TÍTULO ORIGINAL: 12 Years a Slave
DIRECCIÓN: Steve McQueen GUIÓN: John Ridlet (basado en el libro autobiográfico
de Solomon Northup) MÚSICA: Hans Zimmer FOTOGRAFÍA: Sean Bobbitt MONTAJE: Joe
Walker REPARTO: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong´o, Benedict
Cumberbatch, Sarah Paulson, Brad Pitt, Paul Dano, Paul Giamatti
Ya hemos hablado en muchas ocasiones de lo estimulante que es la
continua sorpresa (para bien y para mal) que es enfrentarse a la evolución de
un artista, el deseo de que sea imprevisible, que no podamos intuir por dónde
va a ir en su siguiente obra, el reconocimiento de un estilo que se sigue
depurando, que no se anquilosa, que no se estanca; en esta ocasión, el anterior
título de Steve McQueen, el tan encumbrado, ovacionado y glosado Shame (2011), una de las películas más
huecas y pretenciosas que uno recuerda (se supone que de eso quería hablar
pero, precisamente, quedó prisionera de ese mundo de apariencias, de entes sin
contenido, de toallas arrojadas, de derrotados por sí mismos), no hacía
albergar ninguna esperanza para el espectador fatigado por ese regodeo en sí
mismo, por una dirección lastimosa sólo preocupada por no poder ser acusada de
clásica, deviniendo en un ejercicio de ausencia de estilo que desdibujaba
cualquier atisbo de verdad, despojando a los personajes de emociones,
conformando una burbuja a la que se le veían las intenciones desde el primer
minuto pero que consiguió que la crítica sesuda agotase dos o tres
diccionarios. Lo cierto es que conocer la naturaleza del proyecto provocó un
gran despiste y no permitía adivinar por dónde podrían ir los tiros, aunque con
lo visto en el filme citado, todo hacía pensar que, para huir de lo que suele
ser habitual en el acercamiento que el séptimo arte ha hecho al tétrico e
infame lacra de la esclavitud, el degradante modo en que se construyó un país
(más de uno, aunque ahora nos centremos en EEUU porque es lo que toca), McQueen
volvería a recurrir a trucos manidos para seguir engrandeciendo su aureola de
artista, situándose en el extremo opuesto de lo que la por derecho propio
mítica serie de televisión Raíces (1977)
transformó en categoría, casi en un subgénero. Pero, por fortuna, por mucho que
uno tenga sus filias y fobias, no perder la capacidad ni las ganas de
asombrarse, de cambiar el discurso mantenido, de descubrir, no llevar la
crítica hecha de casa y no cambiar ni una coma, supone que el arte siga ganando
la partida y, de repente, sin tener que desdecirte de nada (porque cada
película es una aunque las firme la misma persona), te encuentres elogiando sin
reparos y con encomio al que hace nada denostabas e incluso repudiabas, y esa
ha sido la experiencia vivida ante 12
años de esclavitud.
Steve McQueen no tiene miedo, todo lo contrario, en remover los
cimientos sobre los que se sustenta EEUU -tal vez porque nació en Londres, a
buen seguro porque comparte raza, ancestros, pasado con los protagonistas
reales de la historia que cuenta-, en poner al país frente al espejo para que
mire su miseria moral, sus vergüenzas, su consentimiento, una rémora de la que
aún no está limpio por mucho que ciertos hitos, realidades, logros,
normalizaciones, se vendan y utilicen como propaganda, como demostración de que
las cosas han cambiado (por desgracia, sólo en parte y sólo para algunos). El mayor
mérito del cineasta es hacer esta denuncia, remover (más que conmover) a la
platea, sin caer en el tremendismo, en lo obvio, sugiriendo, adoptando un
estilo descarnado, sobre todo en su frialdad, en su distanciamiento, en su
sequedad, provocando escalofríos, encogimientos de alma, dolores, tal vez
lágrimas (nada buscadas ni propiciadas), sin manipulaciones ni ampulosidades,
sin embellecimientos ni correcciones, apelando a la inteligencia, empatía y
comprensión de la audiencia con honestidad, confiando en un reparto que ofrece
algunas de las interpretaciones más contundentes e impresionantes que puedan
verse en pantalla en estos momentos, entregados a sus roles sin maniqueísmos y
sin preocuparse de cómo van a ser recibidos. En un año en que la Academia de
Hollywood ha ninguneado, olvidado, no sabido apreciar a unos cuantos actores
(en masculino) para aupar a lo más alto (en una tendencia ya clásica) a otros
por desaforar, disfrazarse, cambiar su apariencia (suma muchos puntos lo de
camuflar, ocultar, perder la galanura, la belleza, el físico habitual), Chiwetel
Ejiofor aparece como la mejor opción para alzarse con la estatuilla por una de
esas “no interpretaciones” que paladear, degustar a sorbos, sin precipitación:
sobrecogedores sus múltiples matices con apenas una mirada, con esos ojos que
no comprenden lo que está sucediendo pero han de aceptarlo para evitar males
mayores, impactantes su forma de caminar como si quisiera ser invisible, no
estorbar, mimetizarse con el ambiente, evitar que el amo caiga en la cuenta de
su existencia y le castigue sólo por estar ahí; es apabullante el modo en que
se aferra a la vida, al mínimo y más que frágil hilo que le permite seguir
respirando aún con dificultad, al borde de la asfixia, en una de las secuencias
más estremecedoras de los últimos años (y casi de cualquiera), unos minutos
largos y agónicos para el que los contempla, sumado a la manera en que McQueen
construye la escena, definiendo claramente sus intenciones, la incomodidad que
quiere provocar, cómo maneja los silencios, lo que lo queda flotando, las
preguntas que brotan en el espectador, para que el filme no caiga en el
discurso, en el proselitismo, en lo redundante, pero defienda claramente su
causa y convenza incluso a los reticentes o acomodados. De ese modo, aunque en
un primer acercamiento pueda parecer un personaje positivo, el hacendado al que
da vida Benedict Cumberbatch (ese camaleón que parece no tener límites y que se
ha convertido en imprescindible) pone al descubierto la postura fácil y cómoda
que muchos mantuvieron y mantienen, protestando lo justo pero aceptando las
bondades que reciben de una situación injusta sin actuar como podrían para que
el panorama cambiase, mostrando humanidad sólo cuando les conviene, regalando
misericordia en pequeñas cantidades, supliendo con rezos y golpes de pecho lo
que el mensaje en que creen les impele a hacer (o reinterpretándolo
torticeramente, colocando su crueldad bajo el designio divino); así quedan
también retratados los que sólo se ocupaban (doce años después, todo hay que
decirlo) de aquel que era ciudadano libre y tenía derechos (aunque minimizados
por el color de su piel), como queda demostrado cuando las fuerzas de la ley
aparecen preguntando por Solomon, pero sólo por él, mientras el resto de
esclavos asisten a su liberación sin que nadie se interese por ellos (es lo
mismo que narra Garson Kanin en su gozoso y revelador libro sobre Katharine
Hepburn y Spencer Tracy al referirse a cómo se aceptaba como algo natural que
los negros sólo pudieran entrar en determinados teatros más que como parte del
espectáculo, jamás como público).
Michael Fassbender, actor que hasta el momento a uno le parecía tan sólo
un físico, una presencia sin verdadera entidad, plano y sin capacidad para
transmitir emociones, consigue algunos momentos verdaderamente brillantes en
los que es una olla a punto de entrar en ebullición, una amenaza que aterroriza
sólo por su posibilidad, sin duda el único de entre los secundarios
seleccionados que hace méritos para ser un digno ganador del Oscar; Lupita
Nyong´o se adecúa perfectamente al tono que el director quiere, no se excede en
el personaje en que más podría hacerse, contiene el melodrama que no aportaría
(antes al contrario, restaría fuerza y empaque), pero en la que sin duda es su
gran momento de lucimiento, otra de esas oportunidades en que McQueen planifica
con tiento, con el ojo de gran director, insinuando, instalando el pavor en el
patio de butacas con un montaje prodigioso, la contención juega un tanto en su
contra, sobre todo porque en segundo plano una escalofriante Sarah Paulson roba
la función con apenas un encogimiento de hombros y con una mirada plagada de
odio y desprecio (sólo por unos minutos merecería premios y todos los
parabienes posibles). Aunque parta como gran favorita, aunque habrá de recoger
alguna recompensa en forma de estatuilla dorada (eso sería, al menos, lo
deseable), parece muy complicado que 12
años de esclavitud sea bendecida por Hollywood como la mejor cinta del año,
especialmente por su tono incluso desabrido, muy áspero, dejando muy clarito
hacia quién dirige sus dardos, todo un revulsivo que muchos sólo están dispuestos
a fingir que beben y aceptan, un puñetazo de gran cine para el resto del mundo.