jueves, 20 de octubre de 2016

"FUEGO EN EL MAR": DEMASIADA DISTANCIA, GÉNESIS DEL OLVIDO






TÍTULO ORIGINAL: Fuocoammare DIRECCIÓN: Gianfranco Rosi GUIÓN: Gianfranco Rosi (sobre una idea de Carla Cattani) FOTOGRAFÍA: Gianfranco Rosi MONTAJE: Jacopo Quadri REPARTO: Samuele Pucillo, Maria Costa, Pietro Bartolo, Giuseppe Frangapane, Maria Signorello, Samuele Caruana, Franceso Mannino

   Meryl Streep, presidenta del jurado que otorgó a Fuego en el mar (aunque el que escribe no puede evitar llamarla por su contundente y sonoro título original: Fuocoammare -si aceptamos invasiones e incorporamos al habla mil términos en inglés que tienen su traducción y correlación en palabras en nuestro idioma, si no nos negamos a, por ejemplo, pronunciar “armaguedon” en lugar de decir “Armagedón” porque así lo decretan en ciertos despachos y se opta por promocionar el filme de ese modo, ¿por qué nos cuesta tanto hacer lo mismo con otros idiomas?-), decíamos que, a la hora de ser coronada como la mejor película de la sección oficial del último Festival de Berlín, la popular y magistral intérprete declaró que la premiada representaba a un cine “urgente, imaginativo y necesario”, elevando a la máxima categoría a un género, estilo, corriente, como se quiera llamar, que suele ser arrinconado, olvidado y menospreciado en los palmareses (en ocasiones tiene, al menos, sus propios galardones, esos en los que aparece explícita su condición para, de este modo, distinguir de la ficción, de aquello que la mayoría llama “películas”, como si el resto no lo fuesen), en la distribución, en la difusión, en la taquilla, en el interés del público: el documental (en parte porque durante mucho tiempo se ha utilizado, pervertido, enrarecido, mal definido y peor realizado, porque ha sido sinónimo de trabajo descuidado, perdido en tecnicismos, pensado en y para códigos restringidos, para iniciados, para expertos, porque se ha olvidado que el documental también es cine). Sin duda, es necesario que el séptimo arte mire de frente a lo inmediato, a lo que está pasando, a lo que nos rodea, a lo que tenemos al lado e ignoramos con toda la premeditación o, sencillamente, desconocemos al no hacerse eco ningún medio de comunicación (y el cine lo es, al menos de difusión, es una plataforma que da visibilidad), por mucho que el tiempo sea un magnífico aliado para analizar, asumir, concretar, investigar, no tergiversar, no suponer, no fantasear, no inventar, no mentir, para narrar y fijar hechos probados, es deseable (y casi imprescindible, se atrevería a decir uno, valorando exclusivamente desde la deformación profesional, no se va a negar, pero se impone abordar determinados asuntos aplicando la ética periodística -no es un oxímoron ni una entelequia por mucho que la lamentable, dolorosa y patética situación actual, la de ya hace demasiados años por desgracia, haga pensar lo contrario-, recuperar las virtudes del ejercicio responsable de la profesión), es deseable, decíamos, que el cine se meta en el barro, sin red, sin completa seguridad, explorando, sorprendiéndose, descubriendo sobre la marcha, reaccionando en el momento, sin poder reflexionar, un cine urgente, nervioso, tenso, dubitativo en el sentido de desconocer qué sucederá después, un cine directo, sin cortapisas, sin discursos aprendidos, un cine involucrado, que tome partido, que remueva conciencias, que provoque diálogo, que señale con el dedo, que saque del letargo, de la comodidad, de la zona de confort, que agite las neuronas y las haga trabajar y, sí, al huir de lo establecido, de lo mil veces contado, al husmear sin freno, al poner el foco sobre otras cuestiones (nuevas o inexploradas, arrumbadas o emergentes), al no esperar el tiempo necesario para trazar una ficción en torno a ellas (o a tratar como tal lo que antes fue noticia -o ni tuvo un pequeño recuadro en páginas interiores-), al, de alguna manera, ir contracorriente (o de espaldas a lo que se pregona como más demandado), podemos estar hablando de un cine imaginativo.
   Y es Gianfranco Rosi un cineasta especializado en documentales, no es un recién llegado, no es alguien que se sube al carro de lo que se presenta como una oportunidad para adquirir prestigio, notoriedad, fama, halagos, una plataforma desde la que impulsar otros proyectos, no es un aprovechado que ve la ocasión de hacer caja, no es un intruso que reinterpreta a su conveniencia qué es documental y vicia el género desde el mismo punto de partida, no es alguien que venga a manipular imágenes ni a proferir proclamas, soflamas o discursos maniqueos cuando no demagogos, es alguien que busca posar su cámara en aquello que debería resolverse, aquello que no debería ser una patata caliente que sólo se utiliza con fines electorales, para cosechar simpatías y apoyos, aquello que incendia debates, manifestaciones (en todos los sentidos), arengas, posicionamientos, campañas publicitarias, movimientos sociales, hablando en términos muy generales, que suelen apagarse poco después y que recurren a una retórica (cuando lo hacen) altisonante armada sobre palabras a las que se despoja de contenido y significado para convertirlas en proyectiles contra el contrario, para emplearlas en beneficio propio, para ofrecerse como adalides de las mismas, para practicar un (cuando menos) cínico ejercicio de gatopardismo, nunca mejor convocado aquello puesto que Fuocoammare transcurre en Lampedusa, el lugar que hizo clamar al Papa Francisco “hemos caído en la globalización de la indiferencia, nos hemos habituado al sufrimiento del otro”, la isla que política y administrativamente pertenece a Italia pero geográficamente es africana, la isla que tiene Túnez más cerca que Sicilia, uno de los principales puntos de entrada de aquellos inmigrantes que buscan ingresar en el espacio Schengen de la Unión Europea. Y Rosi lleva su cámara hasta ese lugar para captar la cotidianeidad, la realidad de sus habitantes, su convivencia con la tragedia, su proximidad al drama constante, al flujo incesante de personas que huyen de un infierno y son engañadas, extorsionadas, saqueadas, hacinadas, pateadas, maltratadas, humilladas por aquellos que, aprovechándose de sus ilusiones, sus miedos, sus esperanzas, sus quimeras, sus necesidades, les exprimen económica y humanamente, les prometen un paraíso, los lanzan hacia un precipicio, un muro infranqueable, en ocasiones la muerte, pero el director no quiere ser tremendista, evita lo morboso, lo terrorífico, lo que pueda herir la sensibilidad del que ha pagado una entrada, acierta en este planteamiento, no todas las imágenes deben ser difundidas sin recato, no es censura, no es coartar la libertad de expresión, se trata de no recrearse en lo que, por desgracia, se conoce, en lo que hay seguir contando, por supuesto, pero no precisa de más imágenes dantescas, basta con cifras, con testimonios, con documentos, con las consecuencias, con lo que queda cuando los cadáveres han sido retirados (en ese sentido, uno de los mejores planos de la película es el de la bodega vacía de una embarcación, el recordatorio de cuántas personas se apiñaban allí intentando respirar).
   Al marcar tanta distancia, al tomar otro derrotero, al poner el foco en las pequeñas historias de algunos lampedusianos, al dejar la tragedia como un eco a veces excesivamente lejano, al entretenerse en narrar con prolijidad y excesivo metraje la visita de un chaval al oculista, sus juegos con un amigo, la lucha contra el mareo cada vez que sube a una barca (siendo de familia de pescadores, oficio fundamental para la subsistencia de la isla), al no querer excederse, Rosi anula en parte su propia mirada, necesaria para que el filme adquiriese entidad y no pareciese un mero sucederse de secuencias que no llegan a concretar una narración. Puede que alguien reclame/recuerde en este momento la necesaria objetividad periodística, ya que antes se habló de la incorporación de ciertas características de ese oficio para que el cine documental se desprenda de sus lastres y se desarrolle con el vigor preciso, pero se da el caso que tal cosa no existe, sí podemos hablar de ecuanimidad, imparcialidad, contrastación de datos, diferenciar éstos de lo que son opiniones (y que éstas se basen en argumentos sólidos, en hechos, no en rumores, suposiciones, invenciones), pero todo eso no evita (todo lo contrario) que sobre esas premisas construyamos una línea editorial, una reflexión, un análisis, aquello que da al documental su carta de naturaleza, su razón de ser. Se echa de menos en Fuocoammare, y más hablando de lo que habla (aunque sea casi entre líneas), una mirada menos contemplativa, menos fría, menos contenida (aunque a ratos a uno le viene más a la cabeza el adjetivo “reprimida”, como si no se quisiera molestar, como si se pretendiese vender una imagen de compromiso que no es tal en la medida en que dejamos fuera de campo lo que ya hemos visto en los noticiarios), una mirada más personal, más furiosa, más apasionada, se puede conmover sin golpes bajos ni truculencias, satisfaría mucho más que uno se removiese en la butaca por lo que le están contando que por lo que está evocando, por lo que ya conoce antes de entrar a la sala, que el cineasta escarbase un poco en cómo es posible mantenerse indiferente y ajeno a lo que sucede a pocos metros de donde uno come, duerme, estudia, vive (aunque hay un plano muy breve pero tremendamente significativo que capta a la perfección aquello que denunció el Papa, algo que tristemente define el mundo en que vivimos: una señora faena en la cocina mientras escucha la radio y, cuando el locutor habla del número de inmigrantes que llegaron la noche pasada y hace recuento de las bajas, suspira un “¡Pobre gente!” sin descomponer el gesto y sigue preparando el guiso -grandísimo momento que, por desgracia, apenas tiene réplica o continuidad-). Trabajando con hechos similares, convirtiéndolos en ficción lo justo para que todos aquellos que salen huyendo si escuchan la palabra “documental” entrasen en la sala, Gianni Amelio hizo una denuncia que, cambiando un par de nombres, sigue vigente, plasmó un drama que, aunque varíe el escenario, aún no está resuelto del todo: Lamerica (1994) poseía muchas de las virtudes que Fuocoammare podría y debería tener, aunque sea necesaria (que, al menos, asome la punta del iceberg).

viernes, 14 de octubre de 2016

"VIENTOS DE LA HABANA": UNA BRISA (DEMASIADO) LIGERA





DIRECCIÓN: Félix Viscarret GUIÓN: Félix Viscarret, Lucía López Coll, Leonardo Padura (basado en la novela Vientos de Cuaresma del tercero) MÚSICA: Mikel Salas FOTOGRAFÍA: Pedro J. Márquez MONTAJE: Antonio Frutos REPARTO: Jorge Perugorría, Carlos Enrique Almirante, Luis Alberto García, Juana Acosta, Enrique Molina, Vladimir Cruz, Mariam Hernández

   Las cuatro primeras novelas que Leonardo Padura escribió en torno al personaje del inspector Mario Conde (y que en un principio iban a ser las únicas protagonizadas por el mismo) conforman un ciclo que se conoce como Las cuatro estaciones, títulos que pueden leerse de manera independiente, pero tienen una continuidad emocional, narran una evolución (o involución, depende del momento) anímica a lo largo de un año (a veces sólo unos días separan la acción de un libro de la del siguiente), conforman una medida introspección en la personalidad del protagonista (y de algunos de los secundarios), suponen una narración sobre una ciudad, sobre un país, un análisis político y social magníficamente imbricado y sustentado en lo que se cuenta, en la investigación que corresponda, una vibrante y esplendorosa muestra de aquello que define al género negro desde su mismo nacimiento pero imprimiéndole un sello personal que satisface y sorprende a partes iguales a los amantes del mismo o a los ajenos o desconocedores (es un asunto que se desarrollará dentro de poco en el blog hermano de éste -El arpa de Bécquer- y, por lo tanto, nos centraremos ahora en lo meramente cinematográfico y dejamos estas y otras consideraciones literarias para ese momento, para un texto que, además, contará con las palabras de Leonardo Padura, con quien el que suscribe tuvo la fortuna, el honor y el placer de conversar coincidiendo con el estreno en salas del filme del que ahora pasamos a ocuparnos). Son estos cuatro primeros títulos los que se han adaptado en sendas películas destinadas a televisión (todas dirigidas por Félix Viscarret), aunque se ha seleccionado la segunda de la serie, Vientos de La Habana, para ser estrenada en salas comerciales y, de este modo, presentar el proyecto con todos los honores, decisión a la que no hay nada que reprochar, todo lo contrario, ya que es fantástico (y necesario) que se rompan las fronteras, que se abatan los prejuicios, que no se minusvalore por tantos (esos que, en general, reconocen no ver aquello que no tienen reparo en criticar con acidez y saña) el trabajo que magníficos profesionales que demuestran serlo en cada episodio o película desarrollan en la pequeña pantalla, como si el mero hecho de que un producto esté destinado a exhibirse en los cines y otro para ser emitido por televisión confiera al primero una calidad que esas voces amargas no están dispuestas a reconocer en el segundo (por no dar su brazo a torcer, también porque, como ya se ha señalado, no se molestan en echar ni un vistazo -cuando se supone que ese es su trabajo o de eso les gusta presumir-). Lo que puede ser más discutible es la pertinencia de dar a conocer lo que podríamos llamar un segundo capítulo antes que el primero.
   Si bien la peripecia de Vientos de La Habana (Vientos de Cuaresma en el original literario) puede seguirse sin dificultad aunque no se sepa nada de lo que cuenta Pasado perfecto (la novela en que Leonardo Padura dio a conocer a Mario Conde), hay aspectos de la intimidad, del carácter del protagonista, de por qué toma unas decisiones u otras, de por qué mantiene unas relaciones o deja de mantener otras, hay detalles diseminados aquí y allá que adquieren su verdadera dimensión y su pleno significado cuando se conoce lo sucedido antes de que arranque esta, por otro lado, muy interesante historia, este embrollo que tantas fosas sépticas destapa, este enigma que lleva a Conde a, una vez más, enfrentarse con su pasado, con lo que no ha resuelto, con lo que sigue pendiente, con lo que no está saldado, porque el suceso que da origen a la investigación que afronta en esta ocasión tiene muchos vasos comunicantes, porque el policía debe resolver un crimen que es otra punta de un iceberg que nunca sale del todo a la superficie, Cuba en general, La Habana en particular, el otro gran personaje, un escenario que influye, que se describe y hace sentir con tratamiento de personaje, explicando su carácter, dando cuenta de sus latidos cotidianos, de cómo crea y expande atmósfera (o, mejor dicho, en plural porque el asunto va por barrios -y ahí está el gran cronista que es Padura para definir tipos, comportamientos, tradiciones, maneras de hablar, poderes adquisitivos, esferas de poder o connivencias con los que lo detentan que, por supuesto, marcan diferencias, clases sociales -o lo que se toma por tal-, escalafones, organigramas, cuando no desarraigo, guetos, segregación), una La Habana que se describe con pasión, con amor pero sin ocultar sentimientos contradictorios, una ciudad que ha convertido su aspecto (y su realidad) decadente en un reclamo, en una virtud, en un atractivo irresistible, una amalgama de colores, ritmos, voces, cantos y silencios (hay tanto que no debe ser dicho, ni tan siquiera sugerido) que estallan con frenesí, incontenibles, un auténtico vendaval sensorial que seduce y arrebata (sin que eso haga olvidar lo que sus habitantes malviven, ambivalencia permanente que se ha convertido en el rasgo más definitorio de aquella sociedad). Félix Viscarret filma con solvencia, con plasticidad, con elegancia, pero con excesiva frialdad, presentando postales, estampas, lo que pueden ser tomados por meros insertos entre una secuencia y otra, no se percibe una implicación, una toma de partido (en el sentido de aportar una mirada), no imprime brío a la acción, parece cifrarlo todo a la fuerza de la historia, a las relaciones entre los personajes, a las preguntas que se plantean como punto de partida y a las que van surgiendo a lo largo del metraje, haciendo aún más palmarias las deficiencias del guión, en realidad la necesidad de conocer algo de lo que sucedió, de lo que se debe haber contado en el primer capítulo, aquello que narra con vigor Pasado perfecto.
   Estas matizaciones en lo tocante al conjunto (dicho tanto de este título en sí -una especie de arritmia o, más bien, de falta de encaje de las piezas, sobre todo por lo indicado con respecto a la dirección- como remarcando la necesidad de visionar la serie completa y en orden para poder juzgar lo que se ha concebido y rodado de una sola vez, como una obra compacta, con el mismo equipo delante y detrás de las cámaras) no son impedimento para que la intriga se desarrolle con efectividad (no en vano el propio Padura -con el imprescindible concurso de su esposa, Lucía López Coll- participa en la adaptación) y sea seguida con interés, algo a lo que ayuda de manera muy sustancial la interpretación de Jorge Perugorría, quien encarna a un Mario Conde creíble y emocionante, alejado del original porque lo amolda a su edad, a sus características físicas, a su modo de hablar, lo recrea y enriquece (por otro lado, es el único personaje del que su autor apenas aporta datos descriptivos: deja que cada lector lo imagine como más adecuado le parezca), pero imprimiéndole un carisma irresistible incluso en sus momentos más bajos, cuando la autoestima se despeña, cuando se deja atrapar por sus complejos, sus heridas abiertas, sus mediocridades, sus prejuicios, sus reproches (a otros pero sobre todo a sí mismo), sus inseguridades, sus frustraciones, esa sombra del pasado que tantas veces le abate, que tan fundamental es y que aquí asoma algo menos de lo que sería imprescindible (comprendiendo que a buen seguro, como se viene diciendo, habrá muchos detalles explicados -porque son necesarios- en la adaptación de Pasado perfecto, pero que al ver sólo Vientos de La Habana se convierten en boquetes por los que un espectador no iniciado se cuela sin remisión y pierde interés ante lo que resulta incomprensible -o le deja con preguntas-). A pesar de no tener nada que ver físicamente con su personaje -éste sí aparece muy bien descrito en las novelas), Carlos Enrique Almirante da una réplica perfecta a Perugorría y saca adelante un sargento Manuel Palacios digno de encomio que, a buen seguro, dará muchas satisfacciones cuando puedan verse los otros episodios, momento en que, tal vez, las carencias atribuidas a Félix Viscarret no resulten tan palpables (o no sean ciertas y lo parezcan ahora por, de nuevo, ver una parte desgajada de un todo) y La Habana se imponga como merece, aporte los ingredientes que las tramas de Leonardo Padura necesitan.