TÍTULO ORIGINAL: The Humbling DIRECCIÓN: Barry
Levinson GUIÓN: Buck Henry, Michal Zebede (basado en la novela La humillación de Philip Roth) MÚSICA:
Marcelo Zarvos FOTOGRAFÍA: Adam Jandrup MONTAJE: Aaron Janes REPARTO: Al
Pacino, Greta Gerwig, Dylan Baker, Kyra Segdwick, Dan Hedaya, Charles Grodin,
Dianne Wiest
TÍTULO ORIGINAL: Manglehorn DIRECCIÓN: David
Gordon Green GUIÓN: Paul Logan MÚSICA: Explosions in the Sky, David Wingo
FOTOGRAFÍA: Tim Orr MONTAJE: Colin Patton REPARTO: Al Pacino, Holly Hunter,
Chris Messina, Harmony Korine, Natalie Wilemon
Aunque estrenadas en nuestro país con cuatro meses de diferencia, el que
suscribe acaba de visionar (casi consecutivamente y como no premeditado pero
siempre necesario homenaje a aquellos programas dobles de los añorados cines de
barrio que tanto propiciaron y alimentaron nuestra pasión por el séptimo arte) los
dos últimos filmes protagonizados por Al Pacino, a la espera de que llegue (si
lo hace) Danny Collins, cuya
aparición en DVD está a punto de celebrarse en Suecia (por lo que es posible
que en España pase directamente al mercado televisivo y doméstico), y cuando
continúa inédita su nueva incursión tras las cámaras, adaptando la poética y
arrebatadora Salomé nacida del
talento de Oscar Wilde. Nadie podrá negar al veterano intérprete su incansable
búsqueda de personajes que le permitan reverdecer su aureola de gran actor, un
tanto adormecida (seremos benévolos) en productos alimenticios que ni siquiera
su presencia consigue liberar de lo anodino, repetitivo y facilón (cuando no de
lo ridículo y/o patético), olvidando en demasiadas ocasiones su oficio para
limitarse a pasearse por la pantalla recurriendo a las muecas que le hicieron
popular, exagerándolas hasta la extenuación, despojándolas de contenido y
sentido dramático, esforzándose mínimamente, echando cuentas de cómo engorda su
cuenta corriente mientras pierde crédito, prestigio y admiradores (por fortuna,
sus trabajos televisivos demuestran que el talento sigue vivo y madurando –Angels in America (2003), No conoces a Jack (2010), Phil Spector (2013)-); en ese sentido,
Pacino puso sus ojos en una novela del en ocasiones exageradamente bien considerado
Philip Roth, autor que no tiene recato en publicar cualquier cosa, novelas que
no pueden ser consideradas como tal (son relatos un tanto alargados, unas
cuantas páginas engoladas que son una mala copia de sus grandes títulos),
historias que apenas ocultan la sensación de déjà vu, de auto plagio, de soberbia, de escritura sin fuerza ni
contenido, repetición casina y esquemática de sus obsesiones, filias y fobias,
argumentos mínimos que sólo buscan epatar, ese es el caso de La humillación, título original tanto de
lo escrito por Roth como de la cinta de Barry Levinson, que en España se ha
llamado como una estupenda película de Peter Yates que llegó a la final de los
Oscar de 1983, al igual que su director, el guionista (Ronald Harwood) y sus
dos protagonistas, unos maravillosos Albert Finney y Tom Courtenay (aunque su
título original tampoco fuese La sombra
del actor, sino The Dresser, es
decir, El vestidor).
Pero
del mismo modo que en aquel filme prácticamente olvidado o poco conocido lo de “la
sombra del actor” servía para señalar al personaje de Courtenay como para
ahondar en la metáfora que representa el de Finney, en esta producción pedante
y absurda que ahora nos ocupa, por mucho que se haga referencia a la profesión
del rol que asume Pacino (un subrayado obvio), puesto que se ciñe
escrupulosamente a lo escrito y desarrollado (o dejado de desarrollar) por Roth,
en realidad no se comprende por qué poner el acento en un asunto que el
escritor despacha pronto para centrarse en la paranoia de su protagonista y en
la consabida historia sexual teñida (por decir inundada) de misoginia, la que
imprimía brío y emoción a la espléndida La
mancha humana, la que se comprendía aunque no se compartiese en El animal moribundo (que Isabel Coixet
trasladó a la gran pantalla con su habitual empeño por quedar por encima de lo
narrado, por hacer de cada plano el más alambicado jamás rodado, preocupada
sólo del envoltorio, consintiendo que Ben Kingsley no pudiese brillar como
debía y sabe, salvada en algunos momentos por una entregada y solvente Penélope
Cruz –Elegy se llamó el
despropósito/desperdicio-). Barry Levinson saca todo el aparataje de “autor”,
se pone un disfraz trascendente que provoca alguna que otra carcajada porque lo
que puede ser tolerable (o prescindible, pero cada uno lo imagina a su modo) en
una novela resulta risible, falso, incluso habría que decir tonto porque no hay
otra palabra que lo defina sin precisión sin caer en el insulto, momentos que
se contemplan con estupor porque se piensa que alguien con la trayectoria y la probada
sabiduría de Al Pacino tenía que ser consciente de lo irritantes y ridículas que
iban a resultar gran parte de sus intervenciones, y eso que en su favor puede
decirse que no fuerza la máquina, que no se deja llevar por tentaciones
grandilocuentes (esas que, ¡oh, señores de la Academia!, le valieron por fin un
Oscar gracias a Esencia de mujer (1992),
tras haber sido candidato otras siete veces –una de ellas ese mismo año como
secundario por Glengarry Glen Ross (1992),
filme, por cierto, en el que se obviaron las portentosas interpretaciones de
Jack Lemmon, Jonathan Pryce y Alec Baldwin- y haber sido ninguneado por El Padrino III (1990), aunque su
estremecedor grito mudo ya ha quedado para los anales-), que intenta humanizar
al estereotipo, al esquema que asume con cierta dignidad.
Tal
vez recordando que en la década de los setenta que le convirtió en estrella e incluso
en mito gracias a las dos primeras partes de la saga de Coppola que le
transformó para siempre en Michael Corleone o a títulos como Serpico (1973), Tarde de perros (1975) o Justicia
para todos (1979) perdió lo que parecía un Oscar cantado por El Padrino II (1974) frente al Art
Cartney de Harry y Tonto (1974),
Pacino debió creer que un gato y una historia mínima, supuestamente íntima y
humana, eran bazas suficientes para hacerse perdonar tanta morralla como abunda
en su filmografía. Pero un guión que de querer ser sutil termina por ser inane,
embarra en lo afectado, en lo aparentemente sugestivo, en realidad en unos
cuantos tópicos que para colmo no se molesta en desarrollar, puesto en manos de
un director que quiere huir a toda costa de su pasado al frente de Superfumados (2008) y Caballeros, princesas y otras bestias (2011),
deslumbrado por el modo en que la torpe y previsible maniobra titulada Joe (2013) se saldó con el aplauso de
esa crítica sesuda e intelectual que no va a reconocer que el emperador va
desnudo para no quedar en esa misma situación, acomplejado por sus trabajos
para un público adolescente que sólo pide cuatro carcajadas, la combinación
entre ambos factores provoca una cinta que aburre, cansa, agota, adormece,
resulta falsa casi desde el minuto uno, un ejercicio de estilo totalmente vacuo
en el que ni siquiera Al Pacino y Holly Hunter encuentran un asidero para (y
mira que lo intentan) inyectar algo de verdad y emoción a lo que, en manos más
desprejuiciadas (es decir, en alguien que sepa narrar y recuperar el tono de
décadas pasadas –no es nada fácil ser Robert Benton, James L. Brooks, Paul
Marzusky o tantos otros que suelen borrarse de un plumazo o reconocer sólo en
momentos puntuales y sin demasiado encomio-), permitiendo que los sentimientos
se expresen y los personajes vivan, que la narración fluya y el encanto se
despliegue, sin miedo al melodrama cuando éste es preciso, sin querer evitar
las lágrimas por considerarlas tramposas (como si no recurriese a algunas bien
trilladas para conseguir determinados aplausos), de haber consentido en que esa
pareja protagonista hubiese desplegado su magia, hubiese sido una película tal
vez memorable pero, sin duda, de agradable visión y recuerdo. Ojalá podamos aún cantar, y no en mucho tiempo, las excelencias de Al Pacino en la gran pantalla.
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