viernes, 31 de enero de 2014

"12 AÑOS DE ESCLAVITUD": LATIGAZO DE BUEN CINE






TÍTULO ORIGINAL: 12 Years a Slave DIRECCIÓN: Steve McQueen GUIÓN: John Ridlet (basado en el libro autobiográfico de Solomon Northup) MÚSICA: Hans Zimmer FOTOGRAFÍA: Sean Bobbitt MONTAJE: Joe Walker REPARTO: Chiwetel Ejiofor, Michael Fassbender, Lupita Nyong´o, Benedict Cumberbatch, Sarah Paulson, Brad Pitt, Paul Dano, Paul Giamatti

   Ya hemos hablado en muchas ocasiones de lo estimulante que es la continua sorpresa (para bien y para mal) que es enfrentarse a la evolución de un artista, el deseo de que sea imprevisible, que no podamos intuir por dónde va a ir en su siguiente obra, el reconocimiento de un estilo que se sigue depurando, que no se anquilosa, que no se estanca; en esta ocasión, el anterior título de Steve McQueen, el tan encumbrado, ovacionado y glosado Shame (2011), una de las películas más huecas y pretenciosas que uno recuerda (se supone que de eso quería hablar pero, precisamente, quedó prisionera de ese mundo de apariencias, de entes sin contenido, de toallas arrojadas, de derrotados por sí mismos), no hacía albergar ninguna esperanza para el espectador fatigado por ese regodeo en sí mismo, por una dirección lastimosa sólo preocupada por no poder ser acusada de clásica, deviniendo en un ejercicio de ausencia de estilo que desdibujaba cualquier atisbo de verdad, despojando a los personajes de emociones, conformando una burbuja a la que se le veían las intenciones desde el primer minuto pero que consiguió que la crítica sesuda agotase dos o tres diccionarios. Lo cierto es que conocer la naturaleza del proyecto provocó un gran despiste y no permitía adivinar por dónde podrían ir los tiros, aunque con lo visto en el filme citado, todo hacía pensar que, para huir de lo que suele ser habitual en el acercamiento que el séptimo arte ha hecho al tétrico e infame lacra de la esclavitud, el degradante modo en que se construyó un país (más de uno, aunque ahora nos centremos en EEUU porque es lo que toca), McQueen volvería a recurrir a trucos manidos para seguir engrandeciendo su aureola de artista, situándose en el extremo opuesto de lo que la por derecho propio mítica serie de televisión Raíces (1977) transformó en categoría, casi en un subgénero. Pero, por fortuna, por mucho que uno tenga sus filias y fobias, no perder la capacidad ni las ganas de asombrarse, de cambiar el discurso mantenido, de descubrir, no llevar la crítica hecha de casa y no cambiar ni una coma, supone que el arte siga ganando la partida y, de repente, sin tener que desdecirte de nada (porque cada película es una aunque las firme la misma persona), te encuentres elogiando sin reparos y con encomio al que hace nada denostabas e incluso repudiabas, y esa ha sido la experiencia vivida ante 12 años de esclavitud.
   Steve McQueen no tiene miedo, todo lo contrario, en remover los cimientos sobre los que se sustenta EEUU -tal vez porque nació en Londres, a buen seguro porque comparte raza, ancestros, pasado con los protagonistas reales de la historia que cuenta-, en poner al país frente al espejo para que mire su miseria moral, sus vergüenzas, su consentimiento, una rémora de la que aún no está limpio por mucho que ciertos hitos, realidades, logros, normalizaciones, se vendan y utilicen como propaganda, como demostración de que las cosas han cambiado (por desgracia, sólo en parte y sólo para algunos). El mayor mérito del cineasta es hacer esta denuncia, remover (más que conmover) a la platea, sin caer en el tremendismo, en lo obvio, sugiriendo, adoptando un estilo descarnado, sobre todo en su frialdad, en su distanciamiento, en su sequedad, provocando escalofríos, encogimientos de alma, dolores, tal vez lágrimas (nada buscadas ni propiciadas), sin manipulaciones ni ampulosidades, sin embellecimientos ni correcciones, apelando a la inteligencia, empatía y comprensión de la audiencia con honestidad, confiando en un reparto que ofrece algunas de las interpretaciones más contundentes e impresionantes que puedan verse en pantalla en estos momentos, entregados a sus roles sin maniqueísmos y sin preocuparse de cómo van a ser recibidos. En un año en que la Academia de Hollywood ha ninguneado, olvidado, no sabido apreciar a unos cuantos actores (en masculino) para aupar a lo más alto (en una tendencia ya clásica) a otros por desaforar, disfrazarse, cambiar su apariencia (suma muchos puntos lo de camuflar, ocultar, perder la galanura, la belleza, el físico habitual), Chiwetel Ejiofor aparece como la mejor opción para alzarse con la estatuilla por una de esas “no interpretaciones” que paladear, degustar a sorbos, sin precipitación: sobrecogedores sus múltiples matices con apenas una mirada, con esos ojos que no comprenden lo que está sucediendo pero han de aceptarlo para evitar males mayores, impactantes su forma de caminar como si quisiera ser invisible, no estorbar, mimetizarse con el ambiente, evitar que el amo caiga en la cuenta de su existencia y le castigue sólo por estar ahí; es apabullante el modo en que se aferra a la vida, al mínimo y más que frágil hilo que le permite seguir respirando aún con dificultad, al borde de la asfixia, en una de las secuencias más estremecedoras de los últimos años (y casi de cualquiera), unos minutos largos y agónicos para el que los contempla, sumado a la manera en que McQueen construye la escena, definiendo claramente sus intenciones, la incomodidad que quiere provocar, cómo maneja los silencios, lo que lo queda flotando, las preguntas que brotan en el espectador, para que el filme no caiga en el discurso, en el proselitismo, en lo redundante, pero defienda claramente su causa y convenza incluso a los reticentes o acomodados. De ese modo, aunque en un primer acercamiento pueda parecer un personaje positivo, el hacendado al que da vida Benedict Cumberbatch (ese camaleón que parece no tener límites y que se ha convertido en imprescindible) pone al descubierto la postura fácil y cómoda que muchos mantuvieron y mantienen, protestando lo justo pero aceptando las bondades que reciben de una situación injusta sin actuar como podrían para que el panorama cambiase, mostrando humanidad sólo cuando les conviene, regalando misericordia en pequeñas cantidades, supliendo con rezos y golpes de pecho lo que el mensaje en que creen les impele a hacer (o reinterpretándolo torticeramente, colocando su crueldad bajo el designio divino); así quedan también retratados los que sólo se ocupaban (doce años después, todo hay que decirlo) de aquel que era ciudadano libre y tenía derechos (aunque minimizados por el color de su piel), como queda demostrado cuando las fuerzas de la ley aparecen preguntando por Solomon, pero sólo por él, mientras el resto de esclavos asisten a su liberación sin que nadie se interese por ellos (es lo mismo que narra Garson Kanin en su gozoso y revelador libro sobre Katharine Hepburn y Spencer Tracy al referirse a cómo se aceptaba como algo natural que los negros sólo pudieran entrar en determinados teatros más que como parte del espectáculo, jamás como público).
   Michael Fassbender, actor que hasta el momento a uno le parecía tan sólo un físico, una presencia sin verdadera entidad, plano y sin capacidad para transmitir emociones, consigue algunos momentos verdaderamente brillantes en los que es una olla a punto de entrar en ebullición, una amenaza que aterroriza sólo por su posibilidad, sin duda el único de entre los secundarios seleccionados que hace méritos para ser un digno ganador del Oscar; Lupita Nyong´o se adecúa perfectamente al tono que el director quiere, no se excede en el personaje en que más podría hacerse, contiene el melodrama que no aportaría (antes al contrario, restaría fuerza y empaque), pero en la que sin duda es su gran momento de lucimiento, otra de esas oportunidades en que McQueen planifica con tiento, con el ojo de gran director, insinuando, instalando el pavor en el patio de butacas con un montaje prodigioso, la contención juega un tanto en su contra, sobre todo porque en segundo plano una escalofriante Sarah Paulson roba la función con apenas un encogimiento de hombros y con una mirada plagada de odio y desprecio (sólo por unos minutos merecería premios y todos los parabienes posibles). Aunque parta como gran favorita, aunque habrá de recoger alguna recompensa en forma de estatuilla dorada (eso sería, al menos, lo deseable), parece muy complicado que 12 años de esclavitud sea bendecida por Hollywood como la mejor cinta del año, especialmente por su tono incluso desabrido, muy áspero, dejando muy clarito hacia quién dirige sus dardos, todo un revulsivo que muchos sólo están dispuestos a fingir que beben y aceptan, un puñetazo de gran cine para el resto del mundo.     

viernes, 17 de enero de 2014

"LA GRAN BELLEZA": DOLCE FAR NIENTE


 
 
TÍTULO ORIGINAL: La grande bellezza DIRECCIÓN: Paolo Sorrentino GUIÓN: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello MÚSICA: Lele Marchitelli FOTOGRAFÍA: Luca Bigazzi MONTAJE: Cristiano Travaglioli REPARTO: Tony Servillo, Carlo Verdone, Sabrina Ferilli, Carlo Buccirosso, Iaia Forte, Pamela Villoresi


   Hay obras que necesitan ser contextualizadas, insertadas dentro de una tradición, tenidas en cuenta como piezas de un conjunto, aunque sean perfectamente comprensibles como entes autónomos, aunque no resulte necesario tener ese conocimiento previo para apreciarlas y valorarlas, el hecho de saber de dónde vienen, cuáles son o pueden ser sus referentes, ayuda a ser más justos, a que nuestro juicio pueda apuntalarse con mayor propiedad, a que la lectura entre líneas resulte más sencilla, a captar lo que tan sólo se insinúa, queda en el sustrato, lo que constituye un regalo, un añadido, un extra para el que posee estos datos, lo que no invalida la lectura, el disfrute, el gusto que pueda experimentar el resto de los espectadores; por otro lado, mal vamos cuando una película, cualquier manifestación artística, no se explica por sí misma porque se coloca por encima de los demás, porque busca su distinción a través de lo elitista, de lo destinado a los iniciados y, en realidad, ese es uno de los temas en torno a los que gira esta sorprendente, a ratos divertida, a ratos cínica, en algunos momentos dispersa y en otros reiterativa, pero en líneas generales brillante y reveladora cinta titulada La gran belleza. Hay que tener en cuenta que llega desde Italia, uno de los países con siglos de historia (por no decir uno de los lugares en los que nació casi todo lo que es este mundo hoy en día), poseedor de un corpus cultural sólido, inspirador, vigente, siempre nuevo y con elementos por descubrir, un país en el que casi cada calle, cada paisaje, cada baldosa, cada piedra podrían aportar datos dignos de estudio, un país (en concreto, la ciudad de Florencia y, especificando más aún, la iglesia de Santa Maria della Croce) capaz de ser origen del síndrome que provoca la contemplación de tanta belleza, más de la que puede soportarse de un solo vistazo, conocido con el nombre del escritor que lo experimentó (Stendhal) y definió sus síntomas cuando pudo recuperarse. De una experiencia similar a la del autor de Rojo y negro parte este filme que, al modo del maestro Fellini en La dolce vita (1960) o en Roma (1972) –en realidad, en gran parte de su filmografía, pero estos son las más claros antecedentes de la cinta que ahora nos ocupa-, se dedica a diseccionar a una parte de la sociedad, esa que al vivir rodeada de cultura, arte, posibilidades económicas, al serle fácil el acceso a todo ello no lo aprecia, no lo tiene en cuenta, sólo lo utiliza como envoltorio, vaciándolo de contenido, vaciándose ellos mismos, diletantes, vividores, falsos intelectuales, siempre dando vueltas a la nada, a su ombligo, a lo poderosos e importantes que se sienten, a lo valorados que son por el resto, al prestigio atesorado que es tan sólo una fachada, una máscara, una mera apariencia.

   Es una gran ironía (tal vez prevista por Paolo Sorrentino) que los que más están ensalzando y aplaudiendo esta película sean, precisamente, aquellos a los que señala, a los que deja a la intemperie, a los que retrata inmisericordemente, a los que quita la máscara, a los que despoja del disfraz, a los que dinamita: esos que se enredan en palabras cuyo verdadero significado desconocen, esos que no saben explicar lo que les gusta o les disgusta, esos que se escudan en un lenguaje incomprensible (también, fundamentalmente, para ellos mismos) que usan como parapeto, como pedestal, esos que se sienten superiores por citar (errónea o desacertadamente la mayoría de las veces) a autores a los que no han leído, esos que no analizan ni profundizan, tan sólo roban opiniones aquí o allá o mantienen la que les hace quedar bien, la que les sirve como código para acceder a las zonas vedadas al común de los mortales. Uno de los máximos aciertos del director y guionista es demoler este edificio (tan frágil y etéreo por vacuo como las casitas de los dos primeros cerditos del cuento) desde dentro, utilizando para ello a un personaje (un espléndido Tony Servillo) lúcido y cínico con todo y todos (empezando por él mismo, por su inmerecido rango de intelectual, por su prosa huera), un observador que utiliza la materia gris para darse cuenta del humo que le rodea, del profundo vacío que anida en las cabezas, del hueco en el que han olvidado poner el corazón, que no duda en alzar la voz y llamar a las cosas por su nombre, que se sabe incomprendido por el resto de la camarilla porque ninguno de sus componentes va a hacer jamás el más mínimo ejercicio intelectual que deje al aire su bien protegido trasero (en realidad, están incapacitados para pensar en algo que no sea su supuesta altura moral, su ejemplaridad, su corralito). Paolo Sorrentino demuestra haber meditado mucho en lo que quiere contar y en cómo quiere contarlo, ofreciendo una dirección barroca, torrencial, con diferentes velocidades y tonos, consiguiendo algunas de las secuencias más delirantes y explosivas de los últimos tiempos (esa fiesta inicial, prodigio de montaje, ejemplo de concisión narrativa, de perfecta elección de las imágenes para que queden muy claras las intenciones y la primera aproximación a los personajes, medida, coreografiada no sólo por lo que se ve en la pista de baile, deslumbrante, impactante, cuidada hasta el último detalle, a buen seguro envidiada por Baz Luhrmann –y con el aporte extracinematográfico que supone en España la elección de un tema de Raffaela Carrá-), una variedad visual que ayuda al carácter caleidoscópico del filme, que le aporta riqueza, interpretaciones, significados diferentes dependiendo de qué sea lo que llame la atención a cada espectador; integrado en la mejor tradición del cine italiano, al igual que Fellini o Visconti, Sorrentino no pone el freno: lo cuenta todo, se desparrama, se repite, tiende a lo rococó, no elimina lo prescindible, alargando más allá de lo estrictamente necesario, pero sabe retomar el pulso, recuperar el brío, evitar las tentaciones de seguir por un camino que conduciría al inevitable desplome, para que Tony Servillo sea el perfecto cicerone de este recorrido por una vida muelle, dulce sólo en apariencia, amarga si uno se detiene a paladearla, desaprovechada, desperdiciada, por la que se transita con desgana, con apatía, a la que cuesta denominar “vida” porque pudiera parecer un burdo reflejo distorsionado similar a los que se veían en la caverna platoniana: sólo es posible apreciar y dar el valor debido a algo cuando se conoce su antónimo, su carencia, su cruz, cuando el placer, el triunfo, las recompensas se obtienen con esfuerzo, con trabajo, con aplicación, cuando uno consiente en que los sentimientos broten, se expresen, no se mecanicen, cuando el cuerpo abandona su verticalidad, cuando la mente se ve incapaz de asimilar todos los estímulos, cuando se pierde la capacidad de expresión, cuando el éxtasis nos paraliza, nos impide respirar, en definitiva, cuando reaccionamos sin racionalizar, sin llevar pensado lo que vamos a decir, cuando consentimos que la belleza (la que detectamos como tal sin que nadie nos la señale) nos arrebate e inunde. A pesar de sus arritmias, de sus digresiones, de sus encallamientos, el filme de Sorrentino es una experiencia e incluso una venganza para aquellos que gustan del arte sin tener en cuenta lo que se supone que deben opinar, sin dejarse influir más que por los verdaderos maestros, por los que uno reconoce como creadores, como artistas, pertenezcan o no a la casta de “lo que se lleva”, “lo in”, lo bendecido por una elite que vive de la pose, de fagocitar lo que puede imprimirles grandeza, del oropel que intentan robar a los verdaderamente brillantes.   

 

jueves, 2 de enero de 2014

"EL HOBBIT:LA DESOLACIÓN DE SMAUG": PROGRESANDO ADECUADAMENTE


 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Hobbit: The Desolation of Smaug DIRECCIÓN: Peter Jackson GUIÓN: Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson, Guillermo del Toro (basado en la novela El hobbit de J. R. R. Tolkien) MÚSICA: Howard Shore FOTOGRAFÍA: Andrew Lesnie MONTAJE: Jabez Olssen REPARTO: Martin Freeman, Ian McKellen, Richard Armitage, Luke Evans, Lee Pace, Orlando Bloom, Evangeline Lilly, Benedict Cumberbatch

 

   La trilogía de El señor de los anillos creó una tradición prenavideña, el mejor prólogo posible a estos días de sonrisas falsas y forzadas, el auténtico y verdadero regalo en un momento en que la gente va sembrando el camino de deseos pronunciados por inercia, sin sentirlos, con el mismo gesto con el que las hienas se acercan a los despojos abandonados por otros depredadores que, al menos, tienen el mérito de cazar y buscarse el sustento; desde 2012, Peter Jackson dio una prórroga, reinstauró la norma al anunciar que su adaptación de El Hobbit, su ansiado regreso a la Tierra Media, también constaría de tres películas, las cuales se estrenarían como mandaban los cánones, como debía ser, en los primeros días de diciembre. La noticia hizo retorcer aún más el colmillo a todos esos tolkenianos de nuevo cuño, los que en realidad se habían asomado a este universo gracias al esfuerzo titánico y el talento de un extensísimo equipo liderado por uno de los más grandes directores que verán los tiempos, a los que guardan el tarro de las esencias (el tesoro, habría que decir con toda la intención) de lo que ellos consideran es Tolkien, a esos ingratos que un día aplauden y al siguiente están deseosos por empuñar el martillo con el que abatir el pedestal que ayudaron a construir, a los que se cansan de algo en cuanto empieza a ser popular, a los que fingen un entusiasmo sólo para no sentirse desplazados, en definitiva a todos los que, de una manera u otra, renuncian al placer, programan su actitud y opinión antes de que se haya dado el primer golpe de claqueta y, por encima de todo, no van al cine a disfrutar (o alardean de no ir, insultando a los que lo hacen –ese es todo su nivel argumentativo, o sea, la ausencia del mismo: sentirse inteligentes utilizando un lenguaje de niños en el recreo-, reclamando su lugar en la oposición al espectáculo –con lo fácil que es ignorar lo que no te interesa, no dedicarle ni un segundo-). Para fortuna de los muchos (ahí están las cifras) que gustamos de reencontrarnos con viejos conocidos, ampliar la nómina de personajes, confirmar una y mil veces que Jackson es un director de aliento largo, épica bien entendida y construida, un visionario que disfruta con lo que hace, un cineasta de gran altura que no descuida ningún elemento, que se refrena cuando es necesario para que la narración repose, que activa hasta el último resorte de la maquinaria cuando debe, que crea un conjunto homogéneo en el que la historia no es fagocitada, que da a los efectos especiales su espacio y desarrollo (consiguiendo que no se noten, que no parezcan tales, llegando a un verismo y autenticidad que hacen pensar dónde viven estas criaturas en el mundo que habitamos), que, en definitiva, tiene un concepto total de la obra y no da prioridad a ninguna de las piezas por sí sola, para nuestro deleite, Peter Jackson ha cumplido con la cita.

   El Hobbit: La desolación de Smaug es el centro, el núcleo, la bisagra, el nudo si atendemos a la distribución clásica de una historia; muchos hablan de película de transición, de simple peaje antes de la traca final, tal vez olvidando (no diremos desconociendo) lo que supuso en su día El imperio contraataca (1980) o, para qué irse más lejos, cómo el volumen más apasionante de la trilogía de Tolkien dio paso a un filme esplendoroso –Las dos torres (2002)-, en el que se supo retardar todo lo necesario que su continuación en la pantalla –El retorno del rey (2003)- tuviese más brío que el original literario –hay que explicar y cerrar demasiadas cosas, que escritas resultan en ocasiones un tanto farragosas-; del mismo modo, con esta cinta Jackson hace que la historia avance, que surjan nuevos personajes, que se resuelvan algunas cuestiones y queden abiertas otras con vistas al tercer capítulo. Y aunque es, obviamente, tributaria y continuadora del título anterior, el guión sabe construir la película con la suficiente autonomía como para ser comprendida por cualquiera, dando las pinceladas justas sobre lo que ya ha sucedido, haciendo referencias precisas al pasado, contando con la complicidad de los seguidores, dispuesta a ganar nuevos adeptos (especialmente porque el fabuloso último plano, alejado de artificiosidad, excesos o pirotecnias, casi deteniendo el tiempo, poniendo la función al servicio del fabuloso Martin Freeman, tomándose un segundo de respiro antes de los créditos, es de lo que levanta a una platea para exigir que proyectan en ese momento la continuación).

   A fuerza de resultar reiterativos, debemos volver a hacer hincapié en la exquisitez que despliega Peter Jackson a la hora de planificar el espectáculo, cómo planifica las secuencias, los encuadres, los tempos, cómo jamás marea al espectador con planos imposibles o escurre el bulto confiándolo todo a un montaje abrupto, que descentra, que no enfoca: la Tierra Media nos resulta real porque podemos contemplarla, la conocemos, incluso en las escenas más trepidantes (aquí, sin duda, la palma se la lleva el momento en que los hobbits huyen escondidos en barriles a través de un río) el director se preocupa porque todo se vea, se comprenda, se asimile, se disfrute. Y al margen de la perfección alcanzada en fotografía, dirección artística, caracterización, efectos especiales, banda sonora (la partitura y el uso que se hace de la misma) y todos y cada uno de los apartados técnicos y artísticos, hay que encomiar una vez más el acierto en el casting, la adecuación de los actores en los roles asignados, cuya punta del iceberg es Orlando Bloom, quien vuelve a dar vida a Legolas, el personaje que supuso su descubrimiento, al que aportó un carisma y una presencia que, por desgracia, no ha vuelto a demostrar en su filmografía posterior, aptitudes que reaparecen aquí como por arte de magia, explotando una química muy estimulante tanto con Evangeline Lilly como con Lee Pace, dos incorporaciones muy afortunadas a la saga. Asimismo, aunque a buen seguro tendrá una buena oportunidad en El Hobbit: Partida y regreso para abundar en lo conseguido y ganarse sus merecidos laureles, Luke Evans irrumpe en la trama para aportar energía, misterio, emoción, gracia y buen hacer, uniéndose al elenco que ya habíamos aplaudido y celebrado en la primera entrega. Pero, por encima de todo y todos, hay que rendirse al magisterio que a pesar de su juventud despliega sin freno un actor que se ha revelado como imprescindible, maleable como pocos, poseedor de unos recursos inagotables, capaz de sugerir desde el hieratismo, manejando su voz con la precisión del músico más virtuoso, grandioso en cualquiera de los géneros que ha tocado, sin ponerse límites, resultando icónico en cualquier personaje por poco tiempo que permanezca en pantalla, es decir, Benedict Cumberbatch, cuyo rostro ha servido para crear a Smaug, el dragón al que no se limita a dotar de habla, el dragón al que transforma en real, por inflexiones, movimientos, intenciones, por el duelo verbal que mantiene con el que es su compañero en esa serie que nació clásica –Sherlock (2010-2014)- y que regresa justo en estos días a la BBC; decir que su voz estremece, seduce, cautiva, asombra, sorprende, es decir muy poco: hay que sentirla para encontrar la definición correcta (al igual que Adam Serkis y Gollum, Cumberbatch quedará asociado por siempre a Smaug, por mucho que lo ignoren esos cantamañanas que piden nominaciones para voces en películas indies).

   Habrá que esperar a la conclusión de la trilogía para confirmar si se justifica el haber transformado el relato de Tolkien en tal, aunque las perspectivas auspician un resultado impecable; sólo por cómo quedará el conjunto, por lo que tendremos cuando se hayan encajado todas las piezas, puede resultar tolerable el parón (no demasiado extenso, pero se percibe) que esta cinta experimenta antes de abordar el último tramo ese en el que, una vez más, Jackson no da tregua: después del estupendo comienzo que supuso El Hobbit: Un viaje inesperado (2012), puede afirmarse que su continuación es un buen progreso que no desmerece a su antecesora y que hace prever una conclusión a la altura que el propio cineasta se ha marcado y a la que nos tiene acostumbrados (ahora bien, qué haremos en 2015 cuando no haya nueva película sobre la Tierra Media, no es necesario pensarlo por el momento).