domingo, 25 de mayo de 2014

"ROMPENIEVES": HUYENDO DEL FUTURO








TÍTULO ORIGINAL: Snowpiercer DIRECCIÓN: John-ho Bong GUIÓN: John-ho Bong, Kelly Masterson (basado en el comic Le Transperceneige de Jacques Lob, Benjamin Legrand, Jean-Marc Rochette) MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Kyung-pyo Hong MONTAJE: Steve M. Choe, Changju Kim REPARTO: Chris Evans, Jamie Bell, Tilda Swinton, Ed Harris, John Hurt, Octavia Spencer, Luke Pasqualino

   De nuevo, la distopía como permanente espada de Damocles sobre el destino de la humanidad, en realidad un futuro cada vez más cercano, incluso demasiado parecido al presente, llevando a sus últimas consecuencias (esas que resultan tan cercanas, esas que en parte ya conocemos, esas que añaden un componente terrorífico a lo que se cuenta) el fruto que arrojan investigaciones, inspecciones, hechos que pueden encontrarse en cualquier medio de comunicación, alarmas que en ocasiones están dirigidas, responden a intereses comerciales y/o políticos, pretenden engañar, confundir, amedrentar, provocar reacciones que redunden en beneficio de quien las propaga, profecías que, despojadas de su grandilocuencia y tremendismo, reducidas a su expresión más elemental y básica, pueden tener visos de cumplirse, precisamente resultan terroríficas y se transforman en verdaderos temores cuando recuerdan, evocan, son demasiado parecidas a lo que ya conocemos, cuando parten de algo que ha sucedido o sucede, cuando son advertencias de derivas equivocadas que no se corrigen (porque si comparamos unas con otras, incidiendo en aspectos distintos, apareciendo en épocas y/o sociedades muy diferentes, tomando como base circunstancias concretas y coyunturales, las predicciones negativas, los miedos, los apocalipsis tienen muchas características comunes estén descritas por Orwell, Huxley, McCarthy, King o cualquier autor que, sea en la rama artística que sea, se pone a fabular sobre el futuro que llama a la puerta con la misma contundencia que los primeros compases de la Quinta de Beethoven). El cambio climático, ese que está sucediendo ahora y siempre, ese que ha servido para explicar la desaparición de los dinosaurios, la formación de los continentes o cualquier perturbación sorprendente, mal comprendida o erróneamente atribuida, ese que ha inspirado (y sigue haciéndolo) historias de espionaje, teorías conspiranoicas, suspicacias con cimientos sólidos, terrores nocturnos, realidades incuestionables, está en la base, en la matriz, en el origen de este Rompenieves con que el cineasta de culto entre los amantes del género híbrido que aúna, mezcla, combina catástrofes, ciencia ficción, monstruos, violencia, acción, da un paso de gigante en su carrera ya que dirige su primera cinta en inglés con un reparto de campanillas.
   Lejos de su tono paródico, de su tendencia al abigarramiento por sí mismo, a la distorsión de la imagen, a lo disparatado sin freno ni medida, el surcoreano, fascinado por el cómic original desde hace unos cuantos años, juega la baza de una dirección artística muy precisa y claustrofóbica, cambiante y creadora de diferentes atmósferas, soporte y auspiciadora de los distintos tonos que van imprimiendo su sello en la narración, para ofrecer una historia que atrapa, implica, interesa, tanto por el preciso dibujo de los personajes como por la sencillez con que se desarrolla, dejando fuera lo farragoso, incomprensible y lenguaje técnico de títulos similares: sólo hay que saber que la humanidad está reducida a la mínima expresión, que sólo a bordo del tren es posible la supervivencia aunque si perteneces a los pasajeros de cola ésta pende de un hilo, de los caprichos y necesidades de los que detentan el poder, poseen armas y dictan las normas, los que ocupan y disfrutan los privilegios de los primeros vagones (la jerarquización de la sociedad, el abuso de la misma, esa que reproducen unos niños en teoría inocentes y a salvo de la corrupción de la socialización impuesta desde instancias superiores, esa que parece estar grabada indeleblemente en la conciencia –o inconsciencia- del ser humano tal y como fabuló/demostró William Golding en su imprescindible El señor de las moscas, que, aunque no es totalmente una distopía, emparenta con este tipo de narraciones). Con el concurso de unos intérpretes que dotan de verismo a sus roles, en ocasiones esquemáticos pero con los elementos imprescindibles bien perfilados para imprimirles un carácter, el director imprime en el interior del tren la misma velocidad a lo que sucede en esa bomba a punto de estallar, en esa imprescindible revolución para liberarse del yugo de una bota que ha aplastado demasiado tiempo, en ese anhelo por respirar sin debérselo a nadie, en esa necesidad de saber cuál es la situación real y si existe la mínima posibilidad de abandonar algún día la cárcel/refugio en que viajan, castigo y salvación, huyendo del caos con destino a ninguna parte: Chris Evans consigue despojarse de su aureola de superhéroe para encontrar un tono adecuado entre lo frágil y lo poderoso sin tener que recurrir a efectos, trucos o añadidos; Jamie Bell sigue demostrando su permanente progresión, su capacidad para emocionar desde lo mínimo, su manera de ofrecer el alma de su personaje con una mirada, haciendo cada vez más imperioso que le ofrezcan un cometido de enjundia que le deje explotar todo su potencial, su carisma, sus múltiples capacidades y talentos; poco puede añadirse sobre John Hurt y Ed Harris, más allá de su idoneidad para cualquier rol, su honestidad interpretativa, su entrega sea cual sea el género o el tipo de filme en que intervienen, el aporte de magisterio y excelencia que proporcionan, la humanidad que incorporan; Tilda Swinton recibe el personaje más estrambótico y lo recarga excesivamente ante sus notorias carencias como actriz cómica, funcionando en el contraste con el resto del reparto pero deviniendo en una caricatura más allá de lo necesario; Octavia Spencer regala algunos momentos de grandeza, de luminosidad, de cómo una actriz de raza se impone por encima de las limitaciones del esquematismo y el dibujo apresurado, de las convenciones del género, del poco detenimiento del guión en lo concreto al primar lo coral, las acciones, la tensión que se acumula: verla olfatear el humo de un cigarrillo, buscar la luz natural cuando ésta inunda uno de los vagones, pelear como sólo una madre lo hace cuando se trata de salvar a sus retoños, entregarse sin dudarlo a la causa común, proporciona una de las mayores sorpresas de la película, confirma su categoría y cierra todas aquellas bocas que denostaron su oscarizada y portentosa interpretación en Criadas y señoras (2011) y vaticinaban el peor de los destinos para la que consideraban actriz de poco recorrido.
   Con un tramo final en que el ritmo decae porque así se precisa (aunque no se pierde la emoción y se mantiene la lógica del relato), Rompenieves logra mantener el buen tono y la atención del espectador, alternando algunas secuencias notoriamente brillantes tanto en planteamiento como en resultados con otras de mera transición (en las que Bong se detiene lo justo), conformando un espectáculo que, por encima de acrobacias y fuegos artificiales, gana a los puntos por saber crear una empatía y graduar la tensión, imprimiendo vigor incluso en los momentos de mayor calma, anticipo de la explosión posterior, esa que el público percibe cómo va llegando por la acumulación de circunstancias, esa inevitable que, al mismo tiempo, servirá para enriquecer la trama y supondrá carburante para el tramo siguiente, esa que llega cuando conviene y que no se queda en lo aparatoso, sino que contribuye a una mejor explicación de los porqués, a la búsqueda de una salida, a sentar las bases para un nuevo futuro.

domingo, 18 de mayo de 2014

"CARMINA Y AMÉN": AHORA Y SIEMPRE


 
 
 
 
DIRECCIÓN: Paco León GUIÓN: Paco León MÚSICA: Pájaro, Pony Bravo, Espaldamaceta, Nina Simone FOTOGRAFÍA: Juan González MONTAJE: Ana Álvarez REPARTO: Carmina Barrios, María León, Yolanda Ramos, Paco Casaus, Estefanía de los Santos, Teresa Casanova, Mari Paz Sayago, Alejandro León


   Hace apenas dos años, el popular y estupendo cómico Paco León (reducido a una mera caricatura en la serie Aída, abducido por un personaje al que supo ensanchar las costuras, transformar en entrañable, sacar del mecanicismo al que obligaba un guión repetitivo, en ocasiones inexistente, chusco, forzado, encasillado en la obviedad, cortadas sus alas creativas a pesar de que el público lo respaldase), el que para tantos es “el Luisma”, decidió dar un giro a su carrera y pasar al otro lado de la cámara para dirigir una estimulante y rompedora película titulada Carmina o revienta, inspirada en la figura de su madre, con ella misma como protagonista, un experimento que se revestía de falso documental para glosar, reivindicar y homenajear a la mujer que le dio la vida, transformándola en metáfora, representando en ella a tantas que día a día han de partirse la cara con la vida para pelear por sus retoños, por su dignidad, por su supervivencia, esas que a pesar de todo siempre extraen una enseñanza y una sonrisa, esas filósofas que saben más que cualquier libro de autoayuda y que no venden ninguna fórmula mágica porque bien saben que no existe, pero no se arredran y aplican la experiencia y el sentido común, el ingenio permanentemente agudizado por el hambre (no sólo física, aunque los rugidos del estómago son la banda sonora que mantiene alerta sin descanso su instinto de protección). Y a pesar de lo mucho que fabuló, para cualquiera fue reconocible, verosímil y querible esa Carmina que llama a las cosas por su nombre, que acoge en su seno a los desprotegidos, los arrinconados, los marginados y se enfrenta sin dudarlo a los ladrones, los abusadores, los injustos, los que sojuzgan, reprimen o acogotan, los que se consideran superiores, los que cometen injusticias cuando no delitos amparados en la impunidad, en la legalidad vigente, en los subterfugios; y se dirá que ella utiliza unos modos nada ortodoxos, que diseña planes destinados a engatusar, ocultar, extraer beneficio propio, que resulta amoral (algunos emplearán un vocabulario más duro, pero en realidad sólo porque ven amenazado su corralito), y nadie está defendiendo su actitud para llevarla a la práctica, tan sólo señalando cuáles son sus referentes, por qué nos es tan cercana, por qué se establece una rápida identificación, una empatía inmediata, base fundamental del triunfo de la película, ya que los avatares de Carmina son similares a los de los grandes pícaros que en la literatura española (y mundial, pero esos, se quiera o no, se tienen muy interiorizados), aquellos que sólo roban para poder comer, que pergeñan mil y una argucias para llevarse algo caliente (o frío) al estómago, esos que reclaman cien años de perdón puesto que se lo están hurtando al acaparador, al que no tiene conciencia, al que atesora, al que se apodera de lo que en muchas ocasiones han obtenido otros sudando la gota gorda; y Paco León no dudó en poner el nombre, el rostro, la personalidad de su madre en un personaje de semejante calibre porque sólo desde lo cercano, lo familiar, lo mamado y vivido era posible comprenderle, latir a su ritmo, dejarse envolver por su arrolladora personalidad.

   Sin fatuidades ni grandilocuencias, el director novel supo imprimir un sello de autenticidad a su película, como si a ratos estuviéramos viendo el resultado de una cámara oculta, respirando verdad por los cuatro costados, confiando en el innegable carisma de su madre y en la sabiduría actoral de su hermana María, esa que jamás parece estar actuando, combinadas, arropadas, acompañadas por un elenco que eleva la naturalidad a un estadio de excelsitud pocas veces obtenido, mezclando intérpretes de solvencia y oficio con otros recién llegados, haciendo imposible distinguir a éstos de aquéllos, dotados todos de un saber decir que da a cada frase el énfasis adecuado, el tono medido para que el conjunto funcione con precisión, provocando carcajadas sinceras de complicidad, de asentimiento, de camaradería. El modo en que Paco León presentó su ópera prima provocó un estremecimiento en la industria, en aquellos que se mantienen inamovibles pensando que todo lo que no sea lo que está decidido en los despachos viene a quitarles raciones del pastel, los que no enmiendan, no alteran, no quieren avanzar, utilizar la tecnología en lugar de ser fagocitados por ella, los que no comprenden que las herramientas están para usarlas y evolucionar, que sus mayores enemigos son ellos mismos y sus modos obsoletos, que el público sigue queriendo serlo, que la mayoría quiere sentirse así y no le importa pagar, que igual importancia tiene el que lo hace para el disfrute doméstico y privado como el que sigue yendo a las salas pero tiene que hacer equilibrios para permitirse un rato de ocio, hubo muchas voces interesadas que se alzaron en su contra y que negaban los aciertos artísticos como parte de la censura feroz que intentaron aplicar, en algunos casos propiciando que los adeptos de Carmina creciesen en progresión geométrica (y no digamos nada de cómo han clamado a los cielos por su decisión de organizar un preestreno gratuito de Carmina y amén, lo que no le ha restado taquilla, todo lo contrario, puesto que es de esos títulos a los que la recomendación de un amigo aporta un valor añadido y el actor sabe que el favor del público es básico y se lo gana con honestidad). Era inevitable (y deseado) que Paco volviese a dirigir, pero también resultaba casi necesario que Carmina regresara, que se ahondase un poco más en su historia, y la nueva cita es absolutamente gratificante y se salda con la mayor de las victorias: sin haber perdido un ápice de su sencillez, de su aparente y envidiable facilidad para trenzar anécdotas, gags, ocurrencias dándoles una unidad, una progresión, narrando, desarrollando, Paco León se supera como guionista al profundizar en el drama, al no traicionar a sus personajes pero conferirles una hondura que en el disparate de la primera película hubiera sido un error, al aproximarse con mimo y respeto a las zonas oscuras a través de sugerencias, planos certeros, consintiendo que su madre revele facultades de inmensa actriz (su modo de mirar a la vecina que le cuenta con dignidad derrotada, pero sin perderla, sus terribles planes para no dejar a su hijo discapacitado desasistido antes de que ella pueda morir –y qué sentido cobrará después ese silencio cargado de comprensión, esos ojos que escudriñan y se empañan con un velo de profunda tristeza-, su manera de acoger, abrazar, intentar no inquietar a su nieta, siendo consciente de que se da cuenta del forzado disimulo que ella y María se traen –varía de tono, cambia de intención sin que se noten las transiciones, capaz de hablar con los gestos, comiendo compulsivamente el postre que la niña rechaza aunque “no me entra nada”, canturreando con agudeza, medio dormida, con ese plano del pie infantil que refleja más conocimiento cinematográfico que el de algunos aupados al podio de “directores artistas”-); además, el cineasta (porque así hay que llamarle sin ningún tipo de titubeo) se revela como dignísimo heredero de Berlanga, Forqué, Olea, Azcona, Buñuel, Neville, el mejor Almodóvar y, ¿por qué no?, Valle-Inclán, Gutiérrez Solana o Goya, creadores que deforman, exageran, subliman lo diferenciador, lo extravagante, lo risible, lo patético, lo absurdo, reflejándolo certeramente, sin disfraces, pero extrayendo el lado humorístico, diluyendo la tragedia en lo rocambolesco, divirtiendo por encima de todo, destacando lo anecdótico, lo idiosincrático, lo que queda como rasgo, como definición, como categoría, sin abrumar al espectador, pero dejando un sabor agridulce que es más efectivo que la tragedia más desatada, que la denuncia más descarnada.

   Y, por supuesto, esa inmensa Yolanda Ramos que abandona cualquier afectación, cualquier intento de ser divertida a toda costa, que dice frases desopilantes sin sentir, hablando en su bruma alcohólica, aún más difusa por los efectos de lo que fuma, que pudiera pensarse no tiene su bagaje interpretativo porque es tan enormemente natural como esas vecinas que son las de cualquiera, otro acierto de Paco León porque sabe dosificarlas, no imponerlas, no dejarse llevar por lo fácil, por lo que ya funcionó, por lo que gracias a su contención conserva prístina la capacidad para la algarabía, la sorpresa, la risa incontenible. Sin duda, este filme marca un antes y un después, aún más que su predecesor, porque deja clara la categoría de un director, un universo propio con tantos puntos de concomitancia con el de los que miran, un buen gusto a prueba de brochas gordas o truculencias, un buen puñado de escenas inolvidables (y que no conviene destripar, pero sí compartir con los que ya las han visto), momentos para reír hasta las lágrimas, otros para tragar saliva y conmoverse, todos para asombrarnos ante la maestría y solvencia del Paco León director y guionista del que empezamos a anhelar nuevas entregas de su talento que, a buen seguro, no nos harán echar de menos a Carmina, personaje que ya es legendario y merece un puesto de honor en la historia del cine.   

lunes, 12 de mayo de 2014

UNA DE CINE FRANCÉS




   Aunque en ocasiones resulta inevitable (todos caemos en esa trampa, consciente o inconscientemente), las generalizaciones no dejan de ser eso (incluso aunque respondan a una cierta realidad, a una impresión sustentada en un análisis, en la experiencia, a un hecho que se repite), percepciones más o menos interesadas, más o menos ramplonas, más o menos injustas, más o menos estereotipadas, más o menos veraces; recuerdo ahora con cierta vergüenza cuando, con la osadía de la ignorancia, pensándome un erudito porque consumía todo el cine a mi alcance a través de televisión (y, por desgracia, cuánto ha quedado fuera del alcance, de cualquier revisión, del corazón cinéfilo, de la verdadera comprensión), sin distinguir a unos de otros, reconociendo a siete actores, sabiendo el nombre de dos directores, por un par de películas mal entendidas o porque no eran de mi género favorito (ese que ahora no termino de tener claro: omnívoro al mil por mil, aunque haya querencias y apatías reiteradas), afirmaba que no me gustaba el cine francés, así en bloque, en su conjunto, impasible el ademán (como tantos lo mantienen a la hora de expresar sus opiniones, esas que intentan imponer y para las que tantas veces no poseen argumentario, meras imposturas encaminadas a darles certificado de pertenencia, anhelos elitistas que les reconcomen). Y un buen día descubrí que ese filme que me conmocionó una mañana de sábado en el programa Pista libre (ya ven, en un programa juvenil: así eran antes las cosas en TVE), que me noqueó, que me insufló aliento, que me cautivó, es decir, Fahrenheit 451 (1966) estaba dirigida por un señor llamado François Truffaut y se me despertó la curiosidad y fueron llegando otros y me di cuenta de que, como cualquier cinematografía, una tendencia marcada, un gusto por lo críptico, una delectación por lo intelectual (en el sentido de restrictivo, hermético, incomprensible), es tan sólo eso y que hay muchos tonos, voces, corrientes, colores que descubrir. Y como de un tiempo a esta parte se han acumulado varias cintas llegadas desde el país vecino y casi todas tienen un denominador común (los premios César), y dedico menos tiempo del debido a este blog, mejor será hablar de todas ellas en el mismo escrito, dando a cada una su espacio, pero buscando los puntos de concomitancia (o de discrepancia).

GUILLAUME Y LOS CHICOS, ¡A LA MESA!


TÍTULO ORIGINAL: Les garcons et Guillaume, à table! DIRECCIÓN: Guillaume Gallienne GUIÓN: Guillaume Galienne, Claude Mathieu, Nicolas Vassiliev (basado en el texto teatral homónimo del primero) MÚSICA: Marie-Jeanne Serero FOTOGRAFÍA: Glynn Speeckaert MONTAJE: Valérie Deseine REPARTO: Guillaume Galliene, André Marcon, Françoise Fabian, Nanou García
   Uno de los claros ejemplos del escaso complejo que tiene la industria francesa a la hora de encumbrar uno de sus productos, pertenezca al género que pertenezca, represente su faceta más introvertida y pretenciosamente artística o su gusto por un humor zafio, de absoluta brocha gorda, de una comicidad basada en lo más obvio y elemental, en las supuestas gracietas de un cómico desaforado (y el público acude a las salas, a unas y a otras propuestas). El texto teatral que en España conocimos interpretado por Secun de la Rosa (quien en realidad lo escupía, lo aceleraba, no le buscaba matices, lo basaba todo en su supuesto carisma, en el cariño que despertaba entre los espectadores de Aída, dejando una vez más patentes sus muchas carencias, su único tono) demuestra en su trasvase cinematográfico ser un mero vehículo para las particularidades, para los tics, las morisquetas de su autor, de todo un intérprete de la Comédie Française, de uno de esos cómicos que si fuese español tildaríamos de epítetos rayanos en el insulto (cuando no superándolo ampliamente) pero que si viene fuera puede ser que sea bendecido con múltiples parabienes. Guillaume Gallienne ha tenido personajes secundarios en los que ha sabido ponerse en la sombra, armonizarse con el resto del reparto, no forzar el tono -El concierto (2009), María Antonieta (2006)-, pero convertido en estrella, dirigiéndose a sí mismo, transformado en su propio personaje, resulta muy cargante, excesivamente irritante, pasando de la necesaria ridiculización (al fin y al cabo estamos ante una farsa, un esperpento, una pantomima) a lo extenuante, recargando la humorada más allá de toda medida; sin duda, el mayor acierto es dar corporeidad a la madre, el personaje en ausencia en el escenario: sus apariciones (a cargo del propio Galienne) son lo mejor, lo más divertido, sorprendentemente lo menos exagerado, lo más comedido, razón por la que funcionan con una efectividad que se traduce en carcajadas. Cinco César parecen muchos, especialmente si tenemos en cuenta que obtuvo el de Mejor Ópera Prima y el de Mejor Película, cuando ser candidata en el primer apartado debería invalidar para aparecer en el segundo o, en todo caso, no distinguir entre primeros filmes y el resto (es como ese empeño de algunos en que una cinta de animación gane un Oscar en la categoría absoluta cuando existe un galardón específico).

9 MESES… DE CONDENA!


TÍTULO ORIGINAL: 9 MOIS FERME DIRECCIÓN: Albert Dupontel GUIÓN: Albert Dupontel MÚSICA: Christophe Julien FOTOGRAFÍA: Vincent Mathias MONTAJE: Christophe Pinel REPARTO: Albert Dupontel, Sandrine Kiberlain, Nicolas Marié, Philippe Uchan, Philippe Duquesne
   Tal vez el mayor error de los últimos César sea la asunción al Olimpo de las grandes de Sandrine Kiberlain, otra de esas cómicas irritantes porque piensan que su mera presencia, salpicada, complementada, condimentada por una sucesión incontrolable de muecas, aspavientos y ademanes exagerados, son más que suficiente para provocar la hilaridad del público (y en muchos casos, sin duda, lo consiguen: no hay que repasar la taquilla patria o los índices de audiencia televisiva e incluso, como en este caso, fijarse en lo que la crítica sanciona y los premios avalan). Y, para colmo, consigue el triunfo protagonizando una cinta a la que uno se resiste a calificar como comedia por el mucho respeto que le merece el género, una sucesión de gags, gritos, carreras, muecas, todo enfatizado como suelen hacerlo aquellos que se dirigen a los niños como si fuesen bobos, distorsionando las voces como efecto cómico, desquiciando el ritmo que bien temperado pudiera dotar de algo de gracia a un argumento manido, esquemático, sin sorpresas ni hallazgos, premiado como el mejor año en los mismos galardones de que venimos ocupándonos, es decir, los César (por otro lado, el suplicio pasa pronto porque no es que la olvides después de su visionado, ¡es que lo vas haciendo durante el mismo!).

EL PASADO

TÍTULO ORIGINAL: Le passé DIRECCIÓN: Asghar Farhadi GUIÓN: Asghar Farhadi MÚSICA: Evgueni Galperine, Youli Galperine FOTOGRAFÍA: Mahmoud Kalari MONTAJE: Bérénice Bejo, Tahar Rahim, Ali Mosaffa, Pauline Burlet, Elyes Aguis
   Desde que el Festival de Berlín aupó a lo más alto de su palmarés a Nader y Simin, una separación (2011), sustentando el Oso de Oro con los premios a los actores y actrices de la cinta (cuatro en el caso de los hombres, dos en el de las mujeres), el nombre de Asghar Farhadi goza del mayor de los prestigios entre los que se consideran cinéfilos y dicen gustar de un cine que huye de lo comercial (como siempre, usando el adjetivo con tono peyorativo y como manera de menospreciar a los que eligen otros filmes), considerándose importantes por el mero hecho de sentirse conectados como cineastas como el iraní. El caso es que hay poco que comprender en sus películas, el asunto queda claro, otra cosa es lo que a él le interesa, es decir, su estilo elíptico, poco explicativo, que deja a los actores sin protección porque, en realidad, tienen poco a lo que agarrarse, porque lo que sería importante, impactante, arrebatador (es decir, todo lo que el cineasta encuentra facilón, obvio, convencional, las pasiones, las emociones, los sentimientos, los porqués), queda fuera, no se incide, sólo intérpretes de la talla de Bérénice Bejo (galardonada en Cannes como mejor actriz, tal vez con menos méritos que otras de las posibles, pero reconociendo su talento más allá de The Artist (2011), lo que algunos profetizaban sería su tumba), capaces de expresar con una mirada páginas de guión, que aportan un bagaje, unas cargas pesadas en la espalda, un equipaje repleto e incómodo de arrastrar, logran imprimir carácter y realidad al rol encomendado e incidir en la sensibilidad del espectador, anegado en un tono moroso que no parece ir a ninguna parte, que pasa por encima de detalles, personajes, situaciones que precisarían una mayor atención, un desarrollo más pormenorizado, no porque no se comprendan (en realidad, por mucho que pretenda lo contrario, es fácil adivinar lo que vendrá a continuación), sino porque lo que aparece plasmado en pantalla deviene en cansino, redundante, plúmbeo.

LA VENUS DE LAS PIELES


 
TÍTULO ORIGINAL: La Vénus à la fourrure DIRECCIÓN: Roman Polanski GUIÓN: Roman Polanski, David Ives (basado en la obra homónima del segundo, inspirado en la novela de Lepold von Sacher-Masoch) MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Pawel Edelman MONTAJE: Hervé de Luze, Margot Meynier REPARTO: Emmanuelle Seigner, Mathieu Amalric
   Una vez más, Polanski vuelve a dejarnos sin aliento: por su cuidada planificación, por su puesta en escena, por alcanzar las más altas cotas de tensión e interés con dos personajes y un único escenario, por inyectar adrenalina en cada fotograma, por saber extraer la esencia teatral del original rompiendo todas las costuras, por ser un genio que no va de nada, que filma con asombrosa naturalidad, con apabullante sencillez, con un absoluto dominio de la escena, desapareciendo tras la cámara, imprimiendo su sello a cada momento. El modo en que Mathieu Amalric (uno de los actores más completos y versátiles del panorama mundial) y, especialmente, Emmanuelle Seigner asumen sus caracteres sólo puede calificarse de sobrehumano, de regocijante, de pletórico: nos hacen sentir, con la ayuda y complicidad del cineasta que siempre sabe dónde hay que colocar la mirada del espectador, como intrusos en este particular ensayo, en este duelo que va más allá de lo que dice el texto (un prodigio, por cierto, de altura literaria, filosófica, humana, de lo que se quiera, sin auparse a lo culterano, lo abstruso, lo ininteligible: despejando horizontes, despertando curiosidades, inquietudes, pulsando teclas desconocidas). Y si Polanski salvó el honor llevándose con toda justicia su cuarto César como director, clama a la instancia que deba hacerse el hecho de que Emmanuelle Seigner (que aún tiene que arrastrar el sambenito de ser la esposa de quien es) perdiese un premio que hubiese refrendado la constatación de que es una intérprete de muy amplio recorrido, de innumerables matices, casi como un caleidoscopio que muta de un segundo al siguiente sin que se note dónde y cómo lo hizo; en este caso, su interpretación roza (si no supera) lo excelso, lo brillante, lo glorioso, pero, al igual que en Cannes vio como la ninguneaban en beneficio de Bérénice Bejo (al menos, una contrincante de altura), en los César ambas y Catherine Deneuve y Fanny Ardant (y Léa Seydoux y Sara Forestier en un escalón inferior, aunque por encima de la ganadora) tuvieron que aplaudir a Sandrine Kiberlain sin que los responsables sufriesen el oprobio merecido por decisión tan estrambótica e innecesaria.

martes, 6 de mayo de 2014

"EL VIENTO SE LEVANTA": AGRADABLE, PERO TAN SÓLO ES UNA BRISA






TÍTULO ORIGINAL: Kaze Tachinu DIRECCIÓN: Hayao Miyazaki GUIÓN: Hayo Miyazaki (basado en su propio cómic, inspirado en la novela homónima de Tatsuo Hori) MÚSICA: Joe Hisaishi

   El asunto del cine de animación siempre hace correr muchos ríos de tinta, sobre todo desde que algunos decidieron que sólo se otorgaba el marchamo de calidad a aquel que estuviera destinado a los adultos o cuando menos desarrollase tramas complejas, menospreciando todo lo que pudiera ser catalogado como “infantil”, juzgando a los grandes clásicos (los que hicieron avanzar la expresión, el arte cinematográfico, los pioneros, los que se la jugaron) con la visión un tanto alienada e influenciada por lo que se lleva ahora, por lo sublimado, por lo sancionado como idóneo, como merecedor de consideración, hablando como si siempre se hubiera mantenido el mismo criterio, como si desde la infancia uno hubiera sido capaz de discernir lo que merece la pena preservar y lo que no, como si uno exigiese a lo que entretiene algo más allá de ese cometido primordial, como si lo meramente divertido, lo que nos evade, lo que sólo busca gustar y complacer en lo más básico fuese algo negativo. Todos los que ahora demonizan a Disney por el mero hecho de serlo, como marca, como nombre, sin concretar en cada título de los que fueron cimentando y ampliando su imperio, arrinconando con un solo gesto años de innovación, de investigación, de deleite, de sorpresa, de clásicos que han alcanzado esa categoría porque lo merecen (no hay más que ver el éxito de cualquier reposición –aunque ahora no se practiquen como hace años, cuando se esperaba con anhelo, e incluso con los dedos cruzados pensando en tu favorita o en la que aún no habías visto, el anuncio de cuál sería la elegida para proyectar en cines- o las cifras de venta de los formatos domésticos), mantienen el discurso aprendido, endeble y poco o mal argumentado, fundamentalmente tildándole de falsario por pintar un mundo color de rosa, agradable, con fe en las bondades de cada quien, moralina que en ocasiones no lo es tanto y que en otras, sencillamente, no estorba ni perturba, no convence de nada, pero proporciona un disfrute que permanece con el paso del tiempo, olvidando tal vez el origen de muchas de sus creaciones, cuentos infantiles, fábulas, historias ingenuas con moraleja en las que el maniqueísmo campa por sus respetos, productos destinados a un rápido consumo, para audiencias que no van más allá de lo elemental porque no es el momento, en los que uno sigue sin comprender (y sin necesitar cuando los fue conociendo a la edad debida, sin ahora echarlo de menos o pensar qué tonto fue por creérselos) por qué es necesario que haya espacio para lo que deprime, lo que asusta, lo que no se comprende (ya habrá tiempo en la evolución de cada uno como lector/espectador/persona), obviando que el lobo da mucho miedo (y se traga enterita a la abuela) o que al patito se le insulta por no responder a los estándares de belleza vigentes (¿Cuentos complacientes y sin matices? ¿Haberlos conocido nos ha convertido en títeres clónicos que no distinguimos el bien del mal?). Y si nos centramos en Walt Disney, es justo recordar que su carácter visionario fue el motor para convertir lo que se conocía en los mentideros de Hollywood como “la tontería de Disney” en un filme que, por derecho propio, se inscribió desde su estreno con las letras más doradas que puedan encontrarse en la historia, el que supo vislumbrar que la animación merecía largometrajes, ser algo más que un complemento, el que comprendió que tenía un éxito sin precedentes entre manos (en contra de lo que tantos le vaticinaban –algunos, no podemos negarlo, futurólogos interesados en que fracasase, de ahí el pronóstico desfavorable-) cuando escuchó llorar a los espectadores adultos en una de las primeras proyecciones de Blancanieves y los siete enanitos (1937), el que amplió las posibilidades de entretenimiento, el que incorporó matices, el que supo hablar con el mismo lenguaje a los niños y a sus padres, el que trazaba personajes ambiguos, atractivos pero malvados, el que va a seguir reinando pese a quien pese.
   El caso de Hayao Miyazaki, en realidad, desmonta las absurdas teorías de todos los que se precian de gustar de una animación que en ocasiones sólo es apabullante en lo técnico, que se recrea demasiado en sus logros sin prestar atención a las tramas (esas que se supone son el verdadero salto cualitativo, como si Toy Story (1995), maravillosa en sí misma, no bebiese ni buscase sus referentes en situaciones narradas en Dumbo (1941), La dama y el vagabundo (1955) o El libro de la selva (1967), como si la decepcionante tercera entrega de la saga –esa que rindió a la crítica de todo el mundo, a tanto fatuo autoproclamado experto- no se limitase a repetir los hallazgos de las dos primeras, cayendo en todos los lugares comunes y manidos que provocan chanzas si proceden de otro estudio -¡Ah, no, que ahora son el mismo!-), esa hipertrofia de que dan buena cuenta cintas como Los increíbles (2004) o Up (2009), enredadas en su propia importancia, estirando hasta la extenuación situaciones que no dan para un largo, provocando la inquietud (cuando no directamente el aburrimiento) del público objetivo, es decir, el infantil. Y es que resulta que el maestro (porque lo es y lo ha demostrado con creces) se formó/curtió en el departamento de animación de los estudios que crearon Heidi (1974), El perro de Flandes (1975) o Marco (1976), series de televisión que, se mire como se mire, fueron revolucionarias, rompedoras, diferentes, un soplo de aire fresco, por mucho que llamase la atención que los rostros de todos los personajes se asemejasen, por mucho que los fondos fueran en ocasiones un mero trazo, por mucho que en el momento de su estreno no las juzgásemos más que como lo que éramos (es decir, niños) y porque no han perdido su encanto, su candor, su sencillez formal porque lo que buscaban era la efectividad, crear adeptos (y lectores, aunque esa es otra historia). Siguiendo unos parámetros muy claros, siendo fiel a una tradición (idiosincrasia oriental, sin duda), Miyazaki fue ampliando horizontes, encontrando su propio estilo, rompiendo moldes sin que lo pareciese, subvirtiendo el género sin pretensiones, aportando ritmo, vigor, personalidad, recurriendo a una animación muy reconocible (esa que en manos de otros es considerada trasnochada, superada, anticuada, torpe, roma), suponiendo el reencuentro con códigos que siguen funcionando siempre que sepan utilizarse y revitalizarse, sin perder esos pasmo y asombro primigenios que los nuevos espectadores mantienen intactos, sin intoxicaciones, y que regalan a través de exclamaciones, aplausos, bocas abiertas, regocijo sin límites, reacciones idénticas, por cierto, a las que experimenta el adulto cuando comparte una proyección de El viaje de Chihiro (2001), una joya absoluta por su libertad, por no poner frenos a la imaginación, por no pretender dar lecciones, por saber ganarse el favor del público de cualquier edad sin complejos, sin renegar de lo elemental, consintiendo y propiciando la particular implicación de cada uno en el nivel que prefiera, en el que se sienta más cómodo, pudiendo variar la percepción en cada nueva revisión.
   Y Miyazaki anuncia su retirada tras el estreno de El viento se levanta, ofreciendo una película que responde a lo que esperamos de su universo fílmico, en el que encontramos su sensibilidad, su ternura, su preferencia por lo onírico, su gusto por los que se atreven a soñar y luchan por llevar a la práctica eso que un buen día creen posible, pero lo que podría haber sido una cinta emocionante, romántica, con el punto necesario de nostalgia (tanto la anticipada por la despedida como la que viven los personajes), sensible y conmovedora, se queda un tanto en lo superficial, ensamblando con poca pericia lo fantasioso y lo real, abusando de los sueños del protagonista sin que eso tenga una verdadera continuidad en la historia, deteniéndose en explicaciones demasiado prolijas que sólo un iniciado en la materia (la aviación, la aeronáutica) logra comprender, prestando atención a detalles que, si no son prescindibles, al menos no debieran ocupar tanto metraje, perdido un poco en su admiración por el personaje real que inspira la película (Jiro Horikoshi, el diseñador de algunos de los cazas japoneses utilizados durante la II Guerra Mundial), pareciendo que a partir de cierto punto no se tiene muy claro el lugar al que se quiere llegar, cerrando la cinta con precipitación, dejando la sensación de que falta algo. Aun así, es un gusto rastrear la mano del maestro, sentir que se entra en el túnel del tiempo, comprobar que aquella animación que nos gustaba aunque no supiéramos decir por qué, aunque no tuviésemos el bagaje para preferirla por nosotros mismos, aunque no conociéramos la nomenclatura correcta para referirnos a ella, mantiene intactos todos sus valores y virtudes, especialmente cuando la maneja alguien que sólo se preocupa por narrar, por comunicar (incluso quedándose a medio camino, hay secuencias para la leyenda, guiños para cinéfilos, trampolines para lanzarse a soñar sin freno ni red), por desarrollar su trabajo sin condicionamientos de ningún tipo (lo único que cabría esperar es que Miyazaki dé marcha atrás en su decisión y nos sorprenda, más pronto o más tarde –preferiblemente lo primero-, con otra de sus creaciones).