martes, 13 de enero de 2015

GLOBOS DE ORO: POLÍTICAMENTE INVOLUCRADOS







  La peor noticia relacionada con la reciente entrega de los Globos de Oro que otorga cada año la prensa extranjera afincada en Hollywood es que Tina Fey y Amy Poehler dejaron muy clara su intención de renovar en la tarea de maestras de ceremonias desopilantes, punzantes, de réplica veloz, divertidas y divirtiéndose, de verbo agudo, inteligentes, sin afán de protagonismo, sabiendo dosificarse y apuntalar el edificio con economía y versatilidad de recursos. Para la ocasión, en una gala marcada sin duda por los recientes sucesos ocurridos en Francia a raíz del terrible atentado terrorista sufrido en la sede del semanario satírico Charlie Hebdo (la manifestación de pocas horas antes en París no podía ser acallada, su clamor estaba instalado en el corazón de cualquier demócrata), las dos actrices no rebajaron el tono y fueron sutiles pero directas (el mejor humor, la denuncia más implacable, la acusación más contundente no están reñidas con la contención ni con el laconismo: el buen entendedor sabe de lo que se trata y cierta parafernalia puede diluir el mensaje), implacables sin perder la sonrisa, hablando sin darse importancia, como si fuesen frases espontáneas, desarmando con su gesto al contrario, al criminal, al verdugo, al que querría verlas calladas (por no decir algo más estremecedor y, por desgracia –no hay que volver a los hechos-, real). Del mismo modo, no pudieron dejar de meter el dedo en el ojo al dictador norcoreano King Jong-Un, ese cuya única defensa ante lo que no le gusta es destruir, prohibir, censurar, guillotinar, cometer ilegalidades, imponer, avasallar, sacándose de la manga a una corresponsal norcoreana que atemorizó a toda la sala (uno de esos momentos que sólo gracias a intérpretes tan entregados como Meryl Streep, Benedict Cumberbatch o Michael Keaton resultan frescos e inolvidables –ese buen rollo y esas ganas por hacer espectáculo que supo exprimir Ellen DeGeneres en los Oscar-) y amenazó por ser la próxima presentadora (con tal de que no regrese Ricky Gervais, ese que considera que hacer humor es resultar grosero y brutal sin freno ni medida, insultante y ofensivo, más allá de las leyes –porque eso es lo que se defendió en París: la libertad para hablar, para decir, para expresar, para enriquecer, para comunicar, no para lanzar acusaciones sin gracia ni fundamento (y si lo tienen, puesto que hacen referencia a lo privado, mientras no se cometa un delito del que poder acusar a nadie le importa lo que creas, pienses o sepas sobre otra persona, cuyo comportamiento tal vez te irrite, perturbe o perjudique –o tal vez, sencillamente, envidias por no ser capaz-, pero no influye en los demás)-, justo el extremo contrario de la acidez bien medida y nada complaciente ni cobarde de Tina y Amy). Gran parte de los presentadores y galardonados utilizaron los micrófonos para lanzar mensajes de solidaridad, apoyo y compromiso (nada insólito en personas como Jared Leto o George Clooney), sabiendo sortear el escollo de “si estamos en una entrega de premios no hemos venido más que a eso” por ir muy al grano y no andarse por las ramas (es lo que falla en España, sobre todo porque sólo se toleran determinados discursos, en realidad se quiere imponer un pensamiento único y dictar cómo, cuándo, dónde y en qué forma y dirección se expresa la protesta), resultando impecable e imprescindible el alegato del presidente de la Asociación de la Prensa Extranjera de Hollywood (él, como periodista, y representando a quienes representa, sólo podía decir lo que dijo –aunque imagino a alguno de esos escondido debajo de la mesa: esos meaqueditos que se lavan las manos como Pilatos, que enarbolan banderas con la boca pequeña sólo para que algunos lo sepan, pero luego esconden el rabo entre las piernas y bailan el agua a cualquier poderoso que pueda ayudarles a medrar- y fue un placer ver a esa Meryl Streep levantándose a aplaudir con fervor y provocando el efecto dominó en toda la sala). Como ya comentamos hace casi un año al hablar de los Oscar, si no nos gusta que se mezclen las cosas no podemos decir bravo a unos (los de allí) y afear la conducta a otros (los de aquí), pero tal vez el problema sea ese: el modo de expresar una opinión, una solidaridad, saber transformarse en altavoz.
   En cuanto a los premios, como muy pronto tendremos que ir diseccionando los mismos títulos con motivo de los Oscar y/o por su estreno en España, sólo apuntaremos que, puestos a elegir, es infinitamente más osada, virtuosa, coreografía visual a lo mecanismo de relojería, un alarde de dirección artística, la a ratos irregular El gran hotel Budapest que la ampulosa, fatua y prepotente Birdman, la una sí tiene huellas de un autor, de un visionario, de un universo propio, la otra fuerza la maquinaria, exagera, disparata, posee algunos hallazgos (que no son tales pero sabe apropiárselos) y un montón de despropósitos (y le va bien lo de competir en la categoría de comedia porque si Iñárritu cree haber hecho un drama y no una parodia –bastante poco afortunada- tiene mucho más que revisar de lo que uno pensaba). Michael Keaton se ha ganado (parece: veremos qué opinan sus compañeros, recordemos a Bill Murray por no irnos más lejos) el reconocimiento de todo el mundo por dejar a un lado algunas de sus muecas más reconocibles pero eso es poco al lado de un meritorio y sorprendente Eddie Redmayne (beneficiado aquí de la división entre drama y comedia) y de un soberbio Benedict Cumberbatch (por citar dos nombres que, junto a Keaton, parecen seguros en la terna de actores candidatos al Oscar que conoceremos el próximo jueves). Julianne Moore, por fin, no debería tener rival para conseguir una estatuilla dorada, por mucho que Felicity Jones sea una oponente de altura en La teoría del todo (y alguna fémina más de lo que aún no hemos podido disfrutar): lo suyo en Siempre Alice es un absoluto prodigio precisamente en cómo se despoja de personalidad, de humanidad, cómo queda anulada, borrada, reducida a esa nada cruel que impone el Alzheimer. J. K. Simmons tiene todas las papeletas para seguir recogiendo premios aunque su participación en Whiplash no pase de lo convencional, lo prototípico, lo esquemático, lo que es en realidad toda la cinta, y lo mismo podría pensarse de Patricia Arquette, presencia interesante y desaprovechada en la muy cansina Boyhood en la que, como en tantas ocasiones, se está premiando más el esfuerzo, la valentía, la forma que el resultado, el contenido, la película en sí.
   Y como colofón, fue un gustazo ver a Maggie Gyllenhaal recoger el premio de mejor actriz en miniserie por The Honourable Woman, ese prodigio que sólo podría llegar desde el Reino Unido, esa película de ocho horas que se ve sin sentir y que remueve, conmueve, altera, aterra, conmociona, emociona, impacta y hace reflexionar (y pensar en Jon Voight allí en la sala sentadito produce, no hay que negarlo, una sonrisita con rebaba y casi pedorreta… ¡Ahí lo tienes, ignorante!).

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