miércoles, 31 de octubre de 2012

"LOOPER": ENTRAR EN BUCLE







TÍTULO ORIGINAL: Looper AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Rian Johnson GUIÓN: Rian Johnson MÚSICA: Nathan Johnson FOTOGRAFÍA: Steve Yedlin MONTAJE: Bob Ducsay REPARTO: Joseph Gordon-Levitt, Bruce Willis, Emily Blunt, Paul Dano, Jeff Daniels


   No sólo el género de la ciencia ficción debe algunas de sus páginas más brillantes a lo que puede resumirse en una pregunta que comenzara diciendo “¿Qué pasaría si…?”; una de sus variantes, “¿Qué hubiera pasado si…?”, ha permitido, incluso a reputados historiadores, la posibilidad de fantasear, de jugar con los hechos reales, de cambiar, nunca mejor dicho, el curso de la Historia en novelas o ensayos, en reflexiones, en obras de arte y, por supuesto, en películas. Dentro de esta inquietud por imaginar otros derroteros para el mundo que conocemos, los viajes en el tiempo han sido abono que ha multiplicado la fertilidad de los creadores, bien con el objeto de viajar al pasado y ser testigos de momentos trascendentales, bien con la espuria intención de alterar lo que se estudia en los libros, tal vez con la buena intención de lograr una segunda oportunidad (pero sin tener en cuenta las consecuencias que esa remodelación puede tener para los demás), también con el objeto de asomarse al futuro y conocerlo puesto que el reloj biológico dejará de funcionar antes de que esa fecha sea la presente. De una forma u otra, este particular universo siempre resulta un tanto reiterativo para el que fue adolescente y analizó con los amigos todos los pormenores de Regreso al futuro (1985), especialmente en lo que hace referencia a las posibles incoherencias del guión a la hora de cerrar la historia sin flecos ni trampas.

   En ese sentido, Looper logra, con sencillez y honestidad, trazar su línea maestra en las primeras escenas para que cualquiera comprenda lo que se va a narrar: ¿Y si en un futuro, digamos 2072, los asesinatos estuviesen terminantemente prohibidos? (futurible que a uno se le antoja deseable, aunque Rian Johnson, demostrando que conoce cómo de inhumano es el llamado ser humano, explica en seguida el subterfugio que los criminales podrían encontrar para sortear el problema) Nada más sencillo que hacer viajar a las víctimas treinta años atrás (o sea, 2042, nuestro futuro) para que sean ejecutadas allí por un Looper, un asesino a sueldo que espera tan peculiar envío a la hora y en el lugar adecuados con su arma preparada para disparar en cuanto se materializa ante él el cuerpo, que siempre llega maniatado, con la cabeza cubierta y el pago por los servicios en forma de lingotes de plata que el verdugo toma para sí antes de deshacerse del cadáver; si los lingotes son de oro, el Looper sabrá que ha cerrado su bucle (“loop” en inglés) puesto que acaba de asesinarse para, de este modo, evitar que pueda denunciar en el futuro a los infractores de la ley (por decirlo suavemente). Todo este a modo de laberinto temporal no resulta nada intrincado, se expone con facilidad y permite que el espectador se enganche a una trama que esconde las piezas precisas para que la primera parte funcione casi como una historia de detectives, especialmente cuando uno de los “envíos” que recibe el protagonista llega con la cara descubierta.

   Pero el interés va decayendo por diferentes razones, la fundamental que no hay demasiada tela que cortar y una vez se confirme (como es fácil sospechar) que el que llega desde el futuro es el propio Looper no resulta difícil ir anticipando algunos de los giros de la trama, a lo que coadyuva que, en determinado momento, la película se transforme en una rutinaria cinta de acción con persecuciones, explosiones y demás pirotecnia; parece que el ingenio tan aplaudido y loado de Rian Johnson (y todo por un solo título –Brick (2005)- al que, como a otros tantos alabados en su momento, habrá que ver cómo trata el paso de las hojas del calendario) va cayendo en picado con demasiada rapidez (sobre todo si tenemos en cuenta que, después de su encomiada ópera prima, dirigió The Brothers Bloom (2008) que, a pesar de contar en el reparto con Rachel Weisz, Adrien Brody y Mark Ruffalo, no tuvo muy buena distribución –en España sólo pudo verse en el Festival de San Sebastián-). Por otro lado, la elección del de un tiempo a esta parte omnipresente Joseph Gordon-Levitt (crucemos los dedos para que Christopher Nolan –otro que tal- no caiga en la tentación de continuar la saga del caballero oscuro con él) como actor principal demuestra ser todo un error, palmariamente desde el momento en que comparte pantalla con Bruce Willis y hemos de creer que aquél se convertirá en éste: es imposible que el gesto bobalicón del muchacho se transforme en el hieratismo y la adustez que en ocasiones sabe manejar con sabiduría el intérprete de la saga de La jungla de cristal (con nuevo título a punto de estreno), como es el caso de Looper. Tampoco ayuda a la posible brillantez del conjunto arrinconar a la estimulante Emily Blunt en un rol mal desarrollado que, para colmo, remite a uno de los iconos del subgénero que podríamos denominar “vienen desde el futuro”: Terminator (1984), cinta que sigue siendo difícil de superar, incluso para su creador. Una buena idea es siempre un buen comienzo, lo malo es cuando se toma como punto de llegada, descuidando o abandonando el tratamiento posterior, encallando sin remisión o entrando en bucle.  

viernes, 26 de octubre de 2012

"FRANKENWEENIE": LO BUENO, SI BREVE...







TÍTULO ORIGINAL: Frankenweenie AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Tim Burton GUIÓN: John August MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Peter Sorg MONTAJE: Chris Lebenzon, Mark Solomon REPARTO (VOCES): Martin Short, Catherine O´Hara, Charlie Tahan, Winona Ryder, Martin Landau


   Conviene ver las dos caras de cualquier moneda, perdón por la obviedad, mucho más a la hora de hablar sobre arte o el mundo del espectáculo porque si bien es cierto que son muchos los creadores que sufren un bloqueo (más o menos momentáneo) y no son capaces de evolucionar o que, directamente, eligen el camino fácil de repetir la fórmula que les otorgó el éxito, el público demanda en muchas ocasiones que su artista favorito siga haciendo siempre lo mismo, rechazando cualquier innovación o aporte, exigiendo que vuelva por sus fueros si osa salirse de la senda marcada. Tal vez lo anterior no pueda aplicarse estrictamente a Tim Burton, aunque lo cierto es que fue él el que nos acostumbró a la sorpresa continua, a la admiración casi permanente y, tal vez, el miedo a no estar a la altura o a resultar incomprendido (como lo fue con su vilipendiada versión de El planeta de los simios (2001), ciertamente por debajo de lo que se esperaba pero aun así con más garra y rebaba de la reconocida), le ha convertido en prisionero de su estilo, de los laureles del pasado, en un cineasta que no arriesga (¡Él, que no se ponía límites y batía cualquier marca de imaginación y fluidez narrativa sin engreimiento ni sandeces autorales!), que recorre una y mil veces el camino más trillado, plagiándose descaradamente sin recato ni rubor (con la excepción de su esplendorosa y sobresaliente adaptación del musical de Stephen Sondheim Sweeney Todd, el barbero diabólico de la calle Fleet (2007)). De un tiempo a esta parte, lo que filma Burton provoca hastío, suena a visto (aunque episódicamente reaparezca su brillantez) e incluso podríamos intercambiar secuencias entre varios títulos sin percibir la diferencia; continuando con esa dinámica, el autor de obras de la magnitud de Eduardo Manostijeras (1990), Ed Wood (1994) o Sleepy Hollow (1999) ha vuelto sus ojos hacia uno de los cortos que rodó para la Disney en los inicios de su carrera, rompedores, transgresores, insólitos, que llevaron a los directivos del estudio a despedirle, intentando recuperar el merecido prestigio alcanzado en el cine de animación con su producción Pesadilla antes de Navidad (1993) dirigida, no conviene olvidarlo, por Henry Selick.  

   Y no se puede negar que logra una película entrañable, que se sigue con gusto, simpática y honesta, muy por encima de las decepcionantes Alicia en el país de las maravillas (2010) y Sombras tenebrosas (2012), que no cae en la arritmia de Charlie y la fábrica de chocolate (2005), que no dinamita su conclusión lógica como hiciese con Big Fish (2003), al traicionar el universo de la novela original en el último tramo (y, a pesar de ello, es la cinta más maravillosamente burtoniana de la década pasada), pero que no supera (ni iguala, claro) la sorpresa y emociones que aún sigue provocando el Frankenweenie original (rodado en 1984). El perro protagonista mantiene intacto su carisma y está perfectamente complementado por su amo, el niño Víctor Frankenstein, pero eso no es suficiente para aguantar una historia que funcionaba con absoluta precisión en el tramo corto pero que no lleva bien el estiramiento como largometraje porque lo divertido, lo ocurrente, los guiños para cinéfilos, ya estaban en la historia primigenia y, haciendo de nuevo hincapié en que ni de lejos siente el público ganas de bostezar o de abandonar la sala, las incorporaciones no dejan de resultar un relleno, tolerable pero relleno al fin y al cabo.

   Es, sin duda, gratificante rencontrarse con un viejo amigo como Sparky (con todo merecimiento, un personaje de culto), confirmar que continúa en plena forma, que lo que gustó hace años no ha perdido su magia, pero nos hubiese complacido que eso viniera de la mano de un director que demostrase de nuevo su vigor, su fertilidad creativa, su capacidad para romper moldes, es decir, un Tim Burton que hubiese rodado un Frankenweenie para el siglo XXI y no la versión larga del cortometraje del siglo XX.

sábado, 20 de octubre de 2012

"COSMÓPOLIS": BLA, BLA, BLA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Cosmopolis AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: David Cronenberg GUIÓN: David Cronenberg (basado en la novela homónima de Don DeLillo) MÚSICA: Howard Shore FOTOGRAFÍA: Peter Suschitzky MONTAJE: Ronald Sanders REPARTO: Robert Pattinson, Paul Giamatti, Sarah Gadon, Juliette Binoche, Samantha Morton

 

   Aunque puede ser una tendencia (por no llamarla manía, despropósito o engolamiento) trasladable a cualquier latitud, desde siempre ha habido una querencia muy marcada en los escritores estadounidenses (en muchos de ellos) a querer figurar en las enciclopedias como autores (en singular es más preciso, puesto que es el empeño de cada uno por colocarse por encima del resto) de la que debe pasar a la historia como “la Gran Novela Americana” (así, como si el continente fuese suyo). Lo malo, por un lado, es que los que siguen pretendiendo eso olvidan las maravillosas páginas de John Dos Passos, Ernest Hemingway, John Steinbeck, William Faulkner o Scott Fitzgerald (y porque no hablamos de teatro: Edward Albee, Tennessee Williams, Eugene O´Neill) y, por otro, que aún ejercen su magisterio sin alharacas ni pretenciosidades (sencillamente porque les nace así) nombres de la talla de Philip Roth, Joyce Carol Oates, Toni Morrison o Corman McCarthy (aunque todos tengan algún título que no nos parece a la altura de sus grandes obras). Aunque el aspecto más negativo de este tipo de autores es, precisamente, ese: se consideran algo más desde la primera línea, poseedores de un universo propio, capaces de radiografiar el presente porque son los más perspicaces, los que saben separar el trigo de la paja, los que dan la voz de alarma, los que advierten, los que especulan, los que radiografían, los que predicen el futuro, los que fraguan apocalipsis para intentar despertar a una sociedad dormida, la conciencia que se mantiene ojo avizor, pecando sus textos de mesiánicos, grandilocuentes, ostentosos, abusando de una verborrea vacua plagada de giros y adjetivaciones propias de predicadores “iluminados” a lo Elmer Gantry (personaje nacido, por cierto, de la pluma de otro estadounidense, ganador del Nobel para más señas: Sinclair Lewis). Entre los que siguen esta senda, podríamos decir que la palma se la lleva Chuck Palahniuk, sin olvidar a Bret Easton Ellis y a Don DeLillo, autor de Cosmópolis en la que se basa la película de la que ahora nos ocupamos.

   No resulta extraño que un texto que fue recibido como el perfecto reflejo de la desolación sembrada por los trágicos sucesos del 11-S, una exploración en las cloacas del capitalismo, la constatación de la trivialidad que se enseñorea de la cotidianidad del hombre moderno despertase el interés de David Cronenberg, quien ha reconocido que elaboró el guión en muy pocos días y que, en realidad, se limitó a copiar gran parte de los diálogos pergeñados por DeLillo y a rellenar los huecos entre escenas. El cineasta canadiense fue desde sus inicios un creador con inquietudes que incluso desde sus cintas más fácilmente clasificables en un género (bebiendo de clásicos que habían hecho lo propio, cuando no actualizándolos) como Rabia (1977), Cromosoma tres (1979) o La mosca (1986) advertía de los peligros de traspasar la línea de lo ético, bien conscientemente, bien por no saber poner el límite, hasta eclosionar con una de las películas más perturbadoras e insanas, pero al mismo tiempo más fascinantes, que hayamos podido ver en los últimos treinta años: Inseparables (1988). Guste su manera de hacer cine más o menos, nadie puede negar a Cronenberg su facilidad para crear atmósferas, para narrar en varios niveles, para huir del efectismo, para graduar con pulso firme qué, cuándo y cómo aparece en pantalla, sin perder de vista la historia que está contando y sin despistar la audiencia (sorprendiéndola, eso sí, cuando le viene en gana) o, al menos, no parecía posible hacerlo hasta ese momento porque, tal vez pensando que cualquier veleidad iba a serle ovacionada, que cualquier capricho le sería consentido, su siguiente objetivo fue adaptar un texto complejo, críptico, abrupto, retorcido, que sólo puede ser desentrañado literariamente: El almuerzo desnudo (1991) de William Burroughs (publicado en 1959).

   A pesar del gratísimo interludio que supuso M. Butterfly (1993) –donde, al igual que sucedió en Inseparables, encontramos un Jeremy Irons que bate todas las marcas, incluida la de su premio de la Academia por El misterio Von Bulow (1990) en la que ha sido por el momento su única candidatura-, Cronenberg dejó muy claro por dónde quería que discurriese su carrera con Crash (1996), sin duda el título que más entronca con el recién estrenado. Desde entonces, aunque sin irse por las ramas visuales (hay incluso quien le ha reprochado resultar demasiado “clásico” –usado como sinónimo de “acartonado”, “antiguo” o “trasnochado”-), ha abundado en un cine muy pensado para la crítica que se siente importante alabando obras que, por definición, sólo han de gustar a unos pocos y ha sido esta pretenciosidad la que ha impedido que películas como Una historia de violencia (2005) o Promesas del Este (2007) fuesen lo que podrían haber sido, sobre todo por un error de casting descomunal en ambas: Viggo Mortensen. Aunque hemos salido perdiendo en el cambio de actor protagonista (otro vendrá que bueno te hará), puesto que la práctica totalidad de planos de Cosmópolis se centra en el rostro de una de las presencias (me niego a considerarle actor) más cansinas, planas e inexpresivas que puedan encontrarse en los algo más de cien años que tiene el invento de los Lumière: Robert Pattinson, este muchacho con permanente cara de estreñido o de vampiro atormentado por el amor de una mujer (ahora que Danny Daniel regresa al mundo de la canción). Sin embargo, ese gesto sempiterno que le sirve para enamorar (se me ocurren verbos más precisos pero podría herir susceptibilidades) a féminas de cualquier edad (con sobreabundancia de jovencitas) le viene que ni pintado para la que, con total seguridad, tanto DeLillo como Cronenberg han visto como la escena culmen, la que sintetiza lo que pretenden contar: una mezcla de tensión sexual poco resuelta y lección de economía mientras el personaje principal se somete a un tacto rectal. Por lo demás, la obligada estética feísta más propia de la saga de Mad Max con tonos tenebrosos y colores desvaídos envuelve la palabrería altisonante, forzada y hueca de todos los que van apareciendo (y desapareciendo –excepto el niñato Pattinson-) en esta Cosmópolis que merece los mismos tres adjetivos, al igual que el cineasta que la ha hecho posible.

 

miércoles, 17 de octubre de 2012

"SALVAJES": FIERECILLAS DOMADAS


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Savages AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Oliver Stone GUIÓN: Shane Salerno, Don Winslow, Oliver Stone (basada en la novela homónima del segundo) MÚSICA: Adam Peters FOTOGRAFÍA: Dan Mindel REPARTO: Taylor Kitsch, Aaron Johnson, Blake Lively, John Travolta, Benicio del Toro, Salma Hayek
 

   En nuestra tendencia a querer tenerlo todo controlado, etiquetado, constreñido a unas cuantas pautas, sin capacidad para la sorpresa, vamos reproduciendo denominaciones que fueron válidas en un momento pero que ahora sólo pueden aceptarse con matizaciones, añadidos, enriquecimientos, enmiendas, lo que en realidad habla de su vigencia, de su permanente evolución, aunque algunos sigan negando con la cabeza mientras murmuran como un mantra: “No es eso, no es eso”. Fue uno de los grandes creadores del género, Raymond Chandler, el que cimentó las bases de lo que durante mucho tiempo se denominó como “novela negra” en su ensayo El simple arte de matar, publicado en 1950, cuando empezaba a quedar atrás la realidad que había hecho posible su nacimiento y proliferación: las secuelas de la Gran Guerra (1914-1918), a la que hubo que empezar a llamar Primera Guerra Mundial después de lo sucedido entre 1939 y 1945; la Depresión sufrida tras el crac de la Bolsa en 1929; la Ley Seca en vigor entre 1920 y 1933. Sería muy prolijo, y excedería con creces el motivo del presente escrito, describir las diferentes fases, corrientes, versiones y adaptaciones que el género ha experimentado en los diferentes países en los que ha arraigado o cómo determinados autores han dinamitado la columna vertebral del mismo, han  actuado como revulsivo precisamente para engrandecerlo aún más, sin perder de vista algo fundamental: la novela negra bien entendida acepta múltiples apellidos, siempre que, como tuve oportunidad de que me contase una de sus máximas valedoras en la actualidad, la escritora argentina Claudia Piñiero, nos hable de una sociedad, de su malestar, de sus enfermedades morales, de sus corrupciones, de sus difusas fronteras, de sus múltiples zonas grises. Y de eso, sin olvidar sus orígenes (publicaciones baratas, textos básicos, acción sin orden ni concierto), es de lo que viene hablando en sus textos Don Winslow.

   Una literatura muy personal, tendente al solipsismo (cuando no directamente empapada del mismo) con el autor convertido en un narrador integrado en la trama, apelando continuamente al lector, con diálogos rápidos, con dobles (y triples) sentidos, con guiños a lo que publica la prensa casi al mismo tiempo que él escribe, hablando en ocasiones para iniciados, pero sabiendo engarzar tramas adictivas, no permitiéndose ni un segundo de reposo, recreándose sólo en determinados pasajes que, sin embargo, no contienen ni una sola palabra prescindible. No resulta extraño que un director como Oliver Stone se fijase en tanta adrenalina, explosiones, persecuciones, idas de olla, flashbacks, narración sincopada, y decidiese trasladar este universo a la pantalla, sobre todo porque resulta muy parecido a lo que pretendió contar en aquel despropósito conocido como Asesinos natos (1994). Sin duda, cuando uno lee a Winslow piensa que sólo Quentin Tarantino, un Guy Ritchie que regresara a sus inicios o el propio Stone podrían ilustrar con imágenes lo que el autor neoyorquino plasma en sus escritos, teniendo en cuenta que cualquier acercamiento se quedará en la superficie, en lo físico, en lo más elemental, ya que el auténtico protagonista del texto, como se decía antes, es el autor y es muy difícil desligarlo de la historia, aunque se recurra como en Salvajes a sustituirlo por la voz en off de uno de los personajes.

   Nadie puede negar a Oliver Stone su contundencia, su energía, la electricidad que sabe inyectar a través del montaje (incluso para contar algo que conocemos de sobra: la manera en que inicia JFK (Caso abierto) (1991) provoca que el público se remueva en la butaca, creyendo que, tal vez, Kennedy podría salvarse), siempre que no se deje llevar en exceso por lo alucinógeno o grandilocuente como en The Doors (1991) o Alejandro Magno (2004); en esta ocasión, la levedad del libreto, lo innecesariamente que se alargan algunas situaciones, los lugares comunes en los que embarranca sin posibilidad de enmienda, lo incomprensible del tono paródico que funciona como perfecto contrapunto en la novela original, hacen que la cinta sólo funcione a medio gas, que se siga con cierta guasa (sobre todo para el que conoce a Winslow) pero no se logre evitar el hastío durante el tramo final. A todo ello coadyuvan bastante los actores, aunque en algo podemos exonerar al triángulo sobre el que pivota la trama (destacando lo camaleónico de Aaron Johnson, casi irreconocible para los que vieron Nowhere Boy (2009) o Albert Nobbs (2011) y a la espera de su participación en la Ana Karenina que ha preparado Joe Wright), puesto que originalmente sus roles son así: descerebrados, irritantes, simplones, a pesar de haber sido capaces de crear un imperio en torno al cultivo y tráfico de marihuana que despierta la envidia de la competencia; sin embargo, fatiga ver a Benicio del Toro repetir con el piloto automático y rebajando mucho la calidad lo que podría ser un trasunto de su inolvidable interpretación en Traffic (2000), decepciona comprobar cómo John Travolta apenas puede hacer algo con la ramplona manera en que el agente corrupto de la DEA al que da vida ha sido vertido al celuloide y saca de quicio la burda, histérica y forzada actuación de Salma Hayek, ridícula a no poder más.

   En realidad, y debo reconocer que es lo que me ha llevado a escribir esta crítica, hay que decir que Don Winslow se guardó lo mejor para sí, puesto que Salvajes, editada en 2010, ha tenido este mismo año una precuela, Los reyes del cool, que ya ha aparecido traducida al español (forma parte de la estimulante colección Roja y Negra de la editorial Mondadori -todo un regalo para el aficionado al género-), en la que se explica el pasado de los personajes principales de aquella, sus orígenes familiares, cómo llegó la droga a Laguna Beach, en definitiva, una historia mucho más completa, trepidante, enloquecedora y enloquecida, desopilante, tremenda, que la que nos ofrece Oliver Stone (tal vez hubiese resultado todo esto si la voz en off hubiese sido la del propio autor).  

domingo, 14 de octubre de 2012

"LO IMPOSIBLE": LO IMPECABLE


 
 
 

AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: J. A. Bayona GUIÓN: Sergio G. Sánchez MÚSICA: Fernando Velázquez FOTOGRAFÍA. Óscar Faura REPARTO: Naomi Watts, Ewan McGregor, Tom Holland

 
   Son muchos los creadores que hablan del pánico ante la segunda obra, sobre todo cuando la primera ha tenido repercusión, ha sido alabada, ha concitado el interés de muchas personas, ha despertado expectativas que el público (que no suele gozar de excesiva paciencia cuando así lo decide) quiere ver satisfechas rápidamente; de ese modo, tras reventar taquillas, subvertir un género y conquistar a la industria (no sólo a la de este país –ah, bueno, si en realidad en España no podemos considerarla como tal-) con esa pieza maestra de terror psicológico, heredera mucho más de La semilla del diablo (1968) que de Los otros (2001)-aunque con más puntos en común de lo que algunos, empeñados sólo en establecer paralelismos de estilo y ambientación o en hablar de supuesto plagio, pudieran pensar-, con ese trabajo de orfebrería, con ese magnífico y bien engrasado mecanismo de relojería titulado El orfanato (2007), J. A. Bayona se decantó por una historia muy alejada de aquella que le dio bien ganado prestigio, tal vez para marcar distancias y no quedarse en director de un solo género, tal vez buscando nuevas vías de expresión, tal vez para ponerse a prueba, tal vez por la ambición de manejar un abultado presupuesto y estrellas internacionales, a buen seguro porque le interesaron las implicaciones de lo que más de uno reduce a la expresión “una historia de supervivencia”, la auténtica vivida por una familia española durante el tsunami que asoló la costa del Sudeste asiático en las Navidades de 2004. Pero, quizás inconscientemente, Bayona y su guionista de cabecera (Sergio G. Sánchez) encontraron en Lo imposible la oportunidad de seguir abundando en el verdadero eje central de su ópera prima: la maternidad.

   Si los mayores escalofríos que producía El orfanato, la angustia más desaforada, el paroxismo de cualquier emoción (positiva o negativa), emanaban de una Belén Rueda en absoluto estado de gracia en la que, por el momento, queda como su interpretación más acabada y contundente (actuando en ocasiones sólo con el blanco de los ojos, cuajado de dolor, desolación, miedo o determinación según el libreto lo demandase), sin duda en Lo imposible es el personaje de la madre, al que entrega todo su talento una inconmensurable Naomi Watts, el que se erige como columna vertebral de la narración, incluso en las secuencias en las que no aparece, puesto que el espectador conoce su grave estado, el delgado y muy quebradizo hilo que la separa de la muerte, el mínimo aliento que guarda en su pecho, antes de saber qué ha pasado con el resto de la familia. De este modo, cuando Bayona, en la segunda parte de la cinta, centra su atención en el padre al que aporta humanidad y verosimilitud un espléndido Ewan McGregor ya ha inyectado interés e interrogantes en la audiencia, a pesar de que se esté criticando que algunos medios y la misma promoción de la película estén dinamitando las sorpresas (es lo que pasa cuando uno está mínimamente informado y la historia se basa en hechos reales, es lo ocurre cuando revisamos clásicos que lo son precisamente porque no basan sus supuestos méritos en la carambola final, en la resolución, sino en cómo está construida la narración: nadie nos priva del disfrute).  

   Sin embargo, la mayor rémora de Lo imposible aparece en este punto ya que, queriendo evitar lo obvio, lo tremendista, lo elemental, todo el conjunto mantiene una frialdad excesiva que provoca distancia y cierto hastío; por un lado, no siempre consigue sus objetivos y hay momentos de cierto sonrojo por la solemnidad con que se utiliza la partitura a ratos rimbombante de Fernando Velázquez y por no resistir determinadas tentaciones de apelar a lo básico buscando la lágrima fácil (lo que en un principio resulta una plausible elipsis acaba convirtiéndose en una secuencia patética en su subrayado) o por detenerse en flecos que no llevan a ninguna parte (aunque siempre sea un placer contemplar unos segundos a la esplendorosa Geraldine Chaplin); por otro, aunque esto pueda resultar contradictorio, está tan maravillosamente dirigida, tan impecablemente rodada, que el envoltorio engulle todo lo demás con más fuerza que la ola que se abate sobre los turistas. Eso no impide que, como ya sucediese en El orfanato, determinados detalles que Bayona sirve con mimo y pudor logren conmover al más reticente (Ewan McGregor hablando con su hijo mediano, el pequeño de la familia corriendo a abrazarse con su hermano mayor, éste reprochando a su madre que le ha abandonado), aunque sin ninguna duda las secuencias que uno va a recordar durante mucho tiempo serán la del inmenso intérprete de Moulin Rouge (2001) o El escritor (2010), uno de los actores más versátiles del momento, haciendo una llamada telefónica o la de la soberbia actriz de Mulholland Drive (2001) o 21 gramos (2003) luchando contra la fuerza imparable del agua que la arrastra junto a su primogénito y arrasa todo lo demás, intentando rescatarle y ponerle a salvo.

   Y aquí surge la polémica porque algunas voces dicen que no se puede jugar con el dolor de las víctimas o lucrarse con una tragedia o no sé cuántas zarandajas más que nadie citó cuando, por ejemplo, se estrenó un título como En el nombre del padre (1993), gracias al que se hizo una denuncia necesaria y se restauró el nombre de personas que lo merecían, o cuando Paul Greengrass, aún interesado por lo humano y no sólo por los malabarismos visuales, dejó testimonio para el futuro de sucesos que no deben ser olvidados en Domingo sangriento (2002) y United 93 (2006). Precisamente una de las mayores virtudes de Lo imposible es no mostrar lo innecesario, no caer en el tremendismo, hurtar a nuestros ojos lo que sí ofrecieron y siguen ofreciendo informativos televisivos o contenidos a los que se puede acceder en Internet a veces con un único clic; como decíamos antes, precisamente querer huir de ello provoca que el guión caiga en cierta laxitud, pierda fuelle y tensión, aunque nos premie con secuencias que el virtuosismo y cuidado de Bayona convierten en inolvidables (estaríamos ante la mejor dirección del año en lo que a España se refiere, de no ser porque Fernando Trueba, gracias a El artista y la modelo (2012), se ha colocado muy por encima del resto).     

miércoles, 10 de octubre de 2012

"BLANCANIEVES": NO HAY PALABRA MAL DICHA...



AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Pablo Berger GUIÓN: Pablo Berger MÚSICA: Alfonso Vilallonga FOTOGRAFÍA: Kiko de la Rica REPARTO: Maribel Verdú, Macarena García, Daniel Giménez Cacho, Ángela Molina

   Se antoja complicado (y sobre todo irreal) hablar de “moda” cuando tan sólo podemos encontrar dos ejemplos de la misma y, además, cada uno ha nacido hace un cierto tiempo y sin tener conocimiento de que había alguien más peleando por el mismo empeño; en todo caso, puestos a analizar en esos términos el estreno de Blancanieves de Pablo Berger, más que empezar a establecer paralelismos con The artist (2011), deberíamos enclavarlo en el año en que se cumplen 75 del estreno de la adaptación que de cómo contaron la historia los hermanos Grimm hizo Walt Disney, revolucionando el séptimo arte tal y como ahora está sucediendo con este regreso a los orígenes: cine mudo y en blanco y negro en pleno siglo XXI. Pero tampoco podemos achacar al director vasco ese oportunismo porque ha sido tan sólo una carambola del destino la que ha motivado que, tras siete años de lucha por sacar adelante su proyecto, éste vea la luz justo después de la decepcionante Blancanieves (Mirror, Mirror) y de la entretenida Blancanieves y la leyenda del cazador, estrenadas ambas en este 2012 de conmemoración (acordándonos, por supuesto, de la desopilante visión del dramaturgo Juan Mairena para Microteatro por dinero: Desmontando a Blancanieves, que bien pudiera hacer suya la frase promocional de la cinta de Pablo Berger porque, sin duda alguna, nunca nos habían contado el cuento así; y teniendo en cuenta que parte del éxito de la estupenda serie Érase una vez se debe a que la columna vertebral de la misma es la historia de una niña blanca como la nieve, más bella que su madrastra).

   Para glosar esta excepcional circunstancia de que dos de las películas más aplaudidas de este último año y pico se presenten bajo el aspecto formal de lo que sin rubor ni crítica de ningún tipo ha de ser considerado “cine de otra época”, han sido varios los que se han acordado de cómo El sexto sentido (1999) reventaba la sorpresa, la vuelta de tuerca, el giro con el que Alejandro Amenábar noqueaba al espectador en el tramo final de Los otros (2001) cuando, en realidad, cada título jugaba su baza de manera bien distinta (muy tramposa y efectista en el primero, sorprendente y coherente en el segundo) y los resultados dramáticos, es decir cómo se integraban en la narración, eran muy diferentes (no seré yo el que, imitando a un político de escaso fuste destripe el final de ninguna de las dos), al margen de que no recuerdo que en la multitudinaria proyección para la prensa del filme español alguien dijese “me lo imaginaba” y sí un sobresalto generalizado cuando, digámoslo en román paladino, se descubre el pastel. Del mismo modo, es reduccionista e inexacto (y en algunos momentos injusto) querer igualar las motivaciones artísticas que llevaron a Pablo Berger y a Michel Hazanavicius a imaginar, concebir, soñar y finalmente rodar sus películas del mismo modo.

   Donde el cineasta parisino homenajea a aquellos pioneros que hicieron posible que hoy sigamos (aunque con menor asiduidad) admirándonos de lo que nos ofrece la gran pantalla, recuperando el encanto, la ingenuidad, la frescura de aquel momento, Pablo Berger narra con afán documental, filmando una crónica de costumbres y, puesto que se fija en la España de los años veinte del siglo pasado, nada más natural que contarla como si fuese un noticiario de la época; donde Hazanavicius pretende (y consigue) divertirnos, entretenernos, recuperar el carácter benéfico del disfrute, nuestro compatriota quiere (y consigue) volver a demostrar que hay pocas cosas nuevas bajo el sol y que, aunque pretendamos negar la evidencia, repetimos clichés, comportamientos, que hay realidades que no podemos (ni debemos) evitar y que conviene seguir aprendiendo del pasado para no desvirtuar ni empañar nuestro presente.

   Al margen del envoltorio con el que se nos presenta Blancanieves (una maravillosa fotografía, una banda sonora sabiamente utilizada y espléndidamente compuesta para sustituir a las palabras, un montaje muy medido), lo mejor de la cinta es cómo integra elementos muy diferentes, cómo trabaja el subtexto sin que nada estorbe a la comprensión, cómo el que lo desee puede ir quitando capas y el que no quedarse en la superficie y pasar un buen rato. Aunque, eso sí, tiene algunos momentos que provocan sonrojo o cierta vergüenza ajena por indignos del talento de Pablo Berger, especialmente la manera en que se resuelve una tragedia (no desvelaremos cuál) en los primeros minutos o todo lo relativo al personaje de Pere Ponce (aún más doloroso teniendo en cuenta que su ópera prima fue aquella descacharrante y tierna Torremolinos 73 (2003), en la que supo divertir y emocionar en las escenas sexuales). Pero, por fortuna, al igual que en sus homólogas (con la excepción de aquella que pone el acento en la leyenda del cazador en la que una ridícula Charlize Theron exagera cada gesto produciendo hilaridad), el acierto en la elección de la actriz que encarna a la madrastra consigue que los ojos no puedan despegarse de la pantalla y compensa el error que supone una Blancanieves que tan sólo cubre el expediente (una Macarena García sorprendentemente premiada en el Festival de San Sebastián –tal vez con la idea de que recorra el mismo camino que María León con La voz dormida (2011) cuando cualquier comparación resulta incluso ofensiva- que no logra en ningún momento hacer olvidar a la muy natural Sofía Oria que encarna el rol principal cuando es una niña). Es Maribel Verdú, nunca mejor dicho, la reina de la función: la actriz vuelve a dejar patentes su maestría interpretativa cincelada con personajes a los que ella dota de mucha vida, dando más de lo que aparece en guión, de lo que le exige el director (sea comiendo uvas en Amantes (1991), escuchando lo que dicen por teléfono en Y tu mamá también (2001), con cualquier mirada de El laberinto del fauno (2006) o elevando la calidad de la decepcionante Los girasoles ciegos (2008) por cómo se aleja de los requiebros de un sacerdote). Aquí aprovecha la puesta en escena, el vestuario, la manzana (no podía faltar), el folclore y la plaza de toros para deslumbrar, para amedrentar, para enamorar y para ser odiada, evitando caer en el estereotipo (algo que, todo hay que decirlo, logra Berger al emplear en su justa medida todos los tópicos necesarios para comprender la época que retrata). Ignoro si proliferarán otras películas mudas y en blanco y negro al estilo clásico pero, de ser así, espero que no sean meros pastiches o imitaciones burdas; para eso, me conformo con las ya vistas.

martes, 9 de octubre de 2012

"SI DE VERDAD QUIERES...": FRUTA MADURA

 
 
   TÍTULO ORIGINAL: Hope Springs  AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012  DIRECCIÓN: David Frankel  GUIÓN: Vanessa Taylor  MÚSICA: Theodore Shapiro  FOTOGRAFÍA: Florian Ballhaus  REPARTO: Meryl Streep, Tommy Lee Jones, Steve Carell
 
   En las clases sobre guión cinematográfico de Juan Antonio Porto –autor, colaborador o inspirador de libretos tan brillantes como El bosque del lobo (1970) de Pedro Olea o El crimen de Cuenca (1980) y Beltenebros (1991) de la no suficientemente alabada Pilar Miró- siempre se llegaba a un punto en que el profesor decía: “¡Jamás escribáis una historia sobre personas mayores! ¡No os la comprarán!”. Lo más sorprendente es que esto lo decía años después de que Cocoon (1985) hubiese llenado los cines de todo el mundo, Paseando a Miss Daisy (1989) saltara del éxito sobre las tablas al triunfo en las pantallas, Oscar a la mejor película incluido, Sol de otoño (1996) produjera una corriente de simpatía entre público o crítica o, por encima de todo, de que Las chicas de oro (1985-1992) conquistasen los corazones de cualquiera que las conociese a través de la televisión. Si bien es cierto que la mayoría de lo que se produce actualmente (sea para consumir en el formato que sea) está dirigido al público adolescente, las productoras no pierden de vista a esos espectadores de largo recorrido, los que van cumpliendo años (por fortuna) y siguen gustando del producto audiovisual: he ahí cómo estrellas declinantes u olvidadas (o que no se sienten conformes con lo que les ofrecen), viejas glorias o actores de prestigio buscan vehículos que les permitan reverdecer laurales y aumentar el número de fans (en la mayoría de las ocasiones, refugiándose en la pequeña pantalla, bendito cobijo que nos está permitiendo gozar con la mejor ficción rodada en años) o cómo las historias de siempre encuentran su espacio y, a poco que les dejen, consiguiendo un beneplácito generalizado (siempre que nos caigan en las manos erróneas, por supuesto).  Uno, que intenta ser público con memoria, agradecido, que no duda en incorporar nuevos nombres a su universo mítico pero no quiere que nada apee de su pedestal a los que llevan años en el mismo, siempre ha gozado con la madurez de aquellos intérpretes a los que admira, que destilan sabiduría, que demuestran lo mucho que saben de su oficio con suma facilidad, que están dispuestos a reinventarse, a seguir jugando (“actuar” es “play” –sinónimo de “juego”-en inglés) y que, por mucho que la tendencia (que, aunque acentuada en estos tiempos, viene de lejos) sea a arrinconarlos esperando poder encarnar a uno de los progenitores, abuelos o tíos de alguno de los niñatos de moda, no dan la batalla por perdida y continúan en la brecha por méritos propios. Sin duda, en este sentido, Meryl Streep es el mejor ejemplo y la única que consigue sumar éxito tras éxito y aplauso tras aplauso (ya lo dijo su buena amiga Glenn Close –buen ejemplo de lo dicho anteriormente-: “En esta profesión no hay papeles para las mujeres de cierta edad, excepto si te llamas Meryl Streep”).
   Con El diablo viste de Prada (2006), la legendaria intérprete de La decisión de Sophie (1982), Memorias de África (1985) o Los puentes de Madison (1995), dejó muy claro que es difícil expulsarla de su trono: típica cinta simpática y alocada (no tanto como parecía prometer) con actriz emergente (una Anne Hathaway aún carente del encanto y talento que demostraría poco después en La joven Jane Austen (2007) o La boda de Rachel (2008), sin olvidar su baile junto a Hugh Jackman en la ceremonia de entrega de los Oscar o cómo intentó sacar de la fibrilación a la que tuvo que presentar junto a un James Franco totalmente ido –y para finales de año se anuncia Los miserables, adaptación del histórico musical-), con dosis de ironía, crítica y escándalo (todo lo de lo más políticamente correcto, en realidad) en la que, al menos sobre el papel, Meryl Streep era el nombre de prestigio, la invitada especial, el contrapunto necesario para la heroína y, sin embargo, muy bien secundada por Stanley Tucci y Emily Blunt, consiguió convertirse en la protagonista con una de sus interpretaciones más inolvidables (aunque es experta en lograrlo casi en cada título que acomete: pensemos que en estos últimos diez años nos ha regalado Las horas (2002), El mensajero del miedo (2004), La duda (2008) o La dama de hierro (2011), sin olvidar su participación en Angels in America (2003) con la que Mike Nichols ha vuelto a tapar la boca a los que denuestan el cine rodado para ser emitido por televisión). No es extraño que David Frankel tuviese ganas de repetir la experiencia, pero en esta ocasión dándole un papel protagonista que la mantiene ante nuestros ojos durante casi toda la proyección.
   Lo que pudiera parecer y pensarse una comedia es en realidad el relato de un fracaso, el reflejo de lo que ocurre en tantos hogares, la crónica de un matrimonio que comparte techo (hace tiempo que cada uno duerme en su propia habitación) pero apenas mantiene una verdadera relación (ni tan siquiera hay escarceos sexuales, no digamos amor o cariño: sólo “buenos días” musitados y diálogos llenos de silencios y monosílabos). La esposa quiere que eso cambie y decide pedir ayuda a un profesional y, aunque su marido no se muestra dispuesto (realmente no ansía cambiar ninguna de sus rutinas, mucho menos las domésticas), termina por aceptar y ambos acuden a la consulta de un experto en relaciones rotas para intentar recuperar los deseos, los afectos, las sonrisas. Lo más inteligente del guión de Vanessa Taylor es sortear los escollos de un humor facilón y grueso (el que uno podía temerse al encontrarse en el reparto a Steve Carell, quien, por fortuna, sólo tiene unas cuantas apariciones), los lugares comunes de un feminismo exacerbado y reduccionista tan negativo como el machismo que por desgracia aún impera en tantas circunstancias e instancia, equilibrar los momentos hilarantes con la tragedia y el dolor sin despeñarse por ninguna de ambas pendientes, su falta de pretensiones, su despojamiento de discursos y soflamas y, por supuesto, su manera de entregarse al buen actor de dos actores de la talla de Tommy Lee Jones y Meryl Streep.
   Él, uno de los galardonados con los últimos Premios Donostia (en este año, el del sexagésimo aniversario del Festival de Cine de San Sebastián, en que han proliferado como si estuviesen de rebajas), deja claras una vez más su categoría y contención, extrayendo emociones desde su aparente falta de expresividad (la misma con la que nos conmovió en No es país para viejos o En el valle de Elah –ambas de 2007- o con la que aporta verdadera comicidad a la saga de los Men in Black), dando vida a este auténtico gañán (recuerda en más de una ocasión a Graciano Palomo, aunque con menos aspecto de casposo y sin recrearse tanto en sus bravatas) que ha olvidado que convive con una persona, no con un electrodoméstico. ¿Y qué añadir que no hayamos dicho de Meryl Streep? Que, en un rol que podría encarnar con los ojos cerrados y cubriendo el expediente, se percibe el mimo con que ha preparado cada gesto, cada mirada, cada frase (sólo por cómo pregunta “¿qué?” cuando el terapeuta le pregunta por el sexo oral que su marido podría practicarle merecería otra nominación al Oscar para seguir batiendo su propio record); viéndola moverse cualquiera diría que lleva treinta años de matrimonio cocinando beicon cada mañana en lugar de ser una de las actrices más grandes que cualquier tiempo ha visto y verá. ¡Qué sabrosa es la fruta madura recogida en el momento adecuado!    

lunes, 8 de octubre de 2012

TÍTULOS DE CRÉDITO

 
 
   ¿Otro blog sobre cine? Sí, ya sé que abundan más que las setas después de una lluvia persistente, pero éste llevan bastante tiempo pidiéndomelo y ronda desde hace unos meses (incluso más) en mi ánimo, en mis ganas, en mi pasión, en mi sangre (porque estoy convencido de que mis venas tienen más celuloide que otra cosa, de ahí el nombre); eso no lo hace necesario, soy consciente de ello, pero parece que estaba predestinado a encontrarme con él más tarde o temprano. Puesto que los estados de Facebook se me quedan cortos y sólo pueden leerlos aquellos que uno autoriza, se me antoja propicio compartir uno de mis vicios con los demás; pocas cosas más placenteras que recomendar a alguien una película (un libro, una obra de teatro, una serie, una canción) que se te ha metido dentro, que te ha envenenado, que te ha enriquecido, que pasa a formar parte de tu imaginario, de tu realidad porque (aunque tienes claro que sólo sucedió en la pantalla) te provoca emociones que nunca vas a olvidar y que reproduces cuando hablas de ella con personas que comparten tu entusiasmo o con otras que lo echan por tierra. También se trata de eso: de dialogar, de argumentar, de conversar, de conocer otros puntos de vista, de ampliar horizontes (para dogmatizar, catequizar, dictaminar ya hay otros –y, cuando llegas al final del texto, no tienes claro si la película les ha gustado o no o si la crítica viene dictada por lo que se espera de ellos, por la corriente generalizada o, todo lo contrario, por pretender marcar tendencia, por ser la mosca cojonera, pero sin demostrar verdadera implicación en el torrente demasiadas veces abstruso y culterano de palabras con el que quieren epatar y acallar otras voces-).
   Aunque cada vez con más asiduidad salgamos de la sala pensando “podría haber sido mejor si…”, “tal vez si el director no fuese…”, “quizá con otros actores…” o, directamente, indignados por la pérdida de tiempo y dinero, el cinéfilo (o sea, el verdadero amante del cine, no el erudito, no el que sólo gusta de un género, no el que sólo ve las películas del momento) tropieza las veces que sean necesarias en la misma piedra (es decir, no deja de consumir cine), busca y rebusca, indaga, revisa, descubre, hasta que aparece ese título que provoca que se sienta que la espera (que las miles de decepciones que quedan atrás) ha merecido la pena. Y eso intentaremos reproducir aquí: esa joya, ese disfrute, ese deleite, esa epifanía vivida, bien con un estreno, bien con la revisión de un clásico, bien con el deslumbramiento provocado por algo que no habíamos visto antes; también habrá espacio, por supuesto, para las decepciones y (yo no sería yo si no fuese así) para aquellas cintas que provocan hastío, enfado, indignación. E incluso, si así sucede, para esas películas de las que tenemos un buen o un mal recuerdo y, cuando nos da por visionarlas otra vez, nuestra valoración da un giro de 180 grados. En fin, espero que haya tiempo para todo, aunque para eso es fundamental que participéis, que os pronunciéis, que discrepéis, que mantengáis activo este blog. Ahora, que se apaguen las luces de la sala, que se ilumine la gran pantalla… ¡y que empiece la función!