are a girl´s best friend. Después llega una de sus comedias más celebradas, donde encarna a una rubia tonta y miope, ingenua y no consciente de su atractivo sexual, el papel que bordará y al que se asocia su imagen, el rol que repetirá en varias ocasiones: Cómo casarse con un millonario. (…)

   En 1955 se traslada a Nueva York para rodar La tentación vive arriba a las órdenes de Billy Wilder, “hito culminante en su deificación”. La famosa imagen en que la ventilación del metro levanta las faldas de la actriz es, posiblemente, el momento en que, sin posible remisión, Marilyn era Marilyn para siempre jamás.

   En 1956 tiene lugar, sin duda, la mejor interpretación de la actriz: Bus Stop. Fue su actuación más madura, pudo demostrar que la comedia no tenía secretos para ella y que podía enfrentarse al drama sin ningún miedo. (…)

   Sus relaciones peligrosas con los hermanos Kennedy cimentaron aún más el mito y su extraña y aún misteriosa muerte hizo todo lo demás. Pero aquí no nos interesa eso (sí el hecho de que la mataron, de que nos la arrebataron), sino que su imagen y su recuerdo siguen frescos en la mente de casi todo el mundo. (…)

   Nadie podrá negar que marcó un hito y que, como decíamos al principio, aunque no tenga una explicación convincente para ello, Marilyn Monroe fue inigualable y logró estar más viva que nunca a los treinta años de su muerte.

   Estaba dotada de una arrolladora fotogenia, de un físico único y fascinante. No hay nada más patético y barato que una imitadora de Marilyn. Nadie puede copiar su estilo y nadie, salvo Kim Novak, que jamás la imitó, pudo ocupar dignamente su lugar. Ninguna rubia vestida de rojo y encaramada en unos altísimos tacones podrá jamás sustituir a Marilyn en un hipotético remake de “Niágara”. Ni tampoco habrá nadie que cante como ella “Los diamantes son los mejores amigos de una chica” (Silvia Llopis)