jueves, 3 de septiembre de 2015

AL PACINO: LA SOMBRA DE AQUEL ACTOR






TÍTULO ORIGINAL: The Humbling DIRECCIÓN: Barry Levinson GUIÓN: Buck Henry, Michal Zebede (basado en la novela La humillación de Philip Roth) MÚSICA: Marcelo Zarvos FOTOGRAFÍA: Adam Jandrup MONTAJE: Aaron Janes REPARTO: Al Pacino, Greta Gerwig, Dylan Baker, Kyra Segdwick, Dan Hedaya, Charles Grodin, Dianne Wiest
TÍTULO ORIGINAL: Manglehorn DIRECCIÓN: David Gordon Green GUIÓN: Paul Logan MÚSICA: Explosions in the Sky, David Wingo FOTOGRAFÍA: Tim Orr MONTAJE: Colin Patton REPARTO: Al Pacino, Holly Hunter, Chris Messina, Harmony Korine, Natalie Wilemon

   Aunque estrenadas en nuestro país con cuatro meses de diferencia, el que suscribe acaba de visionar (casi consecutivamente y como no premeditado pero siempre necesario homenaje a aquellos programas dobles de los añorados cines de barrio que tanto propiciaron y alimentaron nuestra pasión por el séptimo arte) los dos últimos filmes protagonizados por Al Pacino, a la espera de que llegue (si lo hace) Danny Collins, cuya aparición en DVD está a punto de celebrarse en Suecia (por lo que es posible que en España pase directamente al mercado televisivo y doméstico), y cuando continúa inédita su nueva incursión tras las cámaras, adaptando la poética y arrebatadora Salomé nacida del talento de Oscar Wilde. Nadie podrá negar al veterano intérprete su incansable búsqueda de personajes que le permitan reverdecer su aureola de gran actor, un tanto adormecida (seremos benévolos) en productos alimenticios que ni siquiera su presencia consigue liberar de lo anodino, repetitivo y facilón (cuando no de lo ridículo y/o patético), olvidando en demasiadas ocasiones su oficio para limitarse a pasearse por la pantalla recurriendo a las muecas que le hicieron popular, exagerándolas hasta la extenuación, despojándolas de contenido y sentido dramático, esforzándose mínimamente, echando cuentas de cómo engorda su cuenta corriente mientras pierde crédito, prestigio y admiradores (por fortuna, sus trabajos televisivos demuestran que el talento sigue vivo y madurando –Angels in America (2003), No conoces a Jack (2010), Phil Spector (2013)-); en ese sentido, Pacino puso sus ojos en una novela del en ocasiones exageradamente bien considerado Philip Roth, autor que no tiene recato en publicar cualquier cosa, novelas que no pueden ser consideradas como tal (son relatos un tanto alargados, unas cuantas páginas engoladas que son una mala copia de sus grandes títulos), historias que apenas ocultan la sensación de déjà vu, de auto plagio, de soberbia, de escritura sin fuerza ni contenido, repetición casina y esquemática de sus obsesiones, filias y fobias, argumentos mínimos que sólo buscan epatar, ese es el caso de La humillación, título original tanto de lo escrito por Roth como de la cinta de Barry Levinson, que en España se ha llamado como una estupenda película de Peter Yates que llegó a la final de los Oscar de 1983, al igual que su director, el guionista (Ronald Harwood) y sus dos protagonistas, unos maravillosos Albert Finney y Tom Courtenay (aunque su título original tampoco fuese La sombra del actor, sino The Dresser, es decir, El vestidor).
   Pero del mismo modo que en aquel filme prácticamente olvidado o poco conocido lo de “la sombra del actor” servía para señalar al personaje de Courtenay como para ahondar en la metáfora que representa el de Finney, en esta producción pedante y absurda que ahora nos ocupa, por mucho que se haga referencia a la profesión del rol que asume Pacino (un subrayado obvio), puesto que se ciñe escrupulosamente a lo escrito y desarrollado (o dejado de desarrollar) por Roth, en realidad no se comprende por qué poner el acento en un asunto que el escritor despacha pronto para centrarse en la paranoia de su protagonista y en la consabida historia sexual teñida (por decir inundada) de misoginia, la que imprimía brío y emoción a la espléndida La mancha humana, la que se comprendía aunque no se compartiese en El animal moribundo (que Isabel Coixet trasladó a la gran pantalla con su habitual empeño por quedar por encima de lo narrado, por hacer de cada plano el más alambicado jamás rodado, preocupada sólo del envoltorio, consintiendo que Ben Kingsley no pudiese brillar como debía y sabe, salvada en algunos momentos por una entregada y solvente Penélope Cruz –Elegy se llamó el despropósito/desperdicio-). Barry Levinson saca todo el aparataje de “autor”, se pone un disfraz trascendente que provoca alguna que otra carcajada porque lo que puede ser tolerable (o prescindible, pero cada uno lo imagina a su modo) en una novela resulta risible, falso, incluso habría que decir tonto porque no hay otra palabra que lo defina sin precisión sin caer en el insulto, momentos que se contemplan con estupor porque se piensa que alguien con la trayectoria y la probada sabiduría de Al Pacino tenía que ser consciente de lo irritantes y ridículas que iban a resultar gran parte de sus intervenciones, y eso que en su favor puede decirse que no fuerza la máquina, que no se deja llevar por tentaciones grandilocuentes (esas que, ¡oh, señores de la Academia!, le valieron por fin un Oscar gracias a Esencia de mujer (1992), tras haber sido candidato otras siete veces –una de ellas ese mismo año como secundario por Glengarry Glen Ross (1992), filme, por cierto, en el que se obviaron las portentosas interpretaciones de Jack Lemmon, Jonathan Pryce y Alec Baldwin- y haber sido ninguneado por El Padrino III (1990), aunque su estremecedor grito mudo ya ha quedado para los anales-), que intenta humanizar al estereotipo, al esquema que asume con cierta dignidad.
   Tal vez recordando que en la década de los setenta que le convirtió en estrella e incluso en mito gracias a las dos primeras partes de la saga de Coppola que le transformó para siempre en Michael Corleone o a títulos como Serpico (1973), Tarde de perros (1975) o Justicia para todos (1979) perdió lo que parecía un Oscar cantado por El Padrino II (1974) frente al Art Cartney de Harry y Tonto (1974), Pacino debió creer que un gato y una historia mínima, supuestamente íntima y humana, eran bazas suficientes para hacerse perdonar tanta morralla como abunda en su filmografía. Pero un guión que de querer ser sutil termina por ser inane, embarra en lo afectado, en lo aparentemente sugestivo, en realidad en unos cuantos tópicos que para colmo no se molesta en desarrollar, puesto en manos de un director que quiere huir a toda costa de su pasado al frente de Superfumados (2008) y Caballeros, princesas y otras bestias (2011), deslumbrado por el modo en que la torpe y previsible maniobra titulada Joe (2013) se saldó con el aplauso de esa crítica sesuda e intelectual que no va a reconocer que el emperador va desnudo para no quedar en esa misma situación, acomplejado por sus trabajos para un público adolescente que sólo pide cuatro carcajadas, la combinación entre ambos factores provoca una cinta que aburre, cansa, agota, adormece, resulta falsa casi desde el minuto uno, un ejercicio de estilo totalmente vacuo en el que ni siquiera Al Pacino y Holly Hunter encuentran un asidero para (y mira que lo intentan) inyectar algo de verdad y emoción a lo que, en manos más desprejuiciadas (es decir, en alguien que sepa narrar y recuperar el tono de décadas pasadas –no es nada fácil ser Robert Benton, James L. Brooks, Paul Marzusky o tantos otros que suelen borrarse de un plumazo o reconocer sólo en momentos puntuales y sin demasiado encomio-), permitiendo que los sentimientos se expresen y los personajes vivan, que la narración fluya y el encanto se despliegue, sin miedo al melodrama cuando éste es preciso, sin querer evitar las lágrimas por considerarlas tramposas (como si no recurriese a algunas bien trilladas para conseguir determinados aplausos), de haber consentido en que esa pareja protagonista hubiese desplegado su magia, hubiese sido una película tal vez memorable pero, sin duda, de agradable visión y recuerdo. Ojalá podamos aún cantar, y no en mucho tiempo, las excelencias de Al Pacino en la gran pantalla.

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